En sus últimas películas Larraín encontró una fórmula que parece abrirle todas las puertas: de los festivales, de Hollywood, de las cadenas de televisión. Jackie, Lisey’s Story y Spencer giran alrededor de la percepción extrañada de una mujer que, por una u otra razón, es trastornada por algún hecho y queda descolocada, fuera de sí. Padecimos Jackie y el rictus eternamente constipado de Natalie Portman, que entiende que la actuación debe transmitir solamente variantes del sufrimiento. Los planos raros, los juegos con el tiempo y con el estatuto de los sucesos (si ocurren de verdad o si surgen de la mente alucinada de la protagonista), las actuaciones afectadas de ambigüedad, de temblores y parálisis, todo buscaba comunicar al espectador que se encontraba ante un objeto difícil, complejo, de calidad que no invitaba al disfrute sino a la reflexión, al análisis y, de paso, al comentario feminista. El modelo dio sus frutos, parece, y Larraín se decidió a replicarlo cambiando el tiempo y el lugar en Spencer. Pero antes estuvo Lisey’s Story, la serie que filmó para HBO sobre la novela de Stephen King, que pertenece al mismo universo de películas, pero en la que, por algún motivo, el director no puede modelar las cosas a su antojo, como si hubiera algo, la obra original, el mismo King o los protocolos de la cadena que (para bien) lo restringen y fuerzan a narrar sin el aparato complaciente y pomposo de Jackie. Pero después vino Spencer donde Larraín está desatado, a sus anchas. La historia de Spencer es en verdad muy simple: tras algunos años de matrimonio y dos hijos, Diana se encuentra agobiada por el peso de la familia real, sus normas, sus tradiciones. La mujer la pasa mal, se enreda sola con sus problemas, se confunde y no sabemos qué tanto de lo que pasa sucede efectivamente o es resultado de su estado. El mismo extrañamiento de Jackie, pero ahora adaptado y amplificado para surfear mejor la ola feminista de Hollywood: cada pequeña rebelión de la protagonista se propone señalar una nueva forma de opresión masculina, desde la disparidad con la que la corona y los medios observan las infidelidades hasta la contundencia con la que se impone la caza como rito de iniciación de los herederos jóvenes. Un par de esos deslices y Larraín pierde el poco misterio que había logrado en Liseys Story: Julianne Moore se pasa la serie entera en carne viva pero retiene para sí una dosis de intriga, de incertidumbre, sobre los males que la aquejan. En cambio, en Spencer la gran Kristen Stewart muestra todas las cartas en las primeras escenas. Su Diana es apenas un manojo de tics destinados a reconstruir la presencia del personaje real. La actriz está toda la película subiendo y bajando los hombros, haciendo puchero y acentuando la sonoridad del inglés británico. Diana es una cáscara, no hay nada más que esa gestualidad mimética. Convengamos que el cine puede albergar seres así, personajes que son pura inmediatez, presencias evanescentes sin espesor y etéreas que eluden la supuesta profundidad que vendría a imprimirles la psicología. Pero Larraín no renuncia a la psicología, al contrario, hace de ella la piedra de toque de toda la película. El resultado es de temer: dos horas viendo a la bella Kristen jugando a ser una muñeca rota, dos horas de ver el mundo desde sus ojos tristes de nena caprichosa. Si por lo menos todo fuera algún revival camp, un retrato gozoso sobre la decadencia de una princesa plebeya. Pero Larraín es un tipo serío, es decir, solemne, duro y machacón que tiene planeado extraer el sentido de cualquier palabra, intercambio o movimiento. Todo debe ser leído como síntoma de la opresión que Diana sufre a manos de la familia real y sus sirvientes. No hay espacio para maravillarse con las tradiciones estrambóticas de la corona, con la pervivencia de rituales tan estrafalarios como antiguos, con las comidas de primera, con los paseos por el campo o para forma de disfrute alguno. Como cualquier predicador, Larraín sabe pulsar las cuerdas del momento para arrancar de allí los acordes que dicta la época, y eso incluye, además del feminismo subrayado y el pesimismo inopinado, la hostilidad hacia cualquier forma de institución familiar o política con reglas propias que tenga una idea estratificada del mundo y las personas. Esto incluye, claro, a los reyes, y sabemos que los demagogos siempre pueden obtener alguna ganancia módica de la crítica a esas rémoras del pasado. Ese sistema narrativo pobre, escaso, complaciente, encuentra su cauce en un final de la misma condición donde comer comida chatarra en la calle puede ser algo parecido a una revolución, un gesto vital y afirmativo.
HUBO UN TIEMPO QUE FUE HERMOSO Hay películas que no sabemos bien de dónde vienen. Las cosas que decimos, las cosas que hacemos se estrenó en Francia a mediados del año pasado. Tal vez haya sido filmada durante el inicio del covid, pero felizmente no se ven barbijos ni ningún otro de los signos detestables asociados a la vigilancia y el control. La historia transcurre en el presente: los personajes trabajan en computadoras y hasta se discute la idea de una app de citas que empareje a los usuarios de forma azarosa, pero casi nunca se ve a los personajes hablando por celular o mandando mensajes (salvo una escena, en la que uno de los protagonistas se comunica con su amante por chat sin importarle que su esposa esté a su lado; es un momento de degradación para los dos). Hay un motivo que acompaña la estructura recursiva de la película: en algún momento, siempre movido por algún malestar amoroso, alguien se despierta en medio de la noche y se fija la hora: todos agarran un reloj de pulsera ubicado en la mesita de luz, casi siempre al lado de un libro. ¿De dónde viene, entonces, Las cosas que decimos…? El mundo de la película de Emmanuel Mouret se parece ciertamente al nuestro, pero sus reglas son las de la ficción romántica, linaje que puede rastrearse por lo menos hasta el siglo XVIII y que, más cerca de nosotros, continuaron Truffaut, Rohmer, Linklater o Hong Sang-soo. Hay muchas formas de hablar y de sufrir por amor, pero Mouret prefiere un modelo vital en el que los personajes cuentan con el tiempo y los recursos para dedicarse a reflexionar sobre sus estados de ánimo y a explicárselos a los demás. Como los peripatéticos, y como Linklater, Mouret tiene predilección por el movimiento: toda vez que puede el hombre pone a sus personajes a discutir y a filosofar sobre sus fracasos y conquistas mientras pasean, miran el paisaje o preparan la cena. Cada uno sobrelleva a su manera el camino: Maxime con la intranquilidad de un hombre que se sabe sin atributos, Daphné con la placidez del silencio y espera, y Gaspard con la agitación propia del ansioso que nunca se queda quieto. El director dispone una estructura repetitiva que funciona musicalmente, como un leitmotiv que va pasando de historia en historia. Todos los personajes, en algún momento, se sienten atraídos por alguien que no es su pareja y que está, a su vez, en una relación. La angustia, la inseguridad y el deseo son el testigo que pasa de mano en mano, como si el relato se cifrara en la observación de las reacciones de los protagonistas ante un mismo estímulo. Hay una idea que, cerca de la mitad de la película, trata de explicar ese funcionamiento: es la teoría mimética de René Girard, que sostiene que casi todo, el amor o la violencia, se activan mediante la imitación del deseo y los planes de los demás. Como Resnais en Mi tío de América, Mouret también entrega la clave de su historia a una teoría científica sobre los afectos y el comportamiento. Pero a diferencia de Resnais, que en esa película oficia de entomólogo severo, Mouret no aplasta a sus personajes bajo un dogma intelectual, e inviste a uno de ellos con la capacidad de sacrificarse y de interrumpir el ciclo de las pasiones no correspondidas. En ningún momento Mouret acude a ninguna forma de realismo o de comentario social, lo suyo es el despliegue de la ficción pura, desengachada de cualquier seña naturalista. Los personajes se desplazan en el plano con un cálculo y una mesura extraordinarias, como si siguieran una coreografía que comunica en todo momento sus movimientos. Las escenas son casi siempre breves y algunas involucran puertas que se abren o se cierran: el efecto es inequívocamente teatral, en el mejor de los sentidos posibles. Para sustraer a sus personajes del apuro del mundo contemporáneo (aunque sin salir de él, sin hacer una película de época), para recordarnos que hubo una literatura y un cine que se dedicaron a escribir y a filmar no solo el deseo sino también la duda, la vacilación y la parálisis, Mouret necesita inventarse formas acorde de mover o situar el cuerpo, de sostener los gestos y de hacerlos reverberar en el plano, de contar las aventuras propias pero también de escucharlas. Y Las cosas que decimos… es también eso, una máquina de producir y contar historias. Mouret sitúa al espectador en la película, lo pone en posición de escucha y le recuerda que el cine y los relatos de amor alguna vez sucedieron en esta la escena primordial donde los enamorados hablan sin apremios de sus dolores, y que el amor, a fin de cuentas, no es tanto un estado extático ni una cumbre pasional como una determinada situación de discurso que solicita tiempo, generosidad y predisposición a la escucha y la contemplación, que filmar las relaciones amorosas implica asumir el vaivén entre las personas y el mundo que supone una cadencia irreductiblemente cinematográfica. Las que decimos… no espera de nosotros nada que no esté dispuesta primero a ofrecernos.
Las noticias sobre la animación asiática nos llegan casi siempre por dos canales: uno, claro, es el de las películas de Ghibli, estén firmadas o no por Miyazaki, eventos ineludibles cuyo porte hace acordar a los mejores tiempos de Disney; y dos, a través de los estrenos, tal vez más chiquitos pero igual de importantes, de Mamoru Hosoda, el hombre que en una década se convirtió en uno de los pesos pesados de la animación nipona y sinónimo de un cine con una visión definida del mundo. Hosoda se volvió una marca, una garantía, una constelación de películas reconocibles; otras formas de hablar de lo mismo de siempre, de autorismo, de un director con un universo propio. En Belle, Hosoda abandona las premisas fantásticas que organizaron hasta ahora una buena parte de su filmografía y vuelve al modelo de los dos mundos en disputa de Summer Wars. La historia transcurre entre la medianía y las ingratitudes de la vida cotidiana, y las posibilidades infinitas de U, un entorno virtual en el que las personas diseñan un avatar a su medida y se lanzan a interactuar con otros liberándose por un rato de sus miserias y temores. Es lo que hace Suzu, estudiante de secundario que vive con el padre en las afueras de Kochi y que nunca pudo recuperarse de la muerte de la madre. Retirada del mundo, Suzu prueba U de casualidad. Resulta que la red lee la información biométrica del usuario y traslada sus destrezas y fortalezas al avatar. Una vez dentro del entorno, Suzu, tímida, retraída, descubre que puede cantar con la soltura que jamás pudo imaginar en sus clases. La canción se hace viral y Belle (su nombre en la red) se vuelve la sensación de U. Tiempo después, Belle/Suzu está por empezar un show en un evento masivo; cuando nadie lo espera, irrumpe un usuario llamado Bestia y siembra el caos. Desconcertada y atraída a la vez, Suzu empieza a buscar a Bestia por los rincones de U primero y del mundo real después. Como adivina enseguida el espectador, la película se construye a partir del cuento de La bella y la bestia. Pero a Hosoda se le ocurre trasladar el cuento la historia a un entorno virtual. La premisa cancela el carácter fantástico de sus películas anteriores, pero le permite explotar la dualidad de lo virtual y lo cotidiano. Cuando empieza a develarse el misterio de Bestia y de su estado de guerra total, la historia pasa a comunicar los dos mundos. Hosoda da un golpe de timón: el director no está interesado en volver a narrar un cuento ya contado mil veces sino en reimaginarlo desde una clave realista. Al igual que sucede con el canto de Suzu/Belle, la fuerza y el resentimiento de Bestia no son otra cosa que el reflejo virtual de la vida afectiva del usuario desconocido. Empieza entonces un viaje o una aventura, que es todo eso y también una pesquisa y un salto al vacío, que ya no tiene como fin restaurar el mundo conocido o volver al lugar de origen (como pasaba en La chica que saltaba en el tiempo o Mirai: Mi pequeña hermana), sino reparar una familia quebrada. A fin de cuentas, el que vuelve al origen es Hosoda: por el camino de la digitalidad, los mundos virtuales y las redes sociales el japonés reencuentra la melodía afectiva de Disney, que no consiste en otra cosa que en el llamado a reconstruir la familia perdida con los jirones de otras, un bajo continuo que resuena en la animación de cualquier tiempo y lugar.
El cine de Matías Piñeiro era un cine del espacio. Sus películas estaban hechas de escenas con personas en constante movimiento a las que la cámara seguía casi siempre con una una gracia prodigiosa que se sumaba a la de los intérpretes, en especial de las actrices, columna vertebral del elegante cuerpo piñeireano. La excusa que propiciaba esos bailes disimulados podía ser la lectura y discusión de textos de los founding fathers argentinos, de obras de Shakespeare, o la existencia de algún plan o traición en progreso que enfrentaba a los protagonistas y los empujaba a la sospecha y a la gestión de complots discretos, además de a las escaramuzas románticas de ocasión. En los últimos años algo de esa estructura fue mutando y la película que sintetiza el cambio es Isabella, que ya no hace un cine del espacio sino que narra un nudo de historias a través del tiempo. Mariel (María Villar), aspirante a actriz, su hermano ausente y la amante de él se cruzan o separan en distintos momentos, se distancian, acercan o reconcilian. El relato complica las cosas a voluntad: de una escena en el presente se pasa a una que sucede en distintos momentos del pasado o del futuro, muchas veces sin explicación. Las situaciones, sin embargo, resuenan unas en otras, y la historia se vuelve una suerte de rompecabezas que invita a ser reconstruido. El teatro y la actuación siguen siendo los universos de referencia, pero esta vez aparecen vistos desde un lugar ligeramente distinto a las películas anteriores: el ánimo es menos lúdico que dramático. El tono se transfiere a la mayoría de las escenas: ya no estamos en una de sus comedias luminosas sino en un territorio desconocido, ligeramente agreste, en el que cuesta un poco más moverse, un poco como le pasa a Mariel cuando sigue con dificultad a Luciana (Agustina Muñoz) en sus excursiones a la naturaleza. Seguimos dentro del ciclo de las shakesperadas, pero el clima, la tonalidad, es otra, como se encarga de recordarlo la película a través del uso del violeta y sus declinaciones cromáticas. Ese giro, de todas formas, no ciega al cine del director a los placeres de la observación y la palabra que fueron la cifra de su cine. La superposición de fragmentos de historia y tiempo deja la libertad suficiente para explorar el pulso de la historia más allá de su cronología, como se ve en los planos en los que se muestra a Muñoz caminando apurada por las calles de Córdoba, eludiendo peatones y apurando o reduciendo la marcha según lo exija el tránsito urbano. No hay utilidad narrativa en esos momentos, ignoramos el destino o las razones del personaje, solo queda el placer de filmar a una chica que camina rápido por la ciudad. Hablar de un cine del tiempo es también decir montaje. Las escenas que mejor recordamos de las películas de Matías Piñeiro son casi siempre largas, o que por lo menos hacen sentir su duración, en las que vemos transformarse a los personajes o a los vínculos que mantienen, u observamos cómo una obra de teatro se desenvuelve, avanza o retrocede y, a veces, recomienza. Pero Isabella, como si el director se impusiera una prueba de habilidad, está obligada a trabajar necesariamente alrededor del corte. El resultado es un objeto cinematográfico nuevo que trata de sostener la ludicidad que las películas anteriores explotaban dentro del plano. El juego ahora hay que buscarlo menos al interior de las escenas y más los emparejamientos de tiempos, en las conexiones narrativas que permiten los diferentes usos de una piedra, o en los vasos que comunican un drama personal con un texto escrito hace siglos. El poder cambia de manos: la cámara de Fernando Lockett debe aprender a moverse dentro de los límites impuestos por el director, mucho más estrictos que en el pasado. La dispersión narrativa se acomoda a medida que la película avanza. Los hechos y los objetos que alguna vez estuvieron recubiertos de algún misterio explicitan ahora su rol en la trama. Se insinúa un juego de inversiones acerca de la actuación y la vida, el cine y el teatro. Una audición hostil adquiere la forma de un confesionario, un conflicto familiar provee la anécdota de un monólogo sobre hermanos y la actuación del monólogo ofrece una clave de sentido biográfica. El abandono de la interpretación como profesión lleva al teatro por otros caminos como la escritura de una obra o la gestión de un teatro propio. La amalgama de estos dislocamientos la proporcionan, como siempre, María Villar y Agustina Muñoz, planetas alrededor de los cuales orbitan Pablo Sigal, Julia Martínez Rubio o Gabi Saidón, que conforman esta nueva versión del sistema solar de Matías Piñeiro, del que podríamos decir perfectamente que es un director de actores si no lo fuera también de tantas otras cosas.
Qué cosa terrible la película de enfermedad. Es un género de hierro con un contrato claro e innegociable que exige someterse a la historia de una desgracia que destruye la vida de un pobre infeliz y de los que lo rodean. Entre el presente más o menos pleno y la promesa de una muerte segura (o de un final que la sugiere), se abre la secuencia interminable de los detalles que anuncian la degradación y que constituyen uno de sus principales atractivos. Uno puede reaccionar mejor o peor, puede entregarse o no de buen grado, pero no puede ignorar que se trata de un contrato tipificado y estipulado con la suficiente claridad como para atraer a interesados y espantar a cualquier posible detractor. Para el que no disfruta de la crueldad pautada del género, de las enseñanzas que vienen a darle sentido a la tragedia irreversible, de la lucha que la voluntad pierde contra el cuerpo arruinado, para esos no (nos) queda otra que situarse en los márgenes de la película y buscar allí, lejos de los destellos del relato, de los sufrimientos más espectaculares, alguna forma evanescente de placidez, un trazo apurado, un plano filmado sin querer, cualquier cosa que suavice un poco el conjunto y lo vuelva tolerable. Se trata, a fin de cuentas, de ver cómo mira la película cuando mira algo distinto de la enfermedad y sus estragos. Y la israelí Asia dentro de todo mira bien, es una película con buen ojo. Asia es madre soltera y trabaja en Tel Aviv como enfermera haciendo guardias interminables. No se la ve muy entusiasmada con nada, y a Vika, la hija, tampoco. Asia estruja su soledad en pubs o en encuentros furtivos con un compañero, y Vika tantea por su lado, aunque no muy convencida, con los chicos del lugar. Antes de que se establezcan los peligros de la enfermedad de Vika (Shira Haas, de Poco ortodoxa), cuando los problemas todavía se reducen mayormente al mundo del trabajo y de la adolescencia, la película funciona como un drama atemperado que vuelve interesante todo lo que filma, sea una guardia de hospital o una pista de skate donde los chicos de la zona se juntan. Si uno se comporta de acuerdo con lo esperado por el género, es imposible no leer en ese presente banal y sin sobresaltos las marcas de un destino funesto que sabemos cercano. Pero Asia tiene cierto cariño por sus personajes y no está dispuesta a sacrificarlos tan velozmente, lo que no es poco para una película así, y les regala un rato de dramas cotidianos con frustraciones y pequeños momentos de felicidad. No es algo para despreciar, porque en esa primera parte, cuando Vika todavía puede moverse y salir y hacer sus cosas, y la madre alterna sus guardias con alguna salida ocasional o un polvo a escondidas en el auto de un médico, se proyecta otra película posible, un drama tenue sobre dos mujeres que sobrellevan el día a día como pueden. La directora Ruthy Pribar sigue a sus protagonistas buscando siempre un gesto elegante o seductor, cada una dentro de un registro propio: la madre no pierde el fulgor de lo que alguna vez fue y la hija prueba suerte en el mundo de los acercamientos con los chicos. Claro, después la enfermedad barre con todo y la película se vuelve hermética, la desgracia cubre todas sus zonas y ahora es difícil buscar un lugar seguro al margen del sufrimiento protocolizado. Imposible cumplir con estas expectativas y escapar del miserabilismo, pocas o ninguna película puede realizar semejante proeza. Algunas, como Maggie, se las ingenian con una mezcla improbable entre drama de enfermedad y zombies; cuando llega el momento final, entonces, se nos obsequia con algo más que los dolores y el aire fúnebre de la partida, y hay también que luchar para defenderse de un monstruo asesino. Una excepción que confirma la regla poco feliz. De todas formas, Asia sabe en qué momento parar; un poco como la protagonista en sus guardias de enfermera, la película puede regular el goteo de tragedia y administrarlo con economía, la suficiente como para permitir todavía alguna que otra sonrisa o deseo cómplice entre la madre y la hija que las aparten por unos momentos del programa terrible que el género impone.
En El caso Collini el pasado nazi reaparece con los subrayados y las explicaciones de ocasión. Un italiano asesina a sangre fría a un empresario y se entrega a las autoridades. El hombre es interrogado pero no responde, no habla, no se defiende. El crimen abre un misterio y el caso es asignado a Caspar, un joven abogado de ascendencia turca recién salido de la facultad. Caspar está tranquilo hasta que descubre que la víctima no es otra persona que el abuelo de su amigo y de su novia de la secundaria, el hombre que lo recibió en su casa y alentó en sus estudios, casi un padre. La pesquisa del protagonista conduce a una trama sobre los crímenes de guerra de los soldados alemanes y sobre los dispositivos legales diseñados para su encubrimiento en el futuro. A expensas de Caspar el tribunal se transforma en una clase de historia algo grotesca en la que el relato salda cuentas con el apoyo civil que gozaron los oficiales nazis que se integraron después a la vida política del país. Basada en la novela de Ferdinand von Schirach, la película compensa la catarata de flashbacks y la torpeza narrativa general con la dosificación de la intriga y el entusiasmo de sus intérpretes, en especial de Franco Nero, que hace a un Collini casi mudo pero cargado de un rencor incontenible. El resto lo provee el género de la película de juicio, esa variedad encantadora del thriller en la que el trabajo de la justicia se confunde con la búsqueda de una verdad que nada tiene que ver con el proceso legal.
Y ahora algo completamente diferente Cuando se estrenó Chernobyl, la serie de HBO, el gobierno ruso la atacó con toda la fuerza del aparato oficial: acusó a Estados Unidos de reescribir la historia, dijo que la serie era propaganda política y prohibieron su transmisión televisiva en el país (fue un éxito en streaming de todas formas). Chernobyl: Abyss es la apuesta rusa por apropiarse de una de las peores catástrofes modernas. En la película no queda nada de la secuencia de hechos que produjeron el desastre, no se ven errores humanos, una cadena de mando blindada ni el encubrimiento oficial y sus consecuencias en el conteo de víctimas. El accidente sucede en off y la película cuenta la historia de Alexey (interpretado por el propio Danila Kozlovsky), un jefe de bomberos al que acaban de mandar a otra región, pero que en su último día en Pripiat se encuentra de casualidad con una exnovia y su hijo. Todo pasa rápido, el hombre se debate entre el deber y la supervivencia, entre el heroísmo colectivo y la salvación individual, y a duras penas opta por lo primero, menos por convicción que por tratar de enmendar su pasado. Lo que sigue es familiar para los espectadores de cualquier latitud: los obstáculos se acumulan, cada elemento del lugar supone una trampa potencial, la radiación empieza a quemar los cuerpos y las mentes. En un momento, Alexey le pregunta al chico que lo acompaña por los responsables de todo esto, “quiero nombres”, dice. El chico responde que qué sentido tiene preguntarse por eso, el daño ya está hecho, explica mientras vuelve a sumergirse en el agua radioactiva. Cuando la película empieza se tiene la sensación de estar ante un mundo extraterrestre: Alexey pasea por el barrio junto a su ex y toman un helado, afuera hace un día hermoso, la masa monocorde de monoblocks ofrece una vista agradable, los parques que los rodean están llenos de chicos jugando y de adultos que caminan y toman el sol. El gesto es claro, se trata de oponer una imagen idílica a la representación gris, degrada y asfixiante de la era soviética que hizo Occidente. Pero la transformación es tan esperpéntica que el gesto se devela como tal, como si la película comunicara abiertamente sus propósitos. Desconozco las intenciones de los realizadores, pero eso nunca importa demasiado: incluso la propaganda más desembozada puede proveer algún placer sensorial más allá de la solemnidad del mensaje oficial. Así las cosas, por momentos la película funciona más como un experimento estético que como una mentira consumada, una especie de sovietismo surrealista, y uno la evalúa en esos términos, de acuerdo con la pericia desigual de las escenas de peligro, o con la displicencia con la que se filma el drama cotidiano, o con la incapacidad manifiesta que muestra Alexey para convencernos de sus reticencias a inmolarse, a pesar de todos sus esfuerzos de Kozlovsky. Rusia ya tiene su versión oficial: nada de lo que allí se dice es verdad, y tampoco es buen cine.
La cinefilia tiene una máxima: todas las películas nacen igual. Pero no todas las películas crecen y viven de la misma manera: algunas, como Retrato de una mujer en llamas, llegan hasta nosotros con una estela de gestos y palabras, como si alrededor de ellas se hubiera establecido una forma de hablar y de ver. Se habla mucho de la última película de Celine Sciamma, aunque a veces parece que no se habla tanto la película como de sus modos de ser apropiada. Se notó en la entrega de los premios César, cuando Polanski se llevó la estatuilla a mejor director y, tras conocerse el anuncio, la actriz Adèle Haenel y la directora abandonaron la sala. Polanski no estaba en el lugar: previo a la entrega, se organizó una manifestación en la puerta del teatro para repudiar las nominaciones al director, condenado por violación en Estados Unidos. No sabemos si Sciamma y Adèle Haenel vieron la película de Polanski y si les gustó o no porque el escándalo fue extracinematográfico: la consigna esgrimida por el feminismo explica que Polanski no merece ser premiado por sus crímenes, sin importar la calidad de su película. El argumento muestra un doble filo: muchos de los elogios de Retrato… se basan pura y exclusivamente en que cuenta una relación lesbiana, en que prácticamente no hay hombres, en que se trate el aborto, en que se vean los signos de la opresión masculina. Muchas de las críticas a favor de Retrato… podrían defender la película sin haberla visto. Se habla mucho de Retrato… pero se la piensa poco y, cuando finalmente se habla de cine, se lo hace a los tumbos. La mayoría de las críticas se entusiasmaron con las sustracciones: no hay hombres, no hay música extradiegética ni escenas de sexo, y la los conflictos están mostrados de una manera desapasionada que escapa a los modos del melodrama (que está apenas sugerido, en sordina). Ese despojamiento ayuda a establecer un clima de intimidad y cercanía entre las protagonistas, pero también entre ellas y el espectador; la película es confiada a sus dos actrices, que deben economizar la gestualidad: cada pequeño movimiento reverbera en los planos y se carga de sentido. El problema es que a la película parece que no le alcanza esa historia de época, sino que además trata de darse a sí misma una identidad disponiendo guiños al presente. En esos momentos, Retrato… rompe con la discreción tan festejada. Héloïse, recién salida de un convento, habla de su estadía allí y dice “la igualdad es un sentimiento placentero”: la línea desgarra el mundo de la ficción y espera que el espectador la interprete de acuerdo con consignas de este tiempo. Pasa algo parecido cuando las tres chicas van a ver a una curandera a un lugar lleno de mujeres marginales: el trío, de otra clase social, llega y se relaciona sin problemas con esas mujeres, como si la comunión femenina fuera algo espontáneo que trasciende cualquier diferencia. Es una idea, no está ni bien ni mal, pero esa elección quiebra una vez más el aire realista con el que Sciamma reconstruye la vida material de la época; al final de la escena, las mujeres del lugar se unen armónicamente y cantan al unísono como en un musical. El peor momento seguramente sea el del aborto. Las protagonistas acompañan a la criada a la casa de la curandera. La escena muestra a Sophie acostándose en una cama con dos bebés; uno juguetea con la chica durante el procedimiento. Marianne y Héloïse están también en la cabaña: una voltea la mirada y la otra le dice que no, que mire, y la obliga a hacerlo. Después, la cámara se pone encima de Sophie y muestra sus dolores en primer plano mientras el bebé le toca la cara. La escena es de un grosería infrecuente, y que Héloïse obligue a Marianne a mirar termina de certificar un visible aire de panfleto. En la escena que sigue, la criada está recuperándose en la cama y a Héloïse se le ocurre una idea: que Marianne las pinte mientras ellas dos recrean todo. A Héloïse no le importa que la chica esté convaleciente después de haber abortado, la urgencia de la denuncia se impone y la pintura debe hacerse en ese momento. Es notable que a la gran mayoría de las críticas, que elogian la elegancia y la discreción de la película, la renuncia a los códigos del melodrama, pierda de vista escenas imposibles como esas que dilapidan cualquier clima intimista y sugerente que la directora hubiera podido conseguir. Si uno se acostumbró al aire de encierro y de complicidad que la película propone, esos momentos producen rechazo: expulsan al espectador, rompen la ficción para hablar del presente con gestos de una gran extemporaneidad. Sciamma quema las naves: transforma a sus personajes en insumos de un mensaje. Pero si aceptamos que las películas nacen iguales, tenemos que reconocer que pueden vivir solas, más allá de las intenciones de sus creadores y de las interpretaciones oficiales. Y Retrato… tiene momentos en los que fluye una gran vitalidad: se trata, justamente, de las escenas que escapan al plan de la denuncia, cuando se le permite a sus personajes ser ellas mismas. Como cuando Marianne se escabulle de noche a comer pan con queso y vino, o cuando las tres duermen juntas en la misma cama casi sin darse cuenta. Son momentos de una gran placidez donde las protagonistas adquieren un espesor inesperado: son mujeres que pueden disfrutar, pasarlo bien sin necesidad de volverse soportes de una denuncia altisonante, sin dirigirse al espectador y llamarlo a la toma de conciencia; están ahí, con fiaca o resaca, sin hacer nada, pueden darse el lujo de la inacción sin evocar causas porque, efectivamente, durante algunas pocas escenas luminosas, son libres.
Pocos temas mejores que el de Venom para una historieta, una película, un libro o lo que sea. A un pobre tipo en apuros se le adosa una poderosa criatura alienígena que le permite volver a encaramarse en la vida, aunque con los peligros que supone compartir el cuerpo con un extraterrestre. El material se presta para casi cualquier cosa, aventuras, terror, incluso drama, aunque la comedia es el terreno ideal. La primera Venom, una mala película incapaz de aprovechar el potencial de la historia, apenas arañó la superficie de todo eso. La segunda aprende de esos errores. Ahora, en Venom: Carnage liberado, hay un asesino loco con la cara de Woody Harrelson que tiene a su vez su propio simbionte que siembra la destrucción por todas partes, pero se trata apenas de un dispositivo narrativo, el corazón está en otro lugar. El mecanismo que moviliza la película es por lejos la relación entre Eddie y Venom, que en realidad no es otra cosa que el viejo tema del hombre y el monstruo, Jekyll y Hyde, pero también el de la pareja dispareja, Tony Randall y Jack Klugman; toda una tradición narrativa sintetizada en el drama cómico de una convivencia imposible. Esta segunda película comprende lo que la primera apenas vislumbraba, y es que la historia no puede ser otra cosa que una humorada grotesca, una carcajada negra lanzada a la cara del espectador: Eddie, un periodista que busca una primicia que lo devuelva a las grandes ligas del medio, lucha con los apetitos del monstruo que vive en él, y que incluyen la ingesta de cerebros y la producción regular de estragos módicos. Esta maravillosa guerra de egos empezó su vida en la historieta hace varias décadas, pero es en el cine digital donde puede alcanzar su cumbre estética, ahora que la animación (hoy todo el cine es animado) puede volver creíble que una criatura hecha de una masa amorfa se desprenda de la espalda de su portador y discuta con el mismo extendiendo su cabeza de alien. En realidad, lo que vemos a través de esas proezas digitales es medio siglo de cartoon, un Pato Lucas al borde del colapso tratando de blindarse contra la astucia envenenada de un Bugs Bunny llegado de otra galaxia. Debemos imaginar que esta batalla se libra en el cuerpo de Tom Hardy, especialista en seres torturados y taciturnos que por una vez se presta a reírse de las neurosis de sus propios personajes. En este espectáculo monstruoso se nota la dirección de Andy Serkis, maestro de la gestualidad que entiende de transformaciones enloquecidas y personalidades quebradas. La primera parte gira alrededor del drama de Brock y Venom y es por lejos lo mejor de la película, cuando el guion tiene la suficiente libertad para explorar las posibilidades afectivas del dúo, los reproches, las discusiones, los gestos de amistad. Esa pequeña maravilla, sin embargo, no puede durar para siempre. El rival, Carnage, is on the loose y hay que seguirle la pista para darle la caza. Empieza entonces el momento de la aventura, del peligro, de la lucha y el rescate. Todo eso está dispuesto con eficacia y gusto por la espectacularidad, pero el espectador no puede menos que extrañar el drama deforme de pareja que disfrutaba como loco apenas unos minutos antes.
Los actores encuentran un lugar a la edad que pueden, algunos no lo encuentran nunca. Liam Neeson encontró el suyo de grande, después de haberse inventado un registro propio que exportó a toda clase de películas, policiales, dramas, ciencia-ficción, aventuras, lo que fuera. Si uno vio actuar una vez a Liam Neeson ya lo vio todo: la mirada firme pero cándida que no alcanza a ocultar una tristeza apenas disimulada, el tono de voz bajo, como quebrado, el cuerpo desgarbado pero dispuesto para la acción. Con una displicencia fenomenal, el tipo hizo siempre lo mismo sin preocuparse de encajar demasiado en las películas que lo tenían como intérprete: nada de método, de sobreactuación, de esfuerzos denodados; él hace lo suyo, prepara sus cosas con modestia, y que el universo se acomode serenamente a su alrededor. Un actor zen. Fue ya de grande que Neeson supo fabricarse una casa de acuerdo a sus necesidades. Los ladrillos fueron thrillers de bajo perfil a cargo de directores llamativamente competentes que le pedían que haga his thing, que lo dejaban vivir. Bajo su nuevo techo, el actor engendró una familia de hombres más o menos idénticos: padres o esposos que deben vengar a una hija o esposa ultrajada, hombres fuertes pero vencidos, doblados por algún antiguo matrimonio, un pasado oscuro o desgastados por el paso del tiempo. Ahora, con cada nueva película, Neeson saca del placard ese traje a medida de héroe incompleto y le aplica los arreglos que exige la ocasión. De la necesidad de tener una casa habla también Venganza implacable, traducción random que le tocó en suerte a Honest Thief. Neeson hace a (sorpresa) un ladrón honesto que se cansó de robar bóvedas de bancos, conoce a una mujer y ahora quiere pasar la vida con ella. Todo es perfecto hasta que el tipo se da cuenta de que no puede unirse definitivamente con Annie hasta pagar por sus crímenes. Tom la lleva a ver una casa de noche (a la que evidentemente accedió con sus dotes para el robo) y le dice de comprarla. A los pocos días decide entregarse a la justicia para expiar culpas y empezar de cero, pero con la mala suerte de que los dos agentes que le tocan del FBI quieren quedarse con la plata robada y liquidarlo. Ahí empieza un mejunje encantador hecho de inversiones: el ladrón no consigue que la ley lo castigue como corresponde y, mientras escapa de los detectives complotados, asalta al superior de ellos con la esperanza de probar su inocencia respecto de un crimen fraguado y su culpabilidad sobre los robos. La velocidad con la película asume distintas pieles y colores es impresionante: al principio, Tom conoce a Annie como en una comedia romántica accidentada con final feliz, después empieza una breve una película de venganza, pero enseguida se afianza algo parecido al thriller de atribución de culpas (un Hitchcock thrash). En la casa de Liam Neeson se comen estos guisos poderosos preparados con mil ingredientes de procedencia incierta. A Venganza implacable no le fue bien en ninguna parte, los críticos le reprochan su desprolijidad narrativa, sus giros imprevistos, sus inverosimilitudes, sus diálogos poco sutiles. Ya sabemos que una buena parte de la crítica de cine perdió la capacidad de asombro o de disfrute ante cualquier cosa que no respete los protocolos (en el peor sentido del término -no sé si hay uno bueno) de la producción industrial media pasada por el filtro de las productoras y las correcciones de guion. El crítico como script doctor. Pero el espacio del que provienen muchas películas de Neeson, y mucho de lo mejor que puede verse hoy, es justamente el del sustrato que podríamos llamar nivel medio o bajo de la industria, un nicho históricamente más libre que el mainstream que permite libertades y deformidades varias, que no obliga a sus participantes a respetar ciegamente los mandatos del cine de alta gama. Un cine que admite distintas formas de caos y desorden que constituyen su mejor activo, y que le hablan a un público interesado de disfrutar historias e imágenes sin preocuparse por la “consistencia” de la trama o la verosimilitud. O sea, el mismo territorio incierto que alguna vez Manny Farber llamó underground y del que salía (aunque no salía solamente de ahí) el famoso cine termita, objetos de una factura imperfecta que se volvían sobre sus propios vicios y fallas y explor(t)aban las posibilidades expresivas del cine más allá del formateo de los estudios. La crítica de todas las épocas está poco preparada para lidiar con el cine termina de su tiempo. En ese barr(i)o de mala fama y deleites esquivos vive, parece que feliz, Liam Neeson.