Las dos primeras escenas de Rojo son magistrales. No es que luego el film decaiga, pero pocas películas argentinas han tenido un arranque tan imponente. En la primera (un plano fijo sin diálogos) vemos cómo los vecinos van vaciando el interior de una casona. En la segunda, en cambio, hay muchas palabras (una fuerte discusión dentro de un restaurante lleno un sábado a la noche) y las consecuencias serán trágicas. Son dos maneras opuestas, pero igualmente intensas, perturbadoras e intrigantes, de presentar los conflictos que luego se irán profundizando y desvelando durante el resto de la trama. La película está ambientada en un pueblo de provincia a partir de septiembre de 1975; es decir, pleno apogeo de las Triple A y con el Golpe de Estado cada vez más inminente. El protagonista es “el doctor” Claudio Morán (Darío Grandinetti en uno de sus mejores trabajos), un abogado bastante respetado dentro de la comunidad, casado con una mujer distinguida (Andrea Frigerio) y padre de una adolescente, Paula (Laura Grandinetti, su hija también en la vida real), que está en plena iniciación sexual con su novio Santi (Rafael Federman). Rojo (título que podría aludir a “los comunistas” que las fuerzas represivas pretenden combatir, a la sangre que va brotando en distintas escenas o incluso a un eclipse muy bien filmado) tiene un protagonista claro y una familia en el centro de la escena, pero es también un relato coral, una minuciosa y sobrecogedora pintura de época, y una mirada impiadosa, incómoda y cuestionadora a las pequeñas miserias, degradaciones y humillaciones sociales que, sumadas y sostenidas en el tiempo, habilitaron una de las dictaduras más violentas de la historia. Tras las promisorias Historia del miedo y El Movimiento, Naishtat se consagra con una película más ambiciosa y al mismo tiempo más accesible que va de la comedia negra (la secuencia en que el interventor interpretado por Alberto Suárez recibe a unos vaqueros norteamericanos) al thriller psicológico, pasando por el melodrama familiar, el policial (hay una estafa, una muerte y la posterior llegada de un famoso detective chileno interpretado por el siempre tenebroso Alfredo Castro), el musical (en la subtrama menos lograda se ensaya una obra juvenil dirigida por una maestra “progre” que encarna Susana Pampín) y hasta el western (otra vez la predilección de Naishtat por los paisajes desérticos). Naishtat llena la pantalla de bigotes y cigarrillos, juega muy bien el juego del pueblo chico / infierno grande de los hermanos Coen (aunque con menos regodeo y cinismo) y transmite a partir de sutiles e inteligentes observaciones y elementos sonoros, musicales y visuales -el look setentista logrado por el director de fotografía brasileño Pedro Sotero (Sonidos vecinos, Aquarius) y el trabajo en el arte de Julieta Dolinsky son prodigiosos- un espíritu de época impactante, angustiante, ominoso, opresivo, pero sin caer jamás en el subrayado ni en la bajada de línea aleccionadora. Todo un hallazgo para alguien que nació en 1986 (algo similar habían conseguido Francisco Márquez y Andrea Testa en La larga noche de Francisco Sanctis). La excelente cosecha argentina modelo 2018 ha tenido en el terreno comercial un puñado de éxitos “industriales” y múltiples fracasos “autorales”. Ojalá que Rojo -firme candidata a mejor película nacional del año- no pase inadvertida. No hay demasiadas cinematografías que puedan darse el lujo de “dilapidar” tanto talento como la nuestra.
El realizador alemán Christian Petzold es un verdadero artista del melodrama, un cultor y conocedor del género que se permite experimentar con él como no muchos lo han hecho. Transit, sin embargo, no es —como algunos han aseverado— un film totalmente experimental sino uno que juega con un enroque temporal que resignifica todo el tiempo lo visto. Es que Transit es una película basada en una novela de 1942 sobre la ocupación nazi en Francia, aunque está contada como si transcurriera hoy. Pero no se trata de una actualización completa. La novela sigue siendo la misma (hay fascistas ocupando Francia), pero no hay carros de la Gestapo ni cascos sino policías comunes y corrientes, taxis modernos y celulares. La metáfora no es muy compleja que digamos: Petzold intenta mostrar cómo el trato que en la actualidad se le da a los refugiados no es muy distinto de lo que sucedía entonces, con una sociedad civil que daba la espalda a los que eran perseguidos y necesitaban protección. Pero el director de Seguridad interior, Fantasmas, Phoenix/Ave Fénix, Triángulo y Yella está lejos de plantearse hacer un docudrama político convencional sino que usa los recursos y las figuras del melodrama para contar esa especie de purgatorio en vida que fue para muchos y sigue siéndolo hoy ser un perseguido político, un refugiado, un paria social. Transit arranca como una película de espías de los años ‘40 y al principio sorprende el choque entre los diálogos propios de una película sobre la Francia ocupada y las locaciones actuales, pero una vez que uno se acomoda al sistema —con la clásica voz en off en tercera persona propia de las adaptaciones ms afrancesadas del noir— la película se convierte en un melodrama casi clásico. La historia, obviamente, es larga y compleja de resumir. Involucra una misión que sale mal, un hombre con una carta de asilo que no es suya para irse a México, un escritor muerto, una fuga de Paris a Marsella, un encuentro ahí con una madre y su hijo inmigrantes y, luego, con la mujer del escritor, de la que este hombre se enamora. Y mientras esperan ese papel que les permita fugarse de la Francia ocupada (curioso es también que los personajes siendo ocupados sean y hablen en alemán), las cosas y personajes se siguen complicando, con un juego de confusión de identidades, realidad y fantasía típicas tanto del género como de la obra de Petzold. Este thriller de espías va dando paso de a poco a una película romántica que puede ligarse tanto a Casablanca como a la relectura nouvelle vague de ese tipo de cine clásico, a la Alphaville. Es un experimento conceptual en el sentido que por momentos podría parecer un film de ciencia ficción, en otros uno de época pero posmoderno tipo Bastardos sin gloria y, finalmente, un emotivo melodrama centrado en las idas y venidas de Gregg, un sobreviviente de un campo de concentración que tiene que ayudar a una pareja a escapar pero que, por las circunstancias y su propio involucramiento con los personajes, empieza a girar la rueda del destino hacia lugares inesperados. Es, sí, una película más compleja que las anteriores del propio realizador, pero esos giros dramáticos y formales se sostienen por el peso emocional que carga el protagonista, un hombre con varios puntos de contacto con el Bogart de aquel clásico film. Si bien su aspecto no tiene nada que ver con el del galán de Hollywood, este hombre atrapado en Marsella entre el amor y el deber durante una ocupación remite emocionalmente a ese clásico personaje. Pero Petzold no invita a la nostalgia sino que la utiliza para hacer un film conceptual y político sin dejar de buscar la emoción genuina del espectador. En el poderoso final uno ya se olvidó por completo de todas las tácticas de aplicado estudiante de la historia del cine que es el realizador alemán y se entrega al rostro del protagonista, un hombre en tránsito perpetuo pero que comprende, también, que no todo en el mundo pasa por él.
El director de la consagratoria Mauro (2014) se dedicó durante varios años a filmar dentro de la Casa del Teatro, ámbito en el que viven veteranos intérpretes con problemas económicos y de salud. Allí descubrió a Oscar Brizuela, un actor que tuvo algunos papeles medianamente significativos en películas de los años '70 como Embrujo de amor, Contigo y aquí o Muñequitas de medianoche. Hoy, tras haber sufrido un fuerte ACV, ni siquiera puede recordar el mes, el año o la estación, aunque los vericuetos de la memoria le permiten contar de forma anárquica alguna que otra anécdota de su vida y su carrera. Mientras intenta recuperar los movimientos de sus piernas y que su cabeza empiece a ayudarlo (es conmovedor cuando intenta cantar la letra de un tango para un evento de la propia Casa del Teatro), iremos conociendo de a poco su tortuosa vida, que incluyó una larga estadía en Utah y una traumática relación con su hijo, al que no ve hace muchísimo tiempo y hoy debería ser un cuarentón. Allí comienza la parte detectivesca del film, una obsesiva búsqueda que intenta dar con el paradero de quien hoy es todo un desconocido. La película tiene varios niveles (todos con su interés particular, aunque no siempre bien integrados) que van desde la dinámica interna de la Casa del Teatro (hay algunos personajes secundarios inolvidables), la reconstrucción de la carrera de Brizuela (que de joven tenía su impronta de galán, como se puede apreciar en las recurrentes imágenes de latin lover en la película de 1969 Póker de amantes para tres) y la apuntada subtrama de investigación. Casa del Teatro avanza por un riesgoso desfiladero en el que de un lado está el patetismo y del otro la explotación de alguien al que muchas veces vemos desbarrancar por los efectos del ACV. De todas maneras, con su cámara fija siempre a prudente distancia y una pudorosa edición, Rosselli sale bastante airoso del desafío. Un film incómodo, desconcertante y, al mismo tiempo, fascinante. De esos que nos obligan como espectador a asumir inquietantes reacciones y sentimientos que, probablemente, recién decanten bastante tiempo después de finalizada la proyección.
Lucía (Julieta Zylberberg) es una actriz que vive de ser la cara de diversas campañas publicitarias. Pablo (Alan Sabbagh) es un arquitecto que trabaja en proyectos que no le interesan demasiado. Lucía y Pablo conviven desde hace cinco años y en el horizonte aparece cierto desgaste por la rutina y los deseos (o no) de ser padres.2 Más allá de las contradicciones entre ambos (él es bastante elemental y estructurado; ella, mucho más abierta y alegre), las cosas se complican cuando él la invita a un viaje sorpresa de una semana (all inclusive, por supuesto) a Trancoso. Justo antes de salir, Pablo pierde el trabajo, pero no se anima a contarle la noticia a su mujer. Ya en Brasil los recibe a ellos y a otra pareja de lesbianas (Marina Bellati y Mariana Chaud) Gilberto (Mike Amigorena), el avasallante gerente del complejo que les tiene preparada una serie de actividades "descontracturadas". En este ensayo sobre la culpa, los miedos, las fantasías, los prejuicios, las incomodidades y los celos, los hermanos Levy (directores de Novias - Madrinas - 15 años, Masterplan) se aferran en principio a ciertas fórmulas de la comedia romántica (con algo de ¿Qué pasó ayer?) y de rematrimonio (con otro poco de El amor menos pensado). Los gags y el timing cómico no siempre funcionan del todo, pero la película gana en su segunda mitad en intensidad emocional al abordar con humor, pero también con sensibilidad, los nuevos conceptos de familias. Es entonces cuando abandona cierto clasicismo conservador para convertirse en una exploración mucho más moderna y provocativa.una actriz que vive de ser la cara de diversas campañas publicitarias. Pablo (Alan Sabbagh) es un arquitecto que trabaja en proyectos que no le interesan demasiado. Lucía y Pablo conviven desde hace cinco años y en el horizonte aparece cierto desgaste por la rutina y los deseos (o no) de ser padres.
Una de las obsesiones del cine francés son las biopics de sus ilustres artistas: músicos, escritores y todo aquel o aquella que haya tenido una vida lo suficientemente sufrida o épica y un legado valioso como para justificar una película. Tras la reciente Rodin, ahora es el turno de Gauguin: Viaje a Tahití, película de Edouard Deluc que se concentra en los dos primeros años que Paul Gauguin (Vincent Cassel) pasó en la Polinesia. El film comienza en la París de 1891. En ese ámbito dominado por el esnobismo y las convenciones, Gauguin no se siente nada a gusto (y sus obras tampoco terminan de gustar al establishment). El artista intenta convencer a su esposa y a sus cinco hijos de acompañarlo en su exilio, pero se niegan. Solo, en busca de recuperar la pasión por y la pureza de su arte, se instala en Mataiera, un selvático poblado alejado de Papeete, donde sobrevive con lo básico, en la más absoluta austeridad, pasando incluso muchas veces hambre y sufriendo crecientes problemas de salud. Allí se enamora de Téhura (Tuhei Adams), una lugareña que se convertirá en amante y musa. Cuidada y prolija. Eso es lo mejor que puede decirse de este drama biográfico que en la mayoría de sus pasajes carece de la tensión, la intensidad, los matices y la profundidad que podría esperarse de un acercamiento a una figura de esas dimensiones y en un contexto tan extremo. La belleza de ciertas imágenes y de la música de Warren Ellis (habitual socio de Nick Cave) compensan solo en parte un film que por momentos resulta demasiado elemental y anodino.
Marcos (el debutante Walter Rodríguez) es un adolescente que ha terminado con buenas calificaciones el secundario y regresa al hogar para ayudar a su familia en el verano. Su padre (Germán De Silva) y su hermano mayor se dedican a ordeñar las vacas y cuidar el ganado del patrón de los constantes intentos de robo, mientras que su madre (la chilena Catalina Saavedra) ayuda como modista. La vida de estos caseros es ardua, y Marcos no se siente a gusto con esas tareas: a escondidas se maquilla y se prueba coloridas ropas de mujer. Llega el carnaval y -con un antifaz como escudo- este joven apocado y tímido demostrará una alegría y un envidiable desenfado con su cuerpo sobre las pistas de baile. Sin embargo, ya en los primeros minutos adivinamos que el entorno familiar y social de Marcos no será comprensivo ni estimulante para con él y lo llevará a presenciar, padecer o protagonizar distintos eventos trágicos. Ni siquiera una efímera historia de amor con otro muchacho aliviará un poco sus penas. La película -que tiene algo del clásico Secreto en la montaña, de Ang Lee- está narrada con convicción, precisión y contundencia, aunque por momentos se extrañen un poco más de matices y sutilezas. El film describe sin eufemismos las fuertes diferencias de clase y los prejuicios hacia los "distintos", que se resuelven con burla, provocación y violencia. Mientras en algunas grandes urbes este tipo de conflictos ya no generan tantas rispideces, en otros ámbitos rurales conllevan todavía un grado de estigmatización y marginación.
Cuarta remake de una historia original que data de 1932 (en un principio ambientada en el universo del cine, luego en el de la música), esta Nace una estrella modelo 2018 no tiene nada que envidiarles a sus ilustres predecesoras. Al contrario: la dupla compuesta por Bradley Cooper y Lady Gaga se ubica entre las mejores y eso que la estamos comparando nada menos que con las que conformaron Lowell Sherman y Constance Bennett, Fredrich March y Janet Gaynor, James Mason y Judy Garland y Kris Kristofferson y Barbra Streisand (la versión de 1976 es la que más puntos en común tiene con esta). La propuesta es irresistible por donde se la analice. Bradley Cooper (también director y coguionista) interpreta a Jackson Maine, un veterano rockero (algo así como una combinación entre Tom Petty y Eddie Vedder) aún exitoso, pero que, producto del desgaste de los años, la acumulación de giras, la rutina y los efectos del alcoholismo, empieza a caer por una pendiente sin fondo a la vista. Una noche, en un bar de drag-queens, conoce a Ally (mientras ella interpreta "La vie en rose"), una joven que sería algo así como su opuesto: ingenua y versátil cantautora, con toda la energía y la fascinación del mundo. Tras el flechazo inicial, Jackson -a pura generosidad- la invita a compartir el escenario. En tiempos de viralización de videos, el impacto es inmediato. El ascenso de ella será vertiginoso; la decadencia de él, también. Nace una estrella cumple con todos los ítems que el espectador puede pedir de un crowd-pleaser y de un tear-jerker: la película atrapa y emociona. Si a eso se le suman nobles personajes secundarios como Andrew Dice Clay (el padre de ella) o Sam Elliott (el hermano de él) para construir las subtramas familiares, estamos ante un film que se ubica muy por encima de la media de la producción actual. No apta para cínicos, la película regala excelentes números musicales, una historia de amor de proporciones épicas y momentos que van de la comedia romántica al melodrama. Y lo hace con recursos sólidos, sin maquillar sus orígenes ni sus búsquedas, que algunos podrán minimizar por "grasas". Un Cooper cada vez más maduro delante y ahora también detrás de cámara y una Lady Gaga en un debut consagratorio consiguen la química justa para que nos consustanciemos con sus triunfos y derrumbes. Una película clásica, un engranaje perfecto, una historia sentida. Hollywood en estado puro.
La directora de Pompeya y Mujer Lobo construyó un estilizado thriller erótico con toques perversos. Tamae Garateguy continúa con su exploración del cine de género, con énfasis en el thriller psicológico y, sobre todo, en los aspectos menos convencionales de la sexualidad. En este caso, narra la historia de Gonzalo (Rodrigo Guirao Díaz), un cirujano al que en la escena inicial vemos perder a un paciente en el quirófano, aparentemente por mala praxis. Este joven hasta entonces exitoso, casado con Pilar (Paula Carruega) y padre de dos pequeñas hijas, vive en una casona con parque y piscina en un barrio privado, pero la apariencia de familia feliz choca contra una frustrante (para ambos) relación de pareja. El otro personaje principal es Clara (Martina Garello), una joven bailarina que ha perdido a su familia en un accidente automovilístico y ha quedado con media cara y parte del cuerpo deformado. Ella visita a Gonzalo en busca de una cirugía plástica que la devuelva a su look normal y, a partir de allí, se inicia una tensa, contradictoria, obsesiva y enfermiza relación entre ambos, que incluirá encuentros sexuales grupales, visitas a clubes sadomasoquistas y hasta cuestiones necrofílicas que es mejor no adelantar. Con la habitual elegancia visual y narrativa de su cine, Garateguy diseña una película que por momentos remite al Pedro Almodóvar de Atame y La piel que habito. y a ciertos elementos de David Cronenberg y Takashi Miike. Algunos desajustes en ciertos conflictos, diálogos y actuaciones conspiran un poco contra la solidez del resultado final, pero Hasta que me desates no deja de ser una inquietante, provocadora y tragicómica mirada a las perversiones de la clase media-alta (de Puerto Madero a Nordelta) con su carga de frustración, insatisfacción y deseos muchas veces no cumplidos de conseguir un amor intenso, genuino, verdadero.
Egresada como realizadora de la ENERC, directora de casting, fotógrafa y actriz de películas como La niña santa, de Lucrecia Martel (donde compartió elenco con Morán), Alché debuta en el largometraje (después de haber filmado valiosos cortos como Gulliver, Noelia e Invierno 3025) con este fascinante e inquietante trabajo que tuvo su première mundial en el Festival de Locarno y hace pocos días ganó la competencia Horizontes Latinos de San Sebastián. Morán ratifica su versatilidad con un trabajo muy distinto al de El amor menos pensado, Sueño Florianópolis y El Ángel. En los cortometrajes de María Alché ya había atmósferas surrealistas, derivaciones fantásticas, situaciones del orden de lo metafísico: conflictos existenciales, elementos oníricos, viajes íntimos en los que por momentos se pierden las nociones de tiempo y espacio. Familia sumergida comienza con una situación trágica (la muerte de Rina, la hermana de la protagonista), pero la apuesta sigue siendo netamente realista. Marcela (una omnipresente Mercedes Morán) no solo debe hacer el duelo sino enfrentarse a situaciones traumáticas como ir vaciando el departamento de la fallecida. Marcela está casada con un hombre (Marcelo Subiotto) bastante ausente tanto en términos concretos (suele partir de viaje) como afectivos (es bastante frío) y tiene tres hijos entre adolescentes y veinteañeros (Laila Maltz, Ia Arteta y Federico Sack) con sus propios problemas sentimentales y estudiantiles. La dinámica en el hogar (un departamento algo pequeño para cinco habitantes) es bastante caótico, sobre todo cuando se rompe el lavarropas y luego descubren que el problema son los caños. En medio de ese constante transitar -en el que se esboza cierto costumbrismo y algunos atisbos de humor absurdo (y asordinado) a-la-Martín Rejtman-, la cámara atenta de Alché empieza a concentrarse cada vez más en el personaje de Marcela, una mujer ensimismada, con la mirada muchas veces perdida, que intenta seguir con la vida familiar (regar las plantas, planchar una camisa, ayudar a su hijo quinceañero para un examen), pero sufre de arranques de angustia, se queda dormida y se percibe una cada vez más profunda insatisfacción. No conviene adelantar mucho más de lo que ocurre después de esa introducción, pero Marcela conocerá a Nacho (Esteban Bigliardi), amigo de una de sus hijas, y empezará a recibir visitas inesperadas, de otra dimensión (un vuelvo similar al de algunos de sus cortos). Hay en Alché una búsqueda (una convicción) de captar la intimidad de su heroína y en cada plano hay una carga psicológica y una construcción visual (coreográfica) en ese sentido. No importa si Marcela está en segundo plano mientras el resto de los personajes se mueve: siempre pondremos los ojos en ella, en sus gestos, sus miradas, sus vacíos. En ese sentido, es particularmente elogiable el trabajo de iluminación (nunca ostentoso, pero sí muy expresivo) en colaboración con la francesa Hélène Louvart, directora de fotografía nada menos que de Mia Hansen-Løve (Maya), Alice Rohrwacher (Corpo celeste, Las maravillas, Lazzaro felice), Nicolas Klotz (Paria, La blessure, Low Life), Claire Denis (Vers Mathilde), Jacques Doillon (Le premier venu), Agnès Varda (Las playas de Agnès), Wim Wenders (Pina), Jaime Rosales (Petra) y Eliza Hittman (Beach Rats). Mercedes Morán saca a relucir todas sus facetas, sus matices, sus diferentes registros para un personaje en plena crisis interna. Al contrario que en la reciente El amor menos pensado (donde se maneja con envidiable soltura para el diálogo filoso), aquí debe apelar a recursos mucho más introspectivos y sutiles. Ella es el motor y el corazón de una película por momentos inasible e indescifrable, pero que finalmente resulta tan entrañable como fascinante. Una ópera prima de una audacia y una madurez infrecuentes incluso en el ámbito de un cine argentino que siempre está dispuesto al riesgo.
Aunque no llega a las alturas de Gilda: No me arrepiento de este amor (2016), El Potro: Lo mejor del amor confirma el talento de la coguionista y directora Lorena Muñoz para las biopics sobre artistas populares. La diferencia principal entre ambos acercamientos es que, mientras la primera película tenía el encanto y el magnetismo de Natalia Oreiro, esta segunda cuenta con una correcta caracterización a cargo de Rodrigo Romero, pero que no ofrece tantas facetas, matices ni la misma capacidad de seducción. El guión de El Potro también resulta un poco más esquemático y menos sutil que el de su predecesora, aunque Muñoz vuelve a demostrar su ductilidad como narradora para desarrollar la típica estructura de ascenso, apogeo y derrumbe de un ídolo, su desenfreno personal, sus amores apasionados, sus conflictivas relaciones familiares y su desbordante creatividad musical y en escena. En este sentido, la película reconstruye y recrea la potencia arrolladora que Rodrigo Bueno -con su look y sus ínfulas de boxeador- tenía en cada una de sus actuaciones en vivo. Sus inicios en Córdoba como cantante melódico, los tensos encuentros con su padre Eduardo Pichín Bueno (Daniel Aráoz), también ligado al negocio de la música, y con su sobreprotectora madre Beatriz Olave (Florencia Peña), su desembarco en el universo de la bailanta de Buenos Aires (clubes y programas de televisión) de la mano del manager José Luis Gozalo (Fernán Mirás), sus amistades peligrosas (como la del personaje que interpreta Diego Cremonesi) que lo llevaron por el lado de los excesos, su tormentoso matrimonio con Patricia Pacheco (Malena Sánchez), con quien tuvo un hijo, y los múltiples romances de esta máquina sexual, como el que mantuvo con Marixa Balli (Jimena Barón), son algunos de los aspectos que aborda de forma bastante clásica, cristalina y convincente este film biográfico sobre una estrella del cuarteto cordobés que llegó a llenar el Luna Park durante 13 noches consecutivas y se convirtió en mito popular al cumplir con la máxima de vivir rápido y morir joven. Si las escenas más dramáticas y los pasajes más intimistas no alcanzan la profundidad ni la densidad psicológica de Gilda, El Potro -que vuelve a exponer la admiración de Muñoz por el cine de Leonardo Favio- ofrece un retrato menos complaciente sobre la figura del protagonista (lo que ha generado algunas quejas de sus familiares). Es cierto que hay una reivindicación general del cantante, pero también se muestran en toda su dimensión los aspectos más oscuros y autodestructivos, menos nobles de su personalidad. Esos contrastes y contradicciones que toda biopic necesita para atrapar al espectador.