La primera vez que entrevistan a Ababacar Sow, migrante senegalés en Buenos Aires, su mirada está enfocada hacia abajo. Pareciera que está a la defensa o indefenso. Estamos acostumbrados a que el entrevistado vea hacia la cámara o hacia alguno de sus lados. Pero aquí él prefiere mirar hacia abajo. Esto nos sugiere de entrada que es un hombre resignado a su presente. Sin embargo, poco basta esta conclusión cuando vemos sus ojos enormes en una fotografía de su infancia. La pureza de su mirada nos invita a seguir atentos a lo que se viene. Y una de las fotos que continúa en la selección es una de él abrazándose a sí mismo, con los ojos cerrados y la cabeza ladeada hacia la izquierda. Si esto no es una muestra fehaciente de indefensión e independencia, pocas cosas lo son. Pero no pareciera que los realizadores quieran victimizar a su personaje. Simplemente quieren asomar una particularidad que contrasta con y no opaca sus ojos bien abiertos. Con pocos recursos nos van sugiriendo que la migración es una distensión de fuerzas opuestas, nunca un estado unívoco. Este primer acercamiento fotográfico pareciera una minucia, pero está resaltado con un contraste previo a estas fotos. En la escena que Ababacar le dice unas palabras en wolof a la chica de la Defensoría que entrevista y transcribe las respuestas de inmigrantes, y ella procede a escribirlas para no equivocarse; estamos ante un gesto de identidad con el que los realizadores proceden a mostrarnos la primera foto antes mencionada. Como si esa mirada infantil de ojos atentos y el idioma fueran la primera alerta de lo que define a un ser humano y a Sow en particular. El documental va hilvanando entonces, más que un diálogo, una apelación a la mirada. La imagen atrapa las diferentes tonalidades o intenciones en la mirada del protagonista e, incluso, cuando precisamos quién es Mbaye Seck, amigo de Ababacar, nos lo presentan con una mirada de reojo luego de un movimiento hacia atrás, donde está situada la cámara. Como gesto entre espontaneidad y picardía, la mirada traza cierto vínculo cómplice entre nuestros protagonistas. Y precisamente el documental no nos quiere engañar entre miradas. Por esto, las voces de los protagonistas delatan el cansancio en medio de una ciudad ambivalente: en la venta ambulante de Mbaye, plena de rechazos, escuchamos “Hace 5 años que estoy vendiendo en Buenos Aires con el maletín. Caminé mucho. Cinco años caminando es mucho. Pude haber llegado a Senegal”. En medio de esta conclusión amarga, la película no procederá a retratarnos un calvario en las vidas de los protagonistas, sino el día a día de sus costumbres y la tensión entre el aquí y el allá. Que los realizadores incluyan hasta la postura de que África “no es tan pobre como la gente cree”, sin la necesidad de emprender una muestra fehaciente de estas palabras, habla mucho de que la búsqueda del documental es retratar de las condiciones particulares de Mbaye y de Ababacar. Poco a poco, lo que parecía una historia de inmigrante senegaleses, se convierte en el la otra cara de las decisiones que toma cada ser humano. Las migraciones pueden estar protegidas por un hálito de preconceptos a favor de un mejor nivel de vida, mayor poder adquisitivo y mejores condiciones generales. Pero con una humildad profunda y sus pies descalzos, Mbaye nos dice que estos son nada más que engaños. Cada decisión, sea la de quien migra o de quien prefiere ver en el migrante una mejoría de sus condiciones, trae consigo un revés con la que se enfrenta frecuentemente cada individuo. Finalmente, la pregunta reiterativa “¿Estás en paz?” que se dan entre coterráneos, habla de un punto de vista en tensión, mas no de lucha. Lejos de la imposición actual de bienestar y comodidad venidas de la autoayuda, es una pregunta que da cuenta no sólo de una religión, sino del giro interesante al “¿cómo estás?” de la cultura occidental. Y el título del documental es la respuesta perfecta e indirecta a ambas preguntas. ‘Estar acá’ es una medianía entre los pensamientos del país de origen del migrante (allá) y el día a día del país de llegada (acá). Aunque haya en la película asomos frecuentes de quejas, los realizadores prefieren enfocarse en las conversaciones entre Mbaye y Ababacar. Como si en estos encuentros amistosos, plenos de sonrisas y sobre todo de diferencias entre ellos, se mantuviera la ilusión de placer que les brinda a ambos poder mandarle algo de dinero a su familia, tener un trabajo que les permita mantenerse para ahorrar siquiera un poco, o cumplir con sus rituales aunque no se identifiquen plenamente con ellos. El rescate final de la película es un equilibrio dinámico entre los orígenes y el destino pasajero de sus dos protagonistas.
Matar a Jesús es un testigo que no sabe cómo hacer frente a la violencia que acabó con la vida del padre de Paula, la protagonista. La falta de dramatismo en esta observación podría ser un factor en contra de la película, pero amplifica la incapacidad del ser humano ante la violencia descarnada que impera, en este caso, en Colombia. La impotencia de Paula se permea en nosotros como espectadores que no estamos exentos de situaciones semejantes, al menos quienes venimos de países como Venezuela, Argentina o Brasil donde los barrios, villas o favelas pueden limitar con las zonas más pudientes de la ciudad. Esta incapacidad se convierte en un arma de doble filo. Por un lado, es un retrato sin excesos del intento que hace Paula por vengar la muerte de su padre. Se reencuentra con Jesús, el asesino, y si bien el guión juguetea con la posibilidad de que se enamoren, no cae en esta trivialidad sino que más bien ella no deja de mostrarse tímida y rara, como él mismo reconoce. En verdad, la venganza la supera, como una máscara que no le cabe a un actor por su fisonomía. Pero por otro lado, ¿qué tiene que decir el filme sobre la violencia? Sin duda no busca magnificarla, mucho menos caricaturizarla, como tiende a hacer mucho cine con mejores o peores resultados. En cambio, asoma un debate moral sin ganas de aleccionar, sino con mucha precisión. Al comienzo parece, no obstante, que el guión va a indagar en las tres miradas que quedan huérfanas frente a la muerte del padre: la viuda, el hijo mayor y Paula, la menor. Pero después de algunos roces donde vemos que los dos primeros han quedado entumecidos tras la muerte, el guión se decanta por la búsqueda que emprende Paula, quizá motivada por ese lema que parecía repetir su padre en las clases impartidas en la universidad donde él enseñaba: “no dejen dormir la inquietud”. Es posible que la sentencia final del filme diga: la violencia nos incapacita a casi todos. A las víctimas directas, a las indirectas y al victimario. Los menos preocupados en toda la situación parecieran ser los detectives y policías involucrados en el caso, pero a ellos solo les echa una pasada como si se tratara de una trámite burocrático. Al final, como en el plano de una Paula ínfima que lanza la pistola frente a la ciudad que la observa incólume, todos quedamos empequeñecidos ante la incertidumbre de quien sufre la inseguridad descontrolada en una urbe donde todos intentan sobrevivir, pero nadie sabe cómo. Hay un detalle, menor en perspectiva pero visible, que molesta. El amigo de Paula, que incluso parece ser amigo de la familia ya que se refiere a un próximo encuentro con el padre de ella para ver el partido, desaparece después de una única escena al comienzo. Ciertamente pierde relevancia después de lo que ocurre. Sin embargo, siendo uno de los pocos que declara haber dejado la marihuana, pareciera que el filme desecha, por error o frontalmente, la posibilidad de corregir los excesos por los que pasan muchas sociedades latinoamericanas en la actualidad y de los que esta historia no está exenta. Y esto es escrito sin ánimos de pacatería; tan solo indica un desenvolvimiento posible de placeres sin necesidad de exacerbación, La obra participó en varios festivales como en el de Huelva y el de Zúrich, y ganó en el de Chicago, el de San Sebastián, el de La Habana y el del Cairo.
Ábalos, Una Historia de Cinco Hermanos relata el recorrido de conciertos, entrevistas y grabaciones que hace Vitillo Ábalos en nombre de sus hermanos, grupo santiagueño de chacarera famoso en la década de los cuarenta. Este trayecto de reconocimiento lo hace en conjunto con otros artistas argentinos e internacionales. La mayor fortaleza de Ábalos es que opta por presentar el legado de Vitillo Ábalos a través de su última colaboración con diversos cantantes. En vez de hacer un recuento por la vida y la obra de los Ábalos, opta por recorrer los últimos años de vida del Vitillo remitiendo, de vez en cuando, a sus años iniciales con los demás hermanos. Es cierto que técnicamente el documental carece de atractivo. No hay una composición memorable de planos. De a ratos, el guión cojea en su ritmo. El verdadero placer aquí es escuchar la música de Ábalos, de la Argentina profunda, sea con sus hermanos o en sus recientes colaboraciones con otros artistas, entre ellos Roger Waters y Jimmy Rip. Lo que importa es la inclusión de varias canciones para escuchar cómo Vitillo toca el bombo, zapatea y canta. Es un logro que a sus 96 años mantenga tal energía, lo que convierte al documental en un testamento de la energía vital. En ningún momento la película tiene pretensiones de aleccionar sobre cómo vivir bien una vida a través de la obra del artista. Simplemente lo entrevistan de vez en cuando, allí notamos su buen sentido del humor; lo vemos en el escenario desplegando su técnica o viajando de un concierto a otro. Si se trata de algo el film, es de una lección de humildad contada con sencillez y, como decía la directora en la premiere, de una emoción filial por mostrar esta historia desde que comenzó el proyecto hace ocho años. Esta emoción atraviesa el círculo familiar que realizó el film para mostrar sin grandilocuencia un legado de la cultura argentina y la herencia que deja un artista. Hace falta un poco de modestia que brinde perspectiva, y parece que los realizadores apelan a ella cuando abordan la vida del último de los hermanos Ábalos a través de su obra más reciente y no desde lo inabarcable de una larga trayectoria de más de cincuenta años.
¿Qué sentido recóndito puede surgir de un corte de luz ocurrido en un sector pobre de la ciudad? El Corte (2018) busca con insistencia alguna posibilidad de respuesta, pero los resultados son difusos. Después de treinta días sin electricidad, un grupo de vecinos lucha contra la inseguridad y los saqueos mientras buscan maneras de sobrevivir. Estos seres anónimos se ven afectados por diversas circunstancias, ajenas o vinculadas al corte. Hay dos movimientos contrarios en El Corte que impiden el devenir acertado del filme hacia un final orgánico. Por un lado, está el guión que contextualiza la situación en un extenso corte de electricidad. Las connotaciones simbólicas y de denuncia empobrecen las diversas sub-tramas con un forcejeo entre las acciones de los personajes y el sentido de tales acciones. Por otro lado, la composición de ciertas imágenes por parte de Débora Bermúdez brinda una riqueza de sentidos que hacen desear un film más fluido, pese a que apenas sobrepasa la hora de duración. Hay planos sugerentes en torno a la incertidumbre vivida por los personajes: desde la chica que pinta la casa mientras convive con su pareja hasta el niño que cuida un perro extraviado, las guionistas le imponen a los personajes llevar a cabo acciones que carecen de sentido, y a la composición, un sentido alterno en la historia. En el medio de ambos movimientos están las actuaciones. No habría problema con ellas si no fuera por ciertas escenas muy poco creíbles. Gestos y reacciones exageradas entorpecen la pesadumbre de los personajes. Ellos están acostumbrados a una rutina de falencias y maltratos. Por lo tanto, una mirada de desesperación no es una queja frente a lo ocurrido, sino un gesto fácil ante las posibilidades que puede otorgar una actuación en torno a la pobreza. Finalmente, el film no se decide entre ser una denuncia a carencias políticas del gobierno actual o ser un registro fiel de un corte de electricidad. Respecto de lo primero, compone un retrato excesivamente trágico de una circunstancia frecuente en una ciudad latinoamericana, como si no pudiera levantar la mirada por encima de esto. En cuanto a lo segundo, ciertas situaciones no apuntan a la fidelidad sino a la simbolización de una crisis que tarda demasiado en resolverse, y cuando lo hace, no depende de los involucrados.
Desde el título y la primera escena con su paleta de colores pálidos, hay algo inquietante en Recetas para microondas de Matías Szulanski. Verónica Intile, la actriz principal, evoca de a ratos a la Tilda Swinton vampírica de Only Lovers Left Alive (Jim Jarmusch, 2013). A lo largo de la historia, toman vino-sangre con la mayor naturalidad, pero no hay más pistas que esta y el apetito sexual de la protagonista frente a la posibilidad de que estemos ante una película de vampiros. Y nada en la trama resolverá tal inquietud. Dependerá de cada espectador entender esta irresolución como un mero guiño o como una postura frontal hacia la incomodidad. Recapitulemos un poco en los detalles de tal inquietud: Recetas para microondas trata sobre Graciela, sobre sus muy variopintos amantes que se untan con ella aloe vera en el rostro, sobre Luis (Fabián Arenillas), el hombre que violó a Graciela, y sobre Ramiro (Camila Saggio), el hijo hermafrodita que nació de esa violación. Puede cuestionarse esta selección de rarezas como un cúmulo demasiado evidente que desea atraer nuestra atención. Sin embargo, el ritmo del filme camufla estas excentricidades y las hace ver, al menos mientras transcurre con sospechosa parsimonia, como una historia ínfima de personajes que se resisten a encajar en la sociedad y tampoco les importa ser excluidos. Desde el médico angoleño hasta el hombre que atiende el videoclub de VHS y pasando por el enano, los amantes de esta mujer dan cuenta de la inestabilidad que atraviesa y que no le importa superar ni siquiera por su hijo. El catálogo de amantes es una excusa para retratar la vida desequilibrada, llena de excusas para obtener dinero sin necesidad de trabajar. Todo este panorama atraería más si ocurriera algo significativo en la vida tan descarrilada de Graciela. Lo único sorprendente, y que suma a las sospechas de que nos encontramos frente a un relato vampírico, no desata mayores cambios en el personaje ni en la trama. Incluso un monólogo final frente al padre de su hijo explica las decisiones de vida de Graciela, pero la respuesta indiferente de su violador es una prueba más de que no debemos tomarnos nada de esto demasiado en serio. La película pareciera sugerirnos que la mejor respuesta al drama no es el humor, sino la indiferencia. Al final, este mundillo lánguido y curioso sirve como excusa para la actuación descarnada de Verónica Intile. El desparpajo en su manera de afrontar su vida, mintiendo descaradamente sobre préstamos que necesita para efectuarse abortos, siguiendo simples recetas de microondas como si se tratara de lecciones de vida, brinda una ligereza en su presencia que, al principio, desconcierta. Pero termina por esbozar en cámara lenta el descarrilamiento de un tren que desde el principio venía mal. Y la mirada indiferente de este desastre atrae con toques muy sutiles de humor. Nunca se regodea en su genialidad. No hay alarde en la calamidad, muchísimo menos victimización. Apenas hay un hallazgo de franqueza en el nimio gesto de vivir una vida sin pretensiones y con suficientes errores.
¿Qué atractivo tiene para una mujer enamorarse de dos hombres similares al mismo tiempo? Amante doble busca respuestas tentándose con las honduras del mito de Eros y Psique, pero los intereses de Ozon por armar un thriller aplanan el resultado. Chloé (Marine Vacth) se enamora de Paul (Jérémie Rénier), su psicoanalista. Después de mudarse con él, se entera de que este tiene un hermano gemelo, llamado Louis. Chloé se inmiscuye con ambos sin sospechar hasta dónde llegará el asunto. El mayor encanto de Amante doble es el desparpajo en la sensualidad de los amantes. Ozon juega a reflejar con intensidad la intimidad de los dos personajes sin importar que al final todo esto termine siendo gratuito en medio del terror psicológico que intenta imprimirle al embarazo de Chloé. Los amantes se desdoblan en un juego de espejos que ya ha sido tratado antes con más ingenio. Ozon quiere probar con varios géneros, sin darse cuenta de que su indagación erótica es la más fascinante. El juego de roles muestra el lado más dominante de Chloé, amén de su victimización. Un jugueteo con las personalidades contrastantes de los gemelos da cuenta también de que ella puede ser dos mujeres diferentes al dejarse rendir por ambos hombres. Luego, las vueltas de la trama resultan inverosímiles, por más que Marine Vacth se comprometa con una actuación sugerente. Tales giros parecen implicar una versión menos inquietante de alguna película de Brian de Palma. Las escenas sexuales están en un plano más interesante que los giros entre ambas relaciones. Y no solo por el atractivo físico de los actores involucrados, sino también porque desentraña sentidos, un tanto usados ya, sobre el otro como doble y doblez de uno mismo. Al final, es una lástima que el guión no pueda huir de lo convencional para salvar a la protagonista del delirio. Una aparición brevísima y también doble de Jacqueline Bisset hace recordar el cine de los setenta u ochenta, pero no es más que un gesto terco de la nostalgia. Su papel resultaría muy fácil de olvidar si no fuera por la perdurable belleza de la icónica actriz. La película, que estrenó el jueves en la cartelera argentina, compitió por la Palma de Oro el año pasado.
“No es bueno acostumbrarse al dolor” Malambo, un hombre bueno es un recorrido cíclico por la vida de Gaspar Jofre, un malambista que entrena sus pasos de la danza sureña. El protagonista comparte el tiempo con su excéntrico compañero de habitación, su terapeuta (a la que acude para apaciguar dolores corporales) y otros personajes que le añaden una sencillez valiosa a este proceso de formación en la rutina del artista. El documental está dividido por capítulos. Estos enmarcan la búsqueda del triunfo de Gaspar mientras despliegan un relato que parece de otra época (por la fotografía en blanco y negro, por una voz que emana nostalgia). Lo que termina haciendo esta voz es brindarle intimidad a la mirada de Gaspar. Así conocemos su silencio, su tranquilidad y su perseverancia más allá de los obstáculos del ego y del cuerpo. “Tengo un alma buena pero espinosa” Sabemos muy bien que no hay peor obstáculo que los que nos imponemos nosotros mismos. Podría ser un slogan de psicología barata, pero es algo comprobable a diario y que el documental aprovecha, manifestando el paso de la práctica a la enseñanza. Como expresa la película al comienzo, todo malambista pasa por un recorrido de exigencias y entrenamientos que definen su vida posterior al campeonato. Su futuro depende de un proceso exhaustivo de esfuerzo por mejorar los movimientos de su cuerpo, así como de acallar los dolores producidos por el baile. De a ratos esta danza parece un deporte y no un arte, cosa que también ocurre en otras disciplinas artísticas. El cuerpo debe entrenarse, y tanto Gaspar como Santiago Loza, el director, hacen hincapié en ello. Basta con recordar esa larga escena de entrenamiento y danza acompañada por la música de Zypce, que acentúa la tensión de lo que se avecina. “Soy sensible al dolor de los otros” En otros momentos, Malambo, un hombre bueno parece una leyenda que narra la pesadilla competitiva de Gaspar mientras lo vemos dormir. A Loza poco le importan los límites entre ficción y realidad; ambas interactúan. En otro documental, no habría cabida para un narrador tan poético, mucho menos para diálogos como los de Gaspar con la terapeuta. Pero dicho atrevimiento es lo que hace tan fascinante la búsqueda de Loza y Gaspar. Al final, el film da cuenta de cómo la experiencia con el dolor se convierte en un arte para domar las inquietudes del alma. Más que informar sobre el malambo, Loza hurga en el corazón cansado del malambista, señalando su verdadero triunfo artístico: crear con (y a pesar de) su cuerpo. La película, que participó en la sección Panoramas del reciente Festival de Berlín, puede ser vista en la sala Lugones y en el MALBA.
La imagen central de La intimidad es esta puerta dislocada que cargan los hombres de la mudanza casi al final del documental. Esa sola puerta fuera de quicio nos permite imaginar una intimidad desintegrada por la muerte y por la mudanza, que también es otra manera de morir. Una puerta parece un objeto sencillo cuando tenemos la llave que la abra y la cierre. Pero una vez que carecemos de tal llave, o cuando esta pierde su utilidad, la puerta se convierte en un objeto inerte que solo conlleva imposibilidades. Podríamos pensar que Irene es el centro del documental, pero Andrés Perugini se enfoca más bien en lo que queda tras ella. Como en esa cortina de la cocina que se agita leve y repentinamente, Perugini hace foco en la desintegración que conlleva la ausencia, el desarme y la repartición de pertenencias inabarcables e inimaginables todas juntas en otra casa. En cierta medida este momento nos recuerda la escena de Cuentos de Tokio (1953) donde, después de la muerte de la madre, cada familiar pide quedarse con un objeto. Cuando todos se han ido, Kyoko se desahoga con Noriko por el egoísmo de sus hermanos, pero esta le ayuda a entender, con esa sonrisa que desarma, que así es la vida y que en eso nos convertiremos todos a cierta edad. En egoístas. Y si la vida es decepcionante como dice Noriko con una sonrisa en el film de Ozu, La intimidad brinda esta sensación mediante muy pocos diálogos y unos planos que retratan con rapidez y precisión el paso a la soledad de los objetos y espacios de una casa que una vez estuvo ocupada. Perugini apura la venida de otros habitantes como otra muestra del cambio silencioso que funciona en todo lugar. En el documental se asoman muchas preguntas que quedan sin responder, pero lo resonante es la pregunta sobre el destino de todo lo atesorado por una persona. Y tampoco lo sabremos: la búsqueda de Andrés no sale de la casa de Irene. La intimidad quedará en esas paredes y ahí será olvidada. La intimidad, aunque es un documental, presenta a sus participantes en los créditos iniciales como si fueran actores de su realidad efectiva. Tal decisión vislumbra la posibilidad de todo registro para ficcionalizar la realidad escogida, por más fiel que sea su propuesta. Con todo, esto no implica más que un detalle. El documental enfoca serenamente la manera en que la muerte interviene el valor íntimo de los objetos vueltos a su naturaleza funcional. Que haga esto sin grandilocuencia puede resultar un arma de doble filo al interés, pero lo cierto es que poco importan las intenciones de grandeza frente a lo que queda tras la muerte. La película se estrena este jueves 19 de abril en el Gaumont. El año pasado participó en el DOC Buenos Aires y en el Festival de Cine de Figueira.
Madame (2017) plantea un contraste: cómo enfrenta la edad y el amor una mujer de alta sociedad y cómo lo hace una más humilde. Sin evitar trampas de la villanía dignas de una telenovela mexicana, queda abierta la pregunta de si el humor no es la mejor alternativa para atender estas cuestiones. De manera apresurada, y con el fin de evitar la mala suerte, Anne (Toni Collette) decide incluir a María (Rossy de Palma) en una cena especial, lo cual le traerá inconvenientes con algunos de los invitados. A la par, su esposo Bob (Harvey Keitel) lucha con los problemas económicos de la familia vendiendo una pintura renacentista de autenticidad dudosa. La gran fortaleza de Madame es confiar en Rossy de Palma para buena parte del humor. Su sola presencia en la cena hace muy entretenida la interacción entre todos los participantes. Más que ponernos nerviosos, nos reímos con sus ocurrencias -el extenso chiste sobre los órganos sexuales femeninos y masculinos, por ejemplo. Si bien su acento español, su fisonomía y sus ojos grandes hacen de ella una mujer excéntrica, la actriz sabe brindarle humildad, picardía y franqueza a un personaje que, por lo demás, no reviste mayor atractivo. Su silencio final frente a Anne implica que su importancia como mujer queda muy por debajo del rol de la dueña de casa. Al intentar retratar una lucha de intereses amorosos entre las mujeres de la historia, la película flaquea. El personaje de Toni Collette se termina convirtiendo en una de esas villanas acartonadas que humilla a la servidumbre. Mientras, intenta convencerse de que ella es mucho más hermosa que quien se encarga del mantenimiento de la casa. Esto obliga a Toni a dar una actuación limitada por la mezquindad y la hipocresía. Resulta fascinante la elección de dos actrices con fisonomías tan poco comunes para encarar los parámetros de belleza cuando la edad avanza en la clase alta, pero el guión no ofrece más que elementos convencionales para resolver la situación. Como prueba de esta pobreza tenemos a Steven (Tom Hughes), el hijo de Bob, presentado como un escritor atrasado en sus entregas que aprovecha las circunstancias de la cena como fuente creativa. Es un personaje secundario, pero en él se notan los lugares comunes del hijo vago y taimado, e incluso del escritor que pareciera estar inventando de a ratos la historia que vemos, o al menos impulsándola. En medio de todo esto hay un plano fundamental que casi se pierde en los conflictos de la trama. Una mañana, Anne está sentada en la mesada de la cocina, esperando que María baje de su habitación. En la pared hay una gran ventana que empequeñece la presencia de Anne. Esta sencilla imagen resume lo que pudo haber sido la película: un estudio de cómo las nimiedades entrampan a la dueña de la casa en sus caprichos, mientras que la mujer encargada de la limpieza disfruta alegremente de un amorío. En cambio, el film se limita a ilustrar una lucha de intereses: por liberarse unos, por seguir engañándose otros. Madame forma parte del Festival de Cine Francés que se está proyectando en las salas Cinemark desde el 5 de abril y hasta este miércoles 11. Posteriormente será estrenada en más salas del país.
La historia está situada en La Ciotat, un pueblo cerca de Marsella que solía atraer mucho turismo por su puerto. Debido a su cierre hace 25 años, dicha afluencia decayó. A partir de esta situación, un grupo de alumnos de un taller literario y su facilitadora, Olivia Dejazet (Marina Fois), se reúnen varios días a la semana para debatir y componer una novela de suspenso. Pero, como la escritura nunca está exenta de cotidianidad, el guión también sigue a Antoine (Matthieu Lucci), uno de los alumnos, para cuestionar los alcances de tal actividad. El atelier, que formará parte del Festival de Cine Francés, atiende a preguntas sobre la utilidad de un taller de escritura frente a los conflictos culturales y políticos de sus alumnos. Sin buscar respuestas fáciles, se deja tentar por la composición de una novela de suspenso a varias manos. El desarrollo de esta actividad es la excusa para ahondar en las interacciones entre los participantes, sobre todo entre la facilitadora y Antoine, el alumno más rebelde del grupo y, en contraste, el más comprometido. El ambiente de los talleres literarios puede ser un cúmulo de creatividad que, bien orquestado, concluye en una creación que traduce en palabras y pone en perspectiva una o varias realidades. No obstante también puede conformar un ambiente muy aislado de la vida cotidiana de sus participantes. Laurent pareciera saber esto y por ello hurga en el resto de la rutina de Antoine: nadar en el mar, reunirse con sus amigos, visitar a su primo, encerrarse en su habitación a escuchar música y jugar videojuegos. Cantet juguetea incluso con la posibilidad de que la misma rutina del dúo se convierta en un film de suspenso debido al sospechoso retraimiento de Antoine y la curiosidad de Olivia. Pero no cae en la tentación de un final sorpresivo con muertes y sangre. En cambio, Cantet opta por un enfrentamiento con la propia esterilidad que puede asomar en un taller literario. No cae en giros que distraigan de lo verdaderamente importante. ¿Qué pasa si Olivia es exitosa en su taller, como confiesa desearlo en un principio? ¿Qué privilegio implica ser capaz de escribir bien una novela de suspenso y llevar a cabo un taller de escritura? Estos son interrogantes que se entrevén en la lectura que hace Antoine al final, frente a sus compañeros de taller y a la facilitadora. La suya es una reflexión sobre ese privilegio efímero que puede sentir la persona que escribe bien y que, al mismo tiempo, debe ser capaz de cuestionar tal sensación por encima de otras actividades que puede desempeñar. Visto así, el film fascina de la manera más humilde con un cierre sencillo sobre las capacidades que dejamos dormir para llevar una vida común y mucho más auténtica que los enredos intelectuales donde se entrampan los escritores. Sin convertirse en una crítica al oficio, El atelier es el retrato de una sociedad reunida en este pequeño taller, complicada por migraciones ancestrales y contemporáneas que han llevado a Francia a conflictos sociales frecuentemente evocados a lo largo del metraje. Y el objetivo de la película no es tomar posición, sino exponer discusiones breves para brindarle perspectiva a este pequeño pueblo. Dicha perspectiva aborda la vida a través de la literatura, subterfugio en el que unos se escoden y otros se enfrentan a sí mismos; esta vida de los mismos caminos recorridos a diario una y otra vez, del mismo puerto expuesto como estandarte abandonado del pueblo; vidas sin grandes pretensiones y extensos recuerdos de una historia conflictiva. Al final, es esta vuelta a la anonimia por la que Antoine opta lo que le brinda una fuerza quieta al film. Como sugiriendo que la vida escrita puede salvar, pero únicamente a través del engaño. En tal sentido, el trabajo mancomunado del elenco brinda confianza en los personajes sin grandes alardes actorales. Hay enfrentamientos y reflexiones al borde de los días, solo que el silencio los fijará en un conflicto sin solución, excepto que se elija un regreso a los quehaceres cotidianos.