Mujeres de verdad Mathieu Amalric es un reconocido y brillante actor francés, nada menos que el protagonista de La cuestión humana de Nicolas Klotz, el actor fetiche de Arnaud Desplechin (Reyes y reina, Un cuento de navidad) y hasta el villano de turno en algún tanque norteamericano (007:Quantum of Solace). También, para personas un tanto excéntricas -sobre gustos no hay nada escrito- un auténtico galán. Aquí Amalric dirige y protagoniza esta historia, en la que él es el productor de una troupe de strippers del llamado "nuevo burlesque", subgénero que surgió en los años noventa en los Estados Unidos como un intento de reflotar la parodia del antiguo burlesque y aplicarla a temas sociales y políticos, pero con un importante grado de contenido erótico y sexual. Las mismas bailarinas en esta película definen a su espectáculo como un show de mujeres hecho para mujeres, y su desempeño sobre las tablas es cuando menos excéntrico. Ellas escapan sobremanera a los estándares dominantes de belleza y a lo que podría pensarse como inherente a un show de striptease: varias de ellas exceden la juventud habitual y son mujeres grandes, corpulentas, voluptuosas. El carisma, la simpatía, la presencia y el desenfado para desenvolverse en los números musicales son los atributos que convierten a sus shows en algo luminoso, y al mismo tiempo en un espectáculo que parece bordear permanentemente el kitsch, cuando no se sumerge completamente en él. Como en Luces del varieté de Fellini o Noches de circo de Bergman, se sigue a un grupo circense en su cotidianeidad, en su gira a través de las ciudades, en un atractivo trajinar que es al mismo tiempo un trabajo y una forma de subsistencia. El protagonista, un outsider francés que fracasó en iniciativas televisivas y parece haber cosechado más odios que amores en París, probó suerte en los Estados Unidos, y tras reunir a talentosas chicas en pubs de los Estados Unidos y consolidar su propia cuadrilla, comienza a recorrer las ciudades de Francia. Es en este retorno a su país natal que se reencuentra con sus hijos, con la gente a la que abandonó, con una exnovia ofendida y familiares que lo desprecian. Amalric logra esbozar un personaje cuestionable pero querible, un padre ausente y omiso pero también cariñoso, un bon vivant egoísta que asimismo sabe promover la unidad y transmitirle amor y confianza a su equipo. Más que centrarse en el exotismo de los espectáculos, se busca plasmar la cotidianeidad de un pequeño grupo y su interacción, dando cuentas de una existencia que oscila entre la euforia y la insatisfacción, entre el glamour y el patetismo. Como los grandes autores, el director no evita las ambigüedades e insufla humanidad a sus personajes, de modo que podamos vernos reflejados en ellos. Y compone, con buen ritmo y una puesta en escena notable -que le valió a Amalric un premio a mejor director en Cannes- una comedia dramática que provista de los altibajos y los vaivenes emocionales de la vida misma.
Falta Steven Seagal No hay engaño, no hay trampa. Podrá haber mucho presupuesto, millones invertidos y un equipo competente a nivel técnico, pero es innegable que se trata de una clase Z anunciada desde su título, desde su póster, desde sus trailers promocionales. No podía ser otra cosa una película en la que tienen aparición Silvester Stallone, Arnold Shwarzenegger, Jean-Claude Van Damme, Chuck Norris, Dolph Lungdren y otros muertos revividos. Si las películas de super-acción de los años ochenta, repletas de explosiones, violencia, sadismo fascistoide y protagónicos viriles fueron ejemplos del mal gusto imperante en la época, no podía ser muy diferente una que celebra y homenajea a ese género, y que lo hace con absoluta autoconciencia y desparpajo. Conviene aclarar que el título original es “The expendables”, algo así como los prescindibles, los sacrificables. Digamos que el título latinoamericano, lejos del sarcasmo del original, dice prácticamente lo contrario. Como se sabe, hoy caminan mejor los Bourne y los 007 que aquellos sacos de fibra, y poco tienen que hacer esa clase de “armas humanas” de antaño ante la tecnología bélica más rudimentaria. Como Shwarzenegger decía en Terminator 3, él es un modelo “obsoleto” y como dice aquí, los miembros del plantel pertenecen, prácticamente, a un museo. Pero la cosa viene así, y esta película, -a diferencia de la primera, que parecía tomarse más en serio a sí misma- es una celebración del desmadre balístico y de la puñalada, es una fiesta anárquica y exagerada, una maquinaria vacía y compacta, grande como un acorazado. Tan incorrecto es el jolgorio, tan pétreas las miradas y abundante la antipatía general, tan exuberantes son los chorros de sangre que el asunto hasta adquiere un costado poético. Verlo para creerlo. Jet Li y Jason Statham se lucen en un par de escenas haciendo lo que saben hacer mejor: repartir piñas y patadas, Chuck Norris está tan pétreo facial y físicamente como siempre, y hace uno de los mejores chistes de Chuck Norris que deben existir. El que está mejor es Van Damme en su encarnación de un villano de los más malvados –convenientemente llamado Vilain-, un estereotipo que, por paradójico que suene, no podía quedarle bien a cualquiera. Con su exagerado acento francés, haciendo alarde de una falta de escrúpulos que excede todos lo imaginable, y con cierto aire de drag queen hermafrodita, Van Damme se convierte en el malo al que todos amamos odiar. El desenlace y la pelea final lamentablemente parecen faltos de imaginación –hubiera convenido pensar el guión unos minutos más- pero la película termina cuando tiene que terminar. Es otro atributo. Está claro que este divertimento no es para cualquiera. Pero a quienes les quepa el combo seguramente vayan a pasarla bien.
Batman conduce por la derecha Discursos enmascarados La trilogía dirigida por Christopher Nolan y finalizada con Batman, el caballero de la noche asciende, es vista y disfrutada por millones. Películas oscuras, pesimistas, que proponen una Ciudad gótica aterrizada y regida por personajes corruptos u oportunistas. Pero lo que podría ser un notable terreno para una visión crítica es utilizado en cambio para reproducir un discurso conservador y profundamente reaccionario respecto a los cambios que se avecinan en la sociedad norteamericana. Por más que muchos se empeñen en negarlo, detrás de toda creación artística hay ideología. Toda construcción simbólica, todo universo ficcional generado y articulado reproduce retazos, ya sean conscientes o inconscientes, de una visión del mundo particular. Allí estarán volcados los prejuicios del autor, algunos de sus preconceptos, una escala de valores propia. Es verdad que la última trilogía de Batman, dirigida por el británico Christopher Nolan, es un entretenimiento que merece ser disfrutado como tal, y negar su capacidad de impacto y de seducción sería una intrepidez mayúscula. Millones de entusiasmados espectadores de todo el mundo y un ejército de fanáticos estarían allí para contrarrestarlo. Y en cambio, si es poco discutible el perfil conservador que trajo esta nueva saga del paladín enmascarado; ignorar la infortunada ideología subyacente es no querer ver un elefante desenfrenado haciendo estragos en una habitación amueblada. Confiando en la inteligencia del espectador, o en su capacidad de hacer caso omiso, al menos por un rato, a sus aspectos más cuestionables, es posible ver en Batman, el caballero de la noche asciende una película inteligente, formalmente sólida y sostenida con un ritmo notable –dura dos horas y cuarenta minutos que se pasan volando-. Pero a ese otro nivel, el ideológico, las cosas ya venían muy mal encaminadas en la anterior entrega: Batman, el caballero de la noche. En ésta el Guasón, abanderado del apocalipsis, era un villano horripilante que ponía en jaque a las autoridades de Ciudad Gótica con sus acciones terroristas, sus despiadados secuestros y sus métodos para infundir el horror, aleatorios e irracionales. Ante tan incomprensible y horrenda amenaza, Batman, -que aunque fuese un personaje oscuro y cuestionable de a ratos, no dejaba de ser el héroe- se veía forzado a usar violencia en los interrogatorios, a armarse como nunca antes, a inmiscuirse en la vida privada utilizando dispositivos de vigilancia masiva. El fin justificaba los medios; subyacía la vieja idea de que “tiempos desesperados requieren medidas desesperadas”. Los defensores más acérrimos de la película esgrimieron que no había que leer las reacciones de Batman como algo en sí mismo refrendado por la película y sus autores; se trataba de algo cuestionable pero reconocible, cualidades temiblemente humanas que eran certeramente expuestas en el filme. Pero lo cierto es que poco importa lo que haya querido decir Nolan, ya que, como en la mayoría de las películas de superhéroes, lo que evidentemente se busca es la identificación del espectador con el paladín de la justicia, aquel responsable de combatir las amenazas y de devolver el orden perdido. No se pueden ignorar los puntos de contacto del Guasón con un terrorista talibán -utilizaba fanáticos con bombas adheridas al cuerpo, enviaba filmaciones caseras de ejecuciones, tomaba rehenes, planificaba escrupulosamente destrucciones urbanas-, y la invención de una situación imposible (de esas que solo parecen darse en el cine) que justificaba, por parte de Batman, el uso de la tortura sobre su apresado Guasón. Occupy Wall St. En un momento determinante de esta nueva entrega, la intromisión de los villanos encabezados por el temible Bane en lo que vendría a ser un símil de Wall Street dentro de la Ciudad Gótica, supone una carta de presentación de su anárquico movimiento, y una primera muestra de su accionar. Así como llega al precinto, Bane elimina como al azar a un par de tipos –otra vez los malos cuentan en sus filas con suicidas dementes, otra vez la matanza es aleatoria e indiscriminada– y cuando un corredor de bolsa le replica que no hay nada para robar allí, el villano responde “Entonces, qué están haciendo aquí?”. Hasta ese momento podría pensarse en una fuerte crítica a la especulación financiera y al modelo económico, pero en seguida comparece el contradiscurso. Otro de los personajes dice que el dinero ahorrado, incluido aquel que el ciudadano de a pie tiene escondido debajo del colchón, perderá su valor de continuarse la acción terrorista en la bolsa. La escena no tendría tanta importancia simbólica si hoy no existiera el poderoso movimiento Occupy Wall Street, –que hoy goza de la simpatía de la mayoría de los estadounidenses, quienes seguramente no vean la bolsa como un organismo indispensable– cuyo principal objetivo es la ocupación continuada de Wall Street para hacer visible la protesta contra la avaricia corporativa y la desigualdad social. Es ciertamente desafortunada la referencia a una intromisión de tipo anarco-terrorista considerando la coyuntura, y más aún la exposición de los "oprimidos" –así autodefine Bane a los suyos– como unos terroristas desenfrenados. Bomba atómica y policía. No se acaba aquí la lista de temas controvertibles: en la película se da cuentas de cómo el imperio del magnate Bruce Wayne se derrumba después de haber invertido en un proyecto de energía limpia diseñado para aprovechar la fusión nuclear. Sin embargo, la idea de proveer energía sustentable a toda la ciudad se cancela después de saber que el núcleo del reactor podría ser modificado para convertirse en una bomba de neutrones. Por supuesto que esto es un disparate a nivel científico, ya que una transformación de este tipo es absolutamente imposible –existe una diferencia abismal entre fisión y fusión–, pero la invocación de una falsa dualidad entre energía autosustentable y bomba nuclear no es precisamente una ayuda en un momento en el que se están debatiendo los posibles cambios en los paradigmas energéticos. Mención aparte merece otra escena crucial: se trata de un enfrentamiento callejero entre una horda de delincuentes armados contra un valeroso regimiento de policías que, aún en un momento crítico de caos y anarquía general, se alza para defender el orden público. Es curiosa una visión tan integrada y afín al cuerpo de policía norteamericano por parte de Nolan, algo que se encuentra en las antípodas de la invocado por Matt Groening con su imagen del departamento de policía liderado por el Jefe Gorgory en Los simpsons. El conservadurismo ideológico sobrevuela. Se expone a una ciudad gótica en la que existe corrupción, en la que el estado de cosas es ciertamente imperfecto, en el que impera la ambición desbocada y la injusticia, pero que en definitiva es el mundo conocido, el único terreno a pisar. Los vientos de cambio, las "tempestades", son ciertamente pavorosas. Siempre será mejor "lo que hay" que las amenazas insurgentes. Christopher Nolan ha hecho declaraciones recientes expresando que su película “no es de derecha ni de izquierda. No es política. Lo que intenta es hablar de cosas reales de hoy, que significan algo para la gente y provocan reacciones en el público”. Se escuda Nolan en la impunidad conceptual del entretenimiento popular, se asemeja demasiado al provocador sonriente que arroja la piedra para luego esconder la mano. Y quizá pueda concedérsele que su proyecto no sea deliberadamente político. Más bien parece un collage, una amalgama, una interesante combinación de elementos no demasiado coherentes consigo mismos, pero sí con la batería de miedos imperantes en el imaginario del tambaleante statu quo norteamericano.
Pixar continúa su reinado Es verdad que entre las 13 películas que la compañía de animación Pixar ha producido hasta el día de hoy existe alguna obra más bien floja (Cars) y algún incomprensible despropósito (Cars 2), pero de todos modos, el sello continúa siendo una indiscutible marca de calidad. Valiente venía anunciándose como una apuesta segura, ya que entre otras cosas contaba en sus filas de producción con varios de los más importantes creativos de la compañía: Pete Docter (director de Up), John Lasseter (director de la trilogía Toy Story) y Andrew Stanton (director de Buscando a Nemo y Wall-E) figuran aquí como productores ejecutivos. Si bien la directora Brenda Chapman no es precisamente una primeriza en materia de animación –hace ya doce años había filmado la película El príncipe de Egipto, y desde incluso antes diseñaba storyboards, base de la puesta en escena en esta clase de producciones–, menos aun lo es con el respaldo de semejantes artistas. La cosa parecía venir muy bien. Y así vino. Valiente es una imponente épica ambientada en un universo similar al que introdujo Dreamworks con Como entrenar a tu dragón, un pueblo vikingo medieval, de personajes adeptos al buen comer, a la fanfarronería y las actividades pugilísticas. Aquí nuestra protagonista es Mérida, una princesa destinada a la corrección y al estatismo, y a desposarse con el primogénito de algún clan vecino. Pero la princesa, cabellera rojo incandescente, pasa de todos los esquemas diseñados para ella y se caracteriza por su incorrección, su destreza con el arco y sus ganas de diseñar su destino de la manera en que a ella se le canta. La trama no podía ser más simple. El anacrónico alegato a favor de la rebeldía femenina y su conexión con vastos paisajes naturales podía bordear la frivolidad y la cursilería new age. Sin embargo, y paradójicamente, Valiente es una película poderosa, de personajes sólidos y difícilmente olvidables, de notable ritmo y excelente vigor narrativo. Son la precisión en el detalle, la minuciosidad en el diseño y el armado del guión y la puesta en escena lo que lleva a que este relato respire, vibre y que permita una activa inmersión en él. Un montaje paralelo que introduce un conflicto entre madre e hija sin que ellas hablen directamente entre sí, es una original y dinámica forma de exponer sentimientos acallados; una historia precedente que explica el universo presentado está contada en partes, con trazos sencillos y no por ello poco ilustrativos; un personaje que es entrañable y al mismo tiempo una temible bomba de tiempo aporta una nueva fuente de tensión que potencia el vértigo propio del relato. Se viene escribiendo y hablando mucho de lo llamativo de que un personaje protagónico en que la valentía es la cualidad más destacada, que se trate de un personaje fuerte que confronta a lo establecido, a todo y a todos. Pero no es realmente esto lo novedoso, –de hecho, dentro de Pixar ya se había trazado un personaje femenino igual de potente con Eva, de Wall-E–, sino el hecho de que una princesa no requiera de una contraparte masculina para alcanzar su plenitud. Aun las más modernas y recientes, como las de Encantada y Enredados, no escapan a ese mito cansino del príncipe azul, y en este punto hay algo muy destacable. Publicado en Brecha el 17/8/2012
Nada para contar Hay un elemento intrínseco a las road movies –o películas de viajes- que las vuelven atractivas. Es esa tan cinematográfica sensación de libertad, atada a la aventura, al afán de descubrimiento, al poder intrínseco a los paisajes, a los factores inesperados. Es acompañar a personajes en un proceso que los transforma, en un recorrido que es también interno y que puede ser purga, expiación, desahogo, capricho, realización personal, a veces todo eso junto. El viaje como forma y como metáfora. Pero en cualquier caso, se necesita más que una geografía, más que un viajante, más que una excusa. Y es ahí que esta película falla estrepitosamente. Martin Sheen es un oftalmólogo estadounidense que un día recibe una llamada telefónica de Francia, por la que es informado de la muerte de su hijo (Emilio Estevez, aquí también director y guionista). Al acudir allí, es enterado de que su hijo murió en un accidente en los Pirineos, al inicio de su peregrinaje a través de El camino de Santiago, cuando iba en dirección a las reliquias del apóstol, en Santiago de Compostela. Es así que el vetarano conservador decide colocarse la mochila de su hijo liberal y finalizar el recorrido inconcluso. En el camino, otros personajes se van sumando al caminante: un holandés con sobrepeso, una canadiense adicta a la nicotina, un irlandés con bloqueo de escritor. Todos ellos hablan perfectamente ingles y, vaya uno a saber por qué, ven al estadounidense como un líder a seguir, como un referente -quizá por saber que su hijo murió, atributo que podría colocarlo como el más sufriente y “auténtico” de los peregrinos– en cualquier caso, podrían seguir a cualquier otro, podrían abrirse, pero en cambio deciden decirle todo que sí al viejo, aún cuando deberían mandarlo al demonio. La situación no sólo da cuentas de las inclinaciones religiosas por parte del guionista, sino también de su creencia en el geocentrismo norteamericano. Es difícil entender que esta película haya sido dirigida por un actor. Normalmente ellos suelen proponer personajes emocionalmente complejos, cuya fachada funciona como parcial espejo del alma. Que gracias a una esforzada interpretación puedan intuirse sus motivaciones, sus conflictos, sus penurias, sus deseos. Los actores-directores suelen idear personajes que son un auténtico desafío para sus colegas. Aquí sucede lo contrario, y llama especialmente la atención que la dirección de actores sea tan lamentable: se apela a la simpatía pueril, a los gestos baratos, a las morisquetas introducidas con el objeto evidente de caer bien a la audiencia. En cualquier caso, el encanto es un atributo que cinematográficamente debe de ser trabajado y pulido (Howard Hawks, Frank Capra, Billy Wilder y Eric Rohmer supieron dictar cátedra en la materia), y difícilmente se consiga esculpiéndolo a golpes. Hay veces que una propuesta llana y sencilla encubre una ausencia radical de ideas. Aquí basta ver las ridículas vueltas del guión –el exabrupto del protagonista durante una borrachera, la caída de su mochila al río- conflictos introducidos que son disueltos en seguida, y que parecen implantados para darle algo de movimiento a una anécdota vacía.
Encuentre las diferencias La saga que inició, desarrolló y destruyó estrepitosamente el director Sam Raimi durante la década pasada no podía continuarse. El hombre araña 3 tenía protagonistas que ya no parecían rendir más, la trama se había vuelto demasiado caótica y enrevesada, e incluso había ciertas incursiones en el kitsch que daban un poco de vergüenza ajena -la escena de Peter Parker bailando por las calles al ritmo setentero de James Brown, entre otras-. ¿Pero qué sentido podía tener acabar con un personaje inmensamente popular y redituable?, ¿para qué matar la gallina de los huevos de oro si se la puede hacer renacer?, ¿por qué no incinerarla si puede resurgir de sus cenizas como el ave fénix? No es una mala idea; cerrar, reiniciar. Así es que volvemos al principio. Parker es otra vez un joven fotógrafo con problemas, criado por sus tíos, picado accidentalmente por una araña, enfrentado a sus propios poderes-responsabilidades y a un villano al que respeta mucho pero que evidentemente se pasó de rosca. Por allí está la novia a la que ama pero de la que precisamente por ello tiene que mantenerse alejado. El hombre araña -como dictan las historietas de Stan Lee- es un joven atormentado, atribulado, un superhéroe con problemas excepcionales, pero asimismo equiparables a los de cualquier hijo de vecino. Aquí hay un recambio generacional considerable como para darle continuidad a la saga por muchos años, con protagonistas tan jóvenes y bellos como bien desenvueltos. Las diferencias con aquella El hombre araña del 2002 son pocas y más bien sutiles: el villano es nuevo, hay un jefe de policía en un secundario relevante, la chica es otra. Lo que cabe preguntarse es si vale la pena ver esta película cuando ya conocimos y vivimos la saga anterior. Y eso depende del espectador y su manera de disfrutar el cine: hay cierta tendencia humana a querer oír de vuelta la misma historia, contada con pequeños matices y detalles disímiles. Es el niño que le pide a la madre que le cuente otra vez el cuento de Caperucita y el lobo; son los pueblerinos que acudían a los juglares en la edad media para oír otra vez la épica del caballero contra el dragón. El placer de lo conocido y lo reconocible, la fruición de saber distinguir y reconocer las diferencias en las narraciones y los formatos. Esta nueva película está bien contada, propone con mucho cuidado y buen ritmo una serie de efectivos conflictos simultáneos, alcanza considerables puntos de dramatismo y hasta logra ciertos momentos de originalidad y humor –hay una notable escena de acción caótica y destructiva que ocurre a espaldas de un anciano (el mismísimo Stan Lee) que oye música clásica con auriculares-. Pero los que no les interesa particularmente el género, o los que buscan en la pantalla material sorprendente y novedoso, difícilmente puedan encontrar algo de eso por aquí. Publicado en Brecha el 13/7/2012
Abrir puertas y ventanas (Milagros Mumenthäler, 2012) La frustración hecha carne Hay mucha rabia en el cine argentino reciente. O al menos un puñado de nuevos cineastas que están imponiéndose con películas poderosas y viscerales, de una constante violencia soterrada; la clase de cine que duele pero que al mismo tiempo no se puede dejar de mirar. Pablo Fendrik y su cuadro urbano en La sangre brota aportaban una mirada sin precedentes sobre la peor idiosincrasia bonaerense imaginable y, si hablamos de rabia, ningún ejemplo podría ser mejor que, valga la redundancia, La rabia, de la hija de desaparecidos Albertina Carri. Allí se planteaba el cuadro rural de una familia que bordeaba el salvajismo, en la árida pampa argentina. En cualquiera de los dos casos, las propuestas realistas y cierto acierto en exponer situaciones reconocibles y lamentablemente humanas, convierten a ambas películas en dos de las más importantes concebidas en el vecino país en los últimos años. En esta tendencia podría inscribirse esta película, ópera prima de Milagros Mumenthäler. El planteo es inmersivo, abrupto. La clase de propuestas que nos llevan al medio de la acción sin presentar a los personajes y sus vínculos, sin dar conocimiento de historias previas. Buena parte de la gracia está en ir descubriendo, paulatinamente y a medida que transcurre el metraje, la naturaleza de estas relaciones, las particularidades del grupo humano, los secretos que subyacen. Está claro que en una película de estas características la labor activa del espectador, estimulada desde el comienzo, es fundamental. Por esto, quizá sea conveniente que quien no la haya visto deje de leer esta reseña. Las tres protagonistas bordean los veinte años, y en su comportamiento cotidiano, en los tratos, en las constantes desavenencias, fricciones, broncas y malas leches, pueden intuirse inmensas frustraciones y un estado de vulnerabilidad muy particular. La incomodidad se impone no sólo por el clima de tensión que se respira en esa casa, sino por todo lo que hay oculto, los tabúes que no pueden invocarse y que solo son sugeridos parcialmente, en palabras aisladas, en pequeños gestos -las tres actrices están formidables-. Las dimensiones de la casa -que nunca llegamos a ver completa-, la dirección de arte, la puesta en escena habla de ausencias determinantes, hay objetos que no pueden pertenecer a las chicas: un tocadiscos, muebles viejos. A medida que transcurre la película comprenderemos que las tres son hermanas y que se encuentran en un período de duelo, que su abuela vivía en la casa y murió hace poco y que, a pesar de una convivencia enfermiza, existe una gran interdependencia. De los padres nada concreto puede saberse, salvo que están perfectamente omitidos del cuadro -la posibilidad de que sean hijas de desaparecidos debe descartarse, ya que sus edades no se condicen con tal hipótesis, aunque cierto es que este hecho no impide una válida equiparación-. Con absoluta seguridad, la directora-guionista impone un abordaje psicológico tan profundo como enigmático a tres formas distintas de afrontar la pérdida, así como un recorrido a través de una progresión de descargas y catarsis que puede conducir a nuevas formas de territorialidad y de relaciones de poder, a la maduración y a la final superación de los lastres pasados; el tocar fondo muchas veces obliga a salir del pozo, con la mirada puesta en el porvenir. Publicado en Brecha el 15/2/2013
El sexo como tormento El director Steve McQueen es un caso aparte. Uno de esos cineastas incómodos que tocan temáticas molestas, que proponen películas atípicas de las que no se puede ser indiferente. Hace poco había sorprendido con su debut Hunger, un filme terrible sobre presos del IRA y huelgas de hambre, y aquí hay una vez más cierto foco en el cuerpo y en la autoflagelación. Pero lo llamativo de esta película no es la temática sino el enfoque: el protagonista es una vez más el brillante Michael Fassbender (era el crítico de cine infiltrado de Bastardos sin gloria), un satiriaco, un obsesivo del sexo que en apariencia tendría todo lo que podría necesitar para estar complacido; es exitoso económicamente y con las mujeres y, pese a tener sexo frecuente y de lo más variado, vive sin embargo una profunda y constante aflicción. Cuando su inestable hermana –la omnipresente Carey Mulligan- se instala en su apartamento de Nueva York, su mundo se da vuelta. Ella le recuerda un pasado familiar que prefiere olvidar –hasta queda implantada la sospecha de que pudo haber existido una relación incestuosa entre ellos dos-, encarna el desorden del que él quiere escapar y, peor que todo eso junto, significa un terrible reflejo de si mismo. Quizá ella sufra una patología distinta, pero comparten una base en común; la autodestrucción. Se ha dicho que esta película es moralista, pero es difícil percibir tal característica. La “vergüenza” del título –que sería más bien una desesperación- refiere a que el protagonista es incapaz de contenerse, a que se muestra incapacitado de controlar su propia psiquis. Aquí no se condena ninguna práctica en particular sino que se remite a mostrar la vida de un adicto, perjudicial y terrorífica como cualquier otra vida de excesos. Porque McQueen da a entender que los perfiles expuestos –el del protagonista y de su hermana- no son casos aislados ni mucho menos. Nótese el momento en que un suicidio en las vías de subte dispara la preocupación del personaje, coincidiéndose en el tiempo con el intento de suicidio de su hermana. Él hace uso de todos esos servicios sexuales que existen en la actualidad -como ciertas páginas web de uso exclusivo o pubs de sexo gay inmediato, que finalmente resultan estar repletos de usuarios- y que mueven a la pregunta: “¿qué clase de personas utilizan esto?”. El protagonista, un empedernido compulso que necesita llenar un vacío, lo hace explotando todo el tiempo ciertas vías que la sociedad le sirve en bandeja, y que también son estimuladas desde valores y una educación que ensalzan y en cierto grado promueven la "expresión" del macho viril. El brillante Michael Fassbender encarna a uno de esos personajes de pocas palabras, callados, de sentimientos reprimidos que finalmente explotan en acciones poco convencionales. De esos personajes que funcionan como recipientes, en los que el espectador puede volcar experiencias personales para completarlos, para responder las acuciantes preguntas ¿por qué? y ¿con qué sentido? Shame es de esas películas que expresan mucho sobre una sociedad y un tiempo, y que dejan a los espectadores con incógnitas repicando en su cabeza. Eso siempre es bueno.
Por lo general las cosas se dan al revés. Ante la perspectiva de una perdida multimillonaria, los productores hollywoodenses presionan para estandarizar los productos, volviéndolos rígidos, impersonales y rutinarios. Pero uno de los estrenos más esperados de esta temporada no sólo colma las expectativas sino que además resulta ser una de las películas de superhéroes más efectivas y divertidas hasta hoy filmadas. Primero un poco de historia: Los vengadores es un grupo de superhéroes creado en 1963 por Stan Lee y Jack Kirby, historietistas de la editorial Marvel. La eterna rival de Marvel, DC comics, había lanzado tres años antes la serie La liga de la justicia, reuniendo varios de sus personajes más importantes (Superman, Batman, Mujer maravilla, Flash, Linterna verde, Aquaman y Detective marciano), con gran éxito de ventas. En rigor, la primer respuesta de Marvel fue crear Los 4 fantásticos (Señor elástico, Mujer invisible, Antorcha humana y La mole), pero la verdadera reunión de héroes preexistentes se daría con Los vengadores. En esa primera época, los "fundadores" del equipo de superhéroes eran Thor, Iron man, Ant man, Avispa y Hulk, y con el correr de los años se irían reclutando otros a la franquicia. De hecho, los aquí presentes Capitán América y Ojo de halcón entrarían al equipo más adelante, y Viuda negra recién en los años setenta. La idea de llevar adelante esta película viene desde hace al menos seis años. Marvel Studios obtuvo una subvención por 525 millones de la compañía financiera Merril Lynch, y desde entonces se abocó a establecer las bases fundacionales. En el año 2008 se filmó la primera Iron man y, luego de los títulos de crédito finales, hacía aparición un Samuel L. Jackson ataviado por primera vez como Nick Fury, en su reclutamiento para lo que sería un emprendimiento sin precedentes. Luego vino El increíble Hulk, también en 2008, Iron man 2 en 2010, Thor y Capitán América en 2011. En las tres últimas aparecía Nick Fury anticipando de alguna manera esta película y la posterior reunión de todos ellos. Las estrategias para captar audiencia y promover la ansiedad del público se han vuelto una pieza fundamental para la industria hollywoodense. La gran apuesta a las primeras semanas de estreno, antes de que la piratería comience a fluir, requiere de una publicidad previa que puede desplegarse hasta años antes, como es éste el caso. No es desacertado pensar en esta película, Los vengadores, como un plan muy inteligente y como una apuesta monumental de energías, de tiempo, de dinero: Iron man costó 140 millones de dólares y su secuela 200, Thor y El increíble Hulk, 150 millones, Capitán América 140. Todas obtuvieron réditos más que sustanciales. Los vengadores costó más que ninguna: 220 millones -a lo que habría que calcular un centenar de millones más por concepto de publicidad- por lo que pasaría a ser la más cara del universo marvel, y una de las diez películas más costosas de la historia del cine. Con una semana de estreno en cines la cifra ya fue recuperada, y se estima que para el sábado la recaudación ascenderá a cerca de los 500 millones. Un desconocido en acción. Pero la apuesta más curiosa en esta película es el haberse jugado por el director Joss Whedon, un director totalmente inexperiente en lo que refiere a largometrajes multimillonarios. Había guionizado y dirigido series de éxito (Buffy la cazavampiros, Angel, Firefly y Serenity) y escrito los guiones para algunas películas -incluso se dice que fue él quien tuvo el buen criterio de impedir, como co-guionista, que Toy story fuese un musical- pero ningún precedente que se acerque a este megaemprendimiento. La incorporación a filas de este casi-desconocido fue uno de los mayores aciertos. Las expectativas son colmadas; lo que el público busca ver aquí es precisamente lo que esta película da. Acción, humor, superhéroes haciendo cosas de superhéroes -como salvar al mundo y otras pequeñeces- grandes presencias, grandes despliegues visuales, grandes amenazas, grandes contraofensivas. El que merece las palmas antes que nadie es Robert Downey Jr. quien logra una vez más al personaje más carismático del cuadro. El actor, también protagónico de la saga Sherlock Holmes, ocupa hoy un puesto preponderante en el cine de entretenimiento familiar, pudiendo presumir, como Harrison Ford (Star Wars, Indiana Jones) y Ian Mc Kellen (El señor de los anillos, X-Men) de estelarizar dos franquicias de éxito simultáneamente. Lo cierto es que toda la incorrección, la arrogancia, el egocentrismo y la genialidad del multimillonario Tony Stark vuelven a Iron man el superhéroe más desenvuelto y divertido. En un segundo lugar, aunque quizá no tan alejado, se encuentra otro gran acierto de casting, Mark Ruffalo como Hulk, una amenaza latente incluso para el mismo equipo, un incontrolable enlatado de TNT que podría destaparse en cualquier momento. La calma contenida de Ruffalo, su condena vital y su doble condición lo vuelven un personaje tan adorable como temible, y cada transformación en la imparable mole verde llama a la incondicionalidad inmediata. En un tercer lugar, la bellísima Scarlett Johansson es la asesina furtiva Viuda Negra, una de las superheroínas que no tiene poderes especiales sino pura y llana destreza corporal, más entrenamientos en las más diversas áreas. La acción al servicio de la historia. Precisamente uno de los puntos que los realizadores debían cuidar es que ninguno de los personajes sobresaliera demasiado, que cada cual estuviera dosificado lo justo, de modo de no opacar a los otros ni defraudar a los fans. Ninguno queda mal parado, todos tienen asignada una buena cantidad de metraje y diálogos y un desempeño crucial en la acción. La película regala, además, enfrentamientos entre ellos que oscilan entre lo desternillante y lo simplemente brutal, logrando que el infantilismo de algunos personajes se convierta en parte esencial del conflicto general. Iron man busca pelea con Capitán América constantemente, Thor se pelea con todo y todos y sus feroces contiendas con Iron Man y Hulk son inolvidables, y el encuentro final de este último con el archivillano de turno va directamente a la antología. Además de mantener la acción a gran escala en un punto siempre alto, el director Wheddon se las ingenia para que el accidentado desenlace a través de las calles de Manhattan sea tan impactante como caótico, y para lograr un notable plano secuencia que sobrevuela la contienda, en el cual se exhiben a los distintos personajes en acciones simultáneas. Si bien la anécdota es de manual y no hay nada novedoso en ella -el malo que quiere dominar al mundo, hacerse de una fuente de poder ilimitado y volcar en la tierra un ejército horrendo, y los vengadores que salen unidos a detenerlo- quizá el acierto esté en que se haya apostado al humor, que no se busque la solemnidad, que se confíe en la simpatía personal de los personajes, en sus diálogos, en que los efectos especiales estén subordinados a la historia y que no sean un fin en si mismos. Es verdad, no hay contenidos ocultos más que algún guiño para fans, no existe la posibilidad de encontrar múltiples lecturas en la línea argumental ni tampoco puede verse una intención de conducir el género hacia nuevos caminos. Pero Los vengadores goza de una frescura particular y despierta un placer poco frecuente: el de asistir a una historia clásica bien narrada, bien montada y bien resuelta; con el poder y la convicción de gente que sabe lo que busca y cómo transmitirlo.
Dejen de grabar Es curioso lo que ha ido ocurriendo con esta saga. La primera entrega de Rec fue un muy original, impactante y logrado entretenimiento de terror que planteaba una atmósfera realmente opresiva, con vecinos devenidos zombis en el interior de un viejo edificio de apartamentos. Se trató de un ejercicio coherente e inquietante dotado de vestigios experimentales, con un abordaje de falso documental y logrados planos secuencia. Ese matiz de originalidad seguramente haya sido la razón por la que la película fue estrenada en nuestro país solamente en el festival de Cinemateca y, por la que la industria estadounidense, presurosa, se abocara a su remake, Cuarentena –copiada casi plano a plano y en un edificio idéntico al original-. En la continuación, Rec 2, también dirigida por Jaume Balagueró y Paco Plaza, la fórmula se repitió, por no decir que los creadores se calcaron a sí mismos. La cámara subjetiva y al hombro comenzó a ser cansina y a ser utilizada de manera mucho menos prolija, generando un efecto caótico que, sumado al griterío general, restaba tensión e interés al asunto. La película ni siquiera fue estrenada en nuestro país. Pero ahora se estrena esta tercera parte en circuitos comerciales, lo que da cuentas del viraje en popularidad y distribución. Si la repetición y la acumulación de entregas despiertan siempre la sospecha de producto meramente mercantil, las recientes afirmaciones del director Paco Plaza de que los zombis ya no le interesan reafirman esa impresión. La cuarta entrega, será firmada por Balagueró, y quién sabe, no llamaría la atención que Plaza retomara luego con una quinta, recurriendo cada uno a la gallina de los huevos de oro cuando estén necesitados. Aquí tenemos una pareja que se ama y en plena boda, con centenares de invitados, banquete y fiesta en una mansión dotada de un vistoso jardín. La acción podría ser paralela a la de la primera película, pero eso no está del todo claro. En realidad, el título es terriblemente engañoso: esa “génesis” original, -que vaya uno a saber por qué fue “traducido” en el Uruguay por “el comienzo”- no refiere a de dónde salen los zombis, como cabría pensarse. Al igual que en la primera entrega, el primer infectado fue mordido por un perro que le contagió el virus –o la presencia demoníaca, que tampoco está claro-, y ese “génesis” refiere al citado libro de la Biblia y nada más. Si bien el recurso de la cámara subjetiva se abandona pronto –al romperse la cámara enfundada durante un ataque zombi- y por suerte la acción tiene la apariencia de una ficción normal, hay una incursión repetida en varios clichés del género (como el cura que detiene a los zombis con sus plegarias; algo que ya ocurría en la anterior entrega, pero que aquí los deja en un ridículo estado cataléptico). Si la película se salva de a ratos es porque por fin la saga deja de tomarse en serio: hay guiños paródicos –por ejemplo cuando los personajes se ponen unas armaduras medievales, o el momento en que la novia se dedica a cercenar zombis con una motosierra- y de esos excesos catárticos gore que recuerdan a los de Sam Raimi y Peter Jackson en sus primeras películas.