Tras su paso por la Competencia de Derechos Humanos del BAFICI 2017, se estrena este documental que recupera y exalta la figura de Robert Cox, mítico periodista del Buenos Aires Herald. Por su estructura elemental (testimonios a cámara mechados con imágenes de archivo), por su sentido excesivamente didáctico, por su musicalización torpe y subrayada, y por su exploración algo básica y superficial de la historia argentina de los años '70 podría decirse que este primer largometraje documental del australiano Jayson McNamara no es demasiado trascendente. Sin embargo, hay una zona que resulta interesante y por momentos incluso conmovedora que tiene que ver con la figura del mítico Robert Cox y la redacción del Buenos Aires Herald, ese pequeño diario pensado para la comunidad inglesa que se convirtió en bastión informativo y fuente de contención, protección y difusión para miles de personas cuyas vidas (o las de sus familiares) corrían peligro en aquellos tiempos nefatos. Vemos a la figura humilde y al mismo tiempo íntegra de Cox -una suerte de cruzado solitario que emprendió una desigual lucha cuando nadie se animaba a abrir la boca- en registros de hace cuatro décadas y otros de ahora, apreciamos su participación en el juicio a las Juntas, su relación cercana con las Madres y la intimidad de su familia, con la que debió partir cuando las amenazas llegaron hasta a sus hijos. Por eso, por la admiración que le siguen profesando sus viejos compañeros (desde Andrew Graham-Yooll hasta Uki Goñi), por la entereza, dignidad, nobleza y coherencia personal y profesional de su protagonista, El mensajero es un film recomendable en general e indispensable para periodistas en particular.
Regreso solemne y deslumbrante a un clásico Blade Runner (1982) fue una película incomprendida e injustamente maltratada en su momento, pero que con el tiempo se convirtió no sólo en un film de culto sino también en uno de los más influyentes (imitados) del género de ciencia ficción distópica con look apocalíptico, elementos propios del neo noir y no pocas ambiciones filosóficas. Pasaron 25 años y muchas otras transposiciones de relatos de Philip K. Dick desde entonces y ahora llega esta secuela que podría seguir el camino inverso del original: una temprana sobrevaloración (muchos críticos anglosajones la consideran poco menos que una obra maestra heredera del cine de Andrei Tarkovsky) y un olvido bastante rápido. Con un rodaje que demandó casi 200 millones de dólares (el despliegue visual cortesía del eximio fotógrafo Roger Deakins es deslumbrante) y un director de creciente prestigio y con antecedentes en el género como el canadiense Denis Villeneuve (La llegada), Blade Runner 2049 es una película convencida de su (auto)importancia, que se cree más grande de lo que realmente es. Para estar a la altura del mito del primer film termina pecando de solemnidad, de gravedad, de una extensión desmedida (163 minutos) y de ideas supuestamente revolucionarias sobre el control desde el poder, la manipulación y los sentimientos de los robots, la realidad virtual o los implantes y borrados en la memoria que el largometraje original, la obra de Dick y la ciencia ficción en general ya trabajaron mucho y mejor. La grandeza de una película, se sabe, no se mide por su presupuesto, por su duración ni por el prestigio de sus creadores sino por los hallazgos artísticos y, en este sentido, Blade Runner 2049 pretende más de lo que finalmente consigue. En la primera mitad (bastante tortuosa) de este film ambientado tres décadas después (el de Ridley Scott transcurría en 2019) el nuevo protagonista es K (Ryan Gosling), un blade runner al que su jefa (Robin Wright) le encarga exterminar viejos e incómodos replicantes. Luego se presentarán a los malvados de turno (Jared Leto y Sylvia Hoeks) y a la bella amante virtual del héroe interpretada por la cubana Ana de Armas. En plena misión, K descubrirá algo que lo ligará con los personajes de la película original. Recién a los 105 minutos (re)aparecerá en un destruido casino Las Vegas (entre precarios hologramas de Elvis Presley y Frank Sinatra) el Rick Deckard de Harrison Ford (un actor que ha envejecido de la mejor manera) y, desde ese preciso momento, la narración gana en suspenso, intriga, humor y emoción hasta llegar a un intenso desenlace con aires épicos y reminiscencias de western (futurista, claro). Esa hora final no alcanza a redimir por completo a los excesos y carencias de todo el film, pero al menos deja una sensación bastante más satisfactoria.
Efectiva apuesta al exceso Director de películas independientes como ¿Sabés nadar? y de comedias comerciales como Igualita a mí y 2 + 2, Diego Kaplan sale más que airoso de un complejo desafío: filmar esta provocadora novela de Erika Halvorsen ambientada en la década del 70 y construir un vehículo al servicio de una figura de enorme exposición mediática, pero nula experiencia actoral como Carolina "Pampita" Ardohain.¿Qué hicieron Kaplan y su asistente Federico Rotstein? Redoblaron la apuesta. La película -al revés de lo que ocurría con la desabrida El hilo rojo- funciona precisamente porque se juega todo al exceso, al desborde, eludiendo cualquier atisbo de naturalismo. Heredera del primer Almodóvar, del cine de Armando Bó y de cierta ampulosidad de la obra de Leonardo Favio, Desearás al hombre de tu hermana sabe cómo potenciar sus virtudes (hay secuencias subacuáticas filmadas con enorme virtuosismo) y disimular las carencias, incluso las evidentes limitaciones interpretativas de varios de los actores. En este terreno los mejores exponentes son el galán brasileño Guilherme Winter (Moisés y los diez mandamientos) y Andrea Frigerio como la despótica y manipuladora madre de Ofelia (Ardohain) y Lucía (Mónica Antonópulos). Quienes busquen un cine sutil y profundo será mejor que se alejen de esta historia de tentaciones y engaños cruzados. Quienes, en cambio, se animen a los excesos e incluso al ridículo pueden tener aquí su película sorpresa.
A la directora de White Material y Les salauds le encargaron adaptar Fragmentos de un discurso amoroso, mítico ensayo escrito por Roland Barthes en 1977, y el resultado es no solo una de las películas más logradas y accesibles de su carrera sino también el material perfecto para una actuación antológica de Juliette Binoche en el papel de Isabelle, una artista plástica divorciada y con una hija de 10 años que ingresa en una fase crítica de su vida con un sinfín de relaciones afectivas (con un banquero casado, con un actor bastante más joven que ella y un largo etcétera) que no la conforman y le generan un estado de angustia casi permanente. Esplendorosa y vulnerable a la vez, Binoche transmite ternura y dolor con sus debilidades y sus deseos. Claire Denis se maneja con soltura y elegancia tanto en el drama como en la comedia absurda a-la-Woody Allen y tanto en lo físico/gestual como en lo intelectual. Si algo le faltaba a este film -además de la exquisita fotografía de su habitual colaboradora Agnès Godard- es rodear a la protagonista de un elenco de grandes figuras como Xavier Beauvois, Josiane Balasko, Bruno Podalydès, Valeria Bruni-Tedeschi, Alex Descas y un Gérard Depardieu que tiene un aporte extraordinario sobre el cierre. Consejo cinéfilo: por nada del mundo se vayan cuando comienzan los créditos finales.
Una biopic sobre Merello tan cuidada como poco sorprendente. No hay nada que esté mal en Yo soy así, Tita de Buenos Aires. Incluso se nota una cuidadosa reconstrucción de época, un esmero en los diversos rubros técnicos y un inobjetable profesionalismo. El problema es que tampoco hay nada novedoso o sorprendente en la propuesta. Esta película sobre la legendaria Tita Merello luce demasiado clásica, contenida y, si se quiere, hasta un poco anticuada y conservadora. En tiempos en que las biopics provenientes de distintos lugares del mundo apuestan al riesgo, a la audacia, a la provocación y/o la experimentación, el film escrito y dirigido por Costantini apela a la prolijidad y el medio tono incluso cuando se sumerge en las supuestas aguas turbulentas del apasionado melodrama romántico. Más allá de reconstruir los inicios de Tita en cabarets de mala muerte (en un contexto machista que tenía a la mujer como objeto y víctima), la película se concentra sobre todo en el romance de la heroína (sólido trabajo de caracterización e interpretación a cargo de Mercedes Funes) con el no menos popular y mujeriego Luis Sandrini (Damián De Santo). La vida de Merello recorrió prácticamente todo el siglo XX (murió en 2002, a los 98 años), pero -si bien hay una larga escena con Juan Domingo Perón y Evita, y otra que muestra las dificultades para conseguir trabajo tras la Revolución Libertadora- tampoco se trabaja con demasiada profundidad su relación con la historia política del país. Película demasiado obvia y explícita, que dibuja conflictos y personalidades con trazo grueso, Yo soy así, Tita de Buenos Aires se queda siempre en la superficie. En ese contexto, y más allá del apuntado esfuerzo de producción para recrear grandes épocas del tango y el teatro, el mayor placer pasa por reconocer a figuras reales (de Carlos Gardel a Hugo Del Carril) y escuchar las más que dignas versiones de Pipistrela, Se dice de mí y otros clásicos que convirtieron en mito a La Morocha Argentina.
A 9 años de La mujer sin cabeza y luego de una tortuosa producción se estrena esta extraordinaria (en todo sentido) transposición de la novela de Antonio Di Benedetto con el mexicano Daniel Giménez Cacho en el papel de Diego de Zama, un funcionario del imperio colonial español apostado en la Asunción del Paraguay de fines del siglo XVIII que espera sin suerte su transferencia a un destino menos inhóspito. Una auténtica obra maestra que ratifica a la directora de La ciénaga y La niña santa como una de las grandes autoras del cine contemporáneo. -Además, una charla con la realizadora salteña, un texto suyo y una reseña del diario de rodaje. -Martel iba a filmar El eternauta. No pudo ser. -Martel iba a dirigir Zama con Lita Stantic como productora. No pudo ser. -Martel finalmente concretó Zama en un rodaje épico para el que se asociaron o aportaron una veintena de productoras y organismos oficiales y privados de casi todo el mundo. -Martel iba a estrenar Zama en Cannes 2016. Se enfermó. La posproducción se suspendió varios meses. No pudo ser. -Martel iba a presentar Zama en Cannes 2017. Pedro Almodóvar (uno de los múltiples coproductores) fue designado presidente del jurado. No pudo ser. -Martel iba a participar con Zama en la Competencia Oficial de Venecia, pero la miopía -otra vez- de los programadores de los festivales grandes la confinó a una de las proyecciones fuera de concurso. -Agosto de 2017: se estrena Zama en la Mostra y es una obra maestra. Este preámbulo, que poco tiene que ver con una crítica pura, sirve para comprender las condiciones en que se hizo, se posprodujo y se estrenó Zama. Hubiésemos querido que su concreción le trajera menos complicaciones a esta directora exigente y perfeccionista, pero sin caer en analogías baratas resulta pertinente trazar cierto paralelismo entre la espera de Martel y la de Don Diego de Zama, el corregidor (un asesor letrado a cargo de funciones administrativas) que aguarda que el Gobernador se digne a enviarle una carta al Rey para que éste disponga su transferencia. Es que lo que iba a ser una corta estancia en la Asunción de 1790 se transforma en una tensa, cada vez más angustiante e insoportable espera alejado de su esposa y sus hijos que lleva más de 14 meses y sin que el trámite burocrático avance. ¿Qué decir de Zama sin que suene presuntuoso o exagerado? Uno podría establecer conexiones con la obra de Terrence Malick, de Werner Herzog, de John Ford, de Claire Denis, pero el cine de Martel es único, intransferible, inimitable, incomparable. También podríamos hablar de la belleza, de la multiplicidad de elementos y matices que hay en cada plano de Zama, en el soberbio trabajo visual tanto en interiores como en exteriores de Formosa y Corrientes en colaboración con el director de fotografía portugués Rui Poças (Tabú, O Ornitólogo), en las múltiples capas (y efectos) de sonido elaboradas con Guido Berenblum, en el trabajo excepcional con el fuera de campo, con la voz en off, con la música, pero cada obra de la realizadora argentina es mucho más que la suma de sus partes. Hay algo del orden de lo metafísico, de lo sensorial (las películas de Martel hasta se “huelen”) que trasciende las fórmulas del cine narrativo y de la construcción dramática convencional. Sensual sin mostrar demasiado (insinuar y escatimar es una de las grandes artes del cine voyeurista de Martel); promiscua en más de un sentido (una llama puede aparecer en el plano respirándole en la cara a un personaje); política en su exploración del colonialismo sin caer jamás en el maniqueísmo ni el subrayado (las diferencias de clase, el tráfico de esclavos, el poder de la Iglesia están siempre en un conveniente segundo plano); con un fascinante pero nunca intrusivo ni pintoresquista uso de las tradiciones y costumbres indígenas; con una mixtura de razas, lenguajes y acentos; con un “malvado” tan elusivo y mítico como Vicuña Porto (el brasileño Matheus Nachtergaele), Zama se consolida durante sus primeros 90 minutos como un drama existencialista sobre el (no) paso del tiempo para en la brillante media hora final convertirse en un western alucinatorio. Daniel Giménez Cacho está impecable como ese hombre bastante patético que duda, sufre y espera, al que nadie parece respetar demasiado. Él es el corazón de una historia que contó con un elenco multinacional en el que aparecen desde la española Lola Dueñas (una Luciana Piñares de Luenga adicta al brandy) hasta los argentinos Juan Minujín, Rafael Spregelburd y Daniel Veronese. Poco importa si hay alguna concesión en ciertos acentos o términos que se utilizan o en ciertas licencias de la imponente reconstrucción de época: no estamos aquí ante una película de qualité que intenta recrear todo a la perfección. Zama es una película brillante que Martel hace 100% suya a partir de una novela ajena e “infilmable” como la Antonio Di Benedetto. Solo cabe esperar que la cinefilia de todo el mundo (está claro que no es un film masivo) la rescate y defienda como se merece para que la realizadora salteña no tenga que esperar casi otra década para volver a deleitarnos con su arte.
Tras su “abandono” del cine (que finalmente no fue tal) y su brillante incursión en el universo de las series con The Knick, el prolífico director estadounidense regresa con esta muy disfrutable comedia de acción. La estafa de los Logan es de esas películas que ya no se hacen porque los estudios no quieren financiarlas (aunque su presupuesto como en este caso no llegue a 30 millones de dólares) y se supone que ya no tienen público (porque el espectador se reserva solo para los grandes eventos que representan los films de alto impacto). El nuevo largometraje de Soderbergh basado en el siempre sorprendente y eficaz guión de la debutante Rebecca Blunt es un entretenido ejercicio de género que combina drama, comedia y thriller con eje en el robo durante una multitudinaria carrera de autos de la categoría NASCAR. Channing Tatum -a esta altura actor-fetiche de Soderbergh- es Jimmy Logan, un hombre de West Virginia que pierde su trabajo en la construcción por un problema en una pierna. Desempleado y casi sin poder ver a su pequeña hija Sadie (Farrah Mackenzie), ya que ha perdido la custodia a manos de su ex esposa Bobbie Jo (Katie Holmes), se convierte en el antihéroe perfecto, un alma en pena, un auténtico loser. Desesperado, convence a sus hermanos Clyde (Adam Driver) y Mellie (Riley Keough) de dar el golpe con la ayuda de un preso experto en explosivos (Daniel Craig), al que además deberán sacar de la cárcel. La película funciona razonablemente bien (en algunos casos muy bien) en todos los terrenos: como drama de familia disfuncional, como comedia absurda sobre la América white trash, como ejercicio de género (menos canchero pero igual de virtuoso que Baby Driver) y, aunque el fantasmas de la saga de La gran estafa sobrevuele en varios momentos, La estafa de los Logan tiene vuelo propio. Con un simpático uso de las canciones de John Denver (todo el soundtrack es excelente), con atractivos personajes secundarios a cargo de Jack Quaid, Brian Gleeson Seth MacFarlane, Katherine Waterston, Dwight Yoakam y Hilary Swank, entre otros, el director de Sexo, mentiras y video, Traffic, Erin Brockovich, una mujer audaz y Efectos colaterales regala un film querible y (a mucha honra) demodé. No está muerto quien pelea.
Alegoría que se hunde bajo su peso Difícil que alguien quede indiferente ante una propuesta tan extrema e impactante como ¡Madre! El propio director habló de "película punk" y hasta la campaña de marketing se basó en el cisma generado entre quienes la consideran poco menos que una obra maestra y aquellos que la detestan. La grieta cinematográfica. Es que casi que no hay término medio posible ante un film de semejante crudeza. La primera mitad de ¡Madre! trabaja sobre tópicos bastante transitados como el de la invasión a la privacidad (unos extraños que llegan a un hogar y van convirtiéndose en una presencia cada vez más perturbadora para los dueños de casa), el bloqueo creativo de un escritor (Javier Bardem) con una esposa sacrificada que además podría funcionar como musa inspiradora (Jennifer Lawrence), y la tentación (y los riesgos) de la celebridad y la fama. El problema es que tras ese inicio inquietante el film -construido íntegramente dentro de una casona ubicada en un paraje rural- cede a la tentación de la alegoría, el simbolismo religioso, el mensaje grandilocuente y la moraleja subrayada. El director de Pi, El luchador y El cisne negro apela a la pirotecnia visual, al sensacionalismo, a la bajada de línea, a referencias obvias (El bebé de Rosemary, El resplandor) y en varios momentos incluso al golpe bajo con picos de sadismo que tienen a Lawrence, sometida a un tour-de-force de primeros planos siempre en situaciones terribles, como dueña del punto de vista y como víctima principal.
La película amena, pero lejos del original Tras las notables La gran aventura Lego y Lego: Batman, llega esta película basada en Ninjago, los ninjas adolescentes que son el eje de series, videojuegos y, claro, juguetes de la popular factoría infantil. Pese al esfuerzo de tres directores, seis guionistas y cinco editores, el resultado esta vez está lejos de la eficacia y la capacidad de sorpresa de las dos entregas precedentes. Si bien no faltan el ingenio, la audacia, el desenfado y la belleza de la animación que distinguieron y le dieron vuelo propio a esta saga, Ninjago luce bastante más caótica y menos eficaz: el vértigo y la acumulación por momentos les ganan al humor negro y la riqueza visual. Las tradiciones milenarias de Japón y China se combinan para crear un universo dominado por expertos en el arte de la espada y la lucha cuerpo a cuerpo, más la presencia de dragones, serpientes y un querible villano como Lord Garmadon (Justin Theroux, en plan Darth Vader). La película comienza y termina con una simpática participación de Jackie Chan (son los únicos dos momentos con actores de carne y hueso), pero ni siquiera su personaje de Mister Liu (ni su voz para el de Master Wu) alcanza a redimir del todo a la película. La posibilidad de disfrutar las voces originales (además de Theroux y Chan, se escucha a talentos como Dave Franco, Fred Armisen, Kumail Nanjiani y Michael Peña) está disponible. Ojalá algunas salas la programen aunque sea en funciones nocturnas. El público adulto fanático de la animación, agradecido.
Tras su elogiada ópera prima Mamá, el director argentino consiguió un inmenso éxito comercial (y un sólido segundo paso artístico) con la esperada transposición de la célebre novela ochentista de Stephen King. La historia del siniestro payaso Pennywise que aterroriza a un grupo de siete chicos -queribles perdedores- en el pueblo de Derry sintoniza a la perfección con la generación Stranger Things, pero sin por eso atenuar las dosis de gore y perversión del relato original. El del argentino Andy (Andrés, bah) Muschietti es el sueño del pibe. Formado en la FUC, autor de un corto futbolero rodado en el barrio de La Boca (Nostalgia en la mesa 8) que formó parte de Historias Breves III (1999), filmó luego otro corto, Mamá (2008), que llamó la atención de Hollywood y, sobre todo, de Guillermo del Toro, quien ofició de “padrino” y coproductor de su ampliación al largometraje con el mismo título. Tras el éxito de ese film de terror de 2013 con Jessica Chastain y Nikolaj Coster-Waldau, a Muschietti le llovieron los proyectos. Se lo vinculó, por ejemplo, con Shadow of the Colossus, pero cuando Cary Fukunaga (True Detective) abandonó la realización de It, Muschietti asumió la dirección. La historia reciente es más conocida: rodada con un presupuesto de 35 millones de dólares, esta nueva versión del best seller de Stephen King va camino de transformarse en la gran sorpresa comercial de 2017 y en una de las películas de este género más taquilleras de todos los tiempos. Además, será responsable también de la segunda parte, que se convertirá sin dudas en uno de los proyectos más esperados de los próximos años. Más allá de que los fans del original literario de King y los cultores de la miniserie de más de tres horas estrenada en 1990 (It: El payaso asesino), con Tim Curry en el papel de Pennywise que ahora interpreta Bill Skarsgård, harán el típico juego de las diferencias, la transposición modelo 2017 (el protagonista reaparece según la leyenda cada 27 años así que este estreno calza a la perfección) resulta bastante eficaz en casi todos los terrenos. No era sencillo el desafío para Muschietti en su segundo largometraje. Stephen King es uno de los escritores más admirados del mundo y de su mente surgieron no sólo notables novelas y guiones sino también transposiciones a cargo de directores como Brian De Palma (Carrie), Stanley Kubrick (El resplandor), George A. Romero (Creepshow: El festín del terror), John Carpenter (Christine), Rob Reiner (Cuenta conmigo y Misery), David Cronenberg (La zona muerta), Frank Darabont (Sueños de libertad) y un largo etcétera. Lo cierto es que, más allá de que por momentos los 135 minutos resultan excesivos y de cierto uso ampuloso, subrayado y efectista de la música, Muschietti se consolida como un sólido narrador (cierta estilización propia de su formación en el universo del cine publicitario no interfiere con la construcción de tensión y climas ominosos) y como un inspirado director de actores. Si en Mamá ya había una presencia infantil, la carga dramática era sostenida sobre todo por Chastain. En It, en cambio, la narración ya es decididamente coral con los chicos como protagonistas absolutos en la línea de Stranger Things (hasta repite un actor como Finn Wolfhard), que es lo mismo que decir en el espíritu de Cuenta conmigo. Las conexiones con otros relatos de King también se pueden apreciar, por ejemplo, en el tema omnipresente del bullying que remite a Carrie. Con su recreación de la estética ochentista (la acción arranca en octubre de 1988) y de la dinámica pueblerina, y con la tan mentada diversidad políticamente correcta (entre los siete chicos protagonistas hay un negro víctima del racismo, un judío de familia represiva, una chica rebelde atacada por la violencia machista, un obeso que sufre discriminación, etc.), It no escatima momentos de gore ni de perversión (no hay un solo adulto medianamente normal y varios son directamente abusivos hacia los menores) que obligaron a una calificación “R” en los Estados Unidos y Apta para mayores de 16 años en Argentina, lo que limita la presencia en las salas de menores de la edad (alrededor de 13) de esos queribles “perdedores” que son los personajes principales. La mencionada violencia en el ámbito escolar, la desaparición de chicos, los traumas y pesadillas infantiles, la pérdida de la inocencia y el despertar sexual en pleno verano, los sórdidos sótanos, las leyendas urbanas en Derry, Maine, las casonas siniestras que guardan secretos centenarios, los bosques y las alcantarillas, el SIDA, las canciones de The Cult, The Cure y sobre todo los juegos con New Kids on the Block, y las referencias a películas como Arma mortal 2, Pesadilla 5 o el Batman de Tim Burton conforman el universo de It, que tiene como principal malvado al siniestro payaso Pennywise que Skarsgård construye con algunas reminiscencias del Guasón (Joker) de Heath Ledger. Podrá argumentarse con razón que a Muschietti todavía le queda un largo camino por recorrer (y mejorar), que It no es del todo convincente como, digamos, El conjuro, pero está a años luz de la catarata de subproductos de terror que llegan cada semana a la cartelera argentina. El realizador argentino se suma, así, al gran momento que están disfrutando los directores latinoamericanos ligados al cine fantástico encabezados por el patriarca Guillermo del Toro y que tiene como otro valioso exponente al uruguayo Fede Alvarez (Posesión infernal, No respires). Bienvenida sea esta tendencia y que se sigan abriendo otras puertas.