Pocos días después de inaugurar el reciente Festival de Toronto, se estrena este film que reconstruye no sólo la mítica final de Wimbledon 1980, sino también las diferentes personalidades de ambos contendientes. ¿Una película sobre un partido de tenis? La propuesta, salvo para los fanáticos del deporte blanco, no parece en principio demasiado tentadora. Sin embargo, hay que aclarar que la final de Wimbledon 1980 no fue un match más: fue uno de los más espectaculares, tenso e impredecibles de la historia con un duelo lleno de matices entre la leyenda sueca Björn Borg -que con solo 24 años trataba de conquistar por quinta vez consecutiva el abierto británico- y el ascendente e irascible estadounidense John McEnroe. Si bien el partido es el eje y el corazón de la película, hay bastante más que un duelo deportivo en los 100 minutos: un espíritu de época, un trabajo sobre las personalidades opuestas de ambos contendientes, su intimidad, su entorno y -a través de varios flashbacks- viajes a sus respectivos pasados, incluida la compleja niñez y adolescencia de Borg. Como la producción es nórdica (coproducción entre Suecia, Dinamarca y Finlandia) es lógico que el punto de vista y el foco esté puesto en la figura de Borg, muy bien interpretado por Sverrir Gudnason, y la relación con su entrenador Lennart Bergelin (Stellan Skarsgård). El problema es que la narración luce demasiado desbalanceada: un minucioso acercamiento a la psicología del sueco (un témpano por fuera, pero lleno de traumas internos) y una torpe y superficial descripción del chico rebelde encarnado aquí por el actor rebelde Shia LaBeouf, que igual se las ingenia para que la diferencia de edad (tiene 31 años y el tenista tenía 21 por entonces) no se note demasiado. Otro de los problemas del film es que luce demasiado prolijo, calculado, sin que aparezcan demasiados desbordes ni excesos. Narrado con solidez por el danés Janus Metz, con impecables actuaciones, con una cuidada reconstrucción de época y una buena recreación del partido, extraña el sentido del humor y ciertas audacias de otro largometraje deportivo reciente como Rush: Pasión y gloria, de Ron Howard. La película tiene algunos momentos inspirados como la dinámica inicial de Borg en Montecarlo, otros simpáticos para nosotros como una nota (fallida) de un equipo de Argentina Televisora Color (ATC) con el tenista sueco y el juego de reconocer a los actores que interpretan a figuras de los courts de la época como Jimmy Connors, Vitas Gerulaitis, Ille Nastase, Brian Gottfried o Arthur Ashe. Otras cuestiones, como las relaciones entre McEnroe y su padre (Ian Blackman) o entre Borg y su novia Mariana (Tuva Novotny) apelan al trazo grueso y la superficialidad. Más allá de estas u otras objeciones, y aunque por momentos le falte un poco de “sangre” y “transpiración”, esta épica deportiva tiene unos cuantos hallazgos y atributos que la hacen atractiva, entretenida y bastante eficaz.
Tras su estreno mundial en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes, llega esta ópera prima con la chilena Paulina García y el argentino Claudio Rissi. Hay un subgénero que irrita a los críticos más cínicos y conmueve a buena parte del público: el crowd-pleaser. La novia del desierto es un exponente casi clínico, de manual, sobre esta forma de entender el cine a partir de historias de vida sencillas de gente común con la que el espectador puede identificarse y/o empatizar. Tragicomedia sobre segundas oportunidades con elementos de road-movie protagonizada por la estrella chilena Paulina García (Gloria) y el argentino Claudio Rissi, la película fue recibida con muchos aplausos y ya es un éxito de ventas. Difícil, en cambio, que conquiste el corazón de la crítica más intelectual. De larga trayectoria en la industria (trabajaron en distintos rubros con directores como Héctor Babenco, Eduardo Mignogna, Juan José Campanella, Alejandro Agresti, Paula Hernández, Walter Salles, Miguel Pereira y Pablo Trapero), Atán y Pivato narran con sensibilidad y ligereza las desventuras de Teresa Godoy (García), una mujer de 54 años que -según vemos en varios flashbacks- se desempeñaba como empleada doméstica en Buenos Aires. Cuando la familia para la que trabajaba decide vender la casa no tiene más remedio que aceptar una propuesta laboral en San Juan. En el camino el micro se avería, pierde el bolso y queda varada en una localidad donde hay un santuario de la Difunta Correa. Allí conocerá a Miguel, más conocido como El Gringo (Rissi), un solitario vendedor que se mueve en una casa rodante. Las directoras aprovechan al máximo la geografía árida sanjuanina (la vistosa fotografía del chileno Sergio Armstrong está al borde del regodeo y ciertos excesos pintoresquistas) para una película emotiva sobre esa idea tan cinematográfica como la redención y la posibilidad de encontrar el amor cuando parece que ya no hay esperanzas. En este sentido, La novia del desierto parece una combinación entre La nana y Cama adentro, por un lado, y Gloria (el largometraje chileno que consagró a García en el ámbito internacional), por el otro, con algunas escalas intermedias en la filmografía de Carlos Sorín. Uno podría pensar a La novia del desierto como una película pequeña en varios sentidos (en sus ambiciones y en su duración de apenas 78 minutos), pero en su simpleza se esconde también una pericia y una ductilidad que no abundan en el universo de las ópera primas. Es, también, una propuesta amable que, por contraste, se desmarca afortunadamente de ese cine de la crueldad que abunda este año en Cannes.
Una mujer en una encrucijada La directora de Un año sin amor, Encarnación, Por tu culpa y Aire libre sigue indagando en temas provocativos con sensibilidad e inteligencia. En el caso de Alanis, aborda la problemática de la prostitución a partir de la historia del personaje del título, una madre soltera de 25 años oriunda de Cipolletti que trata de criar como puede a su bebe en Buenos Aires. En el inicio del film, el prostíbulo donde trabaja (y vive) Alanis es allanado y clausurado por la policía tras una denuncia de vecinos. Comienza entonces un peregrinaje por camas prestadas y trabajos precarios con conflictos con las autoridades, la burocracia estatal, clientes perversos, colegas violentas y amigas que no lo son tanto. Si bien tiene unas cuantas situaciones inquietantes en ambientes sórdidos en los alrededores de Plaza Miserere (el tema de la prostitución ya de por sí es controvertido), lo que distingue a Alanis de tanta película simplista, maniquea y subrayada es la multiplicidad de facetas y matices (intelectuales, sexuales, laborales, raciales) que ofrece, y el grado de intimidad y credibilidad que consiguen Berneri y su protagonista, Sofía Gala Castiglione, que regala una actuación consagratoria. Directora y actriz trabajan de manera frontal, pero exponiendo muchas veces los grises y las contradicciones. Y lo logran sin juzgar, sin caer en el golpe bajo y haciendo gala al mismo tiempo de un profundo humanismo.
Lírico western moderno Para su segundo largometraje como director, el cotizado guionista de Sicario y Sin nada que perder se inspiró en el caso real de una joven descendiente de indígenas que fue encontrada muerta en una inmensa planicie helada de una reserva india de Wyoming, luego de ser abusada y de haber recorrido varios kilómetros a pie. Cory Lambert (Jeremy Renner), un avezado guía y cazador que trabaja para el gobierno y carga con un trágico pasado familiar, y Jane Banner (Elizabeth Olsen), una inexperta agente del FBI enviada desde Las Vegas, unirán fuerzas para investigar el caso. La presencia en la zona de marginales, traficantes y agentes de la seguridad privada de una refinería no hace más que complicar las cosas y aumentar el número de sospechosos. El film combina elementos de género (es un intenso thriller con estructura de western moderno) con un acercamiento a la psicología de los personajes y el trasfondo del racismo social y la crítica situación de los pueblos originarios (excelente en ese sentido el personaje secundario de Graham Greene). Dureza y lirismo, épica y sensibilidad, sordidez y corrección política se combinan con eficacia en esta propuesta en la que Taylor Sheridan (ganador del premio al mejor director en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes) contó con los brillantes aportes del fotógrafo Ben Richardson para rodar en medio de montañas nevadas y de esos genios de la música que son Nick Cave y Warren Ellis.
Se estrenó sobre el final de una temporada veraniega (boreal) con muchos más fracasos que sucesos. Fue recibida con críticas lapidarias y, sin embargo, se mantuvo tres semanas en el primer puesto de la taquilla de los Estados Unidos. Contra todos los pronósticos, esta comedia física de acción tan absurda como sangrienta que bebe de la tradición de las viejas buddy-movies resulta un simpático y eficaz entretenimiento con una punzante dupla protagónica acompañada en personajes secundarios por unos delirantes Gary Oldman y Salma Hayek. Fui a ver esta película varios días después de su estreno en los Estados Unidos (a la Argentina llega un mes después que allí) y ya había leído a la inmensa mayoría de los críticos top de ese origen burlarse de ella y despacharse con reseñas incineratorias. Aun dejando por sentado que no se trata de ninguna obra maestra y que en varios momentos es una acumulación de elementos genéricos ya bastante usados, no puedo más que discrepar con mis colegas norteamericanos: Duro de cuidar es una combinación entre esas buddy-movies ochentistas y noventistas, el humor físico de la screwball-comedy, el espíritu del cine clase B y de los dibujos animados a-la-Tex Avery, y las películas de acción sangrientas, autoconcientes y malhabladas (como Deadpool, también con Ryan Reynolds) que funciona bastante bien y entretiene de manera genuina. No pocos la definieron como una mala copia del cine de Shane Black y Quentin Tarantino, y aunque en la comparación no llegue a esos niveles ni tampoco a las alturas de John Wick y ni siquiera de la reciente Atómica, Duro de cuidar es una película con una narración vistosa y virtuosa, con una dupla (Reynolds y Samuel L. Jackson) con mucha química y con un toque revulsivo y provocador que molestó a los fanáticos defensores de la corrección política, que le cuestionaron que se metiera con atentados terroristas y genocidas. Pero la nueva película del director de Los indestructibles 3 jamás apuesta al realismo: sus conflictos llevados al terreno del absurdo, sus personajes exagerados hasta lo estereotipado y su apuesta permanente por la comedia negra, estilizada y sangrienta no hacen más que distanciar al relato de cualquier lectura política o correlato con la realidad. Reynolds es un experto en seguridad privada cuya hasta entonces exitosa compañía en Londres quiebra cuando un traficante de armas japonés de apellido Kurosawa es asesinado delante de sus narices. Devenido en un alma en pena, su Michael Bryce se convierte de príncipe en mendigo. Por su parte, Jackson es Darius Kincaid, un asesino a sueldo encarcelado en Manchester al que le ofrecen testificar contra un dictador bielorruso (Gary Oldman) y con eso lograr la liberación de su esposa (Salma Hayek). Tanto Jackson como Oldman y Hayek están muy divertidos en sus interpretaciones hiper exageradas que sintonizan a la perfección con el artificio de la propuesta. El resto tiene que ver con adrenalínicas, coreográficas y pirotécnicas set-pieces rodadas en distintas ciudades como Amsterdam (aunque buena parte de la película se filmó en Bulgaria para abaratar costos). Como quedó dicho, no hay nada especialmente innovador en Duro de cuidar, pero constituye un noble y eficaz entretenimiento aun transitando sobre terrenos conocidos.
Fascinante y desgarradora incursión al comienzo del fin de la inocencia Natalia Garagiola se suma con esta notable ópera prima a la brillante camada de guionistas y directoras que han surgido en los últimos años en la Argentina, algo que no muchas cinematografías pueden ostentar en cuanto a cantidad, calidad y diversidad en una industria dominada por hombres (y miradas muchas veces machistas). Los riesgos asumidos por Garagiola para su primer largometraje son muchos y sale airosa de la inmensa mayoría de ellos: desde haber elegido a un actor sin experiencia previa como Lautaro Bettoni para el papel protagónico hasta acercarse a la problemática adolescente (una de las constantes temáticas del cine nacional) desde una perspectiva y un contexto tanto familiar como social y geográfico diferentes. Nahuel (Bettoni) acaba de sufrir la muerte de su madre y no encuentra la manera de canalizar la angustia, el vacío y el dolor. Apenas se comunica con quien fuera la última pareja de su mamá (Boy Olmi) y la situación es tan tensa e inestable que se verá obligado a mudarse a San Martín de los Andes, donde vive su padre de sangre (Germán Palacios), a quien no ve desde hace una década. Ernesto es un guía de caza bastante huraño que además ha formado una nueva y numerosa familia y no tiene demasiada paciencia para soportar los desplantes, provocaciones y arrebatos agresivos de un hijo al que prácticamente no conoce. Garagiola propone varios viajes (externos e internos): un tránsito de Buenos Aires al crudo invierno del Sur, de la adolescencia rebelde, desorientada y descontenida frente a las nuevas exigencias de la vida adulta, de la inocencia perdida al despertar sexual. Un relato de iniciación, redención y reconciliación construido con rigor, austeridad, inteligencia y sensibilidad. Los diálogos son mínimos porque bastan pequeños gestos y detalles para exponer en toda su dimensión las contradicciones tanto del padre como del hijo, así como sus incapacidades y frustraciones. Para la construcción de ese universo de violencia contenida (las armas de caza y la dureza de la vida rural están siempre sobrevolando), de creciente incomodidad y tensión, es fundamental el trabajo visual (el director de fotografía fue el talentoso Fernando Lockett), sonoro (a cargo de Santiago Fumagalli) y el tempo narrativo (la edición fue de Gonzalo Tobal). El resultado es una fascinante y desgarradora incursión en ese universo tan desconcertante e inasible como el del final de la adolescencia.
Distintas formas de ser padres En sus últimas películas Diego Lerman abordó la violencia institucional (La mirada invisible) y la violencia machista (Refugiado). En Una especie de familia, el director de Tan de repente y Mientras tanto, siempre atento al punto de vista femenino, se concentra en la problemática de la maternidad ligada al dilema de la adopción en condiciones no demasiado cristalinas. Si bien esta temática ya había sido trabajada por el cine argentino en películas como Nordeste, de Juan Solanas; o El hijo buscado, de Daniel Gaglianó, Lerman construye un relato rico en matices, ya que maneja con sensibilidad y sin caer en la denuncia subrayada las distintas perspectivas de la protagonista (una médica porteña interpretada por Bárbara Lennie que viaja a un pueblo de Misiones para concretar la adopción); de su pareja, que no parece demasiado entusiasmada con la idea (Claudio Tolcachir); del doctor que hace de nexo en el acuerdo (Daniel Aráoz) y, sobre todo, de la madre del bebe que vive en condiciones más que precarias (Yanina Ávila, toda una revelación). La película sostiene la tensión y hasta cierta dosis de suspenso respecto de las distintas resoluciones, aunque el eje no es tanto el thriller como las decisiones éticas y morales de los personajes. Otra vez con el destacado aporte visual del fotógrafo polaco Wojtek Staron, Lerman se acerca a un tema contradictorio e incómodo con muchos más hallazgos que lugares comunes. No se trata de un mérito menor.
Pasiones apenas superficiales La trasposición de esta mítica novela escrita por Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares no era un desafío sencillo, pero el director Alejandro Maci y su coguionista Esther Feldman se arriesgaron con una estructura que divide al film en dos: una primera mitad que apuesta al drama sobre pasiones y seres torturados (las conexiones con Lolita son evidentes) y una segunda con una muerte seguida de una investigación policial a-lo-Agatha Christie, que ubica a distintos personajes con motivaciones suficientes como para ser autores del crimen. El problema es que, más allá del indudable profesionalismo del equipo técnico y artístico, del cuidado en la reconstrucción de época (mediados de la década de 1940) y de ciertos hallazgos visuales y narrativos (como el uso del plano secuencia para darle dinamismo a una historia asfixiante que transcurre casi íntegramente dentro de un hotel frente al mar), este film coral narrado desde el punto de vista del médico homeópata que interpreta Guillermo Francella no termina de funcionar en ninguno de los dos registros apuntados: la descripción psicológica y la interrelación entre los personajes es bastante obvia, subrayada y superficial y, cuando llega el tiempo de la intriga policial, la trama carece de la tensión y el suspenso propios de ese género. Así, Los que aman, odian resulta una película prolija, de esas que son más para admirar que para sentir en profundidad.
Retrato de la vida de una artista Analía Couceyro es la protagonista casi absoluta de este film del director de Malón, con una cámara (las imágenes son en blanco y negro) que la sigue mientras prepara y actúa en distintas obras (de Ariel Farace, de Alejandro Tantanián o de ella misma), mientras se maquilla y se viste, mientras escribe o juega con unos niños tanto en el tenso micromundo de un teatro o en la relajada intimidad de su hogar. Con una puesta austera y despojada, a partir de largos planos en los pasillos del Teatro Argentino de La Plata, en el camarín de El Portón, en la habitación de un hotel, durante un viaje o en la terraza y la cocina de su casa, Fattore -que filmó a Couceyro durante un año y medio- expone el rigor casi sadomasoquista de los ensayos con textos muchas veces áridos, las contradicciones y búsquedas de una actriz, y la fascinante maquinaria teatral que la rodea. No es la primera vez que un realizador argentino se acerca al mundillo de la actuación (hay algo del cine de Matías Piñeiro y de Entrenamiento elemental para actores, de Martín Rejtman), pero Fattore tiene vuelo propio y consigue un acercamiento atractivo -en la línea de Ne change rien, registro del portugués Pedro Costa al servicio de otra artista brillante como la francesa Jeanne Balibar- a la cotidianeidad de una actriz, autora y directora que ha dado sobradas evidencias de su versatilidad y talento.
La actriz sudafricana de películas como Monster: Asesina en serie y Tierra fría se ha convertido con el tiempo también en una heroína de acción. Tras su paso por Mad Max: Furia en el camino, ahora deslumbra a pura destreza física y sensualidad en esta transposición de la novela gráfica de The Coldest City, de Antony Johnston y Sam Hart. Una historia de espías que no propone nada demasiado revolucionario, pero que se luce y entretiene con sus virtuosas coreografías, su despliegue visual y su acumulación de excesos. Nikita, Lucy, Sucker Punch: Mundo surreal, Kill Bill, Se busca, Underworld... Las mujeres asesinas / justicieras (muchas de ellas surgidas de novelas gráficas) se han convertido en un género en sí mismo con protagonistas tan bellas y seductoras como implacables en las artes marciales o con las armas en sus manos. Charlize Theron (que ya había hecho desde Aeon Flux hasta Mad Max: Furia en el camino) se luce en todos los sentidos en este thriller de espías (dobles) dirigido por Leitch (un ex doble de riesgo que rodó algunas escenas de John Wick / Sin control y ahora está filmando Deadpool 2) y ambientado a ambos lados del Muro de Berlín justo cuando este está a punto de caer, a fines de 1989. Los elementos de Atómica son más o menos los mismos de siempre (violencia extrema, espíritu de comic, hiperestilización visual, muchos desnudos y constantes apelaciones eróticas, coreográficas escenas de acción, saltos temporales y apabullante banda sonora con New Order, Depeche Mode, David Bowie, The Clash y otros clásicos), pero la película se sostiene sobre todo por ver a la magnética y muy fotogénica Theron rompiendo huesos a diestra y siniestra, esta vez acompañada por James McAvoy, Eddie Marsan, John Goodman, Toby Jones y Sofia Boutella en diversos personajes secundarios. Previsible, profesional, pero al fin de cuentas decididamente disfrutable.