Hace más o menos tres años escribí algo en otro lugar diciendo los malos que me parecían Kung Fu Panda y el cine de Dreamworks en general. Hoy tengo que hacer algunas correcciones: las películas de Dreamworks me siguen resultando tan cómodas y chatas como siempre, pero Kung Fu Panda 2, el último producto animado de la empresa fundada por Steven Spielberg, es otra cosa. Si hubiera que trazar una línea entre la primera y la segunda película, podría decirse que la saga de Po realizó un aprendizaje notable, casi al punto de despegarse del esquema común del cine de Dreamworks. Lo primero que salta a la vista (y KFP2 es una película con personajes que saltan sin parar) es la creencia en la historia que se está contando: ya no estamos frente a un remix paródico de lugares comunes de la cultura china más exótica o del cine de artes marciales, ahora tenemos delante un relato fuerte, sustancioso, que se toma en serio (sin perder el humor) a sus criaturas y sus conflictos, que las construye con pinceladas cálidas sin el cinismo habitual de Dreamworks; hay escenas en las que uno puede emocionarse de verdad con lo que pasa entre los personajes, ya se trate de un reencuentro familiar o de una pelea a muerte entre guerreros. A no confundir lo dicho con el sentimentalismo barato del final de Toy Story 3: en KFP2 lo que hay es una exploración de las zonas narrativas que la parodia y la burla simplona de la primera terminaban por opacar. KFP, incluso contando con un personaje genial como Po, estaba demasiado preocupada por hacer reir al público con chistes autoconscientes, casi como si estuviera escapando constantemente de la emoción; en cambio, KFP2 la busca y trabaja como verdadero centro de la historia. Casi a la manera de Disney, KFP2 es acerca de familias quebradas y de la manera en que se puede lidiar con ese dolor. Así se emparenta a Po con el malvado Shen: mediante la pérdida de los padres. Los dos quieren escribir una nueva historia familiar: Shen conquistando China y vengándose de sus padres que lo desterraron, Po siguiendo las pistas de un pasado quebrado hasta rearmar el rompecabezas de su identidad. No es raro que la película de Dreamworks más atípica sea la primera que tiene a un protagonista preocupado por saber quién es en realidad: en KFP2 parecen estarse redefiniendo los intereses morales y estéticos (son lo mismo) de la productora de Spielberg y Tom Hanks, como si la película misma se pensara en relación a los trabajos animados anteriores de Dreamworks e intentara demarcarse, reconstruir un pasado al nivel de la historia a la vez que (y esto es lo más importante) un presente que se proyecta hacia delante, que se dispara en la posible dirección de otras películas futuras, todas nobles, respetuosas de sus criaturas, capaces de generar empatía de manera leal, siempre sin olvidarse de la comedia, verdadera quintaescencia de las películas de Dreamworks. En KFP2 la risa y hasta la carcajada ya no surgen del señalamiento distanciado de la torpeza de Po sino de un pararse junto a él. Nos reímos de sus imperfecciones, sus errores y sus zonceras porque este nuevo Po se parece más a nosotros, porque a pesar de no ser hombre, Po es el panda más humano que el cine jamás haya dado. Ya no nos burlamos de un oso gordo, payaso y que no puede dejar de comer, nos reímos a la par de un personaje que, por su humanidad, ternura y tristeza, se parece a los que estamos del otro lado de la pantalla, que es casi como decir que nos reímos de nosotros mismos al tiempo que, como Po y sus amigos, esquivamos la tristeza un poco a los saltos.
El dedo maneja un registro variopinto e inseguro en el que los mejores momentos son aquellos donde la película, absurdo mediante, se permite jugar más libremente con sus personajes y arrancarlos de los estereotipos a los que parecen estar pegados. Cuando Baldomero, en plena campaña para intendente, muere de manera misteriosa, su hermano jura venganza frente a su cuerpo sin vida y le corta un dedo; el dedo, ahora colocado en un frasquito con formol, habrá de dirigir la vida de los habitantes de Cerro Colorado y se convertirá en una especie de guía espiritual. Las lecturas que se hacen del dedo de acuerdo a la dirección en que apunta y la forma en que se toman decisiones después de consultarlo son lo más divertido de la película, cuando Sergio Teubal se anima a correrse de la estereotipia más rígida y la mezcla genérica y consigue que su relato respire un aire nuevo, que exhale una frescura que se traduce incluso en la construcción visual, por ejemplo, en el plano lejano del interior del almacén en el que se encuadra a los personajes y al jorobado Goyo, que se encuentra colgado de un arnés en el techo después de que el dedo señalara el instrumento como cura para su mal físico. Fuera de las escenas en las que el absurdo se apodera definitivamente de la historia y la puesta, El dedo sufre de una falta de personalidad que es cada vez más frecuente en mucho cine argentino. No se sabe qué busca la película al realizar cambios de tonos tan bruscos: de la comedia costumbrista se pasa a la tragedia familiar, de un silencioso duelo a muerte a un señalamiento más o menos fuerte de la corrupción del gobierno local, de la burla para con los personajes a un retrato serio y con ribetes dramáticos, y de telón de fondo siempre está el documental aportando testimonios en clave paródica de los que serían los verdaderos habitantes en los que se basó la historia (aunque se trate de una adaptación del cuento de Alberto Assadourian). Ese constante deslizarse de un registro sin solución de continuidad y sin un objetivo claro hace que la propuesta de la película se diluya y que sea imposible formular de manera más o menos precisa su interés: reírse de los habitantes del pueblo, pintarlos como idealistas y valientes, contar una historia de amor y redención local, pergeñar un relato sobre la participación y la vida comunitaria, etc. Se habló bastante de la supuesta carga política de la película y de cómo referiría de manera evidente a la Historia argentina (Perón como líder carismático que dirige a las masas desde el exilio, el dedo como sus manos cortadas, y todo eso articulado con el contexto de las elecciones próximas en las que otro líder parece imponer su figura política desde un más allá –aunque la muerte de Néstor Kirchner ocurrió después de filmada la película, la fecha del estreno habilita a que se la lea de esa forma, como si se tratara de un plus de sentido que la coyuntura le regala a Toubal–), pero lo cierto es que esa referencia a la política nacional resulta plana, sin un volumen que la sostenga y le confiera un cuerpo propio: ¿cómo decir algo sobre política de manera tan abierta cuando no se sabe qué se está buscando, cuándo se recorren caminos en direcciones múltiples sin decidirse nunca por ninguno? La sensación que queda después de terminada la función es que El dedo es una película con muchas ideas y recursos pero con una visión del mundo fragmentada, débil, cuya fragilidad se percibe sobre todo en esa amalgama caótica de tonos y climas que, lejos de imprimirle ambigüedad al relato, lo torna indeciso, falto de coherencia, lo dota de todos los signos del pastiche posmoderno más endeble.
1. Viajes. Acá se estrenó después de Conocerás al hombre de tus sueños, pero Que “la cosa” funcione en realidad le sigue a Vicky Cristina Barcelona, esa especie de frutilla de postre colorida de la feísima trilogía anterior de Woody Allen. Después de hacer un viaje de tres películas por Inglaterra y una pasada rápida por Barcelona, Allen vuelve a New York. El problema es que, como toda la gente sabe, los viajes cambian a las personas, uno nunca es igual después de haberse movido de un lugar a otro del planeta, sin importar la distancia que haya recorrido. La clave es un poco esa. El cine de Rossellini mutó de la urgencia neorrealista al didactismo televisivo seguramente por muchos motivos, pero detrás de ese cambio hubo viajes, que muchas veces se aprecian hasta en los títulos de sus películas: de Roma a toda Italia (Paisá, Viaje en Italia), de Italia a Alemania (Alemania año cero), después a todo un continente (Europa 51) hasta arribar en la India, esa tierra extraña que el director mira desde el asombro más respetuoso. La pasión por el cine y los viajes lo llevó incluso a convertirse en una especie de Doc Brown adelantado a su época: cuando el mundo le quedó chico, Rossellini empezó a viajar en el tiempo con películas como La toma del poder de Luis XIV o Sócrates. Como decía Godard, Rossellini saltó de lo particular a lo más general, ese es el eterno movimiento que alimentó secretamente su cine. Woody Allen filmó más películas que el italiano, pero igual, a grandes rasgos y dejando de lado excepciones, el viajar también lo arrancó de una cierta comodidad y seguridad del mundo neoyorquino y lo llevó a explorar otros, ya fueran ciudades, países, continentes o, como Rossellini, otras líneas de tiempo. Y, como Rossellini, Allen también realizó una especie de pasaje de lo particular a lo general: la trilogía británica habla desde la tragedia griega y de problemas existenciales bastante más amplios que el abanico de neurosis que el director observaba en sus películas en New York. 2. Colores. Moverse es bueno, desentumece el cuerpo, fuerza los músculos y obliga a mirar el paisaje, a estar atento a lo que pasa alrededor. Mientras viajaba, Rossellini descubrió, entre tantísimas cosas, el color. Al revés, Allen, que ya había trabajado con una enorme variedad de gamas de colores y con el blanco y negro, en su paso por Inglaterra terminó reduciendo la paleta de su cine, que se reconcentró más en el azul y el gris, condimentados ocasionalmente por alguna luz amarilla que horadaba la bruma apagada de Londres. A golpe de vista, lo primero que se siente en el comienzo de Match Point es una pérdida cromática, como si al pasar a la generalidad de la tragedia y los “grandes temas” el cine de Allen no pudiera mantener el trabajo con el color de otras de sus películas más locales, más particulares. El color era lo primero que, de nuevo, golpeaba al ojo en Vicky Cristina Barcelona, pero se trataba de un color pintoresco, pretendidamente típico, como esa escena en un restaurante con aire muy andaluz y un guitarrista de flamenco en la que se habla de la “magia” de las noches españolas. Entonces, color local y variado pero filtrado por el prisma de lo pintoresco, de estética de postal. En Que “la cosa” funcione el color, una vez más, es una de las primeras cosas que atacan la vista. Pero esta vez la fotografía pareciera estar en consonancia con el clima y el lugar de la historia: Allen vuelve a New York, y esa gama de rojos y ocres salpicados por verdes y azules ya no opera como pintoresquismo sino como color propio de una ciudad que el director demuestra conocer como nadie a lo largo y ancho de su cine. No importa acá su historia personal; Allen conoce New York y eso se nota en un nivel puramente cinematográfico, por ejemplo, en la falta de imágenes de lugares típicos o representativos de la ciudad: la única visita a uno de esos lugares (el mausoleo de Grant) es fugaz, el lugar prácticamente ni se ve, y el personaje de Boris lamenta haber ido y explica que nunca había estado allí a pesar de haber vivido toda su vida en New York. 3. Cinismo. Entonces, al cine Allen parece haberle hecho mejor el regreso a casa que todo el recorrido por Inglaterra y Barcelona (peligros de viajar: las cosas no siempre salen como uno espera y el retorno puede ser la mejor parte de la travesía). El problema es que, exitosos o no, decíamos, los viajes cambian a las personas. Y Allen, aunque aceitado, de nuevo en su ambiente y pertrechado con restos de su humor de antaño, cambió, y no hay fotografía, ciudad o historia que pueda disimular eso. Su cine se volvió cínico porque toma distancia de sus personajes y los mira sufrir desde la lejanía, porque desnuda los mecanismos del cine de ficción de manera muchas veces gratuita, porque no respeta la coherencia interna de su historia y obliga a los personajes a hacer cosas que jamás harían (no por nada en Que “la cosa” funcione abundan los vacíos temporales: los momentos más incoherentes son relegados al off mediante elipsis que a veces duran hasta un año entero). Pero, principalmente, se volvió cínico porque su cine es cada vez más un vehículo para un mensaje: Que “la cosa” funcione es una película bien “discursiva”, que todo el tiempo interpela al espectador (los apartes de Boris son apenas un recurso dentro de su aparataje comunicativo) recordándole siempre que está frente a un relato y que, en última instancia, lo que importa no es tanto la humanidad de los personajes sino los temas que se tocan y su posible confirmación, como ocurre con el pesimismo de Boris (que tiene razón y se equivoca alternativamente). Por eso es que el espesor narrativo de los personajes es tan delgado, tan poroso; muchas veces pareciera que lo que le interesa al director no es tanto contar una historia con seres creíbles sino hablar (o seguir hablando, en todo caso) de “grandes temas”: la muerte, la soledad, la genialidad, el amor, la sociedad, etc. Los personajes no son más que depósitos de opiniones y creencias que el director cruza, pone en tensión, con los que juega. A fin de cuentas, de qué otra manera puede entenderse el casamiento de Boris con Melody sino como una unión imposible hecha con el propósito de reírse un poco de los dos y de ver qué sale de la colisión de credos tan distintos. 4. La vida. Sí, es cierto que, casi como por ósmosis, el cine de Allen recupera algo de su vitalidad anterior. La rutina de Boris, las salidas al cine, los paseos, los parques, el cocinar, la forma de vestirse, ir a bares; detrás de la batería de temas “importantes” hay un resto nada despreciable de energía vital que parecía haberse perdido para siempre en los paisajes londinenses y andaluces más pintorescos y que resurgen en la primera escena de Que “la cosa” funcione con un grupo de amigos tomando algo en un café de barrio sentados en una mesa de la vereda. El descenso de las alturas de la tragedia más universal a los hábitos y manías urbanos le hace bien al cine de Allen, lo oxigena. Obvio, en esto cumple un papel fundamental Larry David: es difícil imaginarse la película sin él, casi como si el cómico (otro que hizo stand-up y fue guionista, como Allen) trajera la enorme carga de su universo personal (denso, inquisitivo, neurótico, obsesivo, lúcido) y le inyectara a Que “la cosa” funcione la dosis de urbanidad y observación cotidiana necesaria para que la fórmula no fracase. Woody Allen vuelve a New York pero lo hace cambiado: cínico, algo pretencioso, no cree en sus personajes y decide utilizarlos como piezas en el tablero de los grandes temas. Sin embargo, algo de la vitalidad que rebozaban sus mejores películas se vislumbra de nuevo en Que “la cosa” funcione.
Publicada en la edición impresa de la revista.
El nombre del juego. Creo que las películas de Mariano Cohn y Gastón Duprat son personalísimas, con ideas narrativas y de puesta en escena poco o nada exploradas en el cine argentino, y que los mundos que construyen casi no tienen paralelo en la historia de la cinematografía local. O sea, que son directores que le imprimen a su cine una visión propia sin importar con qué materiales trabajen: documental o ficción, comedia o grotesco. Pero hay algo de la manera en que ven el mundo y el cine que no me gusta nada, y lo peor es que, supongo, ese es el núcleo de su propuesta y lo que atrapa a los espectadores que gustan de sus películas. Se trata de la crueldad que exhiben para con sus criaturas, la forma en que las pintan como patéticas, ventajeras, inmorales y, en consecuencia, el castigo que les sobreviene: las cosas malas que le pasan a personajes como Leonardo (de El hombre de al lado) o a Ernesto, en cierta medida (parecieran decirnos las películas) están justificadas por el carácter nefasto que los signa. Así, el cine de Cohn-Duprat queda encerrado en un círculo de maldad que es imposible desanudar: las películas hacen a sus personajes miserables, entonces tienen el imperativo moral de castigarlos, de someterlos a cuanta tortura física y psicológica sea posible. Rechazo de plano esa propuesta: el cine Cohn-Duprat definitivamente no es para mí, y así como esa visión del mundo me resulta condenable, estoy seguro que a muchos otros espectadores les pasa lo mismo. Pero este rechazo que me producen sus películas es lo que, en cierta forma, más rescato: el carácter límite e incorrecto de su cine, su voluntad de llevar hasta el límite una violencia ejercida sobre sus personajes sin matizarla ni esconderla. Otras películas operan de manera similar pero sin la franqueza de Cohn-Duprat; ellos lo de hacen de frente. Esa irreverencia y falta de reparos en la sensibilidad del público me atrae: Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo es una película que estuvo a punto de hacerme levantar de la butaca e irme de la sala varias veces, y el apuntar a generar ese rechazo moral o adhesión total a un comentario sobre el mundo, eso es algo que valoro; gestos así, formulados en caliente y a lo bestia, no abundan en el cine argentino. Cohn y Duprat no se andan con chiquitas, lo suyo es todo o nada; sus películas, desafiantes, nos dicen “si no te gusta te vas, y a mí qué me importa”. Querida… representa con claridad una evolución en el marco de la obra de los dos directores. Como si la crueldad hacia sus personajes anteriores no hubiera sido lo suficientemente explícita, esta vez Cohn-Duprat calibran mucho más su propuesta y hacen una película que, prácticamente, puede decirse que está hablando no solo del cine, sino del cine que hacen ellos. En Querida… hay un “hombre raro” que por azares climáticos (le caen encima dos rayos consecutivos) adquiere los poderes de un semi dios, pero como no busca la riqueza ni la gloria, el tipo se va a dedicar a jugar con la vida de otras personas. Ernesto es una de sus tantas víctimas, un personaje frustrado, triste, derrotado, el cobayo perfecto para las diversiones del hombre raro. Pero si esta historia ya presenta evidentes signos de autoconciencia (el hombre raro es una especie de demiurgo que abre líneas de tiempo para que su personaje, Ernesto, las habite) la presencia de Alberto Laiseca suma otra capa “meta”. Resulta que Querida… es un cuento inédito del escritor, y este aparece de a ratos frente a la cámara explicando y comentando los avatares de los personajes, casi siempre burlándose de Ernesto y festejando sus fracasos estrepitosos. Entonces, un personaje juega con otro cuando en realidad es Laiseca el que juega con los dos. Y si queremos complicar más las cosas, se podría decir que detrás de la cámara que los observa están los directores, riéndose y moviendo los hilos de ese relato dentro del relato, jugando ellos a su vez con todos. Eso sí, acá “juego” hay que entenderlo en los términos más salvajes posibles. Para los directores el jugar se traduce en un disfrute primitivo, casi animal, como los que despuntan los chicos cuando cazan y torturan bichos. Juego cruel, terrible, Cohn y Duprat capturan en su red a Ernesto y juegan con él, lo ponen patas para arriba, lo golpean, le sacan el aire, lo meten adentro del agua, le clavan agujas. No soy quién para decir qué es juego y qué no, cuándo jugar está bien o está mal, pero sí que este juego no es para mí. Respeto a Cohn y Duprat por patear el tablero e instalar reglas nuevas dentro de un cine poco entregado a lo lúdico, y probablemente siga mirando de reojo sus divertimentos, pero difícilmente entre a jugar con ellos.
Una especie de Extraño meets La risa, Los labios es una enigmática y potente mezcla de dos universos cinematográficos, el de Santiago Loza (que ya va por su sexto largometraje) e Iván Fund, cuya ópera prima La risa fue, para el que escribe, una de las mejores películas del Bafici 2009. Lo que más asombra es la capacidad que tienen ambos directores de armonizar dos propuestas estéticas tan disímiles en una única visión sólida y coherente: al ya conocido extrañamiento del mundo que opera Loza y que termina por configurar un cine por momentos extraterrestre, se le suma la exploración cercana y obsesiva de Fund, que examina a los personajes y a los objetos en sus espacios y zonas más recónditos. El resultado es una película en la que, detrás de su historia áspera compuesta de detalles cotidianos y pequeñas miserias, anida un film intrigante, rico en gestos y hechos incomprensibles que arañan el delirio. El genio de Loza y Fund está en haber encontrado un universo irregular, hecho de pequeñas fracturas por las que se cuela lo insólito en medio de la rutina más ordinaria de un pueblo del interior. A ese pueblo llegan las tres protagonistas: sus visitas a las regiones marginales de la comunidad toman la forma de verdaderas expediciones hacia lo desconocido en las que es posible hallar relatos de vida, pobreza, ignorancia o incluso hasta algunos destellos humanos cegadores, como ocurre con las chicas de la primer casa a la que asisten, (las nenas demuestran una simpatía y una frescura emocionantes). A su vez, los informes que realizan con las estadísticas sociales correspondientes no hacen más que expandir esa grieta entre el mundo conocido y el otro subterráneo que pugna por salir a la superficie: sus relevos de información, fríos y rutinarios, relatados por la voz en off, contrastan enormemente con su trabajo comprometido y con la riqueza y complejidad de los seres con los que tratan. La voz en off que lee esos informes, acompañada por el contrapunto necesario de las imágenes, parece estar hablando ya no de una zona de provincia marginal, sino de una colonia humana en otro planeta. También el humor es una disrupción de ese orden tan precario: una cargada generalizada a un remisero o una imitación de Manolo Galván son los signos de un resquebrajamiento apenas perceptible pero que está allí y que se abre paso a través de los planos, como las máquinas que vienen a demoler el hospital abandonado donde se quedan las tres mujeres. El final, un estallido de primitivismo misterioso e indescifrable, que deja ver los signos de una belleza atávica e inquietante, al que solamente nos queda acercarnos desde el asombro, opera un desgarro último e irreparable en la pretendida normalidad de la comunidad: si nos dijeran que esas imágenes fueron registradas hace miles de años o que provienen de otra galaxia, sería difícil no creerlo.
Para ser superhéroe hay que saber lo que es perder a la familia. Batman, Superman, Spiderman, Daredevil, la mayoría de los X-Men; todos pertenecen a familias quebradas, asesinadas, extinguidas. Pareciera que muchas veces, en la lucha contra el mal, lo que hay no es tanto un deseo de hacer el bien (que sí, obvio, está) como la búsqueda un poco tosca de cariño, el intento desesperado de encontrar nuevos vínculos afectivos que reemplacen a los seres queridos ausentes. Thor es la primera película de superhéroes que no piensa la familia como pasado trágico sino como presente cargado de conflictos. Al director le importa el mundo palaciego de Asgard mucho más que las peripecias de Thor en la Tierra; el ser superhéroe ni se le cruza por la cabeza al hijo de Odín, príncipe heredero al trono que es desterrado del reino por su comportamiento belicoso. Su único acto de justicia y sacrificio por los humanos (uno solo en toda la película) es menos un gesto heroico que una parte del aprendizaje del ser hijo y vivir según las reglas de un padre cálido pero duro. Si las películas de Superman transcurrían casi en su totalidad en nuestro planeta para volver sólo muy esporádicamente al desaparecido Krypton, en Thor pasa justo lo contrario: las escenas en la Tierra no son más que el telón de fondo del verdadero drama, uno con ribetes notoriamente shakesperianos que acontece, con toda la pompa e intriga acordes, dentro del castillo de Asgard. Quizás sea por eso que el personaje de Natalie Portman parece tan decididamente torpe, lineal, sin ninguna muestra de trabajo narrativo demasiado elaborado. Jane (Portman) no es más que una muletilla que sostiene y construye desde otro lugar al personaje de Thor, un dios caído y perdido en el universo genérico de los superhéroes. Hermanos unidos que se ven enfrentados por las circunstancias; un padre que tiene que elegir entre uno de ellos para que lo suceda en el trono; un séquito de amigos fieles e incondicionales; una conspiración capaz de poner en riesgo la paz de todo un reino; una maldad y deseo de venganza que ocultan la falta de cariño y respeto familiar; un bebé secuestrado que crece sin conocer su verdadera identidad, etc. Thor es un drama cortesano con el ingrediente fantástico de transcurrir en la tierra mítica de Asgard, donde los guerreros tienen poderes y el combate es un ritual feliz que permite realizarse en el mundo. Pero si la película no se parece en nada a uno de esos productos de Hallmark con aspiraciones de qualité es porque Branagh le imprime a Thor un aire marcadamente irreal e hiperbólico que reenvía al espectador todo el tiempo a la noción de cine. La ciudad de Asgard, una maravilla de la técnica, curvas y rectas, estructuras flotantes y destellos dorados, solamente puede existir en una pantalla de cine, lo mismo que las hazañas guerreras del hijo de Odín; así, el drama palaciego nunca deja ver pretensiones de parecerse a la realidad o de referir a ella mediante claves interpretativas. Thor es pura historia y puro artificio que conoce a la perfección su lugar: lo divino, lo mágico y lo heroico componen su geografía narrativa sin ningún atisbo de hacer Historia de manera encubierta. Si Thor no es (felizmente) del todo un drama shakesperiano, eso ocurre porque el director está, una vez más y contra cualquier pronóstico posible (sus últimas películas habían sido muy pobres), desplegando una visión personal del mundo. Fue el reproche que se le lanzó desde siempre: Kenneth Branagh adapta mal a Shakespeare porque no entiende la tragedia. Y es cierto que en casi todas sus adaptaciones (salvo en la oscurísima Enrique V) la trama se las arregla para adoptar un tono más o menos festivo que sortea con elegancia los momentos trágicos para volver una y otra vez a la comedia. Thor, aunque por momentos lo parezca, no llega nunca a ser una tragedia porque el conflicto inicial no parte de un hecho insuperable y porque la película se encarga, sobre el final, de restituir un estado de cosas ideal en el que lo único que falta es el componente maligno, ahora convenientemente depurado. Si a veces el cine de John Ford transita el camino de la tragedia shakesperiana más descarnada, Kenneth Branagh lleva siempre al dramaturgo inglés por los senderos más felices y plenos de la comedia hawksiana en la que, incluso después de haberse dibujado los signos de un destino trágico, el director encauza los conflictos de manera que desemboquen (que estallen) en un final que siempre es tregua y promesa de paz, como la reconciliación imposible que se da al final de Río Rojo. La historia de Río Rojo se parece bastante a la de Thor: un padre cría a un hijo con amor esperando transmitirle su saber; el hijo aprende pero también cree saber más que él, y lo desafía intempestivamente; los dos se alejan y se declaran odios mutuos, pero en el fondo no anhelan más que verse de nuevo y volver a ser familia. La maestría de Thor está en enhebrar ese drama sin despreciar el universo original del personaje. Se nota en las escenas de acción como la batalla contra los gigantes de hielo: Branagh aprovecha a cada uno de los personajes y filma el combate con nervio, impacto y sin caer en la repetición fácil o en una mera seguidilla de planos rápidos (una de las cosas que más impresionan es la manera en que se explota el sonido: los gritos, ataques y golpes de Thor y su martillo Mjolnir vibran en el cuerpo y a lo largo y ancho de toda la sala). Thor viene a sumarse a ese grupo selecto de películas de superhéroes (aunque su personaje no lo sea del todo) a la par de Batman, el caballero de la noche y las dos Iron Man. Lenta pero segura, empieza a escribirse la historia grande de un género hasta ahora menor.
Cat Power El gato desaparece es la séptima película de Carlos Sorín pero por varios motivos supone un debut: es su primera película de género, trabajó con actores profesionales, rodó en Súper 35 mm cinemascope, y abandonó los espacios abiertos de zonas rurales para filmar, también por primera vez, en una ciudad enrejada y claustrofóbica. Las razones de semejantes cambios, en esta entrevista. Tras una estadía en un hospital neuropsiquiátrico, Luis, profesor de filosofía, vuelve a casa junto a Beatriz, su esposa. Luis duda, está contento pero no termina de conectarse con su rutina y espacios cotidianos. Después del incidente confuso y violento que lo llevara a ser internado, es declarado sano por doctores y aceptado nuevamente por su esposa y su hija, pero algo misterioso en él cambió para siempre: ahora Luis es distinto y dentro suyo parece anidar algo terrible. Distraído, algo perdido, va a saludar al gato y Donatello (así se llama el felino) no lo reconoce y lo ataca. Entonces, la casa moderna, fría, de ángulos rectos y grandes zonas vacías, se vuelve el escenario de una investigación, la que emprende tímidamente Beatriz para desenterrar el secreto de Luis, y también para encontrar a Donatello, que no está por ninguna parte. El gato desaparece, que cuenta con las actuaciones de Beatriz Spelzini y Luis Luque, es la primera incursión de Carlos Sorín dentro de un género. Alejado de su trilogía rural iniciada con Historias mínimas, esta vez Sorín filma en la ciudad y dentro de espacios cerrados, trabaja con actores profesionales y pergeña un thriller exquisito, con toda la elegancia del mejor cine clásico. ¿Te sentiste cómodo haciendo tu primera película de género? Sí, absolutamente. No sé si es completamente de género, pero sí la primera película construida, más convencional en términos de producción que mis películas anteriores. ¿Tuviste alguna película o director que te haya influenciado particularmente para filmar El gato desaparece? Me influyó El escritor oculto de Polanski, una película hecha con precisión y maestría. Y después de ver tanto cine experimental, ver eso es como escuchar a Mozart. ¿Cómo fue volver a trabajar con actores profesionales? Muy bien porque ya estaban elegidos desde antes de comenzar a escribir el guión. O sea, ya tenía la imagen de ellos, sabía qué les podía pedir, cuáles eran los límites y las posibilidades de cada uno. Además es una película de cámara, muy contenida en la logística de producción, altamente controlable, así que me pude dedicar más a la dirección de actores. ¿Cambió mucho tu cine el hecho de filmar en 35mm y pantalla ancha? Sí, pero no cambió por filmar en 35mm, esta película la hubiese hecho en pantalla ancha así fuera en 16mm o con una cámara de video. El formato fue elegido en función de una imagen muy cuidada, prolija, precisa, bien de cine clásico. Con la pantalla ancha tenés que reaprender algunas cosas de encuadre, los planos no son iguales, no podés acercarte demasiado por la forma apaisada de la pantalla. Y lo que te da ese formato son grandes espacios y fondos, o zonas vacías en los primeros planos que estéticamente se pueden usar de manera muy interesante. En la película se siente mucho el formato ancho y la profundidad de campo... Lo vas a sentir mucho más cuando la veas en cine. Es un shock. ¿Querías elaborar algo de la desconexión entre los dos protagonistas con esos recursos? No, por lo menos no de manera consciente. A último momento elegí el formato 1:2.35. No sé por qué lo elegí, supongo que porque quise hacer el cine como los maestros, el cine que yo admiré. Estuve cómodo con ese formato por el estilo de película, otra de mis historias no podría filmarse así. Lo importante es encontrar el modo de filmación y de producción adecuado a la historia y al código de cada película. A diferencia de lo que pasó a partir de Historias mínimas, en La ventana ya había un relato que se contaba en el encierro de una casa, y El gato desaparece es una película bastante claustrofóbica. ¿Tu cine abandonó los espacios abiertos del campo para meterse definitivamente en lugares cerrados? No, todavía falta ver qué pasa con las próximas películas. No lo sé, el tema es que las películas de ruta son muy cansadoras. Y al mismo tiempo la logística de la producción (yo produzco también) te quita tiempo mental para dedicarte a los problemas de dirección. Y a la vez tenés que aceptar el azar y estar continuamente negociando con la realidad. La ventana y El gato desaparece son películas más controlables y yo me sentí tranquilo, pude ocuparme más de filmar. Por ese lado es más placentero, si bien extraño un poco la ruta. ¿Tenías ganas de filmar en la ciudad? No, para nada. Es más, tengo un proyecto de la época de Historias mínimas que ahora lo estoy rehaciendo, y lo saqué de Buenos Aires para llevarlo a Entre Ríos, a un motel que queda al lado de la ruta. Esta vez, en El gato desaparece, filmé en una casa que daba muy bien, pero si hubiera sido una casa más convencional, la habría pasado bastante mal. Desde La película del rey en tu filmografía no se hablaba del cine. ¿Te parece que El gato desaparece vuelve a tematizar el cine? Puede ser, La película del rey era sobre la pasión del cine y el medio, acá en cambio es el cine como lenguaje. Para mí hacer El gato desaparece fue un ejercicio de lenguaje. ¿Cómo ves la relación entre cine y género en la Argentina? ¿Te parece que los géneros pueden volver a llevar a la gente al cine? Bueno, la película de Campa (Juan José Campanella) es una película de género, y llevó dos millones cuatrocientos mil espectadores. Yo creo que cuando el cine está bien hecho y la gente se conmueve, se divierte y, sobre todo, se siente manipulada por la película, se va feliz. Sin duda, esa es la clave del cine. Pero las películas que manejan bien el género no constituyen la producción mayoritaria en la Argentina. Son más bien exponentes aislados. Es que hay mucha producción, el año pasado se filmó una cifra descomunal de películas. Pero existe un cine de género, la película de Pablo (Trapero), Carancho, es de género. En mi caso, hacer El gato desaparece fue una diversión, unas vacaciones, “vamos a filmar esto para pasarla bien”, como una especie de entretenimiento. Fue muy lindo. Porque vos sabés que hay cosas que ya están trazadas, como la forma sonata, que la podés encontrar en Beethoven, Mozart o Brahms, pero siempre sigue siendo la forma sonata. El género es eso, una forma establecida, clásica, pero vos tenés muchas posibilidades de renovación y de experimentación dentro del género.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Bailarinas en la oscuridad. André Bazin se habría enojado mucho con las películas de Zack Snyder. Entre los múltiples reproches que el padre espiritual de los Cahiers podría haberle hecho al director de 300 estaría el de negarse sistemáticamente a filmar el mundo tal cual es. Claro, en los tiempos de Bazin no existía la animación digital, mientras que en nuestra época está presente en una enorme cantidad de películas, desde las producciones de Pixar hasta la última de Eastwood (la genial secuencia inicial del tsunami); la animación ya se convirtió en otro de los muchos recursos estéticos que el cine tiene a su alcance. Como siempre, las herramientas formales no son inocentes: la animación digital no es buena ni mala en sí misma, todo depende de la manera en que se la use, lo mismo que un travelling o un insert musical. No estoy seguro de cuáles son los límites a la hora de servirse de la animación digital, pero sí sé que las películas que la usan para crear mundos me gustan mucho más que las que la utilizan para disfrazarlo. En el primer caso se trata de una invención en función de la expresividad propia del cine, en el segundo, de retoques que apuntan a moldear el mundo tratando de que el truco sea lo menos evidente posible. Las películas de Zack Snyder hacen siempre lo primero. Sucker Punch: mundo surreal, como 300 y Ga’hoole, empieza hablando de relatos, de cómo una historia puede ser un escape que haga del estar vivo una experiencia menos terrible. También se rozan temas como la amistad, la familia o la crueldad de las instituciones pero, una vez más, el cine de Zack Snyder, en su condición posmoderna, parece tocar todos esos tópicos pero sin abordar ninguno. En cambio, Snyder se dedica de lleno a pensar y poner a prueba el que sin dudas es el interés último de su cine: el cuerpo y sus posibilidades dramáticas. 300 ya intentaba fundar una poética del cuerpo: la película tenía varios problemas pero las escenas de combates brillaban por el cruce que se ensayaba entre los actores y la animación digital. 300 sufrió varios de los mismos ataques que Sucker Punch. Se dijo, entre otras cosas, que el director hacía videoclips, que sus películas parecían videojuegos, y eso siempre entendido como algo a denunciar y condenar. En todo caso, podrá haber malos videoclips y malos videojuegos, pero esas críticas no explican nunca por qué filmar así podría ser algo malo. Si una película tiene puntos de contacto con alguno de esos lenguajes, rápidamente se la entierra bajo el estigma de la contaminación formal, como si fuera posible inventariar los recursos que son propiamente cinematográficos y los que no. La crítica se vuelve una suerte de policía estética encargada de denunciar las impurezas del cine. Después de 300 vino Watchmen, seguramente la película menos personal de Snyder, y a esa le siguió Ga’hoole, que volvía a meterse de lleno en la materia de los cuerpos, en ese caso, con búhos animados que respetaban las proporciones y los movimientos de los animales reales. Sucker Punch pone en funcionamiento una fórmula parecida a la de 300 pero tensándola hasta extremos mayores: las cinco protagonistas son alternativamente personajes con una movilidad típica de un videojuego en 3D, el gesto de una película bélica o las habilidades de una peleadora de cine de acción. En cada uno de los escenarios, se trata siempre de experimentar con los cuerpos y ver qué se les puede arrancar de belleza. Observar en cámara lenta a una de las chicas guerreras haciendo piruetas en el aire o al grupo entero peleando mediante coreografías que desvían la atención de los hechos para reenviarla constantemente a los movimientos y su elegancia o torpeza, como si las actrices dibujaran figuras en el espacio a la manera de salvajes bailarinas. Como en 300, el tema de Sucker Punch puede reducirse a una especie de fundación de una nueva danza, a los diálogos de muerte que unos cuerpos entablan con otros como en un gran baile. Eso sí, como en aquella, las bailarinas de Sucker Punch tienen como apoyo y plataforma el lenguaje del cine; si no, estaríamos solamente ante otro ballet filmado. Bailar al ritmo de las imágenes o, mejor, bailar en imágenes, mientras suenan los covers de Jefferson Airplane, The Smiths, Queen o The Eurythmics. Para Baby Doll, la danza en un prostíbulo de mala muerte es el pasaje a un estado de la mente y el cuerpo distintos. Si quieren sobrevivir en un mundo lleno de injusticia y tristeza, a la protagonista y sus compañeras de combate no les queda otra que abrirse paso a golpes de puño, patadas, sablazos y tiros. Que esas batallas tengan el sello inquietante de la fantasia, de una mentira amable, importa poco: en 300 era el relato de una hazaña lo que hacía posible un cambio en el mundo, y en Ga’hoole las historias de un pasado heróico empujaban a los jóvenes protagonistas a buscar las huellas de esos cuentos míticos. En Sucker Punch, Zack Snyder filma actores de carne y hueso pero los sumerge en universos que solo son posibles dentro de sus películas; la animación nunca es un parche que mejore la realidad tal cual la conocemos sino un camino hacia otros mundos que evidencian su condición de fantásticos sin por eso dejar de ser impactantes y hasta bellos. En esos paisajes digitales de caos, guerra y fuego, sus criaturas luchan y bailan, siempre siguiendo el tempo misterioso de las imágenes, el ritmo secreto de una extraña poesía.