“Cada rostro cuenta una historia diferente”. Eso dice Agnès Varda en un momento de este documental nominado al Oscar. Tales palabras parecieran el punto de partida para emprender un viaje por algunas villas francesas con el objetivo de intervenir ciertos espacios en compañía de JR. La sencillez de la premisa permite un despliegue agudísimo de humanidad en las intervenciones realizadas por ambos artistas. Porque más allá de las tantas selfies con las que el público irrumpe e interrumpe el viaje, sus fotografías agigantadas en las fachadas de casas, containers y graneros, junto a las entrevistas a algunos fotografiados, brindan otra mirada al día a día de esas personas. Sea con respecto a los operarios de una fábrica, las esposas de unos trabajadores, los habitantes de una urbanización abandonada o los habitués de una cafetería, se advierte que la rutina recupera sentido. Las imágenes a gran escala parecen su estudio magnificado. Así, el documental rastrea tales actividades. Observamos con atención esas fotos de, por ejemplo, las esposas, de unos treinta metros de altura, extendidas a lo largo de varios containers. Las modelos de dichas gigantografías hablan de su propio estado minoritario en un trabajo liderado por hombres. Hay un reconocimiento notorio a la intervención del ser humano sobre los lugares que ocupa o visita. Pero en este viaje también hallamos la aceptación a convivir con el paso del tiempo, al igual que el efecto de ciertos sitios sobre las intervenciones. Como cuando trabajan tan laboriosamente frente al peñasco para colocar la foto enorme de Guy Bourdin y al día siguiente la foto desaparece. Todo artista debe aceptar que sus obras también son efímeras más allá de la recepción, y que atesorar obras implica también soltarlas de a poco. Al mismo tiempo, Visages, Villages retrata un puñado de intimidades de Agnès, como su relación con Jean-Luc Godard, las condiciones que llevaron a las fotos de Guy Bourdin o la decisión estética de JR de lucir sus lentes oscuros pese que a ella le molestan. Pero ese retrato no choca con sus intervenciones sino que les brinda perspectiva. Como si el viaje implicara, simultáneamente, una intervención externa (en algunas fachadas de los pueblos visitados) y una propia, íntima (en la historia personal de los artistas y de todos los que aparecen en las fotos). Visages, Villages ha recibido diversos premios, entre ellos el Ojo de Oro en el Festival de Cannes del año pasado, y reconocimientos en varios eventos de asociaciones de críticos (Los Ángeles, Nueva York). Uno de los datos curiosos de estos Oscars es que, con 89 años, Agnès se convirtió en la nominada de mayor edad en cualquier categoría.
“¡La victoria será mía!”, exclama Gamba en uno de los momentos álgidos del enfrentamiento entre ratones, gaviotas y comadrejas. Sea un error de doblaje o de guión, tal muestra de egotismo frente a la lucha que ha sido llevada a cabo coralmente es una de las varios tropiezos del filme. Porque sí, el anhelo de aventura de un ratón citadino sin conciencia de los riesgos es admirable, pero lo cierto es que ni siquiera podría estar diciendo tal frase desde los aires si no fuera por la gaviota que lo carga o los amigos que también luchan en el mar. La Gran Aventura de Gamba, que se basa en la novela de Atsuo Saito, es una película animada donde Gamba y su amigo Matthew se enrumban en una aventura para conocer el mar. Pero llegar al mar implica también enfrentarse con las vicisitudes respectivas, que incluyen viajar en barco con ratones marinos y conocer una isla invadida por comadrejas. La naturalidad con la que Gamba acepta los imprevistos de la aventura entorpece el fluir de la historia. No hay sorpresa en su manera de recibir las novedades, sino una voluntad que plantea los cambios como algo que podría esperarse. Y tal voluntad no resultaría errada si la aventura no estuviera emparentada con situaciones tan pobremente animadas; no sólo en el sentido técnico, donde el filme falla con creces, sino en la actitud de los personajes. En lugar de emoción y sorpresa, tenemos una consecución de eventos aceptados con valores bonachones y acumulados con ingenuidad. La amistad, el compromiso y la bondad son propuestos aquí frente a una oleada de maldad demasiado contrastante como para que sea atractiva o siquiera creíble. La mayor falla del largometraje es la animación. Hay poco detalle en las texturas de los personajes, sus movimientos y gestos, y en las tonalidades de los paisajes. En una época donde varias compañías de animación exploran al máximo las posibilidades de la tecnología, incluso las del stop motion; Gamba se queda corto con chistes ingenuos, efectos evidentes, y esto aún a pesar de su breve duración. A falta de matices por algún lado, el carácter moral expuesto en la película parece más bien un gesto de timidez.
“Vos creés que todo tiene un sentido”, le dice su madre por teléfono a la protagonista (Morgado). Y en este filme tan meticulosamente compuesto en sus escenas, la pérdida pareciera estar signada más por la complicidad silenciosa que por la soledad absoluta. Vergel, estrenada este jueves en el BAMA, narra la espera por la que se ve obligada a pasar la protagonista, una brasilera en Buenos Aires, durante el trámite burocrático para repatriar el cadáver de su marido. Casi la totalidad de la película transcurre en el departamento donde se hospeda esta mujer sin nombre, lo cual da pie a algunos planos notables que otorgan sentido a su proceso de duelo. El departamento se convierte así en un espacio resignificador de la intimidad del personaje, pues su duelo exhibe tonos rojizos, anaranjados y verdosos; elementos que brinda el profuso jardín regado por la vécina (Álvarez). La rara química entre la mujer y la vecina deviene luego en encuentros cargados de intimidad. Estos se suman a las noches en que la protagonista ve una y otra vez el video de su marido haciendo un inocente truco de magia, el programa de televisión chino que le añade un toque absurdo a la situación y el jardín, ese jardín que guarece del verano inclemente. Al final la película vale por su composición de planos en sintonía con el luto. Tonalidades rojizas y anaranjadas que hacen pensar en Almodóvar, en la imposibilidad de acción frente a la muerte, en la incomunicación. Observemos, por ejemplo, esa escena donde se le informa por teléfono a la viuda que su caso está retrasado “porque así ocurre con los muertos”. Ella, entonces, responde gritando de bronca e impotencia; reacción que solo será escuchada por teléfono y por cortesía. Lo apresurado y esperable en la resolución de la trama impide que el filme resuene más allá de la sala de cine; pero esto poco importa frente a lo que nos ha permitido ver Niklison en su labor de cinematografía: una soledad compartida desde la contemplación ligera, casi banal, del entorno y los vecinos en el día, y de los recuerdos y la intimidad en la noche.
Pescador (2017), de José Glusman , cuenta la historia de tres amigos que se mudan a la costa de Pinamar para abrir un paradero turístico. Ahí conocen a Santos, un misterioso pescador (Darío Grandinetti) que mantiene negocios turbios con una abogada para sacar a su amigo que sigue en la cárcel. Todo se complica, por supuesto, cuando quienes perseguían a éste se enteran de que salió libre y está vinculado con el pescador. En uno de sus textos, Barthes decía que no es la obra lo que aburre, sino que uno mismo como espectador o lector es quien se aburre y quien está en el compromiso de atender a lo que observa. Un poco ocurre eso con Pescador, que si bien es muy breve como para aburrirse mucho, carece de aspectos que la hagan sobresalir. Al menos, todos los actores brindan un trabajo creíble a la historia, sin que alguno llame la atención en particular. En general, la película cae con facilidad en el lugar común de la chica con buenas intenciones que consigue una manera casi milagrosa de resolver su vida. Y aunque parezca que no había otra salida, el guión está plagado de conflictos vistos previamente en otros filmes y con mejor resolución. Tampoco ayuda que los pocos efectos visuales sean muy pobres y generen distracción. Como si toda la película estuviera elaborada con poco interés en lo que se cuenta, ejecución acelerada para salir de la historia, un elenco comprometido pero con escaso material para trabajar, y alguna composición de planos haciendo asomar muchas posibilidades no aprovechadas. Al principio, la publicidad del filme tienta con “El mar no siempre da lo que esperas”, y sí, termina siendo cierto, además de poco probable, pero nadie en realidad estuvo tan comprometido con el mar como el pescador. Lo de todos los demás era un somero interés por subsistir frente a la soledad.
Ayer se estrenó en las salas argentinas Coco, la última película animada de Pixar, dirigida por Lee Unkrich y Adrián Molina. En ella, Miguel (Anthony González), llevado por su pasión hacia la música y censurado por su familia que la rechaza por malos recuerdos del pasado, entra sin querer al mundo de los muertos, donde va en busca de su tatarabuelo cantante. Como guiño para trazar la simbología de la película está el nombre de la mascota que lo sigue a todos lados: Dante. Un guiño para no tomarse demasiado en serio, que está ahí como también lo está Frida Kahlo. Con mucho humor y colores, el filme fluye entre los vivos y los muertos para indagar en la travesía de Miguel. Lo acompaña Héctor (Gael García Bernal), alguien que está por ser olvidado del todo. La casualidad de que Héctor resulte siendo tan crucial se borronea un poco al advertir cuánto humor brinda a la historia, sin dejar de lado una dosis de soledad suficiente como para pensar que las películas de Pixar invitan a su público infantil a imaginar las experiencias difíciles de la vida. No sólo la muerte, sino también la soledad y el olvido (da cuenta de dicho aspecto, por ejemplo, la visita al amigo de Héctor). Y lo hacen como si nos dieran un saludo a nosotros, los que ya hemos crecido con sus filmes, un saludo a la vez gozoso y recordatorio de nuestras inquietudes más hondas. Como ocurre con las mejores películas de Pixar, el guión de Coco ubica la emoción del personaje en reconocer que su búsqueda creativa es un rescate de la tradición profunda de su familia; tradición rechazada por varias generaciones debido a una amarga experiencia. Al igual que sucede con toda vena artística, esa revelación implica un conflicto para Miguel. Porque hacer arte supone siempre arriesgar lo que se deja atrás. Para comprobar este reconocimiento de la emoción, basta la escena final donde Miguel le canta a quien más tiene que agradecerle su pasión. En tales momentos de afectividad, sabemos que la música nos devuelve a lo más hondo de nosotros, ahí donde las palabras y el silencio se conjugan con sonidos ancestrales. En ese sentido, “Recuérdame” es clave para esta escena y, en realidad, para toda la película. En su letra y en su narración se halla el reconocimiento de que incluso en la tradición familiar existe material de donde trabajar la música. Si bien el guion da varias vueltas con respecto a la trama que desemboca en el descubrimiento del ancestro musical perdido (ese de la foto rota que guarda Miguel), las fortalezas del trabajo mancomunado de los guionistas dan sus frutos en diversas ocasiones, por ejemplo, la parodia a Frida Kahlo, que baja del pedestal al ícono del arte mexicano para volverlo más palpable. Como si el coqueteo con la muerte que hace toda la película fuese por sí sola una celebración a las pasiones que hacen la vida perdurable.
¿Qué certezas puede tener la esposa de un mafioso que huye de éste? ¿Qué necesidades pueden ser satisfechas en una mujer que abandonó su sueño profesional? La nueva película de Woody Allen explora tales interrogantes. En ella, Carolina (Juno Temple) visita a su padre Humpty (Jim Belushi), quien vive junto a su esposa Ginny (Kate Winslet) en un apartamento en Coney Island. Mientras, Ginny tiene un romance con Mickey (Justin Timberlake), el salvavidas de la playa con pretensiones literarias, y es madre de un niño aficionado a iniciar incendios. Así, Woody Allen traza los enredos entre personajes principales a los que nos tiene acostumbrados. En el filme se detecta una cierta impostura, la cual impide, en particular, que el hastío del personaje de Ginny sea orgánico. La iluminación en algunas escenas, como el encuentro nocturno bajo el muelle entre Ginny y Mickey, está repleta de una pretendida significación sobre el pasado prometedor de ella. No obstante, la vacuidad se devora la química entre ambos. La relación rutinaria entre Ginny y su marido, asimismo, está retratada con las nimiedades del día a día. No hay hallazgos en estas relaciones cotidianas, sino apenas en Richie (Jack Gore), ese personaje aislado que es el hijo de Ginny. Con su deseo de iniciar fuegos y detenerse a observar algunos de ellos, asoman indirectamente las pasiones que desataba su mamá en la juventud cuando intentaba ser actriz. Es como si Richie fuese la torpe insistencia de lo que ella no logró. Si hay algo fascinante en la película es el diseño de arte. Los sets y las locaciones ambientan una época colorida y ruidosa. Se destaca aquí el departamento de Ginny y Humpty, con sus amplios ventanales que permiten ver el parque de diversiones y la playa más atrás, sus ambientes que albergan conversaciones y discusiones, sus curiosos detalles de época (siendo el más evidente la grabadora que le regala Humpty a Ginny en su cumpleaños). Probablemente por este detenimiento en los decorados, en los interiores y en los diálogos, la película resulta tan teatral. Esto no hace más que recordarnos los clásicos del teatro adaptados al cine como Un Tranvía Llamado Deseo o El Gato sobre el Tejado de Zinc Caliente. Ciertamente ya sólo la referencia empobrece un poco al filme de Allen, pero los temas están presentes. Deberíamos detenernos en la actuación de Kate Winslet. La actriz británica retrata con franqueza a una mujer descreída, pero al habernos acostumbrado desde sus inicios a actuaciones con presencia enérgica, varios de aquellos roles pasan por debajo. Si así ocurre con éste, lo hace mediante un gesto previo de cuestionamiento sobre nuestra rutina. En ese recordatorio final de tener que lavar su uniforme de camarera, tan cercano a varias realidades cotidianas, se encuentra el reconocimiento de la manera en que el día a día devora las angustias y urgencias más profundas del ser humano. No se trata sólo de las palabras dichas por Winslet como mecanismo de defensa ante el caos, sino más bien de su mirada desamparada y disconforme avizorando el destino.
¿Quién Fayó? El documental de Santiago García Isler esboza la figura de Pablo Fayó puesto en perspectiva con respecto a sus amigos y familia. A medida que le hace un seguimiento médico, musical, en fin, cotidiano al caricaturista, los entrevistados nos narran su historia con el protagonista. Así, de a poco, nos vamos enterando de sus participaciones en revistas como Fierro, País Caníbal, Cóctel, entre otras. La película esquiva temas de política e intimidades, lo que podría ser una falla porque “todo es político”, como dice uno de los entrevistados. Sin embargo, esquiva estas profundidades no sin antes brindarnos uno que otro instante de espontaneidad, como cuando su ex pareja narra el momento en que decidieron separarse por ser todavía jóvenes mientras la hija pequeña que tenían ambos jugaba en la mesa. ¿Qué Fayó? El mismo dibujante, desde el comienzo del documental, narra el malentendido genealógico de que alguno de sus antepasados Fayó se juntó con otro Fayó. Pero lo narra con una confusión que no deja entrever más que un fallo juguetón e histórico de su existencia. Como si película y dibujante se apoyaran en este detalle borroneado como punto de partida para registrar la vida cotidiana del protagonista. Hay cierta informalidad en la película, en su manera de mostrar las cámaras que graban las entrevistas, los micrófonos, que no entorpece la búsqueda particular, sino que se acompasa con el estilo del dibujante al menos registrado en el documental. Porque así como los trazos apurados de Fayó van esbozando los personajes que quedan en el día a día, Algo Fayó (2017) capta los apuros y adversidades de una filmación sin perder de vista su objetivo. La informalidad es una manera de llegar al estilo de Fayó. De esta manera, el documental esboza al caricaturista con una ligereza enriquecedora para el resultado final. No pretende ser un estudio minucioso de la vida de Fayó, sino un observador atento, que a ratos interactúa con el protagonista mas no cuestiona su silencio actual en cuanto a las caricaturas. Para los más curiosos, tal vez hagan falta más respuestas de quienes lo conocen o del mismo Fayó, pero la película cumple lo que se plantea: un paseo amistoso por la cotidianidad de este quien todavía a veces dibuja sin las pretensiones de publicar, de quien todavía reflexiona sobre sus dibujos sin la necesidad de ser expuesto. Probablemente aquí resida la fuerza de Algo Fayó que no desnuda a su protagonista, porque además éste no le interesaría ser desnudado, sino que lo acompaña en la levedad de su vida como cantante de tangos en algunos bares de la ciudad.
Liebig (2016) indaga en la vida actual y la historia del pueblo homónimo, ubicado en Entre Ríos y fundado por la empresa de carne envasada Liebig Extract of Meat. Tal indagación la hace a través de entrevistas a los ex trabajadores de la compañía quienes todavía viven en el pueblo. Impresiona cómo, en apenas una hora y ocho minutos, el documental elabora con sencillez, y un toque de humor, lo que fue y lo que pudo haber sido esta empresa a través de lo que queda del pueblo actualmente. Como si de algo tan en apariencia nimio como un envase de carne procesada y tan importante en el mundo, surgieran posibilidades incluso inimaginables para un país. Y desde el comienzo, son asomadas también las razones de la decadencia de la empresa y del pueblo. Pero lo que queda después de tanto es la nada, o a esto también atiende el documental de Ercolano. Planos aéreos o planos generales trazan con amplitud la desolación y el silencio actuales: desde la distancia se avizora lo que hubo y lo que ya no hay. Por otro lado están las voces entrevistadas que hablan de los detalles: la conservación en una lata de aquel extracto de carne que nunca se vence, los carteles con los que la empresa publicitaba el producto, las fotos de eventos realizados y premios recibidos. Una sencilla composición musical acompaña ciertos pasajes del documental como curioseando la vida detenida del pueblo. No hay manipulación en el abandono en el cual ha caído esta que fue una pequeña ciudad, sino más bien observación detallada a través del recuerdo de lo que fue. En su conjunto, el documental logra que las personas entrevistadas formen la voz coral de tal recuerdo. Si bien está presente la nostalgia, no obnubila el toque de humor que contribuye a la fluidez de la película.
Una lágrima cae por el rostro de Liliane/Laura (Isabelle Huppert) al final de la película. Es el asomo imprevisto de una despedida. Acaso Souvenir (2016), sepa engañarnos con la idea de que los regresos para los artistas son posibles después de un intento fallido. Traducida en Argentina como Volver a Empezar, su título original en francés da nombre a la canción que hizo famosa a Laura hace unas cuatro décadas en el concurso de la canción europea. Ahora se dedica a decorar patés en una fábrica y vive de forma anónima, hasta que la reconoce Jean (Kévin Azaïs), un aspirante a boxeador que empieza a trabajar en la fábrica. Juntos planifican el regreso de ella a los escenarios. La mayor fuerza del film recae en su manera de retratar la rutina que devora la vida de empleada de Laura. Paté tras paté, pasan los días sin que haya mucha interacción entre ella y sus compañeros de trabajo. Huppert no victimiza a Laura, sino que con su indiferencia natural acepta el paso de días inertes incluso con los primeros acercamientos de Jean. Es cuando ella accede a cantar “Souvenir” en una reunión de él cuando Huppert nos engatusa con su coreografía sencillísima, su voz y este vestido rojísimo que lleva con soltura. La canción -escrita por el mismo director del filme e Yves Verbraeken, uno de los guionistas-, ofrece el primero de los dos o tres momentos mejor llevados en la película. Porque Huppert electriza la pantalla con su canto y así nos enamora de una de las mejores maneras como puede ser enamorado el ser humano: a través de la voz que canta. Este reconocimiento probablemente sea un lugar común del amor, pero lo cierto es que la sola energía de la actriz en tal escena hace que salga airosa y que el romance entre Huppert y Azaïs sea creíble. El resto de la película sigue la ruta de cumplir las expectativas de una segunda oportunidad aprovechada con una relación improbable entre los protagonistas en el medio. No hay muchas sorpresas en la trama, ni siquiera la esperanza final, pero no hacen mucha falta. La atracción entre la experticia de Huppert consumida por la rutina laboral y la jovialidad de Azaïs está condimentada con dosis de humor para mantener un ritmo digerible. El film no cansa, y si bien se enreda entre omisiones por parte de ambos personajes principales, también brinda dos momentos más de canto, con “Joli garçon”, que son bienvenidos como oportunidad para escuchar de nuevo a Isabelle Huppert.
¿Qué historia puede surgir del aburrimiento de una vidente incapaz de recordar el pasado? Esto lo puede responder Anida y el Circo Flotante (2016). La película animada narra, en clave de musical, la rutina de un circo que viaja por barco de pueblo en pueblo para hacer presentaciones. El personaje principal es, por supuesto, Anida, quien se siente aburrida de leerle las manos a los clientes. La novedad llega para todos cuando un curioso mago aparece por las aguas y lo rescatan por órdenes de la dueña del circo, Madame Justine. Si bien la trama contrasta el sometimiento en el que tiene Madame Justine, la dueña del circo, a sus circenses con la añoranza de Anida por un pasado que no puede recordar; el encanto de la película se encuentra en los números musicales donde Anida, Madame Justine y el mago cantan sus penas. Es de admirar que todavía se estén componiendo musicales para niños en el cine. Es un género donde queda la añoranza de que la música alivia las penas solitarias que llevamos con nosotros. Por otro lado, los tonos azules y violáceos de la animación entraman un estilo en el filme así como la lectura de manos de Anida elabora trazos dorados que muestran el futuro narrado por ella para cada cliente. Contrastan cada uno de los personajes, no sólo por los colores y formas con las que han sido diseñados, también porque cada uno está sometido por las órdenes de la Madame, a quien además la caracterizan dos cejas gruesas sin que sus ojos sean visibles, como si la hubiese enceguecido el poder. A la vez, cada personaje se opone con su historia personal. Los personajes más curiosos en este sentido son los que directamente están privados de libertad dentro del mismo circo y sólo salen para las funciones. En ellos, la pena moviliza la trama a través de consejos hacia los personajes principales o, finalmente, desencadena la resolución. Porque la pena siempre puede ser un motor para afinar las habilidades dormidas en estos personajes. La fuerza del trabajo vocal recae en el canto, si bien a ratos hay discrepancias entre la animación de cada personaje y su voz. En la dinámica del musical, donde el canto surge en una situación de aparente tranquilidad, Liliana Romero y Martín Méndez aprovechan la animación para reelaborar el mundo imaginado por estos personajes. Anida canta sobre su pasado inexistente, Madame Justine canta lo perdido y el mago sobre sus inquietudes amorosas a través de la magia. Al final, el amor y la magia entorpecen a estos personajes. El efímero encanto de la película es que hace música y animación de ello.