El hombre de acero (Man of steel, Zack Snyder, 2013) Como rompe Lo que en Superman (1978) se mostraba en unos diez minutos, acá se demora cerca de una hora. La destrucción de Kriptón y sus formas de vida, la existencia de ese mundo lejano, todo aquello que quedaba libre a la imaginación del espectador, queda aquí expuesto en una introducción poco interesante, más bien predecible e intercambiable con otras. La civilización que consumió los recursos naturales del planeta hasta destruirlo. El nacimiento del niño que significará el legado de una raza extinta. Su envío a la Tierra. Una vez llegado a su nueva casa, el hombre ya crecido que se pregunta la razón de su existencia, que salva mucha gente porque claro, es muy bueno, pero sigue sin entender aún qué tiene que hacer en la vida. Por fin aparece el padre, o una imagen holográfica de su verdadero padre y le explica otra vez todo lo que ya vimos al principio, y algunas cosas más. Simultáneamente a la comprensión de sí mismo y de la dimensión de sus poderes aparecen los malos (por suerte hubo una sincronización), esos tres villanos escapados de Kriptón y que recién comenzaban a molestar y a querer dominar la Tierra en Superman 2 (1980) son aquí unos cuantos más –como ocho–, pero para entonces ya el espectador está demasiado aburrido. Superman no hizo nada para ganarse su simpatía, el conflicto se demoró mucho, y tanta explicación y justificación empiezan a volverse molestos. Luisa Lane –Amy Adams, quizá la mejor del reparto– ya demuestra en su primer diálogo que es una mujer resuelta y que se enfrenta a un mundo de hombres utilizando un lenguaje de camionero –una muestra de feminismo mal comprendido, por el cual se adoptan los mismos vicios que se critican–. Cuando llega la primera mitad de la película, la cosa ya empieza a moverse, y de qué manera. El director Zack Znyder (300, Sucker punch) apuesta a la ruptura de tímpanos –cada vez que Superman sale volando suena un estruendo- al diálogo grandilocuente y a la destrucción edilicia: algo así como una cincuentena de rascacielos son destruidos durante la película aunque nunca se ve morir a los civiles cuando los edificios caen (es increíble como la censura desde la transmisión televisiva de los atentados del 11 de septiembre del 2001 se ha mantenido inalterada). Con tanta acumulación de destrozos sin ningún respiro, uno deja de sentirse impactado por los efectos, deja de preocuparse por las posibles pérdidas, y hasta se olvida de cuáles villanos fueron abatidos y cuáles no. Los malos no escapan al estereotipo y no parecen esconder dimensión emocional alguna. Eso sí, hay alguna pelea callejera –a trompada limpia y a toda velocidad entre seres superpoderosos que vuelan y atraviesan cosas– que parecería no tener precedentes en cuanto a contiendas filmadas. Las escenas de vuelo respiran libertad y los efectos visuales en general están muy logrados – mejor que así fuera, hubo 225 millones de dólares volcados–, pero cuánto bien le hubiese hecho a esta película un mínimo de sustancia, y algo de aire entre demolición y demolición. Publicado en Brecha el 21/6/2013
Basta de majadería Hay que ver lo insulso, repetitivo, inverosímil y aburrido que puede volverse un drama romántico filmado en Hollywood. Acá tenemos al enésimo enlatado de chica que conoce chico, en entorno amable y paradisíaco. Ella (Julianne Hough, una versión insalubre de Jennifer Anniston) prófuga de la justicia pero de buen corazón, chica risueña que atravesó malas experiencias, va a parar a un pueblito tranquilo, de gente agradable, en el que sin dificultad alguna obtiene un trabajo y puede alquilar una cabaña a orillas del mar. Para mejor, conoce a un buen partido (Josh Duhamel) el típico tipo lindo, buena persona, atento y maduro, que casualmente atravesó también infortunios recientes. Como para dar muestras de que es un hombre serio, es además un joven padre que se hace cargo solo de dos críos, luego de la muerte de su esposa. Hay que ver los recursos baratos integrados como para intentar acercar este meloso pastiche al thriller: la casa filmada desde tomas distantes, los sonidos en la noche, las falsas alarmas, las esporádicas apariciones de oficiales de policía. Todos artificios a los que se echa mano pretendiendo aportarle algo de suspenso a una trama intrascendente. Un tono empalagoso y bobalicón recorre toda la película y son presentados personajes carentes de profundidad psicológica: a la protagonista no le cuesta nada enamorarse y confiar en un hombre al poco tiempo de haber salido de una relación violenta y traumática; el viudo da muestras de haber superado plenamente el reciente fallecimiento de su esposa, y los hijos de él aceptan más tarde a la nueva integrante de la familia sin dar muestras de celos ni de molestia alguna. No hay matices, no hay conflictos internos, no hay dudas, sólo sentimientos inmaculados, puros, unidireccionales. Probablemente como consecuencia de esto y de la mala dirección de actores, la “química” entre los personajes, -ese encanto peculiar tan difícil de construir- se vuelve inexistente. Cabe preguntarse si al director sueco Lasse Hallström le estará irrigando bien la sangre al cerebro, porque últimamente sólo ha filmado cosas intragables. Parece mentira que un director que supo hacer un par de buenas películas en su país natal y alguna más en Estados Unidos (Quién ama a Gilbert Grape, Las reglas de la vida), haya perdido hoy cualquier atisbo de inquietud, gracia o creatividad. Quizá el único mérito de esta película es que integra dos vueltas de tuerca, de esas que resignifican sustancialmente la trama, una a la mitad del metraje y otra al final, que no se ven venir. Pero finalmente quedan como dos pequeños puntos aislados que de ninguna manera podrían mejorar una película cuya calidad serpea constantemente a niveles subterráneos. Publicado en Brecha el 30/8/2013
La Tierra vs. el hombre A veces se da. Cineastas brillantes suelen filmar películas terribles, y también lo opuesto, directores mediocres pueden lograr películas muy buenas. El arte es impredecible, el ser humano imperfecto y el talento variable, y por lo tanto conviene desligarse de ideas previas sobre los realizadores y observar y disfrutar las obras como unidades independientes, más allá de precedentes o autorías. El director indoamericano M. Night Shyamalan parecería personificar como nadie esta disparidad. Luego de un notable debut (Sexto sentido) fue empantanándose cada vez más, entregando un bodrio atrás del otro hasta llegar a niveles de infumabilidad extrema. Pero cuando uno menos se lo espera pueden darse ciertos fenómenos extraños, como esta película. En un futuro próximo la contaminación en el planeta Tierra lo vuelve un sitio inhóspito para el ser humano, por lo cual la civilización debe trasladarse a otros confines del universo. Cuando miles de años después un legendario general (Will Smith) y su hijo (Jaden Smith) salen en una misión por el espacio, la nave en la que viajan se accidenta, cayendo en nuestro planeta. Gravemente lesionado, el padre debe quedarse en la nave, y su hijo atravesar cien hostiles y agrestes kilómetros para poder dar finalmente con una baliza de rescate. Es así que el chico emprende una carrera contra el tiempo -su padre va a morir pronto, los recursos escasean-, y contra las fuerzas naturales. Uno de los aspectos más atractivos del planteo es precisamente esta reacción adversa del planeta contra el ser humano, como si el conjunto de La Tierra hubiera desarrollado anticuerpos para tomarse una revancha contra los parasitarios y destructivos invasores. Gracias a un notable trabajo del fuera de campo, la envolvente presencia de la naturaleza se convierte en una latente y constante amenaza. Aparte de esto, estamos ante una aventura trepidante. Las diversas instancias que el chico debe atravesar, con la carga de múltiples factores opresivos -hay un monstruo depredador suelto por el bosque, el oxígeno se acaba, su padre se muere, la tecnología falla y la noche se cierra congelándolo todo en la superficie- llevan a estar pendientes de las armas del chico, de su inventario y del delgado y constante límite entre la supervivencia y la muerte. No pocos críticos han apuntado ciertas infortunadas similitudes en el discurso de la película con ciertos principios de la Cienciología. Se habla de "propaganda encubierta", y se señalan detalles como que la filosofía con la que instruye el personaje de Will Smith a su hijo coincide con ciertas enseñanzas de esa religión, o la figura de un volcán, símbolo característico de la doctrina, empleado con un papel fundamental. Estas observaciones parecerían ser acertadas, pero no vale la pena tachar la película por este perfil; si así lo hiciéramos deberíamos descartar al 95 por ciento de los productos hollywoodenses por hacer propaganda, -a veces con disimulo, a veces con alevosía- de la religión cristiana, y lo cierto es que esta película no deja de ser enteramente disfrutable. Por esta vez conviene quebrar una lanza por Shyamalan, ya que ante todo cumple con la premisa de lograr un estimulante y digno entretenimiento. El director supo evitar los estrepitosos errores en los que incurrió en otras ocasiones: los lugares comunes y las situaciones inverosímiles (La dama en el agua), los guiones defectuosos (Señales) la vacuidad seria y ampulosa (El último maestro aire fue una nefasta adaptación en la cual era demolida toda la gracia y la frescura de la serie original), y por fortuna supo conjugar la adrenalina de las grandes películas de aventuras y el agradable clasicismo de las matinés. Publicado en Brecha el 14/6/2013
El gran simulador (Néstor Frenkel. Argentina) Néstor Frenkel (Buscando a Reynolds, Amateur), el más original y divertido de los documentalistas argentinos, se centra una vez más en una personalidad excéntrica, asombrosa, única en su especie. El ilusionista manco René Lavand es una leyenda viva, un profesional que, luego de un accidente automovilístico, orientó sus energías a realizar trucos de magia, principalmente con cartas, con su única mano hábil. Sarcástico, provocador, hábil declarante, Lavand realiza trucos imposibles, escondiendo la complejidad de las ilusiones por detrás de una aparente y desconcertante simpleza. Lavand se enfrenta a las cámaras desde su casa y su contidianeidad, con una soltura y un sentido del humor que lo convierten en una figura tan carismática como profunda. Su éxito, explica, no radica tanto en su uso profesional de la baraja, sino en la forma de incorporarse, en sus miradas, en el uso de la oratoria, de los silencios, de los recursos dramáticos utilizados en su puesta en escena. Y Frenkel, enamorado de lo que fue y ya no está, rinde tributo a un espectáculo de antaño que de la mano de Lavand conserva su atractivo intacto.
La última de Lamothe La presencia de Esteban Lamothe en protagónicos está empezando a ser la figurita repetida del cine argentino actual. Su duro semblante, su ceñuda seriedad y su parquedad de palabras característica lo han convertido en un nuevo antihéroe, quizá ubicable en un lugar intermedio entre el bajo perfil y la inseguridad característica de los personajes de Daniel Hendler, y el magnetismo carismático de los de Darín. Por lo general son personajes de cabeza dura, apáticos y hasta algo explosivos, pero que en su contención dejan entrever conflictos internos y que, paulatinamente, van dejando aflorar calidez y sentimientos. El 5 de talleres, El cerrajero y esta Por un tiempo son películas centradas y de alguna manera sustentadas en su presencia, lo que lleva a que, como ocurre hoy con las de los otros dos actores nombrados, ya pasen a ser informalmente nombradas como "la última de Lamothe". Si en las otras (y en El estudiante, también) el personaje era un tipo perteneciente a la clase media-baja, aquí tiende más bien a la media-alta: arquitecto de profesión, viviendo desahogadamente junto a su esposa embarazada (Ana Katz, notable) en una casa amplia incluso con empleada doméstica. Pero Lamothe sigue siendo Lamothe y desde el primer momento se lo ubica en el epicentro del conflicto: en una seria charla en un bar, una mujer y un hombre mayor le pasan una desconcertante noticia. Él es padre de una niña de doce años (Mora Arenillas) que nunca conoció, y cuya madre se encuentra gravemente hospitalizada. Deberá hacerse cargo de su hija, hospedarla y cuidarla "por un tiempo", como reza el título. Con el cuidado necesario, con un acercamiento maduro a los personajes por el que se respeta su psicología, sus inquietudes, su difícil adaptación a un universo nuevo, el atractivo abordaje parte entonces desde esta madeja en la cual la vida de los implicados cambiará para siempre. La película expone un arduo proceso y se concentra especialmente en las figuras de padre e hija, ambos enfrentados a un cambio radical de esquemas; ella monosilábica y distante, él introspectivo y con dificultades de acercamiento. Como apunte particular, es muy interesante cómo el personaje de Ana Katz, quien en un comienzo es más próxima a la niña y más dada a ofrecerle la contención necesaria, va dejando aflorar los celos a medida que el personaje de Lamothe sigue el camino inverso, conectando mejor con su hija. Predecible, pequeña, íntima y entrañable, esta película supone el debut como director y guionista del actor Gustavo Garzón, y parecería formar parte de un cine argentino que está ganando espacios; uno vinculado a historias familiares (Choele, Pistas para volver a casa, Los marziano o mismo El 5 de talleres y El cerrajero, entre otros), de narraciónes clásicas y despegadas de las vertientes más "autorales" y minimalistas que suelen caracterizar al cine rioplatense. Es un camino distinto, y lo vienen haciendo más que bien.
Sólida y con armadura Además de las dosis de humor canchero, acción espectacular y villanos megalómanos, elementos prácticamente obligados y de manual para esta clase de superproducciones familiares, los recursos para que la saga de Iron man mantuviera su interés y su intensidad fueron utilizados con resultados desiguales. Las películas se valieron, para mantener su ritmo, de una doble tensión intrínseca al personaje: su inestabilidad física o mental por un lado y, por otro, la inestabilidad de su armadura. Digamos que un millonario pedante y ególatra de la talla de Tony Stark no es, a priori, un protagonista que despierte simpatías masivas, por lo que se volvía necesario que las cosas le fueran realmente mal, que lo aquejaran dolencias físicas y mentales para generar la adhesión necesaria. Que la armadura esté algo deteriorada justo en los momentos más importantes es el recurso que los guionistas de turno utilizaron para dosificar tensiones. Iron Man 2, la más floja de la saga, explotó muy mal el envenenamiento físico del protagonista, perdiéndose un poco la oportunidad de generar intensidad en los momentos clave. Nombrar el otro punto fuerte de la saga ya es una redundancia: Robert Downey Jr. es un actor enorme, la clase de intérprete que puede salvarle el cuero a directores inhábiles y a guionistas deficientes. Un hombre que se las ingenió para figurar simultáneamente en dos de las más sólidas, simpáticas y taquilleras sagas mainstream de la actualidad: Iron Man y Sherlock Holmes,Los vengadores no fuese la mitad de buena si no contara con su presencia y su invaluable carisma. y que es capaz de desenvolverse con la misma soltura como investigador toxicómano en el S XIX y como magnate excéntrico. Es probable que la notable y reciente Por fortuna, en esta tercera parte el hombre de hierro cumple con sus cometidos de salvar el día –sobre todo si es un sábado tormentoso- aportando un entretenimiento inteligente que mantiene constantemente el interés. El director Shane Black (que ya había trabajado con Robert Downey Jr. en la divertida Entre besos y tiros) parece dejar su marca en la agilidad de la trama, lo trepidante de las escenas de acción y la simpatía de algunos chistes -es grandioso un gag en el que tiene lugar una disputa conyugal con armadura mediante-. Quizá la escena mejor lograda sea la de la explosión en un avión, que provoca una caída en picada de trece pasajeros, a los que el paladín debe salvar a sabiendas de que sólo puede cargar con cuatro simultáneamente. No deja de tener su interés la existencia de un terrorista a lo Bin Laden que termina siendo un simple actor cumpliendo órdenes en un estudio montado, una invención mediática para saciar la necesidad popular de un enemigo visible. Una bienvenida respuesta sarcástica a esa lamentable épica “documental” e “histórica” llamada La noche más oscura.
Revelación Pocas veces queda tan en clara y con una sóla película la grandeza de un director. Miguel Gomes es un cineasta portugués, un mal estudiante en general -según sus propias palabras- y un prestigioso crítico de cine que continúa una tradición de consagrados cineastas que también fueron críticos (Rohmer, Truffaut, Godard). En realidad Gomes ya había filmado A cara que mereces (2004) y Aquel querido mes de agosto (2008), que este cronista aún no vio (aunque reparará esas faltas con presteza) y entrega aquí una bellísima historia sugerente, humana, poderosa y rica en significados. Dividido en dos episodios, el personalísimo planteo está filmado integramente en blanco y negro, aunque en distintos formatos: la primera parte fue filmada en 35 mm y la segunda en 16 mm, notándose esa diferencia en el cambio sustancial en la granulación de la imagen durante la segunda mitad. El primer episodio se ubica en Lisboa, en la actualidad. Una mujer está preocupada por la situación de su anciana vecina, quien se ve afectada por su propia ludopatía y por importantes delirios paranoicos. Arribada la segunda parte, esta historia es abandonada por completo y se plantea un inesperado salto hacia atrás, cincuenta años antes, situándose la acción en Mozambique, colonia portuguesa, en un contexto político y moral absolutamente diferente (notar el contraste entre las preocupaciones sociales de la protagonista durante la primera parte y el desinterés total generalizado en la segunda). Además de ser un homenaje inmenso al cine clásico -Tabú es también el nombre de la ficción-documental filmada conjuntamente por dos de los más grandes: F W Murnau y Robert J. Flaherty- la película plantea un brillante juego de confrontación entre una historia y la otra, planteando una exploración sobre el amor, sobre la percepción del paraíso (los únicos paraísos son los paraísos perdidos, decía Borges), acerca de la juventud y la vejez, y de cómo muchos nos olvidamos que detrás de esta vino aquella, marcándola a fuego con traumas, culpas y tabúes que determinan la personalidad.
Lazos perversos (Park Chan-wook. Estados Unidos / Reino Unido) Es probable que ningún director hubiera sido más adecuado para filmar el lúgubre guión de Wentworth Miller (sí, el protagonista de la serie Prison Break), pero aún así, debe decirse que el mismo se encuentra en un tono e intensidad muchos decibeles y amperios por debajo de lo que normalmente logra el desquiciado Park Chan-wook en su Corea natal. El resultado es un ejercicio hitchcockiano estilizado y elegante, pero filmado con el pulso de un director que conoce el paño y que sabe proponer excesos como ningún otro. Poderosos planos-detalle, sugestivos fundidos de imágenes, una viva paleta de colores y una compaginación fotográfica y sonora que juegan fuerte en función de la locura, la fiebre sexual y la violencia que se contienen y se conservan para estallar finalmente en hermosas y brutales catarsis. Como ya nos demostró el colega surcoreano Kim Jee-woon dirigiendo a Schwarzenegger, ni la maquinaria de Hollywood puede doblegar el poderío tras de cámaras de los cineastas surcoreanos.
La nana (Sebastián Silva, 2009) Convivencia maldita Desde su primer escena, esta película ya plantea una relación de poder, una desigualdad radical y una situación incómoda. Se trata de una empleada doméstica cenando en una mesa de la cocina, vestida con ese uniforme tan ridículo que a algunas les toca usar. Pero hay algo muy extraño en su mirada, en su seriedad y en sus ojos desorbitados, quizá desequilibrio, o algo peor. No come tranquilamente, sino que se la ve atenta, pendiente de las conversaciones que tiene la familia en el comedor. Porque claro, ella cocina, sirve y levanta la mesa, y debe interrumpir su comida según los caprichos de otros. Pero esta vez la llaman por algo especial; desearle feliz cumpleaños, invitarla con una torta y darle unos regalos. Aunque se trate de un gesto de cariño y buena fe, la escena revela sutilmente y con pequeños indicios cierto aire de condescendencia, y que se trata de una situación extraordinaria, un impensado reconocimiento a una figura que existe sin ser parte. Y de la que dependen totalmente. La nana es una adicta al trabajo y es quien cocina, limpia, friega la loza, lava la ropa, plancha, prepara los niños para el colegio. Y lo hace desde hace veinte años. Tiene además conocimiento de los secretos familiares, de las manías y los vicios personales, de cada escondrijo de la casa. Asimismo, sufre de terribles migrañas, demuestra cierto desprecio visceral por una de las hijas e incluso llega a utilizar su propio micropoder para complicarle la existencia. Sin tomar posiciones y siguiendo de cerca los cuadros cotidianos, se empieza a convertir a la nana en una suerte de “enemigo en casa”, un personaje digno de una obra de horror psicológico, que hasta parece factible pueda detonar en cualquier momento. Además de una evidente lectura desde una perspectiva de clases, la película se presta a ser analizada desde la sociología y la psicología, como muestra de la dinámica de grupos humanos, de la territorialidad, de ciertas mezquindades y reacciones respecto a microclimas de exclusión y competencia, y de las enfermedades grupales. Todo esto logrado con un presupuesto escaso, problemas de financiamiento a mitad del rodaje y nada más que un par de locaciones, un equipo técnico reducido y pocos actores. El director chileno Sebastián Silva contó con la invaluable presencia de la actriz Catalina Saavedra, de quien logra extraer los matices necesarios para despertar reacciones encontradas. Silva reconoce como referentes a Lars Von Trier, Woody Allen y Gus Van Sant, ante todo por la naturalidad de sus cuadros. Pero en La nana no es fácil dar con las huellas de estos autores y, ante todo, se percibe una originalidad y una profundidad deslumbrante. Pero lo realmente meritorio de este filme y lo que lo convierte en una obra excepcional es la vuelta de tuerca que se da pasada la mitad del metraje -quizá a algun lector le convenga dejar de leer por aquí- porque la amplísima mayoría de los directores del mundo se hubiesen sumado al arrollador pesimismo que impera en el cine social, cerrando el cuadro a modo de drama irresoluble, dejando el personaje en decadencia y a su suerte, sin dejar espacio para la esperanza. Es en todo sentido asombroso este quiebre impuesto ya que es probable que la mayoría de los espectadores hubiera extraído la conclusión de que la nana es un problema endémico, una amenaza potencial y un cáncer que es preferible extraer. Incluso la negativa de la madre de despedirla podría resultar al más evidente sentido común, una auténtica necedad. Y es aquí que una aparición externa dará un vuelco radical a la situación, y surgirá con una solución sorprendentemente sencilla. “Todo lo que necesitas es amor” parece decir el director-coguionista, y la resolución está planteada con inusitada verosimilitud, demostrando el equívoco general. Por sorprender de esta manera el espectador, y peor aún, por llevarlo a cuestionar sus mismas seguridades, La nana es una obra mayor, seguramente de las mejores películas latinoamericanas vistas en años.
Los miserables (Tom Hooper, 2012) Apesta En reseñas de esta película, aparece como constante la típica afirmación de que va a ser disfrutable para los amantes del género (musical), pero que no es recomendable para quienes no gustan de estos espectáculos. Como si los géneros fuesen exclusivos de un tipo de público y no existiese ninguna particularidad en las películas que pudiesen llevarlas a trascender esos círculos y llegar a otras personas. Si desde el vamos la afirmación no es demasiado feliz, tampoco lo es su primera premisa, precisamente porque los que gustan y conocen el género difícilmente encuentren aquí características que los convenzan. Está claro que la apuesta era arriesgada, y que llevarla a la práctica suponía exponerse a un equilibrio precario que podía suponer el naufragio. El texto original de Victor Hugo es profundamente dramático, y dar con el tono apropiado, en un musical operístico en el que prácticamente todos los diálogos están cantados (sí, como en Don Giovanni o Los paraguas de Cherburgo) requiere de una destreza técnica mayúscula, lograr un ritmo estimulante y personajes que permitan una identificación. Y el director Tom Hooper (autor de la celebrada El discurso del rey) fracasa rotundamente en los tres puntos. Que Hooper no tiene la experiencia necesaria para filmar una película de estas características queda bien claro en las escenas más dinámicas y en las de transición entre piezas musicales. El frenético montaje impide que una toma dure más de dos o tres segundos, agolpando sin descanso una sucesión ininterrumpida y a veces caótica de imágenes que denota inseguridad, y que se encuentra a siglos luz de las escenas claras, fluidas y estimulantes que pueden lograr los tipos que realmente saben narrar con imágenes y acciones, como Spielberg, Scorsese o Tarantino –por nombrar solo a tres-. A esto se le agrega una molesta incoherencia idiomática, ¿por qué cuernos una historia enteramente francesa, ambientada en Francia, con personajes llamados Jean Valjean, Javert y Fantine tiene que estar hablada en inglés? La obra musical original de Claude-Michel Schönberg estaba en francés, y bien podían haberse tomado de allí las canciones, pero no, se prefirió la adaptación inglesa seguramente porque, como debe recordarse, a la Academia no le caen bien los idiomas extranjeros. La película es profundamente arrítmica porque cae en pozos musicales de interés prácticamente nulo, -cuando el joven Marius cuenta de su enamoramiento a sus amigos rebeldes, o cuando Éponine se lamenta por su amor no correspondido-; se le da demasiado espacio al trillado triángulo amoroso entorpeciendo el devenir de los hechos. Todo lo nombrado afecta profundamente lo que aquí falta y hay en los grandes musicales: espontaneidad. Hay una impronta constante de cuadro armado, los semblantes son serios, los silencios solemnes, las poses impostadas. Esta ausencia de asideros terrenales es lo que impide la identificación con los personajes. Para colmo, Russell Crowe canta horrible y Hugh Jackman no está mucho mejor. Claro que de a ratos el texto transmite su fuerza, que Anne Hathaway está bien en todo sentido, que los niños son los mejores intérpretes y que los secundarios de Sasha Baron Cohen y Helena Bonham Carter dan un contrapunto humorístico el poco rato que aparecen. Pero claro está que no son méritos de Hooper. Publicado en Brecha el 8/2/2013.