Un día en la dinámica familiar En Reyes y reina y Cuento de Navidad, Arnaud Desplechin subvirtió el tratamiento de las relaciones familiares en el cine francés, abordándolas mediante una inédita yuxtaposición de densa tragedia bergmaniana y comedia lunática. Que la iniciativa de Desplechin trajo cola lo prueban una película de Christophe Honoré vista en la edición anterior del Festival de Mar del Plata (Non ma fille, tu n’iras pas danser) y, ahora, Amor de familia (Le premier jour du reste de ta vie), que es, en verdad, anterior a aquélla. La cuestión es que aquello que en Desplechin suena a rapto de genio o inspiración, aquí tiende a lucir como algo impuesto o impostado, revelando su condición subsidiaria. Con una duración algo menor a las maratónicas sagas de Desplechin, el realizador y guionista Rémi Bezançon (París, 1971) adopta la estructura en capítulos de aquéllas para narrar la historia de la familia Duval. Cinco capítulos, cada uno con su título y atravesando un período que va de fines de los ’80 a comienzos de esta década. La peculiaridad es que cada uno de esos cortes en la vida de los Duval tiene lugar durante un único día. Curiosamente, la sensación de concentración temporal no se transmite a la película. Los Duval son papá Robert (sí, Robert Duval, pequeño chistecito que da lugar a la peor escena de la película), mamá Marie Jeanne y los hijos, Albert, Raphaël y Fleur. Es un poco raro que Robert (Jacques Gamblin, visto recientemente en Inspector Bellamy, de Claude Chabrol) sea chofer de taxi, actividad que no parece corresponderse demasiado con las del resto de su familia. En algún momento la esposa descubrirá la fotografía artística, mientras el hijo mayor será cirujano plástico, el del medio heredará el hobby enológico del abuelo y a la menor le costará definir vocación. Hay algo de prototípico, tanto en la dinámica familiar (padre peleado con el abuelo, mamá mal atendida por su marido, hijo mayor responsable, hijo del medio con problemas de identidad, hija menor rebelde y contestataria) como en la sucesión de hitos elegidos para contar la historia: el primer departamento de soltero, la primera novia, el debut sexual, la muerte del abuelo, un matrimonio, etc. La narración busca alterar la “normalidad” mediante disrupciones abruptas, que pueden ser tanto cómicas (tras su primera fellatio, Fleur se cruza con los padres del amante y no puede hablarles, por tener la boca llena de semen), dramáticas (un hermano trompea al otro, durante su propia boda) o estilísticas (una escena narrada a velocidad acelerada, algún salto de tiempo, algún súbito flashback). Como en Desplechin, se imponen las rupturas musicales, que van de un trozo de pop francés a A Perfect Day, de Lou Reed, y de allí a Time, de Bowie. Todo luce excesivamente calculado, lo cual se torna particularmente notorio en la utilización de la banda de sonido, a cargo del músico cuyo nombre artístico es Sinclair. Omnipresente y siempre a volumen más alto que el resto, la música hace aparecer a Amor de familia más como un clip extralarge que como una película de cine. El escaso sedimento que deja, una vez concluida, confirma la impresión.
Conexiones con un espíritu de época Conocida como “la película de Facebook”, no es una película “sobre” Facebook. Tampoco una biopic sobre el inventor de la red, Mark Zuckerberg. Sí es la certera y divertida pintura de un universo con reglas y escala social propias. Dos escenas sintéticas enmarcan el universo de Red social: la secuencia de apertura, en la cual un joven y su novia rompen relaciones luego de una discusión, y el cierre del film, en el cual ese mismo joven –poco tiempo y millones de dólares más tarde– cliquea insistentemente la tecla F5 de su laptop esperando una respuesta que difícilmente llegue. El muchacho en cuestión se llama Mark Zuckerberg y es conocido en la era de la web 2.0 como el inventor de Facebook. Al finalizar esa secuencia seminal, punto de partida de una película ágil e incisiva, Mark será definido por su (desde ese preciso momento) ex como un “sorete”, tal vez la mejor aproximación al español rioplatense del término “asshole”. La inmediata humillación pública de la chica con las herramientas del blogueo, venganza en extremo canallesca, no hará más que confirmarlo. David Fincher, quien afina la puntería luego del tropezón y caída llamado El curioso caso de Benjamin Button, encuadra y edita ese diálogo, sólo en apariencia relajado, como si viajara en el tiempo hacia el Hollywood clásico: alternancia de plano y contraplano del dúo con cada nueva devolución, diálogo velocísimo, cuidado extremo en las miradas y gestos. Si hasta parece un extracto de alguna screwball comedy de los años ’30. Claro que, a diferencia de lo que solía ocurrir en aquel estilo de comedia, aquí el joven nunca recuperará el amor de la mujer. Nunca jamás. Minutos más tarde, en elegante montaje paralelo, un grupo de estudiantes se divertirá en una de esas fiestas inolvidables pletóricas de alcohol, música y sexo, mientras Mark y sus compañeros pasan la noche frente a sus computadoras, poniendo online un juego que dilucide democráticamente cuál de sus compañeras está más fuerte. Verdadero signo de los tiempos. Red social, conocida como “la película de Facebook”, no es una película sobre Facebook. O lo es sólo superficialmente. Es, sí, una película sobre un tipo que inventa una manera artificial de conectarse y hacer “amigos” en la web mientras se queda sin ninguno en la vida real. Es Charles Foster Kane, claro está, en versión minimalista y moderna, y es también metáfora de una manera novedosa de comunicación. También es la historia de alguien convencido hasta la terquedad de que cada una de sus acciones es correcta. En ese sentido, poco importa cuán cerca está la película de la historia real, como tampoco interesaba saberlo en Zodíaco, quizás la gran película en la filmografía de Fincher. Lo que importa es el espíritu de época, la cruzada de un personaje, el anhelo por lograr un objetivo más allá de su sentido o falta de él, la pintura de un universo con reglas y escala social propias. Algo comprendido cabalmente por el guionista Aaron Sorkin (creador de la serie The West Wing) al adaptar la novela de investigación The Accidental Billionaires –aún no editada en español– al hacer de los personajes mucho más que una imitación de sus pares en la realidad, seres con carne y espíritu propios. Red social, aunque lo parezca, no es una biopic. Sin perder velocidad en momento alguno, con un destacable trabajo de montaje que transforma a las elipsis y los flashbacks en un homenaje al estilo más clásico de la narración cinematográfica, la película avanza sin demoras en la presentación de los puntos básicos de la historia. De cómo Mark, genio de Harvard de veinte abriles, geek y nerd empedernido, tiene una idea, que puede ser propia pero también un plagio. De cómo este joven introvertido pone online la primera versión de Facebook, en principio un circuito cerrado para interconectar estudiantes universitarios, con la ayuda económica de su amigo y socio Eduardo. Y de cómo esa sencilla creación se transforma en enorme fenómeno tecnológico, social y psicológico, además de un pingüe negocio para algunos de los involucrados. Que el film se vertebre en gran medida alrededor de una reunión entre abogados, querellantes y querellado, de donde se irradian los recuerdos/pruebas legales, refleja no sólo una inteligente elección de estructura dramática sino que ilumina el costado empresarial y monetario de todo el asunto. En ese sentido, al dedicar una porción importante de su metraje a los tejes y manejes de acciones, flujos de dinero, inversiones y litigios legales, Red social resulta mucho más relevante –e irónicamente contemporánea– que la reciente Wall Street: El dinero nunca duerme. El actor Jesse Eisenberg (Adventureland, Tierra de zombis) hace de Zuckerberg una figura alternativamente introvertida e intimidante, tímida y monstruosa, simpática y maquiavélica. Es precisamente su encuentro con un par, otro magnate de la era digital, el creador de Napster Sean Parker, el disparador de la traición y el fin del concepto de aventura empresarial encarada por un grupo de amigos. Justin Timberlake da con el tono preciso para interpretar a esta versión cinematográfica de Parker, personaje bigger than life y nuevo vértice de un triángulo que cataliza el éxito económico y el desastre humano. Allí descansa una de las ideas no muy ocultas de la película: detrás de los colores cool de las flamantes oficinas de Facebook, del imaginario joven y fresco de su arquitectura horizontal, de la fantasía de la conectividad permanente, se ocultan las viejas emociones de los celos, las envidias y los amores transformados en odios. Al fin y al cabo, como suele decirse, son los negocios, estúpido. Tal vez la mayor virtud de Red social sea decir esto –y algunas cosas más– sobre el estado de las relaciones humanas en el siglo XXI sin altisonancias y con un excelente sentido del humor.
Mentiras verdaderas a orillas del río En abril del año 2000, una noticia explotó en las pantallas de Crónica TV: un supuesto grupo de militantes entrerrianos pasaba a la clandestinidad y tomaba las armas. El film de Herzog explora los restos de esa ficción construida para y por los medios. Si es cierto aquello de que la tragedia tiende a repetirse como farsa, la ópera prima de Nicolás Herzog intenta demostrar que, en tiempos donde la visibilidad sólo se logra a través de la operación mediática, las tonalidades de la historia reciente pueden acercarse a la bufonada lisa y llana. El hecho puntual que da origen a Orquesta roja, investigación documental con algo más que una pizca de ficción, retrotrae al espectador a los años del gobierno de la Alianza, período de temblores sociales y crisis de toda clase. Una era marcada por el nacimiento, como reacción a la realidad cotidiana, de decenas de grupos de militantes y piqueteros, en principio ajenos a la actividad política más tradicional. Algo en las bases parecía cambiar, aunque los reclamos sociales no se diferenciaban demasiado de los históricos gritos de igualdad y justicia. En ese contexto, el 5 de abril del año 2000, una noticia explotaba con clásicas letras blancas sobre fondo rojo en las pantallas de Crónica TV: el Comando Sabino Navarro, un supuesto grupo de militantes de Concordia, provincia de Entre Ríos, pasaba a la clandestinidad y tomaba las armas, llamando a la insurrección civil inmediata e intransigente. Horas más tarde, la verdad se imponía con toda su fuerza. La tensa situación no había sido sino una operación periodística, orquestada en conjunto con un pequeño grupo de militantes encabezado por José María “Chelo” Lima. La idea tenía, por un lado, el noble objetivo de llamar la atención sobre la paupérrima situación de desempleo y marginación de Concordia, utilizando las armas de la exposición mediática, construyendo una falsa pero excitante realidad momentánea. Por el otro, acaparar el rating con las herramientas más antiguas del mundo: el morbo, la sorpresa y el miedo. La noticia (la falaz y sus corolarios bien reales, que incluyeron la prisión en cárceles comunes de los protagonistas) ocuparon las páginas de los diarios y la programación de los noticieros durante semanas, pero hoy pocos recuerdan aquel día en que las actividades guerrilleras parecieron retornar a la Argentina. Nicolás Herzog viajó a Concordia para encontrarse con los tres personajes centrales de aquella historia: el propio Chelo Lima, su amigo y compañero de militancia Carlos Sánchez, y Patricia Rivero, otrora voz cantante en piquetes y cortes de ruta, ahora alejada de cualquier actividad política. Orquesta roja se vertebra, entonces, a partir de diversos recursos narrativos paralelos, que incluyen la tradicional entrevista, pero también la reconstrucción de los hechos –en algunos casos, con los protagonistas reales “haciendo de sí mismos”– y el uso de material de archivo audiovisual y gráfico. La primera mitad del film logra construir un relato atractivo y por momentos intenso, donde el andamiaje periodístico de la noticia es expuesto en toda su barbarie (resulta iluminador comparar las imágenes del comando de encapuchados dando la famosa entrevista con las “peleas” de famosos que ocupan las pantallas de TV mañana, tarde y noche). La película misma expone algunas de las huellas de su construcción al dejar en la pista de audio expresiones como “acción” o “corte”, amén de la aparición esporádica de la claqueta. El documentalista no puede evitar cierta fascinación –lógica, en última instancia– por sus sujetos, particularmente por la figura del Chelo, quien por momentos deja entrever cierta cualidad de mitómano consumado. Pero al mismo tiempo ese encandilamiento le impide aportar un punto de vista claro sobre el material que tiene entre manos, algo que no tendría mayor relevancia si se tratara de un documental de observación tradicional, pero que resulta central en una película que reflexiona sobre las costuras de los medios audiovisuales. No es casual que a partir de determinado momento, que coincide con la escena en la cual Lima y Sánchez son detenidos delante de las cámaras de la televisión local, Orquesta roja se pierda en meandros de relativa importancia, repitiendo conceptos y estirando innecesariamente algunas escenas. Más allá de la prolijidad técnica y el cuidado en el montaje, que demuestran el profesionalismo con el cual fue abordado el proyecto, Orquesta roja termina rozando cierta superficialidad, que la icónica imagen final del Chelo, vestido como un falso Che y rodeado de gomas en plena combustión, no hace más que confirmar.
Un tiburón que ya no muerde como antes Más allá de la pintura sobre el mundo de las altas finanzas (incluida la crisis de 2008 disparada por la burbuja inmobiliaria), resulta notable cómo esta dilatada segunda parte elige hacer foco, fundamentalmente, en la relación sentimental de la pareja. Wall Street (1987) nunca fue la película más afilada o contundente en la carrera de Oliver Stone. Más allá de su autoproclamada fama de biblia del ethos yuppie, una revisión de sus supuestas bondades no confirma ese estatus, sino apenas en sus capas más superficiales. El realizador de Pelotón supo encontrar en otros títulos maneras más sofisticadas y profundas de reflejar algunas de las contradicciones de la sociedad estadounidense, como en J. F. K., por citar uno de los films más complejos, menos maniqueos de su filmografía. Vista hoy en día, la fábula de la joven promesa de Wall Street, el viejo tiburón de las finanzas y los males del dios Mercado no retratan tanto una época y una serie de prácticas económicas, sino más bien cierto imaginario popular (y populista) acerca de la especulación monetaria sin rostro y sus consecuencias sobre la faena cotidiana de millones de trabajadores. Como ocurrió muchas veces en el cine de Stone, las intenciones eran nobles, pero la puesta en discusión de esos ideales dentro de un formato narrativo quedaba atrapada en un bosquejo naïf, cursi incluso. Las razones por las cuales Stone sintió la necesidad de volver sobre ese universo sólo las conocen el realizador y su almohada. Lo cierto es que Gordon Gekko –protagonista absoluto del relato seminal, un villano tan entrador que terminaba devorándose al héroe interpretado por Charlie Sheen– está de vuelta luego de una temporada tras las rejas, dispuesto a tomarse en serio eso de las segundas oportunidades. O no tanto. Veintipico años más tarde, el personaje interpretado por Michael Douglas parece en Wall Street: El dinero nunca duerme un poco menos rabioso, algo más humano. Su hija Winnie (Carey Mulligan), con quien no mantuvo contacto luego de que una tragedia familiar enfriara las relaciones, está noviando con un “Wall Street boy” de nombre Jake (Shia LaBeouf). Situación que, previsiblemente, abonará el terreno para una comunicación familiar y de negocios entre el veterano y su yerno, poblada como corresponde de intrigas palaciegas, traiciones y venganzas varias que podrían haber servido de base para alguna obra de Shakespeare, de haber nacido algunos siglos más tarde. Por supuesto que hay un malvado titular, el magnate bancario encarnado por Josh Brolin, quien pasará de mentor a enemigo del muchacho, replicando en parte el arco dramático del film original. Pero no hay aquí reflexiones sesudas sobre las estructuras del poder y sus consecuencias sobre el alma humana; tampoco un intento de sátira. Más allá de la pintura sobre el mundo de las altas finanzas y los deseos de Stone por tomar contacto con la historia reciente –a mitad del film estalla la crisis de 2008 disparada por la burbuja inmobiliaria, de la cual todavía pueden sentirse los coletazos–, resulta notable cómo esta dilatada segunda parte elige hacer foco, fundamentalmente, en la relación sentimental de la pareja. Si en el ’87 Sheen era tentado en un principio por el dinero fácil, las chicas bellas y un poco de cocaína, a LaBeouf le van más las motos de alta gama y la estabilidad de la monogamia. ¿Signo de los tiempos? Tal vez. A tal punto la saga de reconciliaciones familiares termina devorándose el resto de los múltiples elementos del relato que Stone no puede evitar caer en algunos lugares comunes de la serie televisiva más rudimentaria, fundamentalmente en el último tramo (el epílogo de la película es, como mínimo, involuntariamente risible). Wall Street: El dinero nunca duerme puede ser vista como un divertimento ligero y hay pistas de que Stone va en busca de ello en la comicidad de ciertas escenas, en la inclusión de pequeños papeles para figuras como Susan Sarandon, Eli Wallach o Sylvia Miles, roles escritos para caer en el clásico casillero del comic relief, aquellos personajes que alivian la tensión dramática insuflando humor. Siguiendo esa lógica, la película no pide del espectador mucho más que algo de paciencia, entregando a cambio una historia con cierto ritmo, rasgo esperable de un experimentado narrador como Stone (ver Un domingo cualquiera, un film tenso, nervioso, visceral y terriblemente divertido). Pero el film no tiene mucho para decir sobre Wall Street y la especulación económica y bien podría transcurrir en el mundo de la industria farmacéutica o en el de los fabricantes de gomaespuma. Parafraseando la frase que cierra Irreversible, el largometraje de Gaspar Noé, Stone se contenta con sostener la idea de que el dinero todo lo destruye. Interesante tesis que exige ser diseccionada, no vociferada como macchietta ideológica.
Entre el romance y la autoayuda Si se evitan los lugares comunes del turista aleccionado por las agencias de viaje, las travesías suelen deparar sorpresas, descubrimientos, incluso cambios internos en quien las transita. No hay en ello ninguna novedad y el cine ha sabido aprovechar, en muchas oportunidades, escenarios de lo más diversos como excusa y metáfora del viaje interior. Comer rezar amar describe el recorrido de su heroína, Liz, basándose en el bestseller autobiográfico de Elizabeth Gilbert. El libro es una cruza entre la novela romántica y la autoayuda que el film de Ryan Murphy (Nip/Tuck) ilustra con espectacular énfasis en el rodaje en locaciones. Claro que no todas las mujeres cansadas de un matrimonio estéril pueden optar por la opción del divorcio rápido seguido de un viaje por el mundo, por cuestiones económicas y de otro tenor. Pero ésa es también la magia del cine: permitirle al espectador abandonar tierra firme y fantasear durante un par de horas con la posibilidad de pasarla bien, conocer nuevos lugares y gente e, incluso, encontrar de pasada a Dios. Ese es el concepto y el “gancho” de este largometraje, claramente destinado a cierto público femenino, y eso es lo que le ocurre a la treintañera interpretada por Julia Roberts, quien luego del revelador encuentro con un místico abandona Nueva York para visitar Italia primero, luego la India y culminar su viaje de iluminación en Indonesia. Pero los problemas que pueden impedir el disfrute de Comer rezar amar son varios. En principio, la película sufre de un complejo de Narciso encarnado por la imagen de la Roberts, quien llena la pantalla con una belleza y carisma a la cual la cámara se entrega sin poner ningún tipo de distancia, como en una sesión de modelaje. El universo se reduce a ella, sus diatribas y mohínes, y poco importa lo que ocurra a su alrededor si no hay algún corolario directo sobre su cuerpo, mente o espíritu. Luego del prólogo neoyorquino, el film es estructurado en base a las tres geografías, cada una de ellas relacionada con uno de los verbos del título. Así, el primer paso para procesar el duelo de la separación parece ser el hedonismo, y qué mejor lugar que Roma, transformada así en un sitio donde la gente come fideos, gesticula y disfruta sin más de la vida. Una mirada de tarjeta postal, casi la antítesis de la abigarrada Roma de Fellini. Luego llegan el ascetismo y la introspección, enmarcados por el colorido de la India, otro cliché utilizado hasta el hartazgo por la mirada orientalista de cierto cine reciente. A las expresiones del tipo “vuelve a entregarte al amor” se les suman ahora otras sobre la paz espiritual y el equilibrio entre cuerpo y mente. Finalmente, en la isla de Bali, regresará el ansiado y temido amor, encarnado por un brasileño que también anda por la vida con el corazón roto (Javier Bardem). En última instancia, y más allá de las promesas de reflexión y cultivo espiritual, se produce el retorno más inesperado, y todo parece reducirse a encontrar a la media naranja, al viejo y vapuleado príncipe azul. En este mundo post Sex and the city (la saga cinematográfica, no tanto la serie), ese hombre debe ser cortés y galante, masculino pero sensible, estar bien dotado y poseer una importante independencia económica. Demasiado viaje, demasiado metraje (140 minutos) para terminar cayendo en semejante estereotipo: aquello que las abuelas llamaban, sin empacho, un buen partido.
Un laberinto de cinco estrellas Estrenada hace siete meses en el Festival de Rotterdam y presentada luego en la competencia local del 12º Bafici, El pasante se suma al creciente conjunto de films recientes, dirigidos por ex alumnos de la escuela de cine FUC, que utilizan el juego o el simulacro como fuente de inspiración narrativa. Ya el año pasado, en las mismas pantallas baficianas, el díptico no oficial integrado por Todos mienten y Castro había tensado al límite cierta idea del cine como juego de apariencias, para el festejo de algunos espectadores y la irritación de otros, que sólo vieron en esas experiencias meras excusas para el regodeo en la puesta en escena. La ópera prima de Clara Picasso (una de las firmas del film colectivo A propósito de Buenos Aires, producido hace varios años por la FUC) espera por parte del espectador una posición alejada de la pasividad. En cambio pide una participación activa al ingresar en su misteriosa trama que puede, sólo en apariencia, no tener ni pies ni cabeza y que, sin dudas, esconde un espíritu lúdico y placentero. El pasante describe el ingreso de su joven protagonista (Ignacio Rogers) en un hotel cinco estrellas, pero no como huésped, sino como botones a prueba durante el turno nocturno. Allí se encuentra con otra empleada encargada de enseñarle los gajes del oficio (Ana Scannapieco, en su debut en la pantalla), una chica que más allá de una fachada imperturbable esconde una tendencia a imaginar toda clase de fantasías, consecuencia tal vez del tedio y la rutina. El practicante también ingresa a una extraña cofradía que tiene al edificio como escenario y a los huéspedes como comediantes de una obra que ellos mismos desconocen. Con un tono que toma prestados tópicos del policial y la comedia romántica, pero sin ingresar en esos universos, apenas rozándolos, Picasso juega a engañar al espectador mientras la pelirroja engatusa al muchacho protagonista. ¿Qué se está contando exactamente? ¿Hacia qué posible conflicto se dirige la trama? ¿Cómo terminará esta historia de suposiciones y sobreentendidos que tal vez no lo sean? Para ello, la realizadora utiliza sabiamente los salones, terrazas y bares del hotel, pero también sus oscuras bambalinas, la sala de calderas, los pasillos internos, lugares transitados por una población usualmente invisible para el huésped, a menos, claro, que toque el timbre de llamada. Por esos recovecos se mueve la extraña pareja al dejar la extrema luminosidad y exposición del lobby, entre las sombras y lejos de la vista de sus jefes, a quienes casi no se verá en la pantalla. Durante esos tránsitos hacia ninguna parte, descubrirán una posible historia de amor y traición en una de las habitaciones. Ese es el punto de partida de una simulación que los tiene como actores, a su vez imagen especular de una posible historia sentimental entre ellos. Con un gran trabajo de cámara de Fernando Lockett (responsable también de la fotografía de films como Secuestro y muerte, Excursiones y El hombre robado) y una elegante puesta en escena que utiliza las dependencias del hotel como personajes importantes de la trama, El pasante se revela como un film ingenioso pero también, afortunadamente, como un ejercicio de imaginación. Pequeña pero rendidora, la película podría definirse como un anti-thriller, un film que sabe crear en la piel de la actriz Ana Scannapieco un personaje sumamente inquietante y misterioso, casi inexpugnable. Tal vez el cierre del relato explicite en demasía lo que podía inferirse, rompiendo en parte las sutiles reglas del juego. Pero también es cierto que a esa hora el amanecer rompe cualquier hechizo noctámbulo; tal vez la noche vuelva a traer consigo una nueva vuelta de tuerca y el laberinto cambie mágicamente la disposición de sus giros.
Unos veteranos totalmente prescindibles La película del viejo héroe de acción, en la que se reúne (apenas por un minuto) con Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger, pretende mitificar al musculoso cine de los ’80, pero no pasa de ser un ejercicio melancólico, con mucho de marketing. A juzgar por la seguidilla de películas que hacen de la actualización del pasado su leitmotiv principal, Sylvester Stallone no parece dispuesto a que lo olvidemos. Rocky Balboa primero, Rambo después. Y ahora llega el turno de Los indestructibles, ejercicio melancólico, con mucho de marketing (o viceversa), que aprovecha a un público cautivo para manipular sin suavidad las zonas del cerebro afectadas por el recuerdo de remotos, gloriosos tiempos. Este proyecto que lo tiene como guionista, productor, director y protagonista encuentra a Stallone en una operación afincada cómodamente en la ratificación de un estilo, el de aquellas action flicks que hicieron de los años ’80 la era dorada de los tiros, las explosiones y los músculos tonificados y glorificados por el celuloide. Porque más allá de los múltiples guiños y referencias, enmarcados fundamentalmente por los ajados pero aún orgullosos rostros de algunos de sus protagonistas (y de una escena absurda y gratuita, pero definitivamente simpática, que reúne por un minuto a Stallone, Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger), Los indestructibles no intenta en lo más mínimo alterar la estructura, los lugares comunes y los estereotipos que transformaron a esas pelis de acción en una verdadera institución. Más bien intenta ubicarlos en la categoría de mito, logrando apenas una réplica, donde casi todo lo que reluce no es oro. En la piel de un tal Barney Ross, Sly es el jefe de una banda de mercenarios que se resiste a abandonar tan noble oficio. Entre otros integrantes de alcurnia, la muchachada incluye a Jason Statham (el pelado de la saga Transportador), a la estrella del cine de artes marciales Jet Li, al gigantesco sueco Dolph Lundgren y a Mickey Rourke, cuya increíble máscara le suma una capa de reviente de abolengo al particular grupo. Un encargo difícil pero bien pago los pone en la ruta de un dictadorzuelo de cierto inexistente país latinoamericano y de su socio en el crimen, un ex CIA empeñado en fabricar cocaína a bajo costo, encarnado por Eric Roberts. Súmese una chica linda dispuesta a acabar con la tiranía imperante y el resultado es el esperado: un cóctel de acción física que deja de lado cualquier intento reflexivo para hacer del pum, el bang y el crac su esencia, medio y fin último. No hay nada de malo en ello, por supuesto, pero por desgracia a Stallone le salió una película sin onda, herida fatal que hace que Los indestructibles se desangre lentamente, sin nadie a mano que aplique algún torniquete salvador. Excepción hecha del vuelo rasante con ametralladora que inicia la guerra privada de los “prescindibles” (los “Expendables” del título original) con las huestes militares de la dictadura bananera –una escena que recuerda en el mejor sentido a las películas de aventuras de los años ’70–, el resto del film se contenta con repetir una fórmula, calcando usos y mohínes, como si con ello bastara para construir algo interesante. Sólo el espectador más voluntarista, aquel que sienta la historia como un reencuentro afectuoso con viejos amigos y no solicite más que eso, podrá encontrar aquí alguna clase de placer, quizás extracinematográfico. Hay mucho efecto de sonido para destacar los golpes, mucha sangre digital en Los indestructibles, pero poca materia legítima, poco espíritu guerrero. El film incluso pretende escudarse en sus propios excesos, a los que presenta equívocamente como parodia para tomarlos de inmediato al pie de la letra: el español mal escrito, el imposible melodrama padre-hija, la incorrección política respecto de la política internacional. Tal vez la escena más lastimosa sea aquella en la que Rourke, incluso tratando de aportar algo de altura a la situación, recita unas imposibles líneas de diálogo acerca del alma humana. A pesar de todo lo genuino que pueda haber detrás del reencuentro, en ese momento el film se revela, sin embargo, como una excusa inocua para intentar revivir el pasado.
Un cuento de hadas con moraleja Con típica prosa engolosinada, reza la gacetilla de prensa que el británico Clive Owen se interesó por el libro autobiográfico del periodista Simon Carr, The Boys Are Back, al leer apenas cuatro páginas del guión que se transformaría finalmente en De vuelta a la vida. Precisamente, en los primeros minutos del film se disponen claramente todos sus elementos constitutivos. Allí conocemos al protagonista, Joe Warr, un exitoso periodista deportivo afincado en el sur de Australia, cuya esposa muere súbitamente, dejándolo al cuidado no sólo de su hijo en común, un niño de siete años, sino también –al menos temporalmente– del hijo mayor de su primer matrimonio, quien volará desde tierras británicas para pasar una temporada en la tierra de los canguros. De esa forma, al dolor de la temprana muerte se le sumarán las complicaciones cotidianas de comenzar una nueva vida, que alterna las obligaciones laborales con los recientemente adquiridos deberes de padre responsable, ciertamente penosos para un tipo un tanto descuidado como él (la primera imagen de la película lo muestra paseando a su hijito en el capó de un automóvil, con riesgo de accidente mortal a cada metro recorrido). Prejuicios críticos de por medio, era de temer que la conjunción de una estrella de cine produciendo para su lucimiento un film de “hondo contenido humano”, a su vez basado en hechos reales, produjera uno de esos monumentos al golpe bajo sentimental y a las bajadas de línea respecto de cómo la vida debería ser vivida. A ello habría que sumarle un par de datos más: la utilización dramática de cierta enfermedad terminal como trampolín de lanzamiento del relato y el nombre de Scott Hicks detrás de la cámara, director multiuso que cuenta en su filmografía con títulos tan variados como Nostalgia del pasado, Claroscuro y la remake norteamericana del film alemán Bella Martha, Sin reservas. Y si bien los prejuicios artísticos no son más que eso, juicios emitidos antes de tomar contacto con la obra, De vuelta a la vida confirma en sus primeros cuarenta minutos todos y cada uno de los temores ya expuestos. La cuidada fotografía, la música incidental que se acerca por momentos a la de una publicidad de pólizas de seguro y las actuaciones “correctas” no hacen más que acentuar la medianía de un guión atascado en toda clase de convenciones. Particularmente molesto resulta el recurso del fantasma (en el sentido más francés de la palabra) de la esposa muerta, quien aparece repetidas veces como una suerte de Pepe Grillo especializado en etiqueta parental. De hecho, hay algo irritante en la manera en la cual la historia presenta a los personajes femeninos, siempre conscientes y cuidadosos, por contraposición a los masculinos, tendientes al descuido y la anarquía. Irónicamente, los mejores momentos del film llegan en su parte central, cuando la casa de Joe y sus dos hijos se transforma en un verdadero caos cotidiano, donde un pollo puede flotar en la bañera como poco ortodoxo método de descongelamiento y las pilas de platos sucios se suceden como torres de una ciudad al borde de la catástrofe. No es casual que el libro favorito del pequeño sea Peter Pan, gran metáfora sobre el crecimiento y el difícil paso de la niñez a la adultez. Que Joe intente explicar tamaño despelote con teorías sobre el libre albedrío y el poder liberador de la diversión no lo excusa en lo más mínimo, y De vuelta a la vida no puede evitar cierta moralina, poniendo en el horizonte catarsis familiares, reencuentros e, inevitablemente, enseñanzas de vida que convierten el relato en otra fábula acerca de cómo la tragedia puede trocar finalmente en algo parecido al cuento de hadas moderno. Es esa tendencia, esa imposibilidad de conjurar algo diferente a lo ya probado miles de veces, lo que hace de De vuelta a la vida otro manual de instrucciones disfrazado de película.
Las discretas frustraciones de la burguesía Como con tantas otras reversiones fílmicas, la primera pregunta que surge aun antes de comenzar la proyección de Chloe es “¿por qué?”. ¿Era necesario rehacer Nathalie X, el film de la francesa Anne Fontaine que el guión de Erin Cressida Wilson toma como modelo, si no al pie de la letra, al menos fiel a su esencia? Máxime viniendo de quien viene, el egipcio-canadiense Atom Egoyan, quien a lo largo de una extensa filmografía ha demostrado con creces que su interés es poner en pantalla algunas de sus preocupaciones más personales, del ensayo íntimo y sexual de Exotica a las repercusiones del pasado histórico en Ararat, por citar solamente dos de sus películas más relevantes. Pero teniendo en cuenta que no se trata precisamente de una gran producción de Hollywood, ciudadela dispuesta genéticamente a la remake indiscriminada, dejemos de lado preguntas existenciales que sólo podrían ser respondidas por el más sincero de los productores. Hay algo que roza el ridículo en Chloe y esto no se relaciona necesariamente con su historia, sus personajes o algunas situaciones puntuales, sino con un tono que alterna el melodrama irónico con el drama psicológico al uso sin conseguir que ninguno de ellos cuaje y tome consistencia. Un Toronto gélido en el exterior y cálido en los interiores calefaccionados hace las veces de trasfondo y símbolo visual del espíritu de los personajes –el film hace uso extensivo de sets y locaciones como cafés, hoteles y oficinas donde proliferan los rojos y marrones mientras por una ventana pueden verse caer los copos de nieve–. Los espejos devuelven constantemente imágenes, otra alegoría de fácil digestión. El consultorio ginecológico de Catherine (Julianne Moore) es blanco, pulcro y moderno, un modelo de orden que en última instancia (se verá más pronto que tarde) es apenas una apariencia. Su matrimonio con David (Liam Neeson), un exitoso músico, está atravesando una meseta que parece ser más profunda que la clásica crisis de la mediana edad, por lo que no resulta descabellado que el miedo a la infidelidad aparezca con cierta virulencia. Entra en escena Chloe (Amanda Seyfried), una call girl dispuesta a aceptar la particular oferta de Catherine: simular un encuentro casual con el esposo para ver si muerde el anzuelo y confirma las sospechas. De allí en más Egoyan va disponiendo los peones en un tablero de movimientos previsibles, haciendo de los relatos pormenorizados de Chloe de sus encuentros íntimos una suerte de versión siglo XXI de la literatura erótica clásica. Las escenas sexuales recuerdan al softcore artie de los años ’70, con su sexo simulado de buen gusto, bien fotografiado y explícito sólo en apariencia. Al mismo tiempo que la trama avanza, vueltas de tuerca mediante, hacia un inexorable punto de no retorno, el film va mutando sin demasiado tino hacia el territorio del thriller familiar, aquel que gravita alrededor de la familia nuclear amenazada por alguna clase de psicópata que, en última instancia, servirá para desnudar hipocresías, hacer catarsis y unirlos finalmente aún más. Si hay algún componente satírico en todo ello (Teorema, de Pasolini, aparece en la memoria cinéfila) el realizador no lo deja en claro en ningún momento, ahogado por una sobriedad que, por momentos, troca en solemnidad. El trío protagónico entrega usuales dosis de profesionalismo –particularmente Liam Neeson, quien filmó parte de sus escenas luego de la muerte de su esposa, Natasha Richardson, fallecida en medio del rodaje–, pero ello no alcanza para hacer de Chloe algo más que una tibia reflexión sobre la burguesía y sus discretas frustraciones.
La muerte, ese lugar común Apelando a un impactante registro del horror cotidiano de cualquier guerra, Brian De Palma construye un patchwork visual que no da respiro, cimentado por un montaje final de imágenes reales que viene a recordar que no todo es cine. El diccionario de la lengua inglesa de la Universidad de Oxford reza, en su segunda acepción del verbo to redact, “editar, hacerle cambios a un documento antes de ser publicado”. Ese es precisamente el sentido del título original de Redacted, último largometraje de Brian De Palma que mete el dedo en la llaga de los pecados de guerra, en aquellos hechos y actitudes que la opinión pública no debería conocer y mucho menos confirmar fehacientemente. Máxime si se desea mantener con vida aquel proverbio que afirma que la primera víctima en todo conflicto armado suele ser la verdad. Los distribuidores locales optaron por una gracia más sencilla: el nombre de la ciudad iraquí en cuyos suburbios transcurre la historia del film. Samarra comienza sus tensos noventa minutos con imágenes tomadas por un soldado con ínfulas de cineasta, situaciones triviales en el encierro del cuartel durante las horas de descanso. De allí en más, esa cámara cándida será el instrumento principal en un concierto de pequeñas y enormes atrocidades registradas y reproducidas por ése y otros tantos medios audiovisuales. Samarra no es ni intenta ser un documental, pero De Palma construye su ficción a partir de la emulación de registros alejados del imaginario del cine de Hollywood. La deliberada elección de un reparto de actores desconocidos corre en la misma dirección, anulando la posibilidad de la identificación de tal o cual rostro. A la visión de esa cámara hogareña se le irán sumando otras miradas: escenas de un documental francés, mucho más profesionales, sobre el puesto de control operado por ese mismo grupo de soldados norteamericanos; pequeños clips colgados en Internet por la guerrilla local –celebraciones de la violencia y el horror en nombre de Dios–, fragmentos de noticieros, mensajes grabados por las esposas de los soldados, imágenes de cámaras de seguridad y un largo etcétera. El resultado es un collage de vistas y sonidos que, sin embargo –fiel a la tradición clásica del realizador– termina conformando un relato lineal, distinguible, en el cual causas y efectos pueden absorberse fácilmente. Un patchwork infernal, pensado y ejecutado desde la bronca y el dolor, que no les quita el hombro a ciertos planteos narrativos algo manipuladores que, previsiblemente, corren incluso el riesgo de la sobresimplificación. El tedio del trabajo cotidiano en el checkpoint, con sus pequeñas miserias y las humillaciones sufridas por los ciudadanos iraquíes que sólo intentan circular de un lugar a otro de la ciudad, le cede el espacio a una confusión que termina en crimen: la muerte de una mujer que está por dar a luz y la de su hijo no nacido. De allí en más, Samarra plantea líneas divergentes a partir de las reacciones de los soldados, que van desde la justificación por las condiciones imperantes –los famosos daños colaterales– a la celebración lisa y llana, racista e intolerante, de la muerte ajena, pasando por el inicio de algo parecido a la toma de conciencia. El film tiene reservados varios horrores más, entre otros la violación seguida de muerte de una adolescente y el asesinato de toda su familia a manos de un par de soldados, todo ello registrado por la cámara oculta de un compañero. Violencia que convocará a otras violencias, venganzas sobre venganzas, en un círculo interminable de sangre, mutilación y muerte. Una muerte tan inevitable, parecen decir los acontecimientos, como esa que aparece bajo apariencia humana en el relato de Somerset Maugham que uno de los reclutas lee a cámara. Sin anestesia y sin censuras (de allí, nuevamente, el título original Redacted), el film se plantea como un despiertaconciencias. Un agitprop que, en más de un sentido, no es otra cosa que una relectura de Pecados de guerra, el largometraje dirigido por De Palma a fines de los años ’80, que tenía a la guerra de Vietnam como trasfondo de una historia de características y alcances similares. “¿Qué hacemos acá en Irak, si no nos quieren?”, se pregunta un joven profesional de las armas luego de la muerte del líder de la compañía. No hay respuesta posible a ese planteo; no una sencilla, al menos. En el empeñoso camino hacia la denuncia, con el recuerdo de Abu Ghraib todavía fresco, De Palma se ve ocasionalmente obligado a recurrir a la caricatura, en particular la de la dupla de soldados culpable del crimen, y a una acumulación de shocks diseñados para escandalizar. Son riesgos que el film toma, medios en pos de un fin que pueden ser discutidos, condonados o desdeñados. Antes de la secuencia de títulos de cierre, Samarra presenta un montaje de imágenes reales, un recordatorio de los efectos de la ocupación y la guerra en la población civil, particularmente las mujeres y los niños. Con la aplastante potencia de la verdad, esos planos fijos quizá sean más potentes que el resto del film, la imagen viva de la muerte más innecesaria.