La tranquilidad después de la paliza James Wan es como uno de esos maestros guerreros de las películas chinas que disimulan sus habilidades bajo un velo de modestia exagerada. Hace tiempo que al cine de terror le llegó, como a todo lo demás, la hora de aggiornarse, de hablar de cuestiones urgentes, de la clase social o el racismo o del encuentro con “el otro”. Maligno desmantela esa severidad bienpensante por la vía de la reducción: la película no trata de parecer inteligente, sofisticada o autoconsciente, al contrario, quiere ser menos, menos de lo que el presente espera del cine de terror y del arte en general, menos que las ínfulas de complejidad que las películas de terror actuales tratan de hacer pasar por refinamiento. Ser menos significa renunciar a cualquier tipo de sofisticación innecesaria y contar una historia con los rudimentos elementales que el género provee desde hace más o menos un siglo: un monstruo, peligro, casas desvencijadas, rincones oscuros, muertes y coqueteos con el encanto del mal. El guerrero Wan se ata una mano a la espalda y nos provoca, nos dice que lo ataquemos, que una mano sola le alcanza. Y uno está ahí, ligando las piñas que el maestro propina: un asesino sobrenatural que tiene alguna especie de conexión con la protagonista, que a su vez tiene un pasado misterioso, que a su vez tiene un presente un poco misterioso también. Trompada. Aparece el fantasma y se divierte con la primera víctima. El espectro en cuestión o lo que sea prende una licuadora, abre la heladera, enciende la tele: el momento es terrorífico pero Wan no quiere presumir: el monstruo se comporta como si se hubiera preparado algo de comer y se hubiera tirado en el sillón a ver algo de Netflix. De acuerdo, nos reponemos, entendemos, aceptamos los cachetazos del sifu Wan. Pero cuando nos habituamos al ritmo de la pelea, el director cambia las reglas: de la nada aparece una pareja de investigadores que tienen menos que ver con los protagonistas de la saga de El conjuro que con Twin Peaks. El tipo, de rasgos levemente orientales, se presenta: hola, soy el detective Kekoa Shaw. Una sonrisa discreta, una dureza sobreactuada y el nombre pegadizo: no hay más nada en el personaje, solo la pose, el juego con los lugares comunes que nos dejó la historia de los detectives, y está bien; Shaw se integra perfectamente con la trama, que alterna lo sobrenatural con la pesquisa policial y los chistes secos y el cinismo y el café que Shaw y su partner escenifican con un rigor deadpan. Wan para un segundo y nos deja descansar, que nos recuperemos un poco de los golpes y tomemos aire mientras la película se mueve segura por un territorio conocido y un poco reiterativo: llueven asesinatos y descubrimientos en una historia que sigue igual a sí misma. Pero justo en ese momento sentimos en la nuca el vuelo rasante de una patada voladora: es Wan, no lo vimos moverse y ahora el tipo nos arroja al piso con una revelación inesperada, de una truculencia tan bella como generosa. Desde el suelo vemos la película transformarse impunemente, igual que las reas en la celda que demasiado tarde se dan cuenta de que están encerradas con un engendro que se les abalanza y las quiebra, las retuerce, las perfora, las destruye. Sigue el show (sin Shaw), el monstruo ejecuta un carnaval de coreografías deformes en el hall de una comisaría y los policías caen como moscas bajo su cuchilla con la gracia propia de un wuxia pian. Al final no somos los únicos que cobramos y los manotazos y las llaves y las patadas también las reciben otros. Este rejunte de terror, acción y baile, este pastiche, nos dice Wan mientras da un doble salto mortal, es otra forma (insiste) de ser menos, de escaparle a la solemnidad de las películitas que hacen del terror un coto de caza de ideas correctas, un lugar chiquito, prolijo, un safe space diseñado a la medida de los miedos y las exigencias de los ofendidos. Una criatura desquiciada revolea un cuchillo improvisado ensartando policías y nos recuerda que alguna vez todo esto fue oportunidad de goce, de disfrute sin dobleces. Vemos la carnicería desde el piso y le agradecemos al maestro Wan la lección.
Martin Eden parece salida de otro tiempo. La película narra con fuerza y candidez el ingreso de un joven marinero al mundo de la cultura, los libros, la escritura y las buenas maneras. Pietro Marcello no teme mostrarse encandilado con la historia, no necesita ningún credo político que lo ponga a resguardo de los vaivenes del relato: el director hace suyo el aprendizaje del protagonista, la formación personal de Martin no se produce de acuerdo con un inventario de causas al uso, sino que Martin traza para sí una cartografía ideológica tomando distancia por igual de las corrientes de su época, patrones y sindicatos, desconfiando siempre de cualquier forma de sujeción colectiva que oblitere al individuo. El resto del tiempo, el protagonista trata de labrarse una carrera de escritor enviando cuentos a revistas que vuelven rechazados. La historia de la película, sobre la novela de Jack London, es la de los rigores que supone vivir del arte para un desfavorecido. Parece difícil hablar de algo así hoy, cuando el cine mainstream es un campo minado de denuncias ampulosas y de “buenas intenciones”, como dicen los críticos cuando no saben qué decir de una mala película. Como Eden, que se abre paso a los golpes en un mundo hostil y aprende a moverse con eficacia como un animal anfibio en el territorio de la cultura y el de los trabajadores empobrecidos, Marcello traza un itinerario igual de sinuoso: la película retrata sin subrayados la miseria material que rodea a Martin y a los suyos y la contrapone con los placeres cultivados de Elena y su familia de clase alta. El director nunca cede a la tentación del contraste demagógico entre pobres y ricos, nunca aparece la repartición esperada de bondades y vicios: Martin va y viene y aprende a descubrir la belleza y los males en todas partes, en la generosidad discreta de Elena, en los arranques tiránicos del cuñado que le pega a su hermana, en la vida de un pueblito de campo donde conviven todo el cariño y toda la maldad del mundo. El tránsito del protagonista se mide por su relación con el lenguaje, con la lectura de libros, su memorización y recitado, por las oportunidades en las que puede llevar a momentos cotidianos las máximas aprendidas. Marcello sitúa a Eden en un lugar incierto: el personaje habla con grandilocuencia, como exhibiendo las palabras adquiridas con esfuerzo, los giros rebuscados de una frase, pero sin que lo dicho pierda relación con las cosas a las que se refiere, con la materialidad contundente de la marginalidad, del trabajo en una fábrica, de la vida en altamar. No se puede pensar bien si no se habla o lee en esos mismos términos, sugiere todo el tiempo la película. Pero Marcello debe a su vez encontrar el equilibrio que le permita representar ese aprendizaje evitando las tentaciones de la pedagogía bienpensante. Para eso el director dispone del montaje. La película está intervenida toda por pequeños fragmentos documentales y por canciones pop que reverberan en las imágenes y las alejan de cualquier empresa moralizante, como si esos insertos expandieran las frases y los gestos de Eden y los inscribieran en otra escala, ya no narrativa sino histórica o universal. El retrato de comienzos del siglo pasado se escucha junto con la cadencia melancólica del pop italiano y el efecto es sobrecogedor, como si la pobreza y sus intentos de fuga hubieran sido siempre esta música eterna del mundo. Al final, elipsis de varios años. Eden en su decadencia: el hombre es un autor consagrado, buscado en todas partes, pero no pudo convivir con el éxito y se volvió un cínico que se abandona a sí mismo y a los que lo rodean. Se entiende la necesidad narrativa de este cierre, es el final trágico que sobreviene a cualquier relato de formación, pero la película no sabe bien cómo procesar el cambio, la vitalidad y la energía previas ahora se reducen apenas a discusiones y eslóganes de izquierda con los que el protagonista trata de disimular su caída. Ya no hay música ni ritmo sino la pesadez sentenciosa de las certidumbres, el espectáculo condescendiente del creador que se autodestruye sin gracia.
Resulta que uno anda medio embrutecido sin cines, con mucha película descargada, mucho original de Netflix o Amazon, mucha serie, y justo tiene la suerte de ver The Marksman, que en realidad es la desgracia de tener que verla en casa. Entonces uno ve The Marksman en el televisor del living pero igual algo pasa, algo nos desconcierta: el gran angular, los espacios abiertos, las figuras que se recortan contra el desierto, la fuerza luminosa de la fotografía, y es como si, por un segundo, recordáramos qué cosa era ir al cine, sentarse en una butaca y ver una película. Se trata de una confusión, por supuesto, seguimos apoltronados en el mismo living de todos los días, pero la sinestesia hace lo suyo y de a ratos incluso hasta se pueden oler pochoclos. La película contribuye a nuestra perplejidad con una finta estilística: The Marksman está filmada como un western, habla una lengua de otro tiempo pero sin exagerar los acentos ni los modismos, no sea cosa que el rescate pase por amaneramiento y eso dificulte la comunicación (acá, como en el cine clásico, lo primero es hacerse entender). Robert Lorenz, productor de Eastwood, filma como lo haría Eastwood, tal vez con un exceso de cuidado y preciosismo, algo que Eastwood, más curtido, más confiado, debe haber visto como el esfuerzo desmedido de un alumno aventajado pero inseguro. Todo esto es parte de la gambeta sensorial que nos clava The Marksman, entonces: no solo nos parece estar en una sala, sino que creemos ver cine, buen cine, buen cine del pasado, chapado a la antigua, a la vieja usanza, etc. Un cine que rara vez veíamos cuando todavía íbamos a las salas en marzo del 2020, salvo cuando se estrenaba el Eastwood nuestro de cada año. Ironía probable: si las salas hubieran estado abiertas los últimos meses, no hubiéramos podido ver The Marksman y, en cambio, nos hubiéramos tenido que conformar con la selección del Oscar, con Nomadland. El caso es que Lorenz quiere hacer todo eso, un western, cine clásico, una película eastwoodiana, pero no le interesa ni un poco el guiño o el reconocimiento de los especialistas. Como si eso se lo dejara a los demagogos de la cinefilia. Acá no hay riscos a lo Monument Valley, comunidades hawksianas, nubes fordianas o paisajes tortuosamente anthonymannianos. Lorenz, que no parece un tipo muy sofisticado, tiene una idea fija, contar la historia de Jim Hanson, un marine retirado que sigue patrullando una zona de la frontera con México y que por tratar de hacer las cosas bien produce un daño irreparable. De ahí en más la película se vuelve el cuento de un hombre vencido que busca alguna especie de redención. Henson tiene que ayudar al joven Miguel a huir de un cártel mexicano y llevarlo sano y salvo hasta la casa de un familiar que vive en Chicago. La tranquilidad del viaje se prolonga más de lo que uno esperaría y la cacería en la ruta se transforma en otra cosa, una buddy movie accidentada, un viaje de jinetes cansados que ven pasar el paisaje mientras aprenden del silencio del otro. Un poco como en La mula, que tiene un par de escenas de viaje y nada más, en las que no pasa nada, en términos de guion al menos, porque está Eastwood manejando y escuchando música, que ya es un montón, mucho más de lo que puede verse u oírse en Nomadland. El guion se anima a alguna que otra delicadeza pasajera. Por ejemplo, el villano que persigue a los protagonistas, un asesino feroz, se detiene cada tanto en la travesía y mira todo lo que nunca tendrá: una familia, una casa en un barrio limpio, una chica hermosa arriba de un auto convertible. Manny Farber diría que se trata de escenas con gimps en las que la película juega a la profundidad con esos detalles un poco solemnes. Quizás tenga razón, pero el bueno de Manny no vio todo el cine que vino después de escribir ese texto, y ciertamente no vio Nomadland, donde el cine se extinguió y en su lugar solo quedó un gimp gigante. Al final, Lorenz tiene buen pulso para filmar cualquier cosa, el viaje, la persecución, los tiroteos, los diálogos, incluso el cuerpo desgreñado de Henson que Liam Neeson endereza con esfuerzo en los planos. No hay una imagen de más, la crueldad de los perseguidores queda casi siempre fuera de plano; como cualquier buen director, Lorenz siente un rechazo palmario por la tortura en el cine y directamente la elide (si tanto te interesan las vejaciones del cártel imaginátelas vos). Todo le sale bien, sin exagerar, sin pasarse de vivo, sin referencias a John Ford, sin lujos. El resultado es una película fuera de su tiempo, fuera de agenda: uno de los pasatiempos de Henson es avisar por radio que unos inmigrantes ilegales pasaron del otro lado, y la red de personajes que lo ayuda está hecha de oficiales, militares y veteranos. Eso en tiempos woke en los que en Estados Unidos gana peso la consigna de defund the police. Leí que en inglés varios se refirieron a The Marksman como una mala imitación de Eastwood, un Eastwood reject, y me parece que la etiqueta, aunque despectiva, define bien a la película y su lugar necesariamente marginal en el cine contemporáneo, más o menos como el del propio Eastwood, otro que viene resistiendo la expulsión y que siempre tuvo una predilección conocida por los rejects de la sociedad americana.
Implosión es una de esas películas-máquina, aparatos que los directores calibran de una vez al comienzo y que después funcionan más o menos solos, y cuya suerte depende en buena medida de la orfebrería previa. La premisa de Implosión es simple: Javier Van de Couter consigue que dos sobrevivientes de la masacre de Carmen de Patagones de 2004 se interpreten a sí mismos en el presente y que el motor narrativo sea el presunto regreso del chico que los hirió en el pasado y que mató a tres compañeros. Una vez que el dispositivo está ajustado, que el director logró entenderse con los protagonistas, que hay un acuerdo estético, todo lo demás es simple anécdota: la película opera como un artefacto capaz tanto de producir como de capturar gestos, temblores, miradas cruzadas, indicios de una tristeza honda que a veces se disimula con rabia y con promesas de venganza. Rodrigo y Pablo actúan y siguen algo parecido, suponemos, a un guion blando, abierto, que el director escribe junto con Anahi Berneri: más allá de la presencia de los chicos, los códigos que estructuran las imágenes son los de la ficción. Pero acá aparece una de las capas que sostienen el aparato de Implosión: el director no se sirve del carácter documental del conjunto contar una historia, sino que, más bien al revés, dispone un relato más o menos fuerte que se propone alcanzar a alguna especie de verdad o de testimonio. No se trata, entonces, de buscar lo verdadero de la ficción, sino de lograr que la historia funcione como túnel que conduce a un lugar que otra manera resultaría inaccesible. De la misma forma, Pablo y Rodrigo están actuando, no son ellos mismos, pero es justamente ese trabajo, la argamasa de la ficción, lo que le permite a los sobrevivientes ir desparramando en cada escena preparada pequeños indicios de ellos mismos que se desprenden de manera imprevista, más allá de los designios de los realizadores y los intérpretes. El drama tenue, entonces, es una red de contención que habilita momentos fugaces de libertad en los que los protagonistas parecieran horadar sus personajes y mostrarse tal cual son, mucho más de lo que podrían llegar a hacerlo en cualquier documental. Por ejemplo, la relación de los dos, de la que no sabemos qué tanto fue creado, apropiado o transformado: nada de esto importa, de todas maneras, porque lo que se ve es claro y habla por sí solo solo; Rodrigo y Pablo funcionan como otras miles de parejas construidas por el cine: el gordo y el flaco, uno intempestivo y el otro más frío, uno moviéndose hacia adelante y el otro capturado por el pasado, uno que esconde las heridas y otro que no hace más que sacarlas a relucir todo el tiempo. Qué tanto hay de los dos sobrevivientes en ese reparto es irrelevante, lo que sabemos, porque la película lo comunica, es que en esa relación está el cine, hay una historia de la representación, y que no debemos ser crédulos. Y es justamente a partir de esa construcción narrativa de la que surgen los instantes de mayor potencia de la película, cuando el dispositivo de Van de Couter tiene su mejor performance: no son, previsiblemente, las escenas dramáticas, donde las descargas afectivas parecen más protocolizadas por los códigos del drama, sino las pausas, los silencios, las dudas; o sea, cuando Pablo mira hacia afuera del plano con los ojos hechos un rayo, preparado para quién sabe qué confrontación imaginaria, o cuando Rodrigo se cambia de ropa o se mueve, siempre despacio y con el cuerpo lánguido, como si estuviera enlentecido por una pena que excede la ficción y la película toda. En esto se siente también la mano de Anahí Berneri y de su cine físico, que se adhiere a las superficies y a los cuerpos para extraer de ellos los signos discretos que el guion rehusa decir en voz alta.
“Feos, sucios y malos” Una chica va a bares sola y simula estar borracha para que tipos se la lleven a sus casas. Una vez ahí, cuando empiezan a tocarla, ella deja de actuar y los confronta, los pone a prueba, los ajusticia. Los hombres que se le acercan son todos monstruos que, mejor o peor, tratan de justificarse a sí mismos y a sus actos, un hato de bestias merecedoras de un castigo ejemplar. La adrenalina de esta rutina nocturna parece hacerle más tolerable a Cassie su trabajo en una cafetería y la convivencia con los padres. Promising Young Woman debió haber sido una película de venganza femenina brutal, excesiva, desbordante, una fábula grotesca que exprime sus materiales, que los retuerce; un panfleto misándrico como los que el género dio en otras décadas. Pero el cine de hoy no está para esos trotes, mucho menos el de Hollywood. Así las cosas, PYW toma enseguida el camino del cuento moral: la justicia sanguinaria, la tortura, los planes, todo lo que la película promete al comienzo se esfuma y en su lugar queda apenas una moraleja correcta que debe explicar cada uno de sus movimientos. El relato avanza y se devela que Cassie presenció un hecho terrible; ahora resulta que la venganza ya no es solamente nocturna ni está dirigida contra tipos random sino contra la sociedad en su totalidad, hombres y mujeres, abogados y rectoras universitarias, todos testigos mudos o cómplices. Del género de venganza femenina no queda ni el olor. La puesta en escena es fría, aséptica y un poco canchera, menos por convicción que por imposibilidad, como si ese esquema le permitiera a la directora disimular un poco la falta de pulso para situar la cámara o filmar un diálogo. La película dice: no estoy mal hecha, soy distante. De todas formas, la calidad no importa, lo que importa es el gesto que supone filmar y estrenar PYW, tanto para sus realizadores como para la industria. Hollywood atraviesa una de sus peores crisis: el cine de superhéroes se comió una buena parte de su oferta de media gama, los grandes directores están viejos (Eastwood) o ya no filman (De Palma), y la ola de corrección política que gana posiciones en el mundo, pero especialmente la cultura americana, impone cálculos (de género, de preferencias sexuales, de raza, de clase social) que destruyen cualquier proyecto que se corra de la esa norma. En ese panorama, Hollywood ya decidió que para sobrevivir debe surfear la ola, situarse a la cabeza, impartir sus preceptos desde las películas, ponerlos en boca de sus voceros, hacerlo circular en sus medios de comunicación. Por eso no importa la calidad PYW, no porque los realizadores no hayan querido filmar una buena película, sino porque eso no parece que fuera el objetivo: buena o mala, PYW se reduce al gesto que implica su existencia, al acto mismo de su enunciación. No es que la directora no entienda el género de venganza femenina, es que, al final, no es algo a tener en cuenta, el género solo sirve de plataforma para empezar a discursear. Un síntoma de esto puede verse en lo que pasó con la crítica de Dennis Harvey publicada en Variety después del estreno de PYW en Sundance. En líneas generales, Harvey elogia la película y dice que Mulligan es una elección rara para el papel, que esa cazadora de hombres debió haber tenido algo más de femme fatale, que tal vez hubiera sido mejor que la interpretara Margot Robbie (productora de PYW). Mulligan, furiosa, entendió que el comentario afirmaba que ella no era hot enough para el personaje y acusó de sexism al crítico. Harvey se refirió a la figura de la femme fatale, a un verosímil, a un género: habló de cine (es su trabajo). La respuesta de Mulligan, en cambio, fue extracinematográfica, llevó el comentario hacia el terreno de la moral, que es el campo en el que las películas como PYW operan. No hace falta aclarar que Mulligan recibió el apoyo de la comunidad, los medios y de la propia Variety, que agregó a la crítica un texto editorial en el que la revista se disculpa con la actriz, lamenta el “lenguaje insensible” y los reparos acerca de su daring performance. Más allá de la canallada que supone esa reprimenda institucional (propia de la era de la cancel culture), lo significativo es que Variety tampoco habla de cine, no dice que Mulligan haya estado bien en el papel sino que lo suyo es daring; no que actúa bien sino que es valiente. Mulligan no parece haberse sentido ofendida con el comentario, tal vez porque, una vez más, la discusión nunca fue sobre cine. Harvey, un crítico veterano, entendió las reglas del juego. Tiempo después, en una entrevista a The Guardian, le contestó a Mulligan explicando que su crítica no era sexista, que él nunca podría haber dicho o sugerido que Margot Robbie estaba hotter, que la misoginia de la que se lo acusa es algo “extraño a sus creencias”. Y que no es trumpista, por las dudas. En suma: “I’m a 60-year-old gay man. I don’t actually go around dwelling on the comparative hotnesses of young actresses, let alone writing about that”. La defensa (porque de eso se trató, de defenderse de todos, empezando por su propio medio) de Harvey es astuta porque traslada el gesto al espacio de discusión correcto. A una acusación de misoginia puede respondérsele sacando a relucir la orientación sexual propia: tal vez no gane la discusión pero la empata. Si Harvey hubiera contestado con argumentos cinematográficos (era su trabajo), le hubiera ido bastante peor en esa esgrima enloquecedora. De lo que se trata, entonces, es de comprender los términos en los que funciona la avanzada de la censura en Hollywood y sus espacios circundantes: no es en el cine sino por fuera, a su alrededor; las películas pueden no ser más que una excusa para vocinglear consignas y, al mismo tiempo, para blindarlas contra cualquier forma de disenso…
Emil, un soldado, llega a los estudios de Babelsberg buscando trabajo. El hermano lo hace entrar como extra y Emil se enamora por accidente de Milou, una doble de baile de la estrella francesa Beatrice Morée. Los dos se gustan y quedan en encontrarse al día siguiente, pero esa noche de 1961 Alemania es dividida y los dos quedan separados. En medio del caos general, Emil, que no sabe nada de cine, se hace pasar por un alto ejecutivo del estudio y logra activar la producción de una Cleopatra. El proyecto consigue el apoyo de las autoridades de la República Democrática, que ven ahí un potencial propagandístico, aunque el plan del protagonista es atraer de nuevo a Morée y, junto con ella, a Milou. Sin temor al ridículo, La fábrica de sueños celebra el artificio y lo cruza con la historia nacional: la fantasía desmesurada se vuelve una clave desde la cual leer un pasado terrible. El director Martin Schreier filma con un disfrute pocas veces vistos en el cine alemán o de cualquier otro país. Ni siquiera la presencia amenazante de los agentes estatales, que representan la persecución y la presión gubernamentales, alcanza a obturar la nostalgia cándida con la que Schreier retrata la industria del cine. El drama histórico permite que fluyan sin problemas las tensiones y los malentendidos de la comedia romántica: la pareja, siempre al borde de la disolución, se acerca y repele durante el rodaje de nada menos que una Cleopatra alemana, un prodigio impensable que funciona como la confesión de un anhelo, como si el director tratara de imaginar una historia alternativa, contrafáctica pero también más feliz, de la cinematografía alemana durante la Guerra Fría.
El protagonista de Corpus Christi es un chico que anda medio perdido. Está internado en un reformatorio, no se le conoce familia y uno de sus compañeros vuelve al lugar para vengarse de una cuenta pendiente. Thomas ayuda al párroco durante las misas: es lo más parecido que exhibe a una vocación. El tipo le consigue un trabajo en el aserradero de un pueblito y lo invita a que le dé una mano al cura. Cuando llega, algo desorientado por el viaje, envalentonado por las humillaciones, Thomas se hace pasar por cura y tiene que reemplazar por un tiempo al párroco. Ahí descubrimos que la película está igual de desorientada que él. En la primera escena se ve a los internos del reformatorio agarrando a un chico para atormentarlo unos segundos mientras una especie de instructor sale de la habitación. La cámara se mueve rápido y muestra cómo a Thomas lo mandan a vigilar la puerta mientras adentro se desenvuelve la tortura. La película parece querer hablar de la crueldad de la juventud y la dureza de la vida: la agilidad de la planificación y que todo transcurra en un pequeño aserradero hace acordar a El hijo, de los Dardenne. Pero el guion pasa enseguida a narrar la llegada del protagonista al pueblo y ahí todo cambia: la sordidez y la brutalidad del encierro dejan paso a otra cosa, algo que podríamos llamar una película-de-curita-rural, un cine más bien sereno en el que las tensiones, incluso las más terribles, se resuelven de manera más o menos contenida. La parroquia, la casa del cura local, las callecitas del pueblo, el silencio y el sol del campo: la transformación es total, del terreno de los Dardenne nos llevan a los dominios de algún otro director más discreto, y un poco lo agradecemos. Pero Jan Komasa anda medio fuera de eje. Ve algo nuevo, se entusiasma y deja lo que estaba haciendo para probar otra cosa. Ahora el relato del falso cura en la campiña muta en un cuento de pueblo chico infierno grande, y Thomas ya no es un impostor que busca su lugar en el mundo sino un rebelde que debe descifrar la trama de engaños dispuesta alrededor de un accidente en el que murieron varios chicos del lugar. La hija del párroco le hace ojitos y con eso alcanza para que Thomas cobre ánimos y se atreva a disputar la autoridad nada menos que de la tiránica esposa del cura y del alcalde de la región. Pero no es que Corpus Christi se entregue a algún tipo de deriva, que haga del extravío un dispositivo estético que permite renunciar a un programa narrativo claro. Lo de Komasa parece una confusión más bien simple, sin demasiado espesor, poco productiva. El tipo se mueve un poco como Thomas, a los tumbos, sin un rumbo preciso, oliendo el aire en busca de alguna pista y viendo hacia dónde puede dirigirse después. No es que Corpus Christi esté, digamos, atenta, o abierta; es solo que no sabe, que no tiene idea. Thomas juega al detective hasta que todo se le viene encima: los poderes del pueblo se cierran sobre él y sobre su pesquisa, la chica que le gusta adivina que esconde algo, el viejo párroco está por regresar y para colmo en el aserradero aparece de un momento a otro uno de sus antiguos compañeros del reformatorio que procede a la extorsión y las amenazas de rigor. Entonces, al final no hay ni retrato crudo de la vida de un joven recluso (con las miserias dardennianas de ocasión), fresco religioso-campestre amable con nuestros sentidos, relato con aires detectivesco que nos sumerja en una intriga ni cuento con moraleja sobre una demorada rebelión rural. O, mejor, está todo eso junto, metido a presión y formando un monstruo con varias cabezas de las cuales ninguna piensa demasiado bien.
Until a quarter-to-ten I saw the strain creep in He seems distracted and I know just what is gonna happen next Before his first step…he is off again “Off he Goes”, Pearl Jam Todos preguntándonos qué cosa haría Edgardo Castro después de La noche: cómo filmar después de semejante explosión. Y qué filmar. Castro responde -y uno se lo puede imaginar sereno, inconmovible-: haciendo una película que sea el reverso exacto de la otra. Si La noche descubría un mundo, Familia en cambio se mueve por un universo bien conocido, cercano para cualquiera: las orgías lánguidas y prolongadas en lugares marginales se transforman en cenas e intercambios con padres y hermanos; la sordidez se transmuta en calidez. O algo así, porque que las dos películas puedan ser vistas como opuestos no significa que estén incomunicadas. Familia empieza con el viaje de Castro hacia una localidad del interior. Uno espera que el viaje sea apenas un prólogo breve, pero el director impone un tiempo que se hace sentir en cada etapa del trayecto. Una en especial parece reveladora: Castro (nada hace pensar que se trata de un personaje) cena en un parador de la ruta. Se pide una botella de vino que toma de a poco, con hielo, y alterna la comida con la lectura y el envío de mensajes en el celular. Es de noche, el tipo está afuera y desde el off llegan toda clase de ruidos y voces típicos de un espacio de tránsito. La soledad de Castro, la naturalidad casi mecánica de sus movimientos, la sensación de aislamiento en la multitud, todo hace acordar a La noche y a esa intemperie asordinada que corroía a los personajes y los empujaba a buscar formas de cobijo, las que se pudiera, junto a otros. Entonces tenemos dos películas posiblemente opuestas pero que dialogan y trafican códigos, que hablan una lengua común y hasta comparten un tema: el de la deriva de seres más o menos desamparados. El viaje es largo. Castro para comer, dormir en un hotel, cargar nafta y prender una vela en un santuario del Gauchito Gil. Todo esto lo hace con el misma aire lacónico del protagonista de La noche: el hombre mira ojeroso hacia fuera del plano y es como si no observara nada, como si se midiera con alguna especie de vacío. El tono hace acordar a una de las escenas más impresionantes de La noche, que justamente no transcurría en ningún telo: cuando Castro se despertaba ya tarde y, para no perder tiempo cenando, sacaba unos tirabuzones de la heladera, les ponía un poco de aceite y comía directamente del tupper. El minimalismo de la puesta y la naturalidad de Castro le imprimían al momento un aire de desolación como no recuerdo haber visto en el cine argentino. Cuando Castro llega a la casa y se reencuentra con los padres y con la hermana nada cambia: no importa si se trata de cocinar, sentarse a comer, mirar televisión o cambiarse el boxer, todo es realizado con los mismos gestos automáticos, como si fuera otro el que ejecutara cada movimiento. La familia, por su parte, conforma un sistema que se rige también por impulsos repetitivos: la hermana cumple con sus tareas casi sin hablar, la madre se refugia del mundo en su celular con videojuegos, el padre tiene la excusa de la sordera para retirarse de cualquier eventual conversación. Así y todo, la película encuentra breves estallidos de cariño donde los personajes se reúnen y comparten algo, como cuando Castro, la madre y la hermana se tiran en sillones a ver una telenovela turca y comentan la trama: el relato, la moral de los personajes, cualquier cosa se vuelve el pretexto para hablar y hacer preguntas, como si se tratara de borrar de un plumazo siglos de silencio y de distancia. La escena final transcurre en la cena de Navidad. Los Castro van a la casa de un familiar y la película introduce un verdadero contingente que rompe el tono elaborado hasta el momento. Llaman la atención en especial dos parientes bastante corpulentos, sobre todo uno de ellos, que parece el anfitrión y una persona de acción, que se pasa la noche haciendo llamados y tomando decisiones a pesar de estar en una silla de ruedas. El amontonamiento de gente, voces y objetos se vuelve algo así como una prueba de fuego para los Castros, en particular para Edgardo, que debe adaptarse a un clima nuevo. Llegados a este punto, conviene explicar que Familia no es un documental de observación de esos que se inmiscuyen en un espacio y hacen sentir su presencia. La apuesta de la película, al contrario, es penetrar en la intimidad de los Castro con recursos de la ficción: muchas escenas están visiblemente construidas, como las charlas del desayuno, que transcurren en una cocina muy chiquita y el montaje alterna entre ángulos que no pudieron tomarse sin cambiar la cámara de lugar, o el gag en el que el hijo abre la puerta del baño y sorprende a la madre sentada en el inodoro. La película no trata de ocultar esto, al contrario, parece decirlo más o menos abiertamente: la cámara se interpone entre los retratados, les hace primeros planos y planos de conjunto, siempre fijos, diseñados; la planificación es fuerte, como la de una película de ficción. El caso es que la película sostiene ese sistema de puesta en escena en todo momento, al menos hasta el final: cuando la cena se vuelve muy caótica, la cámara opta por replegarse sobre los Castro, hasta que llegan los festejos y todos salen afuera a ver y escuchar los cohetes. Se trata de una extraña comunión en la que todos ríen, hablan y parecen plenos (salvo por el padre, que después del brindis se recluye nuevamente en la habitación y el sueño). Todos lucen un raro brillo, las sonrisas circulan ampliamente, Castro ayuda a entrar al pariente de la silla y los dos se matan de risa. El momento dura poco, sin embargo: una vez adentro, Castro se levanta de la mesa y se va a fumar a la calle; una vez afuera, se le nota la misma mirada lanzada hacia ninguna parte que antes, la misma expresión ausente, de nuevo el cuerpo que parece moverse solo, adelantársele. Ve pasar a una persona distraídamente, puede estar pensando en procurarse compañía, tal vez recuerda a alguien (¿de La noche?): no sabemos. Castro gira y sale del plano: la cámara no trata de seguirlo, lo libera para que vaya a buscar lo que quiera, lo que pueda, y se queda filmando la calle.
Thomas Vinterberg recorrió la distancia que va de La celebración, una de las películas que inició el Dogma 95, hasta Kursk, una película catástrofe que sucede en un submarino nuclear. Lo suyo debe ser una especie de maratonismo: no cualquier director supera la distancia que va de un proyecto independiente ceñido por un número ridículo de reglas autoimpuestas a una producción de gran porte como pide el cine catástrofe (incluso si se trata de una catástrofe filmada discretamente). Lo que importa es que Vinterberg parece sentirse cómodo tanto en uno como otro territorio, a la manera de esos directores ágiles que prefieren moverse entre proyectos disímiles sin preocuparse por forjar un montón de intereses recurrentes (“obsesiones” les decimos a veces, para decorar un poco lo que no es más que un montón repeticiones, de tics). La buena nueva además es que acá el género parece imponérsele: la vitalidad de la película catástrofe cancela rápidamente la conocida delectación del director por la miserabilidad y las crueldades, que suelen ser la marca más reconocible de sus películas sin importar la naturaleza de sus historias. Kursk empieza como debe hacerlo cualquier buena película del género. El relato sigue a un montón de tripulantes de un submarino y a sus familias en las horas previas al inicio de un ejercicio militar. Estamos en el año 2000: la Guerra Fría quedó lejos pero persisten los trazos de precariedad y homogeneización de la era soviética. Los marinos integran un cuerpo solidario y fraterno, con algunas pocas excepciones que la película quiere que leamos como rémoras del viejo régimen. En las pruebas que anteceden a la operación se anuncia la falla técnica que habrá de desencadenar el desastre: un misil cuya temperatura se eleva por fuera de los límites esperados y estalla. La película filma con buen pulso los esfuerzos por sobrevivir de los tripulantes; uno se hace ilusiones y espera que Vinterberg se anime a retratar el universo tecnológico movilizado por una mole acuática de esa escala. Pero no, el director toma la ruta más simple: muestra la maquinaria y los protocolos de acción elementales y apuesta todo a sus personajes (el gusto por la reconstrucción técnica, entonces, sigue quedando en manos de unos pocos directores exquisitos como Peter Berg). La primera mitad, que incluye la preparación del viaje y la explosión que deja al submarino tendido en el lecho del mar de Barents, se interesa por la situación desesperada de los marinos tanto como por la de sus esposas, altos cargos ubicados en naves cercanas y un comodoro inglés que ofrece la ayuda de su flota. La película va y viene y se muestra solvente para maniobrar todas las líneas narrativas, pero se tiene la impresión de que Vinterberg descuida un poco el centro de la historia, como si el director no estuviera del todo cómodo filmando una película catástrofe y necesitara apoyarse en lo que sucede en la superficie. Pero se trata solo de una impresión apurada: resulta que la película, incluso dentro del espectro de una producción relativamente chica, puede capturar plenamente el peligro y la destrucción, como lo certifica la escena en la que dos personajes van a buscar una batería para mantener funcionando el sistema de oxígeno. Un plano secuencia los sigue desplazándose lentamente bajo el agua: los dos marinos dan brazadas y se impulsan con una elegancia que hace pensar en una especie de baile acuático mortal. La ausencia de cortes vuelve creíble la amenaza de asfixia, que crece a medida que pasan los segundos. Vinterberg, a su vez, logra una feliz aleación: consigue que las críticas al gobierno ruso se integren en la trama, como puede verse en cada intento por abrir una escotilla que lleva adelante un destartalado submarinito de rescate; el vehículo, único medio disponible en toda la armada rusa, es una antigualla incapaz de cumplir con las tareas de salvamento, pero la película se las arregla para que cada nueva incursión de la nave funcione narrativamente. Como en Titanic, no importa que se conozca el destino de los marinos reales: cada vez que el submarinito trata infructuosamente de posicionarse sobre la escotilla principal sin éxito, la tensión llega a niveles casi insoportables. Un jerarca militar frío, que lleva la cara colgante de Max Von Sydow, es el blanco oficial de los comentarios políticos de la película, que se derraman sin embargo a todo el régimen. Entonces: película catástrofe con presupuesto insignificante, comentarios políticos que no debilitan la potencia del relato y un director por lo general mediocre que se revela como un narrador sólido. Kursk tiene todo el aspecto de una anomalía más o menos feliz que seguramente no vuelva a repetirse.
Nunca entendimos a Michael Bay. Tampoco es que nos hayamos perdido gran cosa, pero había algo allí, una celebración del cine popular, de acción y de los géneros que la mayoría de los críticos no supo ver (estarían ocupados denunciando patrioterismo, superficialidad y cosas por el estilo). ¿Volvieron a ver alguna película de Michael Bay? Puede ser que se encuentren con algo más que explosiones, músculos y culos. O no, tal vez solo haya eso, pero filmado con un pulso singular, exuberante, gozoso, una vitalidad inhallable en el resto del mainstream actual (hablo en pasado: 6 Underground, estrenada en Netflix, es un desastre irredento; ya ni Michael Bay puede filmar como Michael Bay). La últimas películas de Transformers gustaron más que las otras a la crítica: decían que el director había crecido, que se había refinado y que volvía a una especie de clasicismo perdido para sus contemporáneos. Com el tiempo parece que Bay cambió, mejoró, ¿aprendió? O tal vez todo lo demás se deterioró demasiado rápido y recién nos estamos dando cuenta: traten de ver Bad Boys para siempre, si no. Como la mayoría de las veces, el cine es solo cuestión de segundos. Unos planos aéreos presentan burocráticamente el escenario: es Miami, una ciudad hecha a la medida del cine de acción esteroideo; playa, autos de alta gama y restaurantes caros: Michael Bay, Miami, no se sabe quién imaginó primero a quién. La película apenas muestra el lugar, como si no tuviera idea de qué hacer con semejante fondo. Hay una persecución: un montón de patrulleros y el auto de los protagonistas siguen a unos criminales. No se entiende qué pasa, no se siente la velocidad, el nervio de la carrera, el peligro, nada. Estamos en el auto: Will Smith y Martin Lawrence intercambian one-liners sin timing. La mayor parte del tiempo ni comparten el plano: cada uno dice sus líneas a la cámara, a nadie. Lawrence está mareado por la velocidad e infla los cachetes: quiere mostrar que va a vomitar. Will Smith hace lo suyo con el entusiasmo de siempre: es como un emprendedor apasionado que se ocupa personalmente y con celo de los negocios menos estimulantes. Se agradece: él y Joe Pantoliano deben ser los únicos comprometidos con lo que pasa alrededor. Se mueven, hablan y miran como si entendieran perfectamente lo que sucede: saben pararse delante de una cámara, un arte que les resulta insondable a sus compañeros, todos a merced de lo que el montaje pueda hacer de ellos. La película habla de llegar a viejo, de tener una familia, de reconciliarse con el mundo. Smith empuja él solo la trama policial y a Lawrence le encargan la comedia torpe del hombre retirado. Ninguna de las dos funciona, a pesar de que a Smith le pongan alrededor suyo a un equipo de policías high-tech y de que a Lawrence lo sometan a las degradaciones de la ancianidad. Hay una idea buena, un as bajo la manga que debía compensar algo de la insipidez general. Los villanos son una madre mexicana y su hijo, herederos de un narco muerto que se proponen rearmar el cartel familiar. Como si los guionistas fueran conscientes de que esta vez no lo tienen a Michael Bay, es decir, que iban a faltar las explosiones hiperbólicas, los tiroteos alambicados y el tono siempre over the top del director. Hacía falta suplir todo eso de alguna manera: se les ocurrió que los personajes mexicanos podían traer con ellos una trama de telenovela y que la comedia de acción se viera contaminada por viejos resentimientos, parentescos improbables y algo de magia negra. Un culebrón excesivo y mortífero. Pero la película tarda una eternidad en desarrollar ese universo, en apropiárselo e impornérselo a los personajes, y apenas se lo aprovecha al final; un final lindo y un poco delirante, por otra parte, por lejos lo mejor de la película. Nos quejábamos tanto de Bay, no pensábamos que el cine de acción pudiera ser este bloque de automatismos y gestos anodinos, este páramo.