The Post: la épica del periodismo, en un clásico moderno En un cine dominado por historias efímeras, superficiales y pasatistas, The Post surge como una película no solo importante, sino también imperecedera. Dentro de muchos años, cuando se hable de clásicos sobre cuestiones como la libertad de prensa o se analice un género como el thriller político, allí estará seguramente este nuevo trabajo de Steven Spielberg junto a, por ejemplo, Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, con la que guarda más de un punto en común. El adjetivo importante suele generar más resquemor que interés en el cine, pero en el caso de The Post no hay excesos de solemnidad ni de autoconsciencia a la hora de abordar temas trascendentes en las altas esferas de los medios y la política. Spielberg -se sabe- es un brillante narrador clásico (uno de los últimos de su especie junto a, por ejemplo, Clint Eastwood) y sabe cómo construir el suspenso, mantener la tensión, abordar las dimensiones afectivas o el costado sentimental (incluso cursi) y dosificar todo con finos toques de humor. Porque de eso se trató desde siempre el arte mayor de Hollywood: entretener sin banalizar ni bastardear el resultado final. No conviene adelantar demasiado de la trama por si el lector no ha "googleado" los hechos reales en los que se inspira, pero el film se centra sobre todo en la batalla de dos de los principales diarios de Estados Unidos ( The New York Times y The Washington Post) contra la administración de Richard Nixon para poder publicar en 1971 una serie de documentos secretos (los llamados Papeles del Pentágono) sobre las mentiras y manipulaciones en la Guerra de Vietnam durante cuatro gestiones presidenciales. Spielberg -imbuido de una épica, una mística y un tono que remiten a grandes directores clásicos como John Ford y Frank Capra- elige como héroes del film a Ben Bradlee (Tom Hanks), jefe de redacción del Post, y sobre todo a Katharine Graham (Meryl Streep), la dueña del diario en tiempos de fuerte machismo y en momentos en que el periódico estaba en crisis económica y luchaba por salir a cotizar en bolsa, dentro de una estructura coral que incluye notables personajes secundarios. El film es emocionante (en especial para quienes nos dedicamos al periodismo), sin caer jamás en el golpe bajo. La nobleza de los personajes -incluso de aquellos que se oponen a profundizar la investigación por motivos que también resultan atendibles- la convierte en un antídoto contra el cinismo y la ironía canchera que predominan en el cine contemporáneo. The Post es, también, una reivindicación de aquellos tiempos de un periodismo más bohemio, ritual, artesanal (y probablemente más serio, riguroso e influyente) que esta era vertiginosa, impaciente y digital ha arrasado por completo.
Triple crimen: trama de corrupción y complicidades En la madrugada del 1º de enero de 2012, una banda narco liderada por el Quemado salió a vengar un ataque a su hijo y, por error, acribilló a cuatro jóvenes. Tres de ellos murieron, mientras que el cuarto logró fugarse. Familiares, vecinos y militantes iniciaron una campaña de protesta y varios de ellos cuentan desgarradores detalles a cámara. La reconstrucción de aquellos hechos y el registro de lo que fue el primer juicio oral de Santa Fe son los ejes de este contundente documental de Rubén Plataneo que, más allá de algunos recursos algo forzados (el uso de la voz en off y la musicalización), expone la violencia y degradación en los suburbios rosarinos, y la intrincada trama de mentiras y complicidades.
Tras su estreno en la Competencia Argentina del BAFICI 2017, llega a la cartelera comercial este nuevo film de la directora de Diletante. Casi una década después de la muy promisoria Diletante, la multifacética, Kris Niklison regresa con una coproducción con Brasil (país en el que pasa buena parte del año) que se centra en las sensaciones de una mujer de ese origen que, en plenas vacaciones veraniegas en Buenos Aires, sufre la repentina muerte de su marido. Encerrada en el octavo piso de un edificio lleno de plantas, tiene que lidiar con la burocracia judicial (no liberan el cuerpo del difunto hasta determinar si fue un accidente o un homicidio) y de la funeraria (que no puede acelerar los trámites para el envío del cadáver de regreso a Brasil). Su único contacto vital es ese exuberante vergel en la terraza del departamento de una amiga que no está presente y lo que desde allí ve en los edificios vecinos (unos niños jugando, gente que se disfraza, una fiesta descontrolada, una pareja de ancianos, un viejo que cuelga la ropa). Hasta que aparece en escena la vecina del piso de abajo (Maricel Alvarez), que en principio hará de confidente y ayudante para luego convertirse en su amante. Las escenas de sexo entre ambas son bastante largas e intensas, y conforman uno de los ejes de este relato sobre la angustia y el deseo, sobre el duelo y la culpa, sobre la pulsión de la vida y la de la muerte. Otro de los hallazgos del film -además de la convincente actuación de la brasileña Camila Morgado- tiene que ver con lo visual. El trabajo con la luz natural que invade a distintas horas del día ese departamento es prodigioso (la fotografía y la cámara estuvieron a cargo de la propia Niklison) y sintoniza con los distintos estados de ánimo por los que va atravesando la protagonista. Aunque no todas las situaciones tienen el espesor dramático buscado (por ejemplo, hay una subtrama con un hombre agresivo con la voz de Daniel Aráoz al que solo se escucha por teléfono o detrás de la puerta que no agrega demasiado), Vergel termina siendo un inquietante film que evita caer en el golpe bajo. La belleza, a veces, también aparece en medio de la tristeza y el dolor.
La directora y el guionista de Vivir al límite y La noche más oscura regresan con una poderosísima reconstrucción de los violentos enfrentamientos raciales ocurridos en julio de 1967 en la ciudad del título. Detroit: Zona de conflicto es una película tan extraordinaria como incómoda. Y lo de incómoda no es solo por lo que cuenta sino por cómo lo hace (léase con crudeza extrema y sin demagogia lacrimógena). Y encima la dirigió una mujer blanca, algo que muchos intelectuales y críticos negros no le perdonaron. Por eso, porque no puede ser encasillado dentro de los cánones políticamente correctos a-la-Oprah Winfrey, este proyecto que costó 34 millones de dólares y recaudó apenas 17 millones en los cines estadounidenses se quedó sin el apoyo, el prestigio ni los premios de la comunidad hollywoodense. Quienes hayan visto Vivir al límite y La noche más oscura sabrán que Bigelow y su guionista Mark Boal prefieren trabajar dentro de los códigos de los géneros, apostando a la tensión permanente y a una búsqueda dentro de la ficción lo más cercana posible al documental (la urgencia del cinéma-verité). La sutileza y los discursos bienpensantes son “lujos” que no pueden ni quieren darse. En Detroit: Zona de conflicto esa búsqueda queda potenciada porque lo que hacen es reconstruir los hechos reales (y por demás trágicos) ocurridos entre las noches del 23 al 25 de julio de 1967, uno de los picos del enfrentamiento racial (y del racismo) en la historia de los Estados Unidos. Los 143 minutos del film (narrados con la habitual maestría de una directora verdaderamente única) están divididos en tres partes: el prólogo -que incluye fragmentos de material de archivo de la época- muestra el contexto de protestas callejeras, saqueos, atentados con bombas molotov, represión policial, toque de queda y un conflicto ocurrido en un centro comunitario sin licencia para el expendio de alcohol; el segundo episodio (el más largo y corazón del relato) transcurre en el motel Algiers; y el epílogo tiene que ver con el proceso judicial contra los policías racistas que actuaron esa última noche. Para tener una idea de lo que ocurría en Detroit en 1967 (hoy las cosas no están mucho mejor en esa ciudad), el 93% de los policías eran blancos cuando más del 30% de la población era negra. Pero no solo eso: el grado de crueldad y sadismo que demostraron las fuerzas de seguridad alcanzó límites casi insoportables y Bigelow lo muestra con una crudeza casi pornográfica por el tiempo que le dedica y la explicitud de las desgarradoras imágenes. En ese sentido, el agente Krauss que interpreta Will Poulter (inspirado en la figura real de David Senak) es uno de los malvados más despreciables vistos en mucho tiempo. La contracara de la brutalidad y el salvajismo policial la aportan básicamente dos personajes: un guardia de seguridad llamado Melvin Dismukes (John Boyega, de la nueva saga Star Wars), que se las ingenia para estar presente durante el operativo y tratar de apaciguar las crecientes tensiones, y un joven aspirante a cantante en una banda de R&B que visita el motel con un amigo (Algee Smith y Jacob Latimore). El muy buen elenco de este film coral se completa con un veterano de Vietnam (Anthony Mackie), un residente del Algiers que absurdamente dispara una pistola inofensiva y enciende la mecha del enfrentamiento y la escalada violenta (Jason Mitchell) y dos chicas blancas de Ohio con ganas de divertirse (Hannah Murray y Kaitlyn Dever), entre otros personajes. La puesta en escena (preferencia por los planos secuencia, nerviosos movimientos de cámara muchas veces en mano) ya son una marca de estilo que la directora de Cuando cae la oscuridad, Punto límite y Días extraños domina a la perfección para “sumergirnos” en aquellos eventos. No somos meros observadores distantes. Detroit: Zona de conflicto nos obliga a vivir (y en varios pasajes a padecer y sufrir) los hechos como si se tratara de una experiencia de realidad virtual. El film demanda un compromiso emocional y físico que no todos los espectadores hoy en día están dispuestos a ofrecer. Pero así es el cine de Bigelow: audaz, intenso y radical. A 50 años de esa tragedia que todavía avergüenza a los Estados Unidos hizo la película que quería y no la que le exigían, siempre a contramano de las expectativas y de las conveniencias. Una rara avis que, por suerte, todavía resiste dentro del panorama previsible y tranquilizador de Hollywood.
Justo un año después de su estreno en el Festival de Sundance 2017 llega a los cines argentinos esta comedia romántica con elementos autobiográficos protagonizada, coescrita y coproducida por Nanjiani. Junto con la serie Masters of None, del ahora desacreditado Aziz Ansari, esta película expone con impiadoso humor negro, pero también con sinceridad y ternura, las desventuras de un inmigrante (en este caso de origen paquistaní) que se debate entre su deseo de integrarse en la sociedad estadounidense y el respeto a las tradiciones y a los mandatos familiares. Quienes ven habitualmente Silicon Valley conocerán al Dinesh Chugtai que interpreta Kumail Nanjiani. Pero, mientras en la serie de HBO creada por Mike Judge tiene un simpático personaje secundario, aquí es el antihéroe principal y coguionista (con su esposa en la vida real Emily V. Gordon). Y no sólo eso: la trama está basada en su propia historia personal al punto que su personaje en la ficción mantiene su nombre real. Kumail nació en Pakistán en 1978 y su familia siempre intentó que se casara con una joven de ese origen y mantuviera las rígidas tradiciones de aquellas tierras. Pero el protagonista ya treintañero busca su propio camino como cómico stand-up en Chicago y se enamora de una “blanca” llamada Emily (la encantadora Zoe Kazan). Cuando ella sufre una extraña infección que la deja en coma él deberá sumarse a los padres de Emily (Ray Romano y Holly Hunter, ambos brillantes) para cuidarla, sortear las presiones de sus propios progenitores y repensar el futuro artístico con sus patéticos compañeros de escenario. No conviene adelantar nada más, pero esta película coproducida por ese todopoderoso Rey Midas de la comedia americana que es Judd Apatow transita con elegancia, sensibilidad y, claro, mucho humor los nudos centrales de un género tan transitado y en el que ya es difícil sorprender como la comedia romántica, en este caso con los agregados del costumbrismo y el pintoresquismo étnicos (bastante atenuados, por suerte) y la exploración de la búsqueda de la identidad. Es cierto que Un amor inseparable (espantoso título de estreno local) por momentos se excede, se ramifica, se extiende demasiado en sus 120 minutos de duración, pero así y todo hace mucho tiempo que este género no encontraba un crowd-pleaser tan inteligente y, sí, disfrutable como este. Bienvenido sea entonces este regreso.
Valiosa mixtura entre ensayo autobiográfico y reflexión sobre cómo el cambio tecnológico afecta a la producción artística en esta propuesta de Baca estrenada en la Competencia Argentina del último Festival de Mar del Plata. Con películas como Cabeza de palo (2002), Samoa (2005), Música para astronautas (2008) y Vrindavana (2010), Ernesto Baca se consolidó como uno de los directores más interesantes y consecuentes dentro del cine experimental apelando en general a un patchwork, un collage visual y sonoro que apela a una multiplicidad de elementos y formatos. Esa búsqueda se amplifica y potencia aún más en Réquiem para un film olvidado, que pendula entre lo autobiográfico (su vida en Florencio Varela, sus búsquedas místicas), lo artístico (la influencia del pionero Claudio Caldini) y las cuestiones tecnológicas que van cambiando la forma de entender y hacer cine. Hecha de retazos, incluso de descartes de otros trabajos, Réquiem para un film olvidado es inevitablemente disperso, caótico, fragmentario, pero también fascinante y osado con momentos de audacia como cuando muestra… ¡su propio velorio! Pero quizás lo más interesante de Réquiem para un film olvidado sea la descripción del final de una época (la del celuloide y su reemplazo por el digital) que Baca y muchos superochistas se resisten a aceptar. En ese sentido, desde que Kodak dejó el fílmico en 2012, un grupo de cinéfilos y científicos locales planea en la ficción la posibilidad de lanzar el Proyecto Argenta con la idea de fabricar película virgen de industria nacional. Film íntimo (con la voz en off del propio Baca) y ensayo intelectual (con el uso de textos de La sociedad del espectáculo, de Guy Debord), Réquiem para un film olvidado está concebido como un testamento y un acto de resistencia. Despareja, irregular, pero con una honestidad y una visceralidad que el cine experimental (el cine a secas) extraña bastante, la película de Baca moviliza y obliga a la reflexión. No es poco mérito.
Tras notables documentales como Parador Retiro (2008) y Los pibes (2015), Colás debuta en la ficción con resultado igualmente estimulantes en esta película que tuvo su estreno en la Competencia Argentina del reciente Festival de Mar del Plata. Gustavo (Nahuel Viale) es un “piletero”, un abnegado trabajador que se dedica al mantenimiento de piscinas en countries o casas de clase media. En medio de un verano agobiante debe lidiar con todo tipo de clientes: los (demasiado) amistosos, los patéticos, los irritantes, los que lo desprecian. Con su asistente boliviano van de lugar en lugar cargando pesados bidones llenos de cloro, pero el negocio no da más que para subsistir. Hasta que un día, un “pesado” al que todos llaman Pejerrey (Sergio Boris) lo tienta -y luego ya directamente lo aprieta- para que se transforme en informante/entregador para que la banda que él lidera pueda cometer diversos robos. Al fin de cuentas, nadie mejor que un “piletero” para conocer la dinámica interna de cada hogar, la existencia o no de personal doméstico, de cámara de seguridad, etc. Cómo un tipo común y sencillo se va convirtiendo en un soplón al servicio de unos delincuentes es la principal búsqueda de Colás (que se ocupó también de la transposición de la celebrada novela de Félix Bruzzone), quien a su proverbial mirada documentalista le suma aquí un atinado manejo narrativo y actoral (por el film desfilan María Soldi, Claudio Da Passano, Osqui Guzmán y un policía no menos pesado que interpreta Adrián Fondari). La ley del conurbano (esa en la que el pez mediano se come al pequeño y luego el grande al mediano) está reflejada sin subrayados en una película que maneja bien los distintos niveles: el íntimo, el familiar (la relación con su perro es bastante más armónica que la que mantiene con su esposa Gabriela, que está embarazada y con la que no se tratan demasiado bien; y ni qué hablar con su invasivo y manipulador suegro), y el más ligado al cine de género con un suspenso, una intensidad y una tensión construidas con sólidos recursos. Película pequeña y sustanciosa, Barrefondo es una incursión en ese universo de las pequeñas humillaciones cotidianas, de los resentimientos acumulados y de las tentaciones desmedidas. Una combinación que, se sabe, suele explotar de la peor manera.
El director de Juntos para siempre regresa con una tragicomedia pensada para emocionar y concientizar, pero que no logra su cometido. No hay nada que esté particularmente mal en El último traje, tragicomedia dirigida por Pablo Solarz. Se trata de una muy cuidada coproducción con Europa, rodada en cuatro países, que narra una historia bienintencionada y protagonizada por un actor de calibre que debe lucir más avejentado de lo que es (Miguel Angel Solá tiene 67 años y su personaje, 88). El problema es que este nuevo film como realizador del guionista estrella de Historias mínimas, ¿Quién dice que es fácil?, Un novio para mi mujer y Me casé con un boludo tiene una misión (conmover y concientizar) y lo hace (lo intenta) con un cine que luce a esta altura un poco anticuado, demasiado subrayado, con una propuesta alegórica obvia, sin demasiados matices ni sutilezas en su exploración del judaísmo, la vejez, las diferencias generacionales y las heridas aún abiertas de la Segunda Guerra Mundial. El antihéroe del film es Abraham Bursztein, un anciano que ya tiene hasta bisnietos al que sus hijas pretenden venderle el departamento y enviarlo a un geriátrico. Típico viejo gruñón, el protagonista desafiará las decisiones de sus familiares y huirá hacia Polonia para reencontrarse con un amigo que supo luchar con él en la Segunda Guerra Mundial y luego lo ayudó a escapar para darle ese último traje al que alude el título. Lo que sigue es -en la superficie- una comedia de enredos con elementos de road-movie que en su corazón esconde temas importantes que Solarz quiere que queden siempre muy en claro (incluso apelando a unos flashbacks que quitan más de lo que agregan). Pese a su constante malhumor y a sus malos tratos, Abraham siempre encontrará alguien dispuesto a ayudarlo, ya sea un argentino como Leo (Martín Piroyansky), una española como María (Angela Molina), una francesa o una alemana como Ingrid (Julia Beerhold). La magia del cine hará incluso que Gosia (Olga Boladz), una joven enfermera que apenas lo conoce, sea capaz de abandonar la clínica en la que trabaja y acompañarlo en un largo periplo a Lodz). Pero, más allá de estos u otros reparos que pueda hacérsele o de algunos planteos que resultan bastante inverosímiles, quizás el mayor pecado de El último traje sea que está formateada para emocionar y no lo hace incluso cuando sobre el final apele a situaciones lacrimógenas.
Aaron Sorkin sabe narrar también con la cámara Nunca es tarde para dirigir un primer largometraje. Sobre todo si quien lo hace es Aaron Sorkin, uno de los guionistas más prestigiosos tanto en el universo del cine ( Hombres de honor, Mi querido presidente, El juego de la fortuna y Red social, por la que ganó el Oscar) como en el de las series (creó The West Wing y The Newsroom). Tras escribir por encargo para los demás, se dio el gusto de filmar a los 56 años Apuesta maestra, transposición de la novela autobiográfica de Molly Brown. Molly (interpretada con convicción y magnetismo por Jessica Chastain) manejó primero en Los Ángeles y luego en Nueva York un multimillonario negocio de partidas clandestinas de póquer en el que participaron entre 2003 y 2010 muchos ricos y famosos (léase desde estrellas del espectáculo y los deportes hasta financistas de Wall Street y mafiosos rusos en Manhattan).
Maze Runner, la cura mortal: digno cierre para una distopía Esta saga distópica basada en las novelas de James Dashner fue vista por muchos como una "hermana menor" de Los juegos del hambre. Tras el aceptable inicio en 2014 con Correr o morir y la decepcionante segunda entrega ( Prueba de fuego), llega este cierre de la trilogía adolescente que, como suele ocurrir en Hollywood, apuesta por un mayor despliegue de recursos de producción, de efectos visuales y de peripecias.