La película del realizador de “Logan” es un sólido y clásico relato centrado en los intentos de la compañía Ford para imponerse en la mítica carrera de las 24 horas de Le Mans. Matt Damon y Christian Bale protagonizan esta historia de dos amigos apasionados por los fierros enfrentados a la burocracia. Por primera vez —y muy probablemente por última— voy a proponer que un título local de un film, si bien no es ninguna maravilla ni un dechado de originalidad, es mejor y tiene más sentido que el real. Es que FORD VS. FERRARI, tal como se llama la película de Mangold originalmente, es un título un tanto engañoso. Sí, hay una rivalidad entre ambas escuderías y una competencia (las míticas 24 horas de Le Mans) que, en los años ‘60, la gran factoría norteamericana trató de sacar de las manos de la empresa italiana que lo ganaba siempre. Pero el principal conflicto del film es interno en la propia Ford Motors, una compañía inmensa y burocrática que hizo todo lo posible para boicotear las intenciones y los deseos de un eximio constructor de autos y de un audaz piloto por lograr ese cometido a su manera. Si bien este proyecto precede la compra de Fox (distribuidora de la película) por parte de Disney, de alguna manera la trama bien podría ser una metáfora acerca de lo que pasa cuando una gran empresa, cada vez más corporativa, tiene que lidiar con ideas y personajes que no se amoldan del todo a sus tradiciones. Tampoco vamos a decir que 20th. Century Fox era una pequeña compañía independiente ni mucho menos, pero al lado del megapolio en que se ha convertido Disney, hoy quedó casi como eso. Y CONTRA LO IMPOSIBLE —también por el tipo de película que es, totalmente alejada de las franquicias que hoy dominan el mercado— puede verse casi como una defensa de los creadores, los inventores, los audaces (sean pilotos, constructores de autos o cineastas) que están dispuestos a desafiar el sistema. Ford Ferrari El “versus” también es engañoso porque, más que sobre una rivalidad, la de Mangold es una película sobre una amistad, la que mantendrán —con sus peleas y tensiones, pero con la vista puesta en un horizonte similar— Carroll Shelby, un intenso, famoso y nervioso ex piloto convertido en fabricante de autos deportivos y el audaz e irrespetuoso piloto y mecánico inglés Ken Miles. A ambos los define una palabra: apasionados. Por los coches deportivos, por las carreras, por su trabajo. Matt Damon y Christian Bale, que alguna vez fueron los heroicos Bourne y Batman de la ficción, hoy conservan de esos roles la intensidad, cierta oscuridad y el deseo de triunfar a su manera, sin seguir necesariamente las reglas. En todo lo demás son muy distintos. Las reglas en este caso las pone Ford. Si bien el disparador de la película es el deseo de la compañía de modernizarse, en los ‘60 y frente a una pérdida enorme en el mercado local, participando (y, fundamentalmente, ganando) estas glamorosas carreras europeas, los modos son muy distintos. El hijo de Henry Ford contratará a Shelby para fabricar autos que puedan lograr lo que parece imposible—ganarle a las elegantes y veloces Ferraris, empresa que quisieron y no pudieron comprar— pero su equipo corporativo tiene ideas diferentes. Y es ahí donde estos dos tipos audaces tienen que superar todos los obstáculos que le ponen y tratar de ganar a su manera, más que nada porque saben que es la única posible. Ford Ferrari Bale CONTRA LO IMPOSIBLE es un relato clásico, sólido, de la mejor escuela hollywoodense, esa que parece ir desapareciendo en medio de tanta franquicia. Como Shelby, la película es audaz en su ritmo pero a la vez se mueve de manera segura en cada uno de sus pasos. No se trata de ser disruptivo solamente sino de saber que las películas, como los buenos autos de carrera, funcionan mejor si se les saca el peso de sobra y si tienen un equipo creativo dedicado tras ella que lo hace más por amor que por dinero. El mercado no pide productos como CONTRA LO IMPOSIBLE pero los necesita hoy más que nunca. Son la prueba de que el mejor cine se sigue haciendo con materiales nobles y humanos. Y con valores similares. No hay mucho que decir acerca del elenco: Damon y Bale son dos actores descomunales y, en el caso del segundo, se agradece que el guion y Mangold hayan sabido contener los posibles excesos en los que el intérprete a veces cae, especialmente cuando hace personajes excéntricos como Miles. El tipo podía ser un tanto maniaco y bastante brutal en su trato profesional (un clásico “pocas pulgas”), pero Bale lo convierte en una criatura generosa y querible. Damon, como ya es su costumbre, funciona un poco más como el intermediario, casi el representante del espectador en esta batalla entre el corredor y la compañía que lo necesita pero desprecia. Ford Ferrari Damon La película puede tener algunos problemitas de guión (algunas situaciones son confusas, especialmente para el espectador que no es fanático de las carreras de autos de resistencia; la caracterización del villano de la película —un importante ejecutivo de Ford interpretado por Josh Lucas— es un tanto caricaturesca) pero son detalles, a la larga, menores. Sus dos horas y media pasan, literalmente, a 300 kilómetros por hora, como las rectas más célebres de Le Mans, y Mangold narra esta no muy conocida historia a la David vs. Goliath (pero con los corredores como David y Ford como Goliath; Ferrari es un testigo de lujo) con el mismo clasicismo que hizo de su LOGAN una de las pocas películas de superhéroes que pudo escaparle a la fórmula. Acaso esa experiencia (que, imagino, debe haber sido también toda una batalla contra el estudio, en ese caso, la propia Fox) se haya colado en la respiración de esta extraordinaria película que, muy en el fondo, no es otra cosa que un western en una pista de carreras. Los mismos valores, los mismos objetivos y las mismas metas. Lo que importa puede ser triunfar, sí, pero no de cualquier manera.
Una comedia política virulenta sobre un israelí que deja su país del que no quiere saber nada para irse a vivir a Francia, la nueva película del director de “The Kindergarten Teacher” es brutal, honesta, temeraria y muy divertida. El cine de Nadav Lapid no es sutil ni nada parecido. Más bien, al contrario. Sus películas atacan con la potencia de un toro desatado y la ya famosa “elegancia” de un elefante en un bazar. Todo en su cine es agresivo, desenfadado, furioso, bestial. Y estos posibles sinónimos bien podrían usarse en esta SINONIMOS, su nueva película, que cuenta las experiencias de un israelí que se va de su país, del que no quiere saber nada a punto de no hablar ni una palabra de hebreo, a vivir a Francia. Más precisamente a París. Está claro que Yoav no es un refugiado. Al menos no uno tradicional, aunque él dice verse así, expulsado por un país que no entiende y que no lo entiende. El sueña con ser francés y se dedica a estudiar todo el tiempo su lengua, repitiendo obsesivamente definiciones del diccionario. Pero la adaptación no le es nada sencilla y, a falta de trabajo, no le queda otra que terminar junto a unos guardias de seguridad israelíes, autoconvencidos de ser “los mejores del mundo”, y hasta trabajando en la Embajada de ese país. Pero Yoav (el desenfadado Tom Mercier), al que en la absurdamente graciosa escena inicial le roban todas sus pertenencias, no se siente a gusto en esos trabajos. Entabla una relación de amistad con dos franceses diletantes y millonarios: él un banal aspirante a escritor y ella, intérprete de oboe. Con ellos comparte y regala sus historias personales y familiares (su relación con la leyenda de Héctor de Troya es un leit motiv del film) para luego terminar enredado emocionalmente más de lo necesario. Y su “sueño francés” empieza de a poco a resquebrajarse. Ha dejado un país que odia y niega, pero su nuevo hogar tampoco resulta demasiado acogedor. La trama de SYNONYMS puede hacer pensar en una de las tantas comedias de ese subgénero conocido como “pez fuera del agua”. Y si bien en el arco narrativo del personaje lo es, en lo formal es una película puramente personal, que solo puede hacer un desvergonzado y atrevido como Lapid, que hace andar desnudo a su protagonista buena parte de su película, lo hace atravesar situaciones absurdas (o generarlas él mismo) y arma una serie de secuencias que mezclan fuerte crítica política con un absoluto delirio formal, incluyendo movimientos de cámara arriesgadísimos y escenas (y personajes) tan pasados de rosca que nos irritan y nos caen simpáticos al mismo tiempo. Yoav es esencialmente así. Su desidia por su pasado israelí y en especial su paso por el ejército puede ser comprensible (hay un par de flashbacks que lo prueban), lo mismo que su ilusión por encontrar la salvación en Francia, pero sus comportamientos delirantes (hay varias escenas desopilantes y a la vez emocionalmente fuertes a lo largo de la película que mejor no adelantar) lo vuelven un personaje casi peligroso. Para él y para los demás. Y Lapid lo sabe. Su especialidad son esos personajes que comprendemos y a la vez nos fastidian. Y Yoav acaso sea el mejor ejemplo de todos ellos. El film es un compendio de escenas notables en las que se pone en juego el tema de la identidad. ¿Se puede decidir dejar de ser del país que uno es por más odio que se le tenga? ¿Cuánto nos marca una cultura por más que la querramos negar a cada paso y que nuestros conciudadanos nos den vergüenza ajena? SINONIMOS (paso de largo el subtítulo explicativo local, UN ISRAELI EN PARIS) trabaja más el tema israelí que el judío –la religión apenas se menciona– pero es claro que a Yoav las connotaciones que tiene su nacionalidad lo atormentan. “Mi abuelo dejó de hablar idish y pasó a hablar hebreo porque no quería hablar la lengua por la que fue golpeado –dice en un momento, en francés claro–. Creo que él estaría orgulloso de lo que yo estoy haciendo”. Y si bien puede resultar extraña la comparación, hay algo cierto en eso. Los golpes (porque son eso, golpes más que críticas) no solo son a la cultura israelí militarista sino también a la elite cultural francesa, a la que Yoav (y Lapid, quien asegura que la película tiene muchos elementos autobiográficos de cuando él se mudó a París) también ridiculiza en una serie de escenas propias de sketchs humorísticos a lo Monty Python. Algunas funcionan mejor que otras, pero el director de POLICEMAN no le tiene miedo a nada y no conoce la palabra vergüenza, pudor o delicadeza. Su estilo, en cierto modo, refleja esa cultura e identidad con la que tiene tantos conflictos: es arrogante, brutal y se lleva todo por delante pero también es autocrítica, paródica y tiene un humor que no conoce de correcciones políticas al uso. Su película es un desgarrado grito de un hombre sin lugar en el mundo y una comedia política que golpea con la violencia de una tormenta de granizo sobre la cabeza de los espectadores.
Una comedia menor que podría haber funcionado mucho mejor de transcurrir hace sesenta años en lugar de en la actualidad, lo nuevo de Allen cuenta las paralelas desventuras en Manhattan de una pareja de veinteañeros interpretados por Timothée Chalamet y Elle Fanning. Más allá de alguna que otra excepción, las mejores películas que hizo Allen en los últimos tiempos transcurren en el pasado, como es el caso de sus dos más recientes films, CAFE SOCIETY y WONDER WHEEL. Viendo UN DIA LLUVIOSO EN NUEVA YORK se entiende la razón. Es que, lo quiera o no, sus películas parecen datadas en una época que no se corresponde del todo con el presente. Los diálogos, las actitudes y referencias de sus personajes, los motivos, la estética y hasta la fotografía parecen pedir a gritos ser trasladadas al pasado. Vivirían más a gusto allí. Seguramente como él. Su nueva película transcurre en la actualidad pero si uno le cambia tres bromas, un par de celulares y los modelos de algunos coches bien podría transcurrir en algún punto entre 1955 y 1960. Si alguno ha visto la serie THE MARVELOUS MRS. MAISEL, que sí transcurre a principios de los ’60, podrá darse cuenta de sus parecidos. El problema del film de Allen es, en cierto punto, su anacronismo, ya que no se trata de un presente exagerado para parecer salido de una vieja época, sino uno que –da la impresión–, Allen entiende como natural. Y de natural no tiene nada. Dicho de otra manera, de haber puesto un cartel en el que se leyera “1958” al principio, la película tendría otra gracia. Mejoraría mucho. Así y todo, para ser lo anacrónica que es, UN DIA EN NUEVA YORK es bastante amable, simpática y entretenida. Sus chistes funcionan de la manera en la que funciona cierto humor de salón, casi de fiesta familiar en la que algún tío simpático sabe algunas bromas y las cuenta con picardía. Es la historia de una pareja de novios de la universidad que viajan a pasar un fin de semana a Nueva York ya que ella tiene la suerte de que le han concedido una entrevista con un famoso cineasta y él, neoyorquino de pura cepa, aprovecha el viaje para acompañarla y mostrarle la ciudad que él ama. O, digamos, las partes y lugares de la ciudad con las que se siente a gusto. Que no son todas. Sí, el personaje se llama Gatsby Welles (lo interpreta Timothèe Chalamet, en una versión más lánguida y un poco menos neurótica que la habitual imitación de Allen que hacen los protagonistas de sus películas) y ya el nombre nos pone en el terreno del retro. Es un personaje que podría haber salido de EL CAZADOR OCULTO, de J.D. Salinger: un rebelde a lo Holden Caulfield, cuyo universo es el de los bares de jazz a media luz, los salones de juegos de cartas, el coqueteo con la prostitución y los restaurantes de los hoteles clásicos de Manhattan. Quizás, digamos, la suya era una posible forma de rebeldía hace 60 años. Hoy, más bien, parece el protagonista de un tour guiado para visitantes nostálgicos de una Nueva York que no existe más. Y acaso, sin saberlo, lo sea. Este rebelde multimillonario (los valores de las propiedades de Manhattan en las que circulan sus familiares lo dejan en claro) no quiere saber nada con sus muy tradicionalistas padres que lo ven como un hijo díscolo y no quiere que sepan que él estará en la ciudad, ya que justo ese fin de semana sus padres organizan uno de esos eventos culturales para amigos que él tanto desprecia. Su plan es hacer la suya con su chica, pero una vez que ella se enreda con su admirado cineasta, el viaje ideal del muchacho se complica. Y no importa que él se llame Welles. Ella prefiere al otro. Ashleigh Enright (Elle Fanning) es la clásica chica simpática y un poco tontuela tan cara al cine de Allen. Parece haber descubierto el cine –y casi cualquier manifestación cultural– anteayer y haber aprendido las referencias de memoria para impresionar a su novio. Su día está marcado por una serie de enredos que empiezan con la crisis del director en cuestión (Leiv Schreiber), siguen con los problemas amorosos del guionista de sus films (Jude Law) y continúan con un fortuito encuentro con un galán de turno (de turno en 1945, digamos) que encarna Diego Luna. Es así que la chica planta al bueno de Gatsby, quien a su vez se topa con viejos conocidos en ese pequeño barrio que es Manhattan. Entre todos ellos se destaca Shannon (Selena Gomez), hermana de una ex novia, con la que se ve involucrado casualmente en la filmación de una película. La idea permite a Allen volver sobre algunos viejos hábitos, haciendo una especie de grandes éxitos de su humor más accesible apoyándose en el evidente tono anacrónico del asunto, algo que la fotografía de Vittorio Storaro empuja aún más a la superficie. Lo que es imposible de dejar de lado –y es ahí donde lo anacrónico se confunde con lo obtuso– es su visión recalcitrantemente sexista y su imposibilidad de representar algo que mínimamente se asemeje a la realidad de las vidas de una pareja de estudiantes universitarios de hoy. Es cierto, UN DIA LLUVIOSO EN NUEVA YORK es orgullosamente “anticuada”, se apoya fuertemente en un imaginario nostálgico que precede todavía al cine del propio Allen. Y es por eso que funcionaría mejor como un film de época. Es difícil tomárselo en serio en tiempo presente sin sentir que buena parte de las cosas que podrían funcionar en 1958, digamos, ya no funcionan más. Son personajes y situaciones desfasadas en el tiempo (no en la realidad, ya que eso en este contexto importa poco) y, a la hora de las resoluciones dramáticas y actitudes de los personajes ante determinados conflictos, ese ruido se siente. De todos modos, si uno no se pone excesivamente fastidioso con este tipo de cosas (o si el lector es un fan de Woody Allen acérrimo que no quiere ni le importa discutir nada en su obra) disfrutará bastante de UN DIA LLUVIOSO EN NUEVA YORK. Es una película menor pero no es mala y es una pena que su distribución internacional esté empañada por asuntos que no tienen nada que ver con el cine (ni, al parecer, con la Justicia). Es una distinción que es importante hacer. El cambio de época ha permitido notar en el cine de Allen ciertas ideas, si se quiere, bastante retrógradas respecto a varios asuntos. Pero solo sirven para pensar y analizar su obra. El resto, en este más que complicado caso, es un asunto que no le compete a la crítica cinematográfica.
Esta fallida e innecesaria secuela del clásico “El resplandor” cuenta lo que sucede con Danny Torrance (el niño del film original) en su adultez, lidiando con un extraño grupo que pretende hacerse de los poderes psíquicos de otros chicos. Es un riesgo llamar a una película DOCTOR SUEÑO si uno no desea que el título caiga sobre el propio producto como una broma. Es cierto, la novela de Stephen King se llama así y eso justifica el título, pero tomando en cuenta que el factor “sueño” y el factor “médico” poco realmente importan al menos en esta adaptación de Mike Flanagan, bien podrían haber llamado a la película EL RESPLANDOR 2 y evitarse ese potencial problema. De cualquier modo, este otro título traería otras complicaciones, quizás peores. El principal: ¿es necesario hacer una secuela de una de las mejores películas de terror de la historia? El pleito entre King y Stanley Kubrick, director de aquel film de 1980, es conocido. El director hizo muchos cambios a la novela original y al autor –entonces bastante joven– no le hicieron mucha gracia. Y hasta el día de hoy, por más que todo el mundo la celebre como la mejor adaptación jamás hecha de una novela suya, al autor de IT le importa muy poco y sigue diciendo que no le gusta nada. En estos años, sin embargo, la máquina de hacer dinero de King ha empezado a tomarse con más calma sus transposiciones al cine y es así como, a partir de haber escrito la secuela, aceptó (aparentemente a regañadientes) que la versión cinematográfica de DOCTOR SUEÑO tome como referencia tanto el libro original como la por él odiada adaptación. Es así que el Overlook Hotel y las criaturas célebres de aquel film están “revisitadas” aquí con el imaginario cinematográfico y algunos detalles –que no conviene adelantar– responden más a esa versión que a la novela original de EL RESPLANDOR. En algún punto es secundario, porque la idea de la nueva película es dedicar la mayor parte de sus extensísimas dos horas y media de duración a la nueva y actual historia. Y solo al principio (como hilo conector) y, especialmente, sobre el final, aquellos viejos y largos pasillos volverán a hacer su aparición. DOCTOR SUEÑO es una película que no posee ni la magia ni el clima ni la potencia visual del clásico de Kubrick. Nada de la extrañeza asombrosa que convertía a aquella película en una pesadilla se mantiene aquí. Y ni siquiera cuando (re)aparecen escenarios o personajes tomados de aquel film se conjura el hechizo. Es una cita, como podría haberla hecho cualquiera, solo que autenticada por el autor de la obra original. La secuela no responde a otra cosa que a intentar seguir facturando a partir de otra “Propiedad Intelectual” reconocida, pero el producto en sí mismo es apenas mediocre. Una película menor e innecesariamente larga que puede llegar a convertirse en un éxito, pero que seguramente pasará al olvido rápidamente. La trama conecta los hechos de EL RESPLANDOR siguiendo al personaje de Danny Torrance, a quien vemos de niño muy traumado tras los hechos del primer film (que no se explican demasiado claramente, buena excusa para ponerse a ver la película de Kubrick), sin querer hablar y con pesadillas permanentes. Un reencuentro virtual con el viejo Dick Hallorann (Carl Lumbly en el rol que hizo Scatman Crothers) le permite salir del pozo mediante un concepto psicológico bastante tonto que la trama toma de manera literal: poner sus traumas en cajas y, digamos, cerrarlas con candado. Uno sabe que eso no puede terminar muy bien. En paralelo vemos a un extraño grupo de personas comandado por la bella y extraña Rose (Rebecca Ferguson, en un personaje que bordea el ridículo ya desde el vestuario de cantante de música country/pop) abducir a una pequeña criatura en un bosque. Pronto sabremos que ese grupo, conocido como El Nudo Verdadero, tienen poderes parecidos a los de Danny (ese “resplandor” que le da enormes poderes psíquicos) y que andan cazando criaturas con ese poder para, como buenos vampiros sustitutos que son, alimentarse de ellos y así sobrevivir por siglos y siglos. La historia avanza a 2011 y nos encontramos con un Danny adulto (Ewan McGregor, con cara de depresión constante) en estado caótico: alcohólico, drogadicto, peleador. De a poco (gracias a otras ayuditas) logra ir saliendo del pozo: viaja a un pueblo de New Hampshire, se hace de un buen y noble amigo y empieza a encauzar su vida usando sus poderes como un enfermero que, con ayuda de un gatito (sí, no pregunten) trabaja con ancianos al borde de la muerte reconfortándolos. De ahí el título de la película, si bien este ítem de la trama será más que secundario. Simplificando lo que aquí son una larga serie de eventos desafortunados, Danny se conectará con una niña llamada Abra (por Abracadabra) que también tiene poderes similares a los suyos y ambos colaborarán entre sí para combatir a esta suerte de bizarro grupo de psíquicos que los tienen como potenciales víctimas. Es un largo y complicado set up de acontecimientos para lo que luego terminará siendo una bastante simple y concreta batalla entre héroes y villanos con el único agregado “sorpresa” de que lo que vemos, buena parte del tiempo, puede no estar realmente ahí. Pero la película, más allá de algunos momentos fuertes y bien logrados (los ligados a la captura de otro chico, encarnado por Jacob Tremblay) no logra crear un nuevo universo que esté a la altura del anterior. El grupete denominado True Knot (me cuesta decirles… Nudo Verdadero) nunca es una amenaza realmente potente, más por su tratamiento visual que por sus poderes en sí. Por momentos parecen artistas de algún tipo de circo abandonado y, por otros, villanos de alguna berreta película clase B de los ’80. Y lo mismo pasa con algunos efectos especiales: son tan pobres conceptual y visualmente, que solo si uno se pone en plan retro pueden apreciarse. Y la verdad es que Flanagan no apuesta por ese tipo de código. Quiere asustar y más que asustar está por momentos al borde de producir risas involuntarias. AVISO: PROBABLES SPOILERS La última parte de DOCTOR SUEÑO recupera, al menos visualmente, escenarios ligados al film original: el hotel, algunos personajes memorables y situaciones específicas que son ya parte del vocabulario clásico del género (ya saben de cuáles hablo, ni siquiera tienen que haber visto la película). Y si bien esas escenas logran, sí, traer a la memoria el universo de EL RESPLANDOR de manera más clara, también se sienten como manotazos de ahogado para salvar, en la última media hora, una película que no parece ir a ningún lado. Parece el show de una banda de rock que, cansada de que nadie baile con los temas de su disco nuevo, en el bis se despachan con todos los Grandes Exitos.
Esta ambiciosa pero problemática segunda película del director de “Hereditary” se centra en un grupo de jóvenes norteamericanos que viven rarísimas y peligrosas experiencias en su paso por una comuna sueca de extrañas costumbres ancestrales. La expectativa que había despertado esta película a partir de la sorprendente HEREDITARY (aquí conocida con el genérico título de EL LEGADO DEL DIABLO) era muy alta, acaso demasiado. Un poco como sucede con el cine de Robert Eggers (LA BRUJA), las películas de Aster no se acomodan del todo dentro de los parámetros y las convenciones del cine de terror. Da la impresión viendo MIDSOMMAR –y también THE LIGHTHOUSE, de Eggers– que ambos directores intentaron usar el prestigio conseguido con sus primeras películas para salirse un poco de esas restrictivas normas. Curiosamente, le fue mejor al que más se arriesgó de los dos. Me refiero a Eggers, que hizo una película fuera de norma, directamente inclasificable. Aster, en tanto, da la impresión de haberse quedado a mitad de camino y entregar un film que, más allá de algunos momentos y secuencias, no termina nunca de cerrar. Es como una serie de ideas en busca de un centro. Insistir con las convenciones del género de terror al hablar de estos cineastas no tiene sentido. Lo que lleva a pensar que el cine de Aster se maneja por esos carriles tiene que ver, tengo la impresión, con su interés por las sectas, las ceremonias y rituales paganos, los sacrificios y cierta iconografía que el cine de horror parece haberse apropiado. Pero MIDSOMMAR es más bien un drama que transcurre en medio de una curiosa secta sueca con algunas costumbres, digamos, repulsivas (“es cultural”, como dice uno de los protagonistas) y esperar otra cosa de ella es buscar lo que no van a encontrar. Sí, la película puede generar reacciones de asco y repulsión, de miedo y espanto, pero a lo que apunta es a otra cosa. O eso parece porque no queda muy en claro qué es lo que busca. MIDSOMMAR tiene un comienzo fabuloso que bien podría ser un cortometraje separado y que se extiende hasta los títulos, que aparecen recién a los 12 minutos de empezado el relato. No sólo tiene otro tono y otra estética (urbana, oscura, desgarradora) sino que luego no tiene mucha conexión con el resto de la historia. Es una suerte de prólogo en el que se cuenta la tragedia familiar que le toca atravesar a Dani (Florence Pugh) y que la lleva a estar con un enorme grado de fragilidad psíquica y a intentar apoyarse mucho en su novio, Christian (Jack Reynor), que no parece demasiado dispuesto, más allá de lo formal, a ser el hombro en el que sostenerse emocionalmente. Christian está más enganchado con el viaje que, con sus compañeros de la universidad, está por hacer a Suecia, acompañando a Pelle a las festividades veraniegas de su pueblo natal allí. El cuarteto lo completan Mark –más interesado en conocer chicas que en otra cosa– y Josh, que estudia antropología y quiere hacer su tesis sobre ese tipo de rituales y costumbres. Pero un poco por culpa tras la tragedia que vivió (primera extraña decisión del guion), Christian invita a Dani a ser parte del viaje, pese a que ninguno de sus amigos parece convencido de que sea una buena idea. Al llegar allí, y pese a lo bucólico del lugar, la aparente calidez de la gente y el carácter de amable comuna hippie de los blanquísimos suecos que profesan esta suerte de ancestral religión llamada Hårga, se nota que fue una mala idea. No solo traer a Dani –cuya fragilidad emocional se verá fuertemente impactada tanto por los sucesos de los que es testigo como por la creciente distancia emocional con su pareja– sino que ninguno de los otros estaba realmente preparado para las costumbres, digamos, brutales de los locales. Salvo Pelle, claro… Promediando la película los inocentes norteamericanos (y una pareja de ingleses que llega en similar plan con el hermano de Pelle) empiezan a notar que los blondos tienen unos hábitos no solo curiosos sino, para ellos (y nosotros), directamente espeluznantes, como el célebre “Attestupan”. Tienen rígidos ciclos de vida de cuatro etapas de 18 años que, haciendo números, llevan a que a los 72 hay que concluir con el asunto. Y ser testigos de esa ceremonia es, para estos turistas culturales, el principio del fin. Pero eso no es nada comparado a algunos otros hábitos que tienen los Hårga. Especialmente en lo que respecta a la reproducción de la especie. MIDSOMMAR intenta ser una película acerca de la superación de una tragedia, de la recuperación emocional y, si se quiere, del empoderamiento de Dani. Y si el film mantiene alguna unidad que le permite sostener la atención del espectador a lo largo de sus tambaleantes 140 minutos es gracias a la actuación de Pugh, que hace milagros para dotar de complejidad a un mundo y a una serie de personajes delineados de manera demasiado básica. De hecho, salvo ella, el resto de los protagonistas podrían tranquilamente salir de la más convencional película de horror posible, ya que son definidos con un par de trazos gruesos. Uno podría hasta entenderlo en los secundarios como Mark y Josh –y hasta Pelle–, pero el propio Christian es tan evidentemente inútil que cuesta entender –aún con la necesidad de contención emocional que tiene Dani– que la chica lo tolere tanto tiempo. La segunda mitad de la película acumulará, una tras otra, situaciones extrañas, bizarras y performáticas que, si bien pueden generar cierta tensión interna (Aster, sin dudas, tiene mucho talento para cuestiones de puesta en escena y para producir momentos de alto impacto audiovisual) no generan demasiado efecto acumulativo. Hay algo que se pierde por culpa de la lógica interna del guion y del comportamiento incomprensible de muchos personajes, que en un momento uno toma demasiada distancia de los hechos y los observa, ya no con la tensión que seguramente el director busca, sino como una suerte de curioso freak show para adultos perversos. Ante la duda, el guion recurre a que los personajes consuman drogas alucinógenas que los llevan a vivir las ya de por sí extrañas situaciones de una manera directamente surrealista (en un punto todo el viaje a Suecia casi podría funcionar mejor como una pesadilla de Dani post-tragedia familiar) o bien a escenas de escabrosa violencia y extraña sexualidad que están varias veces a punto de generar risas involuntarias. En especial las que tienen como protagonista a Reynor, un actor que no solo es muy parecido a Seth Rogen sino que hasta tiene algunos gestos muy similares. Cada vez que Reynor mira con cara de sorpresa alguna cosa rara que sucede frente a sus ojos (o de la que le toca ser parte), uno no puede evitar pensar que estamos ante alguna parodia de una película de folk-horror de los ’70, tipo THE WICKER MAN. Aster quiso combinar un drama, si se quiere, bergmaniano, con un film de suspenso acerca de un extraño culto milenario. Es cierto, se puede decir que HEREDITARY también era eso, incluyendo la inicial y sorpresiva tragedia. Pero lo que allí funcionaba mejor era la conexión dramática entre esas dos partes. En MIDSOMMAR, que de todos modos es un film de una ambición valiosa en estos tiempos de tanto cine de fórmula, esa potencia está desparramada y tiende a desaparecer, perdida entre las extrañas set pieces que Aster propone, o en los trajes blancos, los arreglos florales, las “pinturas bizarras” y los rostros deformados de este bad trip que es esta irregular y fallida película de horror diurno. P.D. Circula online el corte del director de MIDSOMMAR, que dura unos 20 minutos más que la original y que se estrenó en Estados Unidos un mes después. Curiosamente, pese a ser más larga, funciona un poco mejor ya que los saltos entre las escenas son menos caprichosos, los personajes están un poco mejor desarrollados y sus actitudes un tanto más comprensibles. No alcanza a transformarla en otra película (de hecho, la escena más larga que fue cortada es otra bizarreada sin sentido), pero la vuelve más coherente.
Barrilete cósmico James Cameron tomó las riendas de la cyborg-saga y colocó Destino oculto al final de Terminator 2, con el regreso de Linda Hamilton y el inoxidable Arnie. Tal vez sea una cuestión generacional. Difícil saberlo. Para los que crecimos con la saga Terminator como uno de los clásicos de nuestra adolescencia (especialmente las dos primeras y canónicas partes) hay algo en ella que es representativo de una importante transición dentro del cine de acción hollywoodense. La primera parte, de 1984, era una película pequeña e intensísima, casi un thriller de Clase B con elementos de cine de terror, género en el que parecía especializarse el entonces jovencísimo James Cameron. Pero para la segunda parte, de 1990, el director se había convertido en un peso pesado de Hollywood y Terminator 2 era ya una superproducción con efectos digitales que terminarían por revolucionar la industria del entretenimiento, hasta ser hoy absolutamente dominantes –aunque no de la manera seguramente soñada por su director–. Esta sexta parte de Terminator puede ser considerada, en realidad, la tercera. Es como si Cameron –que volvió como productor y coautor de la historia– hubiera decidido borrar de la saga las últimas tres partes y continuar la historia a partir del cierre de la segunda. Y el guión se las saca de encima de entrada, como si tal cosa. “El fin del mundo no sucedió. Yo lo detuve“, dice la retornada Sarah Connor, desestimando tres películas en un segundo. Pero es obvio que, en los juegos temporales de la saga, si no sucedió de una manera bien pudo haber sucedido de otra. Y eso es lo que cuenta la nueva película. Saquen a Skynet del mapa, pongan a algo llamado Legion, y la cuestión es similar. Hora de retomar los viajes en el tiempo para matar a alguien en el pasado. Es decir, Terminator: Destino oculto es una tercera parte pero también un reboot, casi una remix de la primera y la segunda. Tras un inicio, narrado por Sarah (Linda Hamilton, aportando intensidad y gravedad a la vez), en el que se nos pone al día con la historia –evitaremos spoilers que enojan a las almas hipersensibles–, la trama se mueve a la actualidad y a México. Y es como si la primera Terminator recomenzara en ese país y en ese tono. Una mujer llamada Grace (Mackenzie Davis) llega desde el futuro para proteger a una tal Daniela (“Dani“, para los amigos, encarnada por la actriz colombiana Natalia Reyes) de las manos de un nuevo Terminator modelo cromado (un impasible Gabriel Luna) que quiere eliminarla. Si vimos la película original, imaginamos el motivo, pero el guión de esta reserva algunas sorpresas en ese sentido. En plena secuencia de acción, pelea y persecución (sólidamente filmadas por el realizador de Deadpool, Tim Miller), aparece Connor al rescate. Y, con alguna inesperada baja, el grupo empieza a huir hacia Estados Unidos como si fueran indocumentados. Allá, aparentemente, hay alguien que puede ayudarlos a combatir al nuevo cyborg. Cualquiera que haya visto un trailer o hasta el póster de la película ya sabe de quién se trata. La película tiene una muy efectiva y potente primera mitad. La acción se mantiene dentro de lo terrenal y lógico –para los standards de la saga– y Davis es una presencia formidable. Pese a su figura delgada y en apariencia frágil, Grace es una guerrera que tiene muy en claro lo que debe hacer para combatir al cada vez más flexible y “chicloso“ cyborg, que se desdobla, se reconstruye y al que nada parece afectar. Las secuencias en la frontera son también fuertes e impactantes –la parte, si se quiere, directamente política de la película– y Miller sabe jugar muy bien, con emoción pero también con humor autoconsciente, a la hora del reencuentro de los dos históricos de la saga. Pero una vez que la película, con el equipo ya reforzado, vuelve a la acción pura y dura, algo se rompe. No del todo, pero se pierde esa virulencia física de la primera parte para ser reemplazada por un exceso de efectos digitales en secuencias cada vez más grandes, supuestamente espectaculares, pero finalmente fallidas, excesivas, puro golpe de efecto. Es como si, en ese punto, la remake de Terminator terminara y empezara la de Terminator 2. No en términos de calidad (convengamos que la segunda era igual o mejor que la primera) sino en la necesidad de volverse más grande e irreal, jugando con la gravedad como sucede en casi todas las películas de superhéroes en las que nada parece tener peso propio. Las secuencias de acción se vuelven más confusas, Miller parece perder el rumbo entre tanta pantalla verde y hay hasta curiosos errores de continuidad. Por suerte, para el final, la cosa se recompone, tanto porque las últimas secuencias vuelven a ser más propias del cine de acción de los 80 que de los 90 (es decir: peleas, golpes y persecuciones en lugar de autos cayendo de aviones y cosas así), como por las emociones que se ponen en juego, ligadas a la historia íntima de cada uno de los personajes, tanto los clásicos como los nuevos. Sin ser una gran película, Terminator: Destino oculto (rara traducción del original Dark Fate) logra devolverle vida a una saga que parecía liquidada y completamente perdida en su propio trompo temporal. Era un universo que, de haber sido bien manejado después de la segunda parte, tenía todo para ser un clásico a la manera de otras sagas de acción (como Misión: imposible), que siguen recaudando y funcionando muy bien décadas después de sus inicios. Pero en los 90, Cameron tenía la cabeza en otras cosas y dejó que su criatura cayera en las manos equivocadas. Ahora intenta –con la ayuda de Miller, parte del elenco original y con una política de empoderamiento femenino que Cameron trae desde sus inicios y que hoy es más relevante que nunca– retomar lo que abandonó. El público decidirá si es demasiado tarde o si todavía hay cuerda para más.
Apocalipsis, ahora Combinando ideas del cine bélico y El señor de las moscas, Alejandro Landes consigue en Monos una experiencia singular, sólo para la pantalla grande. Tarda uno un buen rato en darse cuenta de que la nueva película de Alejandro Landes (el realizador de Porfirio, un cineasta de origen colombiano pero con un recorrido amplio por varios países) tiene como centro los conflictos armados de su país. La primera impresión que se tiene es la de estar frente a un film que transcurre en algún planeta lejano, o en una civilización antigua. Hay una construcción del espacio muy particular, alejada de cualquier localismo evidente que nos permite pensar lo que vemos en términos casi abstractos. Los acentos y las formas del habla, quizás, nos van revelando algunos detalles. Pero no más que eso. Hay un conflicto armado. Hay un grupo de jóvenes, adolescentes y hasta niños que se ocupan de “cuidar” a una mujer secuestrada de origen norteamericano (Julianne Nicholson, recientemente vista en un papel muy distinto en la película argentina Iniciales S.G. junto a Diego Peretti) y que se entrenan a las órdenes de otro peculiar y extrañamente temible personaje. Y desde ahí partimos hacia lo desconocido. Landes evita casi cualquier convención clásica del subgénero de dramas bélicos latinoamericanos optando por construir, casi en dos tiempos bastante diferenciados, una suerte de tensa y hasta absurda espera, y luego, un viaje furioso por la jungla. Monos puede ser vista como una película de aventuras, un drama personal con toques cómicos o la historia de este heterogéneo grupo de jóvenes encargado, a su manera, de cuidar a la mujer secuestrada en cuestión. Un poco de delirio y surrealismo a lo Apocalypse Now, otro poco El señor de las moscas y un extra de crudo y violento realismo bélico al estilo Pelotón. Partiendo desde ese lugar aislado y misterioso (una suerte de paisaje lunar que la cámara recorre, de manera muy activa, con destreza y maestría) en el que las armas pueden ser un juego hasta convertirse en una pesadilla, sin que los chicos parezcan darse cuenta de la gravedad de la situación, Monos va recorriendo un extraño camino que se enreda más aún cuando, en la segunda parte del film, algo sucede que cambia el tempo, el tono y los escenarios que vinos hasta entonces. En todo momento, la banda sonora omnipresente pero sutil de Mica Levi (Under the Skin, Jackie) va haciéndole sentir al espectador la sensación de que algo ominoso y denso puede pasar en cualquier momento. Y lo hace mediante el uso de pequeños leit motifs sonoros que acompañan a cada personaje y, especialmente, un paisaje de sonidos discordantes que generan inquietud y misterio a cada paso. Monos -que representa a Colombia en los premios Oscar y que cuenta además con actores (Jorge Román), técnicos, un coach actoral (Inés Efron), producción y un guionista (Alexis dos Santos) argentinos- es una película que merece ser vista en una pantalla grande para ser verdaderamente apreciada, ya que, debido a su formato de cine de aventuras/bélico, se beneficia mucho al ser experimentada de una manera vivencial, sensorial, física. Tamaño XL. Con una línea narrativa bastante simple, lo que hace de Monos una experiencia fuerte es la manera en la que Landes nos mete en la cabeza de estos chicos, con quienes empatizamos al principio más allá de saber lo que están haciendo, ya que entendemos que la situación y la presión los fuerza a tomar decisiones y a hacer cosas que normalmente no harían. En sus intentos por jugar, entretenerse o hasta vivir algún tipo de romance, podrían ser chicos cualquiera jugando a la guerra. Hasta que el juego deja de ser tal y las armas prueban ser letales, dejando en claro que -por más que crean poder manejar la situación- casi ninguno de ellos está realmente preparado para enfrentar la parte más desagradable y cruda del asunto. Se trata de una película alucinada y alucinante, intensa y brutal, que intenta escaparle a las fórmulas previsibles con las que el cine de esta parte del mundo pone en pantalla los conflictos armados de la región. Y si bien no inventa nada nuevo en términos cinematográficos, su combinación de influencias es inusual, inesperada y hasta sorprendente. Y funciona, como una buena película bélica, asestando un golpe visceral al espectador donde y cuando menos se lo espera. Pero a la vez generando un espacio de reflexión sobre las consecuencias de la violencia.
Este documental sobre un cantante country estadounidense que fue uno de los primeros en sacar un álbum abiertamente gay, en los años ’70, lo muestra en su vejez lidiando con problemas mentales y familiares. Ganadora a mejor película de la competencia internacional del BAFICI. Ganador del premio a la mejor película de la competencia internacional del BAFICI, este documental fue filmado en su mayoría a mediados de la década pasada (entre 2005 y 2007) y retrata, de una manera muy íntima y cruda, la vida de Peter Grudzien, un muy poco conocido músico country norteamericano cuyo disco, de 1974 y llamado como la película, es considerado uno de los primeros de ese género en tener temática gay, algo que era –y en buena medida sigue siendo– muy poco común entre los cultores de ese estilo musical. Pero, para los realizadores de la película, la época de fama de Peter es secundaria. Sí, él contará anécdotas acerca de sus conocidos famosos y de sus momentos de muy relativo éxito, pero THE UNICORN es un retrato de este hombre ya en decadencia, mentalmente inestable, viviendo con un padre muy anciano y enfermo y con una hermana con aún más graves problemas psíquicos que todos ellos juntos. A la hora de pensar en el lado oscuro de la fama acaso este sea una de las películas más desoladoras e inquietantes. En algún punto, además de la previsible y canónica GREY GARDENS, la película me hizo recordar a CRUMB, aquel documental que también presentaba a un artista ubicado, apenas, del lado creativo de la locura mientras algunos de sus familiares no habían tenido esa suerte. Pero Grudzien no tuvo jamás el reconocimiento en vida que tuvo Crumb y, a juzgar por lo que se escucha en la película, tampoco fue un talento único. Lo que lo hizo ser parte de la historia fue, claramente, ser un pionero de la música country gay. Pero en ese entonces no valió de mucho y hoy casi ni tiene modo de sobrevivir economicamente, al punto que la última parte de la película se centrará en los esfuerzos de unos primos que quieren internarlo en un psiquiátrico para así quedarse con la casa que tiene en Astoria, Queens, seguramente mucho más valiosa económicamente ahora que nunca. En línea con otros documentales íntimos y personales, que parecen grabados de manera casual y gracias a la relación entre cineasta y protagonista/s, THE UNICORN impacta a la hora de analizar cómo un cuarto de hora de fama puede significar poco y nada a lo largo de una vida, y cómo la fragilidad mental (su familia, digamos, tiene un historial complicado, y los cuidados psiquiátricos, medio siglo atrás, no se caracterizaban por ser muy “cuidadosos”, incluyendo intentos por “reeducarlo sexualmente”) de estos dos hermanos es una evidencia de una historia de maltratos personales, familiares y socio/culturales. Acaso un poco larga y reiterativa (se podría haber beneficiado con unos 15 minutos menos), de todos modos THE UNICORN posee una cualidad que pocos documentales de este tipo tienen: personajes border que son mirados desde la comprensión, el cariño y la ternura en películas que muestran sus costados más extravagantes y hasta patéticos pero sin jamás acercarse a la burla o a la ironía. Un baño de empatía que agranda esta pequeña y desoladora película.
Impactante y muy distinta a casi todo el cine reciente de superhéroes, la ganadora del León de Oro del Festival de Venecia retoma los temas y el imaginario de clásicas películas de Martin Scorsese para hacer una nueva exploración sobre las distintas formas de la agresión y la locura. Con una actuación descomunal de Joaquin Phoenix en lo que es prácticamente un angustiante y maniaco unipersonal. Quizás JOKER no se parezca a ninguna otra película de superhéroes pero sí se parece a muchas otras. Un crítico norteamericano imaginaba un futuro en el que se hicieran remakes de todas las películas convencionales que conocemos pero protagonizadas por superhéroes. Y el concepto era tan espeluznante como posible. Si bien ya está bastante instalado el concepto de que cada superhéroe se acerca a un género específico (comedia, thriller, western, policial, etc.), en general existe un punto determinado en el que todas esas películas vuelven a ser sobre su propio y particular subgénero. Hasta LOGAN, acaso la experiencia más radical en esto de escaparse de lo previsible en el tema hasta llegar a este JOKER, no abandonaba del todo el fantástico. Phillips, en cambio, se libera casi por completo cualquier conexión con el subgénero. Pero no necesariamente en pos de la originalidad sino para tener, en otro lado, una base firme sobre la que sostener su andamiaje. JOKER es, de manera evidente, una relectura del cine clásico de Martín Scorsese, fundamentalmente de películas como EL REY DE LA COMEDIA y TAXI DRIVER, de quienes toma el tipo de personaje, la trama principal y las secundarias, su mítico actor y hasta el universo y paisaje visual. Todo eso que está en JOKER y que llama la atención a muchos espectadores, puede ser llamativo o inesperado al estar aplicado a un personaje de cómics, pero no lo es para cualquiera que haya visto esos clásicos. De hecho, es tan fuerte y clara su influencia que Scorsese debería cobrar algún tipo de derecho de autor. No es cita, referencia ni homenaje. Por momentos es facsímil. Imitación. Joker Aquí es donde el asunto se enreda. Pese a todo lo dicho antes, JOKER es una película por momentos apasionante, brutal, cruda y espeluznante. Los motivos están a la vista. Por un lado el film en sí es cinematográficamente muy potente y, más allá de algunas torpezas de puesta en escena (el formato “ante la duda, música y cámara lenta” aparece varias veces para resolver problemas y crear climas), Phillips toma al espectador del cuello y se lo lleva a la rastra. Por otro, la actuación de Joaquin Phoenix en un rol para el que parece haber nacido, es conmovedora y brutal. Y por último, el tema quizás más inasible e interesante de todos los que propone de JOKER: su inquietante y ambigua lectura política, algo que también traían aquellos films de Scorsese. JOKER es una “origin story” como tantas del género y, en ese sentido, puede ser comparable a las decenas que vimos en el mundo de los superhéroes y sus villanos. Solo que al salir de este costado específico del universo DC, el de Batman, que en general trabaja personajes sin superpoderes más allá sus enrevesadas psiquis, la historia se presta mucho más para ser contada en un contexto realista. Cuando arranca la película y un personaje dice, en broma, que en Gotham (o Ciudad Gótica, cómo le decíamos décadas atrás) hay una plaga de super ratas que sólo puede ser combatida con súper ratones, es lo más cercano a un guiño al género. Acá no hay ningún súper nada. Más bien al contrario. Es un submundo de subhumanos que poco y nada pueden hacer para escapar del infierno. Batman todavía no ha llegado y no hay quien pueda ayudarnos. Ni parece haber a quién ayudar. Joker Gotham es la Nueva York de fines de los ‘70 y principios de los ‘80, la que vimos en las películas antes citadas o en la actual serie THE DEUCE, antes de que se transformara en un parque de diversiones de sí misma. La misma mugre, peligro y depresión. Los mismos personajes a punto de estallar por el caos que los circunda y por su propia inestabilidad mental. Arthur Fleck, antes de querer llamarse “Joker”, podría haber usado el nombre de Travis Bickle o Rupert Pumpkin, los antiheroicos protagonistas de TAXI DRIVER y EL REY DE LA COMEDIA. Es ese tipo de personaje que lleva su tortura a cuestas y que se siente negado y ninguneado por casi todos. En el caso de Arthur, los frentes son varios. Están sus colegas que trabajan como payasos callejeros y se burlan de él, la gente en la calle que lo ignora o agrede, las autoridades que no lo atienden o lo echan a patadas, los presentadores de televisión que se mofan de su falta de talento (Arthur es un aspirante a stand up comedian que no hace reír a nadie), las mujeres que no le prestan atención alguna. Y así. Los severos problemas psicológicos de “Happy” (el sobrenombre que le puso la madre, la única que parece quererlo) hacen combustión enfrentados al agresivo mundo real. Y el tipo es una bomba de tiempo, capaz de explotar en cualquier momento y ante cualquier situación. Hay un aspecto de Arthur que es particularmente problemático. Por algún motivo que conoceremos más adelante, el hombre tiene una extraña “condición” que lo hace reírse en los momentos más inapropiados, generalmente ante una situación incómoda o que lo enerva. Esa risa salvaje, que puede ser llanto o las dos cosas a la vez, genera un igualmente incontrolable fastidio o furia en quienes lo escuchan. Y ese suele ser el metafórico disparador de muchos de sus tensos encuentros con casi todo el mundo. Es un freak literal: lleva su extravagancia en la cara. Joker Uno de los mayores méritos del film es evitar el clásico conflicto central con un villano (o un héroe, en este caso), lo que suele ser el gran problema de estas historias originarias. Fleck tiene varios problemas alrededor y es la suma de todos la que va haciendo aumentar su locura exponencialmente. Los ligados a su pasado familiar, un encuentro violento en un tren subterráneo y su conflictiva relación de amor-odio con un famoso conductor de televisión (Robert De Niro, protagonista de los clásicos de Scorsese aquí revisitados pero en el rol que ahora hace Phoenix) corren en paralelo en un mundo en el que no hay ningún enemigo específico porque todos lo son. Al hacernos “entender” solo la patología y los problemas de Fleck (los demás, para el espectador, son malos porque sí), el film nos pone de su lado. Y ahí es donde JOKER entra en esa zona problemática en la que también entraban los films de Scorsese que cita. ¿Es audaz, peligroso y problemático poner al espectador, especialmente algunos de los que ven este tipo de films, en la cabeza de un demente que, sin quererlo, podría hasta liderar una revolución de los desposeídos y marginados del sistema a punta de pistola? Phillips sigue la lógica del cine que homenajea: cada quien ve lo que quiere ver. Algunos sentirán que es una defensa de los oprimidos y ninguneados por el sistema y el poder político/económico, otros lo verán como una crítica a cierto brutal empoderamiento de esos hombres blancos que sienten que pierden su lugar en el mundo (una revolución más bien reaccionaría, con Joker como una suerte de Trump liderando a los “deplorables”), algunos se centrarán en la locura y la falta de un sistema de salud que proteja a las personas con problemas, otros en la facilidad con la que cualquiera puede conseguir y usar armas. Y así. Phillips no juzga ni dice cómo interpretar lo que vemos. Y esa libertad de acción puede ser considerada bienvenida pero también una forma de no jugarse ni tomar partido. Joker En medio de todo eso está el elemento humano, el que nos hace sentir todas estas ideas en el cuerpo. La película no sería más que una tesis universitaria sobre cómo transformar películas clásicas en films de superhéroes de no ser por la actuación abrumadora de Phoenix. Todos sabíamos que lo podía hacer pero, de todos modos, nos sorprende ya que no solo lleva sus heridas emocionales en el rostro sino que en todo el cuerpo. Es una especie de solo de danza, un ballet unipersonal trágico y violento en el que un hombre se dobla y contorsiona tratando de esquivar el dolor, liberar la furia y soltar amarras de una vez por todas del mundo real. Y es conmovedor y repulsivo a la vez, un psicótico de actitudes repudiables con el que no podemos evitar, por momentos, sentirnos identificados. Y esa es la incomodidad central de la película. La que la hace fascinante y complicada. Este Joker no es un “agente del caos” como lo era el de Heath Ledger en THE DARK KNIGHT. O al menos no lo es en forma consciente. No puede ser líder de nada ni posee cualidades de mando, ni siquiera de sus propias y extemporáneas reacciones. Es un tipo con un severo daño psicológico que siente que el mundo le debe un reconocimiento que claramente no merece. ¿Qué se hace con gente como Fleck? Es algo para lo que ni el cine ni la sociedad (especialmente la estadounidense) parecen tener respuestas. En un mundo sin héroes, los villanos son lo más parecido que existe a los rebeldes. Esto dicho como la propia película: ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario.
El documental del hijo de Pino Solanas recupera, de manera épica, las jornadas de lucha para pasar en el Congreso Nacional de la Argentina el Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Hay películas —documentales, especialmente— que se resisten de un modo u otro a un tratamiento crítico convencional. QUE SEA LEY, de Juan Solanas, es una de ellas. Es el tipo de “película con una misión” que trata de comunicar una idea y una experiencia de la manera más directa, clara y didáctica posible. Y juzgarla porque no es sutil o porque no propone demasiadas ideas renovadoras para el género casi que se siente fuera de lugar. Es una película para experimentar desde el convencimiento—no creo que cambie la opinión de mucha gente respecto a sus posiciones previas acerca del aborto— y para usar como parte del próximo intento de hacer pasar el proyecto de ley por el Congreso Nacional. Es probable que Solanas la haya filmado convencido que la Ley en cuestión iba a salir. Hay un fervor, una energía y hasta una extraña belleza épica en las imágenes que se adecuan a un relato victorioso. Sabiendo el resultado, los que vemos el film ahora entendemos la rareza del producto final. Pero de todos modos no califica como problema sino como registro de una experiencia. Fue así, parece decir. Se vivió así. Fue épico. Perdimos, pero estaremos acá de vuelta, año tras año, hasta ganar. Si no éste, el que viene. O el otro. Esa persistencia es un homenaje a la lucha de varias generaciones de feministas que dejaron y siguen dejando todo para que un proyecto de ley que permita que el aborto sea legal, seguro y gratuito sea aprobado por el Congreso. QUE SEA LEY es un recuento, vía entrevistas y testimonios, de la gravedad del tema aborto clandestino en la Argentina. En paralelo a esas historias, y más allá de algún que otro testimonio breve de todo lo que se dijo en estos días en el Congreso, Solanas se centra en las calles, los cantos, los bailes, las marchas, la fiesta, la espera, la lluvia. Con drones, grúas y cámaras circulando alrededor de los manifestantes, acaso es el más impactante y mejor fotografiado registro de una manifestación en la Argentina que yo recuerde haber visto. El trabajo de color y de sonido es impecable (en especial esto último, llamativamente claro para ese tipo de eventos, usualmente tan caóticos), lo que permite que la energía de los manifestantes atraviese la pantalla. Es, casi, como haber estado ahí. O como revivirlo. Seguramente para los que no conocen lo que sucedió en Argentina en 2018 la película tendrá mayores elementos informativos. Se narra el frustrado intento de que el Senado convierta en ley el proyecto que ya venía aprobado por Diputados. La película hace un breve repaso de la historia del proyecto (algunos discursos en la comisión específica que primero trató el tema, por ejemplo, otros de diputados) pero lo principal, además del seguimiento del día, es escuchar los casos y las historias, en primera persona, de mujeres que sufrieron las consecuencias del aborto clandestino, amigas, familiares y militantes que trabajan día a día para acabar con esa práctica horrenda y volverla legal, segura y gratuita. Los que seguimos la causa de modo cercano conocemos y vimos mucho de lo que se aquí. Es cierto: QUE SEA LEY puede ser un tanto reiterativa y machacona, pero es parte de la propuesta. No se hizo para ganar premios en festivales sino para narrar una experiencia y documentarla. Solanas busca también no ofender a “los rivales”, los pro-vida, acaso con la intención de convencer a algunos de ellos ante futuras votaciones. No hay agresiones fáciles ni se los ridiculiza. Si eso sucede es porque algunos legisladores, por ejemplo, se ridiculizan solos. De todos modos veo difícil que pueda funcionar fuera del círculo “verde”. Son tantas las diferencias (algunas, visuales y organizativas, bien planteadas aquí de modo puramente cinematográfico) que queda muy claro de que hay mucho más que una plaza dividiéndolas. Que sea ley QUE SEA LEY es también, un homenaje de Solanas a su padre, Pino. No solo al darle espacio dentro del propio film a su notable discurso en la Cámara, entre otras breves apariciones, sino en la manera en la que este cineasta, formalmente tan distinto al director de EL EXILIO DE GARDEL, toma aquí varias referencias del clásico LA HORA DE LOS HORNOS para estructurar su película, con sus textos furtivos en tipografías gigantes, su división en episodios y su edición furiosa y épica. Los tiempos cinematográficos pueden haber cambiado, pero los políticos no tanto. Cincuenta años después de aquel clásico film siguen habiendo grandes deudas con diversas partes marginadas de la sociedad. Y homenajear aquella película es una manera de retomar y continuar la historia. Familiar, sí, pero también nacional.