Judy Garland va a un hotel con sus hijos: la rebotan, la devuelven al taxi y a la búsqueda. Ella claudica: viaja a la casa del exmarido para pelearse un rato y dejarle los chicos. Sale de nuevo, se mete en una fiesta, conoce gente. Si una película va a contar la vida de una estrella siguiendo el viejo modelo de ascenso y caída (aunque acá solo haya lo segundo), bien podría filmarlo así, arrastrando a su protagonista por terrazas y bares, haciéndola hablar de más y escuchar diálogos de borrachos. Todo tiene un leve aire cassavetiano, digamos: un pequeño grupo de derrotados se aprieta y blinda mutuamente contra el mundo al amparo de la noche. Pero el entusiasmo dura poco, la película se pone burocrática, como si al director solo le interesara narrar el hundimiento y estuviera ciego a cualquier otra cosa. Judy se hace daño, los demás la levantan y la empujan de nuevo al escenario: así todo el tiempo. A una pequeña conquista le sigue pronto una caída mayor. Conocemos ese tránsito, lo vimos miles de veces, pero debe haber algo más que ese relato sumario; por ejemplo, querríamos que el director aproveche mejor los intersticios de la historia, que se nos ofrezca algo más que esa simple gimnasia narrativa. Hubo algo de eso al principio, cuando Rupert Goold encontraba una potencia inesperada en el mundo que rodeaba a Judy, en el taxi, la noche, el cansancio, el alcohol. Una fuerza de la que la película se apropiaba y con la que le daba un poco de swing a la fábula triste de Judy Garland. En el fondo, el problema seguramente sea que la película no sabe ver otra cosa que a su protagonista, que está demasiado ocupada en dirigir a Renée Zellweger, en capturar el caudal de gestos y expresiones que la actriz reparte a una velocidad sorprendente. En suma, somos dejados a solas con ella, como si la película fuera un retrato y todo lo demás no constituyera más que un fondo borroso y sin importancia. Hay que decir que Zellweger está bien, que logra borrarse a sí misma, algo seguramente difícil de lograr, sobre todo cuando se compone a una estrella. Zellweger no está, entonces, no la vemos, pero hay otra cosa: tampoco vemos del todo a Judy Garland, sino a una actriz que se desgañita para dejar una performance memorable. Cualquiera se da cuenta de que se trata de una actuación técnica, casi virtuosa, que en vez de sumergir al espectador en su drama, en vez de volver al personaje tangible y cercano, llama la atención sobre sus propias modulaciones: antes que en Judy Garland, uno termina fijándose en las derivas de la la miradas de Zellweger, en cómo mueve la boca, en su gesticulación nerviosa, en su caminar quebrado y etéreo. Para colmo, la película no le da respiro a la pobre Judy/René: los momentos de plenitud son escasos y breves, el relato no concibe casi la felicidad, todo es una derrota larga e imparable, un constante hundirse. Las pocas escenas sin conflictos son interrumpidas de una forma u otra para introducir a presión alguna tragedia imprevista, alguna tristeza de último minuto. Como cuando Judy va a comer a la casa de la pareja gay: un momento de calidez donde el guion parece guarecerse un poco de la miseria general. Pero todo solo dura un par de minutos, hasta que uno de los personajes cuenta que su novio estuvo preso seis meses injustamente; después los dos tocan el piano y cantan y él llora en silencio. Así no hay quién aguante. Los flashbacks, inconducentes, tienen una única función: ilustrar sucintamente el régimen catrense al que fue sometida Garland en sus comienzos como actriz. Se machaca una idea, un único sentido: explotada de chica, la Judy adulta se comporta de manera infantil, como si hubiera quedado fijada en una niñez eterna. ¿Eso es todo? No, bueno, hay algunos personajes secundarios a los que no se les permite tomar mucha carrera, no sea cosa que le disputen terreno a Zellweger. Está Michael Gambon, con su cara accidentada y maciza, pero casi que no lo dejan abrir la boca. Sorpresa: los números musicales, al menos los primeros, están relativamente bien. El director diagrama un par de planos largos que le permiten retener la intensidad de cada canción, pero después del segundo cada número debe contar algo, servir de paralelo a la situación de la protagonista: aparece el montaje, los cortes, y las performances de Judy pierden la fuerza del principio. El final muestra una caída interminable cargada de golpes bajos, rencores domésticos y renuncias afectivas.
“Sam Mendes: vendedor de fantasías módicas”, dice la tarjeta de presentación. Todo el mundo lo conoce por haber filmado algunas películas que se iban enteras en uno o dos golpes de efecto: sátira estadounidense cruel narrada por un muerto, drama psicológico con la pareja de Titanic, ajuste de cuentas de James Bond con su infancia. Todos gimmicks de esos que hacen que uno salga de la sala hablando de la película y que la comente el lunes en la oficina. 1917 lleva la marca de Mendes. Una película de la Primera Guerra Mundial contada en tiempo real y filmada con tomas muy largas. Así se la promocionó, como un prodigio técnico, un lujo de producción: nadie debía ver 1917 sin haber sido informado previamente por el making-of. Hay guerra, pero esto no es cine bélico: no está el género con sus convenciones, queda apenas el setting para que Mendes y Deakins dispongan su máquina de fabricar bellas imágenes. Suena despectivo, pero en realidad no lo es: 1917 se ve bien, cada plano, cada movimiento reverbera en el sistema visual de la película. En otra época se repetía como un mantra que el cine no podía ser un montón de imágenes lindas (se lo dijo, por ejemplo, de 2001: Odisea del espacio), que hacía falta imponerles un orden, darles una sintaxis, que contar era otra cosa. Pero cualquiera se da cuenta de que los géneros son un arte mayormente olvidado: quedan rémoras, coletazos, “relecturas”: todas maneras de admitir que ya no se sabe cómo narrar de acuerdo con esas reglas. 1917 es en sí misma un acto de renunciamiento, como si se confesara que si ya no podemos imitar estos objetos del pasado, mejor dediquémonos a diseñar otras cosas. Cuesta un poco entrar en el mundo de la película: es verdad que se está todo el tiempo con los protagonistas, que se los sigue a todas partes, pero eso no alcanza, faltan las coordenadas narrativas, el mapa elemental de signos con los que nos acostumbramos a interesarnos por la vida de las personas que vemos en una pantalla. En algún punto, uno se sobrepone a esa carencia y se entrega a la trayectoria: los espacios se suceden unos a otros y aprendemos a disfrutarlos, a distraernos en las singularidades de cada uno, como si el conjunto fuera algo así como un parque temático de la WWI (la idea se la leí a Rodrigo Seijas en un chat de otro sitio). El momento espectacular llega con la noche y los juegos de la fotografía: iluminado por el fuego, Roger Deakins se engolosina y desparrama por todas partes efectos de luces. Se afirma con malicia que 1917 es una película de fotógrafo: no creo, pero la secuencia nocturna sin dudas le pertenece. El recorrido concluye poco después. La película sigue sin tener idea de cómo ordenar las partes. Domina el tono realista, ese que fue impuesto al menos desde Salvando al soldado Ryan: la guerra es cruda y brutal, no ofrece más que horrores sangrientos que borrar cualquier posible patriotismo o ideario. Si queda espacio para algún acto noble, es para el heroísmo individual, al margen de las grandes causas: salvar a un amigo, a un inocente, dar la vida por otro. De acuerdo. Pero Mendes alterna ese registro con algunas actuaciones solemnes que parecen sacadas de otra película: comparen el tono desenvuelto de la mayoría de lo soldados con la efigie que hace Benedict Cumberbatch o con el tono teatral con el que un personaje muere en brazos del otro mientras escupe diálogos de melodrama. Confirmamos, entonces: cuando tiene que narrar (y eso implica cierta idea de conjunto, una mínima conciencia de los propios materiales), la película no tiene mucha idea de lo que hace. Lo que se ve puede ser la confesión de esa imposibilidad, pero también una propuesta a futuro: si no se sabe cómo contar, tal vez se pueda atenuar el cuento y, en su lugar, ofrecer un otra cosa, un viaje, un tour de force visual que disimule un poco todo lo que el cine ya no puede hacer. A falta de algo mejor, Mendes nos pide que nos conformemos con las bellas imágenes.
De Jojo Rabbit escribí más o menos que era una comedia negra aceptable, pero que, pasada la hora, Taika Waititi perdía el control de sus materiales y la historia era ganada por una solemnidad forzada. Bueno, no lo escribí, lo pensé: nadie va al cine sin alguna expectativa, todo el mundo espera algo y eso ya es una forma de escritura. Tenía en mente Casa vampiro, un divertimento afable pero al que le sobra tal vez una hora y diez minutos. Los chistes buenos mejor terminarlos rápido. Pero Jojo Rabbit es otra cosa, una comedia absurda, un poco como lo era Thor: Ragnarok (de lo mejor que haya dado el cine de superhéroes). Una comedia con muchos chistes malos, por otra parte, que no causan gracia, pero ese es el timing de una buena parte de la comedia del presente: los gags buscan apenas una sonrisa y alguna carcajada ocasional; tener a la gente riéndose durante dos horas seguidas es hoy un lujo reservado a pocas películas (tampoco sé a cuáles). Los chistes malos, por ejemplo, los cuatro o cinco que escupe en cada intervención el Hitler imaginario de Jojo, no son un problema de guion, sino la argamasa que permite construir el humor; para Waititi, la comedia es acumulación y multiplicación, un bombardeo que por lo menos se asegura dar en el blanco (la precisión es asunto de francotiradores como Kaurismäki). Uno se distrae con la seguidilla de gags más o menos tontos, baja la guardia y de repente aparece Rebel Wilson diciendo alguna bestialidad, o surge algún chiste malo, de contratapa de diario, como el de los pastores alemanes, que por el uso del montaje causa mucha gracia. El moderado éxito de la película hay que buscarlo en esta economía dispar, en cómo Waititi dispone momentos muy diseñados que justifican la película entera (la embestida de Jojo que termina en la explosión de la granada) a la par de otras escenas largas en las que no pasa nada (nada demasiado cómico, por lo menos) y lo que queda es la historia contándose sola con algún que otro chiste escupido sin mucha convicción. Todo lo demás, la cuestión de si se puede (se debe) o no hacer comedia con el nazismo, es hojarasca: una pregunta ampulosa que ya respondió hace tiempo El gran dictador. Pero todos parecen estar hablando de eso, de “lo difícil de hacer humor con un tema así”. “La responsabilidad”. Como si no se hubieran filmado ya mil películas que tratan sobre los nazis. Por eso es misterioso, también, que se refieran a Jojo Rabbit como una sátira: la película no se burla de un tipo social, de una clase, ni siquiera de una nación; trabaja con estereotipos ya fijados hace décadas por la cultura. Además, la sátira entraña siempre un riesgo, una provocación: Jojo Rabbit se ríe de los nazis, probablemente el blanco de burlas más seguro del mundo, uno de los últimos bastiones de la comedia en tiempos en los que todos se ofenden por algo. Parodia sí, puede ser. Pero tampoco es solo eso, porque lo que Waititi quiere narrar es una fábula, un cuento visto desde los ojos de un chico, y de golpe, sin que uno se dé cuenta, el director nos introduce en una escena terrible con una maestría que nadie esperaba. Jojo está un poco aburrido cumpliendo sus tareas en la calle y una mariposa lo (nos) conduce a la plaza y a una revelación atroz, todo filmado con un pulso clásico, sin ardides ni golpes bajos. Un momento spielberguiano rematado con planos de casas con ventanas que parecen ojos, una idea cinematográfica para el comentario remanido sobre la complicidad civil del nazismo. Esa escena es un punto de quiebre para la película: allí todo se encauza decididamente hacia la fábula triste, y la comedia, que persiste, queda desdibujada. Pero resulta que me equivoqué en la crítica que imaginé: el cambio de registro, lejos de hundir la película, le insufla un nuevo aire; la tragedia atemperada del descalabro final está contada con la misma ligereza del principio, pero sin la andanada de chistes forzados. Al final se trata apenas de eso, de un cuento sobre la locura nazi. Todo lo demás, las críticas o los elogios (que fueron mayoría) a no sé qué valentía de Waititi, la idea incomprensible de que es algo difícil hablar de nazismo, todo eso es apenas el síntoma de otra cosa, de una época hinchada de solemnidad que se toma en serio cualquier cosa, hasta una película con un Hitler imaginario.
Emilia lleva una vida más bien gris en Buenos Aires con su novio cuando el padre de su amiga muerta la contacta: después de algún tiempo, van a cremar a Andrea y a esparcir las cenizas siguiendo sus deseos y quieren que la amiga esté allí. La premisa anuncia algo conocido: otra película argentina sobre el retorno al pueblo donde el viaje y el reencuentro con el pasado deben ayudar a disipar las dudas del presente. Es posible llegar a imaginarse incluso el tono: contenido, sin estallidos dramáticos, con tragedias silenciosas alimentando de manera subterránea las psiquis de los personajes. La muerte no existe y el amor tampoco es eso, pero también algunas cosas más. Desde el comienzo, los planos aplastan a Emilia en espacios pequeños que señalan la incomodidad del personaje con su situación: primero una cocina, el baño de un hospital, una ducha; después el puesto del padre, la casa de la amiga, micros, autos; todo sugiere encierro, malestar, pero también calor y seguridad; una especie de esquizofrenia de pueblo. La puesta en escena acompaña a una protagonista que busca sin éxito un lugar propio; el aprendizaje de Emilia consistirá entonces en planificar mejor el itinerario mientras proyecta un destino. Antonella Saldicco cumple con lo que se espera de ella: Emilia está embargada por emociones que la actriz no exhibe; una interpretación hecha más bien de pistas antes que de certezas. Salem tiene un trabajo parecido: debe comunicar el magma de sentimientos que atraviesa a los personajes pero evitando siempre cualquier explosión dramática que pudiera sacar a la película de su terreno y arrastrarla hacia algún género menos afín a la incertidumbre. Eso está bien manejado, pero el director, tal vez creyendo que la textura plenamente material y discreta de la película requería de alguna tenue nota fantástica, hace que la amiga muerta acompañe a la protagonista en varias escenas. Los resultados son variables: en algunos momentos, la presencia de Andrea instala una tristeza algo lúgubre que termina dándole a la película un aire distintivo; en otras, cuando las amigas parecen alegres y cómplices, como lo habrían sido cuando Andrea estaba con vida, las apariciones de Andrea producen una inquietud muy particular que se alía con una extraña plenitud, como una suerte de felicidad de espectros. El recurso se vuelve el elemento modulador que condensa la afectividad que la película contiene por otras vías. De esa forma, la película parece encontrar un perfil propio y tomar distancia de Agosto, la novela de Romina Paula en la que está basada. El libro trabaja con un realismo levemente enrarecido por la vía de la introspección: Paula horada la trama de lo cotidiano con descripciones obsesivas que transmutan lo que tocan hasta volverlo nuevo, desconocido, alienígena. La película, en cambio, tiene un pulso desigual para los diálogos: no todos los actores le imprimen a sus líneas la misma contundencia que Osmar Nuñez con su eterna dignidad cansada. Salem parece muy consciente de esto y por eso dedica menos tiempo al trabajo con la palabra y que a la deriva de Emilia y a las irrupciones fantasmales de Andrea; la película, a su vez, está menos interesada en los vértigos del relato que en experimentar con las posibilidades sensoriales del frío, la acumulación de ropa o el calor compartido con alguien. Breves cristales de felicidad que disimulan la factura dispar del relato
Tati vuelve de una fiesta: estaba sola hasta que recibió un mensaje de un contacto desconocido citándola en el baño; fue y esperó, pero no apareció nadie, todo era una burla. Llega a la casa y encuentra al padre limpiando el auto: “unos borrachos se cagaron a piñas”, dice fastidiado mientras limpia sangre de la ventana. En el plano siguiente, Tati está sentada en la cama con un muñeco de peluche: lo agarra fuerte mientras le arranca lentamente pedazos de relleno. Así es el círculo infernal al que lanza a sus personajes La botera: todos son blancos posibles de alguna agresión gratuita y, al mismo tiempo, agresores en potencia. La película responde a un viejo dogma: el cine que cuenta historias de desposeídos no puede permitirse el lujo de la felicidad o el cariño, todo debe transcurrir entre penas e injusticias y en la más absoluta desolación. Como si toda esa miseria filmada de manera realista fuera una especie de garantía de autenticidad, de sello de calidad. En La botera la arbitrariedad de ese dogma se siente con una fuerza inusual porque se nota un desfase entre los personajes y el relato, entre el retrato que se hace de Tati y de los que la rodean, de un lado, y la crueldad con la que los somete el guion, del otro. El padre, Kevin, el nuevo botero, la chica del comedor, todos parecen vivos y convincentes, se dejan filmar con naturalidad y le dan a la película una respiración singular. Hasta una de las chicas que molesta a Tati resulta fascinante con su vida de adolescente que habita fluidamente el mundo de la adultez. Pero el relato impone una serie interminable de calamidades: Tati y Kevin pasean tranquilos y son abordados por dos chicos que irrumpen desde el off y amenazan con robarles la bicicleta nueva. Tati descubre un gato muerto cerca del río; Kevin sugiere darle sepultura pero no tiene éxito. El gato tieso aparece en dos escenas más, y en una la protagonista lo saca de la intemperie y lo envuelve en una manta: el gesto es de un patetismo imposible. De alguna manera, la estrategia de la película se resume en la escena de la fiesta, cuando a Tati le llega el mensaje de un contacto que no tiene agendado diciéndole que está linda y que la espere en el baño: al final nadie aparece, pero el guion tampoco revela quién pudo haber sido el responsable de la maldad. El sentido resulta claro: es el propio relato el que asume el lugar de bully que acecha e importuna a Tati, como si se tratara de convertirla en una suerte de Rosetta dardenniana autóctona, una víctima de las circunstancias que carga en sus hombros con todo el mal del mundo. El gesto se siente forzado, en buena medida debido a la potencia de los espacios que filma Sabrina Blanco: el peso material de Isla Maciel, con su comedor, sus calles y sus casitas emanan una fuerza visual ostensible, una crudeza subyugante que deja al descubierto el mecanismo de castigos que implementa sin mucha elegancia el guion.
Luisa trabaja en un taller haciendo figuras de arcilla y cuida al nene de una familia de clase media. El taller y el departamento son dos mundos diferentes, pero la protagonista pasa de uno a otro sin problemas, incluso puede oficiar de puente entre sus integrantes. Todo va bien hasta que una serie de accidentes la destierran del segundo: Felipe, el nene que tenía a su cargo, se intoxica y la familia corta toda comunicación con Luisa. El panorama resulta familiar: el contraste entre estratos sociales, la cámara que se inmiscuye en los espacios y sigue a los personajes de cerca, el realismo general; no podemos pensar más que en el cine de los Dardenne. Tememos lo peor: que los accidentes de Luisa la vuelvan una víctima sacrificial en el altar de un comentario acerca del despotismo de las clases acomodadas y de la desigualdad inherente al sistema. Las de los Dardenne son películas de tesis: los directores tienen una visión del mundo inconmovible que creen bastante más importante que el destino de los personajes; sobre ellos hay que descargar crueldades de todo tipo a los fines de vehiculizar la denuncia gruesa que caracteriza al cine social europeo. Tememos, entonces, pero todo es infundado. Más allá de la semejanza estilística, Mariano González entiende el cine de otra manera: la película no trata de encapsular las relaciones de sus personajes bajo una idea maniquea del mundo, sino de observar las posibilidades estéticas que abre la expulsión y deriva de Luisa. Estamos, entonces, ante una película que se ubica en las antípodas de los directores belgas. El caso es que después de la secuencia de infortunios que ponen en peligro la vida de Felipe y le granjean a Luisa el odio de los padres, la protagonista se hunde: no sabe qué es del chico, no puede comunicarse con la familia, el novio no parece tomar dimensión del desastre que produjo involuntariamente. Empieza un drama sin estridencias conducido discretamente por Sofía Gala Castiglione, que comprende el cine como pocas actrices argentinas. Mariano González, que hace al novio, tiene un personaje igualmente extraordinario: trabaja en el taller y vende bicicletas, es callado, habla con pocas palabras y rodea a Luisa sin poder nunca entenderse con ella ni ganarse su perdón. La trama se convierte en un limbo: Luisa sabe cada vez menos de Felipe y deambula desgarrada de un lado al otro; Miguel, con sus gestos de cariño algo torpes, se vuelve un estorbo, alguien al que conviene tener lejos, como le explican el padre de Luisa y un amigo abogado justo antes de que suba al auto. Luisa es el centro de la película, pero de a poco Miguel crece y adquiere un espesor insospechado. Los intentos de Luisa de contactarse con sus empleadores anteriores harían las delicias de directores como Ken Loach o Stéphane Brizé, pero González los resuelve evitando cualquier tipo de golpe bajo: el reencuentro de la protagonista con el guardia del edificio después del accidente no muestra la diferencia entre asalariados que pertenecen a espacios distintos, entre alienados y emancipados que luchan por salvarse a sí mismos, sino la extrañeza esperable ante la retoma del contacto. Una de las últimas escenas es extraordinaria: el padre de Felipe va a la casa de Miguel, donde vive Luisa, a pedirle que firme los papeles de su despido. Lo que otro director hubiera convertido en un pretendido estudio sobre la altanería de los acomodados y la resistencia de los humildes, González lo emplea para coronar el plan de la película: la visita está cargada de tensión, todos parecen incómodos, la frialdad del trámite contrasta con el disgusto y la culpa que experimentan los personajes. La rigidez de la conversación no viene a confirmar lugares comunes acerca de las diferencias entre clases sociales, sino a señalar la igualdad de sentimientos ante un hecho doloroso. El cuidado de los otros confía sus escenas y sus personajes a las ambigüedades de lo real esperando encontrar algo más que un montón de estereotipos al servicio de un mensaje. El título incluso podría funcionar como una declaración de principios acerca del trato cruel que le dispensa a sus protagonistas eso que a veces se llama cine social. El cierre hasta se permite el escándalo de esbozar un final feliz.
Yoav llega a París con apenas unos bolsos. Se queda en un departamento vacío: con frío y apenas con unas pocas pertenencias, Yoav trata de bañarse y cuando sale de la ducha no tiene nada, ni la bolsa de dormir. Corre desnudo a los supuestos ladrones por todo el edificio sin éxito; pide ayuda a los gritos pero nadie lo responde. Horas después, Emile y Caroline lo encuentran medio muerto en la bañadera y lo llevan a su departamento. Termina algo que podría haber sido un prólogo y empieza la verdadera historia de Yoav, un israelí amante de Francia que dice haberse escapado de su país. Allí empieza el proceso de formación del protagonista: Tom Mercer hace a un personaje que es puro cuerpo y sonoridad, una especie de Kaspar Hauser danzarín y alegre al que la pareja somete a un aprendizaje total que incluye el idioma, las costumbres y el amor. De alguna manera, todo está servido para una sátira demoledora: Yoav quiere ser una tabla rasa, borrar su pasado en Israel, sus recuerdos y fundirse plenamente con la cultura francesa. Algo de esto ya está sugerido al comienzo, cuando desaparecen las pertenencias del protagonista: Yoav es despojado de todo pero el hecho nunca se esclarece, ni siquiera se muestra a los presuntos ladrones, por lo que hay que pensar que es la película misma la que lo deja sin nada, desnudo, en un plano secuencia que además trata esforzadamente hacer sentirnos la intemperie en la que se encuentra el personaje. Ese comienzo podría tener la forma de un amable misterio buñueliano si no fuera por la violencia casi hanekiana con la que Lapid lo consuma. La crueldad, signo distintivo de su cine (en especial de Policeman), anuncia un desastre, tal vez un largo espectáculo de maldades descargadas sobre el protagonista. Pero el presagio, felizmente, dura poco: en la escena siguiente, Yoav despierta en la cama de Emile y Caroline, tapado y atendido cariñosamente por ellos. Los dos lo ayudan con direcciones, ropa y dinero para que pueda llegar a su destino. El robo y la desazón del principio se sienten lejanos, una escena de otra película. De allí en más empieza el periplo de Yoav por espacios e instituciones francesas, pero la crítica demoledora nunca termina de llegar. O, en todo caso, la sátira queda recubierta por la historia más o menos cándida del protagonista, como si Lapid jugara a invertir una fórmula conocida: si por lo general la fábula es la vía para ejercer camufladamente la crítica, acá pasa justo lo contrario; el comentario social se vuelve el vehículo para contar un cuento. Por ejemplo, Yoav conoce a Yaron, un israelí emigrado que va por todos lados presentándose y anunciando a los gritos que es judío, no importa si está en el subte o en un bar. Yoav lleva a Yaron a la oficina de su jefe en una empresa de seguridad: cuando Yaron trata de darle la mano, el tipo le hace una llave y empieza un combate de lucha libre. Minutos después, el recién llegado es aceptado y se le comunica que la empresa celebra dos veces por año encuentros de lucha clandestinos con neonazis parisinos. Si en el personaje pendenciero de Yaron hubiera, por obra de una metonimia exagerada, una crítica al militarismo de la agresiva política internacional de su país, la escena de la lucha la disipa y propone otra clave de lectura, una en la que se la comedia absurda se sobrepone a la sátira. Algo parecido sucede cuando Yoav se prepara para ser ciudadano francés y asiste a clases de idioma para inmigrantes: no debe haber mejor escenario que ese para burlarse del patrioterismo y para hacer humor con estereotipos nacionales. Lapid tiene todo al alcance de la mano pero se despacha apenas con unos chistes inocentones sobre asiáticos y africanos: la risa, en cambio, se traslada hacia Yoav y a su entusiasmo cuando canta el himno francés. La puesta en escena es cambiante y un poco errática, aunque todo sea fruto de un cálculo milimétrico: a un plano de gran precisión puede seguirle una cámara en mano temblorosa que apenas permite ver lo que registra. Un diálogo filmado sin cortes puede ser interrumpido por el movimiento enloquecido de la cámara que observa una lámpara en el techo y a Caroline que la apaga y la prende. No hay en esos traqueteos formales un proyecto claro, se trata de juegos de estilo más bien gratuitos que apuntalan desde la imagen y el sonido el derrotero sorpresivo del protagonista y de sus amigos. Como si Lapid buscara nuevas formas de filmar París y, evitando el realismo al uso, terminara volviendo a algunas soluciones formales de los 60, en especial del cine francés. La referencia puede no ser ociosa: Yoav corretea por la ciudad en un sobretodo amarillo y sin un plan definido, más o menos como lo hacía Belmondo en Sin aliento. La película, por obra del relato pero también del enrarecimiento tenue de la puesta, va perdiendo su tan anunciada virulencia: la historia del israelí que conoce los horrores del ejército y abandona su país en busca de una vida mejor en Francia adquiere los rasgos de una fábula que evoca la textura de la primera Nouvelle Vague. Lapid conduce su película por un terreno que no es el de la esperada diatriba nacional ni el de los retratos nacionales corrosivos, sino el de una alegoría cordial acerca de un hombre que escapa de su pasado y su tierra sin poder nunca dejarlos detrás suyo.
Hay algo que es como un signo de los tiempos: ir a buscar personajes del pasado para comentarlos desde el presente, despojarlos de su misterio, volverlos maleables. Héroes o villanos, es lo mismo: la caricatura, el enigma, la ficción desbordada, eso no está tan bien visto hoy y hay que domesticarlo, explicarlo, hacer brotar la significación allí donde alguna vez hubo solamente estereotipos gozosos. El más curioso de estos ajustes de cuentas para mí está en Skyfall, cuando a James Bond, prisionero de su enemigo, le leen un informe psiquiátrico que perfila su personalidad. James Bond, un alma atormentada que actúa de la manera en que lo hace para lidiar con recuerdos de la infancia. ¿Se imaginan? Ahora le tocó el turno al Guasón, un villano que cifraba su aura de fascinación en la vacilación del sentido, en una ambivalencia que caracterizó al personaje durante décadas de televisión, cine y animación. Todd Phillips asegura que la corrección política imperante hace que sea casi imposible filmar comedias: ya lo sabíamos, pero viniendo de parte del director de las tres ¿Qué pasó ayer? todo suena una derrota cultural estrepitosa. Dice Phillips que lo más parecido a la incorrección política de la comedia (de la buena, al menos) en el mundo que nos toca puede ser meterse con el universo de los superhéroes y subvertirlo, hacer algo diferente con esos materiales. Se equivoca: hoy nada resulta más sencillo que atacar a las películas de superhéroes por su masividad, su contrato de entretenimiento sin culpas ni dobleces, por su exageración formal y narrativa que cancela cualquier posible seriedad (excepto, claro, por algunas películas de Nolan y por la trilogía de Shyamalan, reconocidas evidentemente por hacer “otra cosa”, o “algo más”, que el cine de superhéroes). Como sea, más allá de esa red de tensiones, Guasón es el retrato de un personaje quebrado narrado con una potencia inusual. Phillips rencuentra en las calles herrumbadas de Ciudad Gótica y de sus seres rotos la fuerza física que conocimos en sus comedias: todo parece al alcance de la mano, como si pudiera tocarse, ya sea el cuerpo destrozado de Arthur, la basura que atesta los callejones o el humo de los cigarrillos que llena las habitaciones. Esa carga material balancea en parte el énfasis puesto en la psicología: después de todo, no pasa ni una sola escena en la que la película no nos recuerde que el protagonista es un tipo con problemas, abandonado por todos, que regula mal sus psicosis, y que es allí donde hay que buscar el corazón del problema. El relato no hace más que trabajar sobre ese núcleo de locura que es el pasado y el presente psíquico de Arthur y en sus síntomas: si muchos de los Guasones anteriores estaban tocados por una demencia misteriosa e inescrutable que los volvía una pura fuerza del mal, acá solo hay explicaciones, causas y efectos lineales. El de Heath Ledger, por ejemplo, el último Guasón memorable, era un monstruo inconcebible que escapaba a cualquier intento de explicación; en diferentes momentos de la historia, el personaje llegaba incluso a dar versiones contradictorias de su pasado. Se trataba de jugar a la evasión, de abrir una incertidumbre y de sostenerla hasta sus últimas; Todd Phillips, en cambio, está por las explicaciones, por darle al protagonista un marco social y psicológico: la duda, si la hubiera, es un residuo que debe evacuarse y dar paso a la comprensión. La operación, a grandes rasgos, es la siguiente: una sociedad desigual, dirigida por millonarios insensibles que dejan librados a su suerte a sus gobernados, produce monstruos y va camino a algo así como una especie de aniquilación total. Pocos temas más gastados como ese. Phillips no renuncia a la estereotipia fuerte: el villano, que alguna vez fue un eterno signo de interrogación, ahora es el fruto de una comunidad injusta, un tema tan viejo como la cultura. No hay entonces la novedad absoluta que festejan muchas críticas de la película, solo un enroque de lugares comunes. Suerte de película performance, Guasón oscila todo el tiempo entre los momentos de contención y de explosión de Joaquin Phoenix: el director deja todo en sus manos, le entrega la película para que el actor gestione ritmos y tonos, para que la lleve hacia donde mejor le parezca. Se sabe que desde hace décadas Phoenix trabaja en proyectos que parecen diseñados a su medida: acá es como si él mismo fuera el director. El tipo está en casi todos los planos, no debe ser fácil sostener ese nivel de exposición. Previsiblemente, el destino de la película está atado al del actor: las escenas más potentes son aquellas en las que Phoenix le imprime mayor contundencia a los gimoteos de Arthur; pero cuando Phoenix está menos inspirado, cuando tiene a su cargo líneas subrayadas y no encuentra la manera de restituirles algo de potencia (“usted no escucha: todo lo que tengo son pensamientos negativos”), el conjunto cruje. Es posible, de todas formas, que la película posea una escala distinta a la que proyectan fans y críticos, que lo que tengamos ante nosotros sea un objeto con ambiciones en el fondo discretas, que lo que busque Guasón sea apenas la reinvención dramática de un villano popular. La película sugiere en parte eso: jugar a interpretar el personaje como un Travis Bickle contemporáneo que viene a ser exponer las hipocresías de una sociedad desigual. Todo se condensa en la entrevista en el programa de televisión, cuando el relato adquiere la forma de un manifiesto for dummies, una explicación sobre el conflicto social contada a los niños. Para que este objetivo más bien pobre funcione, es necesario que el Guasón pierda cualquier posible misterio que haya tenido alguna vez, debe borrarse su historia como villano ambivalente y transformarse en un personaje legible en el que todos seamos capaces de rastrear los signos de una corrupción avanzada y de su consiguiente rebelión. Poca cosa, a fin de cuentas, el corset del realismo aplicado una vez más a algún objeto ubicado fuera de su alcance, nada que no se haya hecho mil veces.
No se sabe bien qué cosa es el cine de Federico Veiroj y eso siempre fue algo bueno: sus películas, sobre todo a partir de El apóstata, se mueven por territorios inciertos, se deslizan entre géneros y tonos y hacen de esa trayectoria sinuosa un centro atractor, un enigma que no pide ser elucidado, que en cambio reclama cierta predisposición al disfrute de la indeterminación. De Así habló el cambista, por otra parte, habría que decir que no se sabe bien qué cosa es la película, ante qué clase de objeto se está: allí la incertidumbre surge menos de un proyecto estético que de por una pérdida de rumbo. En todo caso, la película no parece ofrecer ningún misterio, más bien lo contrario: la voz en off del personaje de Humberto se encarga de suturar el sentido que debe extraerse y que el director machaca por todas las vías posibles. El protagonista es un ser gris y carente de propósito que encuentra una forma de vida en el mundo de las finanzas: los movimientos ilegales de grandes sumas de dinero se vuelven la vía por la que el personaje experimenta algo de la plenitud que no obtiene por otros medios. Es la historia de un antihéroe, de un personaje que avanza irremediablemente hacia la degradación, una fórmula en general encantadora que Así habló el cambista despoja de su simpatía adosándole una lectura maniquea: el relato se encarga de subrayar que Humberto es un monstruo que lucra con la miseria de otros, sean personas desesperadas o países en crisis, aliándose con políticos corruptos, militares torturadores o guerrilleros. La remisión a fechas y datos históricos busca la complicidad del público, del que se espera que sea capaz de interpretar los hechos del pasado como síntomas del presente: un juego complaciente de referencias servidas en bandeja. Cuesta creer que ese retrato casi escolar (escuchen la voz en off de Hendler) haya sido realizado por el mismo director de La vida útil o de Belmonte. ¿Será el tema, el universo de las finanzas y los negocios monetarios, lo que trae esa carga moralista, lo que hace surgir casi como un reflejo esa crítica ideológica automática? Muchas de las críticas a favor celebran justamente eso, el sistema de ideas que la película pone en marcha. Como sea, una vez que se sortea la primera parte, algo pasa: de forma casi imperceptible la película adquiere otra velocidad, como si se sacudiera el peso del comentario y se dedicara ahora a narrar. No es que lo que sigue sea una maravilla tampoco, los personajes no dejan de ser caricaturas al servicio de una explicación del mundo precocida que no parece requerir ninguna demostración (los financistas son inescrupulosos, las finanzas suponen un mundo criminal), pero el cambio de tono hace que la película respire mejor y pueda contar un poco más ligera. La aparición de peligros que acechan cada vez más de cerca a Humberto le da un ritmo al relato y le permite liberarse un poco del peso de las coordenadas históricas: en esos momentos, a su vez, reaparece la elegancia de Veiroj para las escenas breves, una gracia discreta que se desprende de las acciones sin esfuerzo, como cuando Humberto va a lugares buscando café sin éxito, o en las intervenciones de Luis Machín donde el tipo habla con una firmeza impresionante casi sin inmutarse, como lo haría un actor de cine clásico. Allí asoma otra película posible, la película que podría haber sido de Así habló el cambista si hubiera estado más atenta a las texturas noir del mundo que la rodea: una sátira ligera que se permite disfrutar de la historia, del envilecimiento del protagonista y de la reconstrucción de época sin necesidad de subrayar todo; un grotesco menos solemne y tal vez más feliz.
“Animales nocturnos” En algún momento, el cine de Claire Denis abandonó los espacios atravesados por tensiones y conflictos apenas velados, como colonias francesas o una París cruzada por flujos migratorios, y empezó a interesarse por otra clase de lugares, sitios que pertenecían más al cine que al mundo. La película que anuncia el cambio seguramente sea 35 rums, que tiene como fuente a Primavera tardía, de Ozu. Les salauds, por su parte, funciona como un film noir que retrata a un puñado de hombres inescrupulosos que se mueven por una red de crimen y vicios brutales. Un bello sol interior transpone libremente Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, pero la película se parece más a una comedia romántica algo accidentada o a un drama amoroso. En todas, Denis conserva y perfecciona su etnografía discreta, cifra última de un estilo, de la empresa siempre renovada de aproximarse a un tema determinado despojándose de certezas, con un ánimo siempre dispuesto al asombro y a la belleza. La directora incorpora a su repertorio de ambientes habituales (la ciudad, el campo, la aldea, el desierto) emplazamientos fílmicos, como si el cine, con sus maestros y sus géneros, fueran para Denis un territorio virgen al que hay que dirigirse con cautela, como si se viajara a una isla desconocida con la voluntad de perderse, de fundirse con un ecosistema nuevo. En High Life, Denis continúa ese proyecto dentro de los entornos asfixiantes de la ciencia-ficción contemporánea. A un montón de condenados a muerte se les conmuta la pena a cambio de aceptar realizar un servicio a la ciencia que consiste en ser lanzados al espacio con el objetivo de acercarse a un agujero negro y realizar un estudio energético. Entre los pasajeros hay una médica encargada de cuidar de la salud del grupo y que está obsesionada con producir un embarazo a bordo, es decir, con generar vida humana a años luz de la Tierra. La comunicación con el planeta se pierde apenas se sale del sistema solar, aunque la nave todavía recibe ondas residuales de televisión que dibujan imágenes, fantasmas en movimiento transmitidos desde el pasado terrestre. La situación en la nave se vuelve cada vez más difícil de sostener hasta que el conflicto estalla y la sociedad improvisada por los reos estalla por los aires. La ciencia-ficción que le interesa a la directora a las películas que encuentran en los viajes espaciales menos una ocasión para la aventura que para la observación y la espera. A medida que avanza el relato, High Life se remite a un linaje o una tradición que incluye películas tan disímiles como Silent Running, 2001: Odisea del espacio, La fuente de la vida o Moon, pero también a otras más recientes (y más grises) como Pasajeros. Por supuesto, Denis se las arregla para instalarse en ese terreno y trazar en cuestión de segundos un territorio personal. La misión y el malestar de la nave pasan a un muy segundo plano y los torpes gestos de cariño, los acercamientos intempestivos, las amenazas y los repliegues ganan la escena. Los espacios cerrados no hacen más que intensificar la belleza y la inquietud de esos intercambios. Juliette Binoche hace de Dibs, una científica que adquiere los contornos de una hechicera, una sacerdotisa lúbrica que exige de sus súbditos cuantiosas ofrendas de semen que le permitan continuar con sus experimentos de inseminación. Dibs administra la circulación de fluidos de los habitantes así como la nave regula los niveles de los líquidos que posibilitan el reciclaje de desechos y garantizan la supervivencia. Ya se sabe que Binoche es una fuerza de la naturaleza: Denis la libera, la multiplica varias veces por sí misma hasta transformarla en una bruja insaciable, un monstruo que se desliza por los pasillos de la nave eligiendo compañeros sexuales. En un momento, Dibs se encierra en una habitación que tiene un dispositivo con un falo: el personaje se sienta encima, lo monta, y la película entra en shock, las imágenes ya no muestran a Binoche, lo que se ve es más bien un amasijo de carne y de miembros que se agitan y retuercen cada vez más rápido. La científica hechicera Dibs condensa la idea que se hace Denis de la nave y de la historia, pero también del cine en general: lo primitivo emerge y desgarra el presente, hace sentir sus pulsiones elementales, sus urgencias tensan una trama siempre débil de mandatos y prohibiciones. En otras películas ese conflicto se resuelve de manera silenciosa o permanece suspendido, como pasa con la fascinación que experimenta la esposa hacia el sirviente de su marido en Chocolate, o en la naturalidad con la que se entrega al asesinato brutal de ancianas la pareja indolente de No tengo sueño. Les salauds, por ejemplo, empieza con una de las imágenes más potentes del cine de la directora: una chica ensangrentada y fuera de así camina desnuda y sin rumbo por la calle. Después se sabrá que fue víctima de abusos terribles, pero su figura rota lleva los estigmas de algo todavía peor, como si hubiera sido escupida de las entrañas de algún inframundo. En cierto sentido, la ciencia-ficción le provee a la directora un escenario ideal para continuar con las mismas búsquedas de siempre: la tecnología de punta propia del género acá convive con restos técnicos de otra era; la nave es una gran caja cuadrada sin el más mínimo encanto. La asepsia y la frialdad del lugar no evitan que sus habitantes den rienda suelta a los mismos impulsos bestiales que los condenaron en la Tierra; el diseño impersonal y monótono de la nave no alcanza a contener las pasiones que bullen en los personajes. Esto tiene su corolario en la relación entre Monte y su hija, últimos humanos a bordo que sobrellevan la soledad absoluta que los rodea con una relación hecha de caricias e intimidad; una atracción no dicha pero evidente fluye naturalmente entre los dos. Como siempre en Denis, se trata de transformar el cine en un sismográfo del deseo que detecta las potencias sinuosas de la sensualidad ahí donde otra película vería apenas temblores confusos.