Cueste lo que cueste Es de noche y un grupo de chicas juega en una canchita de fútbol 5 mientras los integrantes de una murga las apuran porque necesitan el espacio para ensayar. Las jugadoras en cuestión son Las Indomables, un equipo correntino que espera con ansiedad el comienzo de un torneo de barrio organizado por la intendencia en plena campaña política y que se posterga durante todo el día por distintos motivos. Entre idas y vueltas, las chicas aguardan su turno para entrar al campo de juego, bajo la amenaza de una inminente tormenta. Clarisa Navas –que hace su aparición en pantalla como una jugadora que viene de River– filma la espera, estado que le permite a la directora correntina explorar la relación entre estas mujeres de carácter fuerte y sus deseos –sexuales, además de futbolísticos–, y que brindan por lo menos dos escenas memorables con un timing muy preciso para la comedia. La narración fluye como la pelota dentro de la cancha en esta película que se asoma a un universo muy poco abordado por el cine en general. La cámara ingresa en el campo como una jugadora más, persiguiendo el balón y capturando con mucha claridad la dinámica grupal y la pasión por el deporte que une a las protagonistas. En Hoy partido a las 3 los hombres resultan patéticos: desde el entrenador del equipo femenino hasta algunos espectadores masculinos que las piropean mientras observan cómo juegan. Una película pequeña, humilde, pero con mucha garra y corazón. Un relato potente que cuenta con algunos de los personajes más queribles que podrán ver en este Bafici, y por eso, más allá del resultado, lo que nos importa son ellos y lo que les pasa. Eso es uno de los méritos más grandes y felices a los que puede aspirar el cine.
Anarquía y descontrol Una de las grandes cuestiones del cine contemporáneo y de la narrativa actual radica en cómo reformular aquello que la producción sistemática de relatos a lo largo de los años convirtió en cliché o en lugares comunes y devolverles la frescura que tuvieron. Eso es lo que consigue Sebastián Caulier con su segunda película, El corral, historia, de algún modo, típica del chico impopular en un colegio secundario dominado por las chetas y los deportistas de la clase. La acción nos ubica en Formosa a fines de los 90 y la presentación del protagonista ya lo pintará de cuerpo entero. “Los dorados años de la adolescencia, ¿quién no quisiera volver a esa época?”, dice irónicamente su voz en off, que da pie a la primera escena de la película, en la que un grotesco profesor de gimnasia de un colegio secundario se burla de un chico indefenso parado en el arco de una cancha de fútbol a punto de recibir varios pelotazos de sus compañeros. El joven en cuestión es Esteban Ayala, quien se define a sí mismo al comienzo como “antisocial, malo en los deportes, miope y poeta. Una irresistible invitación al bullying”. Sus días pasan sin mayores sobresaltos mientras escribe poemas que nadie sabe apreciar, hasta que aparece el chico nuevo. Gastón Pereyra llega desde Rosario para deslumbrar a todos con su actitud insolente, sobre todo a Esteban, en quien encontrará algo parecido a un amigo a través de un objetivo en común: sembrar el caos en el colegio. “Estamos solos en un enorme corral de ovejas”, le dice Gastón a su futuro cómplice, mientras se sientan a observar a sus compañeros en el recreo. El director de La inocencia de la araña demuestra una capacidad de observación poco habitual para los detalles, sobre todo en las miradas de los personajes, ya sean captadas en planos abiertos o en primerísimos primeros planos –en uno de ellos, memorable, se ve fuego reflejado en los anteojos del protagonista–, y en la construcción de climas. El sonido acompaña el notable trabajo visual y ese viraje progresivo cada vez más marcado hacia lo siniestro que coquetea con el gore y con el terror: las miradas, que en un principio eran inocentes, se convierten en voyeurismo –vean la escena en la que Esteban se masturba detrás de la puerta de una habitación mientras observa a Gastón, que le devuelve la mirada, teniendo sexo con una chica–; y la picardía, en un juego perverso. Entre los hallazgos del film se encuentran las interpretaciones de sus dos protagonistas, Patricio Penna y Felipe Ramusio Mora, auténticas revelaciones a las que no habrá que perderles pisada. Estamos ante una película libre, que fluye sin juzgar a sus personajes, y demuestra un notable manejo del suspenso en una escena puramente hitchcockiana que incluye un acto escolar, una bomba y un reloj. Resulta casi ineludible la reminiscencia a los niños cantando aquella repetitiva canción en Los pájaros, mientras Melanie (Tippi Hedren) fuma sentada en el patio y el director se toma su tiempo antes de mostrarnos el ataque que se avecina. Caulier comprende a la perfección la concepción del suspense del maestro inglés y lo dosifica hasta llegar a una explosión de violencia que funciona como una suerte de acto catártico. Lo que hace de El corral una película muy potente, a contramano del minimalismo que suele predominar en los relatos coming of age de nuestras latitudes, es encontrar el tono justo capaz de seducir al espectador a través de las convenciones del género en el que se inscribe la historia con una precisión cinematográfica y una sensibilidad particular para capturar la esencia de esos momentos fugaces e inasibles de la vida que ya no volverán. ¡Que viva el coming of age!
Enterrado La momia supone el inicio de una saga en la que Universal y su “Dark Universe” resucitan a los monstruos clásicos para insertarlos en el siglo XXI con el objetivo de crear una franquicia interconectada al estilo del Universo Marvel. El problema es que, lo que en principio parecía una propuesta interesante, no funciona por sí misma y menos como una base sólida para las películas que le seguirán. El comienzo de esta primera entrega encuentra a Tom Cruise en Irak junto a su compañero (Jake Johsonson). La dupla de soldados/ladrones de antigüedades se topa accidentalmente con la tumba de Ahmanet (Sofía Boutella), una princesa egipcia que hizo un pacto con el Dios de la Muerte y que, luego de haber sido enterrada viva y borrada de la historia por los crímenes que cometió, despierta para concluir el ritual bajo la forma de una muerta viviente sexy que roba vidas a través de besos. Los primeros minutos anuncian el resultado catastrófico: la historia de esta princesa contada en un interminable flashback que carece de cualquier tipo de encanto (como si se tratara de un trámite obligatorio en vez de un mecanismo para generar interés), la falta de timing humorístico entre Cruise y Jonhnson, y la anodina Annabelle Wallis, cuyo personaje no tiene un objetivo propio y que solo está ahí para hacer de comodín cuando la narración lo disponga. Si bien hay momentos en los que la película cobra fuerza, como en la escena del avión y en alguna con Russell Crowe (que parece divertirse y se nota, aunque su personaje nunca se desarrolla), el impulso prometido queda rápidamente enterrado bajo una sucesión de secuencias desarticuladas, carentes de alma y montadas de forma muy atolondrada en medio de una trama zombie inconsistente y arbitraria con arañas, ratas, y pájaros digitales poco convincentes en la que suceden cosas que no se terminan de entender. El guion escrito a seis manos hace agua por todos lados, pero eso no sería tan problemático si la película pudiera al menos construir un monstruo sólido o contar una situación de forma atractiva. Kurtzman no sabe aprovechar la presencia de un actor como Tom Cruise, que con su mera aparición suele hacernos creer cualquier cosa por más inverosímil que sea, y desperdicia el talento de Christopher McQuarrie, coguionista y director de las maravillosas Jack Reacher y Misión Imposible: Nación secreta. La momia tenía todo para cobrar vida y dar inicio a grandes aventuras, pero sus partes mal ensambladas terminaron convirtiéndola en un Frankenstein diseñado exclusivamente para vender entradas sin rastros de humanidad ni de cine.
Blue is the warmest color La segunda película de Federico Godfrid se construye sobre la relación entre dos hermanos que viajan a Pinamar fuera de temporada tras la muerte de su madre para tirar sus cenizas al mar y vender el departamento familiar. Una vez allí los recibe Laura, una joven pinamarense, amiga de la infancia de Miguel. Entre música, tragos y juegos, ella despierta el deseo de los hermanos y comienza a manifestarse, casi de forma imperceptible, una química que permanecerá flotando en el relato hasta el último minuto. Compuesta casi íntegramente por planos generales del lugar o primerísimos primeros planos de los rostros de los personajes, la película se despoja de cualquier tipo de artificio para dejarse llevar solamente por lo que les pasa a los protagonistas. Sin actuaciones efusivas ni grandes intensidades, pero con una puesta en escena virtuosísima y funcional a lo que se quiere contar, la emoción surge de la forma en la que se narra y filma. Con una melancolía propia del cine de Ezequiel Acuña –sumada a la inconfundible fotografía de Fernando Lockett– y con una cercanía que nos permite observar con una lupa la belleza inagotable del rostro de Laura (una radiante Violeta Palukas) en cada uno de sus gestos y acciones cotidianas, el codirector de La Tigra, Chaco encuentra un nuevo ángulo para seguir explorando un terreno que ha sido abordado innumerables veces, pero muy pocas, poquísimas, de esta manera: con una notable delicadeza para delinear a los personajes y una gran capacidad para capturar la fugacidad de un instante y volverlo cine. El resultado es una película fresca, potente y genuinamente emotiva, de esas en las que uno quisiera quedarse a vivir. Aunque sea por ochenta y tres minutos.
Ride or Die Dirigida por F. Gary Gray (La estafa maestra, Straight Outta Compton, entre otras), la octava entrega de la saga que supo ganarse el corazón de (casi) todos a lo largo de dieciséis años, funciona como un pretexto más para subirse al auto tuneado de ocasión y apretar el acelerador. Rápidos y furiosos fue creciendo a la par de los músculos de The Rock, sobre todo a partir de la quinta película, hasta convertirse en una de las mejores franquicias de la actualidad, un logro que no se consiguió a través de una reputación literaria (como lo hizo Harry Potter) y menos actoral. En Rápidos y furiosos no hay un argumento que brille por su originalidad ni efectos especiales rimbombantes. Tampoco hay lugar para sutilezas. Lo que hay es puro nervio cinematográfico, de ese que exhibe cada entrega de Misión Imposible o, en menor medida, la saga de Jason Bourne. De la mano de Justin Lin, la saga fue virando progresivamente hacia la acción más desenfrenada hasta alcanzar su punto caramelo con la quinta de la serie, que supo explotar cada aspecto de la franquicia al máximo y transformarlo en comedia –los cada vez más marcados one liners de Dom, los cuerpos desproporcionadamente musculosos, la rivalidad entre Tej y Roman, convertida en el comic relief de la saga, y el duelo humorístico devenido bromance entre Statham y The Rock–. La inteligente mezcla, cada vez más aceitada, entre comedia, escenas de súper acción y tipos capaces de volar solo puede funcionar en un contexto tan autoconsciente de sus excesos como este, en el que Toretto y su pandilla se parecen más a personajes de Marvel que a protagonistas de cine de acción. Este octavo capítulo vuelve a confirmar que estamos frente a un universo de superhéroes en el que Dwayne Johnson puede romper las esposas de sus muñecas por la mitad como si fueran grisines y levantar a tipos del cuello como lo haría Hulk, y en el que los protagonistas hacen alarde de una cantidad de saberes hipertecnológicos absolutamente ridícula. El goce por la destrucción –vean la gloriosa escena de la lluvia de autos estrellándose contra el pavimento de las calles de Nueva York, cuya exacerbación es digna del mejor slapstick– la convierte en una película puramente lúdica donde una locación inventada en Rusia puede transformarse en una gigantesca pista de hielo para patinar sobre autos de alta gama, motos de nieve, tanques y submarinos que se lanzan misiles para hundirse unos a otros como si jugaran a la Batalla naval. Y como si esto fuera poco, hay otra secuencia de acción extraordinaria en una prisión de máxima seguridad, quizás el momento más maravilloso de los últimos años, que incluye a Jason Statham, un bebé y un avión en pleno vuelo que sirve como cuna para una explosión de humor y acción imparable. Rápidos y furiosos 8 nunca deja de ser placentera, ni siquiera en los momentos más oscuros y dramáticos, de los que entra y sale con una gran habilidad para volver siempre a su estado natural, rabiosamente grasa y feliz.
La ley de la calle La novela de Carlos Busqued, Bajo este sol tremendo, parecía escrita para que algún día viniera Adrián Caetano a filmarla y expandir su extraordinario universo de outsiders. Las primeras imágenes de El otro hermano –título que le permite al director jugar con varias capas de interpretaciones–, como sucede en toda buena película, dejan bien en claro el tono de lo que vamos a ver durante el resto del metraje. En lo que queda de una parada de micros donde se lee “Morales intendente”, al costado de una desolada ruta, se encuentra Duarte (Leonardo Sbaraglia), esperando a Cetarti (Daniel Hendler), que llega un poco después, algo desorientado, en un auto destartalado para encontrarse con él. Duarte lo lleva a reconocer los cuerpos de su madre y su hermano –a quienes no veía desde hace años–, brutalmente asesinados por un suboficial retirado de la Fuerza Aérea que salía con su madre y que luego de matarlos se suicidó. Después de firmar unos papeles, Duarte le ofrece a Cetarti la posibilidad, no muy legal que digamos, de cobrar un seguro de la Fuerza, pero para eso debe quedarse un par de días por la zona. Cetarti acepta y decide quedarse donde vivía su hermano, apenas cuatro paredes levantadas en el medio de la nada, que por dentro parece más un depósito de chatarra que una casa. A todo esto, ni siquiera aparecieron los créditos iniciales, y en apenas unos pocos minutos, Caetano ya nos introdujo en una atmosfera opresiva, casi irrespirable, un entorno de lugares derruidos, precarios y abandonados habitados por personajes que guardan una colección de bichos muertos en la heladera y dinero en urnas para muertos. También nos presentó al protagonista, en principio un tipo bastante maleable al que resultar fácil estafar, pero no todo es lo que parece y menos en este oscuro escenario, donde el único motor es el dinero y solo el más cruel sobrevive. En El otro hermano no hay cabida para los sentimientos y eso es lo más aterrador de todo –vean la frialdad pasmosa con la que Cetarti tira las cenizas de su familia en un inodoro para poder usar las urnas como alcancía–. Pero dentro del hiperrealismo brutal que exhibe cada escena, Caetano se las ingenia para incluir un momento puramente onírico que potencia y enrarece aún más el clima del relato: en medio de la noche, aparece un cebú enloquecido y destroza a cuernazos la puerta del lugar donde vive Cetarti, para luego soltar un sonido gutural y alejarse hasta perderse entre los pastizales nocturnos. Este submundo suspendido en el tiempo y al margen de la ley que parece salido de alguna Mad Max, donde escarabajos, perros feroces y criaturas surreales conviven con los humanos o con lo que queda de ellos, entre carteles que anuncian la realización de un polo científico que jamás se terminó, y la puesta en valor de un pueblo fantasma que vive en el olvido, todo resulta el contexto ideal para construir una atmosfera sofocante. Caetano se vale de planos y de lugares cerrados: sótanos, baúles de autos, placares y casas atiborradas de chatarra en las que no hay espacio ni para estar. El cineasta más argentino de los uruguayos construye a sus personajes con la misma rigurosidad y coherencia con la que filma el mundo; esa mirada queda plasmada en el cuidado especial que le da a los diálogos para que suenen tan naturales como quienes los pronuncian. El resultado es una película de un pesimismo y una incomodidad pocas veces vistos en nuestro cine, y un relato que se vuelve físico: puede sentirse el calor sofocante y la transpiración, la suciedad de los ambientes, el olor a sangre y la humedad de las paredes, y también la tensión que flota en la densidad del aire y la violencia subterránea a punto de explotar en cualquier momento. El otro hermano viene a recordarnos la extraordinaria habilidad de Caetano para descubrir mundos nunca antes observados, desnudarlos en toda su crudeza –estamos ante una película donde sugiere el abuso a un chico down– y, a la vez, desarrollarlos según las formas de los géneros, lo que confirma a Caetano como una rara y celebrada excepción dentro de nuestro cine.
Hace algunas semanas se estrenó en nuestro país Sin nada que perder, película que inexplicablemente contó con cuatro nominaciones a los Oscar –incluyendo Mejor Película y Mejor Guión Original– y que además produjo un consenso general positivo por parte de la crítica, algo que, al menos para esta redactora, resulta aún más difícil de entender. Si nos concentramos exclusivamente en sus aspectos cinematográficos, la mayoría de las nominadas este año a los premios de la Academia iban de regulares a directamente malas, pero dejando eso de lado, lo sorprendente la mayoría de críticas positivas sobre la película que nos concierne. Al parecer, la mayoría de los críticos la encontró entre muy buena y excelente, y más o menos con los mismos argumentos: que se trata de un western crepuscular que captura el espíritu de aquellos westerns clásicos, que actúa el gran Jeff Bridges, y que se está frente a una obra trascendente, que hasta recuerda a películas de Ford y de Eastwood. Mas bien estamos frente a, quizás, la primera película que explica por qué ganó las elecciones presidenciales un tipo como Donald Trump en Estados Unidos. Y desde esa línea ideológica se planta la película ya a partir de la primera escena, que muestra una seguidilla de carteles destartalados en los que pueden leerse inscripciones que aluden a la crisis de 2008 y a la guerra de Irak, mientras un auto transita por una ruta desolada hacia un pueblo fantasma, quedado en el tiempo, de Texas. Un pueblo donde la gente vive armada y borracha en los porches de sus casas es el peligroso contexto en el que los hermanos Toby (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Forster), de personalidades bien opuestas (el primero, un padre de familia bienintencionado, y el segundo, un ex convicto, ladrón de bancos y loco de remate), juegan a los forajidos que luchan contra el gran villano: el sistema bancario encarnado en el Midland Texas Bank, que está a punto de rematarles la casa. Ante este hecho inminente, ambos planean una serie de asaltos a las sucursales bancarias más perdidas en el far far west para levantar la hipoteca de su propiedad con el dinero robado. Cuando el más pirado de los hermanos empieza a perder los estribos y comienzan a llamar la atención de la penosa policía local, la tarea de atrapar a esta suerte de justicieros recae en el sheriff Marcus Hamilton, encarnado por un Jeff Bridges en piloto automático, sobreactuando la decadencia, y en su compañero mitad comanche, mitad mexicano, Alberto Parker. La intención de la película de lograr con ellos una dupla al estilo buddy movie, en la que el sheriff texano y, por supuesto, racista, le hace chistes al otro sobre su procedencia, resulta fallida y se agota en los primeros dos gags. Así de rápido se agotan las ideas también, en una narración cada vez más digresiva –vean la escena de la moza vieja y mandona que les ordena a los policías qué pedir del menú– en la que los diálogos empiezan a ocupar escenas enteras diseñadas exclusivamente para transmitir un mensaje, el de la decadencia subrayada, forzada e impuesta hasta que un punto en el que ya no es posible encontrar ni un solo rasgo fílmico, sino un montón de diálogos sobre temas importantes: el rol de los bancos en la crisis, las familias quebradas, la persecución de los comanches y la violencia en Texas. El único (anti)héroe en este lío es Chris Pine, que brinda una actuación notable: es el único que logra mantener un registro mesurado, pero no hay mucho más que pueda hacer dentro de una película que no confía en la imagen cinematográfica. Pura demagogia disfrazada de western para quienes se dejan enamorar fácilmente por planos abiertos de paisajes desérticos e imaginan espejismos de un género.
La jugada maestra. Talentos ocultos podría clasificarse muy rápidamente como una más de las de temática afroamericana nominadas a los Oscars de este año, y estaríamos en lo cierto, pero la nueva película de Theodore Melfi es mucho más que eso. Antes que nada, su argumento la convierte en la más atractiva del grupo: cuenta la historia de tres mujeres negras que trabajan en una sede de la NASA en Virginia entre fines de los años 50 y principios de los 60, en plena batalla entre Estados Unidos y la Unión Soviética por mandar al primer hombre al espacio. La película, que encuentra a este entrañable trío dirigiéndose en auto al trabajo, a medida que avance el metraje, irá cada vez más centrándose en las peripecias de Katherine, quien será la protagonista principal -algo que ya se anuncia en la primera escena, que la muestra como una niña prodigio en las matemáticas-, para encontrarla años más tarde, en el presente, como una “computadora”. Ese es el término que utilizaban en la NASA para denominar a los empleados contratados para realizar todo tipo de cálculos matemáticos. Katherine, el eje sobre el que orbita la película, realiza los más complejos, aquellos que determinarán las trayectorias de los cohetes y de las naves para que los astronautas puedan regresar a salvo de sus misiones. Las otras dos mujeres, Dorothy y Mary, también matemáticas, van de a poco convirtiéndose en accesorios para aggiornar la historia principal, sobre todo a partir del ascenso de Katherine a un selecto equipo integrado casi exclusivamente por hombres blancos liderados por Kevin Costner, abocado a tomar las decisiones más importantes con respecto a las misiones espaciales. El director maneja la película con la misma simpatía y optimismo que había desplegado en St. Vincent, con Bill Murray y Melissa McCarthy, donde por momentos el mensaje amenazaba con apoderarse de la narración, pero jamás lo lograba. Acá sucede algo parecido: los “temas importantes”, como el racismo y el machismo, son abordados, al contrario de lo que uno esperaría, de forma muy medida y con cierta ligereza que permite esquivar los lugares comunes frecuentados por este tipo de películas. En Talentos ocultos no hay golpes bajos ni rastros de solemnidad gracias a ese tono amable que elige el cineasta para el tratamiento dramático. Eso incluye una gran cantidad de gags, entre ellos, el recurrente de Katherine corriendo ida y vuelta al baño para mujeres de color que se encuentra a varios metros de distancia del edificio en el que trabaja. Otro de los aciertos de la película es que, a pesar de buscar la emoción del espectador en todo momento, no cae en la tentación de hacerlo a toda costa. Ahí es donde se diferencia de las otras nominadas al Oscar con temáticas en común como Luz de luna o Un camino a casa, más ocupadas en cumplir un objetivo ideológico que uno cinematográfico. Talentos ocultos, en cambio, elige no regodearse en el sufrimiento de sus personajes y enfocarse en su persistencia por triunfar y realizar su trabajo a la perfección. Además, no pretende ser una película angustiante como las otras, lo que la hace todavía más efectiva a la hora de crear empatía con sus personajes y con lo que les pasa sin tener que recurrir al efectismo canalla para emocionarnos. No sería exagerado afirmar que se trata de una película que supo incorporar, de forma muy modesta y casi desapercibida, la tradición hawksiana de personajes con una entrega y una dedicación profesional inigualables, en quienes su equipo deposita toda su confianza, y nosotros también.
A la deriva El cuarto largometraje de Ben Affleck, esta vez a cargo de la dirección, el guión, el rol protagónico y parte de la producción, lo encuentra primero en Boston –donde también se situaban sus dos primeras películas- en la década del ’20, como un ex combatiente de la Primera Guerra Mundial devenido en ladrón de poca monta, un outsider que no está asociado a ninguna banda criminal, envuelto en un romance con la amante de un capo de la mafia irlandesa. Esto último es lo que le pone un punto final a sus andanzas en Boston y da inicio a la segunda parte de la película, pero también a otras películas dentro de la misma, solo que ahora en Tampa, Florida, donde el ladrón convertido en gángster irá a hacerse cargo del negocio de ron de la mafia italiana. Pero la historia de venganza que prometía esta segunda mitad queda desdibujada ante la acumulación de subtramas que parecen provenir de otras películas y desentonan en Vivir de noche. La trama que transcurría de manera más o menos prolija en Boston –a excepción de una persecución en la que se entiende poco y nada lo que sucede, quién dispara a quién y dónde, la ubicación de los personajes resulta confusa y tampoco es clara la distancia entre perseguidor y perseguido– es dejada de lado en Florida y reemplazada por una serie de discursos sociales, religiosos y racistas; aparecen inmigrantes cubanos, evangelistas, el Ku Klux Clan y las dificultades de guion. El mayor problema de Vivir de noche es que se estanca dramáticamente, no desarrolla a ninguno de sus personajes más allá de dos o tres características, y resulta digresiva y arbitraria en cuanto a sus resoluciones –un ejemplo es la muerte de su esposa– y a los objetivos del protagonista que, llegado un punto, dejan de existir y las acciones ya no responden a un objetivo unificador, sino vaya a saber a qué. A esto se le suma la falta de conexión entre las escenas por la cantidad de películas diferentes que conviven dentro de la misma –la historia de la chica que sueña con triunfar en Hollywood y luego de una breve adicción a las drogas resurge convertida en líder religiosa desentona dentro de la trama gangsteril–. que a su vez llega a tener al menos tres finales distintos antes del definitivo. El discurso social subrayado se hace cada vez más evidente hasta terminar tapando por completo la narración principal, aquella interesante historia sobre un criminal traicionado por su amada que ahora buscará venganza bajo el ala de la mafia italiana. De esta segunda parte, que además parece mucho más extensa de lo que realmente es, no hay mucho más para rescatar que la escena del tiroteo a lo Scarface en una mansión de lujo. Si hay alguien que entiende perfectamente la tradición del cine americano es el director de Atracción peligrosa y de Argo, un tipo que era capaz de recrear el brillo del cine de gángsters de los ’30 y ‘40. Y tenía todo para hacerlo, simplemente se desvió; Vivir de noche es la prueba de que un director notable también puede derrapar de vez en cuando. Y aunque eso le cueste que una parte de la crítica ahora lo considere un director mediocre, un tropezón no es caída, y menos para un gran narrador como Ben Affleck.
Noche de los muertos Exhibida en varios festivales internacionales (como el Marché du Film de Cannes, Stiges, Festival de Cine Internacional de Mar del Plata y Macao), la ópera prima de los hermanos Rotstein evidencia una clara evolución –visual, narrativa y en términos de producción– del cine de terror argentino. Frente a un panorama donde cada vez hay más películas de género, pero cada vez con menos ideas de puesta en escena, varios problemas de guion, escenas resueltas con cierta torpeza y muchísimas dificultades de producción, Terror 5 viene a subir la apuesta y demuestra que se puede hacer cine de género tomando como referentes a directores como Carpenter y a películas como El pueblo de los malditos o Christine –por nombrar solo algunas de sus referencias– y trasladarlas exitosamente a un contexto argentino, explotando todos los recursos cinematográficos a mano y sin perder un gramo de verosimilitud por el camino. Claro que todo esto no sería posible sin la mano de dos directores que saben narrar y construir la tensión con paciencia, pero sobre todo con determinación. No es fácil lograr lo que los hermanos Rotstein se proponen contando una historia, imagínense narrando unas cuantas más de forma simultánea. La película presenta, como el título lo anuncia, cinco historias que ocurren en la misma noche, al mismo tiempo. Algunas están entrelazadas narrativamente y otras no. La primera funciona como eje central sobre la cual se despliegan las otras cuatro, donde conviven el bullying y las fiestas de disfraces, la tortura, el snuff y los muertos vivos. Si bien algunos segmentos están más desarrollados y funcionan mejor que otros, Terror 5 logra sostener un clima inquietante de principio a fin y lo hace mediante el uso de la banda sonora, que acompaña y potencia la experiencia, y también gracias al cuidado de cada uno de los aspectos de la puesta en escena. El film, aunque desparejo, posee una gran cantidad de hallazgos y certezas, lo que no es poco teniendo en cuenta que, por el momento, no hay otra película del género que le pase siquiera cerca en el cine argentino actual.