La quinta película del realizador de “La vida útil” es una muy original, extraña y divertida comedia negra acerca de un hombre que manejaba, desde el paraíso fiscal uruguayo, grandes cantidades de dinero en la peligrosa década del ’70. Con excelentes actuaciones de Daniel Hendler y Dolores Fonzi. Uno podría decir que ASI HABLO EL CAMBISTA es la versión uruguaya de EL LOBO DEL WALL STREET. Humberto Brause, su protagonista, es un hombre inescrupuloso cuyo único objetivo es la acumulación de dinero. Un cambista que, con el correr de los años, se va enredando de una manera entre absurda y peligrosa con más y más cantidades de dólares y personajes cada vez más raros y complicados. Pero lo de “versión uruguaya” no tiene que ver solamente con el cambio de locación entre la película de Martin Scorsese y la del director de LA VIDA UTIL, sino con el tono y el tempo que se maneja aquí, una suerte de comedia negra, un tanto absurda y bastante tanguera, que toma una situación absolutamente realista y la lleva a un terreno casi de historieta. Un casi irreconocible Daniel Hendler –con una importante prótesis dental que le cambia hasta el modo de hablar– es el tal Brause y su relato en primera persona con referencias bíblicas también son, a su modo, scorseseanos. De entrada nos ofrece aquella historia de Jesús echando a los mercaderes del templo. “El lo había entendido –dice Brause, en off–. Los cambistas somos el origen de todos los males”. Si uno espera que a esa secuencia le siga la de un gran atraco o un negocio de impactante volumen se topará con todo lo contrario: una pareja de viejitos guardando dólares en una caja de seguridad. Sí, la versión rioplatense de los grandes negociados internacionales. Pero pronto todo eso cambiará y, a su manera, ASI HABLO EL CAMBISTA se volverá también una historia en la que se mueven enormes cantidades de dinero y en las que se mezclan políticos uruguayos, militares y Montoneros argentinos, terratenientes y mafiosos brasileños y los viejitos en cuestión, solo que ahora transformados en parte de un gran negocio de lavado de dinero. La película arranca en Montevideo, en 1975, pero apenas Brause se presenta y explica en qué consiste su trabajo (algo que los argentinos, tristemente, conocemos muy bien), Veiroj retrocede a 1956 para mostrar los inicios del joven Humberto en la casa de cambios de Schwensteiger (Luis Machin), un veterano y respetado cambista, que tiene una hija llamada Gudrun (Dolores Fonzi), que atrae al joven y ambicioso Brause. A algunos les llamará la atención que sean los mismos actores los que hagan de sí mismos en versión adolescente, pero créanme que en el tono discretamente farsesco que maneja la película eso funciona a la perfección. ASI HABLO EL CAMBISTA se centrará en el crecimiento de Brause en el rubro y en su cada vez mayor distancia con cualquier idea parecida a la ética. Brause es la clara muestra de que, para ciertas personas, la posibilidad de juntar más y más dinero hace desaparecer cualquier prurito posible. Pero él no es el único que cree que el dinero es la única religión que cumple sus promesas. Casi nadie parece quejarse de sus turbios manejos ya que casi todos utilizan sus servicios y aprovechan sus trucos y trampas. El primer y gran quiebre se produce ya en los años ’60 cuando Humberto decide empezar a manejar dineros no del todo limpios de personajes del gobierno uruguayo y eso lo hace tomar distancia de su más correcto suegro. A esa altura ya está casado con Gudrun, con la que tiene una relación que parece más utilitaria que otra cosa. A tal punto es de fría y profesional que él le confiesa un affair como si nada. A ella parece no importarle demasiado pero la venganza, dicen, es un plato que se sirve frío. El centro de la película transcurrirá en los ’70, con Uruguay convertido en paraíso fiscal para dineros mal habidos de argentinos y brasileños. A Brause acudirán guerrilleros con bolsas de dinero y milicos con intenciones de adueñárselas y él buscará la forma de quedarse con esa plata como sea, aún arriesgando su vida metiéndose en un conflicto que parece quedarle grande. Pero, en sus torpes y por momentos absurdas formas, a veces logra salirse con la suya. Más complicada la tiene en su costado personal ya que ni la mujer ni los hijos parecen prestarle demasiada atención. Y cuando la salud empiece a jugarle malas pasadas, las cosas por ahí se complicarán de maneras inesperadamente graciosas. ASI HABLO EL CAMBISTA es un film político que cuenta la historia latinoamericana (centrándose casi exclusivamente en Uruguay, Brasil y Argentina) desde un ángulo y con un tono que no estamos acostumbrados a ver. No es una película militante ni nostálgica ni de revisionismo histórico y ni siquiera un thriller acerca de las situaciones más duras de la historia rioplatense. Es una ácida comedia sobre el dinero, el material que hace mover a la enorme mayoría de los políticos de estas latitudes, más allá de las banderas que digan representar. Que un mismo y enorme flujo de dólares sea disputado por guerrilleros, empresarios, congresistas, militares y mafiosos habla a las claras de que el único color que importa en la política es el verde. Y que lo demás es, por usar un término rioplatense, para la gilada. Y lo que habilita ese juego, esa diferencia, es la forma tan particular de Veiroj de presentar ese mundo. Con un vestuario, una dirección de arte y un estilo actoral que estira a lo imposible los límites del realismo pero sin volverse necesariamente ni grotesco ni costumbrista, el director de EL APOSTATA juega su juego en un terreno muy personal, que solo se me ocurre compararlo con el de la historieta, o el de ciertas películas de los hermanos Coen, especialmente EDUCANDO A ARIZONA o UN HOMBRE SIMPLE, y hasta algunos de los experimentos de ficción salvaje de la escuela El Pampero (Llinás, Moguillansky). Y si bien el propio Veiroj tiene referencias más oscuras o refinadas (les recomiendo que vean algunas comedias del estudio británico Ealing para darse una idea del estilo) al espectador le quedará siempre la sensación de estar viendo una versión estilizada y burlona de la historia (presten atención a Moacyr, el personaje “brasileño” que hace Germán de Silva), con altos momentos cómicos y otros de una importante –aunque disimulada– carga dramática. Hendler es el protagonista excluyente de la historia y el personaje le permite ofrecer su mejor actuación en muchos años, un tipo que puede ser a la vez un pusilánime un tanto patético y un jugador importante en el tráfico de dinero entre pesos pesados de la política de los ’70. Fonzi y Machín, en roles menos desarrollados, le agregan a la película una mirada externa, lateral, de gente que se pretende más refinada (los momentos musicales merecen una crítica aparte) pero que se ve igualmente enredada en la suciedad del lavado de dinero. Volviendo a la comparación temática con varias películas de Scorsese, ASI HABLO EL CAMBISTA se ubica en ese lugar incómodo en el que se ve que tanto el director como el protagonista tienen una relación de amor/odio con el fascinante y peligroso mundo en el que se mueven, del que dicen querer escaparse pero en el fondo no pueden vivir sin él. Y Humberto Brause –como Henry Hill en BUENOS MUCHACHOS, Sam Rothstein en CASINO o, claro, Jordan Belfort en EL LOBO DE WALL STREET— es un tipo que descubre, finalmente, que la añorada tranquilidad no es otra cosa que un lugar bastante monótono en el que nunca pasa nada. Y en donde no se puede siquiera tomar un buen café.
La película codirigida por el realizador de la nominada al Oscar “El abrazo de la serpiente” transcurre en una comunidad indígena colombiana que, en los años ‘70, entró en conflictos internos cuando empezó a venderle marihuana a los estadounidenses y a disputarse el negocio entre distintas familias. Un combo de dos tipos de películas diferentes que funcionan muy bien juntas. Dos géneros que uno imagina por separado dentro de las tradiciones del cine latinoamericano se combinan muy bien en PAJAROS DE VERANO, la nueva película de Ciro Guerra codirigida en esta ocasión con Cristina Gallego, también su productora. Una de ellas, la que parece marcar el tono al principio, es el drama de las comunidades indígenas tradicionales, en este caso los wayuu de la Guajira colombiana. La primera escena muestra el pasaje a la adultez de Zaida, una niña que sale al mundo a ser ofrecida en matrimonio tras pasarse un año encerrada tejiendo según ciertas normas tradicionales. La chica termina siendo pedida por Raphayet, un hombre bastante más grande, que trabaja con los alijuna, como ellos llaman a los que no son indígenas. Pero en la familia la que parece mandar es la madre de la chica, Ursula, cuyo poder sobre los demás y supuesta sabiduría no se discute. La película está dividida en varios Cantos —a lo Dante en la Divina Comedia— y arranca en 1968 para terminar a principios de los 80. Luego del rito tradicional la película parece girar a otro territorio, más Scarface/Scorsese, pero en los mismos escenarios y con los mismos protagonistas indígenas. Raphayet y su amigo Moisés se dan cuenta que es un gran negocio venderle a los gringos de los Peace Corps la marihuana que cultiva una familia indígena cercana y rápidamente empiezan a hacer mucho dinero con eso, montando un sistema que es la versión en pequeña escala de lo que conocimos luego con los narcos colombianos en los ‘80. Pero la violencia, la sangre, los conflictos internos son los mismos, solo que los códigos en juego, al menos en teoría, parecen ser otros, ya que las comunidades se rigen por otros valores y tradiciones. O deberían… Pero el dinero es el dinero, el poder es el poder, y a lo largo de esa década la película nos irá mostrando la disolución, peleas a muerte y enfrentamientos entre esas familias que lucirán y vivirán en lugares diferentes a los de EL PADRINO o los narcos de Miami pero se cobran las deudas y se disputan el poder de maneras bastante similares. Lo que le otorga un grado de originalidad a la película es que los escenarios y costumbres son muy distintas y, a la vez, los directores no idealizan a las comunidades de este tipo como suele hacerse en el cine latinoamericano de consumo internacional sino que muestran sus contradicciones, su orgullo, sus ansias de poder y cómo eso va destruyendo sus tradiciones. A la vez PAJAROS DE VERANO de verano mantiene un cierto look y algunas ideas del imaginario indígena tradicional (cantos, cuentos, rezos, etc), que resultan particularmente interesantes de analizar en un contexto de película casi de gangsters. En la segunda mitad por momentos se pierde un poco el eje respecto a los personajes (Raphayet, quien parece ele protagónico en su primera mitad va cediendo paso a esa especie de Lady Macbeth que es Ursula) y algunas subtramas quedan no del todo exploradas o desarrolladas. Pero más allá de algunos pequeños desajustes de ese tipo, la película resulta original, inteligente y, a la vez, bella. En ese sentido se parece bastante a EL ABRAZO DE LA SERPIENTE ya que ambas son películas que se centran en la disolución de comunidades indígenas a partir de la llegada del hombre blanco y/o el capitalismo, pero no lo hacen desde un punto de vista inocente, de “noble salvajes” enfrentados a fuerzas poderosas desconocidas sino que muestran a los pueblos originarios enredándose en las ambigüedades existentes en cualquier comunidad, especialmente a partir de la aparición del dinero. Cualquiera sea su origen o condición, el ser humano –parecen decir ambas películas– es bastante más complejo que lo que buena parte del cine festivalero que exportamos desde América Latina quiere hacernos creer.
La nueva película del director de “El limonero real” se centra en una mujer que debe dinero en su trabajo y debe reponerlo a la mañana siguiente. Belén Blanco, Marcelo Subiotto, Edgardo Castro y Leonor Manso protagonizan esta historia acerca de la soledad y los vínculos que se ven afectados por la crisis económica. LA DEUDA es un retrato de un (mal)humor social e individual. El título, cuyas referencias son específicas pero también metafóricas, lleva a pensar en distintas “deudas” posibles: la que tiene la protagonista con su jefe –ella se ha quedado dinero que no le correspondía y tiene que reponerlo a la mañana siguiente al entrar al trabajo– pero también en una deuda, si se quiere, social con la esforzada gente que día a día trata de combatir la soledad y la desesperanza mediante el trabajo y la solidaridad, las únicas armas que jamás abandonan. La nueva película de Fontán es un retrato nocturno, además, de un sector de la ciudad y la provincia muy particular, allí donde Barracas y Constitución se tocan con el Conurbano (Avellaneda, Gerli, Quilmes, etc.), zona de autopistas y calles bajas, de edificios tipo monoblock y de muchas soledades desperdigadas. Mónica (Belén Blanco, de bienvenido regreso al cine) usó 15 mil pesos que no eran suyos, ha sido “descubierta” en el trabajo y se comprometió a devolverlos la mañana siguiente. A lo largo de la noche deberá conseguirlos, por lo que se cruzará con distintos personajes y entablará con ellos relaciones mediadas por esa necesidad. Mónica recalará en la casa de su hermana (Andrea Garrote), que cumple años, se cruzará luego con una ex pareja (Marcelo Subiotto), con el hombre con quien convive (Edgardo Castro) y más tarde con su madre (Leonor Manso), con la cabeza siempre puesta en conseguir que la ayuden económicamente. Cada uno de ellos, a su manera, vive su propia soledad y desamparo emocional, y aun sabiendo el interés existente en esos encuentros –Mónica tampoco hace mucho por disimularlo–, harán lo posible para ayudarla. LA DEUDA se presenta como una cadena de favores en la que el dinero es central, un poco como en algunas películas de Robert Bresson o MAURO, de Hernán Rosselli, con la que comparte tema y cercanía geográfica. La matriz de esa cadena es, uno imagina, un sueldo insuficiente que lleva a Mónica a tener que quedarse temporariamente con un dinero que no es suyo. Fontán nunca aclara los motivos (no es la primera vez que Mónica lo hace, se sabe, pero el guion no busca una justificación que podría generar empatía fácil respecto a sus actos) sino que se asume que el dinero no le alcanza y no ve otra alternativa que “tomarlo prestado”. En su recorrido se enfrenta con su historia personal y familiar pero –salvo por un momento, perteneciente a otro tipo de película, en la que la madre le habla de su pasado– muy pocas cosas “importantes” se dicen en LA DEUDA. Se adivinan, sí, las marcas de ciertos dolores e impotencias, de cierta sensación de vacío entre todos ellos, pero quedará en el espectador imaginar las causas de ese desapego. Por otro lado, casi nunca la película se vuelve turbia o peligrosa, y no invita a pensar que Mónica vivirá desventuras del tipo policial. Aparenta ser un descenso a los infiernos pero –salvo que uno pueda pensar que el infierno es algo parecido a ver gente jugando sus pocos dineros en el bingo de Avellaneda a las tres de la madrugada– termina sin serlo. O lo es de una manera inesperada, un poco como la reciente película GHOST TROPIC, de Bas Davos, que seguía a una señora forzada a volver a su casa a pie de madrugada tras perder el último transporte público. Ambas deambulan por la noche y se topan con gente sola. Y ambas películas pintan esa tristeza de extramuros desde una distancia exacta. Es una película filmada con una rigurosidad y un ojo únicos –ya conocidos en otras películas, más radicales, de Fontán, como EL ARBOL, EL ROSTRO o EL LIMONERO REAL— y sus episodios más narrativos compiten en atención con los puramente visuales. Hay momentos, en ese sentido, que estremecen, como ciertos recorridos por autopista, imágenes de rara psicodelia en el citado bingo o la larga y precisa secuencia del final. Y en la combinación, la película logra ir y venir de lo privado a lo público de una manera elegante y muy consecuente con las ideas que la sostienen. Es ahí que la deuda de Mónica se vuelve un retrato de la eterna circulación de la gente para ganar dinero, pagar cuentas, y así, sucesivamente, en un círculo que se vuelve vicioso por la lógica materialista que lo sostiene. Finalmente, Mónica es una más en la larga fila de trabajadores que día a día desembarcan en la ciudad para hacer funcionar un sistema que no parece pensar demasiado en su bienestar.
Un viaje trunco Ad Astra: hacia las estrellas, con Brad Pitt, quiere insertarse en la tradición de la ciencia ficción inteligente; sin embargo, se queda a mitad de camino. Los clásicos cinematográficos poseen la extraña cualidad de generar malas imitaciones. Se puede decir que algunas de las grandes películas de la historia del cine son, involuntariamente, culpables de modas muchas veces terribles. En el terreno de la ciencia ficción, sin dudas, películas como 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, y Solaris, de Andrei Tarkovski, son clásicos irreprochables, adelantados a sus épocas, visionarias y fascinantes exploraciones del espacio como un estado de la mente. El problema de esas películas es que generaron, con el correr de las décadas, un sinfín de imitaciones que raramente se acercaron a su grandeza. En los últimos años, especialmente, la ciencia ficción ha vuelto con todo a narrar historias en las que los viajes intergalácticos o la visita de alienígenas funcionan más que nada como metáforas para analizar los traumas más profundos de sus protagonistas. Y si bien no hay nada necesariamente malo en eso -toda trama en algún punto es una excusa para ese tipo de exploración-, muchas de estas películas han adquirido un carácter en extremo terapéutico que termina por banalizar y reducir a conflictos muy simples y básicos historias que merecen un manejo un tanto más complejo y sutil. Ad Astra se suma a Gravedad, La llegada, Blade Runner 2049, Interestelar y hasta El primer hombre en la Luna en este dudoso linaje. Son películas -algunas más interesantes y logradas que otras- en las que el concepto de aventura y descubrimiento suele estar pisoteado, traicionado y escondido debajo de montañas de ideas que parecen extraídas de manuales de autoayuda al uso. En estas películas la misión que las dispara termina siendo, a lo sumo, la excusa para plantear algunas impactantes escenas visuales. Lo que, sus creadores suponen, hace importantes a esas películas es que pretenden ser más que simples historias de ciencia ficción. Y esa presunción, o falsa pretenciosidad, es la que muchas veces termina por hundirlas. La película de James Gray es bella. Tiene tres o cuatro escenas de acción espectaculares y un clima ominoso que envuelve al espectador desde la primera e impactante secuencia. Posee, también, una rara cualidad, la de ser por un lado bastante realista (dicen) respecto a lo que son los viajes interplanetarios y a la vez funcionar como una historia mitológica, que parece escrita en piedra desde tiempos inmemoriales, con sus citas y referencias de la mitología griega. Sin embargo, con todo ese material, el realizador de Los amantes no logra terminar de hacer una gran película. ¿El motivo? Gray deja que su aventura se hunda por culpa de un guión (y, especialmente, una voz en off) que prefiere volverse didáctico y solemne, uno que no abre al espectador las puertas a lo inexplorado y desconocido sino que lo trae todo el tiempo de regreso al diván del psicoanalista. Ad Astra cuenta el viaje del astronauta Roy McBride (un contenido y circunspecto Brad Pitt, en una caracterización casi opuesta a la de su personaje en Había una vez… en Hollywood) quien, en un futuro cercano, recibe la misión ultrasecreta de viajar hasta el planeta Neptuno a investigar una extraña y peligrosa energía que está circulando por el sistema solar. De hecho, la película abre con un accidente causado por esa violenta “anti-materia” (no me pidan que les explique exactamente qué es) que parece ser enviada por algún villano intergaláctico de película de superhéroes que quiere destruir la vida sobre la Tierra. Lo más curioso es que ese villano no solo es probable que exista sino que no sería otro que el propio padre de Roy, Clifford McBride (Tommy Lee Jones), un astronauta que desapareció junto a su misión 30 años atrás y nunca se volvió a saber de él. Para Roy la sorpresa es doble: de golpe se entera que su padre puede estar vivo y, además, que tiene que ir a decirle que se calme un poco y que se vuelva para casa. Pitt en un drama sobre las consecuencias de cierta “masculinidad tóxica”. Roy es un tipo en apariencia tranquilo y reposado, concentrado e inmutable, que se volvió un gran astronauta porque es capaz de manejarse en situaciones de altísima peligrosidad sin que su pulso suba. Aprueba todos sus exámenes psicológicos de rutina pero queda claro que el terapeuta virtual que lo controla no escucha su torturada voz en off ni lo ve, en flashbacks, sufrir por sus problemas de pareja. Es esa voz en off la que irá, paso a paso, aplastando los sentidos de Ad Astra hasta convertir la película en un descargo emocional de un cincuentón con “daddy issues” en un drama sobre las consecuencias de cierta “masculinidad tóxica”. Roy podrá ser el astronauta ideal, pero lo que lo hace bueno para estar solo en el espacio lo vuelve inútil para relacionarse con otros. No exterioriza sus sentimientos, se aleja de sus seres queridos, piensa solo en el trabajo y, en secreto, sufre. Y sufre. ¿Y quién tiene la culpa de eso? Papá Clifford, claro, que era igual de hosco y solitario, y que se fue al espacio para nunca más volver. La misión, si Roy elige aceptarla, le permitirá seguramente hacer veinte años de terapia en un solo viaje interplanetario. La película está organizada a la manera de Apocalypse Now (o bien de su referente e inspiración literaria, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad) con Pitt en el papel de Martin Sheen y Jones en el de Marlon Brando. Es cierto que allí no eran padre e hijo, pero la estructura episódica y su recorrido hacia zonas cada vez más oscuras -de la galaxia y, digamos, de la mente- son idénticas. Imaginen eso pero en el espacio y con una voz en off sufrida y autocompasiva, más parecida a la de las películas de Terrence Malick que a la más económica usada en el clásico de Francis Ford Coppola, y se darán una idea de lo que propone Ad Astra. Sus episodios (una persecución en la Luna, un paso si se quiere más psicodélico por Marte y lo que sucede después y que no adelantaré) están cortados por la misma tijera que las peripecias de aquel film. Y la sensación de peligro y potencial horror son similares. El problema es que la película todo el tiempo se interpreta a sí misma y el espectador pareciera no tener permiso para hacer su propio viaje ni sacar sus propias conclusiones. La ciencia ficción de corte terapéutico tiene ese problema y muy reconocidos directores parecen caer una y otra vez en esa rara trampa, de Alfonso Cuarón a Christopher Nolan, de Denis Villeneuve a Damien Chazelle. Todos ellos pueden manejar cuestiones de puesta en escena con brillantez, imaginación y momentos de abrumadora belleza, pero muchas veces tienden a perder esas cualidades a la hora de construir personajes creíbles atravesando esas circunstancias. Es como si la inmensidad de la galaxia los hiciera perder contacto con la realidad y la lógica de sus tramas invirtiera los valores exploratorios del cine de aventura y espectáculo hasta negarlos. Gray, un cineasta habitualmente más discreto y clásico, más apegado a las complejidades y ambigüedades del mundo real, no puede evitar caer en esa misma trampa. Y en Ad Astra termina convirtiendo lo que podría haber sido una fascinante exploración acerca de la soledad, los miedos y la tenacidad de un hombre que decidió hacer de su vida un viaje a lo desconocido en una culposa y torturada confesión de un cincuentón triste que, de haber tenido un papá atento y cariñoso, habría preferido quedarse tranquilo en su casa mirando partidos de béisbol.
Tras un accidente, un joven cantautor se despierta para descubrir un mundo en el que los Beatles jamás existieron. Y aprovecha esa cuestión para hacer paasar sus canciones como propias. Un simpático concepto que no logra sostenerse más de 45 minutos para luego dar paso a una muy convencional comedia romántica. Hay ciertos conceptos o ideas para historias que suenan muy atractivas cuando se piensan pero que luego resultan muy difícil transformar en historias que se sostengan a lo largo de un film. Muchos de esos “conceptos fuertes” pertenecen a la categoría del what if o “¿qué pasaría si…? Ideas de ese tipo (digamos, como ejemplo, que los nazis ganaron la Segunda Guerra, que la Unión Soviética ganó la guerra fría, que Boca le ganó a River la final de la Libertadores…) se prestan para el juego lúdico entre amigos y se suele decir que son aptas para sketchs televisivos o cortometrajes. La dificultad es que, para sostener casi dos horas de película, un guionista debe crear un mundo, personajes y situaciones interesantes alrededor de ella. Ese es el problema grave de YESTERDAY y es por eso que da la sensación que la película ingeniosa basada en la idea se acaba exactamente a los 45 minutos, en dos escenas consecutivas que la dan por terminada y que inician otra mil veces menos interesante y vista millones de veces. La premisa, que seguramente ya conocen, es sencilla y propia de la fábula que veremos. Jack Malik (Himesh Patel) es un cantautor –y repositor en un supermercado– que lleva años tratando de conseguir algún éxito sin mucha suerte y cuya mejor canción es una cosa amorfa llamada “The Summer Song”. Su amiga de la infancia y manager, Ellie (Lily James), insiste en que tiene talento y le consigue un spot en un festival, de esos tempraneros y en carpas alejadas que solo tienen como público a amigos y a gente con niños que necesita algún reparo sonoro. Jack tira la toalla ahí nomás. Basta para mí. Ella le insiste pero no hay caso. Una noche hay un furibundo corte de luz mundial que dura apenas unos pocos segundos, pero lo suficiente para que a la bicicleta de Jack se la lleve puesta un bus y el hombre termine internado inconsciente en un hospital. Cuando despierta se da cuenta que le faltan dos dientes y que la gente responde de manera extraña a ciertas cosas. Pide una Coca y nadie sabe de qué habla, entre otras curiosidades. Con los días se da cuenta de otra extrañeza: nadie conoce las canciones de los Beatles, ni a los Beatles. Los googlea y nada (Google existe, para la tranquilidad de los guionistas), canta “Yesterday” y la gente lo mira sorprendida que haya sido capaz de componer algo tan bonito. Es ahí que Jack cae en la cuenta que hay un posible negocio dando vueltas y que puede darle unos cuantos beneficios. YESTERDAY es, por un lado, la historia de esa peculiaridad, de ese what if, en el contexto de una historia de amor y de complicadas relaciones con la industria discográfica. Lo mejor de la película está al principio, cuando la sorpresa del concepto da a luz algunas escenas muy divertidas (como cuando intenta cantarle “Let it Be” a sus padres como su nueva canción y ellos están totalmente distraídos), pero Richard Curtis, el veterano guionista de NOTHING HILL y LOVE ACTUALLY no puede evitar ir dejando de lado el asunto para centrarse en una bastante banal y forzada historia de complicaciones amorosas entre Jack y Ellie que no tiene ninguna razón de ser en términos dramáticos y que se apoya en una química inexistente. Jack podría estar cantando sus propias canciones y la película no cambiaría demasiado. Recuerden la escena en la que Jack vuelve de una gira (con una celebridad que se interpreta a sí misma, ya verán quién) y se despide de Ellie y de sus familiares para irse a grabar a Los Angeles. Ahí prácticamente se acaba la película y empieza otra tipo “¿preferís la fama o a mí?” que no solo es retrógrada en términos contemporáneos sino que no es para nada atractiva. En paralelo la película tiene un par de subtramas que dan a entender algunas otras posibles líneas “beatlescas” a explorar (y alguna simpática escena con Kate McKinnon como la “villana” del sello discográfico) pero nunca terminan por desarrollarse del todo. No me molesta, de hecho, que Curtis no se tome el trabajo de explicar el cósmico misterio de lo que está pasando pero sí que no se haya utilizado para explorar avenidas narrativas más interesantes. Imagino que este timeline alternativo en el que los Beatles (y algunas otras cosas) no existen podría haber sido mucho más amargo y oscuro todavía que el real. O, quizás, que por más canciones míticas de los Beatles que Jack tenga en su repertorio a nadie le importe demasiado el asunto y siga fracasando aún cantando “The Long and Winding Road” o “Help!”. Pero no. Eso casi no sucede. Curtis tuvo su década de gloria en los años ’80 como guionista de grandes programas humorísticos de la TV británica como BLACKADDER o SPITTING IMAGE y, luego, en los ’90, le llegó el reconocimiento cinematográfico con CUATRO BODAS Y UN FUNERAL y la citada NOTTING HILL. De ahí en adelante manejó un nivel cada vez más convencional y forzado dentro del género, con películas menores como las de Bridget Jones o REALMENTE AMOR. Y más acá en el tiempo no van a encontrar nada demasiado destacable, salvo los que piensen que CUESTION DE TIEMPO (2013) es una buena película. Algo parecido se puede decir de Danny Boyle quien, tras un gran comienzo con TUMBA AL RAS DE LA TIERRA y TRAINSPOTTING tiene apenas una sola muy buena película (EXTERMINIO/28 DAYS LATER) y un par más aceptables en medio de una larga lista de films mediocres. YESTERDAY, por la potencia del concepto, los está haciendo regresar al éxito comercial, pero el combo entre el costado más meloso de Curtis y el más ácido de Boyle no termina por cuajar casi nunca aquí. No tengo dudas que aquí YESTERDAY será un éxito por su costado de nostalgia beatlesca y su caracter de crowdpleaser, pero de hecho creo que una película que pasó inadvertida en estas tierras como BLINDED BY THE LIGHT, apoyada en la música de Bruce Springsteen, resuelve mucho mejor –haciéndose orgullosamente cargo de su costado de fábula y llevándola al extremo– la combinación, cada vez más usual, de encontrar historias cinematográficas que funcionen como rockolas de una generación de cuarentones (o más) nostalgiosos por la música de su adolescencia. Que quede claro. YESTERDAY es una película menor, con algunos bellos momentos y tiernas versiones en muchos casos acústicas de grandes éxitos de John, Paul, George & Ringo. Y es obviamente más disfrutable que ese engendro de biografía de Freddie Mercury que prefiero no nombrar. Pero se siente claramente como una oportunidad desperdiciada. Es una película que, para resumir mediante una metáfora sencilla, cree que la mejor y más significativa canción de los Beatles fue “All You Need is Love” y que, siguiendo su propia lógica, deberia haberse titulado así. Si coinciden con esa idea, seguramente la disfrutarán más que yo.
Este drama musical se centra en una joven inmigrante polaca que busca la fama en un programa televisivo de talentos enfrentándose a sus propios miedos, a su difícil situación familiar y a las presiones de la industria. Es una película rara y no lo es, ALCANZANDO UN SUEÑO, la opera prima del actor británico conocido por su rol en RED SOCIAL y en la actual serie THE HANDMAID’S TALE, hijo también del reconocido Anthony Minghella, realizador de EL PACIENTE INGLES y EL TALENTOSO SR. RIPLEY y fallecido en 2008. En un sentido, es extremadamente convencional: una especie de historia a lo Cenicienta de una chica de pueblo que llega a la fama a través de participar en un concurso de cantantes televisivos al estilo de “La voz” o similares. Pero, a la vez, es una película tan realista y oscura, tan particular en sus especificidades, que vuelven difícil pensarla como un simple producto comercial. Si se lo mira desde la producción, lo es. Se trata de un film con música de varios famosos artistas (en su mayoría del sello Universal, como Robyn, Ellie Goulding, Billie Ellish, Sigrid y No Doubt, entre otros) que remeda en cierto punto a lo que hizo Curtis Hanson con Eminem en 8 MILE. La idea es la de crear un drama realista que funcione, a la vez, como “fábula musical”. En este caso no se trata, necesariamente, de una artista real sino de Elle Fanning, que más allá de ser una muy buena cantante ha desarrollado su carrera como actriz en películas como SOMEWHERE, SUPER 8 y MALEFICA, entre otras. TEEN SPIRIT es el nombre del programa de cazatalentos en cuestión. Y Violet (Fanning, no confundir con su hermana mayor Dakota, que aparece en HABIA UNA VEZ… EN HOLLYWOOD) es una chica de familia polaca, tímida y apocada, que vive con su severa y religiosa madre en la Isla de Wight, Inglaterra, no casualmente el lugar del que es originaria la familia de Minghella. Por un buen rato, la película se mueve en un universo de clase obrera británica: inmigrantes, algunos religiosos y otros alcohólicos (como Vlad, el cantante de opera croata que termina convertido en inusual manager de Violet) y los típicos problemas que atraviesa una chica tímida con las bullies populares de la escuela. Todo cambia cuando llega a la isla un equipo de dicho programa a buscar talentos. Y Violet, que escucha constantemente en un muy viejo iPod artistas pop contemporáneas que, en sus letras, reflejan esa soledad y angustia que atraviesa (y que canta en un bar para un público que no le presta atención), se atreve a presentarse. Su madre no quiere saber nada con el tema, pero Vlad la apoya –a su manera– y allí arranca una película un tanto más prototípica y convencional, reconocible en su estructura de idas, vueltas y conflictos hasta llegar al climax musical del final. En un punto, es una especie de versión pequeña y apresurada de otras películas mucho más ambiciosas desde la producción y la trama que trabajan temas similares, como NACE UNA ESTRELLA y VOX LUX. El film de Minghella es como la versión apocada y seca de ese tipo de películas, lo cual es extraño porque Violet no es ni una cantante punk ni una devota de Joy Division, sino una enamorada del pop electrónico británico más bailable. Esa fricción hace un poco de ruido a lo largo del film (HER SMELL, por citar otra película reciente sobre una cantante, era más consistente en relación a su tema y a su contenido musical) pero a la vez le da una cierta particularidad que lo hace único, difícil de dejar de lado. Por momentos tiene salidas inesperadas y originales, mientras que en otros recurre a los clichés más gastados del subgénero. El principal punto a favor de ALCANZANDO UN SUEÑO es Fanning, una actriz y cantante natural que es magnética todo el tiempo, aún cuando muchas veces desde su apagada y atormentada personificación pretende no llamar la atención sobre sí misma sino más bien evitarla. Pero no puede. En un elenco con muy pocos actores reconocidos, se destaca y luce en cada plano. Y ese realismo y naturalidad que existe en ese “cuento de hadas” tiene mucho que ver con su personalidad. Las situaciones pueden ser de manual de guion, pero Fanning las vuelve creíbles. Como una cantante que sabe interpretar muy bien una pequeña y no demasiado original canción pop.
La nueva película del actor y director francés, premiada en la competencia internacional del BAFICI, es un clásico triángulo amoroso a la francesa y un claro homenaje a las películas de la “nouvelle vague” en un tono que apuesta más por lo cómico que por lo dramático. Difícil hacer una película más francesa y más “nouvelle vague” que AMANTE FIEL, la nueva de Louis Garrel. A diferencia de su padre Philippe, que en su cine un tanto más grave, oscuro y desesperanzado trató de quebrar ciertos códigos de la generación de cineastas que lo precedió, su hijo parece abrazar gran parte de esos recursos, incluyendo los momentos más livianos, luminosos y juguetones. Con guion de Garrel y Jean-Claude Carriere (gran colaborador de Luis Buñuel), la película coquetea con varios géneros, de la comedia hecha y derecha al policial, pero finalmente es una historia de amor y lazos familiares, enredada lo suficiente como para darle al espectador una suerte de paseo por lo que a esta altura podrían ser figuras casi retóricas de cierto tipo de cine francés. La película tiene un notable gag inicial en el que vemos a Abel (el propio Garrel) enterarse que su pareja está embarazada y, luego de que él acepta con una costosa sonrisa la inesperada noticia, ella agrega que él no es el padre sino Paul, un amigo de la universidad de ambos con el que ella está teniendo un affaire hace tiempo. Marianne (Laetitia Casta, esposa en la vida real de Louis) y Abel se separan, algo que él parece tomar de forma bastante calma y racional aunque pronto queda claro que no es tan así. Laetitia Casta y Louis Garrel La historia salta diez años (el que no quiera toparse con ningún SPOILER puede detenerse aquí) y Abel recibe la noticia de que Paul ha muerto, quedando Marianne sola con su hijo, Joseph. A su vez, la hermana menor de Paul, Eve (Lily-Rose Depp) ya no es más la niña-adolescente que Abel conoció alguna vez y es ya una bella veinteañera perdidamente enamorada de él. Abel quiere volver con Marianne, la chica acecha desde afuera, el hijo sospecha que la muerte de su padre no ha sido accidental, hay un sospechoso doctor de por medio y una serie de intrigas a resolver en medio de una constante manipulación emocional que juegan los cuatro protagonistas. ¿Alguien saldrá bien parado entre todo este torbellino? Garrel juega sus cartas de manera lúdica. Si bien hay despechos amorosos y hasta intrigas de tono policial, Louis deja en claro todo el tiempo el carácter juguetón de su película. Mientas los personajes van explicando sus deseos y necesidades en respectivas voces en off (Abel, Marianne y Eve, cada uno aporta su punto de vista aquí), L’HOMME FIDELE avanza de manera fluida y efectiva en sus breves 75 minutos. Lily-Rose Depp Por momentos uno tiene la sensación de que la película ganaría en complejidad si se tomara más en serio a sí misma, pero al final queda claro que el tono es el ideal: la densidad emocional está presente, solo que alivianada entre gags de comedia (hay uno muy bueno con los mozos de un restaurante) y juegos policiales que hacen pensar que algo más oscuro se esconde por detrás de las apariencias. Y si bien es innegable su enorme deuda con varias tradiciones del cine francés (solo le faltaría haber sido filmada en blanco y negro), eso no quita el disfrute de la experiencia. Sí, es otra historia de amor francés con amantes, despechos cruzados, gente que corre por la calle y voces en off dichas como al pasar. Sí, lo vimos un montón de veces. Y sí, cuando está bien hecho, el asunto sigue funcionando muy bien.
La nueva película de la realizadora de “Beau Travail” la encuentra explorando el género de ciencia ficción con Robert Pattinson y Juliette Binoche como parte de una extraña colonia penal en el espacio en una misión suicida. Fascinante y confusa, mágica y a la vez agobiante, no se trata de una de sus mejores películas pero la muestra explorando nuevos caminos narrativos. Uno sabe que no está viendo una película convencional de ciencia ficción cuando la primera secuencia, que se extiende casi 20 minutos, consiste en un hombre en el espacio arreglando algún desperfecto de una máquina mientras se comunica con balbuceos con un bebé que se ha quedado dentro de la nave. No se trata de la espectacularidad silenciosa de GRAVEDAD sino de una curiosa serie de escenas de apariencia bastante domésticas que transcurren en el espacio. De todos modos, pese a la extrañeza del tono de esas escenas paterno-filiales, tal vez sí sea la parte más “convencional” de HIGH LIFE, la primera incursión en algo parecido a la ciencia ficción de parte de la gran directora francesa Claire Denis. Robert Pattinson encarna a Monte, este hombre que, por motivos que no sabemos, cuida a una beba en espacio. Solo. La nave en sí parece bastante frágil —toda la tecnología que suele ser central al género aquí es parte del decorado y poco más—, pero recién el asunto empezará a complicarse cuando veamos a Monte acercarse a un sector de la nave lleno de lo que parecen ser otros astronautas muertos. Y los va lanzando, de a uno, al “gran agujero en el Cielo”. De ahí en adelante la película tomará una forma de largo flashback (o algo que se parece a eso, ya que el tiempo y los “agujeros negros” no se llevan del todo bien) en la que nos enteraremos cómo llegamos hasta esa situación. Y es ahí donde la película se vuelve verdaderamente extraña, única, más cerca de otros filmes de Denis que de ALIEN o cualquier otra película sobre un grupo de personas que surcan el espacio en una nave. La particular forma de relacionarse y los curiosos personajes que allí aparecen será mejor que los descubran al verla. En principio vale adelantar que se trata (o trataba) de una especie de colonia penal en una misión espacial más que peligrosa a la que no podían negarse a ir ya que, bueno, la otra opción era la condena a muerte. Pero a Denis no le preocupa mucho la lógica de la misión en términos de trama sino, más bien, en lo que va provocando en los pasajeros. Hay una doctora, encarnada por una intensa Juliette Binoche, que parece manejar a los demás tripulantes y pasajeros. Y el principal eje de la mayoría de ellos parece estar relacionado con el deseo, el sexo (de varias maneras posibles), la reproducción de la especie y cómo combatir el aburrimiento en el espacio. HIGH LIFE logra transmitir muy bien ambas cosas. Por un lado es un film denso y silencioso, con pocos giros dramáticos clásicos. Y, por otro lado, la tensión sexual —y las peculiares formas de manejarla— está entre las actividades más buscadas por los viajeros, con momentos entre bizarros, eróticos y algunos más cercanos al cine de terror y violencia. Denis incluye momentos de volátil intensidad sexual, un poco a la manera de TROUBLE EVERY DAY, pero el tono del filme es aún más denso y por momentos un tanto asfixiantes, cercanos a los de SOLARIS, de Tarkovsky, por citar un ejemplo. Las relaciones entre los personajes no se terminan de definir bien nunca, más allá de la tensión existente entre la doctora y Monte, que prefiere ser célibe y no participar demasiado de los planes reproductivos. Y en esa parte de la película da la impresión que no todas las escenas funcionan del todo bien. Luego, por motivos que ya verán, las cosas volverán a jugarse en un tono más directo, pero siempre con la directora prefiriendo poner el acento en las sensaciones y extrañas emociones que se pueden llegar a vivir en el espacio. La soledad, el sexo, la incomunicación y el deseo son los temas de un film que casi podría transcurrir en una casa y en el que queda claro que la nave espacial es más una excusa/metáfora que eleva los desafíos personales que otra cosa. Binoche, con pelo largo y actitud bastante salvaje, se roba las escenas en las que aparece, pero el peso de la película lo carga, de manera bastante silenciosa Robert Pattinson, que sigue demostrando aquí no sólo su deseo de trabajar más y más en películas indies sino sus variados recursos interpretativos, ya que este personaje es casi opuesto al muchacho frenético que hacía en GOOD TIME, de los hermanos Safdie. La combinación del actor con Denis marca un punto más de inflexión en una carrera sorprendente.
El horror, segunda parte La adaptación de It, de Stephen King, concluye con sus personajes ya adultos, enfrentando miedos más reales, en un film que no evita los excesos. ¿Es It: Capítulo 2 la película argentina más cara de la historia del cine? Sí y no. En términos concretos, no lo es para nada. Se trata de una enorme producción de New Line/Warner Bros. que tiene todas las intenciones de convertirse en el film de terror más taquillero de la historia y poco tiene de “local” en su trama, salvo que uno cuente un termo, un mate, los colores de un equipo de fútbol y algún que otro guiño para entendidos. Pero, a la vez, su director y su principal productora (Andy y Bárbara Muschietti) son argentinos. Y si eso cuenta para la estadística, que así sea. Más allá de la broma, It: Capítulo 2 es realmente una película gigante: de tamaño, de presupuesto, de ambición. Con casi tres horas de duración (algo rarísimo para un film de terror), la secuela de la exitosa It opta por el concepto clásico que se asocia a las segundas partes: más grande que la anterior y un poco diferente pero no tanto. ¿Sale airoso Muschietti del problema de continuar una exitosa película? Sí, sale. Convengamos que tampoco la original es El padrino ni El exorcista, por lo cual el problema de estar a la altura de la original no era algo imposible. It, de 2017, es una sólida película de terror aunque no particularmente terrorífica. Funcionó muy bien gracias a un excelente villano y a una extraordinaria campaña de marketing, pero no estamos hablando de un clásico del cine sino de una medianamente efectiva película de género. Se puede decir que la apuesta de It: Capítulo 2 –que se centra en la misma novela de Stephen King y, como en el libro, continúa 27 años después de la original cuando el temido Pennywise reaparece en Derry, Maine–, es la de una suerte de “Marvelización” del cine de terror. Tenemos, por un lado, a un grupo de siete personas (niños en la original, adultos en la secuela), conocido como “El club de los perdedores”, que bien podrían ser los “Avengers” de esta nueva franquicia. En tanto, Pennywise, el payaso asesino, podría equipararse aquí a cualquier malvado del universo de los superhéroes, con sus difusos poderes y sus deseos de matar por matar. Por otro lado, las escenas más fuertes de la secuela están más cerca de las del cine de acción que de terror propiamente dicho. Y si a eso se le suma que New Line ya está pensando en seguir exprimiendo esta franquicia vaya a saber hacia dónde, casi no caben dudas de que estamos ante un universo cinematográfico que seguirá por mucho tiempo. Lo que no consiguió Universal al tratar de hacer lo mismo con sus monstruos clásicos (el fracaso de La momia con Tom Cruise aniquiló por el momento los proyectos de traer de regreso a El Hombre Invisible, Frankenstein y Dr. Jekyll) acaso lo consiga It con el Stephen King-Universe. Lo más interesante que tiene It: Capítulo 2 está relacionado con los diversos subtextos que rodean a la trama: la idea de que Pennywise, de algún modo, es un monstruo que no solo representa los miedos de los protagonistas sino que es una manifestación física de un malestar contemporáneo. Si tomamos en cuenta que el film (y la segunda parte de la novela) comienza con la brutal agresión a una pareja gay, hay un marido golpeador y el “bully” de los ‘80 sigue circulando, tranquilamente se puede pensar a “El mal” de esta película como una metáfora de la situación actual en los Estados Unidos. Interpretación que el propio King, muy anti-Donald Trump, aceptaría con gusto. Por otro lado, es interesante la idea de que los personajes de 40 años –que se ven obligados a regresar a su pueblo natal ante la reaparición del payaso en cuestión– hayan bloqueado por completo las experiencias traumáticas de su adolescencia. Hoy la mayoría de ellos son personas exitosas y en apariencia funcionales, pero apenas reciben el llamado de Mike Hanlon –el único de ellos que se quedó a vivir en Derry, obsesionado por la criatura y sus misterios– es como si adentro suyo se destapara un recuerdo primal, negado al punto del olvido absoluto. La primera mitad de la película es muy buena. Es la que menos apuesta a los golpes de efecto y más por la construcción de los personajes. James McAvoy es el adulto Bill, el líder del Club en cuestión, hoy convertido en guionista cinematográfico. Beverly (Jessica Chastain) es ahora una mujer golpeada que abandona a su marido, después de una violenta pelea, para reunirse con el grupo, mientras que Ben (Jay Ryan) ya no es un tímido niño obeso sino un millonario y elegante empresario. Y Richie (Bill Hader) es un exitoso comediante de stand up igual de ácido que en los '80. El grupo lo completan el citado Mike (Isaiah Mustafa), que nunca abandonó el pueblo; el hipocondríaco Eddie (James Ransone) y Stanley (Andy Bean), el más atormentado por la idea de tener que volver a Derry a enfrentar a Pennywise. Cuando la mayoría de ellos se reúne en Maine –en una bizarra cena en un restaurante chino– se nota claramente la química que tienen, y de a poco se reconstruye el grupo con caras nuevas y traumas antiguos. Hasta que Pennywise da señales de vida, a su manera, y comienza el caos. Como todo el mundo teme a los spoilers, solo diremos que de ahí en adelante hay una larga cadena de enfrentamientos tanto grupales como individuales, bien con Pennywise como con los otros personajes (o manifestaciones suyas); que los niños de la primera película reaparecen como parte de esas peleas –las que parecen existir, a la vez, en el mundo real y en el subconsciente de cada protagonista– y que hay varios cameos de personas muy reconocibles. En un momento todo se vuelve demasiado grande en It: Capítulo 2: el tamaño de la criatura, la espectacularidad de las batallas, la cantidad de efectos especiales. Hay algo un tanto repetitivo y mecánico en la acumulación de hechos, especialmente porque siempre es un tanto confuso saber bien cuáles son los poderes reales de Pennywise y qué cosas suceden en la realidad y cuáles no, pero Muschietti logra evitar la monotonía gracias a una buena dosis de humor (aportada más que nada por el notable trabajo de Hader) y a un trabajo de efectos especiales caracterizado también por la extrañeza de sus creaciones, una más bizarra y repulsiva que la otra. It: Capítulo 2 funciona bastante bien para una película de más de 160 minutos que podría haber durado media hora menos. Tiene subtramas innecesarias (ya verán cuáles) y un exceso de efectismo especialmente en el trabajo sonoro, que entiende que solo bombardeando al espectador desde ese lugar se lo puede mantener atento. La película es mejor cuando los miedos se manifiestan de formas más sutiles y a escala humana (especialmente en las escenas individuales, en las que, como en la primera parte, cada personaje resuelve sus asuntos personales/familiares con Pennywise y sus manifestaciones) que cuando pone a estos Avengers del cine de terror a luchar, utilizando técnicas de libro de autoayuda, contra un villano que se ha convertido en una especie de Thanos con cara de payaso. Es posible que el cine de terror convertido en franquicia a la Marvel apueste más y más por ese costado grandioso y de alto impacto. Para mí, It: Capítulo 2 funciona mejor, como cualquier película de horror, cuando opera desde miedos humanos, cotidianos y reconocibles. Cuando permite que el espectador se conecte con aquellos horrores que necesitó olvidar para poder ser un adulto más o menos funcional.
Esta película inspirada en un caso real se centra en un adolescente británico de origen paquistaní que crece en una estricta familia y en un clima racial complicado en los años ’80 hasta que su vida cambia cuando descubre a Bruce Springsteen. Una fábula musical inocente pero bienintencionada sobre esas canciones y artistas que nos cambian la vida. Me tocó otra de esas críticas que tengo que escribir desde un inevitable costado autobiográfico. Para alguien como yo, de similar edad a la del protagonista de LA MUSICA DE MI VIDA y que creció escuchando a Bruce Springsteen, de manera un tanto incomprensible, en una localidad remota de la zona sur del Gran Buenos Aires, era imposible que una película que se centra, más que nada, en esa misma experiencia, no me tocara de cerca. Las circunstancias particulares pueden ser distintas, pero si se va a lo profundo quizás no tanto: un adolescente judío en los ’80 en Burzaco podía estar igual de perdido y ser potencialmente tan marginal como Javed, el protagonista de este film de Gurinder Chadha, habitante de Luton –en las afueras de Londres– y de estricta familia pakistaní. Y más si soñaba con algún día convertirse, como el tal Javed aquí, en escritor o periodista. Suelo usar estas aclaraciones porque estoy convencido que muchas películas nos tocan desde la cercanía o similitud de la experiencia. El trabajo crítico, no hay duda, es el que debería permitirnos determinar hasta qué punto esa conexión está lograda en las películas en cuestión o no, de la misma manera que nos permite apreciar experiencias que no tienen nada que ver con la nuestra. Pero BLINDED BY THE LIGHT, tal vez por abrazar sin disimulo una admiración musical compartida, se vuelve aún más un relato que te habla en primera persona. Resumido de otro modo: es imposible que una película así no toque a alguien que comparte muchas de esas experiencias al punto de querer mirar de la mejor manera posible sus inocultables defectos. El film de Chadha (BEND IT LIKE BECKHAM) no solo trancurre en los ’80 sino que parece hecho en esa década. De hecho, hasta me atrevería a decir que es hasta old fashioned para ese entonces y que se parece más a esas películas de los ’50 acerca de jovenes que descubrían el rock and roll para el fastidio y enojo de sus estructurados y conservadores padres. Acá estamos en Luton, ciudad obrera a 50 kilómetros de Londres, en plena crisis económica británica, con Thatcher en el poder, fábricas cerrando y poblemas raciales cada vez más violentos entre los blancos ingleses más racistas y los inmigrantes pakistaníes. Pero lejos está Chandra de acercarse al realismo sucio o seco de films de Ken Loach, Mike Leigh o Alan Clarke. Ni siquiera a los títulos de Stephen Frears (SAMMY AND ROSIE VAN A LA CAMA, MI BELLA LAVANDERIA) y otros que en esa época pintaban la difícil experiencia urbana de los inmigrantes pakistaníes, varios de ellos escritos por Hanif Kureishi en base a su propia vida. No, LA MUSICA DE MI VIDA parte de ese universo para crear una feel good movie, una celebración del rock como lazo emocional que puede permitir a un adolescente asomar la cabeza al mundo en medio de difíciles circunstancias. Más cerca de SING STREET o SUNSHINE ON LEITH (o hasta de películas de Bollywood que tratan de congeniar estéticas tan aparentemente opuestas como el realismo social y el musical pop) que de esas referencias citadas, la película de Chadha cuenta la historia de un adolescente de 16 años que crece en medio de una relativamente estricta familia de inmigrantes pakistaníes soportando las agresiones externas de quienes quieren echarlos de allí y de las internas, más que nada de su tradicionalista y conservador padre que solo quiere que haga dinero, estudie y trabaje para ayudar en la casa, sin pensar en sí mismo. Y eso se pone aún peor cuando el padre es echado de su trabajo en la fábrica de General Motors. Javed escribe un diario, poesía y letras para un amigo/vecino blanco que quiere tener una banda pop glamorosa mucho más en boga en Gran Bretaña entonces que la épica “americana” de Bruce. Pero a través de un amigo también musulmán pero más “conectado” con el mundo y mucho más seguro de sí mismo, el tímido y solitario Javed descubre la música (y, especialmente, las letras) de Springsteen y su mundo interior cambia radicalmente. A partir de conectar con esos textos que hablan de escapar de pueblos quedados, de tomar la ruta y no dar vuelta atrás, que reflejan el sufrimiento cotidiano que personas que deben ir a trabajar a una fábrica todos los días y que encuentran las palabras justas y tiernas para hablarle a las chicas, Javed se atreve a ser más él mismo. Algo que, claro, le traerá algunos cuantos problemas en casa y afuera. BLINDED BY THE LIGHT bordea en muchos momentos el ridículo –en la manera entre inocente y directa en la que pone en escena estos conflictos–pero es tan pero tan cálida y convincente en su devoción adolescente por la posibilidad de ser “salvados por el rock and roll” que uno termina aceptando el tono que propone. Uno se conecta con la historia y su relación con la música de Bruce a partir del fervor que ambos le ponen a sus performances. La película es una fantasía pop (por más que esté inspirada en un caso real) y si bien las canciones de Bruce van por el lado del realismo suburbano, la devoción y pasión de ambos nos convencen de que, más allá de las diferencias formales, ese romanticismo exacerbado y épico es posible tanto en Asbury Park, New Jersey como en Luton, England. En cierto punto, algo similar lograba John Hughes en sus películas de los ’80, aunque con un mayor grado de sutileza en las conexiones y referencias. La película tiene varios problemas y uno de ellos es que la música de Springsteen no se presta fácilmente para números musicales convencionales (uno en el que intentan hacer a un grupo musical callejero con un lider vestido de Michael Jackson bailar al son de “Born to Run” no funciona) y sí, en cambio, se presta para gente corriendo, viajando en auto o bicicleta. Esa sensación de querer escapar de Luton la consigue Chadha en algunas escenas en las que la música y la letra capturan a la perfección un momento, como esa en que ambos amigos “toman de rehén” a la radio del colegio y ponen el disco “Born To Run” entero–, pero en otros la película bordea la vergüenza ajena. Es ahí, creo, que el ser fan de Bruce ayuda a “tolerar” cosas en BLINDED BY THE LIGHT (ese es el título original de la película, como una de las clásicas canciones de The Boss) que quizás no soportaría en otras películas. Compartimos esa devoción por haber descubierto a Springsteen en la adolescencia y hasta yo recuerdo haber tenido que vivir una escena igual a la que hay en la película en la que tuve que “defenderlo” de los que lo creían que “Born in the U.S.A” era un himno patriótico. Eso nos hermanará siempre. La película transcurre en 1987 (Bruce vino acá en el marco del Tour de Amnesty, al que fui, y pocos le prestaron la atención que sí le dieron a… Sting) y si bien uno podría discutirle errores de apreciación cronológica y temática respecto a la discografía de Springsteen (es cierto que para 1987 estaba un poco pasado de moda pero nunca se lo puede tomar como “eso es música para tus padres” cuando su mayor éxito es de 1984), la experiencia, real o modificada, de Javed –el periodista Sarfraz Manzoor en la vida real– es tan particular e inusual que uno compra el paquete de un adolescente pakistaní en Gran Bretaña fanatizado por The Boss en lugar de The Smiths, The Cure o alguna banda similar. Y lo hace cegado por la luz del entusiasmo, la inocencia y la pureza de intenciones que hay en la propuesta. Una fábula pop que usa las letras de un cantante de rock (curiosamente no subtituladas en la versión que se estrena en Argentina, lo cual le hace perder bastante sentido a las conexiones entre los textos y lo que pasa a los que no saben las letras o no entienden bien inglés) para pintar un cuadro complejo pero esperanzador acerca de crecer “in a dead man’s town” sintiéndote solo, confundido y atormentado. Bruce, los que pasamos por eso lo sabemos bien, estuvo ahí para ayudarnos a sobrellevar los malos tragos y a soñar con mejores destinos y circunstancias.