Dilemas frente a un hecho traumático. Segunda adaptación más o menos libre de la novela La cena, de Herman Koch (existe una versión cinematográfica previa, la holandesa Het Diner, y una tercera, made in Hollywood, tendrá su premiere en unas semanas en el Festival de Berlín), Nuestros hijos forma parte de esa categoría de películas que podrían resumirse en la frase “¿qué pasaría si…?”, ubicando al espectador ante las consecuencias de un hecho traumático, de esos que suelen cambiar la vida y golpean con la fuerza de la disyuntiva moral. El realizador Ivano De Matteo comienza a plantear el dilema a partir de un suceso secundario: la muerte violenta de un automovilista, luego de un típico altercado callejero, a manos de un policía de civil, cuyos disparos terminan hiriendo a un pequeño. Casualidades melodramáticas de por medio, dos hermanos lidiarán con algunos de los corolarios de la tragedia: Paolo (Luigi Lo Cascio), cirujano en un hospital público, intenta devolverles la movilidad a las piernas del chico; su hermano abogado, Massimo (Alessandro Gassman), en tanto, se hace cargo de la defensa del homicida. Que el primero sea un ejemplo acabado de progresía de clase media y el segundo un mucho más encumbrado representante de la burguesía no es casual: casi todo en Nuestros hijos orbita alrededor de blancos y negros –más allá de aparentar un juego con los grises–, de posiciones políticas e ideológicas enfrentadas que funcionan como alegorías de la sociedad en su conjunto. Las esposas de los hermanos (Giovanna Mezzogiorno y Barbora Bobulova), con sus diferencias de fondo y forma, no hacen más que reforzar ese concepto. El planteo central del film, sin embargo, llega algo más tarde, cuando se hace evidente que los hijos de unos y otros –dos chicos apenas adolescentes– podrían ser los responsables de una feroz golpiza e una persona indigente. ¿Qué hacer ante semejante revelación? ¿Actuar como lo indica la ley y los valores éticos personales o defenderlos cueste lo que cueste, buscando atenuantes reales o imaginarios? La cena está así servida para un choque entre las partes involucradas, donde consciente o inconscientemente las mujeres llevan todas las de perder. Queda entonces en los dos hombres adultos la resolución del intríngulis, que no hará más que remover zonas erróneas del pasado y el presente para ampliar aún más la grieta que los divide. Si el film logra, en su primera mitad, generar algo de genuino interés por la trama y los personajes, Nuestros hijos patina en ese territorio tan resbaladizo hasta darse varios golpes contra el piso: son tantas las súbitas vueltas de tuerca (aunque sería más preciso hablar de vueltas de panqueque) que la historia termina avanzando como un thriller burdo y torpe hacia una escena final tan inesperada como chambona.
Romance previsible en el espacio exterior. Luego de su primera incursión estadounidense, el thriller histórico/ biográfico El código enigma, el noruego Morten Tyldum fue el elegido para intentar llevar a buen puerto este guión que –dicen los insiders de la industria de Hollywood– anduvo boyando durante un tiempo entre varios estudios y posibles productores. A juzgar por los resultados, o la historia era insalvable (nada suele serlo, casi nunca) o bien, como ocurre literalmente sobre el final de la película, se la intentó mejorar a puro parche y atadura de alambre. No es que esta cruza de relato alla Robinson Crusoe con cuento de hadas moderno (y no necesariamente La bella durmiente, a pesar de las apariencias) no posea atractivos. De hecho, el arranque no podría resultar más interesante: cierta nave espacial que viaja con una carga de cientos de humanos criogenizados tiene un desperfecto y despierta por error a un único pasajero, un tal Jim, noventa años antes de llegar al planeta de destino. Ergo, el tipo está sentenciado a morir ahí arriba, en eterno movimiento hacia ninguna parte, más solo que una ostra en el fondo del océano. Ese punto de partida, que podría haber derivado en un hermosísimo capítulo de La dimensión desconocida, ofrece una primera media hora que coquetea con la reflexión filosófico-existencial, al tiempo que el pobre Jim a) aprende a vivir en soledad y a utilizar los lujos ofrecidos a las dormidas clases altas del pasaje; b) se desespera ante la inevitabilidad de una existencia triste y desolada, un poco como el hombre menguante, condenado a no volver a ver su propio mundo o a convivir junto a sus pares; c) intenta por todos los medios recuperar su estado de congelamiento, mientras platica con un robot-barman, lo más parecido a un ser humano en ese desierto de acero y vidrio flotante. El diseño interior de la nave Avalon –deudor en varios planos del Discovery One de 2001 y, en otros, de la Nostromo de Alien– es testigo entonces del dilema más terriblemente lógico que pueda imaginarse: despertar o no despertar a alguien más, condenándolo a la misma muerte en vida. Claro que Jim –que afortunadamente es ingeniero– no piensa precisamente en un Viernes cualquiera, y es así que cree encontrar en Aurora, una chica bella y, a juzgar por su expediente, inteligente, la mejor compañía posible en esa tumba espacial. De allí en más, el film de Tyldum va desbarrancándose lentamente hacia el romance más previsible que pueda imaginarse (¿no era posible un poco más de riesgo en la descripción de esa relación forzada a la repetición y el tedio?) y, más adelante, a varias secuencias de superacción con tantas vueltas de tuerca y falsas clausuras que terminan abrumando más que entreteniendo. Una oportunidad desaprovechada: la premisa era ingeniosa, la dupla central (Jennifer Lawrence y Chris Pratt) atractiva y glamorosa, y las posibilidades a la hora de jugar con la imaginación generosas. Pero la partida la termina ganando el lugar común: además de esquemática en muchos sentidos, Pasajeros es cursi donde debería ser sutilmente romántica y atolondrada en el momento de tomar impulso.
Espacio e identidad. El film de Mendonça Filho aborda la lucha entre el individuo y las fuerzas de la modernización desde el punto de vista de una ex crítica musical que se resiste a abandonar el edificio donde vive. De la anterior Sonidos vecinos –estrenada en Buenos Aires en unas pocas salas y escasísima repercusión– a Aquarius no hay un salto cualitativo evidente sino una precisa y minuciosa estrategia narrativa diseñada para llegar a una mayor cantidad de público. El realizador brasileño Kleber Mendonça Filho necesitaba de una actriz con la presencia de Sonia Braga para comandar desde la pantalla con potencia y sensibilidad la vieja historia de la lucha entre el individuo y las fuerzas de la modernización (valga el término como eufemismo multipropósito). Porque ése es –palabras más, palabras menos– el meollo de la cuestión en su segundo largometraje de ficción, nuevamente rodado y ubicado específicamente en su Recife natal; la historia sólo podría trasladarse a megalópolis como Río o San Pablo con muchos y necesarios cambios en ciertos detalles del guión. Clara (Braga) es un exponente de la clase media educada y progresista de esa ciudad y no de cualquier otra. Pero a pesar de vivir en la “parte rica” –según sus propias palabras, separada por un simple desagüe en medio de la playa de la “parte pobre”—, poco y nada le debe a tanto nuevo rico surgido del negocio de la construcción de torres de categoría. Una primera escena a comienzos de los años ‘80 muestra a Clara –esposa y madre de tres hijos– celebrando abiertamente el cumpleaños de una tía y, no tan secretamente, su reciente triunfo sobre un cáncer de mama. Se trata de una secuencia luminosa, precisa y elegantemente encuadrada en el formato de pantalla ancha que el realizador parece preferir por sobre cualquier otro. De todas formas, más allá del registro coral de personajes principales y secundarios, Mendonça Filho desliza un apunte que puede parecer casual, pero es esencial a la totalidad del relato: en medio de la lectura de unos textos escritos por los chicos de la casa en su honor, la Tía se pierde en el recuerdo de algunas sesiones amatorias del pasado remoto, disparadas (como un sucedáneo de la famosa magdalena) por la presencia de un simple mueblecito ubicado en el living. El deseo sexual (una forma de la vitalidad) será uno de los motores centrales en la vida de Clara tres décadas más tarde, ya viuda y con sus retoños fuera del hogar, rodeada de sus amados discos de vinilo (es una excrítica musical), sus libros, su “mujer que ayuda en la casa” y, por supuesto, las cuidadosamente decoradas paredes de ese mismo departamento, uno de los tantos del complejo Aquarius. Pero Clara, de unos 60 y pico de años, vive literalmente sola en el inmueble, ya que el resto de las unidades han sido compradas por una empresa con la intención de demolerlas y construir allí otra clase de estructura edilicia. Ese es el punto de partida de la encarnizada lucha de la protagonista: su resistencia a la venta, a pesar de una más que interesante propuesta económica, primero, y los cada vez más agresivos mecanismos disuasivos que los nuevos dueños del lugar están dispuestos a utilizar para sacársela de encima. Lo más interesante, sensible y profundo del nuevo film de Kleber Mendonça Filho –que debutó nada más y nada menos que en la Competencia oficial del Festival de Cannes– no está precisamente en ese enfrentamiento entre fuerzas dispares (la Corporación insensible versus el individuo), sino en la descripción de la vida cotidiana de la heroína, en los detalles de la amistad con un grupo de mujeres de su misma edad y el contacto permanente con la gente del barrio, en la amorosa pero conflictiva relación con los hijos, en su tozudez lúcida. Y en ese deseo latente que parece dispararse, irónicamente, a partir de una orgía en el piso de arriba organizada con el fin de escandalizarla. En ese espacio físico que Clara entiende como una forma de la identidad, la colección de discos se transforma en un álbum de recuerdos diáfanos. Como cada esquina del departamento mismo. Es precisamente esa noción, tanto intelectual como emocional, lo que el representante visible del emprendimiento inmobiliario (mucho más joven que ella, un típico pedante con master universitario) no logra comprender. Aquarius adopta el punto de vista inamovible de la primera y transforma progresivamente al segundo en el enemigo a combatir, idea que el realizador refuerza durante el último tercio del film con confesiones imprevistas y un cierre esperanzador sostenido gracias a un tono catártico pour la galerie. Queda impregnada en la memoria la fuerza de la ex Doña Flor, indivisible aquí de su personaje, a tal punto que sería imposible imaginarse la película sin ella.
Microcosmos de la sociedad en su conjunto. Octavo largometraje de José Celestino Campusano en un lapso de diez años, El sacrificio de Nehuén Puyelli lo encuentra regresando –al menos, en parte– al territorio que había abandonado para tirarse a una pileta que resultó no estar del todo llena: Placer y martirio era el retrato de una clase social elevada que sonaba esencialmente artificioso. Nuevamente poblado por marginales de diverso tenor, el más reciente relato del director de Vikingo transcurre, sin embargo, bien lejos del ambiente suburbano bonaerense que había ocupado gran parte de su filmografía: fue rodado en locaciones de la provincia de Río Negro. Allí ubica a Nehuén Puyelli, descendiente de aborígenes mapuches que afirma poseer el don de la curación; acusado de haber envenenado a una mujer, será detenido y enviado a la cárcel mientras la causa judicial comienza a moverse. Allí entablará relación con un tal Arce, otro preso al cual le quedan apenas algunos meses para cumplir su condena. Pero el nuevo film de Campusano no gira solamente alrededor de ese par de personajes. En realidad –y ese es uno de los puntos más fuertes de la película–, lo que va construyéndose con el correr de los minutos resulta ser una historia con múltiples protagonistas y puntos de vista: no es menos importante la mirada de Nehuén que la de su madre o la de Henderson padre, capanga y perro guardián de un terrateniente de la zona, tan recio como su hijo, otro que irá a parar a la cárcel. Los retazos del drama coral comienzan a armarse lentamente como las piezas de un rompecabezas y sólo cerca del final la imagen completa termina de configurarse. En ese sentido, El sacrificio… funciona como una suerte de thriller, donde solamente uno de los personajes conoce (intuye, para ser más precisos) cuál puede llegar a ser el resultado del inevitable enfrentamiento, cuando la violencia contenida comience a desbordar. El suspenso es esencial en ese tapiz de odios y resentimientos y Campusano parece manejarlo cada vez mejor, apoyado por una puesta en escena más cuidada, a años luz de la sucia y “desprolija” esencia de sus primeros films. Allí surge una cuestión problemática, que se ha destacado en cuanto texto se haya escrito sobre esta película y sus proyectos inmediatamente anteriores: ese pulido profesional a nivel técnico tiende a chocar de frente con el registro casi amateur de, al menos, la mitad de las escenas con diálogos, donde el recitado de las frases no logra transfigurarse en un tono creado conscientemente y se asemeja a una no demasiado precisa dirección actoral. Afortunadamente, esta historia de enfrentamientos viscerales, xenofobia, racismo, odio de clase y supervivencia ofrece como contrapartida una construcción del drama carcelario muy diferente a aquellas que el cine y, sobre todo, la televisión, han venido poniendo en pantalla durante los últimos años. Las relaciones de poder entre los convictos, entre ellos y los guardia-cárceles y entre las partes enfrentadas de la población, del otro lado de las rejas, funcionan como un cosmos a pequeña escala de la sociedad en su conjunto.
El viejo y rendidor juego del gato y el ratón. La decisión de hacer coincidir fechas reales con las ficcionales hizo que Atentado en París se estrenara en Francia un día antes del 14 de julio de este año –que será recordado en ese país como uno de los aniversarios de la Toma de la Bastilla más tristes de la historia (80 muertos y casi 300 heridos en el atentado de Niza)–, obligando a la distribuidora a levantar la película de cartel de inmediato. Conocida internacionalmente bajo varios títulos (Bastille Day en Francia y el Reino Unido, dos de sus países coproductores, The Take en los Estados Unidos), el film tampoco tuvo demasiado suerte con los críticos, que en líneas generales han visto en su relato de acción y suspenso un producto barato y poco original. Y que lo es, lo es, pero en algún punto a mucha honra: escrita y dirigida por James Watkins (La dama de negro), Atentado en París no pretende ofrecer más de lo que puede dar, y en esa falta de ambiciones –al menos hasta el clímax, que parece algo inflado y ciertamente poco creíble– encuentra un canal de conducto para sus módicos pero certeros placeres audiovisuales. En París, un excelso carterista de origen estadounidense (el escocés Richard Madden, estrella de Game of Thrones) tiene la mala pata de robar un bolso con explosivos, que detona en pleno barrio de Belleville. Atrás del tipo salen a la caza tanto la seguridad francesa como un agente de la C.I.A. afincado en Europa (el británico Idris Elba, cuya agenda está cada vez más ocupada). La ingenua chica de los explosivos (una francesa interpretada por la québécois Charlotte Le Bon) escapa de sus perseguidores, un grupo de terroristas con varios secretos escondidos detrás de la fachada pública. Así dadas las cosas, y a pocos minutos de iniciada la trama, una suculenta persecución por los tejados –realizada a la vieja usanza, con dobles de riesgo, sin mucha manipulación digital– anticipa lo mejor del film: su insistencia en la velocidad y el movimiento. En el fondo, se trata de otra aliteración de la buddy movie, en este caso con forma de triángulo: a los muchachos se les sumará la chica en cuestión, que a pesar de su cara de terror demostrará ser de armas tomar. Con las celebraciones del 14 de julio arruinadas por una precisa y calculada serie de eventos digitadas desde las sombras, los malos de la película terminarán siendo los menos pensados; en ese sentido, Atentado en París se cuida de no meterse demasiado con el espinoso tema del terrorismo contemporáneo. En el fondo, la película no es otra cosa que la enésima versión del viejo juego del gato y el ratón, con heroísmos a flor de piel que brotan en personajes empujados a circunstancias límite (el recuerdo de Duro de matar es inevitable, y por varias razones). Resumiendo: no hay nada demasiado estimulante o novedoso por aquí, pero el paquete es compacto y bastante más disfrutable que tanta producción onerosa con el pretenciósometro a punto de estallar por la presión.
Balance crítico de un matrimonio joven. En un perfecto ejemplo de economía de puesta en escena, la cámara del director belga casi nunca abandona los ambientes de la casa de una familia al borde de su desintregración. Cuando el arte cinematográfico adquirió cierto grado de maduración narrativa y formal, la sacrosanta institución del matrimonio (en cualquiera de sus acepciones legales, formales o simbólicas) comenzó a ser analizada hasta el desmenuzamiento. Autores modernos como Ingmar Bergman o Michelangelo Antonioni –por citar apenas dos grandes nombres– han hecho del retrato de su erosión y desintegración un tema recurrente en una parte importante de sus filmografías. Después de nosotros, por lo tanto, podrá caer en algún que otro pecado, pero nunca en el de la originalidad. El nuevo largometraje del belga Joachim Lafosse, que venía del registro mucho más expansivo, maximalista incluso, de Les chevaliers blancs, regresa al tono intimista, de puertas adentro, de films previos como À perdre la raison (nota: ninguno de estos dos últimos títulos tuvo estreno comercial en la Argentina). Tan puertas adentro que la cámara prácticamente no abandonará los ambientes de la casa y el patio de la familia integrada por Marie Barrault, su esposo Boris Marker y sus dos hijas mellizas. El extenso plano-secuencia que abre L’economie du couple (el título original es mucho más seco, preciso e incisivo) es un perfecto ejemplo de economía de la puesta en escena al servicio de la descripción de los elementos que el film irá desarrollando con el correr de los minutos. Un plano general muestra una parte del living y la cocina justo en el momento en el que Marie (la franco-argentina Bérénice Bejo) regresa a casa junto a sus hijas, de unos nueve o diez años, después de un día de escuela como cualquier otro. Las actividades son cotidianas y cualquiera que tenga hijos podrá sentirse identificado: hay que cocinar algo rápido al tiempo que se baña a las niñas, que no siempre parecen dispuestas a acatar las órdenes en tiempo y forma. Pero algo interrumpe ese flujo de por sí nervioso: la presencia de Boris (el actor y realizador Cédric Kahn), hasta ese momento oculto a los ojos de su esposa y del espectador. En el breve y cortante diálogo que sigue, el film deja en claro que esa pareja se halla en un avanzado estado de separación y que la vida en común bajo un mismo techo todavía existe por cuestiones meramente económicas. “Hoy es miércoles. No te toca. No podés venir antes de que las chicas estén dormidas”. Las discusiones y peleas que atraviesan los cien minutos de proyección describen sucintamente los corolarios del desamor, la extinción de la pasión e incluso del cariño. El desprecio, podría decir Godard. No hay aquí demasiados gritos, mucho menos golpes, pero las palabras hirientes rebotan incansablemente entre los personajes adultos, como así también las discusiones acerca de quién aportó más dinero o trabajo a la hora de edificar eso que suele llamarse hogar. Resulta evidente que Lafosse y sus dos coguionistas le prestaron particular atención al tenor y desarrollo de los diálogos y que el realizador puso un especial ahínco en la construcción de un realismo basado en gestos, señales y movimientos. La tristeza, la desesperación momentánea y la resignación de los personajes –en palabras de Marie, el no poder soportar siquiera la manera de moverse del otro, transformado paradójicamente en un extraño– acompañan la llegada de ese tiro del final de toda pareja a punto de distanciarse, que en el caso del film no es otra cosa que un giro algo melodramático del relato. “Antes había gente que sabía reparar una heladera o un lavarropas. Ahora todo se tira. Lo mismo con los matrimonios”, dice la madre de Marie en un momento de tensión. Pero Después de nosotros no está interesada en adoptar una posición moral u ofrecer una receta que solucione los problemas: sus virtudes y sus limitaciones están marcadas por la idea del cine como construcción realista de una descripción, de una serie de síntomas en busca de un diagnóstico. Como Kramer versus Kramer hace varias décadas, el film de Lafosse vuelve a demostrar que el ser humano es capaz de lastimar profundamente a aquellos a los que más se ha querido y que los que más sufren a largo plazo son precisamente aquellos que parecen ajenos al origen del conflicto, los hijos. Aunque eso, por supuesto, va de suyo.
Un creador capaz de contagiar su pasión. Homenaje riguroso y sentido a la expresión artística de uno de los grandes realizadores argentinos, el documental de Venturini incluye valiosos testimonios de algunos de los colaboradores más cercanos de Favio y también fragmentos selectos de todos sus films. Sería estéril, absurdo incluso, seguir discutiendo si Leonardo Favio es o no es el más importante director argentino de todos los tiempos. Lo indiscutible es que su obra, tan escasa como singular, es una de las más potentes y originales que haya dado el cine latinoamericano. Si su carrera paralela como cantante lo acercaba a las masas (particularmente, las femeninas, aunque sin excluir a nadie), sus primeros tres largometrajes definieron a un verdadero autor cinematográfico que, sin embargo, siempre filmó con la intención de apasionar a las mayorías. Luego de Juan Moreira y Nazareno Cruz y el lobo, dos de los mayores éxitos comerciales en la historia del cine nacional, y de Soñar, soñar llegaría el exilio por partido doble, de la Argentina y del cine. Diecisiete años más tarde volvería a ponerse detrás de una cámara con Gatica, el mono, regreso triunfal que demostraba, como un oasis en medio del desierto, el lamentable estado general del cine argentino de aquellos años. Algunas ediciones del Bafici atrás, Pablo Trapero desempolvó algunas imágenes de Favio dirigiendo a Edgardo Nieva a los gritos, pidiéndole que deje todo, alma y vida, en la escena que están rodando. Esa misma pasión parece habérsele contagiado a Alejandro Venturini a la hora de imaginar Favio: crónica de un director, cuyo origen es una entrevista que el cineasta mantuvo con el futuro documentalista en el año 2009, con la intención de ser publicada en un sitio web que nunca se materializó. Entrevista sonora, sin imágenes, donde el hombre del eterno pañuelo se despacha a gusto sobre los goces y dolores de hacer cine. Por aquel entonces Favio –que había estrenado hacía poco la versión musical del Aniceto– ya estaba enfermo, pero sus ansias seguían intactas. Alrededor de ese audio, Venturini orquesta un documental tradicional que hace las veces de homenaje y puede funcionar como puerta de entrada para aquellos que desconozcan su filmografía. Para ello, además de la voz del director de Crónica de un niño solo, aportan recuerdos, semblanzas y anécdotas de rodaje algunos de sus colaboradores y amigos más cercanos. Comenzando por su propio hermano –y guionista de muchos de sus films–, Jorge Zuhair Jury, gran narrador de remembranzas de timbre poético. “Era un pueblito extraño. Muy extraño. Medieval”. Así describe Jury a Luján de Cuyo, donde se crió junto a Favio y su medio hermano Horacio Labraña (quien también participa de la película), en una humilde casa de adobe, punto de inicio de este viaje semi cronológico. No todas las participaciones resultan tan emotivas o relevantes: las palabras de personalidades como Graciela Borges, Eliseo Subiela, Juan José Stagnaro o del propio Nieva rememoran situaciones delante y detrás de las cámaras que van de lo meramente anecdótico a lo intensamente iluminador. Por su parte, algunos colaboradores no tan reconocidos por el gran público –músicos y asistentes de dirección, entre otros– ofrecen un punto de vista en apariencia más técnico. Aunque que la técnica, en el cine, está íntimamente ligada a lo artístico. Las declaraciones obtenidas en esas entrevistas en estricto formato “cabeza parlante” parecen haber forzado a Venturini a organizar en parte el material y, por momentos, puede sentirse un cierto desequilibrio. Por caso, el tiempo dedicado a la realización de Aniceto (2008) duplica al que el documental le obsequia a El romance del Aniceto y la Francisca. El segmento enfocado en Crónica de un niño solo, por otro lado, parece quizá demasiado escueto, aunque la breve aparición de su protagonista (Diego Puente) en tiempo presente es uno de los hallazgos del documental. “El conocía lo que se sufre, la aislación, las ganas de libertad”, afirma en un pasaje particularmente emotivo. El regreso al cine con Gatica y, más tarde, con ese manifiesto de amor justicialista llamado Perón, sinfonía del sentimiento ocupa justificadamente la última media hora del film. Homenaje riguroso y sentido a la expresión artística de uno de los grandes realizadores argentinos, los fragmentos de los films de Favio incluidos demuestran indirecta y vergonzosamente el lamentable estado de conservación de títulos relativamente recientes. No es culpa de Venturini: por más empeño que pusiera, no hay mejores copias. La filmografía de Favio pide a gritos su restauración a partir de los negativos originales con la mejor tecnología disponible hoy en día.
Contra el racismo. La situación de los romaníes en tierras checas (una minoría populosa) es problemática desde hace ya bastante tiempo y los hechos de discriminación y violencia no han hecho más que recrudecer desde la caída del régimen comunista y la escisión de la vieja Checoslovaquia. El tema es, para ponerlo en términos concretos, un problema social urgente y de difícil solución, complicado aún más por el reciente surgimiento de grupos de extrema derecha y de movimientos anti-gitanos. El film del experimentado realizador Petr Václav –uno de los escasos estrenos de nacionalidad checa que llegan hasta estas costas– hace de esta cuestión el principal propulsor narrativo, al punto de poder señalarla, a falta de un término más apropiado, como una típica película de denuncia. El optimista título original, Cesta ven (“La salida” o “La puerta de salida”) hace hincapié en la posibilidad de un escape, a pesar de que el film mismo no hace más que ponerlo entre signos de pregunta a cada paso de su joven protagonista. Zaneta –interpretada con inusual energía por la debutante Klaudia Dudová, una de las virtudes más evidentes del film– vive junto a su pareja, su pequeña hija y una hermana adolescente en un departamento suburbano. Ninguno de los adultos tiene un trabajo estable, situación que sólo parece empeorar cada vez que alguno de ellos se acerca a la oficina de empleos: la tez oscura, los rasgos, pesan a la hora de acceder a un cargo, por mal pago que esté. Tampoco ayuda que Zaneta no haya terminado sus estudios secundarios ni tenga demasiada experiencia laboral previa, hechos que cada uno de sus posibles empleadores le repite incansablemente. La posibilidad de que su novio ceda a la tentación del crimen es persistente y la hermana menor parece cada día más cerca de seguir sus pasos y abandonar el colegio precozmente. Así dadas las cosas, el film de Václav comienza a describir cada una de las caídas luego de los atisbos de esperanza, aunque se cuida bastante de asestar golpes por debajo de la cintura. Lo que no puede evitar Zaneta, la película –al menos en varios pasajes–, es el trazo grueso. En su vehemencia por querer combatir el estereotipo al que los gitanos checos son reducidos por algunos de sus conciudadanos, Václav se tropieza con un montículo de lugares comunes del otro lado de la grieta social. Verbigracia en grado sumo: cierto cliente obsesionado con una prostituta cíngara resulta ser no sólo un hombre blanco, político de profesión, sino el principal portavoz de las quejas por el acceso de los gitanos a los beneficios sociales. Cuando la película abandona esos blancos y negros y aporta tonos de gris, o cuando se dedica a describir ambientes, costumbres y usos (como esa secuencia durante una fiesta popular que recuerda a los bailes proletarios de Milos Forman en su etapa europea) la historia gana en potencia y, paradójicamente, en universalidad. Al fin y al cabo, no hay nada menos exclusivo que el prejuicio racista.
Dibujitos, pero con lenguaje sucio. La gacetilla de prensa insiste en que La fiesta de las salchichas es la primera película de animación calificada “R” (simplificando, “para adultos”). Un disparate, desde luego, que pretende olvidar la extensa tradición de “dibujitos para grandes” desarrollada en todas aquellas cinematografías con producción animada de cierta relevancia. “Toy Story con puteadas” hubiera sido una definición más acertada e incluso ganchera. Porque algo de eso hay (nuevamente, simplificando) en esta producción de Seth Rogen y amiguitos que reemplaza juguetes por alimentos y el desorden en el cuarto del niño Andy Davis por los ordenados pasillos de un supermercado. Aunque aquí los únicos enemigos de los protagonistas son los seres humanos de cualquier raza, sexo y edad, siempre dispuestos a devorarlos, a toda hora y en cualquier lugar. El guión escrito a ocho manos ubica a sus particulares héroes en diversos estantes y bateas, ignorantes del funesto destino que les espera, fervientes devotos de una religión que anticipa el paraíso eterno una vez que atraviesen las puertas de salida automáticas y se encuentren con su propio y personal Dios. Puteadas hay muchas. A tal punto que la acumulación de “fucks” merece competir con aquel mitológico capítulo de South Park que hacía del conteo de la palabra con F una abstracción surrealista. Además de un tono explícito, podría decirse “chancho”, que transforma a las salchichas en erecciones perennes a la espera de sus panes de pancho. Y también algo de violencia alimenticia (una de las mejores escenas del film es el compilado de muertes de distintas carnes, frutas y verduras, triturados entre los dientes de sus consumidores). Y poco más que eso. El film de Greg Tiernan (director de incontables capítulos de la serie infanto–ferroviaria Thomas & sus amigos) y Conrad Vernon (co–realizador de Shrek 2 y Madagascar 3) descongela y refrita decenas de tópicos del cine de animación mainstream reciente, en particular los de la productora Pixar –el descubrimiento de una realidad más allá del pequeño universo al cual los personajes están confinados, las persecuciones y escenas de acción, la posibilidad de ser mejores criaturas–, y los recubre con una capa de chascarrillos guarros y varias referencias al consumo de psicotrópicos. Sumar a la ecuación alguna que otra referencia al mundo real, como ese bagel y su vecino el lavash que parecen repetir en las góndolas el conflicto de las tierras de Israel/Palestina. Más allá del divertido trabajo de voces con un reparto de figuras de primera línea –el propio Rogen en la piel de la salchicha protagonista, Kristen Wiig como su ansiada y panificada compañera, Salma Hayek como un taco lésbico y siguen las firmas– el contratiempo central de La fiesta de las salchichas es su verdadera falta de irreverencia más allá de una agitada superficie, elemento que no hubiera sido del todo problemático de no estar poblada por ciertas pretensiones pseudo filosóficas. No hay nada auténticamente polémico y mucho menos revulsivo en sus imágenes y palabras, aunque, como suele ocurrir en las comedias que disparan gags a velocidad de metralla, varios de ellos dan en el blanco. El gato Fritz se hubiera reído un rato.
Como un espejo roto en mil pedazos. A partir de una idea ya transitada por el cine –un escritor mediocre que se apropia de la obra ajena—, la película protagonizada por Pierre Niney tiene el ingenio de moverse en otras direcciones, que hasta la acercan a Hitchcock. Resulta algo irónico que una película que hace del plagio uno de sus dos motores narrativos centrales (el otro es la más pura y dura simulación) tenga un punto de partida extremadamente similar al de la estadounidense Palabras robadas, estrenada hace cuatro años y dirigida por Brian Klugman y Lee Sternthal. De todas formas, los relatos de escritores que toman prestados textos ajenos para hacerlos propios tienen una cierta tradición, tanto en la literatura como el cine, y no deja de ser cierto que Un hombre perfecto sale disparada para otras latitudes luego de una (casi) idéntica posición de largada. El realizador y guionista Yann Gozlan empuja a su personaje, un joven escritor frustrado de nombre Mathieu Vasseur (Pierre Niney, el mismo de Yves Saint Laurent), a encontrar casualmente, en uno de sus trabajos como empleado de una empresa mudadora, un manuscrito polvoriento que está a punto de terminar en la basura. Quien dejó atrás ese diario, escrito de puño y letra, acaba de morir y en sus páginas el inesperado lector encuentra sus memorias personales durante la Guerra de Argelia, ese recuerdo sucio que todavía sigue marcando la memoria colectiva de Francia. Harto de recibir negativas a sus fracasados intentos de publicación, el muchacho corta y pega, manda copia fiel a una prestigiosa editorial… et voilà: la “novela” resulta no sólo atractiva para el mercado, sino que sus rasgos de estilo merecen las más excelsas críticas literarias. En un acto de falsa expiación –y también para eliminar cualquier tipo de prueba–, el ahora exitoso autor quema todas esas páginas, con la certeza de que nadie, nunca, jamás podrá conocer la verdad. Corte y elipsis. Dos años más tarde, Vasseur parece llevar una vida ideal: está en pareja con una bellísima y rica joven que conoció la misma noche del lanzamiento de su libro (Ana Girardot), disfruta las mieles económicas del éxito y prepara una segunda novela en la mansión de su familia política en la Côte d’Azur. “Preparando” entre varias comillas. Al fin y al cabo (él lo sabe mejor que nadie) no es otra cosa que un escritor mediocre. Un buen escriba, en el mejor de los casos. Es en ese momento que el pasado –como ocurría en Caché, de Michael Haneke, aunque de una manera menos alegórica–, reaparece en la piel de alguien que podría haber conocido al genuino creador de esas palabras, al tiempo que la empresa editora comienza a ponerse nerviosa con los dilatados tiempos de espera del nuevo manuscrito. El personaje de Vasseur es un auténtico “Salieri” de Thomas Ripley, el personaje creado por Patricia Highsmith, y su verdadera identidad comienza a disolverse en aquella otra creada para la ocasión. Para sostener la mentira se hace necesario seguir mintiendo; camelo sobre camelo, la psiquis del joven se asemeja a un espejo que ha estallado y multiplicado su imagen deformada en decenas de pedazos. La relación con Highsmith es clara como el agua y recuerda inevitablemente al Alain Delon de aquella primera adaptación al cine de su personaje más famoso, Riviera incluida. Pero como todos los caminos llevan a Él, también a Hitchcock. Hay mucho por aquí de Sir Alfred y no tardará en hacer aparición la posibilidad/necesidad del crimen y la particular postura que debe adoptar el espectador: seguir su punto de vista, aceptar la empatía hacia un tipo mentiroso, aprovechador, criminal en potencia. Barajadas así las cartas, el mazo está servido para el suspenso, que Gozlan sabe construir con gracia, aunque la originalidad no haga mucho acto de presencia y por momentos se noten demasiado las herramientas del hacedor. Afortunadamente, el juego de Vasseur no incluye la solemnidad y el film va adquiriendo un humor dosificado en cuentagotas que remite nuevamente a una famosa máxima de A. H., aquella que hacía hincapié en la dificultad inherente en el acto de… bueno, mejor no explicitarlo, a riesgo de arruinar parte de la diversión de un film cuya mayor bondad es saber mover con cierta elegancia sus resortes y pequeñas sorpresas.