Llegada al streaming tras su reciente estreno comercial, este film de terror sigue a una chica que alquila una casa vía Airbnb y allí descubre que suceden cosas extrañas. Con Georgina Campbell, Bill Skarsgård y Justin Long. Una de las más efectivas sorpresas de un género que parece estar atravesando otra interesante etapa creativa tras una época de vivir pendiente solo de secuelas y remakes (que siguen estando, de todos modos), BARBARO conecta varias líneas temáticas y tramas actuales en el género y las combina de manera efectiva y, sobretodo, inesperada. Temas dispares como el racismo, la pobreza, la masculinidad tóxica, la violencia de género, la maternidad, la inutilidad e impericia de la policía, la «cancelación» de artistas y el fenómeno de los Airbnb se integran en esta historia que, más que cualquier otra cosa, funciona muy bien como película de género. El resto puede ser interesante de analizar, pero en lo concreto son 103 minutos inquietantes y sorprendentes. Cregger inicia el asunto con un punto de partida que parece hasta trillado. En medio de una noche muy lluviosa Tess (Georgina Campbell) llega a una casa que alquiló a través de Airbnb y al querer entrar se da cuenta que no puede, que la llave no está en su lugar y nadie contesta sus llamados. Pero pronto ve una luz adentro, golpea y ahí se topa con la noticia: la casa había sido alquilada, vía otra aplicación, a Keith (interpretado por Bill Skarsgård, de IT, lo cual ya pone al espectador en una situación expectante), quien la invita a pasar y a intentar resolver la situación. Ella, incómoda y temerosa, entra. Pero no hay hotelería disponible (hay un congreso en la ciudad) para irse y a Tess no le queda otra que pasar la noche ahí. El le prepara la cama, se va al sillón y se comporta como un caballero. Pero la duda está y cualquier espectador creerá saber lo que pasará de allí en adelante. La casa está en Brightmoor, un barrio de las afueras de Detroit en decadencia y semi-abandonado. Al otro día, Tess va a la ciudad a una entrevista de trabajo (para eso viajó ahí) y al regresar encuentra en la casa otro clásico del género: un subsuelo por debajo del subsuelo. Allí ve una cama, una cámara y elementos que parecen de tortura. ¿Será ese el secreto de Keith? Pero cuando creemos que ya lo tenemos claro, de una manera que podríamos definir como «hitchcockiana» (todo este comienzo es deudor de PSICOSIS), las cosas prueban ser bastante distintas de lo que creíamos. Ahí la película pegará un primer e importante giro al abandonar lo que pasa en esos tenebrosos subsuelos para irse a una luminosa Los Angeles a seguir a un actor, AJ (Justin Long), que se entera que ha sido acusado de abuso sexual y perderá todos sus trabajos y hasta su equipo. Desesperado y sin opciones económicas para enfrentar los juicios que se le vienen (dice ser inocente, pero no lo parece) no le queda otra que viajar a Detroit, más específicamente a Brightmoor, a intentar vender su casa. Sí, la misma casa en la que estuvimos. El resto, bueno, ya lo verán ustedes ahí… El elemento hitchcockiano jamás desaparece y Cregger logra introducir temas actuales sin forzarlos demasiado en la trama (bueno, salvo uno), haciendo que más allá de su premisa terrorífica la película jamás entre en el terreno de lo fantástico o lo excesivamente espectacular. Es una película módica y pequeña en cantidad de personajes y en escenas violentas, pero funcionan bien no solo por la pericia técnica con la que están resueltas sino porque el espectador logra involucrarse con personajes que, en su mayoría, son más que simples figuras prototípicas del género. La expectativas iniciales se torcerán, en algún momento BARBARO volverá a cambiar de eje, de personaje y hasta de tiempos, pero todo dentro de un tono de terror social que la une en cierto modo a HUYE! o a ELLOS, por citar solo algunas películas y series recientes. Si bien el racismo no parece ser el tema principal, el contexto de la ciudad peligrosa poblada por afroamericanos, los prejuicios existentes ligado a eso y ciertos detalles de la trama dejan en claro que es uno de los ejes fuertes. Y el tema de la crueldad masculina es otro que se va volviendo más y más fuerte con el correr de los minutos, aunque siempre con sorpresas inesperadas. Lo mejor de BARBARO –cuya popularidad en festivales llevó al estudio a estrenarla en cines cuando originalmente estaba pensada para salir directo en Hulu/StarPlus–es que no es para nada previsible, que todo el tiempo le quita al espectador la base en la que está parado para girar hacia otros personajes (hay varios que ni cité aquí para no spoilear nada) y que, a diferencia de otros films de género «políticamente correctos» de los últimos años, no pone sus temas y su subtexto por encima de la trama y de su mecánica. Están ahí para quien quiera interpretarlos, pero el resto disfrutará de una inteligente y original película de terror.
Esta fábula sobre mitos y tradiciones narrativas es un extravagante y tierno ejercicio de parte del director de la saga «Mad Max». Con Tilda Swinton e Idris Elba. Su inclusión como película «fuera de competencia» en el último Festival de Cannes daba a entender que se trataba de una producción particular, de algo no del todo convencional, de parte del realizador australiano de MAD MAX. Si uno veía el trailer o imágenes de la película sabía que no tenía que esperar nada parecido al tipo de cine que lo ha hecho famoso en todo el mundo. Pero, se sabe, una cosa es ver los materiales promocionales de una película y otra, de hecho, ver la película. Y lo cierto es que THREE THOUSAND YEARS OF LONGING, si bien es una rareza, una película un tanto extraña y fuera de norma, tranquilamente podría haber estado en la pelea por la Palma de Oro. De hecho, es bastante mejor que muchas de las que sí compitieron. Una fábula que tiene como tema el propio hecho de contar fábulas, una película que apila ficciones como historias y encantamientos para entretener a los reyes (o a los semiólogos y «narratólogos», como en este caso), la película de Miller ya con el título juega con la evidente referencia a LAS MIL Y UNA NOCHES: es una colección de historias que conectan al que las cuenta con el que las escucha, una celebración del arte de la ficción no necesariamente como colección de símbolos y metáforas sino del arte de narrar, de fascinar, de entretener. Tilda Swinton interpreta a la Dra. Alithea Binnie, una mujer que se dedica a estudiar y dar clases sobre el arte de narrar historias, y que se ha divorciado recientemente, dejada por su pareja por una mujer más joven que ella. En un viaje a Estambul en las Aerolíneas Scheherazade (guiño, guiño), Alithea se aloja en la habitación en la que Agatha Christie supuestamente escribió ASESINATO EN EL EXPRESO DE ORIENTE con la idea de participar en una convención sobre historias, mitos y leyendas. Pero entre los típicos momentos de llegada a un congreso de este tipo, la mujer empieza a tener visiones y siente que está siendo acechada por criaturas fantásticas y mitológicas que nadie más parece ver. En una salida a una feria local compra una botella antiquísima –el que se la vende, curiosamente, le dice que seguro es actual y falsa– y al llegar a su cuarto de hotel se topa, al abrirla, que de allí sale un djinn que le ofrece los clásicos tres deseos. El «genio» en cuestión es gigante (lo encarna Idris Elba con enormes orejas y poca ropa) y amable, pero se encuentra con que Alithia, una especialista en el tema, no quiere decirle sus deseos ya que sabe, por la tradición en la materia, que al final esas historias terminan mal. Para convencerla, o por necesidad de hablar después de haber estado miles de años encerrado en una botella en el fondo del mar, el djinn empieza a contarle sus historias y cómo fue entrando y saliendo de la botella en cuestión a lo largo de los siglos. Y la película irá mostrando esas historias, que incluyen su relación con la bella Reina de Sheba, otros jeques, reyes y magos que fueron cruzándose en su camino, lo fueron engañando o dejando de lado para finalmente volverlo a encerrar. Y así, cada tantos siglos, algo que el film cuenta a modo de capítulos de un cuento tradicional, casi para niños, y que Miller filma con toda la parafernalia de las películas de Terry Gilliam, solo que con una mayor dulzura, con más encanto que impacto. De a poco, oyendo esas historias de amores, desamores y penares en un cuarto de hotel, Alithia y el genio empiezan a conectar. El disfrute de ERASE UNA VEZ UN GENIO pasará un poco por el gusto del espectador por estas historias de magos, hechizos, brujas y reinas en un tono que está más cerca del público infantil que del adulto, si bien el marco que las integra no lo es. Y Miller tiene talento y creatividad visual como para transmitir su pasión e interés por un tipo de leyendas que en principio pueden resultar un tanto vistas y escuchadas. Más allá del interés personal que cada uno pueda tener por este tipo de historias, la película funciona y es efectiva en su manera de conectar mito y realidad, en redescubrir la pasión por las leyendas mucho antes de que la ciencia pueda explicar las cosas de manera más fría y mecánica. Miller apuesta a ese romance con las historias para hacer más llevadera la realidad.
Esta versión cinematográfica de la novela de Delia Owens «Where the Crawdads Sing» sigue al pie de la letra el manual de adaptaciones de best sellers para cine. En HBO Max. Películas como LA CHICA SALVAJE podrían ser usadas como ejemplo de cómo filmar de una manera previsible y obvia de un best seller literario. Todos los elementos clásicos de las convencionales adaptaciones están ahí: la literaria voz en off, los bellos paisajes, el drama teñido de un costado policial, el sufrimiento bien fotografiado, el paso del tiempo con maquillaje incluido y la excesiva duración. Da la impresión que la realizadora leyó el manual de la adaptación literaria y lo siguió paso por paso. El problema es que no le salió, digamos, LOS PUENTES DE MADISON sino algo más parecido a una rutinaria y algo avejentada telenovela. El film, basado en la popular novela WHERE THE CRAWDADS SING, de Delia Owens, que vendió 15 millones de ejemplares en los Estados Unidos y que fue comprado por la compañía productora de Reese Witherspoon (especialista en producir este tipo de materiales), cuenta la historia de Kya Clark, una chica que vive en los pantanos de Carolina del Norte. En la versión para cine la conocemos ya veinteañera, a fines de los años ’60, cuando, tras la muerte de un popular joven de la universidad local en una zona cercana a la que ella vive, es acusada de haber sido la culpable. Kya es llevada a juicio y a partir de allí la película vuelve para contar su historia desde su infancia en los ’50, regresando de vez en cuando a los testimonios del caso. La suya es una historia de marginación y opresión, de un padre alcohólico y violento que maltrataba a su mujer y a sus hijos, de una madre que los abandonó y lo mismo fueron haciendo sus hermanos hasta que la pequeña Kya se quedó sola con el padre, quien desaparecería del mapa poco después. Sin casi relacionarse con el resto de la sociedad, la chica se educó sola (fue un día solo al colegio y terminó escapándose) y de a poco fue conectándose con la naturaleza al punto de convertirse en una especialista en el comportamiento de la fauna y flora del lugar. Mientras el juicio avanza –con el pueblo dejando en claro toda su violencia (y sus prejuicios) para con la chica y su abogado defensor (David Strathairn) haciendo lo posible para probar su inocencia–, el guión de Lucy Aliber va mostrando sus primeros romances, sus decepciones, sus primeros éxitos literarios y algunos de los agresivos personajes de la ciudad que la rodean, entre ellos la víctima del asesinato por la que se lo acusa, un tal Chase Andrews. Es claro que se trata de un tipo violento y mentiroso que se aprovecha de ella de formas un tanto crueles, pero de ahí a que ella lo haya matado parece haber una gran distancia, además de una enorme diferencia de poderío físico. Es así que la película bascula entre el melodrama romántico y la trama policial. En el primer caso pasa más que nada por la relación entre Kya y Tate (Taylor John Smith), un universitario interesado también en la naturaleza. Y lo segundo por la manera en la que todo el mundo parece decidido a culparla aún cuando no hay pruebas. Pero el modo principal de la película será prolijo, meloso y de baja intensidad, más allá de alguna que otra escena violenta. En cierto modo LA CHICA SALVAJE parece retomar el modelo clásico del «best seller femenino» que parecía haber empezado a desaparecer en estas épocas más feministas. De todos modos, ese costado está presente, solo que perdido dentro del pastiche telenovelístico que presenta Newman. Si bien Edgar-Jones (NORMAL PEOPLE) es una excelente actriz, los clichés a los que apela esta historia terminan rebajando todo a un terreno bastante básico. La película no hace más que colorear, de la manera más escolar posible, lo que estaba en la novela. Y no mucho más que eso.
Este documental sobre la princesa británica desde su aparición en la vida pública de la familia real hasta su trágica muerte en 1997 se apoya exclusivamente en filmaciones de la época. Uno podría pensar que ya no hay nada nuevo para decir acerca de Lady Di, Diana Spencer, la Princesa de Gales o como prefieran llamarla. Pero la gracia del audiovisual pasa no solo por lo que pueda contar sino por un tema de formato, de modo de expresión, de cómo contar una historia conocida. Con SPENCER, Pablo Larraín eligió el camino opuesto: el de la ficción especulativa, contando unos días de la vida íntima de Diana apelando a los recursos más puros y duros de esa opción, más allá de que pudieran tener su base en algunos hechos reales. Muchos otros films biográficos –sean series o películas, ficciones o documentales– han optado por un combo informativo que va de lo privado a lo público, con diferentes resultados. Perkins elige un modelo hasta ahora no usado: se apoya de principio a fin en materiales de archivo públicos. ¿Qué quiere decir esto? Que no hay ninguna entrevista actual, ninguna reflexión sobre los hechos a posteriori, ningún hallazgo o descubrimiento histórico ni video inédito ni nada parecido. Utilizando un procedimiento parecido al de otros documentalistas (se me ocurre compararla con el excelente film rumano THE AUTOBIOGRAPHY OF NICOLAE CEAUSESCU, de Andrei Ujică), Perkins solo recopila material público de la época, que todo aquel que haya seguido su vida pudo haber visto. Pero si aquel film sobre la vida del dictador rumano ponía todo el peso de la prueba en el propio estado a través de las transmisiones de la TV pública, THE PRINCESS hace lo propio con los medios (en su mayoría) británicos y en cómo fueron «contando» la historia de Lady Di. Lo que este documental logra, por más que conozcamos a grandes rasgos los pasos de su historia –su boda siendo jovencísima, su súbita popularidad, sus problemas de pareja, de salud, la paralela historia de amor del príncipe Carlos con Camilla Parker-Bowles, su maternidad, separación, divorcio, problemas con la realeza, sus romances previos y posteriores y, spoiler alert, su shockeante muerte–, es brindarnos una perspectiva de cómo los medios fueron manipulando a la opinión pública a lo largo de estos casi 20 años en los que fue una de las figuras públicas más perseguidas por los paparazzi en el mundo entero. En imágenes granuladas y con el formato más cerrado del video de los ’80 y ’90 de programas de noticias o especiales de televisión, vamos siguiendo su historia a través de los medios. La edición hecha por Perkins y su equipo está claramente dirigida a pintar el caos de la familia real como una mezcla de dislates propios y presiones ajenas. La constante persecución, por un lado, y los cambios de tono en la manera en la que era tratada (con curiosidad primero, con fascinación después, con dudas más adelante y hasta desprecio para transformarla, tras su muerte, en un ícono) intentan dar pruebas no sólo de la manipulación mediática sino también de la rampante misoginia de la época, ya que era una constante el maltrato de los medios hacia Diana una vez que el cuento de hadas inicial se acabó. La película apunta también a la casa real, con sus tradiciones obsoletas y su inutilidad práctica. Es cierto que los medios británicos pueden «volver loco» a cualquiera (y más los controlados por Rupert Murdoch), como ya lo han denunciado muchos artistas, pero es cierto también que la realeza en realidad no tiene mucho más para ofrecer a esta altura que intrigas palaciegas de baja intensidad. Políticamente intrascendentes, tampoco ofrecen nada parecido en términos dramáticos a lo que puede pasar, digamos, en un episodio de HOUSE OF DRAGON. Acá lo único que mantiene «relevante» en la vida pública a la realeza parecen ser sus escándalos de alcoba, sus vestuarios, sus divorcios, sus renuncias a los cargos voluntarias o los obligados a partir de acusaciones de abusos sexuales. Es un extraño juego de ida y vuelta entre la necesidad de estar en el centro de la acción y querer mantenerse alejada de ella. Pero esto no funcionaba igual para Diana, que arribó a la familia sin esa «piel dura» de la familia real para soportar las presiones internas y externas. Y LADY DI (THE PRINCESS es el título original con la que la estrenó HBO Max en Estados Unidos y como probablemente luego llegue aquí) deja en evidencia que fueron permanentes desde el principio. Positivas o negativas, era una mujer que no podía tener un segundo de paz ni adentro de su hogar (o sus hogares) ni en la vida pública, algo que su trágica muerte escapando de la persecución periodística terminó de demostrar como una prototípica profecía autocumplida. Ver el documental es también acercarse con cierto horror –el que da el tiempo y los cambios de hábitos– a los manejos mediáticos respecto a ciertas figuras públicas, a la invasión de la intimidad y el negocio que se genera alrededor. Una entrevista con Diana multiplicaba por diez el rating de un programa de televisión, la publicación de alguna entrevista grabada o material secreto hacía lo mismo con algún diario (The Sun, casi siempre), se pagaban cientos de miles de libras por fotos exclusivas y con algún tinte potencialmente escandaloso generando una industria con la realeza que, por momentos, parecía estar fogoneada también desde adentro. Una de las excusas que se escuchan a menudo –y lo hacen también en el documental, con entrevistas a gente en la calle y discusiones entre ellos y los periodistas que los abordan– es decir que los medios solo reflejan y «venden» lo que a la gente le interesa y quiere «comprar». Pero cualquiera que haya trabajado en un medio sabe que esto no es tan así o que, si lo es, se puede tratar de desactivar de distintos modos, de a poco, poniendo el eje informativo en otros lados y cuestiones. Pero por los motivos antes citados –puramente económicos– esto no se hizo ni se hace. Ni con Diana ni con nadie. No es que las cosas hayan cambiado mucho ahora, solo basta recordar miles de otros casos, incluyendo el de Diego Maradona en Argentina. En cierto punto, hoy las redes sociales pueden ser tan o más crueles y destructivas que lo que eran (y siguen siendo) los canales de televisión, las radios y los diarios. Y es más difícil detectar o ponerle una cara y un nombre a los atacantes. Seguramente, en diez o veinte años, alguna tragedia actual permitirá revisar esta última década y llegar a la misma conclusión que llega esta inteligente película: que Diana no solo tuvo que combatir con un marido que no la quería y una realeza que no la entendía ni aceptaba sino con una industria mediática que solo se acuerda de los dramas humanos cuando la gente lleva flores a las tumbas. Ahí sí, cuando hay que vender ediciones especiales y libros conmemorativos, la víctima es el héroe o la heroína de todos y todas.
Dos amigas, escaladoras de montañas, deciden superar una situación traumática subiéndose a una torre de más de 600 metros de altura en medio del desierto en este thriller de supervivencia. Estreno en cines. Aveces, con poco dinero y una buena idea se pueden hacer muy buenas películas. Esa es una de las verdades de perogrullo que guían el llamado cine de «Clase B», que funciona a partir de esas bases. No es necesario un elenco de famosos ni grandes presupuestos para contar una buena historia. Hace falta, bueno, una buena historia y talento para contarla. VERTIGO –título local entendible por la trama pero desafortunado por motivos más que obvios– hace exactamente eso. Durante el 90 por ciento de sus 102 minutos de duración, la película de Scott Mann (sin relación con Michael Mann) tiene solo una locación y dos personajes, interpretados por dos actrices muy poco conocidas. Y sin embargo se las arregla –más allá de algunos momentos que van más allá de la credulidad– para construir tensión y suspenso. Y, claro, vértigo, mucho vértigo. No es una película para temerosos de las alturas, ciertamente. Y eso se ve ya en la primera escena, en la que se muestra a la pareja que componen Becky (Grace Caroline Currey) y Dan (Mason Gooding) junto a Hunter (Virginia Gardner), amiga de ellos, escalando una gigantesca formación rocosa de esas que parecen inaccesibles para cualquier humano que no sea el protagonista de FREE SOLO. Si vieron ese excelente documental, sabrán de lo que hablo. Esto de escalar a mano pelada, con apenas unos pocos elementos de apoyo, bordea el intento de suicidio no asumido. Y, previsiblemente, ocurre una tragedia, ya que por la inesperada aparición de un ave Dan caerá desde las alturas a una muerte segura. Ha pasado un año y Becky está deprimida como la gente se deprime en las películas. Toma alcohol, se pelea con la gente, vuelve a tomar al alcohol pero esta vez mezclado con pastillas, le grita a su padre (el más famoso Jeffrey Dean Morgan, el Javier Bardem estadounidense, en lo que es poco más que un cameo), se pelea con él y solo se salva del corchazo o sobredosis por la inesperada y salvadora reaparición de Hunter, que viene con lo que supuestamente es una gran idea para sacarla de ese pozo depresivo. ¿Cuál es esa idea? Escalar. Sí, así como lo oyen. Nada mejor para superar el trauma de las alturas que volver a ponerlo todo en juego. La propuesta de Hunter es subir una torre de televisión de 629 metros de altura en medio del desierto. La torre está inspirada en la verdadera KXTV/KOVR Tower, ubicada en Walnut Grove, cerca de Sacramento, California, y que fue la tercera construcción más alta del mundo cuando se hizo, en 1985, y hoy quedó como la octava más alta entre las que se sostienen en pie. El objetivo más directo es tirar desde allá arriba las cenizas de Dan, pero el más importante es atravesar el miedo, el trauma y la depresión. Todo parece ir muy bien y a la media hora de película las chicas ya están arriba de todo. Es que, comparado con las montañas que escalaban con los dedos, acá no hay mucho más que subir y subir escaleras. Primero, por dentro de la torre y luego, un tanto más complicado, por fuera. Claro que Becky lo vive con mucho miedo tras lo que le pasó, pero su más desenvuelta amiga –que transmite todo para su canal de YouTube y lo hace vestida de una manera que ella misma define como «tits for clicks«– sube como si fueran las escaleras del edificio en el que vive. Se ha llevado un dron y todo, uno que la película obviamente utilizará. VERTIGO arranca realmente ahí ya que, citando la novela de Mariana Enriquez, diremos que acá bajar es lo peor. ¿Por qué? No voy a spoilear, pero ya se irán dando cuenta mientras las chicas suben que la estructura es un tanto frágil y que hay otros potenciales problemas que les pueden complicar el tour. Y es así que, durante la hora restante, Becky y Hunter tienen que sacar conejos y conejos de la galera (tecnológicos y no tanto) tratando de encontrar la manera de salir de la segura muerte –por acción o inacción– que las espera ahí. Más allá de algunos movimientos y «esfuerzos» que superan la credibilidad –y con una pequeña vuelta de tuerca que es extraña pero no totalmente fuera de lugar–, VERTIGO funciona bastante bien y logra crear una casi constante tensión respecto de las posibilidades que tienen las chicas de salir de esa trampa mortal. Buena parte del desarrollo es técnico (poner un objeto dentro de otro, ajustar cables, cargar baterías de maneras estrambóticas) y la película gana en los detalles. Cuando las chicas intentan explorar su relación –que es más complicada de lo que parece–, la película no tiene demasiado para narrar allí. Mann se las arregla con lo que uno imagina son efectos digitales para crear la sensación de que las chicas están, realmente, colgando de la punta de un largo escarbadientes de más de 600 metros. El efecto es bastante más creíble que el de muchas superproducciones de cientos de millones de dólares (esta, aparentemente, costó solo 3 millones) y salvo por algunos momentos específicos, uno logra creer que las chicas, cual Tom Cruise en el edificio Burj Khalifa de Dubai, están realmente en la punta del alfiler que es la torre televisiva en cuestión. Y eso le da a cada uno de sus intentos de bajar o pedir ayuda un grado extra de tensión. O será que uno, que no se anima siquiera a asomarse a un balcón de un décimo piso si no está enrejado hasta arriba, es el público ideal para sufrir por las dos chicas desamparadas allí donde se está más cerca de los halcones que de los seres humanos.
Esta enigmática mezcla de western, ciencia ficción y cine de terror sigue a dos hermanos dueños de un rancho que son atacados desde el cielo por un misterioso ente espacial. La imagen es contundente, brutal. En el set de grabación de una sitcom, cuyos diálogos dan comienzo a ¡NOP! y usan por primera vez el título como enigmática referencia, un mono ensangrentado se sienta después de lo que parece haber sido una masacre. A su lado hay objetos tirados, una tribuna que la gente abandonó mientras un cartel pide aplausos y las piernas de una mujer, que se adivinan detrás de un sofá. Más adelante veremos la escena completa –ese evento tiene un antes y un después–, pero la presencia del animal, desafiante cual villano (o quizás héroe) de EL PLANETA DE LOS SIMIOS, es suficiente para introducir al espectador ante un dispositivo que se adivina peligroso. En ¡NOP!, su tercer largometraje, el director de HUYE! y NOSOTROS hace otra de esas combinaciones de géneros a las que ya nos tiene acostumbrados. El elemento fantástico (o de ciencia ficción) está presente, lo mismo que el horror, pero lo que aquí aparece de un modo novedoso es algo parecido al western. O, al menos, a mostrarnos un mundo y una serie de personajes que hacen de los códigos del Oeste su modo de vida profesional. Con ecos temáticos y formales de clásicos de Steven Spielberg (como ENCUENTROS CERCANOS DEL TERCER TIPO, LA GUERRA DE LOS MUNDOS o su producida POLTERGEIST), del costado más hawksiano de John Carpenter (hay un ASALTO AL PRECINTO 13 y un ENIGMA DE OTRO MUNDO escondidos por aquí) y, más específicamente, el M. Night Shyamalan de SEÑALES, la película de Peele se presenta como una relectura en clave analítica de los códigos y tradiciones de esos films. Dicho de otro modo: quizás sea una película que no tenga la efectividad, en términos de impacto y horror, de esos clásicos, pero es una que invita a pensar en todo lo que rodea a esas convenciones, a esos universos y a esos miedos. Cineasta analítico si los hay –sin ser experimental–, Peele nos acostumbró en sus películas anteriores a operar sobre el subtexto de un modo que no es usual en Hollywood. Su cine se preocupa tanto por los porqués de determinadas situaciones como del texto en sí, de la historia que nos está contando. Y progresivamente sus películas se han vuelto más inasibles, complejas, difíciles de interpretar de un modo tradicional como quizás uno lo podía hacer en HUYE!, que era una suerte de tesis sobre el racismo sistémico. Si NOSOTROS ya presentaba un juego de dobles y de espejos de alcances en apariencia interminables (como pasa cuando uno se pone en el medio entre dos espejos enfrentados), ¡NOP! parece abrirse aún más, yendo de lo racial a lo cósmico, de la cultura popular a, si se quiere, lo ecológico. Como diría un popular personaje de animación: «Al infinito y más allá». Aquí la conexión más obvia entre el thriller de suspenso que se presenta y el universo en el que viven los personajes es algo que podríamos llamar «el mundo del espectáculo», entendiendo por eso el cine, la televisión y hasta las atracciones de parque de diversiones. De hecho, unas de las primeras imágenes de ¡NOP! son las series de fotografías tomadas por Eadweard Muybridge, en el siglo XIX, y exhibidas a través del llamado Zoopraxiscopio, tecnología creada en 1879 y considerada una de las precursoras del cine. ¿El motivo? Esa primera imagen «cinematográfica» es de un hombre negro a caballo, quizás lo más parecido al primer espectáculo en materia de imagen en movimiento. Y también, como la imagen del sitcom del principio, un potencial primer caso de explotación. O.J. Haywood (sí, se hace llamar O.J., como Simpson) se dedica a entrenar caballos para que participen en películas, publicidades o programas de televisión. Tiene un rancho en medio del desierto (Agua Dulce, la población en la que viven, está a solo una hora de Los Angeles pero parece un paisaje lunar) y en él trabaja con su simpática y risueña hermana Emerald (Keke Palmer). Ambos dicen ser descendientes de aquel jinete de Muybridge, pero es una afirmación un tanto dudosa. El taciturno O.J. (encarnado por Daniel Kaluuya) fue testigo directo de la muerte de su padre, Otis (Keith David, referente del cine de Carpenter) por culpa de un evento inexplicable. Mientras estaban entrenando a uno de sus caballos (la película está dividida en episodios que llevan el nombre de cada uno de esos animales), extraños y puntiagudos objetos empezaron a caer del cielo, uno de ellos clavándose en la cabeza del veterano ranchero, que murió poco después. Poco después vemos a la dupla de hermanos con uno de sus caballos esperando para hacerlo «actuar» en una escena. Pese a las advertencias de O.J., ante un reflejo inesperado, el caballo se altera violentamente, algo que también había sucedido en el episodio «celestial» anterior. Es claro que algo raro está sucediendo en el ambiente y todo parece indicar que los animales son los primeros en darse cuenta. Pero pronto los humanos también. Bah, O.J. y Emerald, ya que al mejor estilo Shyamalan, raramente ¡NOP! va a dejar el rancho de los Haywood. Y luego, como en la profecía bíblica que abre la película (un versículo sobre Nínive del Libro de Nahum que predice la caída del Imperio Asirio a manos de Jehová y que cierra con la amenaza de «convertir a la ciudad en un espectáculo«), el cielo empezará a caer sobre la Tierra. O, quizás, sobre Hollywood. Es mejor no contar demasiado de los misterios, intrigas, personajes y curiosidades que irán apareciendo a lo largo de ¡NOP!. Lo que hay que saber es que se planteará como un intento de estos hermanos (y un par de colaboradores un tanto extravagantes) por entender qué es esa amenaza celestial que los persigue, afecta a los animales y termina haciendo estragos en un lugar cercano armado por Jupe (Steven Yeun, cuyo personaje se conecta con otra subtrama del relato) usando los modos más crueles de la cultura del show. También tratarán de hacer dinero con la ¿nave? ¿criatura?, filmándola. Y, si pueden, intentarán encontrar la forma de frenarlo. No es, en el modo spielberguiano, un alienígena amigable. No es tampoco, en el modo cine catástrofe, una invasión extraterrestre. Es algo más inquietante y en principio indescifrable, algo parecido a lo que dice la letra del clásico de Vox Dei citada al principio, casualmente una banda que ha hecho una carrera con temáticas bíblicas. ¡NOP! se pregunta todo el tiempo el significado de esa alegórica amenaza pero eso no corre en contra del suspenso y el terror, ni transforma a los personajes en analistas o comentaristas de sus hechos. Si bien es cierto que los resortes del género no están tan en primer plano como en sus anteriores películas, aquí también Peele va construyendo escenarios de tensión y horror atravesados por los espacios vacíos y la hitchcockiana imposibilidad de ocultarse de una amenaza que viene de arriba. Se trata de un equipo improvisado (uno de ellos es… director de fotografía) con una maquinaria ídem y sin demasiada idea de qué es lo que los amenaza ni cómo quitárselo, literalmente, de encima. No mirarlo puede ser una opción. Atacarlo de maneras impensadas, otra. Quizás hasta recitarle la letra de una canción infantil termine resultando una opción. Todo vale en el mundo según Peele. Lo más claro de este sugerente y enigmático, sí, espectáculo, es que se trata de una lateral crítica a la explotación, la crueldad y hasta el racismo de Hollywood usando los elementos propios que hacen de ese cine el más famoso y consumible en todo el planeta. Ver las contradicciones de la industria del entretenimiento no impide que Peele utilice esos mecanismos a su favor. A modo de un western revisionista con elementos de ciencia-ficción, su ¡NOP! («Nope«, el título en inglés, es una forma ligera, si se quiere, de decir que no, que uno también puede negarse a consumir lo que se le vende) funciona como sus otros films, poniendo en primer plano esa otra violencia que está implícita en los modos del cine masivo. El entretenimiento de unos es, muchas veces, el sufrimiento de otros.
Este thriller francés va cambiando de tiempos y de geografías para armar una violenta historia policial con origen y consecuencias inesperadas. Con Valeria Bruni-Tedeschi, Denis Menochet, Laure Calamy y Nadia Tereszkiewicz. Estreno en cines argentinos. Un policial negro con una estructura narrativa que cambia de tiempos y de protagonistas varias veces, SOLO LAS BESTIAS es un oscuro relato acerca de las más extrañas conexiones que pueden derivar en hechos trágicos y violentos. El director de WITH A FRIEND LIKE HARRY y NOTICIAS DE LA FAMILIA MARS y su guionista habitual Gilles Marchand se basan en la novela «Seules les bêtes«, de Colin Niel, y arman un tipo de relato que traerá recuerdos, en términos de estructura al menos, al PULP FICTION, de Quentin Tarantino o a BABEL, de Alejandro González Iñárritu, ya que aquí se nos van presentando eventos que parecen no tener nada que ver entre sí pero que terminan conectándose de las maneras menos imaginables. El primer episodio está centrado en Alice (Laure Calamy), una enfermera que vive en un pequeño pueblo francés con su marido Michel (Denis Menochet, el actor de la inolvidable escena inicial de BASTARDOS SIN GLORIA), un campesino un tanto tosco y, en apariencia, agresivo. La mujer tiene un affaire con Joseph (Damien Bonnard), uno de sus pacientes, un hombre que parece tener algún tipo de problema psiquiátrico, además de un perro fiel. Y su marido sospecha que algo está pasando entre ellos. Pero el mundo del pueblito está conmovido más que nada por la desaparición de Evelyne (Valeria Bruni-Tedeschi) y todos están pendientes de las noticias que llegan por televisión y de la investigación policial. El cadáver de la mujer en un momento aparecerá (ya verán cuándo, dónde y cómo) generando nuevos inconvenientes pero que no ayudan a descifrar qué pasó con ella. Una segunda historia –previa en el tiempo– se centrará en Marion (Nadia Tereszkiewicz), una joven camarera que tiene un affaire amoroso con la tal Evelyne, una que empieza de un modo tórrido pero luego se empieza a complicar. La película hará un giro extraño hacia otro tiempo y espacio ya que seguiremos los pasos de un tal Armand (Guy Roger “Bibisse” N’drin), un joven de Costa de Marfil con deudas que se dedica a hacer estafas online. Y la historia luego retomará a uno de los personajes que vimos previamente pero ya desde una perspectiva y situación bastante diferentes. En plan «todo conecta con todo», el drama de SOLO LAS BESTIAS se irá cerrando en sí mismo hasta convertirse en un inesperado y trágico policial dominado por las confusiones. Más allá de algunas coincidencias de guión que bordean lo excesivo (una de ellas, especialmente), la trama en sí funciona bastante bien y, por más absurdas que parezcan las conexiones que se arman en la historia, no se trata de uno de esos caprichos excesivamente forzados a la CRASH, de Paul Haggis. Moll (que hizo esta película en 2019 y ya tiene una nueva que pasó por el último Festival de Cannes) logra darle bastante credibilidad a la historia gracias, también, a una media docena de personajes con problemas, inconvenientes y reacciones convincentes. Es una historia plagada de malos entendidos, personajes complejos (ninguno es necesariamente oscuro ni violento pero las circunstancias los llevan hacia allí), enredados dramas románticos y mucha pero mucha mala suerte. Y la conexión entre todos ellos hará que lo que cuenta SOLO LAS BESTIAS sea lo suficientemente atrapante para generar un producto ingenioso y también bastante inteligente que, por momentos, hasta sorprende.
Una mujer trata de reponerse de una situación traumática yéndose a pasar unos días a una casa de campo, pero la situación allí la perturba aún más en este extraño film de horror psicológico del creador de «Ex Machina». Con Jessie Buckley y Rory Kinnear. Películas sobre la violencia de género o las distintas versiones de la masculinidad tóxica parecen surgir a diario. Pero no debe haber muchas como MEN, la nueva película del escritor, cineasta y guionista Alex Garland. El realizador de EX MACHINA y ANNIHILATION utiliza los diversos motivos del género del terror (entre lo surreal, el folk horror y el clásico tono «casa embrujada») para traicionarlos un poco a todos y crear una suerte de manifiesto simbólico del terror –y la posible resistencia– que se le tiene a esa cosa llamada «hombres». La historia es simple y perfecta para ser filmada en medio de las limitaciones pandémicas ya que la protagonista es prácticamente una sola –la gran Jessie Buckley– y apenas un par de actores más, uno de ellos interpretando a varios personajes o distintas versiones de uno mismo. Al primero que vemos aparecer en pantalla es a James (Paapa Essiedu), el esposo de Harper (Buckley), cayendo hacia el vacío en lo que parece ser un suicidio. Ella lo mira desde la ventana caer, ensangrentada, y poco tiempo después la veremos irse en un auto hacia la campiña británica mientras sigue sonando la misma, bella y críptica canción inicial. De a poco la película irá reconstruyendo esa situación vía flashbacks pero todos entendemos rápidamente que lo que sucedió allí fue una experiencia traumática para la mujer, que acaba de alquilar un enorme caserón en Gloucestershire, de esas casas en medio de la nada que con solo ver un plano uno adivina que terminarán siendo escenario de algunas cosas raras. Su idea es trabajar, descansar y recomponerse, pero apenas el simpático y un tanto pesado dueño de casa (Rory Kinnear en el primero de sus muchos roles) se la muestra, con todas sus comodidades y lujos, sabemos que eso no puede terminar bien. Ya en su primer paseo Harper se pierde, se topa con unas casas abandonadas y, a lo lejos, ve a un hombre calvo y desnudo que la observa fijamente. Lo perderá de vista, pero pronto el hombre volverá a aparecer y, resumiendo, digamos que será el primero de muchos (curas, policías, adolescentes, vecinos del lugar) que estarán rondándola con intenciones un tanto extrañas. Y todos estarán encarnados, con ayuda de efectos digitales, por el mismo Kinnear. MEN juega con los recursos del género para trabajar todas las instancias institucionales de violencia masculina que las mujeres experimentan –o pueden experimentar– a lo largo de sus vidas. Desde maridos psicópatas a figuras de poder y autoridad que pueden dañarlas psicológicamente (o la han dañado), todos aparecen por aquí mientras la película de a poco se va trasladando a un escenario que es más mental que real, más manifestación física de un trauma que experiencia «verdadera». En algún punto la película hará más evidente esa transformación, el paso de su versión más clásica del terror (mujer sola en una casa perseguida por uno o varios hombres) a una manifestación más extravagante, si se quiere, de ese espanto. El espacio se deforma, las personas también y en un momento estaremos claramente en esa cámara de torturas psicológicas que es la mente de la protagonista. O eso parece. Ese giro es también uno de tono. Ya deja de ser una película que infunde susto en el espectador (el tradicional, digamos) y pasa a ser una en la que se trata de decodificar lo que está sucediendo o, dicho de otro modo, qué es lo que Garland nos está queriendo decir. Esa transición no será fácil y buena parte del público se quedará afuera de las decisiones más freak que toma el autor/director en la última etapa del film, pero sin duda son consistentes con el tema y el tono que viene proponiendo desde el primer minuto. MEN es un show de Buckley y Kinnear. Ella, encarnando a esta mujer dolorida que trata de sacar fuerzas y hacerle frente a una situación que la abruma mental y físicamente, pero nunca interpretando a una víctima. Y Kinnear, metamorfoseándose en distintos personajes que pueden tener diferentes apariencias y personalidades pero todos tienen un mismo objetivo: hacerle la vida imposible a la chica desde ángulos y aproximaciones muy distintos también. Los «hombres» de Garland pueden parecer simpáticos, comprensivos, amables, agresivos o directamente creepies, pero siempre se las arreglan para infundir en ella incomodidad o, directamente, terror. Más allá de lo que cada espectador piense respecto a las formas bizarras que va tomando el relato –en mi caso, yo aplaudo la decisión de Garland de salirse de la norma, aunque creo que no todas las elecciones tomadas allí funcionan– y de la metáfora central un tanto reduccionista de la propuesta, MEN tiene algunas ideas visuales muy creativas, una de las heridas a un brazo y una mano más dolorosas que recuerdo haber visto en mi vida, y un tono perturbador que no abandona nunca al espectador. Ese «miedo a los hombres» que muchas mujeres, y no solo mujeres, sienten a lo largo de toda su vida.
Una maestra retirada contrata a un escort masculino para una tarde de sexo en un hotel en esta comedia dramática protagonizada por Emma Thompson y Daryl McCormack. Desde que enviudó, Nancy Stokes (Emma Thompson) viene planeando hacer esto. Con dudas, con miedos y nervios que no la soltarán casi nunca, la sexagenaria maestra de escuela retirada ha decidido contratar los servicios de un escort masculino. Para eso paga una habitación de hotel y, nerviosa, espera su llegada. El es Leo Grande (Daryl McCormack), un joven irlandés de tez oscura y ojos claros que ella define como «perfecto». El encuentro es incómodo para ella, quien se siente rara ante la situación, ante el hecho en sí, mitad avergonzada y otro tanto confundida. El trata de calmar sus nervios, naturalizar el asunto en la medida de lo posible, pero no es sencillo. A lo largo de una serie de encuentros entre ambos, lo que BUENA SUERTE, LEO GRANDE contará se parecerá más a varias sesiones de terapia que a algo más netamente sexual. La película –que bien podría ser una obra de teatro, aunque se trata de un guión original quizás armado de este modo en función de las restricciones del COVID– presenta a dos personajes claramente delineados. Ninguno de ellos usa, previsiblemente, su verdadero nombre, aunque sus circunstancias y actitudes son diferentes. «Nancy» es una mujer que ha tenido una vida sexual muy limitada, que dice jamás haber tenido un orgasmo y que se ha dedicado, como maestra, a enseñar cuestiones de ética y moral que la hacen vivir de una manera muy conflictiva esta situación. Preocupada por cada cosa –Thompson se luce con el timing cómico en algunos diálogos muy bien construidos–, su Nancy es una mujer que quiere pero que no se anima del todo a pegar un vuelco en su vida. «Leo Grande» es aún más claramente un personaje. El joven hombre es amable, simpático, comprensivo y siempre parece tener la respuesta adecuada para cada situación, tratando de hacerla sentir cómoda. Pero cada vez que Nancy va al baño y lo vemos deambular solo por el cuarto o mirar por la ventana podemos ver cómo, sutilmente, su expresión cambia y aparece un joven más serio y preocupado, un tanto más tenso. El planteo es claro: a través de los encuentros cada uno de ellos debería, en la medida de lo posible, sacar afuera eso que de algún modo u otro oculta o teme mostrar: su historia, sus miedos, su cuerpo, su sexualidad. BUENA SUERTE, LEO GRANDE es una comedia dramática que bien uno podría suponer siendo un éxito en el teatro comercial –todos harán el mismo juego, seguramente, pero a mí me da por imaginar a Mercedes Morán y alguien tipo Nicolás Francella en la porteña calle Corrientes– ya que tiene todos los condimentos que llevarían al clásico público de ese tipo de obras. Es pícara pero –al menos hasta cierto punto– con sus pruritos y reservas, es por momentos muy graciosa (en un momento ella hace una muy precisa lista de las cosas que quiere hacer) y, previsiblemente, en su tercer acto se volverá más conflictiva, dramática y emotiva. Quizás lo que una pieza teatral no pueda captar del todo sea algunas de esas sutilezas que requieren de primeros planos, pero más allá de eso no hay nada demasiado cinematográfico acá. Es, sí, un reflejo de un choque generacional y cultural en una sociedad como la británica (él es irlandés, pero ella sí es inglesa) que tiene una larga historia de represión, pudor y discreción sexual. Y si bien es una película que podría transcurrir treinta o más años atrás (la vida familiar/matrimonial de Nancy casi parece de los ’50), de algún modo resulta creíble en la actualidad en función de algunas conversaciones acerca del trabajo sexual («debería ser un servicio público», coinciden) pero más que nada por la manera en la que Thompson le incorpora a Nancy un muy gracioso tono de comediante que vuelve a su personaje más actual, por más forzado que eso sea en términos realistas. Y McCormack es más que un partenaire para el lucimiento de la actriz ya que construye un personaje que se va revelando de a poco de un modo bastante conmovedor. Pese a las limitaciones de la propuesta y a esa suerte de correctivo políticamente correcto a películas como MUJER BONITA, entre otras, BUENA SUERTE, LEO GRANDE –que fue una muy aplaudida gala del Festival de Sundance– es un cuento efectivo y amable acerca de las autoimpuestas represiones respecto al deseo y al placer, y sobre los miedos que impiden a los personajes hacerse cargo de sus propias historias y sus distintos miedos. Y si bien la película es bastante pudorosa durante el 90 por ciento de su desarrollo, para cierto momento se reserva algunas sorpresas que parecen más pensadas para «abrir la conversación» o hasta para ganar premios de actuación. Allí donde el «coraje» se cruza de una extraña manera con el cálculo y el personaje se confunde con el intérprete.
Esta mezcla de thriller de acción y comedia a bordo de un veloz tren en Japón tiene como protagonistas a Brad Pitt, Brian Tyree Henry, Aaron Taylor-Johnson y Bad Bunny. Aprovechando la tecnología digital, los efectos especiales de última generación y una billetera generosa para retomar un estilo cinematográfico popularizado en los años ’90 y los 2000 por Quentin Tarantino, Guy Ritchie e incontables imitadores de ellos y de sus antecesores del cine de acción –en especial de Hong Kong–, David Leitch vuelve al thriller sangriento, irónico y supuestamente gracioso que se apoya en una cadena de violentos enfrentamientos salpicados de diálogos cómicos y personajes que parecen sacados de un film de animación. Su “Tren bala”es una película bastante tediosa que se salva de caer en pozos aún más profundos gracias a un elenco de talentosos actores que hacen lo posible con sus «pícaros» diálogos y sus personajes traicioneros en una trama que gira y gira sobre sí misma. El que reina sobre todos ellos es Brad Pitt, quien recorre todo el film con una calma zen que está a mitad de camino entre el Dude de “El gran Lebowski” y alguien que sabe que, pese a la mala suerte y los muertos que se apilan a su alrededor, nada malo le pasará. Es una estrella de cine después de todo y se le nota a cada paso. Sin Pitt, este supermercado de asesinos encerrado en un tren de alta velocidad que va de Tokyo a Kyoto sería una experiencia bastante tortuosa. La trama es complicada pero no tiene mayor importancia y es una excusa, en realidad, para construir una larga cantidad de peleas confinadas al espacio físico de los vagones del tren en cuestión. Viniendo del director de “Atomic Blonde”, “Deadpool 2” y uno de los encargados de “John Wick”, algunas de ellas están realizadas con una coreográfica elegancia que la acercan más a un sangriento ballet que a otra cosa, pero tarde o temprano aburren cuando uno no tiene nada puesto en juego en ellas ni en lo que sucede en este viaje. “Tren bala” es una película que de a poco va revelando a una serie de personajes violentos (algunos de ellos, asesinos profesionales; otros un poco menos experimentados) que están conectados entre sí, sin saberlo, a bordo de ese veloz tren. Uno de ellos es “El padre” (Andrew Koji), un hombre que quiere vengarse de la persona que tiró a su hijo desde una terraza. En el tren se encontrará con ella, que se hace llamar Prince (Joey King) y que tiene otros motivos y planes en la cabeza. En paralelo hay dos asesinos profesionales llamados Limón y Mandarina (Brian Tyree Henry, de la serie “Atlanta”, y Aaron Taylor-Johnson) que han rescatado al hijo (Logan Lerman) secuestrado de un capo mafioso al que se conoce como White Death (el actor que lo interpreta aparece, a modo de sorpresa, al final) y llevan además una valija con millones. Además, circulan por ahí un narco latinoamericano intentando vengar el asesinato de su mujer (el músico Bad Bunny), una criminal escondida dentro de un muñeco infantil (Zazie Beetz) y algunos otros más, que irán apareciendo. Ah, y además hay una serpiente venenosa recorriendo el tren… Pero el principal protagonista es Ladybug (Pitt), la única persona de todas ellas que está en el lugar y el momento equivocados. Si bien es un criminal que recibe indicaciones vía auricular de su jefa (la voz es la de Sandra Bullock), en realidad está reemplazando a otro, que es el que tenía que estar ahí pero se descompuso (el actor que lo encarna es otro cameo sorpresa). Ladybug está en plan “recuperación” y quiere abandonar la vida violenta, por lo que anda por ahí repitiendo frases de autoayuda y tratando de escaparle a la mala fortuna que parece perseguirlo. Es un placer verlo a Pitt con una gorrita de pescador encontrándose con que su aparente sencillo trabajo se va complicando más y más y todavía más. El tipo parece tener una luz interna que lo hace brillar como una deidad en medio del caos. Eso sí, la luz no es lo suficientemente poderosa para iluminar al resto de los personajes ni a la película.