Un exabrupto legendario Visto fríamente, no parece Tarantino. ¿Una película que prácticamente carece de saltos temporales, que no va pa'delante ni pa'trás en ningún momento? (bueno, hay algunos flashbacks, pero de tan cortos ni cuentan), ¿dónde está la multiplicidad de historias?, ¿y los largos diálogos, esos que tantas veces hicieron que nos moviéramos inquietos en los asientos?, ¿y las pistolas entrecruzadas?, ¿y la toma subjetiva desde la valija del auto? ... bueno, es un spaghetti western... Y cierto es que el buen hombre decidió seguir las reglas del género y abordarlo con el clasicismo que requiere, con la linealidad que amerita, el ritmo parejo, los semblantes desagradables, el gusto a polvo y mugre, el saloon desvencijado, la cerveza caliente y la ausencia de moral que allí imperaba -los buenos solían ser detestables y los villanos francamente abominables- y con toda esa desquiciada brutalidad que supo caracterizar a los más sucios westerns de Leone, Corbucci y Peckinpah. Pero no conviene engañarse, la mano de Tarantino demora poco en aparecer. Está en una llana historia de venganza, en infiltramientos varios, en la toma de confianza y la posterior traición, está en el humor más absurdo y desconcertante, en la sangre saliendo a borbotones, en los muertos que caen por docenas, en las inversiones en los roles de poder por las que los victimarios pasan a ser víctimas y viceversa, está en personajes de la talla del Dr. King Shultz y Calvin Candie (Christoph Waltz y Leonardo Di Caprio respectivamente, ambos inmensos, y quienes despliegan el auténtico duelo mano a mano de la película), está en una desconcertante escena que involucra a una sierra y una calavera, en la tensión que aumenta in crescendo hasta niveles impensables, en una banda sonora poderosa y adictiva, recuperada del más íntimo cajón de los recuerdos. También debe decirse que quizá sea la película más imperfecta del director, que el protagonista (Jamie Foxx) queda muy pequeño en relación a su compañero de andanzas Shultz -y que, por tanto, los últimos veinte minutos de película sean los menos interesantes-, que haya huecos de guión difíciles de aceptar -como cuando Django convence a sus captores de que lo suelten, por nombrar el más manifiesto-, y que seguramente hayan quedado varias cosas fuera en la sala de montaje, como qué cuernos pasó con la mujer del hacha y el pañuelo rojo, una de las villanas más llamativas y tarantinescas del cuadro. Y Django sin cadenas habla sobre la historia de su país, y lo hace con justicia. A pesar de que las "luchas mandingo" -peleas en que los esclavos se masacran a puño limpio- no existieron verdaderamente, a pesar de que toda esta película sea un gran entretenimiento y un exabrupto legendario, Tarantino se las ingenia para demostrar los horrores del esclavismo en su mayor dimensión. Difícilmente otro cineasta haya sido tan elocuente respecto a tan terrible período histórico, mostrando hasta qué punto un patrón tenía el absoluto control sobre el cuerpo y el alma de sus esclavos, al extremo de poder hacerlos morir por él, torturarlos o violarlos cuando así se le antojara. Cuando cerca del final los villanos deciden que es mejor no castrar a Django porque ponerlo a trabajar en las minas va a ser una tortura mucho peor, comprendemos el infierno vital de los trabajos forzados como nunca antes. Tarantino nos enseña eso: por haberlo hecho y por mostrar a sus personajes negros sin hipocresía ni condescendencia -como a cualquier blanco-, Spike Lee debería estarle agradecido. Publicado en Roumovie el 17/1/2013
Antiespectáculo Lo que engaña y vende de esta película es el elenco: Sean Penn como jefe mafioso, Josh Brolin y Ryan Gosling como los duros protagonistas, Emma Stone como la femme fatale (esas eran las de antes) y Nick Nolte como jefe de operaciones especiales. Todos intérpretes de buena presencia y carisma, y gran desenvoltura frente a cámaras. Pero es lo único que hay aquí, y ni ellos ni el mejor elenco de actores del mundo podría haber salvado un guión tan lamentable ni una película así de intrascendente. Supuestamente la historia está basada en hechos reales: la avanzada del criminal exboxeador Mickey Cohen y sus intenciones de hacerse del control de la ciudad. Cohen echó a la mismísima maffia de Los Ángeles, pero fue detenido a tiempo ya que la policía se puso las pilas y armó un pequeño equipo parapolicial con el objeto de frenarlo a él y sus actividades ilícitas. Pero esta anécdota es usada para hacer una rutinaria película de género, con héroes muy machos, diálogos de escolar y muchísima violencia gratuita. La película sufrió un retraso en su lanzamiento y un cambio en el guión a último momento: una escena entera tuvo que ser desechada y debió filmarse otra en su lugar. Una secuencia en plena función adentro de un cine, con los mafiosos abriendo fuego sobre los espectadores debió ser omitida como una decisión de la Warner Bros tras la masacre real ocurrida en Denver. Si en El padrino –por nombrar una película de gángsters en la que existe sutileza para demostrar ciertas cosas- una cabeza de caballo dentro de la cama era información suficiente como para saber que la mafia no se andaba con chiquitas y era gente de temer realmente, aquí lo tenemos a Cohen vociferando todo el tiempo, y ejerciendo la violencia directamente, en una misma escena repetida tres veces: alguien cercano a él le habla mal, o no hace su trabajo como quiere, y él se las cobra matándolo de formas horribles -taladrándole la cabeza, prendiéndole fuego adentro de un ascensor, etc- como para demostrar que es malísimo. A esto hay que agregarle personajes de historieta; el guionista Will Beal libretó la película por venir La liga de la justicia, (con Batman, Superman y tutti quanti) y seguro se le pegó algo. Los miembros del escuadrón parapolicial son diferenciados por sus habilidades especiales: el as de la pistola, el que lanza cuchillos, el experto estratega. Cuesta creer que Ruben Fleischer sea el mismo director de la divertidísima Tierra de zombis, una película que cumplía con todas los requerimientos para un buen espectáculo. Lo predecible de la trama, las escenas de acción rutinarias, la ausencia de psicología o interacción humana lógica, lo ridículo de algunos momentos –mención aparte la contienda entre el bueno y el malo, en el que el protagonista decide tirar la pistola y luchar a golpes con su adversario, sabiendo que es un exboxeador- convierten a esto en la peor de las opciones de la cartelera actual. Publicado en Brecha el 1/3/2013
Cuando los animales atacan El trailer puede ser engañoso: un montón de imágenes de tipo salvapantallas, de colorido refulgente, panorámicas naturales, animales variopintos, chicas hindúes que bailan envueltas en sus saris. Esto lleva a pensar en la basura eco-documental new age a la que venimos acostumbrados, y en humanos dialogando con los peces, tipo Disney o Liberen a Willy. Pero claro está que nunca hay que creer en lo que dicen los trailers. También hay que recordar que quien está detrás de este emprendimiento es nada menos que Ang Lee. Si cabe hablar de cineastas eclécticos, seguramente a ninguno le quepa hoy mejor la categoría que al director chino. Si El banquete de bodas y Comer, beber, amar, tenían cierta estética en común, con la grandiosa Sensatez y sentimientos el cineasta cambiaría radicalmente tiempo y espacio. Luego vino una brillante obra coral (La tormenta de hielo), un western de primer nivel (Cabalga con el diablo), fantasía y artes marciales (El tigre y el dragón), una de superhéroes (Hulk), de oscarizado amor gay (Brokeback Mountain), un drama histórico (Deseo, peligro), y finalmente un musical (Taking Woodstock). Con Life of Pi se podría decir que nos encontramos en el terreno del cine de supervivencia, el cual supo concebir películas como Náufrago o la reciente Essential Killing. Un joven hindú tiene un hobby muy particular: colecciona religiones. O mejor dicho, practica varias al mismo tiempo, creyendo en todas por igual y sin encontrar grandes contradicciones en tan diversas formas de concebir al mundo. Cuando su familia, urgida por la situación económica, decide irse junto a él hacia Canadá, el barco en el que viajan naufraga en una tormenta, quedando él como único superviviente humano y con la poco grata compañía de una cebra, una hiena, un orangután y un tigre, en un mismo bote y a la deriva. Lo que sorprende del asunto es la increíble capacidad de Lee para hacer entrar al espectador en esta inverosimilitud. La incorporación permanente de elementos de tensión -los evidentes problemas entre los animales, la falta de comida, los tiburones que circundan- llevan a que la travesía sea tan ardua y fatídica como atractiva y palpitante. La brutal fotografía de Claudio Miranda (El curioso caso de Benjamin Button) y una excelente dirección de animales, combinada con logrados efectos de CGI -es muy difícil definir cuándo es una cosa, y cuando la otra- convierten a esta aventura en una experiencia especialmente vívida. Por fuera del puro impacto, existe cierta enigmática profundidad en esta lucha contra la naturaleza y los elementos, en las invocaciones a un dios apático e indolente, en las revelaciones finales sobre qué podría ser real y qué no de toda esta gran fábula. La película, lejos de redondearse en conclusiones terminantes, se completa en la psiquis del espectador. Como el mejor cine. Y no hay caso, esto es algo que hay que ver en pantalla grande. Publicada en Roumovie, el 4/1/2013
Pretencioso entramado Comentar esta película sin adelantar detalles de su resolución es inevitable, por lo que a los que les interese verla e ir descubriendo y asociando las diversas historias contenidas -es parte de la gracia- deberían de dejar de leer esta reseña. Basados en una novela de David Mitchell, los hermanos Wachowski Andy y Lana (esta última antes de operarse era conocida como Larry), creadores de Matrix, V de Vendetta y Meteoro, y el alemán Tom Tykwer (Corre Lola corre, La princesa y el guerrero) concibieron a seis manos un sobregirado puzle de casi tres horas, en el que se intercalan continuamente seis historias ubicadas en tiempos distintos, y pertenecientes a diversos géneros. 1849, 1936, 1973, 2012, 2144 y 2321: una aventura marítima a bordo de un barco esclavista, un melodrama sobre un compositor gay, un thriller político, una comedia negra inglesa, ciencia ficción distópica y ciencia ficción posapocalíptica. En todas ellas se presenta un conflicto social importante, una situación de abuso de poder y un movimiento trascendente o contestatario, individual o colectivo. Es posible perderse en este caótico entramado, sobre todo durante la primera hora, en la cual se presenta abruptamente una infinidad de situaciones y personajes. Esta composición vertiginosa y cargada de información apunta a espectadores lo suficientemente espabilados como para ir siguiendo y ubicando las diferentes historias sin perderse por el camino, con un montaje que propone un ritmo y saltos continuos entre instancias, algo que recuerda a lo logrado en El origen de Christopher Nolan, o en tramos de la serie Lost; se puede hablar de una novedosa tendencia narrativa que podrá satisfacer a algunos e irritar a otros tantos. La propuesta no podría ser más pretenciosa: bajo el slogan “todo está conectado” se presenta a un elenco multiestelar (Tom Hanks, Susan Sarandon, Halle Berry, Doona Bae, Hugh Grant, Hugo Weaving y Jim Broadbent, entre otros) con varios personajes para cada uno -seis o siete en algunos casos-, reafirmando la idea verbalizada y subrayada de que todos somos los mismos, que nos repetimos a través del tiempo y que asimismo reiteramos nuestros propios errores. El problema de esta reincidencia en los mismos rostros está en que en muchos casos el maquillaje se vuelve desmedido, convirtiéndose a los blancos en negros, a los hombres en mujeres, a los occidentales en asiáticos y viceversa. En algunos tramos, la sobreabundancia de gomas faciales hace pensar en un espectáculo circense, perdiéndose así buena parte de la seriedad buscada. Se plantea una especie de "efecto mariposa", basado en que cada historia está vinculada directamente con la historia precedente. Pero los elementos que conectan a una instancia con la siguiente son muy sutiles y muy difíciles de ver durante un primer visionado. Finalmente, el discurso de una chica que es reverenciada como deidad en el nuevo mundo, genera una decepción proporcionalmente directa a la grandilocuencia de toda este inmenso tanque. Corresponde traer a colación la genial película japonesa Fish story (2011), que partía de la misma premisa, en una misma línea multigenérica y de diversas épocas, con fragmentos más dialogados y terrenales y personajes mucho más interesantes. Por supuesto, lograda con un presupuesto infinitamente más modesto; conviene acercarse a ella, aunque sea para darse cuenta de que la que tenemos aquí es una pariente muy inferior.
Disney en ascenso Hacer un reporte de las últimas novedades en cuanto a los gigantes de la animación se está pareciendo cada vez más a redactar una crónica deportiva. Que Pixar anotó con Valiente, que Dreamworks hace un buen rato que no juega un buen partido, que a veces surgen empresas de animación de las que apenas sabíamos algo y que relucen con jugadas espectaculares -Laika con Paranorman, Industrial Light & Magic con Rango-. En este tren de crónica informativa, conviene llamar la atención sobre la constancia y la altura con la que Disney viene jugando últimamente. Si La princesa y el sapo ya superaba la media de la animación infantil, Enredados lo hacía por varias cabezas, y esta Ralph el demoledor probablemente sea la mejor película que Disney (sin Pixar) haya logrado en décadas. Si hoy conviene encumbrar a dos empresas de animación estadounidenses, éstas serían Pixar y Disney en ese orden, quedando relegada Dreamworks a un -inestable- tercer lugar. El gran John Lasseter -director de la trilogía Toy Story- apadrina aquí desde la producción, y su influencia es notoria. Como en la mayoría de las películas de Pixar, nos encontramos con un universo fantástico paralelo y, en cierto modo, subordinado al nuestro. Ralph es el villano de un videojuego de antaño a quien desde hace décadas le fue adjudicada la misma rutina: esperar la llegada de un jugador y su moneda -en Uruguay jugábamos con fichas-, demoler un edificio y hostigar al héroe Félix el reparador. Pero está harto de que este último se lleve todo el reconocimiento, de ser excluido y discriminado por sus colegas de videojuego. Por las noches, la casa de juegos electrónicos cierra, los personajes descansan y, a través de los cables de la electricidad confluyen en una central en la que interactúan, conversan, se desahogan. El problema surge cuando, colmada su paciencia, Ralph decide irse temporalmente a otro videojuego para obtener una medalla y demostrarle a sus pares que él es capaz de grandes cosas. Con esta acción rebelde, casi infantil, Ralph amenaza el orden establecido, poniendo en riesgo a los suyos y a personajes de videojuegos aledaños. La construcción de la anécdota es notable; al mismo tiempo que termina de presentarse un micromundo comienza a introducirse uno nuevo; el personaje cambia varias veces de juego, a cada cual más llamativo. Una instancia viril, de robots armados destruyendo millares de insectos gigantes se alterna con uno de carreras en un universo chillón, de golosinas multicoloridas. Los personajes son sumamente entrañables -especialmente el mismo Ralph, así como Vanellope, otra marginada que encuentra por su camino y con la que conforma una pareja dispareja bellísima- y el villano es brillante, de gran parecido con Lotso, el oso resentido de Toy Story 3, uno de esos tipos aparentemente amables y conciliadores que esconden dimensiones terribles. A nivel alegórico, hay mucho en lo que pensar a partir de este universo de reglas aparentemente rígidas e inviolables, y de amenazas de colapso universal para el que se atreva a romperlas. Por fortuna la película nos enseña que estas normas no son tan inviolables, que no hay tanto drama en atravesarlas, y que a veces hacerlo se vuelve estrictamente necesario.
Un virus que atraviesa Manhattan Seguramente nunca se había visto un Cronenberg tan deliberadamente filosófico y profundo. Y tratándose de un director que bucea dentro del lenguaje audiovisual como pocos y que, haga lo que haga, siempre propondrá además un buen espectáculo, esta voluntad es más que bienvenida. Con un personaje excéntrico y extraterrenal -un multimillonario apático que navega en limusina a través de las calles de Manhattan- y una estética sofisticada y pulcra que recuerda a los elegantes devaneos de Crash (1996), el director canadiense plantea un recorrido único, la travesía de un lado al otro de la ciudad en la que el apático y paranoico protagonista pretende llegar a una pelúquería para hacerse un corte de pelo que ni siquiera necesita. En su recorrido, una atractiva fauna de personajes -varios de ellos actores inmensos, como Juliette Binoche, Mathieu Almaric o Samantha Morton- dialoga con él. Pero las calles están cortadas por una manifestación popular de indicios apocalípticos -recordar la revolución de la "nueva carne" de Existenz (1999)- y el universo del protagonista se resquebraja -pasa a una bancarrota radical en cuestión de segundos por una apuesta financiera desacertada- de la misma manera en que se va destruyendo su limusina, a la que al menos le queda un lugar en el cual dormir. Las constantes cronenbergianas se imponen: perversiones que exceden a lo mundano, el hombre presentado como el mayor virus imaginable, la toxicidad de la carne y sus caprichosas deformaciones, el triunfo de las pulsiones sobre lo racional, el desapego, la tecnología y su transformación social. De un nihilismo rasante, una obra que habla de un tiempo y de una época como pocas, y que quizá acabe por ser mucho más grande de lo que aparenta.
007: Operación Skyfall (Skyfall, Sam Mendes, 2012) Otro plato Nada menos que cincuenta años se cumplieron desde la primera película de James Bond, El satánico Dr. No, y su conmemoración debía hacerse con una obra a la altura de una saga que significa un orgullo para la potencia inglesa. El paladín de los servicios secretos británicos que se abre paso con impunidad y a los tiros en un plano internacional, persiguiendo maleantes de diverso tipo y calaña nunca dejó de tener un peso simbólico considerable para un país que se esfuerza en mantenerse presente. Pero los tiempos y las sensibilidades cambian, y también las formas de mostrarse al mundo. Como Jason Bourne supuso un cambio importante en la percepción del agente internacional de elite, un agente del MI6 debe de justificarse a sí mismo –esta película no para de hacerlo- y además no podía quedar en desventaja comparado con uno entrenado por la CIA. Esta última imposición requería de un aggiornamiento forzado, y es todo un síntoma que los recambios de James Bonds duren cada vez menos. Está claro que se necesita un actor a la altura, cuarentón, buenmozo, carismático y en buen estado físico. Pero el margen para reunir estos requisitos y que, encima, logre proezas atléticas a lo Bourne, es muy acotado. Si Sean Connery y Roger Moore, los Bonds más activos, duraron en su papel respectivamente veintiún y doce años, el penúltimo, Pierce Brosnan, lo haría tan solo por siete, y hoy Daniel Craig parecería al borde del retiro luego de seis años y tres extenuantes rodajes. La apuesta al director Sam Mendes (Belleza americana, Solo un sueño) pareció apuntar a una firma oscarizada y de renombre, y al envoltorio estilizado, tan del cine british. Es así que las escenas son pulcras, la acción es vistosa, la secuencia de créditos inicial de tan bien diseñada da gusto, y los primeros tramos de acción aferran al espectador con fuerza y convicción. La persecución inicial, con Bond en moto a través de los techos de las calles de una feria en Estambul (!), en montaje paralelo a otra agente recibiendo instrucciones y siguiendo la persecución lateralmente dan mucho y prometen aún más. El interés no decae en las dos horas y media que dura el metraje, hay adquisiciones que caminan muy bien y que suponen otro reinicio a la saga –Naomie Harris como la nueva Moneypenny, Ralph Fiennes, y sobre todo Ben Whishaw, un Q hacker muy post-Millenium- y adquiere protagonismo Judi Dench, quizá la mejor M que se haya visto. Javier Bardem logra un villano impagable, -que como señala el crítico argentino Diego Lerer parece extraído de una película de Almodóvar- que se presenta con un notable y desagradable monólogo sobre ratas e impone acercamientos homosexuales que parecieran perturbar más a Bond que cualquier tortura física. Pero la película pareciera redondear todos los vicios del cine británico. Las escenas de acción, aunque cumplen con la cuota de espectacularidad necesaria, no se desenvuelven con imaginación. Digamos que está bien la idea de las motos por los techos, pero los grandes cineastas de acción (Steven Spielberg, Brad Bird) logran imprimir una creatividad extra que llevan las situaciones a un vértigo insospechado. El enfrentamiento final no dignifica la muerte de un villano tan esforzado y deja con ganas de resurrección. Como la mayoría de las películas inglesas, Operación Skyfall es formalmente bella y atractiva a priori, pero mantiene a la espera de un vuelo audiovisual que finalmente no llega.
Digamos que a priori no hay nada muy original. Contamos con el viejo truco de la casa abandonada, en la cual fue asesinada una familia entera. A sabiendas y ocultándole el hecho a su propia familia, un escritor de best sellers de no muchas luces (Ethan Hawke) decide mudarse a esa misma casa, para estudiar el caso irresuelto. Apenas llega descubre una extraña caja en el ático: varias cintas caseras en súper 8 junto al mismo proyector, preparado y en buenas condiciones, como para facilitar un visionado inmediato. El horror surge: el escritor descubre con estupor que todas esas cintas son videos snuff, es decir, muestran asesinatos reales. En todos los casos, matanzas a familias enteras. Para evitar una mala experiencia por la que ya pasó, decide no avisar a la policía y comenzar su investigación por cuenta propia, obsesionándose con un caso terrible y dejando completamente relegados a su esposa y sus hijos, quienes prontamente empiezan a verse afectados por la mudanza, el ausentismo de su padre, los rumores locales en torno a los asesinatos y desapariciones precedentes. El director Scott Derrickson, que había filmado la poco recordable El exorcismo de Emily Rose, esta vez logra lucirse. Desde Ringu -La llamada originaria y japonesa- que no se veían videos tan inquietantes: a la ambientación oscura se suma un formato borroso y fotogramas irregulares, por lo que cada uno de los fragmentos en súper 8 están provistos de un singular clima de pesadilla. Para perjuicio del espectador, la música turbia, críptica y experimental de Christopher Young es excelente, como si quisiera ser melodía pero sin llegar a serlo, confundiéndose con los efectos sonoros, alternando graves gravísimos con estridentes sonidos industriales. El terror es estrictamente psicológico, sí hay un poco de sangre, pero la violencia gore ocurre toda fuera de campo y los sustos dan miedo de verdad, debido en parte a la notable orquestación técnica. Desde el guión se utilizan mecanismos para acrecentar la intriga: hay pistas falsas desperdigadas, falsos sospechosos, falsas hipótesis que apenas son sugeridas. En determinado momento, no se sabe a ciencia cierta si el protagonista está loco –su abuso del alcohol puede reafirmar la sospecha del delirio-, si no existe un complot entre los pueblerinos y la policía para arruinarlo, si hay o no actividad paranormal, o si el asesino serial es tan inteligente y ruin como para mortificarlo a tal punto, y estas incógnitas se mantienen hasta avanzados tres cuartos del metraje. Esta incomodidad, este atrayente y precario equilibrio entre lo racionalmente viable y lo irracional y de ultratumba es un motivador irresistible, que mueve a la incondicionalidad. Eso sí, el final es una pena y se ve venir desde la mitad de la película. De todas las resoluciones posibles termina imponiéndose la más obvia, la más recurrida en el cine de terror reciente, la más cantada. Es penoso ver a un protagonista avanzando paso a paso hacia su propia perdición, y realmente lamentable que una obra que venía pegando fuerte y tan alto decaiga de esta manera. Con muy poco puede echarse a perder una gran obra.
Refritaje ingenioso Es el año 2044. Al parecer las brechas sociales se han ensanchado (¡aún más!), y la pobreza y la delincuencia campean en una urbe sucia y descuidada. Los yuppies salen a la calle armados con escopetas para cuidar sus lujosos autos y motos voladoras de los vagabundos y las prostitutas que deambulan; si la tecnología ha avanzado, sólo puede notarse por algunos artículos de lujo –que ni siquiera andan muy bien-, y por las nuevas drogas sintéticas. Una buena parte de la población ha adquirido habilidades de telequinesis por mutaciones genéticas generalizadas, pero de momento son muy débiles y sólo parecen servir para trucos baratos -hacer levitar monedas o encendedores sobre las manos-. Años después, serán desarrollados los viajes en el tiempo, lo que lleva a que el protagonista (Joseph Gordon-Levitt) y sus congéneres reciban “encargos” por parte de agentes del futuro, con el objeto de que eliminen a personas enviadas a su época, y que despachen sus cadáveres sin dejar rastros. Para el protagonista es un trabajo sencillo e impersonal, recibe el “paquete” humano, -debidamente envuelto y encapuchado- le coloca una bala en la cabeza sin siquiera escrutarlo, e incinera el cuerpo en un lugar específico. Pero el problema surge cuando una de las personas que mandan para que asesine es él mismo luego de treinta años. Así es que el protagonista entra en el primer “loop” (bucle) -hay varios, algunos hasta metafóricos- lo que le da significado al título. Es sencillo rastrear las influencias artísticas de las que se nutre esta película, porque están todas muy cerca, a la vuelta de la esquina. Se puede decir a grandes rasgos que hay mucho de Terminator, de 12 monos, de Niños del hombre y que el filme se alterna entre varios géneros: la ciencia ficción cyberpunk -entre Philip K. Dick y William Gibson-, el thriller sobrenatural a lo Stephen King, el western. Si bien la introducción a la temática y los primeros giros son contundentes y están planteados con una estética sórdida y atractiva, la película se estanca sobre la mitad, perdiéndose de vista al personaje de Willis, dando cuentas de anécdotas pasadas de algún personaje, y presentando a otros sin demasiada cadencia narrativa. Quizá lo mejor del planteo esté en el enfrentamiento entre el protagonista y su "yo" futuro, y que sea dificil la identificación plena con alguno de ellos. Por fuera de esto, hay alguna incoherencia elemental -¿por qué los agentes del futuro exigen que los sicarios se maten a si mismos, cuando podrían pedírselo a otros y evitar problemas?- y cierto esquematismo general en el trazado de personajes que resta puntos de verosimilitud, impidiendo pensar en situaciones mundanas cercanas. En el desenlace, una escena final cierra todos los conflictos, ata los cabos y rompe los bucles. Pero también queda esa sensación tan propia de los enlatados hollywoodenses de que terminada la película queda resuelto el acertijo, el pasatiempo, y que ya no queda mucho más en lo que pensar. Una pena.
A lo que vinimos Los que vamos al cine a ver una película así, sabemos lo que queremos: monstruos tamaño XL, mutantes-zombies al por mayor, féminas empuñando machetes, cuchillos, metralladoras y morteros, y que preferentemente no se despeinen ni se les corra el maquillaje después de saltar por los aires luego de la decimoquinta explosión y de repartir patadas voladoras, plomo y pólvora a todos los presentes. Vamos, que eso es lo primero y, si el asunto viene acompañado de un argumento decente y un buen ritmo, pues mejor. Esta saga ha sido muy desigual, a veces lamentable. Fueron directamente nocivas las entregas 2 y 4: carentes de gracia alguna. Las impares, en cambio, se dejaban ver bien y aún cumplen su función de hacer pasar un buen rato (a los que tienen asumido qué es lo que van a ver: que esto no es Bergman). En este caso se cumple nuevamente la regla de los impares porque esta Resident Evil 5: La venganza está dotada de un muy buen ritmo, sobresaltos varios, bichos viscosos y armamento de lo más agradable y variopinto. Las escenas de acción son prolongadas y estrepitosas pero están bien dosificadas y hay ciertos respiros de distensión entre ellas. La trama es rebuscadísima y complicada de resumir, pero puede decirse que la protagonista se encuentra prisionera en lo más recóndito de la última instalación de la multinacional Umbrella, en un futuro postapocalíptico en el que la humanidad fue erradicada por un virus mutágeno. Lo que queda son unos monstruos horribles, una inteligencia artificial que complica en vez de ayudar y algunos escuadrones de elite -siempre musculosos y bien alimentados, siempre con armamento tecnológico de punta- cuyas intenciones no están del todo claras pero que en un principio parecerían querer dar una mano. El principio es grandioso. Una cámara lenta nos va dando cuentas de una invasión aérea a un portaaviones en medio del océano, de una masacre sobre la cubierta, de su destrucción. Pero todo esto está presentado en reversa: es decir, la escena empieza con una explosión final, y de a poco se ve cómo se van reconstruyendo los objetos, cómo los cuerpos agujereados se levantan y se recuperan, cómo las balas retornan a sus cargadores. Una hipnótica reparación que no deja de ser ilusoria, porque los daños están hechos y se sabe que son irreversibles. Es de agradecer, después, una rápida puesta a punto que ayuda a recordar qué cuernos ocurrió en las sagas anteriores, y que a su vez sirve como introducción para el que vio sólo alguna o ninguna de ellas. En definitiva, la película funciona. Y clap clap a esas mujeres: Milla Jovovich, Michelle Rodríguez, Sienna Guillory, Bingbing Li... ¿es necesario decir algo más?