El desencanto Los Vengadores es una película de superhéroes que sintoniza con la época: lejos de la glorificación y defensa a ultranza de los protagonistas y su empresa, Joss Whedon los pinta como un grupo de personas torpes, egoístas, violentas y, por encima de todo, peligrosas. Más allá del carisma enorme que puedan tener, tarde o temprano los personajes se revelan más como una amenaza que como la salvaguarda de la humanidad. No hace falta que los Vengadores muestren su lado menos heroico para entender que se trata de un rejunte de criaturas demacradas, tontas o con un ansía desmedida de poder y reconocimiento. Un científico que vive enojado con todos y que se convierte en una bestia gigante imparable; un capitán que gusta desempeñar el rol del soldado ideal que sigue órdenes sin cuestionarlas y cuya fuerza se debe a un experimento de laboratorio más o menos exitoso; una espía y asesina que disfruta de su trabajo y que carga con un pasado demasiado oscuro; un dios poderosísimo cuyas habilidades no van de la mano con su estrechez de entendimiento; finalmente, la estrella del show: un multimillonario cínico que se define a sí mismo como filántropo y cuyo verdadero deseo es ser reconocido y admirado hasta el hartazgo, constantemente. A un costado, el personaje menos aprovechado que, al mismo tiempo, era uno de los que más prometía: Hawkeye, al que no se le conocen falencias ni rasgos de su personalidad y que parece más un duro de cine de acción que un héroe conflictuado de Marvel. Por encima de todos, el militar más patotero y manipulador de la historia del cine: Nick Fury, el jefe que mueve los hilos, sabe los secretos más terribles y no duda en mentir y falsear hechos con tal de inspirar a sus héroes-soldados. Varias veces se habló (un poco exageradamente) de lo cuestionable de muchos superhéroes que hacen el bien a la fuerza y por mano propia y, para colmo, se ubican por fuera del alcance de la ley que ellos mismos dicen proteger; en sus últimas películas el género viene ajustando cuentas de manera brutal con sus protagonistas y Los Vengadores es un buen ejemplo de esa tendencia. Sin embargo, es en ese lugar crítico que también reside el centro del interés de Whedon, porque el atractivo de sus personajes deriva precisamente del hecho de verlos en una situación que los supera y con la que no pueden lidiar si no es a las trompadas o martillazos. El conflicto del guión es más o menos básico: por diversos motivos, cada uno de los protagonistas es incapaz de trabajar con los demás, y las peripecias del relato se van en el aprendizaje que llevan a cabo hasta integrarse. Para eso necesitan conocerse y medirse, y algunas de las mejores escenas son las que muestran a dos o más vengadores engarzados en una pelea verbal o actuando como cómplices frente a algún otro. Se trata, en todo caso, de observar cómo unas criaturas imperfectas se matan para aparentar lucidez y conocimiento, para conseguir algo de respeto, y que solo en última instancia terminan comportándose como el superhéroe tradicional, es decir, peleando para defender a los débiles hasta sacrificar la propia vida. En Los Vengadores, una película de superhéroes posmodernos, reventados, desteñidos, hay bastante poco de esa voluntad de sacrifico, pero cuando ese ánimo aparece, bien cerca del final y por culpa de una muerte que será utilizada miserablemente por Nick Fury, las hazañas resultan creíbles y los éxitos merecen ser celebrados. Si en otro tiempo los superhéroes traían tranquilidad y seguridad a la ciudadanía, Los Vengadores, que no habla de uno o dos superhéroes sino de todo un gigantesco e invasivo aparato militar que los coopta y del que son apenas un engranaje más, parece decir que esos personajes de antaño ya no son compatibles con el desencanto y la paranoia frente al poder del presente. Pero al bajarlos del pedestal también se los humaniza y se les permite habitar el reino de las grandes historias sin la responsabilidad de tener que salvar el mundo de manera pulcra e intachable. En la actualidad, superhéroes como los Vengadores no son más (ni menos) que criaturas capaces de interesar y de producir emoción dentro de los límites precisos de un relato. Si en algún momento fueron proyecciones o deseos amplificados de una sociedad insegura, ahora ya no cumplen otra función que no sea la de moverse con libertad a través del mapa de una ficción con aires fantásticos que, felizmente, poco y nada le debe al mundo real. Para comprobarlo basta con ver cuál es el enemigo al que se enfrentan: un ejército que viene quién sabe de qué lugar del espacio sideral dirigido por Loki, el hermano-menor-adoptado-cósmico-en-vez-de-nórdico de Thor; aunque todos sepamos que el verdadero peligro son ellos y su tan infatigable como entretenida guerra de egos. Despojada del peso de un posible mensaje tranquilizador, Los Vengadores puede permitirse el lujo de hacer cine con, entre otras cosas, un millonario excéntrico que gusta meterse en una armadura con computadora y volar por el aire desprendiendo rayos de colores de sus manos.
El príncipe del desierto amaga con ofrecer un relato épico a la vieja usanza pero termina siendo una película desprolija y curiosamente anómala. La historia con aventuras de grandes dimensiones que incluye romance, política y una mirada exótica que barre un mundo árabe pintoresco se deshace por culpa de un guión incapaz de construir buenos personajes: el Emir Nesib de Antonio Banderas, con sus one liners, su interpretación afectada y su acento extranjero forzado es el mejor ejemplo de la pobreza que demuestra Annaud a la hora de elaborar un universo propio. El relato resuelve de manera tosca las apariciones y las salidas de los personajes, los conflictos se abren y cierran a las apuradas y sin atender demasiado a lo que pasa en entre medio; lo que importa es el golpe de efecto, hacer creer que hay un relato vital y cargado de vértigo. No es raro que varios personajes fundamentales para el relato sean brutalmente eliminados con disparos: la película pretende sumar una reflexión sobre lo intempestivo de la violencia y la muerte cuando en realidad no sabe suturar con inteligencia una línea narrativa. Lo llamativo es que esa torpeza se percibe cada vez más seguido y de formas cada vez más extremas: que el hermano mayor del príncipe Auda sea asesinado de un tiro en la cara y casi en primer plano, vaya y pase, pero que el personaje de Freida Pinto desparezca durante casi toda la película para volver recién sobre el final y comunicándole al protagonista que está embarazada (ni bien muere el padre de este), resulta por lo menos cómico. Eso sí, no se trata de autoconciencia o de una risa deliberada sino de una falta de compromiso absoluta con los materiales del relato: Annaud no tiene idea de cómo acercarse a la historia, a sus criaturas y mucho menos a una narración convencional más o menos aceitada. El francés piensa que el cine de aventuras y romance de trasfondo exótico se reduce apenas a una mera exhibición de pintoresquismos locales (el paisaje desértico a la cabeza) y a una vana reflexión sobre la vorágine de la vida, la muerte y los lazos familiares. Lo más simpático del asunto es que, contrariamente a lo que podría pensarse, El príncipe del desierto no solo no condena la búsqueda y extracción de petróleo (causa de la guerra entre los reinos de Nesib y Amar) sino que hasta la defiende y propone como signo último del progreso. En el debate tradicionalismo-modernidad que la película propone de manera solemne y rutinaria, los que siguen la marcha de los tiempos y se adaptan a los dictados de Occidente (encarnado por una petrolera estadounidense) son los que cuentan con el favor discursivo del guión. En cambio, los que se manifiestan en contra de la explotación petrolífera se revelan como atrasados y resistentes al progreso. Es por lo menos curioso que en una época en la que el cine mainstream aparece mayormente copado por consignas ecologistas y por un pretendido respeto por las diferencias étnicas y culturales (aunque ese respeto muchas veces devenga en un exotismo for export bastante deleznable) una película postule que los responsables de las penurias de todo un pueblo son aquellos que no acompañan las medidas económicas del mundo “civilizado”. En el universo más bien chato y ruidoso de El príncipe del desierto, un comentario políticamente incorrecto como ese no deja de ser un hallazgo más o menos entretenido, aunque más no sea por su rareza. Claro que, al igual que sucede con el resto de los errores y desprolijidades narrativas, formales e ideológicas que exhibe la película, se trata más de una carambola azarosa que de un verdadero comentario sobre la Historia.
De dioses y hombres Una quimera ataca una aldea de pescadores. Perseo, el héroe que mató al kraken diez años atrás, saca la espada que había escondido con intenciones de no volver a usarla y empieza a perseguir al monstruo. En plena carrera y con la espada desenvainada, se agarra el hombro y gira el brazo de manera circular. El movimiento es apenas perceptible, más todavía si se tiene en cuenta que el fondo del plano lo ocupa casi completamente una bestia alada que escupe fuego. Sin embargo, ese gesto es casi una declaración de principios: es perfectamente entendible que Perseo, después de no agarrar el arma durante tanto tiempo, tenga que realizar un mínimo movimiento para desentumecer el brazo, para aflojar los músculos. Como las condiciones no se lo permiten, al personaje no le queda más alternativa que hacerlo en medio de una corrida desesperada que, filmada en plano único, habrá de terminar con él enterrando su espada en el lomo de la criatura. El director Jonathan Liebesman sabe que la técnica está de su lado, que la tecnología digital puede crear prácticamente cualquier cosa dentro de una película y con el mayor grado de detalle imaginable. Pero también es consciente del mayor problema de los efectos especiales de todas las épocas: conseguir que se integren de manera armoniosa con las imágenes del mundo captadas por la cámara. Ese es, en buena medida, el mayor conflicto de Furia de titanes 2: el llegar a utilizar una tecnología de punta que realce el mundo sin que quede al descubierto el desfase necesario entre los efectos especiales y las cosas. Se nota en la manera que se trabaja el sonido (estridente para las armas que chocan; más bien quedo para las grandes explosiones), en el armado de los planos (el plano secuencia de Perseo y la quimera; la manera en que los monstruos habitan durante varios segundos el mismo espacio que los hombres, sin que se recurra a un montaje frenético), en la concepción del movimiento de los personajes animados digitalmente (los pequeños, como las quimeras o los titanes, son rápidos; el gigantesco Cronos se mueve con una lentitud acorde a su tamaño colosal). Algunas escenas lo consiguen mejor que otras, pero esa tensión constante entre efectos y universo de la ficción es uno de los puntos centrales de la película. El realismo que impregna las imágenes digitales también está presente en momentos que, narrativamente poco significativos, resultan fundamentales para entender el mundo de Furia de titanes 2. En la misma línea del movimiento del brazo de Perseo, cuando el héroe se sube a Pegaso, el caballo alado vuela de manera torpe y a los tumbos, fiel a la incapacidad de su jinete para dirigirlo como lo hiciera en el pasado. Perseo le pide que vuele con un poco de elegancia pero el caballo no hace caso; cuando lo desmonta, ya en tierra, Pegaso lo golpea sin querer (o no) en la cabeza con una de sus alas, justo en el momento en que un regimiento de soldados se arrodilla ante el héroe que venció al Kraken. Además de sumar capa tras capa de verosímil al relato de un guerrero que vuelve al combate después de una década, la película se permite hacer humor con un grado de madurez llamativo, sin atisbos de cinismo o parodia, construyendo la risa estrictamente con los materiales de la narración. En este sentido, y en pleno auge de películas de temática mítica, Furia de titanes 2 se parece poco a las estilizadísimas Inmortales y 300. Lejos de pensar que la mejor forma de abordar un relato mítico es hacerlo desde la exageración más desaforada y artificial, Liebesman confía en imprimirle un realismo inédito a una historia con dioses, héroes, hazañas y criaturas infernales. No debería extrañar que esta sea, quizás, la película épica con más suciedad de la historia: son pocas las veces que las caras o los cuerpos de los personajes están limpios, sin tierra pegada. No por nada, cuando Perseo llega al campamento de Andrómeda, lo primero que hace ella es lavarse la cara: ni la reina de Grecia está resguardada de la mugre que parece impregnar el aire seco de la película. Así, dentro de esa lógica, es que se entiende el final de la pelea entre Perseo y Ares: el protagonista vence al dios de la guerra atacándolo sorpresivamente y por la espalda, previa distracción calculada de su hijo. La escena tiene una dosis de crueldad y de injusticia (por lo ruin del ataque) que, si bien puede impresionar, no desentona con la crudeza general de la película. A su vez, ese realismo de los gestos y los efectos especiales también aparece en los vínculos que motorizan la historia. Como en toda mitología, los deseos que laten bajo las luchas divinas tienen un origen familiar: padres que abandonan a sus hijos, hijos rencorosos que piden venganza, hermanos peleados que se reconcilian (Liam Neeson y Ralph Fiennes como Zeus y Hades; por fin alguien notó el parecido de los actores y los puso a interpretar a dos hermanos); si bien con algunos excesos de psicologismo que no dialogan bien con la época y el trasfondo de la historia, la figura de la familia quebrada es el esqueleto creíble del relato, la causa más bien verosímil que alimenta el combate entre dioses, hombres y monstruos. Sobre el final, ninguno de los dos villanos (Hades y Ares) está demasiado convencido de haber liberado a Cronos; el plan para dominar el mundo parece una mera excusa cuyo verdadero fin es en verdad llamar la atención de Zeus, pésimo hermano y padre ausente. Furia de Titanes 2, bien lejos de su predecesora pobrísima, es más que otro producto que se suma a la ola de historias míticas y fantásticas. Además de estar bien filmada, narrar con buenos recursos y crear un mundo con personajes bien delineados que no se pierden entre medio de las catástrofes y las guerras, la película de Liebesman es casi un ensayo sobre el cine, los efectos especiales y sus posibles acoples. El inicio, cuando un semi dios tiene que desentumecer su brazo mientras un monstruo en llamas corre a la par suyo, lo deja bien claro.
El cine como equilibrismo No sé (dudo que alguien lo sepa) qué es el cine o qué debería ser. Estoy seguro, sí, que no hay una especificidad del cine como la entendían y la buscaban los teóricos y directores de la década del 20 en adelante: una pureza que no debe contaminarse con influencias provenientes de otros lenguajes. Desde siempre, las “invasiones” más frecuentes que sufrió el cine vinieron de la literatura y el teatro (las de la pintura fueron menos y más felices, y las de la televisión y el videoclip llegaron mucho después; del videojuego recién ahora se están teniendo noticias), pero hoy es difícil hablar mal de una película argumentando ese tipo de cruces, justo en una época cuyo signo distintivo es la amalgama incesante de estilos, géneros, lenguajes, etc. En todo caso, hay cineastas que aprovechan bien o mal las influencias de otros medios expresivos, pero ya no se puede recurrir a un axioma del tipo “es teatro filmado” para pegarle a una película. El precio de la codicia tiene todo para caer rápidamente bajo el peso de ese rótulo: abuso del primer plano, omnipresencia de los diálogos, espacios reducidos y repetidos; la película del director y guionista J.C. Chandor da cuenta constantemente de un peso teatral que inunda las imágenes. Sin embargo, El precio de la codicia es cine, y bueno. Es mejor cine, por ejemplo, que El artista o que La invención de Hugo, que creen que por hablar de la historia del medio y por apropiarse sin mucha responsabilidad de una batería de elementos formales, automáticamente se garantiza el estatuto cinematográfico del producto. Chandor hace bien lo que Scorsese y Hazanavicius hacen mal: crea personajes robustos, con virtudes y falencias, capaces de chocar entre sí y generar chispas, de hacer surgir la tensión solo a partir de un intercambio de pocas palabras. Con eso alcanza; todo lo demás (el conflicto moral, el contexto real, la denuncia) es suplementario, puede sumar o restar según la ocasión, pero siempre como reajuste de un núcleo duro que son los protagonistas y la trama. En ese sentido, el problema también nace de esa apuesta, porque la película confía tanto en sus criaturas, en lo que tienen para hacer y comentar, que muchas veces las magnifica de manera innecesaria. Así, los diálogos cortos y sugerentes, de un timing notable, conviven con frases impostadas que necesitan señalar su propia importancia. Lo mismo pasa con las imágenes: mientras que algunos planos logran transmitir el clima enrarecido del edificio vacío y a oscuras (o del amanecer y de los breves momentos a solas que tienen los personajes para sí mismos), otros funcionan solo como subrayado de un gesto o como modo de acentuar una frase. El precio de la codicia oscila entre esas dos tendencias, y no es casual que algunas de las escenas que mejor se resuelven estén filmadas con pocos planos y diálogos. Cuando Jared Cohen (Simon Baker) se afeita en el baño creyendo estar solo, de una de las puertas emerge un quebrado Seth Bregman que, de la nada y sin ningún vínculo que los una, empieza a contarle a su superior cuánto valora su propio trabajo; Cohen apenas lo mira de reojo y no le contesta. La escena se construye principalmente sobre el plano único que enmarca a Cohen como un gigante y a Bregman cada vez más pequeño (esos tamaños se condicen con su estado actual, tanto laboral como anímico), pero también se apoya en los silencios que reverberan como única respuesta a cada queja del chico que se sabe despedido de antemano. Otro mérito de la película es servirse a medias de un hecho real. A medias porque El precio de la codicia remite con precisión a la crisis financiera estadounidense de 2008, pero lo hace casi sin dar nombres, como si el conflicto de carácter local ganara en universalidad evitando hacer referencia a firmas, empresarios o políticos (sobre el final se mencionan una o dos empresas financieras, y nada más). Chandor se las arregla para sostener la particularidad de la crisis imprimiendo una generalidad anclada en una atmósfera de tragedia que ayuda a que su película trascienda el contexto económico americano. Pero así como se logra establecer un balance entre lo local y lo universal, El precio de la codicia teme que sus espectadores no entiendan mucha de las cuestiones que se tratan, y entonces recurre a un didactismo ramplón. Se percibe cuando los personajes declaran a viva voz que no comprenden algo para que el otro se lo explique todo de nuevo o de una forma más sencilla. El ejemplo más grosero es el del CEO encarnado por Jeremy Irons, que proclama más de una vez que no conoce nada del tema e invita a la mesa de analistas a que le expliquen todo como si fuera un chico. Si El precio de la codicia es una película de equilibrios sutiles que fracasa cuando se produce un desbalanceo, no es raro que lo más interesante de los personajes sea que prácticamente todos están pintados con un gris que encuentra su punto justo en la medianía, bien lejos de los extremos. En el guión de Chandor no hay buenos y malos, santos ni pecadores, sino hombres (y una mujer que se mueve entre ellos como si fuera uno más) con pasiones, gustos, opiniones formadas, pasados, obsesiones. Aunque un poco repetitiva, la fijación que tiene Bregman con el sueldo de los otros es un rasgo interesantísimo que define al personaje de manera rápida e eficaz. Lo mismo ocurre en el momento en que Eric Dale (Stanley Tucci) le cuenta a Will Emerson (Paul Bettany) sobre su carrera de ingeniero: el relato no solo ilumina al personaje con una luz completamente nueva, también constituye uno de las reflexiones más lúcidas de la película sobre la dicotomía producción-finanzas. Pero Dale, el ingeniero que construía puentes y le permitía a la gente ahorrar tiempo de su vida en viajes, no está libre de culpas porque trabajó durante años para la empresa que ahora lo echó. Algo parecido puede decirse de todos los personajes pero especialmente de Will Emerson, el cínico con ideales que cree que las cosas pueden cambiar, al menos hasta cierto punto y siempre que él pueda mantener su puesto. En esa escala de personajes construidos a base de tonos medios, los extremos son los más torpes: el inocente e impoluto Peter Sullivan (Zachary Quinto) y el irresponsable y manipulador John Tuld (Jeremy Irons) representan algo así como alegorías morales, los polos abstractos entre los que gravita el resto de los personajes reales, de carne y hueso. Vale la pena ver en El precio de la codicia ese mecanismo a veces milimétrico que decide el destino de los diálogos y las escenas: el error más pequeño resulta en una solemnidad molesta, pero cuando la máquina funciona, es fácil zambullirse en la constelación enorme de afinidades y duelos que despliegan los personajes, y en el estoicismo que se agazapa detrás de las decisiones que se toman y de las reacciones que se disparan ante una tragedia inminente de proporciones (para ellos, que están en el ojo de la tormenta) inimaginables.
Jheraldouegos de guerra La misoginia grosera no hace que se esté frente a una película totalmente condenable: más allá de una rubia cómoda y loser que no es capaz de elegir entre dos hombres que se matan por ella, y de su amiga desagradable que predica el sexo libre pero se conforma con un matrimonio espantoso, ¡Esto es guerra! cuenta la historia de dos amigos inseparables que ven su amistad fracturada para siempre por una mujer. Si nos olvidamos que FDR y Tuck se baten a duelo por Lauren casi como si se tratase de una especie de trofeo y que ella parece satisfecha con ocupar ese lugar y no mueve un dedo para resolver la situación, la película es entretenida y por momentos hasta es fácil ponernos cerca del par protagónico y percibir el verdadero conflicto de la historia: una amistad quebrada por una disputa que empieza como un juego de chicos. Justamente, en ¡Esto es guerra! hay mucho de juego. Por ejemplo, en la manera en que el director McG utiliza el género de espionaje: la trama de suspenso nunca tiene un peso real, los peligros a los que se enfrentan los personajes nunca pasan de la parodia; el género de espías es apenas un baúl de juguetes al que la película acude sin demasiadas preguntas. Lo mismo pasa en la vida cotidiana de los protagonistas: FDR y Tuck son agentes de un servicio secreto pero se toman el trabajo de forma liviana, sin mucha responsabilidad. Y eso, claro, cuando los personajes no juegan literalmente; como Tuck, que entra en una partida de gotcha y masacra a todos sus compañeros en pocos segundos; o Lauren, que lleva a Tuck y su hijo a su oficina (ella trabaja testeando productos) para romper, quemar y mojar todo. Entonces, sin acercarse con seriedad a nada, en ¡Esto es guerra! las acciones muchas veces no tienen consecuencias: Tuck puede clavarle un dardo tranquilizante en el cuello a FDR sin matarlo (aunque este le recuerde que unos centímetros de diferencia le habrían costado la vida), o el trío puede ser perseguido por una pandilla de mafiosos armados sin que ninguno de los tres esté frente a un peligro tangible. Todo esto, que suena obvio si se piensa en una comedia que parodia un género como el de espionaje, en ¡Esto es guerra! tiene un sentido distinto, porque la película demuestra un aire de inmadurez constante, al menos hasta el final, cuando Lauren (la mujer, la que no acciona nunca), obligada por las circunstancias, decide. Es en esa escena que el juego se termina de golpe, cuando la película suma una pátina impensada de drama: aunque sea por unos pocos planos, los personajes se revelan como adultos tristes y la vida como algo más que un juego sin penalidades. Ese final importa porque viene a decir algo que ya sospechábamos si habíamos entrado con éxito en el universo de la película, y es que los dos protagonistas son más que un par galancetes jóvenes de turno (no se parecen a Robert Pattinson y el hombre lobo que siempre anda sin remera de Crepúsculo, por nombrar otra película con dos tipos que se pelean por una chica). O, en todo caso, quizás Chris Pine y el inglés Tom Hardy no sean mucho más que eso cada uno por separado, pero el director los inviste de una gracia que se manifiesta en los intercambios que tienen y en los códigos que comparten. Lo mismo vale para Reese Witherspoon: si su personaje nunca es solamente una tonta, histérica y quedada, eso se debe tanto a la chispa de la actriz de Legalmente rubia como a un trabajo de dirección que consigue arrancarle algunos momentos de comedia y simpatía increíbles, como la escena en la que los agentes se meten en su casa y la espían mientras ella canta y cocina vestida de entrecasa, todo filmado en plano secuencia. Descontando los problemas que la película pueda tener, la falta grave ocurre justo en el final, cuando (al igual que la amiga de Lauren) el guión quiere introducir un comentario sobre la importancia de la familia: un plano horrible muestra en cámara lenta a unos personajes con intenciones de reconstruir el grupo familiar como si fueran una especie de sobrevivientes, los últimos depositarios de una suerte de pureza moral. Ese final acentúa, por contraste, algo de la libertad y la ligereza del resto de la historia; cuando se hace presente el comentario moralista metido a presión sobre el último minuto, allí nos damos cuenta de que se está terminando un juego que, más allá de las críticas que se le podían hacer, no estaba tan mal.
Publicada en la edición impresa de la revista.
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Tan fuerte y tan cerca tiene el mismo problema que su protagonista; el joven Oskar Schell solo puede relacionarse con el mundo cuando lo hace mediante alguna capa de ficción que recubre la realidad y la vuelve extraña. A Stephen Daldry le ocurre algo parecido: después de una primera media hora más o menos prometedora (al menos no tan mala como amenazaban los avances y el sentido común más craso), el director fracasa cuando tiene que lidiar con un tema como el atentado a las Torres Gemelas. Al igual que Oskar, la película es ágil y demuestra alguna clase de inteligencia cuando trata con materiales ficticios (como la posible existencia de un desaparecido distrito neoyorquino que se habría perdido misteriosamente) pero se revela torpe, pesada y cómoda cuando dialoga con el mundo real. La decepción es grande porque Tan fuerte y tan cerca proponía acercarse a algo tan complicado y sensible como el 11 de septiembre desde una óptica nueva que privilegiaba lo lúdico y el trabajo con la fantasía, en vez de ofrecer otro regodeo simplón y repleto de golpes bajos. Al final, un mensaje berreta y previsible (similar al que cierra El alquimista, el mamotreto de Paulo Coelho) viene a querer suturar una película que hace agua por todos lados y que abusa de los pocos recursos que maniobra (el mutismo voluntario del personaje de Max Von Sydow, los estallidos de Oskar, los flaschbacks del hijo junto al padre, los últimos llamados telefónicos realizados desde las Torres que son usados como generadores de suspenso). El resultado final es indignante porque Daldry, queriéndolo o no, al principio deja entrever que hay otras formas posibles de contar una historia sobre un hecho trágico; es la enseñanza con la que Thomas machacaba a su hijo: se puede recorrer e investigar Central Park en busca de los restos de un pedazo de tierra gigante ya desaparecido, no importa lo ridículo o imposible que suene la empresa: la ficción no es un escape de la realizada sino una manera distinta de abrazarla. En vez de cartografiar de forma novedosa un terreno ya conocido como el del cine dramático basado en hechos reales, el director toma el camino más fácil y transitado: el de la explotación de la tristeza y la tragedia, de los golpes de efecto y los mensajes altisonantes.
Novias, madrinas, 15 años es el relato de un hallazgo, el de la sedería Kream ubicada en Once y de sus empleados. A todos se les da un espacio propio (delimitado por el fondo de un paño colorido, distinto en cada caso), una especie de confesionario desde el cual pueden contar con libertad los avatares de su trabajo y vida personal. Fuera de las anécdotas deliciosas que cada uno tiene para aportar, los chispazos más intensos se producen cuando varios entrevistados hablan de la misma persona y la construyen desde lugares distintos. Es el caso de Levy, el dueño o “empleador” (como lo llaman algunos), presentado como una especie de rival y noble antagonista por parte de Ricardo y como patrón cascarrabias pero de buen corazón en la versión de Andrés. Pero más allá de los testimonios, varios de los mejores momentos de Novias… aparecen durante las ventas: los protagonistas tienen tácticas múltiples para acercarse a un cliente y quebrar su resistencia, o cuentan con defensas varias ante el acoso de los posibles compradores. El truco de prender fuego un pedazo de seda para comprobar su calidad o el recitado de memoria de las bondades de cada producto dejan ver la frondosa experiencia en el rubro de los protagonistas y la puesta en práctica de sus mañas y triquiñuelas, además de exponer una mínima (pero impresionante) parte del vasto y complicado mundo de la compra y venta de telas y de sus innumerables especificidades. La marca de la ficción se instala con claridad en el documental de Diego y Pablo Levy, como se percibe en el armado de algunos planos, y la película no busca disimularlo. Pero fuera de ese manejo autoconsciente de las herramientas del documental, Novias… es el cuento de un descubrimiento, el del local Kream y de sus empleados amables, complicados y queribles.
El artista es una película amable, gentil, casi querible. El director Michel Hazanavicius hace algo muy atípico por estos días: mira hacia el pasado del cine y se ríe pero sin cinismo, sin maldad. El artista no tiene malicia, realmente parece confiar en el dispositivo cinematográfico que pergeña: una película del 2011 es filmada como si estuviéramos en los inicios del sonoro; esa premisa básica rige toda la propuesta. El problema son las maneras con que se lleva a cabo porque, entre otras cosas, El artista aspira a ser silente (es decir, aspira a ser como el cine anterior al sonoro) pero hace cine mudo (“mudo” podría llamarse el cine silente visto –y escuchado– desde el presente). Hace cine mudo porque no aprovecha los recursos del lenguaje cinematográfico que ya estaban disponibles en 1927 (año en que empieza el relato) sino que apuesta a que el silencio y la banda de sonido extradiegética se perciban lo más que se pueda. No se trata, entonces, de filmar una buena película como en la década del 20, sino de filmar como en esa época sin cuidar la puesta más que en los detalles que vienen a servir a la mímesis del pasado, como encuadres, movimientos, fotografía, actuación, etc. El problema es que también allí la mirada de Hazanavicius es torpe y no alcanza el nivel de calidad que la película busca. Por ejemplo: la copia fidedigna del cine mudo falla cuando, ni bien iniciada El artista, se notan planos atípicos para la época, con mucho movimiento y encuadres elaborados que solamente pueden verse en obras de unos pocos directores exquisitos como Hitchcock, Renoir o Dreyer. Se nota enseguida en la escena dentro del cine, cuando en la pantalla se muestran a unos guardias tirar en una celda a un prisionero; ese momento breve, casi fugaz, ya deja ver la falta de rigor del director a la hora de calcar la gramática del cine de ese tiempo (desde el principio se despliega una concepción de las herramientas del cine que parece deudora, más que del cine mudo, de las películas de la segunda mitad de los 30 –desde los créditos iniciales es evidente ese desfase temporal) Otra cosa es la manera en que conviven los dos universos en puga: el de las películas y el de la realidad. En El artista se habla del cine y se muestran los entretelones de una filmación o una proyección, por ejemplo, y Hazanavicius falla porque no diferencia los registros de ambos; la gente es tan afectada delante y detrás de las cámaras. Ese continuo actoral plantea un problema, porque si la vida es exactamente igual en las películas que del otro lado de la pantalla, ¿para qué existe el cine? Si los personajes gesticulan y se mueven de la misma manera en un rodaje y en una cena, ¿dónde empieza y termina el cine? Está bien si el director quiere narrar una historia que transcurre en una época donde la gente se comporta como si estuviera dentro de una película silente, pero entonces debió hacer algo distinto cuando se refiere al cine de ese momento, o contar una historia en la que no se diera cuenta del paso del mudo al sonoro. A pesar de estos problemas, de algo a lo que no se puede acusar a El artista es de cínica o canchera, al menos hasta el final. No es ninguna sorpresa, se ve venir mucho tiempo antes; en la última escena efectivamente hay sonido (que, de todas formas, ya había sido utilizado de manera un poco innecesaria en la escena de sueño). Los personajes jadean, gritan y todos terminan hablando. Esa es la peor decisión de Hazanavicius porque el realizador deja en claro que El artista fue una especie de ejercicio de estilo, de estudio fílmico, y no una película con un mundo en el que se creía realmente. En el instante en que se rompe esa regla básica (los personajes no hablan), la película parece decirnos que puede recurrir al sonido sin dificultades, que es capaz de maniobrar a su antojo un universo que había sido construido con mucho trabajo (y muchas torpezas, también) y despedazarlo sin ningún esfuerzo con unas pocas unas palabras sueltas. Ese gesto autoconsciente es puro cancherismo insulso, la verdadera cara de El artista detrás de las sonrisas amplias y lustrosas que exhiben sus criaturas aparatosas.