A pesar de la codicia y los deseos que los personajes dejan entrever a medida que avanza el relato, Cerro Bayo despliega sobre sus criaturas una mirada extrañada a la vez que desapasionada: no se trata de juzgarlos sino solamente de observarlos, de verlos cómo van de un lugar a otro, anhelan y traman para conseguir lo que quieren. El tono de la segunda película de Victoria Galardi (codirectora de Amorosa Soledad) está signado por la placidez: los conflictos aquejan a los protagonistas pero sus consecuencias nunca son lo suficientemente graves como para instalar el drama o la tragedia; incluso un intento de suicidio está contado con una frialdad llamativa. Es como si el clima del pueblito de Villa La Angostura y sus alrededores imprimiera en la puesta en escena una especie de calma inconmovible que determina el gesto contemplativo de la película. Quizás por eso es que las miserias de los personajes parecen tan pequeñas y tan poco importantes: la avaricia de Mercedes que, en medio de mentiras y acosada por deudas, vuelve de Buenos Aires al pueblo solo para ver qué puede llevarse de las pertenencias de su madre; la desesperación de Inés por tener un orgasmo para estar más relajada durante el concurso que decidirá qué chica es el rostro de la localidad de cara al público; la ansiedad de Lucas ante la proximidad de un viaje a Europa con un amigo, para el que no pudo juntar la plata necesaria (a lo que se le agrega la imposibilidad de pedirle ayuda a su papá); la costumbre de Eduardo (el padre) de quedar bien con todos incluso al costo de hacer negocios inmobiliarios no legales. Hay solamente dos personajes que se ubican por fuera de ese circuito de deseos y frustraciones: la abuela, de la que no se conocen los motivos que la llevan a tratar de suicidarse, y su hija Marta, verdadero sostén del hogar que conforman Eduardo, Inés y Lucas, al que momentáneamente viene a sumarse su hermana Mercedes. Si en Cerro Bayo existe algo parecido a una espiral de ambición, entonces Marta es el centro sobre el cual gravitan los demás personajes. Todos le piden cosas, incluso sin tener en cuenta la situación terrible por la que está pasando (su madre está en coma y los médicos no pueden asegurar que vaya a mejorar). Lo raro es que en ningún momento el guión erige a Marta como juez moral a partir del cual caerle a los otros con todo el peso de una moral: aunque su abuela continúe internada sin exhibir mejorías y su madre no pare de sufrir, Inés sigue preocupada por tener un orgasmo antes del día del concurso y le pide a su hermano que le alquile una porno. Ese momento, que cualquier otra película habría construido en términos de contraste, posiblemente buscando censurar los deseos personales de Inés y reenviando la atención a la abuela internada, en Cerro Bayo transcurre con total naturalidad, como si los dos hechos fueran inconexos, casi de mundos distintos. El guión de Galardi muestra un respeto notable hacia sus personajes: los problemas de cada uno valen por sí mismos y no en relación a los de los demás, entonces no hay una línea de conducta que rija a todos por igual sino que cada uno tiene que encontrar una manera ética de comportarse que satisfaga sus anhelos. El problema de Cerro Bayo aparece sobre el final y tiene que ver con la prolijidad narrativa con la que se suturan algunos conflictos, que hace pensar más en una película netamente clásica con moraleja que en un cine que pivotea entre un relato tradicional y un gesto contemporáneo. Se percibe en Inés: el final que se le depara tiene mucho de aprendizaje pero entendido como enseñanza y no como descubrimiento personal. Ella podrá conseguir lo que quiere tras fracasar estrepitosamente en su empresa, o sea, que es capaz de alcanzar la felicidad solamente después de no poder cumplir sus sueños. Hay una especie de lógica castigo-premio según la cual uno puede alcanzar un objetivo siempre y cuando lo intente de manera desinteresada, sin anteponer la ambición personal. Si bien la película no piensa ese final como una lección de forma explícita, sí hay un resto de prueba y error ético que es más bien propio del cine clásico que de una película que transita registros inciertos como Cerro Bayo. Por suerte, el desenlace de Inés, donde el guión pretende cristalizar al personaje y hacer más nítidos sus contornos, no termina por arruinar la hermosa ambigüedad con la que Galardi la presenta durante toda la película. Como en Amorosa soledad, Efrón repite un tono actoral anfibio, dispar, que siempre parece escaparse de un estilo interpretativo netamente tradicional. Su cuerpo entre añiñado y adolescente, la experiencia sexual incierta del personaje (tuvo relaciones pero nunca un orgasmo), sumado al lenguaje y el habla levemente extrañados de Efrón hacen de Inés una criatura increíblemente simpática y misteriosa que, podría suponerse, está poco preocupada por las moralejas.
El tema de Güelcom es la falsedad. La voz en off que narra la historia pertenece a Leo, un psicólogo que se pasa toda la película tratando de desmantelar las mentiras de los otros, dentro y fuera del consultorio. En ese sentido es que funcionan las diez frases más usadas por los argentinos que se van del país: Leo las menciona con ironía y pone en ridículo a los que las utilizan. En semejante contexto, no es raro que el evento que une a todos los personajes sobre el final sea un “segundo casamiento” planificado para la pareja que contrajo matrimonio en España sin la presencia de sus amigos argentinos. El segundo casamiento es nada más y nada menos que una mentira, que lo tiene al protagonista haciendo de maestro de ceremonia y de cura al mismo tiempo, con un ritual igual al de la iglesia pero realizado al aire libre y respetando solo en parte sus formas. Algo parecido ocurre también con el paciente de Leo que aprende a tocar la guitarra de manera impecable de una sesión a otra, como si nada. El problema es que, de tanto que se mete en el barro de lo falso, la película termina ella misma replicando a sus personajes. Por ejemplo, las interpretaciones no resultan verosímiles nunca, como si los actores estuvieran haciendo algo por compromiso y en lo que no creen. Se nota en el timing y la entonación de los diálogos que resultan exagerados y sin ritmo, cuando directamente no están mal y molestan (ver al personaje de Peto Menahem gritando exitadísimo palabras como “follar”). Para colmo, en medio de ese clima de falsedad general, surge cada vez con más evidencia algo desagradable: las mujeres son, la mayoría de las veces, las responsables de haber construido ese mundo hecho de pequeñas (y grandes) mentiras. Fuera de las escenas en las que las tres amigas se abrazan, cuentan cosas y hacen preguntas, donde ya se siente un aire de tilinguería importante, hay otros momentos donde las protagonistas femeninas participan activamente en la elaboración de un engaño. Pasa con Andi, que le miente a Javier, su marido, diciéndole que quiere un bebé y que no se está cuidando solamente para volver a tener sexo de manera frecuente y pasional. En una escena un poco asquerosa, Andi, orgullosa, le cuenta a Ana su artimaña, y las dos se matan de risa pensando en Javier. De paso, la primera escena de sexo entre Andi y Javier debe ser una de las más falsas de toda la historia del cine: en la cama, ella se le sube encima sin avisarle y, casi como por arte magia, ya están teniendo relaciones. La falsedad que la película aspiraba a denunciar con las diez frases o el trabajo de Leo termina por consumir la historia y convertir todo en ficticio, especialmente lo cercano a las mujeres y su comportamiento. Alguien podría argumentar que esa visión misógina se debe a que el narrador es Leo, un resentido que se refugia en su trabajo. (Ya que estamos, algunas cosas del departamento de Leo tampoco son muy verosímiles, como la fotito de Freud en un portarretrato o el cuadro –bastante grande– de la mancha). Pero lo cierto es que, incluso con las intervenciones de la voz en off espetando las diez frases y las apariciones frente a cámara como narrador (muy pocas, esporádicas y nada funcionales), no se puede decir que el relato esté matizado por la mirada del personaje. Más bien pareciera lo contrario: Leo, incluso con sus apariciones, nunca termina por erigirse en el verdadero responsable de contar la historia, y por eso, tanto sus explicaciones hacia el público como la vuelta de tuerca del final (que se adivina a la legua) resultan torpes y forzadas, cuando no directamente innecesarias; la película podría prescindir de eso y nada cambiaría. Uno tiene la sensación de estar viendo una película hecha a las apuradas y sin muchas ganas. Por si el quiebre de registro de las actuaciones no fuera suficiente, la puesta en escena intenta constantemente a construir emoción y simpatía recalando casi exclusivamente en las caras. El abuso del primer plano no hace más que acentuar todo lo que ya se percibía a la distancia: las actuaciones no resultan creíbles y los personajes son unos tilingos insoportables. Para terminar, y como si todo eso no alcanzara, Güelcom (hasta el título es una palabra que no existe) comete incluso un desliz mayor que todo lo dicho hasta ahora: hace que una de las mujeres más lindas de la Argentina como Eugenia Tobal aparezca construida de manera impostada, con un bronceado horrible, diciendo las peores grasadas posibles (algunas de las diez frases le pertenecen a Ana) y sobreactuando un personaje feo que no va con su perfil en ningún momento.
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Dispositivos de tortura. Parece que hay una nueva tendencia que ya está bastante consolidada: películas que torturan física y psicológicamente a sus personajes hasta los límites más insospechados. El cine de Mariano Cohn y Gastón Duprat, de Michael Haneke o, en menor medida, de los hermanos Coen, son claros síntomas del malestar de películas que se conciben a sí mismas como un dispositivo de sometimiento de las criaturas que habitan en su interior. No se trata de si una historia contiene algún componente de crueldad o no, porque en los casos que nombro lo cruel no es algo que se dé únicamente al nivel de la historia sino que también se lo percibe, justamente, en la relación que la película entabla con el relato y sus personajes. Alcanza con ver los primeros minutos de Yo presidente para entender que Cohn y Duprat (autores de una coherencia envidiable) hacen lo mismo que en Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo desde su ópera prima: un presidente obligado a posar frente a cámara mientras que la película se mofa de su gesto congelado extendiéndolo de manera innecesaria. Lo que pasa en los planos que muestran a Alfonsín haciendo un gesto con las dos manos juntas no tiene nada de cruel, pero la forma en que la película se ríe de eso, sí. Algo similar ocurre con la mosca que sobrevuela insistentemente la cara de Menem: nos reímos porque es Menem y porque recordamos la famosa avispa, pero el plano, en el que el ex presidente no dice nada y solamente espanta a la mosca, está puesto en el metraje exclusivamente para burlarse de él y, obvio, para invitarnos a nosotros a que lo hagamos a la par de la película. El mundo según Barney viene a inscribirse en esta tendencia. El problema de esas películas y de la adaptación de la novela de Mordecai Richler dirigida por el ignoto Richard S. Lewis es que someten a sus personajes a un sinfín de penurias y se amparan en una especie de justificación moral del sufrimiento: como tantas otras víctimas, Barney, aunque no deja de ser un buen tipo, en cierta medida merecería que le pase todo lo que le pasa. Por dejado, por cómodo, por inocente, por cínico, por calculador, etc; en la película el personaje constantemente deja ver motivos cuestionables para sus acciones que son los que terminan matizando los golpes que le propina la película. Por ejemplo, cuando Barney quiere divorciarse de su esposa para empezar una relación con otra mujer, se alegra de encontrar a su cóyuge en la cama con su mejor amigo. Entonces, agarrándose de las faltas del protagonista, la miserabilidad del guión no se detiene ante nada ni nadie a la hora de humillar y hacerlo sufrir: tiene que casarse con una mujer a la que no quiere ni un poco porque ella quedó embarazada; esa mujer, desequilibrada y un poco malvada, se suicida y Barney carga con la responsabilidad; acepta entrar en un matrimonio por conveniencia con una mujer rica y estúpida que no para de recordarle que tiene una maestría (esos momentos junto al diálogo que tiene Barney con el padre de la finada y también con su propio padre son algunas de las escenas más misóginas que vi en mucho tiempo); su nuevo matrimonio es pura rutina y aburrimiento y más todavía desde que el protagonista conoce a la mujer de sus sueños ¡en la fiesta de su propio casamiento!; se lo somete al oprobio público más descarnado cuando se lo acusa sin pruebas contundentes del asesinato de su mejor amigo. Entonces, cuando cerca del final asoman los signos de una enfermedad terminal que amenaza con deteriorar cada vez más a Barney y este, después de haber echado a perder su tercer matrimonio (ahora sí, con la mujer que amaba con locura) por culpa de una aventura pasajera, no nos queda mucha capacidad de sorpresa: la película no repara ni siquiera en mostrar detalladamente los estragos que la enfermedad terminal deja tirado por el camino un Barney cada vez más destrozado. La película pareciera no definir un lugar específico para ubicar al espectador: por un lado lo acerca a Barney, lo coloca junto a él, pero por otro lo hace tomar distancia y lo invita a burlarse de él y a juzgarlo. No el caso del binomio Cohn-Duprat o de Haneke, donde el público claramente ocupa el rol de juez. En cambio, acá pareciera haber una zona franca que propone las dos cosas: amigo o verdugo, o incluso las dos cosas a la vez. Prefiero elegir entre uno u otro papel de los posibles que Lewis me asigna, y en un escenario así, siempre voy a optar por la primera opción, por estar del lado de Barney; no me importa qué tan ruin, torpe o indeseable sea el personaje, cualquier cosa antes de jugar el juego de crueldad despiada que propone una película tan miserable como El mundo según Barney.
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Yo, maniqueo. Me gustan las películas maniqueas, esas en donde hay una línea divisoria entre buenos y malos tan clara y grosera que hasta un nene de un año y medio puede ubicar a los personajes de un lado o del otro. Me gusta porque muchas veces siento que ese maniqueísmo es uno de los últimos refugios de un tipo de narración anacrónica que sobrevive en lugares de la cultura muy específicos como el cine de género. Hay una especie de impostación de época que tiene que ver con contar historias cuyo color característico es el gris, la zona intermedia, ambigua, donde los atributos se deshacen y ya no es tan fácil colocar a los personajes de un bando o del otro, simplemente porque no hay una frontera bien delimitada entre ambos. Es, en gran medida, el signo del realismo actual: lo realista se construye sobre la creencia de que no hay nada impoluto y de que la corrupción carcome a toda la sociedad, haciendo imposible la existencia de héroes o villanos plenos. Mejor, en vez de hacerlo sobre una creencia, este realismo se erige en torno a una desconfianza crónica, un cinismo cómodo que mira el mundo de reojo pretendiendo descubrir lo que ya sabía de antemano: los héroes no existen y, si los hay, son falibles, gente común, como todos, con vicios y defectos. Entonces, se acusa de maniqueo el cine que todavía aspira a contemplar un universo con polos bien definidos, se lo denuncia como falso desde el paradigma de la época que es lo incierto, lo anfibio, lo sospechoso. Por suerte, una de las cosas valiosas que permite la posmodernidad es el retorno a esos relatos maniqueos por vía del revival, de la apropiación de los códigos de la ficción de otro tiempo. Una película como Capitán América: el primer vengador solo es posible en ese contexto, e incluso así representa una excepción al género de superhéroes, ya se trate de transposiciones de cómics o de historias originales. Joe Johnston sabe que su película es débil, que le faltan los condimentos que volvieron exitosos otros exponentes del género, como tener un reparto de lujo (Batman: el caballero de la noche), un gran pulso cómico (las dos Iron Man), un trasfondo metafísico y complejo (la primera Hulk), una serie de problemas comunes ligados a la adolescencia y la discriminación (X-Men) o un protagonista que despierte pasiones en el público (Spiderman, Superman). Entonces, el director se apoya en una moral que se pretende cristalina y terminante, a contramano del presente, que ve el mundo a través de los anteojos de lo bueno y lo malo, todo en blanco o en negro. La fortaleza de Capitán América es esa, el contar con un protagonista que es éticamente intachable, perfecto en su concepción y ejercicio de la justicia, que se enfrenta a un villano carismático pero también óptimo en toda su vileza, un canalla insuperable que, en el marco de la Segunda Guerra Mundial en el que transcurre la historia, se revela más temible que Hitler y el poderío nazi. Se está de un lado o del otro, no hay puntos intermedios ni zonas de contacto: que un científico que trabaja para el nazi megalómano Calavera Roja tenga dudas sobre los planes malévolos de su amo no representa una transferencia posible de un polo a otro, sino un respetar una convención del género como es la existencia de un malo cobarde que tiene miedo por su vida. Así, bien definidos los contrincantes, el guión los hace subir al ring para que se batan a duelo y pongan en tensión sus respectivos credos: la pelea final entre Steve Rogers y Calavera Roja es más la colisión de dos morales excluyentes que un combate cuerpo a cuerpo entre hombres (o lo que queda de ellos, porque los dos personajes están alterados genéticamente). Fuera del encanto que tiene una historia como la del Capitán América de Johnston, la película se muestra frágil constantemente, incapaz de hacer nada que no sea volver una y otra vez sobre el carácter inocente y puro de su protagonista, ya sea en su deseo de ir a la guerra y salvar vidas o en su falta de experiencia con las mujeres. El guión insiste sobre lo mismo hasta despojar el relato de cualquier doblez que no tenga que ver con el altruismo de Rogers, el sacrificio del ejército estadounidense y la infamia sin límites de Calavera Roja. La película se vuelve rutinaria, mecánica, una mera puesta a prueba del umbral de padecimiento ético de Rogers y su poder de reacción. Incluso las escenas de acción, clave siempre incuestionable hasta de la película de superhéroes más críptica como Hulk de Ang Lee, acá se perciben prolijas pero faltas de nervio, de adrenalina: toda la potencia que el nuevo y mejorado Steve Rogers exhibe en los campos de batalla jamás llega a alcanzarnos, a hacernos sentir algo de ese frenesí de pelea y victoria que tiene el personaje. Sabiendo desde el título que Capitán América es un capítulo previo a Los Vengadores, tuve la sensación de que lo de Johnston no era más que un preludio, un precalentamiento para el evento de magnitudes gigantescas anunciado por la próxima película que, como el comic, reúne a Steve Rogers con Iron Man, Thor, Hulk y otros héroes de Marvel comandados por Nick Fury. Capitán América me pareció apenas el recorrido más rápido y simple a través de un mapa conocido, cuya única misión era presentar más o menos nítidamente al protagonista y dejar el terreno preparado para su aparición en Los Vengadores. Más allá del placer que me genera estar frente a una historia tan deliciosamente maniquea, lo de Johnston es una película tibia y corta de ideas que tiene poco y nada para decir sobre sus personajes.
Lugares para estar. Debo ser el peor espectador posible para una película como Harry Potter y las reliquias de la muerte: Parte 2. Solamente vi la segunda entrega de la saga, estrenada en 2002, y desde ese momento no supe más nada del universo creado por J.K. Rowling ni de las transposiciones hechas en cine (salvo por el rumor de que cerca del final Harry parecía que moría, y que Daniel Radcliffe estaba cada vez más barbudo). Sin embargo, a pesar de no haber leído ninguno de los libros y de haber visto una única película hace más de ocho años, siento que no me quedé tan afuera durante la función de Las reliquias de la muerte: Parte 2. Es más, creo que esa distancia con la historia me dio cierta libertad para disfrutar la película desde otro lugar, que no tenía tanto que ver con el cierre que se le daba a una serie de personajes y conflictos llevados insistentemente a la pantalla desde hace una década sino con la evolución (o no) que cada uno exhibía al interior de la película, más allá del pasado con el que cargaban. La sensación que tengo es esta: Las reliquias de la muerte: Parte 2 es una buena película que prácticamente se cuenta sola y que se muestra capaz de resistir los embates de la peor dirección y el armado de guión más obtuso. La mayoría de los personajes tienen un espesor narrativo que los vuelve interesantísimos sin importar las vueltas de tuerca del relato, la información revelada de forma sorpresiva o la manera en que hacen frente a sus problemas. Por ejemplo, Severus Snape (al que recuerdo muy vagamente de la La cámara secreta) es un personaje que prácticamente instala un clima propio en cada una de las escenas en las que aparece, como si el mago de negro interpretado por Alan Rickman se adueñara de la película y le imprimiera toda su elegancia lúgubre y económica en movimientos y gestos con apenas un par de líneas. Lo mismo pasa con Harry, que se ve sometido a una interminable cantidad de giros de guión pero manteniendo un tono y un carácter que lo vuelven un personaje sólido, coherente, un poco sobreactuado pero siempre más o menos convincente con su eterna expresión de preocupado. Decía que Las reliquias de la muerte: Parte 2 se cuenta sola. Eso también se percibe en la manera en que la película le habla a un (su) público, con un buen número de guiños y referencias constantes a las películas anteriores. Sin embargo, si por momentos la historia depende demasiado del conocimiento del resto de la saga, el relato, en cambio, es pura acción y desplazamiento que termina minimizando el hecho de no saber de lo que se habla. Así, como siempre en el cine (y en el arte en general), la referencia al mundo (o a un mundo, en este caso de ficción) depende de la forma en que se construye lugar. En la escena inicial, cuando el trío protagónico conversa y negocia con un duende tirado en un sillón, obviamente no entendí nada sobre los múltiples objetos, personajes y hechos que se nombran, pero la forma de narrar ese momento, como rememorando un pasado lleno de aventuras, viajes, peligros y rivalidades, logra que la escena sea muy disfrutable incluso para los que no conocemos absolutamente nada de la historia. Más o menos por la segunda mitad de película empiezan los problemas. Los personajes dejan de moverse tanto para dedicarse a dar discursos y explicaciones varias que le restan velocidad al relato y terminan convirtiendo la película en una cosa pesada, densa, más preocupada por suministrar la mayor cantidad de información en el menor tiempo posible que por contar una historia con nervio y tensión como lo venía haciendo antes. Esos diálogos, flashbacks y vueltas de tuerca interminables parecieran estar dirigidas al público que sigue la saga que, supongo, podría exigir coherencia narrativa al costo (altísimo, para mi gusto) del vértigo cinematográfico de la primera mitad. Excepto por los momentos de duelos, batallas y estilización de los gestos heróicos, la segunda parte me aburrió y de a ratos casi me molestó, hasta que me acordé del cierre de la excelentísima trilogía de El señor de los anillos, cuando al final de la tercera película el guión apelotona resoluciones de conflictos a lo pavote y la cámara hace lo propio mediante el abuso de la cámara lenta. Seguramente se trate de un mal propio de las sagas: quizá sea más difícil de lo que uno imagina el realizar una clausura de todas las lineas narrativas sin perder agilidad visual. Si tenemos en cuenta esto, el final de la saga de Harry Potter (compuesta nada más y nada menos que por ¡ocho películas!) no es tan terrible como podría haber sido. De todas formas, más allá de la debilidad de la segunda mitad, durante toda la película se siente la fuerza de un relato que llega a su fin, de una historia que parece haber acompañado a una enorme cantidad de personas durante una década de sus vidas. Por algún motivo, incluso sin haber pertenecido nunca a los seguidores de la saga de libros y películas, siento que algo de mi historia personal también se cierra y termina con Harry Potter. La cámara secreta fue la primera película en muchos años que vi en cine: me llevaron mis amigos y fui más por compartir una salida que por ganas de ver al mago de anteojos y sus compañeros. En esa época todavía no me interesaba el cine, apenas si alquilaba una película en Blockbuster o veía algo en cable. No sé si fue casualidad o no, pero después de la función de La cámara secreta empecé a ir ver películas en sala más seguido (acompañado pero también solo) y el cine me generó cada vez más curiosidad, hasta que cosa de tres o cuatro años después me decidí a hacer cursos, seminarios y todo eso que uno hace cuando le gusta algo pero todavía no sabe cómo acercarse a eso. Mi interés por el cine, que me marcó y me sigue marcando hoy, arrancó apenas un par de años después que la saga fílmica de Harry Potter y, por eso, creo que a pesar de no haber seguido nunca sus películas, también algo mío (vaya uno a saber qué) concluyó en la función que daba cierre a la historia del mago, y que eso hizo que me pudiera introducir en la historia y sentir a la par de los demás espectadores lo épico y lo trágico del final de una saga que también es el final de un mundo que durante diez años se convirtió en un lugar para estar. Creo que muchos de los que salían conmigo de la proyección de Harry Potter y las reliquias de la muerte: Parte 2 estaban abandonando para siempre un espacio mucho más grande, vasto y misterioso que el de una sala de cine ubicada en El Abasto.
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De milagros y videojuegos. A diferencia de películas que hablan de alguna clase de realidad virtual como Matrix o El origen, que son cine que tiene que explicarse a sí mismo constantemente o correr el riesgo de perder a su público, 8 minutos antes de morir es una tragedia que pide ser vivida, experimentada en carne propia. Como siempre, todo termina siendo una cuestión de puesta en escena: el director Duncan Jones nos coloca en el lugar exacto de Colter Stevens, el protagonista que debe cumplir con una misión urgente de la que no se le brinda mayor información salvo que de su éxito depende el evitar un ataque nuclear. Estamos incondicionalmente con Colter, a la par suyo descubrimos pistas, adivinamos posibles culpables, sospechamos de la misión que se le asigna. Pero también, y lo más importante, compartimos con él la incertidumbre acerca de su futuro: a Colter solamente se le informa (y después de pasado mucho tiempo) que el helicóptero que manejaba en Afganistán fue derribado y que el soldado solamente conserva intacta una parte de su cerebro que es la que le permite formar parte de la misión virtual en la que se encuentra. Una imagen terrible lo va a confirmar después, pero la duda se instala definitivamente: ¿Colter está vivo o muerto? Según le dicen los directivos del proyecto, vive, pero solo su cerebro continúa activo porque su organismo es sostenido por mecanismos artificiales. ¿Colter podrá reponerse y vivir plenamente algún día, por fuera del código fuente? O, en el caso de que el deterioro de su cuerpo no tenga vuelta atrás, ¿será posible vivir dentro del código, más allá de los ocho últimos minutos arrancados de la memoria de otra persona a los que el soldado parece estar condenado a habitar eternamente? La tragedia, que se respira en cada minuto de película a pesar del ritmo y de la tensión dramática, es instilada lentamente de la manera más humana posible a través de Collen Goodwin, el enlace entre Colter y los administradores del código. En un mundo signado por la técnica y la frialdad de los protocolos militares, la cara de Goodwin no puede dejar de reaccionar frente a las preguntas de Colter, y sus gestos (cálidos, sufrientes, femeninos) dejan entrever cada vez con más evidencia la precariedad de la situación del soldado. Un plano terrible pero necesario, dirigido solamente a nosotros, lo confirma más adelante: el cuerpo real de Colter está destrozado, en una cápsula especial solamente se conservan el tronco, un brazo y la cabeza. Esa imagen contiene unas dosis de horror inenarrables; entonces, de golpe sabemos mucho más que Colter y nos colocamos por encima suyo (es inevitable, tenemos información vital que él desconoce) y ese alejamiento marca necesariamente el tono trágico. Ya no somos sus compañeros de investigación sino espectadores ubicados del otro lado de la pantalla, y asistimos a un sacrificio moral que tiene poco de heroico y mucho de resignación y de derrota. Cuando Colter conoce con certeza su posible destino (trabajar eternamente dentro del código fuente luchando contra el terrorismo) toma una decisión: después de terminar su primera misión, elige morir. Pero hay algo más que vemos junto con Colter y que Goodwin y el jefe del proyecto, Rutledge, no alcanzan a vislumbrar. El código fuente es una herramienta que reproduce los últimos ocho minutos de vida de alguien (extraídos de la memoria de la persona ya muerta) y que brinda la posibilidad, mediante cálculos cuánticos, de habitar ese tiempo y ese lugar y de interactuar con el entorno como si se tratara de la realidad misma. Dentro del código uno puede morir y volver a empezar desde el principio (el minuto ocho) una y otra vez, así hasta el infinito. Es lo que le pasa a Colter cuando trata de saber cómo fue colocada la bomba que hizo estallar un tren que se dirigía a Chicago e intenta descubrir al culpable para prevenir el próximo ataque: la búsqueda del terrorista y del dispositivo nuclear lo llevan a morir muchas veces, como en un videojuego. Y, como en un videojuego, cada muerte carga con el suspenso y la tensión de las anteriores; como si estuviera atrapado en una especie de infierno digital, Colter padece de manera traumática una serie de muertes violentas y dolorosas que solamente acaban por devolverlo constantemente al inicio, donde lo que le espera al final de los ocho minutos siempre será otra muerte similar. Pero no es el cumplimiento de la misión nada más lo que hace que Colter soporte semejante sufrimiento. Lo que él observa (y que sus superiores no ven) es a Christina, pasajera del tren que estalló y de la que el soldado se enamora perdidamente. Entonces, cada intento de desenmascarar al terrorista se confunde con las charlas con Christina, una Christina que, como todo el mundo que rodea a Colter, no es más que la sombra de un recuerdo, una imagen construida matemáticamente de alguien que murió en el atentado. Colter cree poder habitar el código fuente junto a ella, desbaratar el atentado, salvarla y, quizás, compartir una vida virtual juntos. A pesar de las muchas explicaciones de Rutledge y Collen acerca del carácter de reconstrucción digital del código y del límite temporal e infranqueable de los ocho minutos, Colter no cede en su decisión de salvar a Christina. En una conferencia sobre cine (más bien pobre) dada hace algunos años por Alain Badiou, el filósofo francés aseveraba (de manera mucho más poética que filosófica) que el cine tiene la capacidad de filmar un milagro. Bastante de eso hay en 8 minutos antes de morir, película que se levanta sobre una base material puramente tecnológica pero que tiene una fe, que cree en un más allá esperanzador. Después de salvar el tren y encontrar al culpable (previniendo el ataque nuclear sobre la ciudad real de Chicago) Colter es desconectado por Collen y muere en el acto. Pero ese momento en el que su vida se detiene, dentro del código fuente es experimentado de otra manera, como una pausa, un silencio que corta el aire solamente para reanudarse después como si nada hubiera pasado. Colter no solo salva a Christina y empieza una vida junto a ella, sino que, justo al final del plazo temporal y después de evitar la explosión del tren, una imagen congeladamuestra a los pasajeros (las víctimas fatales del atentado real) riéndose y festejando al cómico del vagón. Esa imagen es recorrida por la cámara en su totalidad y pinta un último cuadro de ellos felices, plenos, vivos. Me acuerdo de Badiou y pienso que hay algo de milagro en términos cinematográficos en ese plano que corre un riesgo enorme de caerse hacia el lado de lo grasa y el exceso de sentimentalismo. Pero por varios motivos (el paneo, los cuerpos detenidos, la fiesta que se improvisa) el gesto de dar otra oportunidad a Colter (esta vez, junto a Christina) y, de paso, al resto de los pasajeros del tren virtual, termina produciendo un momento emotivo fortísimo en el que parece estar respirándose un cierto clima religioso: sabemos que Colter murió y que la vida dentro del código fuente no puede traspasar los ocho minutos, pero sin embargo lo vemos recorrer la ciudad junto a Christina, los dos contentos. ¿Jones se está atreviendo a filmar el paraíso, una especie de más allá al cual se arriba mediante un salvataje en clave virtual? ¿La única forma de llegar a ese paraíso personal, entonces, se cifra en el éxito obtenido en un mundo digital con reglas similares a las de un videojuego? Estas preguntas (podría haber más) suenan pomposas y complicadas, cuando lo que hace el director es bastante más simple. Como Rosellini, como Dreyer en Ordet, Jones filma algo muy parecido a un milagro. Y en los milagros se cree o no se cree, pero no se los cuestiona.
En el mundo de Los agentes del destino hay una suerte de plan divino trazado para cada persona en función de otro más grande que involucra a la humanidad en su conjunto. Los agentes del título son los encargados de ver que las personas no se salgan del plan asignado y, en caso de que lo hagan, se entregan a la tarea de colocarlos de nuevo en la dirección correcta sin importar los medios ni los costos. La película de George Nolfi (que adapta un cuento de Phillip K. Dick) tiene una concepción de la vida que pivotea entre visiones radicalmente opuestas: no niega la existencia de un destino que se decide de antemano por quién sabe qué clase de poder celestial, pero tampoco postula que ese destino sea el único camino posible. Así, Los agentes del destino tiene pasta de cine importante, que actualiza grandes temas de manera pomposa, que aspira a discursear sobre asuntos bien profundos. Y lo cierto es que hay bastante de eso, pero también que la película se las arregla para esquivar un poco ese costado altisonante llevando hasta el límite su propuesta de base, esto es, describiendo de manera minuciosa cómo es esa especie de mundo paralelo de los agentes: sus costumbres, intereses y aspiraciones, y la relación que tienen con Dios (o con un dios). Lo más fascinante de Los agentes del destino es la construcción de los personajes de los agentes y la decisión de hacer de su labor un trabajo de oficina con jerarquías, ascensos, disgustos, problemas y una serie de reglas laborales, todo matizado por una estética cincuentosa que les confiere un aire anacrónico a la vez que de actualidad. No es que la historia principal no atrape, pero la tensión que se edifica entre David y Elise funciona solo en tanto su relación se ve amenazada y no pueden estar juntos. Claro, es el típico conflicto que constituye el corazón de cualquier película con trasfondo romántico, dirán ustedes: nos interesa el devenir de esa pareja solamente por lo incierto de su futuro, porque esa relación está siempre en peligro de romperse. Sí, eso pasa casi siempre de la misma forma, pero en Los agentes del destino hay una diferencia, y es que la química de los protagonistas podrá no ser explosiva, pero parece que ambos estuvieran “destinados” (bueno, esta vez justo no. Es la costumbre, perdón) a estar juntos irremediablemente, como si los dos fueran los amantes perfectos. Y que esa relación no pueda llegar a iniciarse nunca, que no empiece más allá de unos escarceos amorosos fugaces y se trunque enseguida, eso es lo que le imprime al relato una tensión dramática muy fuerte, porque cada vez que los dos se encuentran y van a probar suerte juntos, los agentes (eso lo sabremos después) obran desde las sombras para separarlos y que no se crucen nunca más. El resultado es que uno cree estar viendo los hilos que, detrás de la escena, habitualmente tejen una trama romántica, solo que en lugar de un director y un guionista lo que se nos muestra son unos tipos de impermeable y sombrero prácticamente conspirando con un librito (¿un guión?) tratando de hacer los ajustes necesarios para que la pareja no se una y los dos sigan caminos separados. La sensación es que los protagonistas están luchando ya no contra un destino programado en el más allá sino contra los anticuerpos narrativos de una película que sabe que para poder seguir funcionando (es decir, viviendo) debe mantener intacta esa tensión, impedirles el reunirse y ser felices para siempre, o aceptar esa unión y optar por clausurar un relato antes de abrirlo (que sería una especie de muerte narrativa, si cabe el término). En sus mejores momentos, Los agentes del destino resulta entretenida y cada detalle nuevo que se conoce sobre los agentes y su trabajo (porque ellos mismos se refieren a su actividad como un trabajo) hace que la historia gane en interés y se incline cada vez más hacia ese universo ultraterreno y menos hacia el de la pareja en fuga. El resto del tiempo, Nolfi se despacha con unos cuantos diálogos sobre la honestidad, la capacidad destructiva del hombre, la inescrutabilidad de las órdenes divinas y el derecho al libre albedrío (sí, esto último suena casi a un tratado de psicología) que hunden a la película en una gravedad insoportable, que aburre cuando directamente no irrita. Por eso, la mejor manera de ver Los agentes del destino es lanzando una mirada oblicua, que barra no solamente la trama romántica y sus peligros sino que también haga una puesta en relación con la mayoría de historias sobre amores imposibles, que se fije en la manera en que se construye esa distancia entre los protagonistas y en cómo toman cuerpo los obstáculos en la figura de los agentes. Y, más que nada, obvio, hay que mirar a los agentes (que por algo aparecen en el título): sus gestos, sus charlas toscas, sus métodos, sus espacios laborales, sus herramientas de trabajo, sus anhelos (de ascenso, de cumplir con un encargo). Hay que detenerse a ver esas cosas, o correr el riesgo de quedarse empantanado en la trama y los diálogos grandilocuentes sobre la vida, el amor, la humanidad, la Historia y no me acuerdo cuántas solemnidades más.