Este extravagante retrato biográfico de Elvis Presley se centra en la complicada relación del músico con su manager Tom Parker a lo largo de toda su carrera. Con Tom Hanks y Austin Butler. Seamos claros. Si a uno le dicen que Baz Luhrmann hará una biografía de Elvis Presley se imaginará algo bastante parecido al producto final. No es, uno pensaría, el director más convencional o esperable para este tipo de película. Pero eso, en lugar de un problema, podría ser una ventaja, ya que uno sabe que el realizador australiano de MOULIN ROUGE! tiene una imaginación tan personal y desbordante que puede llevar un proyecto de este tipo hacia, literalmente, cualquier lado. Eso sucede en ELVIS, aunque no siempre con el mejor de los resultados. La película abarca a Elvis a lo largo de su vida poniendo el foco en dos etapas clave: el inicio de su carrera en 1955 hasta su partida al servicio militar en Alemania en 1960 y su regreso con gloria, en 1968, gracias a un clásico especial para televisión y su posterior estadía –más larga que la planeada– haciendo su show en vivo en Las Vegas. Pero lo principal para ver acá no pasa por el recorrido biográfico más que conocido del artista sino por descifrar las ideas de Luhrmann respecto a su protagonista. Y es cierto que, más allá de los extravagantes clips audiovisuales típicos de un realizador que piensa un relato de 160 minutos como un largo trailer de sí mismo, no hay demasiadas. Ideas, digo… El comienzo de su carrera está contado, inteligentemente, utilizando los recursos de la novela gráfica, de la que Presley era fanático de adolescente. Con cuadros veloces, movedizos y juveniles en su tono, Luhrmann narra el descubrimiento de Presley y su éxito inicial con el típico fervor clipero que el realizador usa en el inicio de sus films, donde todo es energía desbordante. Acá, sin embargo, el «lado oscuro de la fuerza» está presente de entrada. Se trata del llamado «Coronel Parker» (Tom Hanks abajo de kilos de maquillaje), el hombre que toma en sus manos al joven Elvis y no lo suelta hasta su muerte, manejando su carrera de manera bastante cruel y perversa. ELVIS se cuenta como la historia de la manipulación de un un explotador cruento a un joven inocente que, por distintos motivos que van cambiando con el correr de los años, jamás puede quebrar la trampa en la que Parker lo ha metido. Que es contractual pero, fundamentalmente, es psicológica, ya que cada vez que Presley intenta abrirse un camino propio su manager tuerce su destino en función de sus propias conveniencias. En los ’50, podían ser paralelas y hasta adecuadas. Pero de 1960 en adelante ya no lo fueron. De hecho, el regreso de Elvis a fines de los ’60 se muestra aquí como algo hecho a contramano de los deseos de su manager. Austin Butler captura de manera extraordinaria al Presley escénico, especialmente en su etapa de 1968 en adelante, imitando a la perfección lo que se puede ver en el Especial de NBC o en el excelente documental ELVIS: THAT’S THE WAY IT IS que aquí por momentos se muestra y se cita hasta en su estilo de montaje. En sus años jóvenes es difícil decirlo porque Luhrmann parece más preocupado en mostrarlo de la cintura para abajo que de otro modo. Lo cual es lógico –sus movimientos pélvicos fueron revolucionarios y escandalosos promediando los ’50– pero es difícil juzgar la actuación de las piernas del chico. Luhrmann va bajando los decibeles de su propio show cuando la película arranca con su segunda etapa, su regreso a los escenarios y a recuperar «su esencia» en 1968. Es curioso pensar que entonces tenía solo 33 años y ya muchos lo daban por acabado desde hacía tiempo, ya que gran parte de esa década se la pasó haciendo malas películas y sacando aún más flojos álbumes siguiendo los consejos de Parker, que pierde la brújula comercial de su artista cuando empieza la década de los Beatles y los Rolling Stones y jamás la recupera. Su vuelta con el show de TV y la inauguración del hotel en Las Vegas en el que se quedaría por años y años generan los mejores momentos de la película, ya que ahí se combinan una gran etapa musical con un momento en el que Elvis había recuperado la confianza, se juntaba con gente más afín y peleaba contra Parker. El manager, sin embargo, terminaría ganando esa batalla psicológica y comercial, y convirtiéndolo casi en un esclavo de los shows en casinos hasta prácticamente su muerte. Y la decadencia de Presley termina dándole un cierto peso dramático a la historia, uno que antes no tenía, un formato que Luhrmann maneja en general muy bien en sus musicales y que viene de su amor por las óperas y tragedias. El problema principal de ELVIS pasa por el punto de vista y la vacuidad de mucho de su desarrollo, hasta que encuentra su nervio dramático en su segunda mitad. Haber elegido a Parker, un personaje bastante repulsivo, como narrador y casi protagonista de la historia, es una elección entendible pero dramáticamente compleja, ya que no hay casi de donde «agarrarse» para tenerle cierto aprecio a un personaje horrendo que Hanks encarna como si fuera un villano transpirado (y con algún tinte de cliché antisemita) de algún cómic de DC. Musicalmente Luhrmann hace algo parecido a otros de sus films, armando remixes de canciones de Elvis, mezclando varias juntas (algo que él hacía muy seguido) y agregándoles un beat actual y electrónico, algunos versos rapeados y esos mash-ups tan característicos de MOULIN ROUGE! De hecho, el propio Elvis tuvo uno de sus mayores éxitos en 2002 con un remix de «A Little Less Conversation» y, por momentos, lo que intenta el realizador acá es ir por un camino similar al que funcionó allí. Tampoco funciona demasiado bien la idea de reconvertir a Presley es una persona mucho más «progresista» y preocupada por la realidad social de su país en los complicados ’60 cuando pocos lo recuerdan como un campeón de los derechos civiles y más como un colaborador de Richard Nixon. Más allá de alguna canción sobre la «tolerancia» como «If I Can Dream«, que interpretó en el especial de 1968 pese a los deseos de Parker (que no quería verlo «metido en política» y al que le obsesionaba que su artista no saliera del país, por motivos que irán descubriendo de a poco a lo largo del film), la película presenta una versión light y demasiado benévola de un personaje al que se le conocen zonas más oscuras que las presentadas acá. ELVIS, más allá de lo un tanto hueca y atolondrada que es al principio, termina ofreciendo suficiente material rico para que un espectador que no está embebido en la figura del «solista más vendedor de discos de la historia» se interese por escuchar y conocer más de su obra. Y ahí habría que empezar por el principio, la piedra basal de todo lo que Presley fue después, en especial sus discos para Sun Records, que acá pasan clipeados y remixados. En los últimos años, las ediciones centradas en sus grabaciones de 1969 encuentran a otro Elvis que vale la pena revisitar. Un artista maduro, que quiso tener una segunda etapa gloriosa en su complicada carrera pero que no llegó a desarrollarla –o al menos esa es la tesis de muchos que Luhrmann sostiene aquí– por culpa de un manager que jamás dejó de pensarlo como mercadería.
Premio del Jurado en el Festival de Berlín, este film mexicano (coproducido con la Argentina) se centra en tres mujeres unidas por la desaparición de la hermana de una de ellas en un pueblo controlado por los narcos. En el elegante y algo curioso retaceo informativo que constituye el modus operandi de MANTO DE GEMAS, lo que se percibe como algo inevitable es la tensión, el miedo, la sensación permanente de que algo espantoso puede suceder en cualquier momento. En su opera prima, la realizadora mexicana no apuesta casi nunca por crear suspenso o terror de una manera convencional. El espanto parece estar en el aire, hacerse respirable a través de una cámara que se mueve y avanza casi como una serpiente que observa lo que sucede, esperando el momento adecuado para atacar. Son tres mujeres que rondan un mismo espacio, una misma historia, una misma serie de sensaciones. De edades quizás similares pero desde situaciones personales y económicas muy distintas, Isabel, María y Roberta se conectan a partir de ese tenebroso «lugar común» (aplicable también en un sentido geográfico) que es la muerte, la desaparición de personas, la violencia que parece atravesarlo todo allí donde viven. La hermana de María (Antonia Olivares), una mujer que ayuda a Isabel (Nailea Norvind) en su casa, ha desaparecido y nadie parece saber su paradero. Roberta (Aida Roa) es una comandante de policía que investiga el caso. Y las tres portan los rostros abrumados de personas que se enfrentan ante una situación que no parece tener salida. MANTO DE GEMAS –que recibió el Premio del Jurado en la Berlinale 2022– no se plantea como thriller ni como película de investigación o policial de suspenso. Ese «disparador» es, literalmente, eso: un punto de partida para conocer a los personajes, sus mundos y sus circunstancias. Isabel es una mujer de un buen pasar económico que tiene dos hijos y atraviesa un incómodo divorcio. En la casa de campo familiar, Isabel está con sus hijos, su soledad y una expresión vacía en el rostro, la de alguien que no le encuentra demasiado sentido a su vida. Y ayudar a María –que trabaja en esa casa– a encontrar a su hermana es una tarea que podría darle alguna razón de ser a sus días. Roberta, en tanto, parece ser la última policía decente de la zona, la única no «controlada» por los narcos. Su preocupación principal pasa por mantener a su hijo adolescente alejada de la inevitable mano del cartel de la zona, algo que no es nada sencillo. Es que para el chico, que vive en un pueblo cuyo color principal parece ser el aburrimiento, estar rodeado de armas, fiestas, música y amigos prueba ser demasiado atractivo como para evitarlo. Y no alcanzan ni los golpes ni las advertencias de Roberta para sacarlo de allí. López Gallardo trabaja como editora (de películas de Amat Escalante, Carlos Reygadas y Lisandro Alonso, sin ir más lejos) y ese origen se nota en la manera esquiva en la que la información se le presenta al espectador, que tiene que unir líneas narrativas y definir personajes que la realizadora prefiere incorporar a la historia de la manera más natural posible, como si siempre hubieran estado ahí. Las vidas en MANTO DE GEMAS no empiezan con la ficción, no hay necesidad de eso que en las escuelas de guión llaman «exposición», ese cotorreo informativo en el que los personajes se dicen unos a otros lo que ya deberían saber de ellos mismos. Acá hay que entrar a la historia como lo hace la cámara, prestando atención sigilosamente y tratando de establecer conexiones. Esa decisión narrativa cumple una función clave en el guión y marca fuertemente a toda la película. Los espectadores acostumbrados a relatos más lineales se verán un tanto frustrados por el formato impresionista elegido por la directora, la manera en la que le escapa a subirse al caballo del policial con intriga y potencial resolución. Pero a la vez ese registro poético y casi observacional logran que MANTO DE GEMAS no caiga del todo en los habituales clichés del relato cruel, ese que repite como un persistente y folclórico mantra la inevitabilidad de la violencia en América Latina o, más específicamente, en México. Esa crueldad aparecerá, tarde o temprano (la escena final, absolutamente prescindible, va por ese camino), pero al observarla desde una mirada distante en lugar de desde la identificación psicológica, la búsqueda parece estar más cerca de la alegoría que del intento de shockear al espectador. La película es, más que cualquier otra cosa, un retrato de estas tres mujeres de diferentes clases sociales enfrentadas a un mundo donde la violencia (sobre todo masculina) y el miedo son permanentes. Isabel ve a su propia familia (su madre, argentina, y sus amigos) vivir en estado de negación y solo parece responder desde la apatía. María lo ve todo desde la angustia. Y Roberta, desde la impotencia y la bronca. Y todo eso está muy bien resumido en la que acaso sea la mejor escena del film, un largo plano en algún tipo de destacamento policial en el que decenas de personas tratan, en la mayoría de los casos infructuosamente, de encontrar a hijos, hijas y familiares desaparecidos. Allí la negación, la apatía, la angustia, la impotencia y la bronca conviven en el tiempo y en el espacio. Silenciosas, permanentes e inamovibles.
Lo nuevo del realizador tailandés, filmado en Colombia y protagonizado por Tilda Swinton, se centra en la obsesión de una mujer por encontrar el origen de un fuerte y extraño sonido que la atormenta. A partir del 5 de agosto, por MUBI. Un sonido fuerte en medio de una noche en apariencia tranquila. Eso es lo que escucha Jessica Holland (Tilda Swinton) mientras duerme. El shock la despierta (un sonido así en una película de Apichatpong es casi como una bomba nuclear), pero nada parece haber cambiado a su alrededor: ni en su casa ni en la calle. Hasta que un rato después, casi como una reacción aletargada o adecuada a los tiempos del relato, las alarmas de los autos empiezan a sonar al unísono, casi como en un concierto de sonidos urbanos. Y así como suenan, se apagan sin que nadie haga nada. Ella asume que hay algún tipo de construcción matutina tempranera pero luego le aseguran que no, que no hay nada así cerca de su casa. Jessica vive en Medellín, Colombia, pero está de paso por Bogotá. La mujer, que ha enviudado hace poco tiempo, visita a su hermana que está internada en un hospital –clásico escenario de muchas películas del tailandés– y sufre de algún tipo de trastorno respiratorio y ligado también al sueño, similar quizás a los de CEMETERY OF SPLENDOR, su anterior película. Allí se encuentra también con Juan (Daniel Giménez Cacho, el protagonista de ZAMA), su cuñado, un médico del hospital al que se le da por hacer poesías sobre virus y bacterias. Las explosiones siguen, en las calles, provocando extrañas reacciones de algunos transeúntes, pero nadie parece saber muy bien qué está pasando. Quizás sea algo que solo ella (o algunos pocos) escucha, alguna suerte de llamada. Weerasethakul filma todas estas escenas respetando su habitual ritmo narrativo: planos largos, silencios extensos, dejando una sensación de extraña «calma chicha», de esas que quizás en algún momento se romperán brutalmente. ¿Será a través de esas explosiones? Jessica va al estudio de grabación de Hernán, un músico y sonidista, para tratar de que la ayude a entender qué es ese sonido, a reproducirlo, a encontrarlo en una galería de efectos sonoros. «Es como un estruendo desde el centro de la Tierra», le trata de explicar. Finalmente encuentran algo que se le parece a lo que ella oye y Jessica queda como tildada, parece poseída. De allí en adelante da la impresión es que Jessica empieza a entrar en un mundo casi paralelo, de obsesión personal por encontrar el origen de ese sonido enigmático, recorriendo la ciudad como una especie de detective en busca de resolver ese o algún otro misterio. ¿Hay algo que la conecta con los perros quizás? En sus recorridos conoce a Agnes (Jeanne Balibar), una antropóloga que trabaja en la morgue de la universidad. Y se descubre intrigada por las historias de los cuerpos que allí observan. La mezcla de inquietud, angustia y curiosidad de Swinton conducen una primera hora de película que se desarrolla con el habitual modo pausado del realizador y que se centra en esas «depths of delusion» que Jessica parece estar transitando. De hecho, cuando la mujer va a buscar a Hernán al estudio para un encuentro programado entre ambos, nadie parece saber quién es. Y tras la aparente, aunque un tanto inquietante, mejoría de su hermana, la mujer se convence de que un posible origen de las raras dolencias de ambas (Jessica también tiene graves problemas para dormir) puede estar ligada a los hechizos de una tribu perdida en el medio de la selva, de esas que prefieren no ser «contactadas» por la civilización. ¿Alucinaciones, quizás? ¿O hay alguna otra cosa ahí? La curiosidad de Jessica –que siente esos sonidos de manera más y más persistente y le dice a Agnes que cree estar volviéndose loca– derivará en un viaje que ambas harán hacía esa región (las escenas se filmaron en Pijao, en el departmento de Quindío), recorriendo rutas militarizadas en extremo y pasando por sitios de excavaciones en los que aparecen huesos y artefactos históricos que, de alguna manera, también parecen reflejar una memoria de violencia en el país. De a poco, la noción de lo que es real y lo que no lo es se empieza a volverse borrosa. Para ella primero y para los espectadores después. Y en ese plan continuará MEMORIA, entrando cada vez más en un terreno entre realista y místico, entre humano y metafísico, puro Apichatpong. Se trata de un film calmo, bello y enigmático sobre la misteriosa conexión que tenemos con el mundo, sobre las líneas complejas que separan la percepción de la realidad y la idea de que la Tierra, en un sentido filosófico, tiene depositada la historia humana en sí misma, en sus elementos. La memoria de los hombres y las mujeres es la memoria del planeta. En algún momento MEMORIA bordeará a un cierto misticismo que a algunos les sonará un tanto indescifrable, entre pretencioso y propio de ciertas religiones esotéricas o terapias alternativas. Y es probable que ahí aparezca, al menos para el espectador latinoamericano, el fantasma del realismo mágico, elemento que el cine del tailandés siempre tuvo pero que, encuadrado en el marco de cierta fascinación por las culturas orientales, tendía a ser más fácilmente aceptado por el espectador de este lado del planeta. Acá esa distancia cultural se esfuma y nos vemos enfrentados a una versión más reconocible (hablada, además, en castellano) de esas mismas y misteriosas conexiones entre el mundo real y el fantástico, entre la naturaleza y el sueño, entre la sanidad y la locura. Lo que atraviesa esa barrera un tanto infranqueable es el virtuosismo de Weerasethakul para la puesta en escena siempre reposada, a partir de la cual logra circular alrededor de estos temas en situaciones cotidianas, incorporando momentos de humor y de belleza sin jamás quebrar esa barrera ni entrar –salvo hasta un sorprendente hecho poco antes del final– en el terreno de lo fantástico. Dos personas mirándose a los ojos y tomadas de las manos quizás sean capaces de conectarse, como antenas, con la memoria del mundo. Quizás la respuesta sea eso. O enfrentarse al más eterno de los silencios. El de la soledad ante el rumor abrumador de la existencia.
Graciosa pero despareja, la nueva película de la saga asgardiana de Marvel marca el reencuentro del protagonista con su ex pareja para combatir a un brutal y vengativo asesino de dioses. Con Chris Hemsworth, Natalie Portman, Tessa Thompson y Christian Bale. El otro día veía una entrevista que Taika Waititi daba en un talk show nocturno de la TV estadounidense. Como sucede siempre que aparece en circunstancias así, uno tiene la sensación de estar ante un entertainer consumado, más un actor-comediante –rápido para las ocurrencias, inteligente y un tanto extravagante– que un director de cine. Sus peculiaridades y obsesiones personales tienden a aparecer en sus entrevistas y en sus películas se mantienen idénticas. Uno ve THOR: LOVE AND THUNDER (o Thor Four, que sin duda era mejor título) y no duda que está viendo a alguien jugar con la idea de hacer una película de superhéroes, un tipo que se toma el trabajo con liviandad y alegría, y trata de adaptar la maquinaria Marvel a sus deseos personales. ¿Lo logra? No siempre, no todo el tiempo. Pero trata. Y si uno analiza la película en relación al tronco corporativo en el que se inserta, no hay dudas que es un film personal. No sé si es bueno, realmente, pero es inequívocamente suyo. La extrañeza de esta THOR es que en ella parecen convivir tres películas a la vez, todas radicalmente distintas entre sí. Y no siempre es fácil que la transición entre unas y otras sea fluida. Por un lado tenemos un film Waititi puro: casi una parodia de una película de superhéroes, algo que se parece por momentos más a un sketch de Monty Python que a cualquier otro título de Marvel (bueno, salvo la anterior de THOR, que era suya también). Por otro lado tenemos un grave drama que incluye, entre otras desgracias, a niños muertos, niños secuestrados, personas con cáncer terminal y situaciones emocionalmente densas. Y la tercera pata del asunto es la película de acción que se toma en serio a sí misma y que nos recuerda que, pese a las aparentes diferencias, esto sigue formando parte del Universo Marvel. La combinación no funciona demasiado bien –es difícil pasar de un chiste grueso o el cameo absurdo de algún famoso a ver a una persona en quimioterapia o a otro enterrando a su niña–, por lo que THOR se disfruta de modo esporádico, por momentos, cuando algún gag sale bien o cuando el carisma y talento para la comedia de su elenco permite momentos de lucimiento. Y por más que Natalie Portman esté un poco a la cabeza promocional de este título claramente woke de Marvel (la empresa hace todos los esfuerzos posibles por emparejar su universo que arrancó siendo muy masculino), el que se roba la película sigue siendo Chris Hemsworth, alguien que entiende el timing cómico y el humor de Waititi como pocos. La película arranca en frío, directamente, con una escena trágica que explica el origen de Gorr, el villano de turno, el «Carnicero de Dioses» interpretado por Christian Bale con su seriedad e intensidad acostumbrada. Y de ahí pasa a mostrar que uno de los personajes principales del film está en la etapa cuatro de un cáncer. Si uno vio el gracioso trailer pensará que se equivocó de película. Pero no. Dos minutos después, Waititi nos introduce en un tono de cuento infantil. Es Korg (el amigo de Thor, que interpreta, vocalmente al menos, el propio director) el que le relata a unos niños la leyenda del ex Rey de Asgard, resumiendo en tono de broma las mil desventuras de la musculosa deidad, acompañado en esos flashbacks por otros personajes del MCU. Y de ahí llegamos al llamado Nuevo Asgard, convertido en un disparatado parque temático de variopintas leyendas nórdicas, con una actividad más absurda que la siguiente. Durante un buen trecho –y salvo por una primera y larga escena de acción que conecta a los distintos personajes–, la película irá más que nada por el lado de la comedia, con Waititi apostando a las confusiones entre Thor y su ex pareja, la Dr. Jane Foster (Portman) que, como han visto en todos los adelantos, tiene acceso y control del poderoso martillo Mjölnir, con el aporte de Tessa Thompson como Valquiria, la actual reina de Nuevo Asgard, un título que es más administrativo que otra cosa. Junto a Korg, el trío viajará de una manera un tanto extravagante (aunque fiel, aparentemente, a ciertas leyendas nórdicas) a buscar y a derrotar a Gorr, que ha secuestrado a unos niños de la ciudad y se dispone a usarlos para cumplir su cometido: vengarse de los Dioses que dejaron morir a su hija y lo engañaron con falsas promesas. Y así, a lo largo de dos horas, THOR: AMOR Y TRUENO irá de la comedia más pura y dura (una convención de dioses, con un veterano y célebre actor en un papel clave, es la escena más absurda y divertida de todas) a enfrentamientos casi programáticos de la línea Marvel en los que Waititi parece dar un paso al costado y cederle la dirección al equipo de efectos especiales, para volver de ahí al humor disparatado y, en la escena siguiente, a alguna situación dramática potente. Es un estilo que se acerca al de James Gunn en la saga GUARDIANES DE LA GALAXIA –la mezcla de drama y absurdo, la música retro ochentosa, el uso de personajes bizarros– pero aún más idiosincrático y personal, ya que Waititi siempre parece jugar como un niño con las reglas y convenciones de los mitos nórdicos, cuya impostura y gravedad los hace muy aptos para la parodia. No muy distinto, de hecho, a lo que ha hecho en WHAT WE DO IN THE SHADOWS y hasta en JOJO RABBIT: elegir personajes que se toman muy en serio a sí mismos (dioses, vampiros, nazis) y ridiculizar su pomposidad. Pese a sus evidentes desniveles, al menos THOR 4 ofrece momentos divertidos y gags que van más allá de las bromas verbales de guionista cool que plagan las películas del MCU. Waititi sabe usar el absurdo verbal, pero también el visual, y sus yuxtaposiciones a veces funcionan muy bien. Buena parte del mérito es de Hemsworth, que lleva esas contradicciones como bandera: su look y figura heroica se chocan con su humor autoparódico y su personalidad un tanto insegura. Es más difícil para Portman, que no es una actriz que usualmente trabaje en este tipo de estilo de comedia tan ampuloso, por lo que la parte más dramática/romántica de la película se debilita un poco, pierde peso en el balance final. La saga de THOR, desde que la tomó el realizador neocelandés, se ha vuelto la más simpática, personal y accesible de las puertas de entrada al MCU. No será un logro demasiado memorable pero, en el monotemático ecosistema cinematográfico en el que vivimos, peor es nada.
Codirigida, coescrita y coprotagonizada por Channing Tatum, esta «road movie» se centra en la relación que se establece a lo largo de un viaje, entre un veterano de guerra y un perro entrenado para matar. Un combo de dos modelos narrativos clásicos de Hollywood –historias de veteranos de guerra y de amistades entre perros y seres humanos– se unen de la manera esperable en DOG, UN VIAJE SALVAJE, una road movie emotiva y humanista centrada en la relación que se va estableciendo entre dos criaturas dañadas por su pasado. Una de ellas es Jackson Briggs, un Ranger del Ejército estadounidense, un hombre que ha vuelto del frente de batalla con más heridas y problemas de los que quiere o puede admitir. Y la otra es una perra, Lulu, que regresó del mismo lugar igualmente afectada y, obviamente, con aún más dificultades como para sanar. A lo largo de sus 100 minutos, esta película intentará demostrar que lo mejor que pueden hacer es ayudarse el uno al otro. Coescrita, codirigida y coprotagonizada por Channing Tatum –y de un sorprendente éxito comercial en los Estados Unidos, ya que costó solo 15 millones de dólares y recaudó 84–, DOG comienza mostrando a Briggs intentando de todos los modos posibles volver a Oriente Medio a combatir, por más que es evidente que ha quedado con un importante stress post-traumático. Jackson parece estar convencido de que un soldado no se rinde, pero sus superiores tienen en claro que no es el mejor plan volverlo a enviar al frente de batalla. Y en eso, al menos, tienen razón. En su lugar, al tozudo y un tanto pedante Briggs le encargan una tarea que parece menor y hasta un poco molesta. Llevar a una perra llamada Lulu, una pastor belga violenta, perturbada y entrenada para matar, al funeral de Riley Rodríguez, un compañero Ranger de Jackson. El tipo fue quien entrenó a la perra, pero se mató en un accidente tras volver con problemas psiquiátricos de Afganistán. Y el ejército le avisa que luego de pasar por el entierro tiene que entregar a la perra a las autoridades militares para ser sacrificada. De hacerlo, le prometen que quizás tenga una chance de volver al frente. El recorrido físico y emocional es bastante previsible, pero Tatum logra darle frescura y naturalidad al asunto gracias a la manera realista y poco pomposa que tiene de interpretar a su personaje. La negación de Jackson a reconocer que tiene serios problemas le permiten, durante buena parte de la película, funcionar como un soldado un tanto creído, más preocupado por sacarse de encima la tarea –y hasta divertirse– que por generar algún tipo de conexión con el agresivo animal. Y es así que durante una hora o más, DOG será una road movie que va descendiendo por la Costa Oeste de los Estados Unidos (empieza cerca de Portland y llega hasta Arizona tras pasar por San Francisco, Los Angeles y varias ciudades más) en la que Jackson y Lulu se meten en problemas y complicaciones propias de una comedia disparatada, muchas de ellas ligadas a la intensidad del perro y a su descuidado cuidador. La perra (interpretada por tres distintas, en realidad) hace todo lo esperable en una criatura entrenada de su tipo: sabe pasar de la violencia al extrañamiento y de ahí a la ternura. Lulu tiene expresiones e intensidades diversas y, a lo largo del camino, Jackson tiene que aprender a manejarla, con la ayuda de las personas más extravagantes con las que se cruza. Las aventuras de ambos no solo llevarán a que el soldado se preocupe al final por la suerte de la perra sino que, de modo igualmente previsible, ambos se irán relamiendo sus mutuas heridas, volviéndose extraños compinches, dos veteranos de guerra que se entienden mejor entre sí que con muchos otros. Tatum y su habitual socio Carolin manejan con mucha destreza las potenciales grietas políticas que se cuelan en la historia, apelando al look y a la personalidad de tipo duro militarista de Jackson para luego ir agregándole capas a su personaje, especialmente a través de algunas situaciones que les toca vivir en el camino, situaciones que lo llevan a entender a otros veteranos menos entusiastas que él con la idea de volver al frente. Con un soundtrack de música country y rock sureño, DOG apuesta a ser ese tipo de película que busca unificar a diferentes públicos a través de la empatía que generan los ex combatientes, más allá del conflicto bélico en el que hayan participado. Con algo de película de Clint Eastwood en su manera de mezclar comedia, drama y acción, pero especialmente por la forma en la que su protagonista desconfía por lo general de todo tipo de autoridad y prefiere armar su propio camino pese a contratiempos y dificultades, UN VIAJE SALVAJE es una amable sorpresa en la cartelera cinematográfica, una película pequeña pero valiosa que toma como punto de partida una fórmula tan clásica que parece ya gastada y logra salir muy bien parada del desafío. Un film sobre una amistad improbable entre dos criaturas, que aunque no lo sepan, quizás todavía tengan la posibilidad de recomenzar sus vidas de otra manera.
Adaptada de la novela homónima de Iosi Havilio, el nuevo film del director de «El estudiante» es una comedia negra acerca de las desventuras de un dibujante rosarino que vive en Francia. Con Daniel Hendler, Vimala Pons y Melvil Poupaud. La ficción, la fantasía y la aventura pueden ser condimentos para darle un mayor atractivo a una vida que aparenta ser tediosa. Eso es lo que parece atravesar José (Daniel Hendler), un dibujante rosarino que se fue a vivir a Francia –más precisamente a la gris Clermont-Ferrand– y que se acaba de quedar sin trabajo tras rediseñar el logo de una empresa de neumáticos. Con su mujer francesa (Vimala Pons) acaban de tener un bebé que les ocupa –bah, le ocupa a ella– todo su tiempo. Pero al quedarse él sin trabajo la mecánica familiar cambia. Pese al fastidio de José, ella saldrá a trabajar y será él quien deba ocuparse de la criatura, algo para lo que no parece estar capacitado. Durante la primera mitad de PEQUEÑA FLOR, adaptada de modo bastante libre por Mitre y Mariano Llinás a partir de la novela homónima de Iosi Havilio, la película seguirá a José en un recorrido que de a poco se irá volviendo más y más enigmático. Una voz en off bastante autoconsciente y autorreferente de un personaje omnisciente al que todavía no conocemos (clásicos del estilo Llinás) nos advierte que el asunto entrará a tomar ribetes fantásticos. Y pronto entenderemos a qué se refiere. La voz es la de un vecino de la pareja (interpretado por Melvil Poupaud) al que José visita para pedirle una pala. Este excéntrico y económicamente acomodado personaje prueba ser un bastante pesado y peculiar fanático del jazz que irrita al fastidiado José. A tal punto que, en un arranque de rabia, el tipo termina clavándole la bendita pala en el cuello, matándolo en el acto. De un momento a otro, la rutinaria vida de padre con bebé de José pasa a transformarse en una trama de suspenso. Pero las cosas no suceden como José imagina. En el primero (o el segundo) de los varios giros dramáticos que tiene esta película de inspiración lúdica –y un concepto a lo César Aira del devenir narrativo–, el crimen no tiene las consecuencias esperadas. Suponiendo que es un SPOILER decir lo que pasa, no lo adelantaremos. Pero convengamos que es algo raro y que mete a José en una zona a la que solo podríamos interpretar como «fantástica». Promediando el film la historia da otro vuelco narrativo nuevo con la aparición de un curioso «terapeuta» interpretado por Sergi López y allí la película vuelve a girar hacia otro espacio, otra zona, bastante separada de la anterior. Y más giros se irán dando de allí hasta el final, retomando la idea de que, en el fondo, PEQUEÑA FLOR tiene mucho de clásica comedia de rematrimonio, poniendo a una pareja en problemas a sobrellevar una serie de conflictos y contratiempos que los alejará y que, quizás, pueda reunirlos, en el amor o en el espanto. Como dirían en aquel clásico de Robert Bresson, «recorriendo los caminos más extraños para llegar hasta ti». Poco, igual, tiene que ver esta comedia negra con la rigurosa PICKPOCKET. El director de LA PATOTA y EL ESTUDIANTE se inspira más bien en las ideas narrativas más lúdicas y llenas de desvíos de películas de la Nouvelle Vague (viejos films de Truffaut y Rivette parecen asomarse aquí) mezclando ese registro con el «fantástico rioplatense». La película está llena de pequeñas bromas respecto a los problemas, clichés y confusiones que atraviesa un argentino en Francia (algunos chistes simpáticos, otros un tanto banales) que, si bien no son centrales a la trama, abren el juego a una serie de confusiones e identidades falsas que aparecerán luego en el relato. El libro de Havilio está escrito como un solo párrafo de principio a fin, sin puntos aparte. Y la película parece tener un devenir similar, como un texto que avanza en base a la siguiente ocurrencia. Es, como sucede en muchos guiones en los que figura Llinás (ver sino la reciente LAS ROJAS pero también varios episodios de LA FLOR o la propia LA CORDILLERA, de Mitre), un mecanismo de ficción con valor propio, que no se organiza tanto en función de causas y consecuencias, que no intenta psicoanalizar a los personajes ni poner en primer plano sus motivaciones, sino que procede como goce, problema, ocurrencia, misterio y, quizás, alguna solución. O una nueva y extraña forma de conectar rutina y aventura. Otro eje importante en la película –al menos narrativamente– es el jazz. El título «Pequeña flor» viene del nombre de un clásico tema compuesto por Sidney Bechet que el ¿asesinado? vecino de José escucha obsesivamente en muchas versiones distintas. Y de una manera acaso metafórica, el jazz puede usarse para entender la manera en la que avanza la trama de la película. PEQUEÑA FLOR, como el solo de un músico de jazz, es un continuo narrativo que avanza un poco de ese modo, llevado por la inspiración, el talento y a veces el capricho. La película franco-argentina es, fundamentalmente, una simpática combinación de esas tres cosas.
Este «spin-off» de la saga «Toy Story» funciona como la película original que inspiró el personaje de Buzz Lightyear en aquella serie de films. Estreno en Disney+. Si bien, a esta altura de la producción seriada de los grandes estudios de Hollywood, nada sorprende ni termina por incomodar, hay ideas que llegan a la pantalla sin uno entender bien cuál es la estrategia comercial detrás de ellas. Se sabe que todos los productos que funcionan en taquilla una vez van en camino a convertirse en «universos». Son los llamados IP (Propiedad Intelectual), que pueden venir del cine o de materiales previos (libros, juguetes, lo que sea) y que se instalan en el mercado y se los exprime de todos los modos posibles. Aún dentro de ese contexto, películas como LIGHTYEAR resultan un tanto incomprensibles. No por su funcionamiento per se, sino porque no parecen estar demasiado relacionadas con el mundo TOY STORY en el que supuestamente se insertan. Designada como spin off de esa saga, LIGHTYEAR es claramente definible en el párrafo inicial que la abre: es la película que vio Andy, el protagonista de la original TOY STORY de 1995, y por la cual compró el juguete de Buzz que luego sería uno de los protagonistas de esa saga. Y LIGHTYEAR es exactamente eso: un film que poco y nada tiene que ver con ese clásico de Pixar y que se siente más como un modo de abrir puertas a otro tipo de relatos dentro de ese universo. Es que más allá de algunos personajes curiosos y algunas simpáticas bromas al paso, el film está más cerca de ser un spin off de STAR WARS que del film de animación que le dio su razón de ser. No es casualidad, suponemos, que ambas sagas sean parte de la misma compañía. Si uno se olvida de la conexión con TOY STORY y toma a LIGHTYEAR por lo que es, por su propuesta específica, se encontrará con una medianamente interesante historia de amistad y compañerismo entre una serie de personajes voluntariosos pero torpes y desamparados en medio del espacio y de planetas inhabitables. Con su clásico tic de hablarle a un supuesto grabador que está en su brazo a modo de relato y su famoso «al infinito y más allá«, Buzz es un space ranger muy serio y aplicado que intenta reparar un error cometido cuando una de sus exploraciones espaciales sale mal y obliga a toda la tripulación de su nave a quedarse un extraño planeta habitado por peligrosas criaturas sin poder salir de allí. Para reparar su error, Buzz se obsesiona con viajar superando la velocidad de la luz, pero al regresar sin poder lograrlo se da cuenta que en su poco tiempo de viaje pasaron cuatro años en la colonia humana que se fue formando ahí. Y así sigue, el hombre, intentando conquistar el tiempo mientras toda su gente –incluyendo su gran amiga Alisha Hawthorne– envejece, tiene hijos y muere. Y eso es solo el principio de la historia, ya que Buzz termina conectándose con Izzy, su nieta, y su grupo de torpes ayudantes cuando una enorme nave espacial aparece sobre ellos y envía amenazantes robots a liquidarlos. Todos comandados por Zorg, un personaje conocido ya de la saga TOY STORY. Pero lo principal pasará por el switch mental que Buzz debe hacer para aprender a trabajar en equipo, más allá de que sus colaboradores sean principiantes que no hacen más que meterlo en problemas. Además de Izzy contará ahí con Darby Steel (una veterana ex presidiaria) y Mo Morrison (Taika Waititi), un inexperto y nervioso sujeto que siempre toca lo que no tiene que tocar y se apoya donde no tiene que apoyarse. Además de ellos, su gran compañero es un gatito robot llamado Sox que funciona casi a la manera de un combo entre R2-D2 y C-3PO, si quieren seguir con las comparaciones con la saga de George Lucas. El problema del film es que el esquema narrativo se siente copiado de otros títulos similares (incluyendo UP!, también de Pixar, ya que la secuencia de su desfasaje temporal imita a la famosa de esa película pero sin lograr los mismos resultados emocionales) y sus trampas, trucos y traumas también se sienten ya vistos mil veces en películas similares. Son algunos apuntes visuales, ciertos gags (no todos, el personaje torpe que encarna vocalmente Waititi es agotador) y este espíritu de amigable familia sustituta los que mantienen a flote cierto espíritu lúdico que la comunica con los otros títulos de TOY STORY. Por lo demás, se trata de una película que se toma demasiado en serio a sí misma y que apunta más a un público preadolescente que al infantil, pero sin lograrlo del todo. No está mal, en los planes, que la película quiera escaparse un poco de lo previsible y de lo que se hizo en TOY STORY, pero el problema de LIGHTYEAR es que es más convencional que sus antecesoras y que no propone nada demasiado nuevo a cambio. Por culpa de la pandemia –o por cálculos comerciales de Disney– títulos mucho más creativos y ricos de la empresa, como LUCA o RED, fueron directo a streaming mientras que este producto mucho más genérico tuvo una salida comercial enorme, demostrando quizás que le tenían más fe a este tipo de propuesta que a las otras, que no se originan en los citados IP y que por eso lograron sorprender. Su relativo fracaso comercial en salas de cine en todo el mundo sirve al menos como evidencia de que el público rápidamente se dio cuenta que había poco acá de todo eso que les había fascinado en la saga TOY STORY. No creo que ese mensaje sea captado por los estudios –cuyos planes de estreno quinquenales cada vez se parecen más a los esquemas de lanzamiento de los nuevos modelos de Apple o Samsung–, pero al menos uno advierte que la gente sabe distinguir entre lo que se les vende y lo que finalmente les ofrecen.
Este ensayo cinematográfico del realizador argentino analiza motivos y formas del cine clásico a partir de la obra de Raoul Walsh y la investigación del origen de una famosa frase que se le atribuye y que quizás nunca dijo. Uno podría considerar a NO EXISTEN TREINTA Y SEIS MANERAS… como una clase cinematográfica sobre Raoul Walsh y sobre el cine clásico en general. Armada, creada y, en cierto momento, narrada por su propio director, el film funciona como un juego entre dos partes que parecen contradecirse entre sí, tanto por la manera en la que están estructuradas como por los conceptos que transmiten. Esta suerte de oposición (dialéctica, si se quiere) quizás sirva para entender o iluminar la relación del espectador moderno –especialmente el cinéfilo, cineasta o crítico– con el cine clásico y acaso llegar a una conclusión. La película del director de EL INVIERNO LLEGA DESPUES DEL OTOÑO puede dividirse en dos partes y una breve coda. La primera se estructura en base a escenas de películas de Raoul Walsh, a quien se acredita la frase que da título al film. Una de las columnas vertebrales del Hollywood clásico, el realizador de HEROES OLVIDADOS, ALTAS SIERRAS, LA PASION MANDA, MURIERON CON LAS BOTAS PUESTAS, AVENTURAS EN BIRMANIA, SU UNICA SALIDA, ALMA NEGRA, LOS VIAJEROS y ECO DE TAMBORES (los títulos que uso acá son los de su estreno rioplatense) hizo más de 140 películas a lo largo de su carrera, buena parte de ellas en el período mudo, pero siempre a razón de tres o cuatro por año, si no más. Zukerfeld recurre a Walsh para hablar no solo de su obra sino del cine clásico en general. La selección de material siempre está integrada por acciones, empezando por la previsible de subir a caballos para luego pasar a otras: disparos, gritos, corridas, golpes, caídas y, especialmente, infinidad de hombres y mujeres abriendo y cerrando puertas. No se trata de una colección de sketchs humorísticos sino de mostrar cómo Walsh filmaba esas escenas de una manera que los teóricos conocen como «modo de representación institucional». Esto es: utilizando los códigos tradicionales del vocabulario fílmico organizado según ciertos parámetros que fueron transformándose en clásicos. El modo de encuadrar, los cortes, la iluminación, los tamaños de plano, la lógica espacial que generan las miradas y así. Dicho de otro modo. Para Walsh no hay treinta y seis formas de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo. Hay una, un par, a lo sumo cinco. Más que eso es una jactancia de la modernidad. Si la primera parte del film son imágenes puras sin contexto (no se dan los títulos de las películas hasta el final), la segunda es algo así como la clase (¿de la FUC?) que surge a partir de esas imágenes. Pero no es una clase convencional. Más que otra cosa, Zukerfeld se obsesiona con encontrar el origen de la frase que da título a su película y que es una cita de Walsh que leyó en un artículo de Edgardo Cozarinsky. Lo que comienza allí es una trama detectivesca, narrada casi a modo de podcast con imágenes de notas y libros, en la que el realizador cuenta con lujo de detalles sus esfuerzos por encontrar el real origen de esa frase. Según parece, Walsh nunca dijo estrictamente eso y una larga serie de traducciones (algunas, mal entendidas), recuerdos borrosos y confusiones fueron transformando lo que él dijo originalmente a lo que hoy quedó canonizado para ciertos analistas. Lo curioso de este segmento –intencional o no– es que funciona casi por oposición al cine de Walsh. Allí donde el maestro del cine clásico simplificaba ideas e iba a los hechos (acciones en lugar de pensamientos, una manera de mostrar algo y no diez, cinco películas por año y no una cada cinco años), Zukerfeld parece proceder por la vía opuesta. No tanto desde el análisis del significado de esa frase –que, finalmente, es bastante simple y se puede resumir como la idea de que el cine clásico lo es a partir de un efecto de narración «invisible»– sino desde la peculiar y casi graciosa serie de complicaciones que atraviesa el director para hallar el origen de esa expresión. Ahí da la sensación que la modernidad de la lectura (o la neurosis como una forma de la crítica) entra en conflicto con la simplicidad de los realizadores clásicos. Uno de los consultados –hay muchos cineastas, intelectuales, investigadores y críticos citados aquí, la mayoría argentinos– dice que no recuerda si Walsh dijo exactamente eso pero que es el tipo de frase que podría haber dicho tanto él como John Ford o Howard Hawks para referirse a los caballos, a las puertas o a cualquier evento a ser filmado. «La idea es que el cine es simple», cierra. Famosos por ser lacónicos a la hora de hablar de su estilo, seguramente Walsh (o Ford o Hawks) se preguntarían adónde quiere llegar Zukerfeld al obsesionarse tanto por el origen de una frase. Y ahí aparece un choque que resulta, paradójicamente, muy enriquecedor. Entre esos cineastas clásicos que creen que existe una sola manera (a lo sumo un par) de filmar las cosas y que esas cosas (caballos o puertas) tienen una entidad concreta y tangible, y los críticos/cineastas de la modernidad que racionalizan las citas y las referencias y tratan de trazar una genealogía a partir de imágenes y textos que se confunden en la memoria parece haber una distancia insalvable que solo arregla –reúne, reconstruye, reconcilia– el amor por el cine. Ahí las diferencias se olvidan y todos forman parte de una misma, aunque disfuncional, familia en la que conviven padres lacónicos e hijos neuróticos mirando la misma película de Walsh, de Hawks o de Ford.
Esta ambiciosa, extravagante y frenética película protagonizada por Michelle Yeoh mezcla thriller de artes marciales y drama familiar en una aventura alucinante. Es difícil definir, explicar y hasta entender qué es TODO EN TODAS PARTES AL MISMO TIEMPO. Uno puede usar diversas combinaciones de referencias y se quedaría corto, ya que si bien esta película las incluye a la vez tiene una voz y una metodología propia que solo puede definirse como un producto de «los Daniels», los directores de la peculiar SWISS ARMY MAN. Un film de acción y artes marciales, un multiverso que deja chiquitísimo a los de Marvel, un drama sobre una familia de inmigrantes asiáticos y una celebración de las posibilidades creativas que tiene el cine (el montaje, especialmente), la película protagonizada por la estrella del cine de Hong Kong Michelle Yeoh es un poco como ese bagel multicereal (el célebre «Everything Bagel») que funciona como una de las metáforas principales de la película: es una mezcla en la que hay de todo, para todos y que puede ser tan delicioso como indigesto, según como cada uno le hinque el diente. Dividida en tres partes (dos partes y una breve coda, en realidad), este muy particular film de 140 minutos es la apuesta más ambiciosa –y, a juzgar por su taquilla estadounidense, más exitosa– del sello A24, que se distingue por sus películas siempre arriesgadas y creativas. ¿Qué es EVERYTHING EVERYWHERE ALL AT ONCE? En lo fundamental, es la historia de una mujer llamada Evelyn Wang (Yeoh), que tiene una lavandería, una intensa hija con la que se lleva mal (Stephanie Hsu, brillante en MARVELOUS MRS. MAISEL), un marido con el que está a punto de separarse (un excelente Ke Huy Quan, el niño de INDIANA JONES Y EL TEMPLO DE LA PERDICION) y un padre (el veterano, casi mítico, James Hong) que siempre la juzga por todo lo que hace. Y, en general, casi todo lo hace mal: las cuentas de la empresa son un desastre, la mujer que se encarga de auditar sus impuestos (una casi irreconocible Jamie Lee Curtis) vive poniéndole trabas, le cuesta aceptar que su hija tenga una novia y está al borde de la más absoluta depresión. Ese drama de familia de inmigrantes asiáticos –que, con distintas variantes, hemos visto más de una vez, desde THE FAREWELL hasta RED, de Pixar– explota por los aires de un modo brutal cuando, digamos, el mundo de Evelyn revela ser apenas uno de los millones paralelos en los que ella (todos, bah) está viviendo. Sí, la idea del multiverso que maneja Marvel y ciertos segmentos de la ciencia aparece aquí, sin límites aparentes, y los personajes de pronto descubren no solo que hay muchas versiones de sí mismos un poco o muy distintas entre sí, sino que la salvación de todos esos mundos depende de lo que hagan o dejen de hacer, usualmente mediante la acción. Es así que los Daniels tienen que tratar, a la vez, de explicar las curiosas reglas en las que se organiza este multiverso mientras, a la vez, los personajes chocan constantemente uno frente a otros en distintos universos concurrentes. Esto es: la película hace saltar a Evelyn (y no solo a ella) de un mundo y una personalidad a otra, tanto moviéndola de lugar como haciendo que las habilidades y conocimientos de sus otras versiones le aporten a la suya, que es bastante torpe y débil. Esa «pobre variante» de Evelyn necesita de todas esas fuerzas para luchar contra la que parece ser la gran enemiga del multiverso entero: Jobu Tupaki, que no es otra que… bueno, ya verán. La primera hora y parte del film será una ambiciosa, confusa, desaforada, divertida, caótica y ridícula película de artes marciales, un combo en el que conviven Marvel, MATRIX, todo el cine de acción de Hong Kong y esos toques de comedia absurda y por momentos gruesa de este par de directores que supieron hacer una película sobre un muerto que no paraba de tirarse pedos. Visual y creativamente es demoledora (montaje, vestuario, arte, diseño y un complejo guión que necesita ser entendido en movimiento perpetuo) pero también puede agobiar, con un ritmo frenético que no descansa nunca, como si los directores fueran magos que sacan 45 trucos de la galera en paralelo y sin parar. Sin dejar de ser esa novela gráfica en movimiento, la segunda parte se vuelve más humana y reflexiva, combinando el caótico recorrido por los pasillos del videoclub que hacen los directores regurgitando películas vistas con un regreso al drama familiar del inicio, aunque ya en clave un tanto más ¿surrealista? Allí, por suerte, la película baja un cambio en su irrefrenable marcha de coctelera audiovisual y trata de rearmarse de un modo, si se quiere, más cercano al de un film de Charlie Kaufman. Básicamente, tratando de preguntarse: ¿qué significa todo esto que está pasando para los protagonistas? Es claro que los Daniels no quieren ni pueden meterse en los abismos filosóficos del guionista de ¿QUIERES SER JOHN MALKOVICH? y que lo que tienen para aportar al respecto es un poco más canónico y tradicional, pero de todos modos –aún con sus limitaciones y sus momentos un tanto cute— consiguen darle a su experimento una cierta potencia emocional. TODO EN TODAS PARTES… pasa a ser así una película que trata sobre las infinitas posibilidades que la vida nos presenta en distintos momentos (en este corto previo los Daniels hablan de eso), las elecciones que hacemos en cada uno de ellos, las consecuencias que tienen para nosotros y para las personas que tenemos cerca, y la posibilidad que siempre tenemos de modificarlas, de corregir eso que hicimos mal. O no… Pero ningún resumen, de todos modos, preparará al espectador para la experiencia que es EVERYTHING EVERYWHERE… Para spoilear lo menos posible solo diré que hay escenas escatológicas, otras animadas, conversaciones entre objetos, homenajes a decenas de films (un segmento, no tan paródico como parece y dedicado a Wong Kar-wai, es excelente), el famoso y monumental bagel cuya función ya descubrirán, momentos a los que la palabra meta les queda chica, un vestuario para nominación al Oscar e infinitas variaciones de mundos posibles en una trama que se sostiene porque se apoya desde el vamos en el absurdo y jamás intenta que el espectador trate de tomarla seriamente. Y si la película se sostiene, además, es porque la actriz de EL TIGRE Y EL DRAGON (entre decenas de otros títulos) y el grupo de actores que la acompañan le dan una credibilidad emocional a lo que va pasando, especialmente en su segunda mitad. Allí donde las películas multiversales (?) de Marvel se repiten y agotan, acá los Daniels tienen la inteligente idea de reconfigurar los ritmos del relato y el manejo de la violencia, poniendo más sangre en su primera parte y dejando que el último tercio de la película consista en lidiar con las decisiones, miedos, traumas, arrepentimientos y elecciones hechas a lo largo de una vida. Y esa familia, como cualquier otra, tiene muchos años de terapia para hacer. Por suerte –para su estabilidad y su bolsillo– lo pueden hacer todo, en todas partes y al mismo tiempo.
La película de la directora de «Madeline’s Madeline», un peculiar retrato de la escritora Shirley Jackson, es fascinante e irritante en partes iguales. Con Elisabeth Moss, Michael Stuhlbarg, Odessa Young y Logan Lerman. El estilo como realizadora de Josephine Decker (MADELINE’S MADELINE) no es para cualquiera. La directora, artista performática y actriz tiene una particular manera de acercarse al cine que puede resultar tan fascinante como fastidiosa y hasta irritante. Tiene un ingenio visual y una falta de respeto por los códigos más convencionales del lenguaje que son provocativos y muchas veces originales, pero a la vez es una forma de pensar la puesta en escena que llama mucho la atención sobre sí misma. Suele ser difícil, viendo cualquiera de sus películas, centrarse en lo que pasa cuando la cámara está tan ocupada haciendo lo suyo. Esto se nota un poco menos en SHIRLEY que en su film anterior, que a mí me resultó insoportable. ¿Por qué? Tengo la impresión de que hay dos o tres factores fundamentales. Por un lado, a su manera, la película es una biopic con un guión escrito por otra persona y eso quizás haya «forzado» a Decker a ceñirse a ciertos parámetros formales y narrativos que permiten que su cine sea un tanto menos amorfo. La contención le sirve, ayuda a que su estilo impresionista y ajetreado (ansioso, digamos) pise algo parecido a tierra firme de vez en cuando. Por otro lado, el personaje de la escritora Shirley Jackson es fascinante en sí mismo y convoca a un estilo propio ligado al suspenso, al horror y al fantástico que debe de algún modo convivir con el de Decker. Es un combo potencialmente caótico pero creo que funciona por lo general bastante bien, especialmente porque las actuaciones del elenco (y en especial de Elisabeth Moss) llevan al espectador a tomar a veces distancia de la pirotecnia formal –que deja a Decker muchas veces al borde del territorio del videoclip, la publicidad o el video-arte– para concentrarse en el drama personal y familiar que sucede. SHIRLEY, de hecho, no es una biografía de la autora de «The Haunting of Hill House» sino que rescata una etapa en la vida de la escritora a través del tiempo que pasó con Rose (Odessa Young), una joven cuyo marido (Logan Lerman) empezó a trabajar con el esposo de Jackson (Michael Stuhlbarg) en una universidad –viviendo además en la misma, bella casona de Vermont–, generando entre ambas una convivencia que empezó siendo (muy) forzada para terminar siendo otra cosa completamente distinta. Es la historia del viaje de descubrimiento de Rose mezclado con una etapa de crisis creativa y psicológica en la vida de Jackson que no solo estaba sin poder escribir sino que se había vuelto agorafóbica y no salía de la casona en cuestión. En paralelo –jugando en los límites entre la realidad y la ficción– la película de Decker narra el proceso de investigación y escritura que serían las bases de la siguiente novela de la autora, «Hangsaman». La historia transcurre a finales de los ’40 y principios de los ’50 y detalla las experiencias de Rose, mujer bastante libre y desprejuiciada que es casi forzada a funcionar como asistente (y mucama… y cocinera) de la perturbada escritora, que no hace más que agredirla y hasta burlarse de ella. De a poco, y a partir de compartir las no del todo satisfactorias experiencias con sus maridos (de disimuladas, o no tanto, dobles vidas) empiezan a entablar una relación que pasa del entendimiento mutuo a lo físico, pero que sirve más que nada para sacar a Jackson de su letargo creativo, físico y emocional que había transformado en cínica agresión al mundo. Decker no puede muchas veces consigo misma y filma escenas desde puntos de vista insólitos, cortando cada tres segundos, haciendo raros fuera de foco y moviendo la cámara sin tener necesidad de hacerlo, como atacada de impaciencia y de necesidad de mostrarse. Esto crea una incomodidad notoria hasta que uno se ajusta mentalmente a la forma propuesta y entiende que sirve también para sacar a este tipo de biografías de celebridades literarias del clásico formato «oscarizable» que todos conocemos. No es una película prolija y vetusta, sino todo lo contrario. Es más bien moderna y arriesgada, por momentos de un modo un tanto excesivo. Pero el universo de la autora de «The Lottery» es perturbado y extraño, con lo cual los modos de Decker se ajustan más o menos bien al dial ácido de Jackson. Es evidente que hay momentos (varios) en los que uno tiene hasta ganas de decirle a la realizadora que deje a las escenas hablar por sí mismas sin operar tan directamente sobre ellas, pero no sería una película de Decker si no tuviera esas particularidades. Un poco como la personalidad de la escritora, es una película tan fastidiosa como fascinante, tan original como enervante, que no da tregua casi nunca. Toda una experiencia.