Rachel McAdams es una gran bola de emociones que pasa de un estado a otro sin escalas, en automático, capaz de quebrarse o soltar una carcajada en cualquier momento; Diane Keaton repite una vez más a la vieja canchera y cínica que ya le sale de taquito; Harrison Ford sobreactúa sin llegar a creerse su papel ni por una milésima de segundo, y de a ratos hasta parece que estuviera tratando de imitar pobremente el gesto hosco y la voz aguardentosa de Clint Eastwood. Pero no es solamente la desidia absoluta de los actores. También está la música: una banda de sonido juvenil con aires adolescentes se escucha de fondo o, peor, suena a todo volumen mientras se pasan las imágenes más grasas posibles (las partes en cámara lenta del final, con corridas por la calle y palomas que se vuelan, son de no creer). La idea que se tiene del tema que se trata también es nefasta: trabajadores de medios de comunicación masivos y populares, los personajes de Un despertar glorioso se debaten entre los polos del magazine matutino y del periodismo “serio”, así, sin matices ni gradaciones. Y el único diálogo posible entre ambos es una noticia de contenido político que además tiene algo de impacto amarillista, como el arresto sorpresa a un gobernador que consigue Mike Pomeroy, el periodista multipremiado, comprometido y de trayectoria. Pomeroy no hace otra cosa que ridiculizar públicamente a un político al que la policía va a buscar en ese preciso momento (Policías en acción y Facundo Pastor, un poroto al lado de eso) pero, por algún motivo, la película vende el hecho como un hito del periodismo, un cruce entre compromiso y “gran televisión”, como le dice la productora Becky Fuller a Pomeroy. Obvio, no se podía de esperar otra cosa de una tarada como Becky que concibe el mundo del periodismo como una disputa a saldar entre el formato magazine y las noticias “serias” o, como lo dice ella, entre las rosquillas dulces y la avena amarga. Lo bueno (o no, depende de cómo se lo vea) es que la película se divierte a cuatro manos haciéndole la vida imposible a Becky hasta los límites de la crueldad: le enloquece el teléfono en medio de una cita (y Becky no consigue muchas), la deja sin trabajo justo cuando parecía que la iban a subir de puesto, y hasta le corta un polvo largamente ansiado con un imprevisto laboral. El guión tampoco es muy generoso (ni lúcido) a la hora de darle una personalidad a Becky: adicta incurable al trabajo con un padre fallecido y una madre que la humilla en la única escena que comparten, la productora es un personaje de manual de psicología de bolsillo. En Daybreak, el nuevo noticiero para el que trabaja, va a tratar de formar una familia feliz (carteles de neón: la que no tiene en la vida real) con la presentadora Collen (neón de nuevo: que tiene la edad de su madre y que tampoco confía en ella) y el veterano Pomeroy (lluvia de neones: ¡que podría ser su padre!). Claro, la nena Becky está más interesada en la construcción de esa falsa familia laboral (y por eso mismo, para ella, perfecta, ideal) que en la relación concreta (y adulta) que tiene con Adam, un productor que le aguanta todos los rayes. El director Roger Michell deja ver tal falta de sutileza y respeto hacia el público que hasta se atreve a a mostrar a Pomeroy diciéndole en la cara a Becky que la productora sería víctima de un complejo paternal, trauma que explicaría sus fuentes inagotables de energía. Cada tanto, aunque durante mucho tiempo desaparecen inexplicablemente de la película, las actuaciones de Jeff Goldblum y Patrick Wilson, contenidas y con buenos diálogos, hacen las veces de soporte silencioso que apuntala la endeble estructura general de Un despertar glorioso. Goldblum y Wilson están lejos de la caricatura incluso dentro de roles estereotipados, y sus apariciones balancean un poco el tono grosero y tonto del resto de los actores. Los dos hablan de cosas concretas, y sus fugaces comentarios sobre los medios, las noticias y el rating son más acertados y creíbles que todos los discursitos imbéciles de Harrison Ford y Rachel McAdams juntos.
El universo de Somos nosotros es uno adolescente y eminentemente masculino (que no es lo mismo que machista). En ese universo, los chicos de la película de Mariano Blanco tienen una relación conflictiva con sus respectivas chicas/novias/amantes (nunca llegamos a saber qué clase de relación tienen unos con otros). El episodio más entretenido es el de Lorenzo, que se muestra incapaz de llevar a buen término una salida con (posiblemente) su novia. Ella, notoriamente molesta con la situación, y él, preocupado únicamente por conseguir un lugar para que se puedan acostar, forman una pareja que nos regala más de una escena memorable, como cuando ya habiendo conseguido una habitación, se ponen a hablar sobre escupitajos en el balcón y a testear sus habilidades en la materia, o cuando en el momento inmediatamente previo a conseguir el cuarto en cuestión (que Lorenzo gestiona con un amigo suyo), para llegar a ella deben atravesar una enorme cantidad de pasillos y otras habitaciones (incluso llegan a correr un mueble para abrir una especie de puerta secreta). La segunda parte de la película, que hace foco en un personaje que busca sin éxito a una tal Ana a la que nunca alcanzamos a ver, ensaya un clima de desolación asfixiante y por momentos el tono de vacío parece forzado merced a todas las cosas malas que le pasan al protagonista (no consigue monedas para llamar, Ana no le contesta el teléfono, le roban una parte de la bicicleta, un amigo no lo quiere acompañar a una fiesta, etc.). Más allá de la historia de cada uno, ambos relatos se cierran de igual forma: después de los respectivos fracasos amorosos (Ana nunca es hallada y Lorenzo deja sola a su chica en el hotel), el punto de encuentro para los dos es el mismo: los amigos, donde no hay lugar para las mujeres (salvo por una sola chica que parece callada y no ocupa un lugar muy femenino dentro del grupo), el skate, las cargadas mutuas, la deriva por la costa marplatense. Al final, lo que queda siempre es la vuelta infinita a ese mundo joven ya conocido, seguro, donde casi pareciera no haber conflictos, peleas o malos entendidos, sino una conexión entre compañeros infalible, única. Ellos son los nosotros del título, punto de convergencia obligado de la película y sus protagonistas. La escena final de la playa, de una poesía inesperada dentro del esquema estético de la película, sella ese pacto tácito entre hombres y delimita una geografía evanescente (sentimental, generacional), donde las mujeres ni siquiera alcanzan a ocupar el lugar de un mal recuerdo y en la que no falta algún roce sutil con un homoerotismo silenciado.
Pocas películas exploraban el hastío, rituales y frustraciones adolescentes con la lucidez y el humor de la uruguaya 25 watts. La risa parece arrancar donde termina aquella, con un grupo de chicos que vagan en la madrugada de un domingo, después de haber salido el sábado. Sin embargo, a pesar de compartir temática, las dos películas son muy distintas. Para empezar, en 25 watts el humor surgía más de la puesta en escena que de los personajes, que muchas veces eran literalmente cargados por la cámara (recordar sino el plano de Daniel Hendler hundiéndose en el vaso de agua), mientras que en La risa ocurre justo lo contrario. Los gags son elaborados por los personajes mientras que la película se limita a contemplarlos, siempre muy de cerca, como queriendo encontrar un mundo más allá de las caras y la ropa de los cuatro chicos que deambulan en auto hasta el mediodía. 25 watts “comentaba” más sobre sus materiales, en cambio, La risa tiene una búsqueda más introspectiva. Podrá ser por la cercanía de la cámara y su voluntad de exploración, pero lo cierto es que los personajes de Iván Fund son dueños de una riqueza narrativa increíble que se acrecienta escena tras escena. Se nota, por ejemplo, en el cambio que se produce en El chino, que pasa de molestar y llamar la atención cual niño a sumergirse en una honda depresión cuando se entera de las andanzas nocturnas de su novia. La puesta en escena pone su atención en cada detalle hasta llegar a los gestos más pequeños, como las miradas intensas y silenciosas de El ruso, la impaciencia nerviosa de Leo, o el gesto calmo y seguro de Tincho, que hace las veces de jefe tácito del grupo. Los cuatro, cuando no viajan en el coche de Tincho, caminan sin rumbo perdiéndose libremente en el paisaje local, juegan, tiran piedras, se pelean un poco en joda y un poco en serio, charlan, se abrazan, se miden, se alían unos con otros. En todo esto, La risa no se parece mucho a la película del dúo Rebella-Stoll, pero en algo fundamental se asemejan: en que las dos hacen un retrato respetuoso del universo adolescente sin recurrir nunca a psicologismos ni golpes bajos de ninguna clase. La película de Iván Fund viene a encolumnarse detrás de una temática y una estética que arranca en los 90 y que baña con luz nueva un mundo que, más que el de un movimiento o una cinematografía, parece ser el de toda una generación.
Palabras más, palabras menos. Chapadmalal es un caso raro. La propuesta y las ideas que esgrime el director son de una riqueza notable, pero las personas que salen delante de cámara y gran parte de lo que dicen no están a la altura del resto de la película. Para empezar, hay que decir que lo que hace Alejandro Montiel es prácticamente un cine de riesgo: filmar a los afiliados de PAMI que vacacionan en el Complejo Turístico Chapadmalal contando historias personales por turnos sin que las apariciones dialoguen entre sí, y además hacer que la película recale pura, exclusiva y obsesivamente en los entrevistados, bueno, eso es algo que no se ve todos los días. Chapadmalal nos impone un ritmo que no estamos acostumbrados a sentir en una sala, el de personas mayores que narran episodios de sus vidas sin cortes ni ilustraciones de ninguna clase, y muchos de los cuales no tienen nada de extraordinario ni un pulso dramático que los vuelva atrapantes. El rigor es absoluto e insuperable: los vacacionantes desfilan frente a cámara hablando de sí mismos, a veces solos, a veces en grupos, pero casi siempre en tomas únicas, y eso es todo. No hay concesiones de ningún tipo: los hechos contados no se complementan con imágenes ni se matizan con música, los entrevistados nunca se cruzan o hablan de otros (y si lo hacen, no alcanzamos a darnos cuenta), y el esquema de primer plano y plano americano rige para casi todos los testimonios. El gran problema de semejante dispositivo cinematográfico son los resultados que se obtienen: la mayoría de los relatos resultan aburridos, muchos hablan de las mismas cosas, y una buena cantidad de las opiniones directamente molesta. Lugares comunes, frases hechas, posturas defensivas, reivindaciones personales que suenan forzadas; salvo honrosas excepciones, Chapadmalal se nutre principalmente de eso, y el clima general de sueños incumplidos, culpas y odios no saldados termina por hacer que los entrevistados parezcan amargados, repetitivos y frustrados pero sin la valentía para admitirlo ni el carisma que les insufle un poco de encanto. Las intervenciones de los realizadores tampoco son del todo felices: la mayoría de las veces se notan complacientes y tienden a mimar de forma cómoda al entrevistado. Seguramente el mejor momento de la película sea cuando aparece la mujer que regenteó un prostíbulo. Su relato está lleno de vitalidad, grandes anécdotas y un tono polémico con el que prácticamente se increpa al público. A Chapadmalal toda le falta la energía y el empuje de la ex madama. Montiel se arriesga poniendo en funcionamiento una máquinaria cinematográfica atípica y prometedora, pero fracasa a la hora de cosechar sus frutos.
Contarla para vivir. Es raro ver una película de animación y sentir que se está frente a una obra maestra. No es que el cine animado no tenga las mismas chances de generar grandes películas que el cine de acción en vivo, pero las películas de animación siempre constituyen un número bastante más chico que las otras, y muchas parece que estuvieran producidas para un nicho infantil demasiado específico que las limita. Rango es una obra maestra por muchísimos motivos, pero sobre todo lo es porque el público al que le habla no es uno meramente infantil, o por lo menos no le habla a los chicos como si fueran tontos, sino que los trata con respeto y los exige porque espera mucho de ellos. Una de las cosas que les pide es que se acostumbren a lidiar con la muerte y el dolor: cuando el cómodo mundo de Rango se hace pedazos y el camaleón se ve solo en el medio del desierto de Mojave, lo primero que le pasa es que, por el sol y calor terribles, Rango empieza a cambiar la piel en medio de un estertor sordo pero agónico. Poco después y agobiado por la sed, es perseguido por un águila monstruosa y se salva milagrosamente, pero su compañero de escape –no estoy seguro de qué animal era–, el mismo que le aconsejara que se camufle para no ser visto por el depredador, será la presa que el pájaro se termine llevando. A ese animal le espera la muerte, probablemente una violenta, y que esa muerte sea relegada al off no calma la impresión que causa la imagen en que se ve al águila volando hacia el horizonte con el bicho que grita atrapado entre sus garras. Ni bien empezada, Rango muestra sus cartas: el suyo es un universo salvaje, repleto de sufrimiento y carencias (la falta de agua debilita los cuerpos y enloquece las mentes), donde la aventura tiene un precio demasiado alto y los errores se pagan con la vida. Otro de los signos de respeto que la película exhibe a la hora de construir un público es el gusto por los relatos. Rango es un western hecho y derecho (más spaguetti que clásico), y el camaleón se la pasa contando historias que no son suyas pero que se siente que pertenecen a una tradición del género. El protagonista se hace un lugar en el pueblo de Mugre a puro golpe de cuentos, verdaderos o no, eso poco importa. Lo que vale es, como en Un tiro en la noche, que los habitantes de Mugre eligen siempre la leyenda, por más inverosímil o notoriamente falsa que pueda ser. No es que sean bobos, sino que la vida en un pueblo del desierto es demasiado dura como para no permitirse soñar un poco, es decir, que el camaleón amante de los relatos y del efecto teatral arriba al lugar perfecto: una comunidad en descomposición donde lo único que queda es creer en ficciones que permitan escaparse de la vida cotidiana, demasiado árida y dura. Entonces, hay otro comentario que se corre de un espectro meramente “infantil”, como si la película les estuviera diciendo a los chicos que las historias no siempre son algo accesible y gratuito, que a veces también pueden ser formas de vida (Rango) o de hacer un poco más llevadero el dolor de estar vivo (los habitantes sedientos y amargados de Mugre). Y también que algunos cuentos, como el que pergeña Rango acerca de sus pretendidas hazañas, son peligrosos: cuando la serpiente pistolero a sueldo Jake lo viene a buscar, lo primero que hace es refregarle en la cara sus mentiras, dejarlo en ridículo frente a su auditorio que, de manera esperable, se siente traicionado porque ya no tiene la leyenda en la cual ahogar sus penas de todos los días. Gore Verbinski es un director desparejo pero con un pulso cinematográfico evidente. En Rango es capaz de enhebrar una visión cruda del mundo con las convenciones del western y de otros géneros (hay persecuciones, una trama detectivesca, un trasfondo de política y corrupción, etc.) sin caer en la parodia o el cambalache. Verbinski cree en la(s) historia(s) que está contando, y eso se siente a cada momento, ya sea en la vertiginosa escena del escape de la carreta por entre las montañas o en el delineado de los personajes que abarca desde los habitantes del pueblo hasta el tremendo Jake, un villano horrible y carismático que permanece en el recuerdo mucho después de haber terminado la función. Una muestra de la creencia de la película en sus propias criaturas es el cuidado que pone en su construcción visual: los animales de Rango no son lindos, ni tiernos, ni abrazables ni suavecitos, son todos, incluso los más queribles, bichos llenos de escamas, pelos, pieles ásperas y caras de pocos amigos. El diseño general de los personajes a cargo de Industrial Light and Magic opta siempre por la textura rasposa y el gesto hosco. Pero quizás los que mejor sinteticen la propuesta de la película sean los búhos mariachis que aparecen cada tanto por fuera del relato comentando las desventuras de Rango y anunciando su destino aciago, muchas veces con un humor increíblemente macabro (ante un ahorcamiento inminente, los cuatro cantan en la cárcel colgados de una soga atada al cuello). Los mariachis emplumados son cómicos y tienen una simpatía notable, pero eso nunca los despoja del clima fúnebre que envuelve toda la película. Incluso cuando hace chistes, Rango le recuerda a su público la existencia del peligro, como si el valor de la aventura se cifrara pura y exclusivamente en la posibilidad de encontrar una muerte terrible en medio de un desierto infernal.
Alrededor de la rutina del escritor mexicano Mario Bellatín, Gonzalo Castro compone de nuevo una película límite que, en el carácter extremo de su propuesta, parece rechazar el diálogo con otras películas e incluso con el cine nacional en general. Castro, acaso el director argentino que pudo delinear el modo de producción más original y personal de los últimos años (todavía más que el de Llinás en Historias extraordinarias), se entrega a la observación de la realidad y la ficción desde un lugar nuevo, capturando espacios, gestos o formas de hablar cotidianos que antes de él se escurrían y perdían irremediablemente. El cine de Castro representa la realización del mito del autor total, un salto en la manera de hacer películas que conecta fuertemente el cine con la literatura (Castro también es escritor): el director y guionista cumple a la vez los roles de sonidista, fotógrafo y editor (aunque jamás será músico, ya que el realizador de Cocina reniega de la música extradiegética por constituir un subrayado innecesario). Resfriada y Cocina, sus dos películas anteriores, con sus universos reducidos, íntimos y hechos a base de palabras, irrumpían de manera discordante y feliz en el panorama del cine argentino, pero a la vez planteaban un interrogante: el modelo ensayado por Castro, ¿permitía innovaciones, cambios, o estaba condenado a una repetición interminable que amenazaba con agotar la novedad y la frescura de esos primeros planos temblorosos y filmados con cámara en mano, sonido directo y luz natural? Invernadero es la respuesta a ese interrogante, porque en su tercera película Castro logra romper algo del extenuamiento que empezaba a dejar ver su modo de hacer cine, sin por eso alterar su propuesta básica (que sigue siendo borde en términos cinematográficos) y el clima intimista de sus historias. A diferencia de sus antecesoras, en Invernadero la cámara no se mueve, la luz es brillante e ilumina las escenas de manera desbordante, el sonido se escucha claro y, si bien el ruido ambiente cumple un papel fundamental, los diálogos son nítidos y destacan en la banda de sonido, y los encuadres demuestran una planificación mayor que da cuenta de un minucioso trabajo de puesta en escena. Sin restarle importancia a sus dos películas anteriores, Invernadero es el resultado de una madurez estilística notable, que prueba hasta qué punto el modelo de Castro es flexible y soporta la variedad de propuestas cinematográficas. En comparación con Resfriada y Cocina, hasta podría llegar a decirse que hay un cierto clasicismo en Invernadero, una elegancia fruto del aprendizaje y del aprovechamiento inteligente de las herramientas del cine.
Agarrando cadáveres. Era difícil imaginarlo, pero Iñárritu se superó a sí mismo. El cine del mexicano es miserable porque se regodea en el sufrimiento de sus personajes y lo hace de manera solemne, como si sus películas aspiraran a informarnos de manera grave y urgente sobre el estado de cosas del mundo, un mundo siempre sórdido y terrible. No hace falta mencionar a los tres chicos muertos en sus ataúdes o las imágenes de los trabajadores chinos asfixiados por un escape de gas entre los que se encuentra un bebé que aparece insistentemente en el cuadro; un plano fugaz de un mendigo tirado en la calle y una paloma que le camina por encima alcanzan para sacarle la ficha rápidamente al cine de Iñárritu. La cámara en mano y las tomas en la ciudad intentan imprimirle a la película un vértigo y un clima de denuncia que son el complemento perfecto para las imágenes de pobreza que busca el director, siempre a la caza de las calamidades de sus personajes, casi como los dos protagonistas de la colombiana Agarrando pueblo, de Luis Ospina y Carlos Mayolo; no es difícil imaginárselo a Iñárritu igual que los dos directores que recorren las calles de Cali en busca de gente pobre o indigente para poder filmar. Sin embargo, algo de mérito hay que darle al mexicano por el trabajo visual que despliega sobre El Raval, un barrio humilde y tumultuoso de Barcelona. Pero el lugar que otros directores como Pedro Costa o Zia Zhang-ke podrían usar para contar una historia de los márgenes sin ánimos de aleccionar al público, Iñárritu lo utiliza como territorio sobre el cual colocar a sus criaturas y someterlas a cuanta desdicha sea posible. Además, está el tema de la grosería con la que se le habla al espectador, por ejemplo, a través de una simbología espantosa que choca de lleno con el tono general de la película. Las mariposas atrapadas que Uxbal ve en el techo de su pieza son una metáfora tosca de las almas que no pueden irse en paz porque todavía tienen asuntos pendientes y a las que Uxbal (un Javier Bardem que parece remedar su pasado brujo de Perdita Durango pero sin el componente satánico) ayuda a partir en paz. Sin piedad, el guión les revolea por la cabeza a los personaje desgracia tras desgracia. A la menor alegría que Uxbal y su familia consiguen, el relato les suma un conflicto más grande que el anterior, como la adicción recurrente de la madre o el cáncer avanzado y con metástasis que aparece de golpe y porrazo. El sadismo de Iñárritu no conoce límites, y como si fuera una especie de cumbre de abyección autoral, Biutiful tiene una enorme cantidad de planos con chicos muertos y hasta de bebés en los que la cámara se posa sin vergüenza alguna. El efecto logrado pareciera ser contrario a las intenciones del director: en vez de denuncia y llamado de atención, esas imágenes demuestran la absoluta falta de respeto de la película para con las víctimas. A los pobres no se les reserva ni el derecho a morir con dignidad, sus cuerpos sin vida son exhibidos en la pantalla como una especie de trofeo moral, una prueba de la presunta conciencia social de la película, como ocurre con el cuerpo del padre de Uxbal, muerto hace más de cuarenta años y que todavía se conserva por haber sido embalsamado; en su búsqueda frenética por la mostración de carne destrozada la película no repara en desenterrar cadáveres de hace décadas, como si no le alcanzara con los que encuentra cotidianamente en El Raval. Con todas las ínfulas de un humanismo postmoderno y cómodo para el que la complejidad del mundo puede llegar pintarse con unos pocos retazos que remitan a problemáticas globales como la inmigración, la corrupción policial, la explotación laboral, el abuso de drogas, el tráfico ilegal o la discriminación racial, Biutiful no es más que otro eslabón dentro de ese cine nefasto que rinde culto a la miseria con pretensiones de enseñanza moral. Iñárritu se supera una vez más, su última película es todavía más condenable que Babel y la candidatura al Oscar como mejor película extranjera, lo queramos reconocer o no, es un signo alarmante de una época en la que una película paupérrima y funesta como Biutiful puede ser vista como buen cine e incluso cosechar premios.
Bailarina en la oscuridad Con una puesta en escena apabullante y una Natalie Portman inmejorable, el director de El Luchador, Darren Aranofsky, vuelve a poner el foco en el cuerpo y su puesta en tensión, aunque deja con ganas de más. A pesar de no ser una buena película, El cisne negro consigue algo increíble ni bien empezada: hacer del ballet un espectáculo cinematográfico cargado de dinamismo y desenfreno, y no -como podría esperarse- un ejercicio de virtuosismo técnico dirigido solamente a los conocedores. Esa búsqueda de la película se parece al reclamo constante de Thomas (Vincent Cassel), el coreógrafo de la compañía de ballet de Nueva York encargado de poner en escena El lago de los cines, quien le demanda una y otra vez a su joven estrella Nina que se abandone a sus impulsos más pasionales. Nina, bailarina talentosa y prometedora que tiene a su cargo la interpretación del cisne blanco y del cisne negro, no puede romper con el rigor de la forma clásica ni con sus propias inhibiciones y entregarse de lleno a los movimientos sensuales y ominosos del cisne negro. Para lograrlo, deberá recorrer un camino lleno de obstáculos y pruebas que giran alrededor de la dominación materna y la inexperiencia sexual. Es en ese recorrido de Nina que la película, como su protagonista, trastabilla, se cae y con enormes esfuerzos se levanta, solamente para verse caer de nuevo. Gran parte de El cisne negro se va en la exhibición de las mezquinas internas de la compañía de ballet. En el revelado de las miserias de sus personajes, la película se vuelve sórdida, cómodamente exhibicionista, pero de a ratos esa sordidez gana en espesor y el clima deviene enrarecido, como cuando se conoce el destino trágico de Beth (la anterior estrella de la compañía) y se muestran sus tremendas heridas y cicatrices. Lo mismo pasa con la aparición de lo sobrenatural: Aronofsky vuelve a un tema del romanticismo, el del doppelgänger,que coincide históricamente con el surgimiento y apogeo del ballet en su vertiente fantástica. Nina intuye la amenaza de otra que podría ser su doble y en esas escenas El cisne negro pulsa las cuerdas de un terror sordo y contenido, aunque no por eso menos inquietante. Hasta que la psicología viene a tranquilizar conciencias: lo de Nina no serían más que alucinaciones fruto de una razón afiebrada y reprimida. Aronofsky juega a ser un romántico del siglo XIX pero en versión nuevo milenio: lo terrible y angustiante de la vida puede contarse solamente a fuerza de convertirlo en enfermedad de la mente. Esa oscilación entre sordidez cómoda y arriesgada, entre lo fantástico y su explicación racional, es lo que le imprime a El cisne negro un aire de cine con grandes ambiciones pero sin el coraje para consumarlas. Lo que termina de salvar la película es la figura enorme, delicada y elegante de Natalie Portman, que tiene un porte clásico como ninguna otra actriz de su generación. Cuando baila, Portman actúa con todo el cuerpo, y ahí es donde Aronofsky triunfa, cuando indaga de cerca con su cámara en el esfuerzo de sus músculos o en la tirantez de su cuello. Así, el interés último del director sigue siendo el cuerpo y su puesta en tensión. Los momentos más intensos de El cisne negro son aquellos en los que los personajes se entregan al goce físico (el director filma una escena de sexo antológica entre Portman y Mila Kunis) o en los que el cuerpo de Nina muta y se desgarra, cuando se le parten las uñas o la piel se le abrasa. Pero fuera de esas escenas fugaces, vibrantes por la indeterminación que las habita, es decir, excepto por los momentos en que Aronofsky se parece a un Cronenberg de qualité, El cisne negro es apenas otro thriller que no se atreve a mirar el mundo sin las anteojeras reductoras y complacientes de la peor psicología. Es inevitable que nos sintamos como Thomas y le pidamos al director que se atreva a abandonar su película a la locura más irracional y desaforada.
Sin lugar para los misántropos. Quizás se trate de una especie de gesto cínico supremo, como si los tipos estuvieran diciendo: “¿Ven?, cuando queremos podemos filmar películas buenas, con corazón. Pero solo cuando queremos, y eso no pasa muy seguido”. Temple de acero no tiene el brillo de Sin lugar para los débiles, pero lo que en aquella era crudeza y desolación, esta lo convierte en elegancia clásica, en manejo con pericia del género. La última de los Coen es un western con todas las de la ley; no importa que esté filtrada por una mirada contemporánea y una conciencia cinematográfica evidente, Temple de acero tiene personajes fuertes, duros, capaces de soportar el peso de una película entera sobre sus hombros. Jeff Bridges es Rooster Coogburn, una especie de Bad Blake (de Loco corazón) pero multiplicado varias veces por sí mismo; o sea, el tipo vive borracho, casi no puede hablar (le cuesta mucho expresarse en general), solamente lo mueve la codicia y no tiene reparos en matar a alguien si es en pos de una recompensa. El LaBoeuf de Matt Damon es su justa contracara: boyscout anacrónico y con ideales, es el que balancea la brújula moral endeble de Cogburn. En el medio de los dos, Mattie, una chica de catorce años que busca desesperadamente al asesino de su padre y que tiene la estampa de una heroína moderna: segura de sí misma e imbuida de un primitivo feminismo, Mattie es capaz de regatearle a un negociante curtido y hasta de inclinar la balanza en favor suyo solamente con una lengua rápida y filosa, siempre dispuesta a desafiar la autoridad patriarcal de la época. Temple de acero cuenta su historia, que es el relato de un aprendizaje emocional: muerto su papá y buscando venganza, Mattie pasa a formar parte de una improvisada familia con un nuevo padre alcohólico y distante y un hermano mayor solitario. Sin embargo, fuera de la firmeza del trio protagónico, a Temple de acero le falta la unidad y la solidez de Sin lugar para los débiles, la otra gran película de los Coen. La pose liberal de Mattie, la violencia salvaje y sorpresiva que se desata casi por nada, el pintar al villano como un tonto con miedo más que como un malvado consumado, el ajuste de cuentas realista con el género (si uno se queda a dormir en el desierto tiene que poner una cuerda alrededor suyo para que no lo muerda una serpiente), la variedad de puntos de vista en las escenas de acción (hay una cámara en medio del tiroteo y otra que observa segura desde la distancia); Temple de acero no se decide entre la suscripción plena a las exigencias del género y la mirada aggiornada, entre el humor negro y la tragedia lisa y llana. Los Coen hacen una película pastiche en el que sus muchísimos pedazos se unen más o menos armónicamente gracias a los tres protagonistas que conforman la estructura última sobre la que se levanta todo el conjunto. En Temple de acero, incluso siendo una buena película, se respira esa falta de sentimiento típica de los directores de Fargo, como si el western se les resistiera, como si no se dejara atrapar por el comentario amargado de los dos cómodos misántropos hollywoodenses. Esta vez no pueden decir tan fácilmente que el mundo es una porquería, hacer de sus personajes unos cobardes de los que hay que burlarse (aunque el villano Tom Chaney tiene bastante de eso) o matar a sus criaturas de manera vil y traicionera (como hacían con Brad Pitt en Quémese después de leerse o con Steve Buscemi en El gran Lebowski). Hay una entereza casi inmanente al western que robustece la película frente a los tan celebrados arrebatos de cinismo de los Coen, una suerte de nobleza que hace que sean ellos los que tienen que adaptarse al género, los que pisan un territorio inhóspito. Como no pueden apropiarse del tiempo y el espacio del western, los directores filman una película despareja, errática, capaz de contener una escena de un pulso emotivo increíble como el cruce del río a caballo, con un destino miserable para su protagonista que sorprende por su crueldad. En ese final triste y feo, después de una elipsis gigantesca, se percibe otra de las canalladas de los Coen, la revancha de último minuto que los dos se toman contra un género que les dejó pocos rincones para jugar a la misantropía fácil y complaciente.
El discurso del rey es una película tímida, correcta, tan humilde en sus aspiraciones que impresiona. Allí están la realeza y sus costumbres, el contexto político, social y económico, la actualidad mundial, la guerra inminente, etc, pero el director Tom Hooper, imperturbable, opera siempre un recorte minúsculo en el relato que llama la atención por su rigurosidad. La película está interesada pura y exclusivamente en Bertie, el príncipe que, por motivos varios e imprevistos, termina sin quererlo heredando el trono de su hermano (que a su vez lo había heredado del padre). Según nos cuentan los demás y él mismo, Bertie es un político notable y un padre y esposo ejemplar, pero con el único problema de que su tartamudeo lo inhabilita para llevar una vida plena, ya sea dando un discurso por radio o contándoles un cuento a sus hijas. De allí en adelante, la película se va a dedicar de lleno a explorar los sinsabores cotidianos del príncipe tartamudo y sus intentos de superar (o al menos mejorar) su condición. La de Hooper podrá no ser una gran película pero es sí es una película precisa, que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. Toda El discurso del rey reposa sobre los hombros de Colin Firth y la relación que entabla con Geoffrey Rush, y todos los demás personajes y conflictos están colocados como meros puntos de apoyo que sostienen ese contacto. No es raro que el hermano de Bertie (el rey que renuncia al trono para fugarse con su amante), el cardenal y Churchill tengan una terminación narrativa tan pobre y rústica; los tres no hacen más que tironear a Bertie y ponerlo en problemas, es decir, son los encargados de echar a andar la trama, porque el tartamudo por su cuenta parece que no hace nada. Entonces, con los conflictos sobre la mesa, la película ya puede entregarse por completo a lo que realmente le interesa: Bertie en el ojo de la tormenta y sus reacciones, sus gestos, la manera en que sienta y tarda en cruzar las piernas, la forma en que camina y lleva el sobretodo con el cuerpo firme y los brazos colgando como si le pesaran, las expresiones que pone frente a cada nuevo obstáculo que se le presenta, expresiones de un tipo seguro de sí mismo que sabe lo que tiene que hacer y que lo haría si pudiera, si no tuviera ese tartamudeo terrible que lo aplasta. El discurso del rey crea suspenso con una economía de recursos increíble, como pocas películas pudieron (y podrán) hacerlo, solamente mirando la cara tensionada de Bertie y los nervios que se apoderan de su rostro y de su mirada cada vez que tiene que hablar, y los esfuerzos sobrehumanos que hace su boca para empezar a pronunciar, entre espamos y ruidos de saliva. Claro, para que esa premisa básica y minúscula y ese suspenso moderado sean efectivos, la película tiene que ponernos del lado del príncipe, hacernos vivir sus mismas angustias y temores; en pocas palabras, hacernos sentir a la par suyo. Para lograrlo, Tom Hooper ensaya un método que no por simple resulta menos exitoso: la cercanía con Bertie la establecemos mediante una cámara que prácticamente se le sube encima y lo observa a la manera de un microscopio, descerrajando primerísimos primeros planos unos tras otros. Algo parecido pasa con el guión, que se concentra estrictamente alrededor del protagonista y utiliza a los demás personajes (fuera del de Rush, obvio) solamente como satélites lejanos cuyos movimientos sacuden la órbita del planeta Bertie; ni bien cumplen con sus funciones ocasionales, la película los relega a un olvido silencioso, del que muchos (como su hermano) nunca vuelven. Además de contar con el mérito de ser, probablemente, la primera película en la que un personaje inglés no solamente no habla fluida y elegantemente su idioma (piensen en todas las películas británicas que hayan visto y díganme una sola en la que alguien tiene problemas para pronunciar el inglés) sino que directamente sufre trastornos que le impiden decir unas pocas palabras de corrido, El discurso del rey tiene todo el encanto de una película discreta, chiquita en el mejor sentido posible, austera más allá de toda la batería de publicidad que se le adosó por el tema Oscar. Problemas no le faltan, obvio: explicación psicológica medio facilonga del problema de Bertie, contraste maniqueo entre la atomizada familia real y la unida y aceitada familia de clase media baja del personaje de Rush, la rigidez y unidimensionalidad del cardenal que hace Jacobi, etc. Pero más allá de eso, la claridad con que el guión vuelve todo el tiempo a Bertie gambeteando cualquier posible comentario sobre la época, la realeza, el gobierno o la guerra, y la transparencia con la que construye el suspenso, siempre de cara al espectador, sin trampas ni intrigas, hacen de El discurso del rey una película honesta, compacta, modesta en sus ambiciones pero cumplidora, que se pone una o dos metas y las cumple dignamente. El buen cine también está hecho de películas así, no solo de obras maestras.