Viaje 2 no puede evitar mostrar los síntomas de desgaste de mucho cine actual. No es que la película esté mal, pero la forma rutinaria en que avanza constantemente permite descifrar el signo de una época: ya no se puede hacer cine de aventuras (al menos el cine de aventuras de acción en vivo; la animación todavía tiene cosas para decir al respecto, como lo demuestra Tintín). Mejor: no es que no se pueda, sino que la aventura como género cinematográfico ya no tiene razón de ser por varios motivos, y Viaje 2 es una muestra evidente. Para empezar, el mapa de la aventura ya está delimitado y cerrado, no quedan en el mundo lugares exóticos por descubrir ni tierras vírgenes por pisar. En la película del director Brad Peyton esto se nota rápido en el hecho de que toda la historia esté tomada abiertamente de la literatura de aventuras y viajes del siglo diecinieve, en especial de Julio Verne, pero también de Jonathan Swift y Robert Louis Stevenson. La isla misteriosa a la que arriban los protagonistas, las criaturas que descubren, incluso la huída y el medio de escape; todo proviene de los libros, los personajes no tienen más que ir a desenterrar los secretos que la trama (la literatura) esconde allí para ellos. En el universo de Viaje 2 basta con ser un lector atento y memorioso de Verne para superar cualquier obstáculo, para salir de cualquier problema y resolver hasta el enigma más inescrutable. En este sentido, que el mundo ya no tenga puntos ciegos que explorar es algo que queda claro ni bien empezada la historia, cuando los personajes pasan de estar en su casa a encontrarse en Palaos en apenas un segundo sin ningún tipo de transición (no hay un mísero plano que establezca el trayecto, ni siquiera uno al estilo del travel by map de Los Muppets) ni información (nunca se da cuenta a través de algún texto informativo el lugar de la escena). Se sabe que, a medida que el mundo real cambió, también lo hizo el cine, y que las distancias de los relatos se acortaron cada vez más hasta perder su densidad característica, hasta que los viajes empezaron a salir de la gran mayoría de los itinerarios narrativos de las películas. Pero en Viaje 2 eso se extrema, incluso a contrapelo de lo que indica el título: ya no es que el viaje no importe sino que ni siquiera es una verdadera dificultad a sortear (el “viaje” hasta la isla es apenas un acercamiento de pocos kilómetros). Como si eso no alcanzara para decir que el cine de aventuras ya no es posible, queda agregar que John, el joven protagonista, aparece durante toda la película protegido por el gigante Dwayne “The Rock” Johnson, Hank en la ficción, su padrastro. Desde que Hank le compra los pasajes para ir hasta Palaos (a condición de acompañarlo) y acepta desembolsar no mil sino tres mil dólares para que un helicóptero los lleve a la isla (cediendo a un pedido desesperado de John que, como un chico caprichoso, se enamora intempestivamente de la chica que maneja el vehículo) hasta la manera en que Hank lo cuida de cuanto peligro se les cruza por delante, está claro que la aventura ya no es el espacio en que una comunidad de hombres se enfrentan contra la naturaleza y/o enemigos (como ocurría, por ejemplo, en La isla del tesoro de Stevenson) sino una suerte de espacio propicio para la cruzada familiar, donde lo que cuenta es el reforzamiento de los vínculos y no tanto la propia supervivencia. Es cierto que la familia es algo a salvaguardar en varias películas de aventuras (la tercera Indiana Jones, Los Goonies) pero nunca de forma tan abiertamente literal y conservadora como en Viaje 2, en la que el protagonista es un adolescente infantilizado que solo ocasionalmente tiene oportunidad de saborear el peligro de primera mano, cuando Hank no está vigilándolo por sobre el hombro o tratando de enseñarle trucos para sobrevivir. Por eso, que la isla exótica de Viaje 2 se perciba tan marcadamente falsa, tan superficial incluso a pesar del despliegue del 3D, no es algo relacionado con el uso del digital para crear todo un paisaje, sino con el desfase entre un tiempo y un tipo de relato. Viaje 2 aspira a contar una historia de aventuras a pesar de admitir la imposibilidad actual del género, como queda constatado en el hecho de que todo lo que ocurre en la historia sea un copia exacta del universo literario de Julio Verne. El cine estampa en la película la velocidad del mundo real y el achicamiento hasta la disolución de las distancias y pone en evidencia lo artificial de la isla, su inverosimilitud absoluta incluso al interior de una ficción. Ya no existe imaginación posible para la aventura cinematográfica, cualquier película del género está destinada a ser un mejor ejercicio de estilo desplegado sobre una borroneada cartografía estética y emotiva. En el caso de Viaje 2, se está ante uno bastante pobre al que solo ocasionalmente salva la presencia y la credibilidad absoluta de The Rock (que ya se había estrenado como padrastro que busca mantener unida a su nueva familia en Hada por accidente). Si no fuera por él y por bondad irreprochable, Viaje 2 no pasaría de ser una propaganda larga de alguna bebida con sabor tropical.
No sé si existirán películas capaces de filmar una historia mitológica como lo hace Inmortales. Sí hubo, obviamente, relatos sobre mitos llevados al cine, pero esas películas contaban una historia sin preguntarse por los materiales de su tema. Inmortales se hace esa pregunta e intenta responderla: ¿cómo filmar a un dios como Zeus, qué forma puede utilizar el cine para hacer una película que incorpore lo mitológico no solo como tema sino también como expresión? Pero ya antes de que aparezcan los dioses, la película establece con claridad sus propios límites y fija un paisaje signado por el artificio y la estilización, como aclarando de antemano que esto no es un descenso del mito hasta el barro de un cine con aspiraciones realistas sino todo lo contrario: lo mitológico copa el relato y la puesta en escena. Ese fondo exagerado se percibe en las primeras escenas, cuando un horizonte animado digitalmente convive con una luz y unos colores imposibles que, para colmo, se despliegan en un espacio que tiene mucho de teatral, porque se nota rápido el desfase entre lo real de la escena y lo falso del decorado. En eso, Inmortales es pariente cercana de 300, en la que también se trabajaba con una porción de escena muy chica y el fondo (casi todo pantalla verde) se llenaba, como en el teatro, con un decorado (en estos casos, animado digitalmente). Ya no es común que a una película se la acuse de ser teatral, en buena medida porque a esta altura es muy difícil salir a buscar (y sería todavía más difícil encontrarlo) algo parecido a una pureza cinematográfica, susceptible de ser contaminada por recursos provenientes de otros lenguajes. Lo que hay, más bien, son usos determinados de elementos que pueden servir para hacer cine (en Inmortales, teatrales pero también pictóricos con fuertes aires renacentistas, que se notan en muchas escenas pero sobre todo en el último plano de la batalla en el cielo). Con esa armazón que remite al universo de las tablas (y que contribuye a acentuar lo artificioso de la imagen en general), Inmortales hace cine partiendo de una premisa muy sencilla: crear un mundo que no pueda existir por fuera de la pantalla ni al interior de otros lenguajes. Para que ese mundo tenga una coherencia, es necesario proponer reglas y límites: por ejemplo, los dioses son increíblemente más rápidos y habilidosos que los humanos, pero cuando pelean contra otros de su misma especie (los titanes) el combate se empareja. A su vez, esa coherencia también está en cómo se concibe físicamente ese mundo: la velocidad de los dioses se muestra como un movimiento fugaz y borroso en medio de un ralenti que congela al resto de los personajes. En esa decisión formal, además de dar una expresión cinematográfica a la historia y sus protagonistas, se juega una decisión fundamental, y es que la película invita a que el público perciba ese mundo desde el punto de vista de un dios como los que protagonizan la historia (ya que los humanos del relato no captan la velocidad ni los detalles de sus movimientos). Entonces, no importa que subsistan restos importantes de lenguaje teatral, si la película, gracias a medios propios del cine, crea un mundo casi de la nada y nos permite sumergirnos en él viendo algo que antes ninguna película había tratado de mostrarnos. En su apuesta por lo hiperbólico y en su desinterés por cualquier clase de realismo, el director indio Tarsem Singh funda un verosímil dentro del cual las hazañas y lo improbable se vuelven posibles. Se nota cuando se mata a algún personaje: la sangre, abundante y evidentemente falsa (como en en el Zatoichi de Kitano) sale de los cuerpos como una explosión. Ese nuevo verosímil, exagerado pero con altas dosis de belleza visual, soporta mejor la narración de una historia fantástica, a diferencia de un esperpento como Troya que, además de ser una mala película, pretendía trasladar un relato clásico a un nivel terrenal en clave realista. En este sentido, Inmortales no tiene miedo al ridículo porque elige creer en la magia antes que en algún tosco presupuesto realista. Esta vez el mito, antes que inscribirse en un universo parecido al nuestro, demanda que el cine encuentre una forma que le permita llevarnos hasta sus propios confines; no se trata de hacer descender a los dioses hasta nosotros sino de acercanos a ellos, imaginar cómo sería habitar otro mundo, con otras reglas y posibilidades. En ese desplazamiento, el cine oficia de camino y destino a la vez.
Como Larry Crowne, Robo en las alturas es cine hecho en y para tiempos de crisis. Solo que, a diferencia de aquella, la película dirigida por Brett Ratner es mucho más oscura y amarga. Las dos comparten un logro: pueden comentar la sociedad estadounidense actual apelando a la comedia y escapándole al sermón y la solemnidad. Robo en las alturas apuesta a la construcción de un micromundo donde casi no hay metáforas porque todo es más o menos literal: un edificio de lujo; un contingente de empleados (mayormente inmigrantes) que trabajan en la sombra para cumplir los deseos de los inquilinos acaudalados; uno de ellos que (parece) es responsable de un fraude millonario que dejaría sin jubilación a los trabajadores de la torre; una justicia capaz de acusar pero no de encarcelar a los criminales de alta alcurnia; un magnate cínico que se sabe impune ante la ley. No hace falta ensayar ninguna lectura en clave, ningún reemplazo; a las cosas se las llama por su nombre. Todo eso, que caído en las manos equivocadas podría dar lugar a un discurso aburrido sobre las desigualdades sociales, en Robo en las alturas da paso a la comedia y a la aventura, sin por eso restarle peso al trasfondo de crítica que subyace (cuando directamente no está en la superficie de manera evidente). Una pregunta sobre la película podría ser: ¿tiene algo nuevo para decir sobre la crisis? Robo en las alturas afirma lo que los documentales de Pino Solanas nunca se atreven a sugerir: una buena parte de la responsabilidad por el caos que viven los trabajadores de la torre la tienen ellos mismos. Josh, el encargado principal del edificio, le confía al multimillonario Shaw la caja jubilatoria suya y de sus empleados con la promesa de triplicar su valor pero sin consultarlo con ellos; cuando uno de los personajes recupera su trabajo en el edificio con un puesto más alto, se olvida automáticamente de ayudar a sus compañeros; uno de los empleados de más baja jerarquía (Lester, el portero) le pide a Shaw que invierta los ahorros de toda su vida. En Robo a las alturas se señalan las responsabilidades individuales; el mal no se encarna de buenas a primeras en los ricos, la corrupción o los políticos. Así, no es una película demagógica: no acaricia el ego del espectador postulando que la culpa la tienen solo los poderosos. Algo extraño es que no se habla de política: al revés que Secretos de Estado, otro estreno (paupérrimo) de la semana, la película de Ratner no apela a un nihilismo cómodo para limitarse a señalar lo mal que están las cosas (antes que espetar las mismas obviedades y lugares comunes que la película de George Clooney, Ratner elude el tema). Esa responsabilidad compartida y la ausencia de canales de protesta políticos son, probablemente, los motivos por los que los protagonistas encuentran, como única respuesta a sus problemas, una solución criminal: el robo del departamento de Shaw. Parodia de un caper film, Robo en las alturas reemplaza a los expertos por inútiles y a los duros por grises empleados de clase media y los envía a una misión para la que no están preparados. Ese desajuste se balancea con la nobleza de la empresa: quitarle a Shaw el suficiente dinero como para recuperar el fondo de las jubilaciones y los ahorros de Lester. Como si el componente criminal no quedara lo suficientemente a la vista, Josh le pide ayuda a Slide, un ladrón de poca monta de su barrio que nada tiene que ver con el resto del grupo. Durante y después del robo, llama la atención el papel que cumple la ley: el FBI tiene en custodia a Shaw al tiempo que vela por sus intereses cuando atrapan a los ladrones; la agente especial Claire detesta al millonario y a veces es cómplice de Josh pero no puede dejar de cumplir con su trabajo. Trabajo esforzado que, por otra parte, nunca alcanza para condenar y encarcelar a Shaw: el FBI que se muestra en Robo a las alturas es incompetente con magnates como Shaw pero expeditivo con ciudadanos arruinados e inmigrantes pobres como los que componen el grupo comandado por Ben Stiller. Al final, sin herramientas políticas de por medio, con una justicia negligente y la conciencia de saberse en parte responsables de sus tragedias personales, a los protagonistas no les queda otra opción que recurrir al delito para obtener alguna reparación económica y moral. La caída de Shaw (que se condensa en el plano en que se lo encierra en un pabellón común; ya no cuenta con el arresto domiciliario en su penthouse) se debe solamente al doble trabajo de Josh y sus compañeros: cometen un crimen al tiempo que desenmascaran los fraudes del millonario. Pero, como bien se sabe, el cine manistream nunca soporta una impunidad absoluta: el castigo puede ser repartido o recaer en alguien en particular, pero no puede no haber castigo, sea por medios legales o no. Al final, el éxito del plan, la restitución de las jubilaciones y la condena de Shaw podrían ser los signos de algo muy parecido a un final feliz, si no fuera porque uno de los personajes carga él solo con la pena de todos. Ese inmolarse como único camino para conseguir justicia es el signo más fuerte del desánimo de la película de Ratner. Su gran mérito es el atreverse a decir eso esquivando la seriedad y la grandilocuencia, apostando al humor muchas veces tonto, incluso escatológico y hasta políticamente incorrecto. Por eso, a pesar de todos los problemas narrativos y formales que se le puedan achacar, Robo en las alturas es una película mucho más política, madura y lúcida que un bodoque como Secretos de Estado.
Es algo raro, pero por fin una secuela logra una extraña alquimia con apenas unos pocos ingredientes: dos actores y la atmósfera ficcional de una ciudad pueden generar una historia y unos personajes capaces de cargarse al hombro toda una película. Sherlock Holmes: Juego de sombras viene a demostrar la confianza que la serie se tiene a sí misma: a diferencia de otras secuelas, esta no agrega personajes al reparto de la primera (los nuevos vienen a reemplazar, no a sumar: entran Stephen Fry y Noomi Rapace por Eddie Marsan y Rachel McAdams); se permite tensionar al máximo los límites de un tema hasta llegar a la parodia (la relación ambigua que liga a Holmes con Watson); el protagonista y el villano prácticamente se nivelan, Holmes deja de ser el único intelectualmente superdotado; los chistes de la primera pueden reciclarse sin miedo a aburrir (como el del perro), tal es la seguridad que demuestra el guión acerca de sus materiales. Estos son los signos con los que la película parece decir que no importa qué pase con las secuelas por venir, mientras sean Robert Downey Jr. y Jude Law los que se midan en una Londres nublada e industrial, Sherlock Holmes tiene cuerda para rato. La sensación general es que, con la dupla actoral y el clima londinense, no hacen tanta mella los gags repetidos y previsibles, las volteretas que pega el guión o la aceleración general que satura la pantalla y el relato. Pero, a su vez, hay algo más que se vuelve prescindible y es el estilo del director. En las dos Sherlock Holmes, para bien o para mal, se nota enseguida la mano de Guy Ritchie, más que nada en la segunda, donde el aparataje visual y cool de la primera se percibe desgastado y en un constante desajuste con la historia. A medida que avanza, la película abre dos posibles líneas de la mirada: el público se puede interesar por seguir a los protagonistas o por la batería de recursos que desparrama el director. Pero es difícil ver los dos a la vez porque uno tiende a tapar al otro: cuando Downey o Law están en plano y la velocidad del montaje deja verlos y escucharlos con claridad, el dúo eclipsa cualquier canchereada visual de esas que pergeña a cada rato Ritchie. En cambio, cuando el director copa la puesta en escena con sus gadgets formales, los personajes y su mundo se deshacen en planos y juegos visuales que se convierten en la verdadera estrella del momento. Ocurre con cualquier intercambio entre los protagonistas, cuando la puesta en escena se subordina en pos de la interpretación (y la mano de Ritchie desaparece) o, al revés, en la escena del bosque, donde el director experimenta con la imagen haciendo de los personajes un mero soporte sobre el cual inscribir su propia estampa estilística. El universo de Sherlock Holmes y el estilo de Ritchie nunca dialogan, más bien chocan, se relevan mutuamente porque no pueden coexistir de manera armónica, y si bien ninguno llega a ajustar cuentas con el otro, se presiente un futuro en el que el director ya no va a poder manipular a su gusto el mundo del detective inglés. A su vez, es fácil imaginarse nuevas películas sobre Sherlock Holmes sin la presencia del realizador de Snatch, cerdos y diamantes. No importa qué tanta haya sido la responsabilidad del director en la creación del universo de la primera Sherlock Holmes; ahora, ese universo se revela como lo suficientemente sólido y robusto como para resistir las maniobras formales que atentan contra su disolución. Eso es lo que pasa cada vez que Ritchie quiere innovar o contar una escena de manera personal: el director opaca a los personajes y los deforma, les resta densidad narrativa para ahogarlos en la plasticidad visual de su gramática. Hay que tomar nota de ese conflicto porque habla de la capacidad de una historia de soportar (o no) el desgarramiento operado por un estilo, y de la fuerza de ese estilo y de su posible comprensión (o no, también) de las lógicas que rigen un mundo de ficción particular. No importa qué tan rigurosa pueda ser la manipulación que realiza en sus películas a través de la puesta en escena, por ejemplo, Brian de Palma, porque el director entiende de qué van sus historias y personajes, no los pisotea sino que los integra, los vuelve partes fundamentales de su estilo. En cambio, Ritchie casi nunca alcanza a comprender del todo a sus personajes, no sabe en dónde empiezan ellos y en dónde termina la marca autoral, no tiene idea de cómo hacer para que los dos se fundan. El conflicto se siente durante toda la película y, muchas veces, la exageración e hipertrofia estilística de Ritchie da cuenta de una derrota, la de un director incapaz de interesarse genuinamente por sus personajes que observa cómo resiste a sus alardes formales un mundo de ficción que él mismo contribuyó a crear.
Publicada en la edición impresa de la revista.
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Algunos hombres buenos Si se desacomodaran algunas convenciones genéricas, la saga de Misión: Imposible tranquilamente podría convertirse en una película de terror. Tipos que pueden entrar y salir de cualquier parte sin ser vistos, vigilar y secuestrar gente, viajar de un país a otro sin rendir cuentas a ningún gobierno, acceder al armamento y la tecnología más modernos del mundo y servirse de ellos a discreción; los agentes del MIF son la versión actualizada y realista (aunque no por eso menos sofisticada) de James Bond y la agencia MI6. El género de espías y unos afinados mecanismos narrativos consiguen que, lejos de temer y despreciar a esas personas, nos pongamos de su parte a la hora de perseguir/capturar/asesinar a algún villano de turno que, suponemos (esperamos) constituye para el mundo un mal peor que ellos. Claro, durante sus encargos Ethan Hunt y sus compañeros sufren dificultades que ponen en riesgo su vida, cuando directamente no son muertos en combate o por obra de alguna tortura despiadada. Pero recién en Misión: Imposible – Protocolo fantasma los protagonistas se encuentran con el mayor obstáculo posible: por decisión del presidente estadounidense frente a la voladura del Kremlin, se cierra el MIF y la tecnología con la que contaron hasta el presente les es arrebatada. No es raro que en esta entrega falte Luther Stickell (el especialista en gadgets y comunicaciones interpretado por Ving Rhames) y que el villano sea un político ruso con ínfulas darwinistas que parece recién llegado de la Guerra Fría y que conspira para iniciar una guerra nuclear y hacer borrón y cuenta nueva con la humanidad. La gran pelea ya no se libra contra un enemigo verdaderamente peligroso sino contra las limitaciones que impone la pérdida de técnica de punta. Esto hace que Hunt tenga que escalar varios pisos de la torre Burj Khalifa en Dubai para desactivar el sistema de seguridad del edificio cuando un simple programa de computadora (proporcionado por la agencia desmantelada) haría el trabajo por él en cuestión de segundos; que los agentes adopten la identidad de otras personas sin la ayuda de las clásicas máscaras que copian los rostros (mientras que el enemigo sí las tiene a su disposición); que se identifique a un sospechoso ya no mediante un avanzado sistema de lectura de imágenes sino preguntándole a alguien que está al lado. Hasta los guantes electrónicos con los que Hunt trepa el edificio fallan. Entonces, la técnica que los protagonistas tienen a su disposición es precaria e insuficiente, pero esto no hace más que contribuir a lo que decíamos al principio: incluso operando sin apoyo institucional, Hunt y su equipo son capaces de toda clase de hazañas (como escalar el edificio más alto del mundo) al tiempo que continúan violando todas las leyes civiles habidas y por haber. Lo emocionante y terrorífico a la vez es observar cómo se las ingenian para realizar prácticamente cualquier cosa, para concretar el engaño más elaborado, con una cantidad de recursos mínima. Resulta demasiado tentador pensar que esa especie de lucha contra la técnica y sus limitaciones puede leerse en clave autoral: por sobre el relato en su faceta más literal lo que podría haber es otro conflicto similar, el de Brad Bird, que se enfrenta por primera vez a la filmación de un largo de acción en vivo. La guerra de ingenio que declaran los agentes a cada pequeño obstáculo podría ser la misma de un cineasta en plan de reaprendizaje, que ya no cuenta con la libertad formal de la animación y debe trabajar con lo que tiene, con los materiales de un mundo mucho menos plástico que el de Los Increíbles o Los Simpsons (aunque siga teniendo a su disposición la ayuda de los efectos digitales). Pero me gusta más pensar otra cosa: Misión: Imposible – Protocolo fantasma se vuelve sobre sí misma y mira a sus antecesoras, la saga realiza una torsión con una premisa nueva (¿qué pasaría si los agentes no tuvieran casi ninguna tecnología de su lado?) que produce una puesta en abismo potenciando lo que las novelas y las películas de espionaje vienen diciendo hace mucho: que existen hombres y mujeres que escapan del alcance de la ley, para los que no hay lugares impenetrables ni personas intocables y que, esta vez, demuestran que son lo suficientemente hábiles y empecinados como para seguir haciendo todo eso sin el apoyo logístico de ningún gobierno. En el acto de convencernos de confiar en ellos y en la supuesta justicia moral de sus acciones radica la principal y sutil diferencia entre el género de espias y el de terror. Seguramente se trate, también, de una ficción tranquilizadora: antes que ignorar su presencia, es preferible saber que existe gente así y creer (a riesgo de equivocarnos) que están de nuestro lado.
Lo que Terror en lo profundo viene a postular, a los tumbos y de manera un poco torpe, es la imposibilidad de filmar una película como Tiburón. Que no se lea esta nota como una añoranza fácil de la materialidad y la inteligencia cinematográfica del film de Spielberg: está bien que Tiburón no tenga un lugar en el cine actual porque es una película hecha y atravesada por otra época. El problema es que Terror en lo profundo no intenta romper con el peso de ese antecedente e inaugurar un nuevo paradigma de horror subacuático; la película, más que proponer algo nuevo, lo que hace es constatar su propia impotencia. Con una prolijidad visual muy notoria como para pasar a engrosar la categoría de lo bizarro (que premia la falta de pericia y el error técnico), el film de David Ellis es una suerte de cruza entre clase B y mainstream que se justifica, más que nada, por el uso del 3D, esa amalgama tecnológica que cada vez más se encarga de desdibujar fronteras entre las producciones pobres por un lado y de segunda línea por otro. La película habría podido ser lanzada directo a video pero se estrena en salas de todo el mundo gracias al plus del 3D. Decíamos que Terror en lo profundo viene a confirmar algo: aunque pueda resultar obvio para mucho público, ya no es posible hacer Tiburón, y no deja de ser llamativo que un cineasta se atreva a afirmarlo en su película. Fuera del peso de lo material que caracterizaba a aquella y del uso y abuso de lo digital que la distancia de Terror…, una diferencia fundamental es que ahora es posible explicar el origen del Mal: si el tiburón de Spielberg era un asesino terrible e insaciable que no admitía interpretaciones de ninguna clase, los múltiples tiburones de Ellis, aunque letales, son colocados en un lago por los villanos con la intención de filmar videos de sus víctimas y después venderlos a un alto precio. Entonces, bien a tono con cierta sensibilidad ecológica de época, el verdadero responsable de la carnicería ya no es una máquina de matar animal, perfeccionada con siglos de evolución natural, sino unos malvados que, además de codiciosos, aprovechan la ocasión para despuntar su sadismo y ajustar viejas cuentas. Por otra parte, de lo que habla Terror… es de una nueva frontera audiovisual, la conquista humana de una imagen hasta ahora inaccesible. Los villanos de turno colocan cámaras dentro de las trampas acuáticas donde sumerjen a sus víctimas o las adosan a los tiburones e intentan captar el horror de una persona siendo devorada viva. Si mucho cine de terror reciente se interesa en cómo se procesan las imágenes dentro de sus mundos de ficción (Diario de los muertos, La llamada, El juego del miedo, etc.), la película de Ellis suma otro horizonte visual con sus planos bajo el agua temblorosos y confusos inundados de sangre y gritos. El gran problema es que, descontando esos señalamientos, Terror en lo profundo luce demasiado prolija y correcta como para representar cabalmente el género. La batalla silenciosa que se libra entre un grupo de adolescentes universitarios pudientes y unos marginales que trabajan en un pequeño pueblo junto a un lago, no alcanza a imprimirle carnadura a los personajes, salvo quizás por los de Sarah o Gordon que cada tanto demuestran alguna tridimensionalidad narrativa. En líneas generales, los protagonistas se quedan a mitad de camino: muy rutinarios para ser interesantes, muy delicados para ser verdaderas criaturas de la clase B. Esto, sumado a la incapacidad de Ellis para aprovechar el 3D y los efectos digitales (no hay abuso pero tampoco inteligencia en su utilización), la explicación de la aparición y comportamiento de los tiburones en detrimento de la ambigüedad que caracteriza a otras películas similares, y la importancia que se le otorga a las imágenes de muerte filmadas al interior del relato (un gesto de autoconsciencia que resta todavía más nervio), hacen de Terror en lo profundo un producto frío, apático, conocedor de sus limitaciones pero incapaz de encontrar una respuesta original a sus problemas.
Publicada en la edición impresa de la revista.
La película no lo dice enseguida, pero lo que parece una suerte de manifiesto nihilista puesto en boca de un personaje que atraviesa una crisis de los cuarenta, es en realidad algo muy distinto. El movimiento se realiza con sutileza pero se nota: A quién llamarías toma una distancia prudencial de su protagonista y, lejos de duplicar su visión de la vida cómodamente escéptica, ofrece un cuadro casi opuesto que rastrea un brillo secreto en los personajes y espacios más recónditos de la ciudad. El conflicto que se establece entre el protagonista (interpretado por Roberto Birindelli) y los que lo rodean se extiende hasta darse entre él y la película misma, y quizás por eso sea que las líneas de Birindelli suenan tan impostadas, falsas e irritantes: su queja de pose cool con toques de misantropía resuena contra los contornos de un mundo que se percibe mucho más robusto y vivo de lo que quiere hacer creer el personaje. Para demostrarlo, ahí están las escenas en una quinta un día de sol, el encuentro con una mujer en un bar o la relación entre su mejor amigo y su secretaria en la que los dos se muestran plenos y felices, llenos del otro. Es casi como si los comentarios constantes de Birindelli se estrellaran una y otra vez contra un universo distinto al suyo, en el que no campean la miseria, el engaño ni el fracaso, signos que en todo caso sí pertenecen al cosmos íntimo del personaje. La operación del director Martín Viaggio consiste en poner una cosa al lado de la otra y comparar: Birindelli junto al mundo, ese contraste pone en evidencia necesariamente el resentimiento del primero y la luz a veces refulgente del segundo. En algunas críticas sobre la película se habló de misoginia, pero las mujeres de A quién llamarías que no apoyan a los hombres (o que directamente los engañan, como la novia del protagonista) tienen motivos de sobra para no ser acompañantes fieles de sus parejas. Además, el enojo de Birindelli toca a las mujeres pero no se queda en ellas, su bronca alcanza a todas las personas sin distinción de sexo. Un cierto aire de gravedad que se presiente en algunas escenas se disipa rápidamente en otras, por ejemplo, en los recorridos nocturnos en auto, donde se respira un aire perteneciente a un cine diferente del presente: el argentino de los 60, la Nouvelle Vague, el Nuevo Cine Argentino. Una buena parte de A quién llamarías transcurre en la calle y de noche, y ese clima impregna también a uno de sus mejores personajes: Viviana, la mujer que conoce el protagonista y que parece mandada por la misma película para ponerle los puntos, para interrumpir abruptamente sus frases y reflexiones berretas (no por nada ella es la primera que le dice que no lo quiere escuchar). Cuando Birindelli se calla la boca y observa la realidad que lo circunda el personaje puede vislumbrar pliegues luminosos que antes permanecían ocultos tras la desconfianza de sus palabras. Cuando el protagonista cuenta al pasar que estudió Letras porque quería hacer poesía (y terminó dejando y sin escribir nada) queda claro que a Birindelli no le va muy bien en el terreno del lenguaje, al que utiliza como simple escudo para defenderse de las cosas que le acontecen. El único verdadero momento de felicidad parece llegar recién al final, justo cuando, en medio de un evento confuso, disruptivo y que prácticamente no es contado por el relato, el personaje se encuentra desarmado en su retórica de la derrota e imposibilitado para hablar.