Viaje a los pueblos fumigados (2018) comienza con una imagen acaso suficiente: una topadora avanza a través de un extenso y frondoso terreno y se lleva puesto todo lo que tiene a su alrededor. La máquina prepara la tierra, deshace espesuras, hace desaparecer su densidad originaria. Su presteza apabulla. Y así desmonta miles de hectáreas ocupadas por la producción intensiva de soja, la planta más influyente del país. En otro momento del film, otra imagen amplifica su sentido. Una avioneta sobrevuela un territorio y arroja de una sola pasada cantidades enormes de pesticida. La velocidad define el conjunto del proceso. Sembrar, fumigar, cosechar en el menor tiempo posible. La multiplicación formidable de la renta empresaria es el resultado y el fundamento. Una tercera imagen hacia el final del documental de Solanas termina de consumar la serie significante. En un acto político, una funcionaria del Estado anuncia con una sonrisa infantil y entre aplausos la adquisición de nueva maquinaria agrícola. La modernidad que asegura el progreso. Pero casi como un fantasma o como un moscardón inquieto, sobrevuela encima de ella otra avioneta, pero esta vez presumiblemente orientada a la publicidad –ese otro veneno-. La imagen conquista, sin proponérselo, la forma de una evidencia. La presencia de esa avioneta actúa por correspondencia y confirma la marca de una complicidad que es sobre todo política. Mostrar las consecuencias sociales del cultivo intensivo de soja transgénica con agrotóxicos es el propósito principal del documental de Pino Solanas. Como anuncia su título, se presenta desde el inicio como un viaje hacia aquellas regiones del país literalmente arrasadas por la ejecución del modelo agro-industrial inaugurado en la década del noventa y en beneficio de multinacionales, bancos y terratenientes. Solanas se va a acercar a los involucrados, a las víctimas expuestas a los desmontes y a los bombardeos indiscriminados de la fumigación, va a preguntar a quienes se tuvieron que ir, a quienes se quedaron y resisten como pueden y en soledad. La tristeza es la reacción unánime. La impotencia es manifiesta e indisimulable. Dividido en diez capítulos, y puntuado por la voz en off de Solanas, el documental expone el problema desde diferentes perspectivas. La descripción pormenorizada del modelo transgénico y sus secuelas: la usurpación del territorio de comunidades indígenas, la destrucción del suelo, las inundaciones, las migraciones rurales y la pérdida de trabajo, las enfermedades. El testimonio de una docente en una escuela rodeada de campos fumigados es prueba suficiente e irrefutable de la infamia. La película va a señalar la responsabilidad interesada de la ciencia y del Estado y el encubrimiento de los medios masivos de comunicación. A su vez, mostrará la existencia de pequeños pero obstinados espacios de resistencia, grupos que promueven formas alternativas de producción agropecuaria, el derecho de los pueblos a decidir sobre sus alimentos. El relato en off de Pino Solanas se volverá por momentos demasiado pedagógico y declarativo, en su afán de explicar justo aquello que observamos y escuchamos durante el transcurso de la película. Como si los testimonios y las imágenes no alcanzaran o fueran suficientes para afirmar su contundencia. De todas formas, Viaje a los pueblos fumigados cumple con eficacia el objeto de sus pretensiones: la denuncia simple y directa de un modelo de destrucción que sostiene el actual estado de las cosas. Eficacia que descansa fundamentalmente en una forma de realización documental si bien un tanto perimida, consolidada durante años. Efectivo entonces, ajustado trabajo de Solanas, aunque sin demasiados riesgos.
Infancia en movimiento El comienzo de The Florida Project (2017), la extraordinaria última película de Sean Baker (Four Letter Words, Take Out, Prince of Broadway, Starlet y Tangerine), revela con absoluta eficacia narrativa el fundamento de su historia. Y lo hace en tanto que, como todo comienzo, asume el gesto de una insinuación. Una niña y un niño esperan apoyados sobre una pared. El tiempo, en ese instante, les pertenece. Esperan en silencio y con cierta indolencia, casi al borde del aburrimiento, que algo suceda y puedan levantarse y ponerse por fin en movimiento. La precisión abierta del plano es notable porque consigue evidenciar sin señalamientos de ningún tipo la posición concreta que adquiere la expectativa infantil. La sensación que antecede a la inquietud. Un estado de gracia que no tardará en producirse, en el momento en que otro niño se acerque corriendo, entusiasmado por la posibilidad de compartir con ellos una nueva aventura. De inmediato se pondrán a correr los tres, embriagados de felicidad por la euforia que provoca el movimiento. La irrupción musical de “Celebration”, de Kool & The Gang, fortalece una secuencia que es perfecta. Porque lo que van a celebrar los niños durante el transcurso del film será precisamente eso: la energía vital de su movimiento permanente. La fuerza de su rebeldía. Moonee (Brooklynn Prince) es la protagonista. Una niña de seis años que vive con su joven madre en una pequeña habitación en “The Magic Castle” (El castillo Mágico), un motel barato situado al margen de Disney World, el mayor imperio de vacaciones pudientes . Al costado de la autopista que separa dos realidades antagónicas, Moonee comparte el tiempo libre con otros niños del mismo hotel y de otro albergue contiguo llamado con ostensible ironía “Tierra del futuro”, en donde se hospedan desocupados y trabajadores que viven con lo justo. A diferencia de lo que sucede del otro lado, el futuro de los personajes del film de Baker no es encantador, sino premonitorio. Y sin embargo, los niños que viven ahí, a fuerza de correrías, lograrán componer para sí su propio territorio mágico. Un plano inolvidable después de una lluvia intensa establecerá un momento visual único. Moonee y sus amigos no tienen otra cosa que hacer más que circular por el motel y sus alrededores. Vagabundean, se mueven y así revelan el espacio de representación en el cual se va a desarrollar la historia: un paseo por estacionamientos, autopistas, casas abandonadas, plazas humildes, modestos safaris, hoteles de bajo presupuesto en donde se llega sin dinero o por error. Negocios de un centro comercial bizarro situado al borde mismo del castillo gigante donde habita el ratón más conocido del mundo. La exploración formal del espacio es formidable. La geografía que muestra es la de un proyecto decadente y saturado por la sobrecarga de colores chillones, pero que la mirada infantil consigue descubrir en él una particular belleza. La presencia de los niños molestará a los mayores, en especial cuando se conviertan en testigos involuntarios de una golpiza o de un trabajo inclemente. Bobby (Willem Daffoe), el incansable y siempre bien predispuesto encargado del motel, los observará con preocupación, atento a sus movimientos les exigirá una y otra vez que paren con sus travesuras por momentos demasiado peligrosas para su seguridad. “Ustedes son aburridos”, le contestará en algún momento Moonee. El aburrimiento aparecerá determinado por la falta de movimiento que define al mundo adulto. La irreverencia asombrosa de Moone, su carácter desafiante hacia la autoridad, no ocultará del todo su inocencia. El film de Baker perseguirá en todo momento el punto de vista de los niños. La cámara se mantendrá mayormente en su campo visual. La actividad de los adultos permanecerá fuera de campo o ligeramente descubierta, a distancia y mediada por la perspectiva infante. La pelicula no se permitirá caer en el golpe bajo, ni en la caracterización estereotipada de sus personajes. Más bien lo contrario, se ocupará amorosamente de ellos, de sus impotencias, sus formas de afecto y resistencia. The Florida Project presenta a fin de cuentas un relato emocionante, capaz de reconocer la fuerza irrebatible de una infancia en movimiento, justo en aquellos parajes olvidados pero bien cerca de esa enorme comarca de diversiones de acceso restringido.
Lady Bird, juventud divino tesoro En una escena delirante y genial, casi al comienzo de Lady Bird (2017), la primera película en solitario de Greta Gerwig, Christine McPherson (Saoirse Ronan), la joven e irreverente protagonista –quien se inventa para sí un nombre, quien se hace llamar “Lady Bird”- discute rabiosamente con su madre mientras viajan juntas en un auto. Pelean acerca de su futuro próximo, sobre la universidad donde va a estudiar pronto, cuando termine el secundario religioso en donde estudia sin demasiado entusiasmo. En el fragor intenso de la discusión, cuando ya ninguna escuche a la otra, cada una enfrascada en sus propias palabras y argumentos, será ella, “Lady Bird”, la que decida terminar de una buena vez, abrir la puerta del auto en movimiento y tirarse. La escena es notable porque consigue concentrar en su brevedad el centro mismo del conflicto que la historia va a narrar con gracia y una especial sensibilidad. Al mismo tiempo, va a promover la caracterización perfecta de su personaje principal. La presentación efectiva de su irreverencia. “Lady Bird” es una adolescente alocada, soñadora y contestataria. Una muchacha independiente que busca desesperadamente la realización concreta de su independencia. Su deseo es por supuesto diferente al de su madre. Quiere rajar de su casa, abandonar una ciudad que odia e irse a estudiar a New York. Quiere conocer a otras personas -más interesantes, de acuerdo a sus expectativas -, descubrir otra realidad. Vive con su familia “del lado equivocado de las vías”, como expresará con ironía, pues pertenece a una clase media venida a menos, un sector social situado con frecuencia “en lista de espera”. Su padre está desempleado y deprimido. Es su madre quien administra la organización familiar. Una mujer rígida y sobreprotectora, atenta al comportamiento de su hija, a la que intentará convencer del carácter inoportuno de su deseo y que limitará su discurso a las posibilidades que promueve el orden de lo admisible, a lo que su condición económica permite. La relación entre madre e hija, afectuosa pero intensa, fuertemente conflictiva, determinará el fundamento simbólico del relato. El primer plano de la película estará orientado a señalarlo. Lady Bird se propone contar con perspicacia y humor, sin forzar ni subrayar situaciones dramáticas, el espinoso transcurrir de un aprendizaje: las continuas broncas con su madre, sus primeros escarceos amorosos, sus pequeñas frustraciones, el desarrollo incipiente de su sexualidad. Junto a su mejor amiga conformarán una simpática dupla de perdedoras que asumen con perseverancia sus sueños vulgares: el primer encuentro romántico, el vestido de baile de la graduación, la fantasía de vivir en una mansión. La trivialidad será por esta vez encantadora. La película no caerá en ningún momento en la tentación del estereotipo ni en su correspondiente sentimentalidad socarrona. A pesar de lo que digan sobre ella y sus habilidades, “Lady Bird” intentará acceder a universidades más exigentes y prestigiosas, fuera de su alcance pero no de sus ambiciones. Uno de los mayores méritos del film de Gerwig será su preocupación constante por el devenir de su protagonista y de quienes la rodean, su cuidado interés en el desarrollo de sus deseos, sus conflictos y contradicciones. Nominada, entre otras cosas, a mejor película en los próximos premios de la Academia, Lady Bird presenta una historia sencilla pero emocionante sobre el fin de la adolescencia,sobre el anárquico despegue iniciático en tránsito hacia la composición de una identidad en movimiento. Un recorrido que implica siempre una despedida, pero que también es capaz de suscitar a la distancia la oportunidad de un reconocimiento. La afirmación de un origen a partir del cual poder pisar con un poco más de seguridad el territorio de lo desconocido.
La forma del agua (2017), la nueva película del director mexicano Guillermo del Toro (El espinazo del diablo, El laberinto del Fauno, La cumbre escarlata), presenta desde el arranque una disposición fantástica que no solo determinará la historia que se propone contar –"una historia de amor y pérdida", como advierte en voz en off uno de los personajes, en fiel reconocimiento a un tipo específico de fábula romántica- sino también, y antes que nada, la forma de su representación. Durante la década del sesenta, en un pequeño departamento en Baltimore, una mujer duerme y sueña que duerme. Esto es: la manifestación concreta de un ensueño. Pero con una variante decisiva, pues define así, a partir de la revelación inconsciente, la orientación de un deseo muy particular. La mujer sueña que duerme en el mismo departamento en el que se encuentra, pero sumergido en el agua, entre la distribución flotante del mobiliario dispuesto en su hogar. Un deseo acuático que la mujer, ya despierta, se ocupará de satisfacer a diario. Su nombre es Elisa Espósito (Sally Hawkins), una joven que padece la imposibilidad de hablar. Solitaria y soñadora, no será difícil percibir su gracia y encanto. Una caracterización que el film no tardará en acentuar, quizás con demasiado énfasis. El acercamiento a su cotidianidad estará escoltado, como una sombra que insiste en señalar, por una banda sonora siempre redundante. Elisa tiene como únicos amigos a Giles (Richard Jenkins), un artista gay que sufre el rechazo de una sociedad conservadora, y a Zelda (Octavia Spencer), su locuaz compañera de trabajo, una mujer negra que se dedica a llenar mediante continuas quejas conyugales el vacío de silencio de su amiga. Juntas trabajan como personal de limpieza en un laboratorio fuertemente custodiado por el Estado, en tiempos de Guerra Fría, cuando la disputa geopolítica se dirimía también y sobre todo en el territorio de la ciencia. Una noche trasladan al laboratorio a un nuevo “activo” (Doug Jones), una suerte de anfibio inteligente, capturado en Sudamérica por el coronel Richard Strickland (Michael Shannon), policía racista, machista y torturador, garante del reservorio moral de Estados Unidos. Todo eso y más. Elisa descubrirá a la criatura. Su curiosidad se transformará rápidamente en atracción. La película se permitirá, en este sentido, incluir breves escenas de un cuidado erotismo. Decisión audaz, en especial si se tiene en cuenta que el film se presenta en todo momento como una historia de fantasía, como un cuento de hadas moderno. Audacia que no tendrá en otros aspectos. Elisa buscará salvar al anfibio. Contará con la solidaridad de sus amigos y con la del científico Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg), arquetipo del buen hombre con principios éticos irrenunciables. La exposición de las intenciones políticamente correctísimas que ostenta la película será evidente. Se podrán ver y escuchar casi todas las demandas actuales de la agenda progresista norteamericana, casi amontonadas y con sus respectivoslímites ideológicos -pareciera no ser casual su condición “favorita” en la próxima entrega de los premios de la Academia-. En un momento inesperado, surgirá la posibilidad de trascender uno de esos límites. Cierto comentario ramplón relacionado con la virilidad del anfibio la echará a perder. Sin embargo, el principal problema de La forma del agua es de otro orden, fundamentalmente narrativo. Un desarrollo de la historia previsible y esquemático.Acaso demasiado pronto, la película ingresará en una meseta capaz de provocar en el espectador el deseo de un desenlace que nunca llega. Y así quedará muy lejos de algún tipo de emoción acerca del amor por el cual pelean los protagonistas.
Una experiencia sensible Sinfonía para Ana , primer largometraje de los documentalistas Ernesto Ardito y Virna Molina -basada en la novela homónima de Gaby Meik -, exhibe desde el comienzo y con absoluta claridad el fundamento de sus pretensiones: la recuperación sensible de una experiencia decisiva. No cualquier experiencia, sino la que vivió una joven estudiante del Colegio Nacional Buenos Aires durante los años previos al Golpe Cívico Militar de 1976. “Nos quieren hacer creer que esto nunca existió. Pero es mentira. Fue lo mejor que viví. Me desespera cuando se me borra un rostro, un momento, un gesto. Porque es como matarlos. Mi único refugio son los recuerdos”, expresa con tristeza la voz –en off- de Ana (Isadora Ardito), la protagonista de la historia, mientras se observa una cinta de grabación en funcionamiento que comienza a quemarse, como así también ciertas cartas de amor, fotos y otros signos de inmediato reconocibles de un período y una identificación política determinada (un ejemplar de “El descamisado”, un libro de J. W Cooke, etc.). La propuesta del film de Ardito y Molina no esconde demasiados secretos: contar esos recuerdos y exorcizar el olvido. El relato que inaugura la voz de Ana se traslada a comienzos de los años 70, cuando ella y su amiga Isa (Rocío Palacín), con tan solo quince años, descubren en simultáneo las vicisitudes de un doble viaje iniciático: el amor adolescente y la práctica política. Los primeros escarceos amorosos, la novedosa participación en asambleas encabezadas por estudiantes comprometidos, la feroz avanzada represiva, el trágico desenlace. Así entonces: enamorarse y discutir política. La narración, alternada con algunas imágenes de archivo (Plaza de Mayo en el regreso de Perón, el asesinato de Mugica, la muerte del General, etc.) y la realización efectiva del falso archivo (por ejemplo, cuando Ana e Isa formalizan su bautismo político en la Plaza de Mayo), buscará afirmar todo el tiempo esa vinculación. Ana comienza a militar en la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) y, paralelamente, se enamora de Lito, que milita en el PCR (Partido Comunista Revolucionario). La diferencia partidaria provocará un conflicto que atentará contra el encuentro afectivo. A partir de una precisa reconstrucción de época (no solo el vestuario y el mobiliario, sino también una eficiente circulación de aquellas marcas reconocibles de la época, desde Cortázar hasta Sui Generis y Spinetta) y, especialmente, mediante un ostensible amor por cada uno de sus jóvenes personajes, la película logrará conquistar escenas de gran emoción. El problema que plantea Sinfonía para Ana –y que plantean a fin de cuentas la mayor parte de las películas que trabajan en el mismo período- podría ser el siguiente: cómo narrar sin caer en una declamación estereotipada de los acontecimientos –de las experiencias de vida- que marcaron a fuego a muchos militantes de base en la previa y durante la última dictadura. Como si por momentos a la película le costara apartarse del continuum significante establecido para ficciones de este tipo. La presencia constante de una banda sonora empalagosa y solemne terminará por afectar al conjunto de la narración. En su afán por evidenciar el idealismo romántico de los estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires desaparecidos por el terrorismo de Estado –gesto que en definitiva no hace otra cosa que vaciar de sentido la fuerza de sus convicciones, la magnitud compleja de su rebelión-, la película decide dejar de lado la oportunidad de suscitar nuevas preguntas sobre una etapa fundamental de la historia argentina. Acaso porque sea otro su interés: manifestar la marcada sensibilidad de jóvenes soñadores.
El nuevo film de Denis Villeneuve se suma a la secuela de clásicos, uno de los actuales horizontes creativos de la corporación Hollywood En 1982, el director británico Ridley Scott, quien hasta ese momento había dirigido dos films notables (Los duelistas, 1977 y Alien, el octavo pasajero, 1979) filmó una película que con el tiempo se convirtió en un clásico indiscutible. Una película de culto con seguidores fieles y apasionados. Blade Runner, basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de Philip K. Dick, exhibía desde el comienzo una puesta en escena formidable, excepcionalmente creativa. El despliegue de una gran cantidad de estímulos visuales buscaba representar un futuro próximo hacia el cual parecían estar condenados los seres humanos, atrincherados en un territorio oscuro, lluvioso y saturado de personas y marcas publicitarias. Entre muchas otras cosas, el film de Scott revelaba, a partir de una estética y una narración que fusionaba con enorme eficacia la ciencia ficción y el policial negro, la soledad de los habitantes de Los Ángeles en 2019, una ciudad en ruinas y gobernada por una corporación alucinada y sin escrúpulos. El relato de los replicantes perseguidos que luchaban por su libertad poseía además un encanto especial: una historia de amor entre una androide y su perseguidor. Se ha escrito mucho sobre Blade Runner. Y sin embargo, se puede volver a ver la película y analizarla desde una nueva perspectiva. Un film clásico revelaría justamente eso: la imposibilidad de definirlo –y contemplarlo- en toda su dimensión. Treinta y cinco años después se estrena Blade Runner 2049 (2017), de Denis Villeneuve (Prisioneros, Sicario, La llegada), producida por el propio Ridley Scott y coescrita por Hampton Fancher, guionista de la primera. Esperada secuela sobre todo por un tiempo en donde la práctica de retomar clásicos del pasado marca el horizonte creativo de la Corporación Hollywood. La enorme expectativa que generó el anuncio de su lanzamiento podría corresponder al mismo tiempo con cierta desconfianza provocada a partir del riesgo que implica meterse con un film de las características recién mencionadas. Riesgo que señalaría en principio un problema, al menos una serie de preguntas: ¿cómo filmar la continuación de un clásico, la prolongación de una película de culto? ¿Hacia dónde dirigir la mirada, la puesta en escena, una nueva –o no- escritura cinematográfica? La primera escena del film de Villeneuve presenta una certeza inocultable que terminará por avasallar formal y narrativamente el resto de la película: su vasto presupuesto –la película costó una considerable cantidad de dinero: doscientos millones de dólares- estará orientado fundamentalmente a desplegar un diseño visual si bien sorprendente, asimismo un tanto presuntuoso, que reproducirá sin demasiados hallazgos el espacio de representación de la tercera película de Scott. Treinta años después de esa película, la historia es ligeramente otra: la Corporación Tyrell ha quebrado, un poderoso industrial llamado Wallace (Jared Leto) adquiere sus restos y expande su imperio por todo el planeta y también por las colonias espaciales a su alrededor. Wallace, ciego y de una exacerbada demencia que irrita, configura nuevos modelos de replicantes para ponerlos a trabajar como esclavos: los Nexus 8, más perfectos y precisos que los anteriores. El protagonista será esta vez el agente K (Ryan Gosling), un taciturno blade runner que recibe órdenes de la Jefe del Departamento de Policía de Los Ángeles (Robin Wright) para buscar y eliminar a peligrosos replicantes primitivos. Después de un primer enfrentamiento con un androide, el agente K descubrirá la existencia de una identidad desaparecida en situación extraña cuya supervivencia podría poner en riesgo la continuidad del régimen. El secreto se convertirá en una revelación fundamental para el agente, que lo obligará a revisar sus recuerdos -presuntamente implantados- y a tomar conciencia de su propio pasado. El film de Villeneuve remarcará con demasiado énfasis la precariedad existencial de su protagonista, rodeado de diversos atractivos electrónicos que constituyen una vida indiferente y montada como un mero simulacro. Triste y solitario, el agente K compensará su soledad con la proyección visual de una mujer, quien desde un simple dispositivo expresará básicamente lo que su dueño desea escuchar. Tal vez se encuentre allí uno de los principales problemas de la película: su disposición a subrayar los elementos narrativos que el film de Scott tan solo sugería a partir del devenir dramático de sus personajes. Y subrayar no es otra cosa que perder el tiempo –mucho tiempo, casi tres cuartas partes de una película que se hace larguísima- en establecer las penosas condiciones de existencia en un mundo gobernado por una corporación desquiciada. Mucho tiempo en señalar aquello que el espectador sería capaz de detectar de inmediato, sin demasiado prolegómeno. La pregunta sobre el fundamento que determina al ser humano sobrevuela el film de Villeneuve como un loop descompuesto. En definitiva, pérdida de tiempo que provocará la invasión de un registro demasiado serio de sus buenas intenciones que inundará de solemnidad al conjunto de la película. La aparición irreverente, pero también un tanto patética, de Deckard (Harrison Ford), protagonista insigne de la película de Scott, no hará sino evidenciar las dificultades de un film que no podrá despegarse en ningún momento de la frialdad de su magnificencia y que no podrá en consecuencia recorrer un camino propio capaz de conmovernos de algún modo.
La intimidad del deseo Después de nueve años se estrena una nueva película de una de las directoras más importantes del cine de nuestro tiempo: Zama (2017) de Lucrecia Martel, basada en la novela homónima de Antonio Di Benedetto. Apenas empezó a circular el rumor de que la directora de La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008) estaba trabajando en una versión cinematográfica de la primera novela del escritor mendocino, la ansiedad se apoderó no solo de los fieles seguidores de Martel, sino también de la comunidad literaria que conserva una fervorosa y secreta fascinación por la novela emblemática de Di Benedetto, hasta hace poco tiempo relegado al panteón de los escritores olvidados -recién a fines del siglo pasado comenzó un tímido proceso de revalorización crítica y editorial de su obra, con gestos importantes pero todavía insuficientes-. Si hay algo de inmediato reconocible en Di Benedetto y en Martel es la disposición, cada uno a partir de su propio lenguaje expresivo –aun cuando en ambos casos los límites de su autonomía estética permanezcan imprecisos-, a crear un universo ficcional muy particular, extraño, en donde el lector y el espectador no pueden más que introducirse gradualmente, encantados ante lo que tienen ante sí. Palabras, imágenes y sonidos configuran en Di Benedetto y en Martel una tríada significante que promueve la proyección de una experiencia inconmensurable, más allá de la historia narrada. Más allá o en absoluta correspondencia. Mucho se ha dicho acerca del carácter "infilmable" de Zama. Todo trabajo de transposición de una obra literaria al cine conlleva a priori una discusión acerca de posibilidades, imposibilidades, fidelidades y traiciones. Sin embargo, invocar el carácter “infilmable” de determinados textos revelaría una forma –un tanto perezosa –de pensar el proceso en su conjunto, cuando el cine tan solo funcionaría como un simple medio para ilustrar una historia previa. Decisión que implicaría la muerte del cine y sus posibilidades creativas. Si el cine se propone producir una versión particular de la obra en la que tan solo se asienta en primera instancia, ningún texto debería considerarse imposible de filmar. Pero la transposición si presenta un riesgo, inevitable, más evidente cuando el libro detenta mayor grado de complejidad en su composición formal y narrativa. El nivel de fidelidad o traición no debería definir la eficacia del film. Su potencialidad acaso tenga más que ver con aquello que puede hacerse –o no- con el texto precedente. El ingenio o la disposición creadora del/a director/a tal vez sea lo que mejor impulse la conquista de un nuevo sentido y una nueva experiencia, esta vez cinematográfica. La fidelidad, en definitiva, con el propio estilo, con la propia búsqueda artística. En este sentido, Lucrecia Martel vuelve a confirmar su talento, su enorme poder de imaginación para filmar un texto que exhibe desde el comienzo un estilo excepcional –en tanto que único-, a partir del cual emerge el discurso íntimo de un hombre cuyo conflicto está situado fundamentalmente en el orden de la subjetividad. Si bien Martel recurre a los principales episodios que puntean la acción dramática de la novela de Di Benedetto, su película ofrece una asombrosa composición visual y sonora que promueve una versión fascinante de la historia de Diego De Zama, el desdichado asesor letrado de una remota colonia americana de fines del siglo XVIII –presuntamente cerca de Asunción del Paraguay, una polifonía de distintas lenguas infiere un territorio nunca mencionado-, que espera un traslado a la metrópoli -o, al menos, a alguna ciudad de mayor prestigio- que nunca llega. Un ascenso continuamente prometido pero postergado ad infinitum que definirá la paulatina e irremediable degradación física y psíquica del protagonista. El deseo de un viaje es lo que moviliza a Zama. Pero un viaje que revelará, desde el comienzo, otro perfil, acaso más secreto y contradictorio, ostensible incluso en su propio cuerpo. La primera escena es, por tal motivo, notable. Zama (una magistral interpretación de Daniel Giménez Cacho) contempla, en la orilla de un río, el horizonte. La orilla delimita espacialmente la existencia de una realidad escindida. La posición del cuerpo de Zama aparece definida por una tensión imperceptible. Un leve arqueo de su cadera desmiente la presunta firmeza a partir de la cual se asienta -él y su deseo-. Zama observa el horizonte, que no es otro sino su destino, contraído. Como si secretamente luchara por permanecer allí, a la espera de buenas noticias sobre el ascenso pendiente. Incómoda, forzada, su posición es la de alguien que no anuncia actuación firme. La de un hombre que no se resigna y que permanece en pie, en lenta declinación, a la expectativa. La posición manifiesta de una pose. O la permanencia de una impostura. Casi como la estatua de un prócer menesteroso que espera noticias de la providencia. La atención de Zama se verá interrumpida por el vocerío de un grupo de mujeres desnudas. Hacia ellas se dirigirá su mirada deseante. Escondido entre plantas y arbustos, espiará sus cuerpos. El film de Martel colocará en primer plano la mirada huidiza del protagonista, su disimulada vigilia, sus ojos que miran y que no, en culposo vaivén. Una mirada que simula y que ofrece la caracterización precisa del personaje: Zama espera noticias de su mujer e hijos, del traslado que no se concreta, pero se distrae infructuosamente con el objeto de sus deseos ocultos. En una escena formidable por la condensación simbólica de un estado anímico -la puesta en escena de Martel será perfecta en ese sentido-, un primer plano muestra el rostro acalorado de Zama. Mientras en off recita una carta a su esposa, por debajo irrumpen manos femeninas que comienzan a desvestirlo y, mediante un baño frío, apaciguan su calentura. Esquiva y solapada, como la mirada del protagonista, es la imagen que concibe la cámara. No todo en el film de Martel estará expuesto en su totalidad. Mucho de lo que contemple Zama permanecerá fuera de campo, a oscuras. En algunas escenas, el pasaje –incierto- del orden de lo real al orden de los sueños se tornará visible a través de leves interferencias que proyectarán la visión dislocada de una conciencia atormentada. La presencia especular y fantasmática de mujeres indefinidas. En ciertas instancias, el letargo asaltará el sonido. La percepción de Zama se clausurará en esos momentos, enrarecida, abandonada sobre sí misma. La búsqueda de mujer -la búsqueda de una mirada femenina que lo asista- definirá los pasos de ese otro viaje que intenta consumar Zama. No de cualquier mujer. Como un intento de sublimación erótica de sus pretensiones, posará sus ojos exclusivamente sobre mujeres blancas y españolas, capaces de ofrecerle aquello que por ser americano no tiene. El protagonista se sentirá atraído por los encantos de Luciana (Lola Dueñas), la esposa del ministro de hacienda, con quién mantendrá breves escarceos románticos, diálogos picantes que tan solo servirán para demorar la efectiva realización del encuentro sexual. A partir de un tono ligero y zumbón Martel expondrá el carácter absurdo de sus desdichas amorosas, la imposibilidad de encauzar su deseo, las ínfulas de una identidad menospreciada. La paulatina decadencia del protagonista evidenciará el paso del tiempo. El derrotero de Zama terminará por conducirlo a la expedición de un grupo del ejército, comandado por el capitán Parrilla (Rafael Spregelburd), en busca del temido bandido Vicuña Porto, figura omnipresente durante el transcurso de la historia. Zama penetrará en tierra de indios, como último paso en su carrera hacia el total despojamiento, como posibilidad última de redención. La última parte de la película es alucinante. En algún momento del film, un tal Manuel Fernández, escriba de Zama, expondrá, después de ser descubierto por escribir ficción durante el trabajo, el fundamento de su producción artística: la ausencia de un amo que gobierne su escritura. Una expresión decisiva que bien podría definir el trabajo de Lucrecia Martel, quien filma, con absoluta prescindencia de cualquier mandato que pre-escriba su forma de hacer cine, nada más ni nada menos que una obra inconmensurable. Su tan esperada obra maestra.
Política y poder La filmografía de Santiago Mitre exhibe con determinación el fundamento que define y sustenta dramáticamente su proyecto cinematográfico. Es manifiesta su búsqueda por filmar, a partir de distintas historias y contextos, variantes polémicas de un tándem complejo y contradictorio: la práctica política y el poder. Si en su primer largometraje en solitario (El estudiante, 2011), un joven recién llegado del interior del país ingresaba a la Facultad de Ciencias Sociales y descubría los pliegues sombríos de la política universitaria, en La cordillera (2017), su flamante nueva película -escrita a dúo con Mariano Llinás-, el recién llegado será ni más ni menos que el presidente de la Nación. El comienzo del film de Mitre, como una marca concreta de su estilo, se concentrará en establecer brevemente las coordenadas espaciales y simbólicas del universo que se propone abordar y que ostenta, tal como lo hacía la universidad en su ópera prima, sus reglas de funcionamiento. Todavía es de noche, un vehículo intenta ingresar en la Casa Rosada. Ciertos obstáculos burocráticos retrasan el ingreso de un trabajador que debe reparar una falla eléctrica. El recorrido por el interior del edificio permitirá la observación sucinta de su dinámica. La cámara avanzará furtivamente hasta desembocar en el escritorio presidencial. La secuencia inaugural funcionará, a su vez, como alegoría de la entrada de Hernán Blanco (en una estupenda interpretación de Ricardo Darín) a la Casa Rosada, presentado ante la opinión pública durante la campaña como un hombre común–un “hombre invisible”, para la prensa- que accede a un espacio restringido. Escoltado por Luisa, su asistente fiel (Érica Rivas), y por Mariano Castex (Gerardo Romano), su jefe de gabinete y principal asesor político, Blanco deberá viajar a Chile para participar de una Cumbre de presidentes sudamericanos, en donde se discutirá la posibilidad de concretar una alianza estratégica para lograr la independencia petrolera de la región. Una oportunidad para un presidente cuya legitimidad, a poco de haber asumido, parece estar en duda. Todas las miradas del mundo estarán puestas en él. En un gran hotel entre las cordilleras nevadas de Los Andes -un paisaje que Mitre trabajará a la perfección-, Blanco tendrá que afrontar no solo una serie de intensas negociaciones de orden geopolítico con los mandatarios de los otros países involucrados, sino que también tendrá que sobrellevar una denuncia de corrupción realizada por el marido de su propia hija (Dolores Fonzi), quién viajará a Chile a pedido de su padre. El comportamiento extraño de su hija, presa de un ataque de angustia, provocará, como la manifestación reveladora de un trauma, la emergencia de un secreto del pasado político del presidente. La cordillera cruzará, a partir de una magnífica disposición narrativa, intrigas de orden político con aquellas privadas del orden familiar. Un cruce dramático que sustentarán notables escenas de suspenso y que incluirá una insospechada incursión fantástica. Incursión que tendrá a la hipnosis terapéutica como una posibilidad inaudita capaz de convertir una realidad alternativa –una ficción- en una verdad. Al igual que en sus películas anteriores, Mitre ofrecerá formidables escenas en donde la discusión política y su proyección filosófica subyacentese hallarán en primer plano. Una reconocida periodista española estará a cargo de entrevistar al presidente en varias oportunidades para indagar sobre una posición política e ideológica que permanecerá hasta el final en silencio, como un enigma. La cordillera intentará descorrer el velo que esconde la intimidad opaca de una práctica política dominante en la esfera más alta de poder. Una práctica excenta de convicciones –las convicciones en el cine de Mitre están en otro lado, en otras personas-, definida a partir de su propensión a la negociación permanente y que tiene a la violencia como su principal y secreta fuerza fundante.
La novela del fútbol En una escena de El fútbol o yo (2017), la nueva comedia romántica de Marcos Carnevale (Elsa y Fred, Corazón de león, Inseparables), aparecerá por un breve instante el Tano Pasman, un tristemente célebre hincha de River, conocido por su irascible reacción frente a un televisor durante el partido en el cual su equipo se fue al descenso hace algunos años. La enorme popularidad que en su momento conquistó ese hombre se debió fundamentalmente a que su actitud reflejaba a la perfección una conducta legitimada por la cultura vernácula. Su festiva repercusión demostraba cómo la pasión por el fútbol de los argentinos admite el comportamiento exacerbado, irrazonable y absurdo de un hombre fuera de sí que grita durante un par horas frente a una pantalla. Será precisamente ese “fuera de sí” lo que el director va a intentar representar en una película que exhibirá los mismos problemas que su protagonista. Desproporcionada, casi como una adicción irrecuperable, es la pasión por el fútbol que detenta Pedro Pintos (Adrián Suar). Su dependencia respecto de ese deporte es extrema. No solo sigue con desesperación a su propio equipo, sino que también no puede dejar de ver todos los partidos que transmiten por televisión, incluso aquellos que no tienen relación directa con su identificación futbolística. Pintos no puede evitar el despliegue incesante de su comportamiento compulsivo. Un desequilibrio que será expuesto desde la primera escena, cuando veamos al protagonista correr de una cancha a la otra para poder presenciar varios partidos de forma simultánea. Mediante la multiplicación de escenas invariables en su disposición narrativa y ejecución formal –durante un entierro, durante un almuerzo familiar, durante un corte de luz, durante una reunión laboral, etc.-, el film de Carnevale mostrará cómo su protagonista comienza a tener problemas en su vida privada, especialmente con Violeta (Julieta Diaz), su mujer de hace veinte años, quien le pedirá una y otra vez que se conecte con su realidad, con su trabajo, con su familia, con ella. Pintos tiene como grupo de pertenencia afectiva a un par de amigos fieles –“los muchachos”- que lo acompañarán, con diferentes niveles de adhesión, en su fanatismo, y como circunstancial adversario a un vecino que intentará conquistar a su mujer. Un intelectual que será identificado por el protagonista como un puto, ajeno a la pasión del macho argentino promedio. El tono bromista del film de Carnevale ostentará sin tapujos un discurso bravucón, chabacano y machista. El lugar reservado a las mujeres alternará entre el hogar familiar y los locales de ropa donde podrán enloquecer por su propia pasión consumista y discutir acerca de cómo lograr la atención de sus maridos. La convención será en esta película una norma indiscutible. El deseo de la mujer no será otro que el de ser feliz. El trazo grueso, el estereotipo y la sobreactuación determinarán los pasos de una historia previsible y que agotará demasiado pronto sus fórmulas y giros dramáticos. Todo se sabe y se sabrá desde el primer minuto. El enojo de ella y el comportamiento burlón de él se repetirán, incansables, hasta el cansancio. Su puesta en escena estará gobernada por el régimen visual televisivo, con el desarrollo meloso y trivial de una telenovela de canal 13 o una propaganda de Quilmes con todos sus vicios. Abundarán los gestos cancheros de Suar y el humor vencido hace ya mucho tiempo de Alfredo Casero. El fútbol o yo -escrita a dúo con Suar- expondrá rápidamente sus convicciones sobre cómo trabajar, desde una producción de alcance masivo, lo popular. A partir de un despliegue inagotable de lugares comunes no perseguirá otra cosa más que bromear con frivolidad acerca de los rasgos fundantes de una pasión fundamental en la construcción y consolidación de la identidad argentina. Una exhibición populista y demagógica, casi tan insoportable como los gritos de aquel rubio relator de fútbol que supimos conseguir para la televisión y que también tendremos que escuchar en el film de Carnevale.
Un ejército dispuesto a todo El planeta de los simios: la guerra (2017), tercera -¿y última?- entrega de la trilogía que consiguió restituir el interés popular por la fascinante historia de ciencia ficción inaugurada hace ya muchísimos años, y que tiene como protagonistas estelares a sensibles y perspicaces primates, conseguirá mediante la dirección de Matt Reeves –quien ya había dirigido la segunda parte- atrapar con destreza visual y narrativa la atención afectiva del espectador. Y lo hará desde el principio. En la primera secuencia del film, una facción del ejército norteamericano penetra en un bosque. El miedo de los soldados es manifiesto. Su temeroso avance sobre tierra desconocida sugiere su desprotección y destino próximo. Ciertas insignias de la indumentaria militar revelarán de inmediato los motivos de su excursión invasora: buscan el refugio donde se esconden los simios a los que quieren exterminar. La representación del enfrentamiento será cinematográficamente extraordinaria. La operación militar fracasará ante la férrea resistencia de los simios. Caesar (un excepcional Andy Serkis), líder de los primates, enviará una propuesta concreta para frenar la contienda bélica: lo único que desean es vivir pacíficamente en el bosque. Sin embargo, un comando especial encabezado por el temible Coronel (Woody Harrelson) –casi una caricatura de Kurtz, el coronel de Apocalipsis now de F. F. Coppola- realizará un nuevo ataque, pero esta vez dirigido especialmente a la familia del líder simio. La funesta agresión no hará más que reafirmar el conflicto. Junto al orangután Maurice, el chimpancé Rocket y el gorila Luca, Caesar emprenderá una travesía a caballo, armado de una simple escopeta, para vengarse y terminar con la matanza de un pueblo organizado bajo una consigna singular: “Simios juntos, fuertes”. El film se convertirá a partir de entonces en un western notable. La marcha hacia el centro de operaciones enemigo, a través de distintos paisajes, tiroteos y persecuciones, se constituirá en uno de los mejores momentos de la película. Caesar y sus fieles compañeros se encontrarán, en primer lugar, con una extraña niña que ha perdido el habla. Entre sí establecerán una relación afectiva que proyectará la única posibilidad para una nueva convivencia -pacífica- entre ambas especies. Durante el recorrido se toparán también con un miedoso y simpático simio que los ayudará en su cometido. Una particularidad del film de Reeves residirá precisamente en su capacidad para alternar acciones de violencia con otras que logran suscitar, incluso mediante el humor, profunda emoción. El trayecto desembocará en un tormentoso campo de concentración entre montañas de nieve, en donde el Coronel mantendrá cautivos a los simios para la realización de un muro de defensa estratégica, pues otra parte del mismo ejército intentará derrocarlo. El comienzo de una gran guerra entre facciones se aproxima, las tropas exhibirán su poder de fuego bajo el fondo sonoro del himno nacional estadounidense. A partir de un despliegue notable de efectos visuales, desde el movimiento fascinante de los monos hasta el desarrollo de los acontecimientos bélicos, en ningún momento exhibidos como mero artificio, sino más bien ajustados al proceder dramático de la historia, El planeta de los simios: la guerra presentará fundamentalmente una mirada desesperanzadora y apocalíptica sobre el futuro de la raza humana, fatalmente subordinado a la carrera enloquecida de un ejército dispuesto a todo.