Yo soy tu amigo fiel La segunda película de Martín Piroyansky como director supone nada más ni nada menos que un nuevo comienzo para la comedia argentina. El responsable de Abril en Nueva York explora esta vez nuevos terrenos en busca de la reinvención del género y como resultado obtiene Voley, la evidencia más clara de su evolución como cineasta. En Buenos Vecinos –la más reciente de las maravillosas comedias dirigidas por Nicholas Stoller– el perfecto equilibrio de una pareja de recién casados se ve perturbado con la llegada a su nuevo barrio de una fraternidad dispuesta a todo para divertirse. En Voley, el orden se ve alterado por la aparición de una nueva integrante en un grupo de amigos ya establecido: una girl next door argentina que deja boquiabiertos a los integrantes masculinos y despierta las sospechas femeninas. A medida que avanza el relato, Piroyansky se encarga de subir la apuesta más y más, complejizando las relaciones entre los personajes y alternando diferentes ritmos narrativos. Porque al igual que Stoller, el director/guionista/actor argentino sabe manejar diferentes tiempos cómicos y recurrir a varios tipos de chistes que abarcan desde el humor físico hasta salvajadas varias y escatologías, de forma muy efectiva y como nunca antes fue visto en el cine nacional. Para lograr la magia que se ve en pantalla, Piroyansky se vale de una troupe de comediantes inesperados, pero nunca tan queribles y creíbles, integrada por Inés Efrón, Violeta Urtizberea, el Chino Darín, Vera Spinetta y Justina Bustos, cuyas tensiones y personalidades irán poco a poco cocinando a fuego lento el desastre final. Lo que comienza como un viaje desenfrenado termina convirtiéndose en un relato entrañable y conmovedor en el que los personajes no temen desnudar su alma ante la cámara, frente al espectador o delante de ellos mismos. La construcción de cada miembro del grupo es milimétrica y trabaja varias capas: zonas oscuras –como las que habitan en todos los grandes comediantes– y transparencias en donde quedan al descubierto traiciones, dolores, virtudes y defectos, exhibidos sin ningún tipo de juicio, más bien todo lo contrario: siempre desde el amor que les tiene Piroyansky a sus personajes. El cine es movimiento y este comediante todo-terreno lo sabe, por eso construye toda la puesta en escena alrededor de su idea de dinamismo en el cuidadoso trabajo que hay en los diálogos, en los remates que caen en el momento justo y en las escenas que adquieren una inesperada fuerza cómica. Pero si hay algo central en Voley es la amistad como una de las relaciones más fuertes con las que cuenta el ser humano, algo alrededor de lo cual la Nueva Comedia Americana forjó su núcleo más sólido y su fuente de poder, el santo grial del que se nutre Piroyansky. El cineasta sub-30 busca y encuentra sus influencias en tres tipos de comedia americana: una es sin dudas la comedia adolescente de David Spade y Chris Kattan, es decir, la de los perdedores con suerte. La segunda es la línea escatológica que atraviesa la película y que va desde John Waters hasta los hermanos Farrelly. Y por último, Voley presenta una tercera vertiente (agri)dulce y melancólica que la acerca al cine de Ben Stiller y Greg Mottola. Ésta quizás sea la que aparece con más fuerza cuyo sentimiento luego se traduce en el plano final. Piroyansky es un director capaz de digerir todas estas referencias y retorcerlas hasta obtener un producto nuevo, inspirado en otros pero muy personal y, a la vez, original como lo es su última película, un artefacto que conoce bien las reglas de juego de la comedia clásica y sus mecanismos. Juguetona, delirante, cargada de energía y de una libertad arrolladora, Voley explota todos sus recursos a conciencia y se impone como un modo de prolongar la vida de una fórmula que sigue viva, por más que en nuestro país no goce del éxito que merece. Y eso, que no es poco ni es frecuente, hay que saber reconocerlo y agradecerlo cuando aparece. Algo similar sucedía décadas atrás, con el policial argentino, primero con Adolfo Aristarain –cuyos referentes fueron algunos de los maestros del cine norteamericano clásico– y años más tarde con Fabián Bielinsky. Hay que dejar en claro que no es para nada común la presencia de un cineasta con la juventud y la precisión de Piroyansky, un artista que supo actualizar y despertar un modelo de comedia que permanecía casi en estado vegetativo en nuestro país, y que se fortaleció como el heredero argentino de la Nueva Comedia Americana sin renunciar en ningún momento a su contemporaneidad local. Alguien a quien definitivamente no hay que pasar por alto. El tiempo dirá si Piroyansky logrará ubicarse como el gran referente de lo que hoy podríamos, comenzar a llamar, quizás tímidamente, una nueva comedia argentina.
Los tramposos Seis años después de su debut cinematográfico con I love you Philip Morris –estrenada en nuestro país bajo el título particularmente torpe de Una pareja despareja–, el dúo Firraca-Requia regresa a la pantalla grande con otra historia sobre estafadores, de la mano de Will Smith y Margot como Nicky y Jess, un maestro del engaño y su novata pero rápida aprendiz –era Robbie la rubia que seducía a un ladrón muchísimo más interesante que este en El Lobo de Wall Street y que anteriormente enamoraba a un inexperto Domhnall Gleeson en la maravillosa Cuestión de tiempo–. Dicho esto, y teniendo en cuenta que la carga de arrastrar a la película más floja de los guionistas de Un Santa no tan santo como un caballo cansado a lo largo de todo el metraje recae sobre ellos, podemos diferenciar claramente una primera mitad en la que la película despliega varios subgéneros sin demasiada claridad, y una segunda, filmada en Buenos Aires, donde todo se vuelve aún más confuso en cuanto a su objetivo. Un ejemplo evidente de sus desajustes narrativos es la escena del partido de fútbol americano: mientras Nicky y un millonario se disputan grandes cantidades de dinero en un peligroso juego de apuestas, la secuencia parece extenderse de manera irracional y sin ningún tipo de ingenio para crear expectativa por el resultado, hasta que recién llegado el final se devela el giro con el que la película intenta justificar de alguna manera la dilatación del asunto. El problema es que ni ese giro ni los que seguirán funcionan. En parte porque el estiramiento de las escenas no tiene otro motivo que la pretensión de abrir un juego de artimañas –que, por otro lado, no es más que una serie de espejitos de colores– ante un espectador deseoso de acción y algo desorientado, que se irá tornando tan repetitivo como los constantes engaños tras engaños y absurdas vueltas de tuerca que terminan agotándonos a nosotros y a la película de igual manera. Toda esta parafernalia de trucos que parecen salidos de una película de Nolan –sin dudas todo un profesional en el arte de querer vendernos bijouterie por joyas cinematográficas– sumada a la falta de un antagonista bien definido, comienzan a provocar una considerable pérdida de interés por lo que resta de la película, que no se sostiene ni siquiera gracias a la simpatía y los esfuerzos de Will Smith ni de la femme fatale que lo acompaña. Lo que sucede es que en algún momento entre la primera y la segunda mitad, los directores desvían su rumbo hacia una comedia romántica de esas cubiertas por gruesas capas de una cursilería imposible y romances mostrados de las formas más absurdas basadas en novelas de Nicholas Sparks, algo a lo que no se prestaba su antecesora Loco y estúpido amor, a pesar de no animarse a ser la salvajada que fue Una pareja despareja. En su afán por llegar a un público cada vez más amplio, la última propuesta de Firraca y Requa se va diluyendo en su propio juego hasta transformarse lentamente en poco más de una hora y media de desencanto que duele como un paquete de papas fritas sin tazo. Focus: maestros de la estafa intenta elaborar un complejo acto de magia frente a nuestros ojos, pero en cambio revela el truco: no hay nada detrás de la canchereada megacool de sus actores y de una Buenos Aires de cine-postal woodyalleniana. Lo que queda no es más que una película reofertada que se acerca más a la delincuencia de pasarela que retrató Sofía Coppola en su más reciente y fallida Adoro la fama que a cualquier otra referencia del cine de estafadores con mayúsculas.
Carne trémula El primer largometraje de ficción dirigido por Sebastián Schindel cuenta la historia de Hermógenes Saldivar, un peón de campo santiagueño que llega a Buenos Aires para trabajar en una carnicería. Todo parece ir bien para él y su mujer –una impecable Mónica Lairana– hasta que el siniestro patrón interpretado por Luis Ziembrowski lo obliga a vender carne en mal estado, sometiéndolo poco a poco a la esclavitud más extrema. De ahí en adelante, comienzan a aparecer indicios cada vez más fuertes de una explosión de violencia inevitable que tendrá lugar en algún momento del metraje. La única pregunta es cuándo. El responsable de cargar sobre sus espaldas un protagónico que se ubica en las antípodas del rol de galán al que nos tiene acostumbrados es Joaquín Furriel, el actor menos pensado para ese papel. Pero Schindel no se equivoca al elegirlo para interpretar a un hombre analfabeto en busca de una oportunidad para mejorar su calidad de vida y la de su mujer. El director, que cuenta con cuatro documentales en su filmografía, intenta realizar con su primera incursión en la ficción un pequeño pero significativo cambio en el paradigma del género policial argentino, que suele recurrir siempre a los mismos actores de nuestro reducido star system para ocupar los roles principales. En este caso, nada más lejos de eso –ni menos acertado– que la elección de Joaquín Furriel como Hermógenes. Pero el verdadero mérito de la película no es la arriesgada decisión de casting, sino la dirección de actores. Furriel no está haciendo de Hermógenes. Lo que presenciamos es la construcción de un personaje con características únicas que incluyen un acento santiagueño y una interpretación en la que no se perciben rastros de ningún vicio de la televisión o del teatro. Estamos ante una actuación puramente cinematográfica, y eso no es poca cosa. Algo parecido sucede con Mónica Lairana, que pasó de ser una femme fatale en Mujer Lobo a ponerse en la piel de la obediente y trabajadora esposa santiagueña del protagonista. Pero aún hay más aciertos: El patrón: radiografía de un crimen no es un policial más, ni uno común y corriente. Basado en la novela homónima de Elías Neuman que narra un crimen real, la película funciona más como un documental que como un policial, aplicando una dosis concentrada –por momentos demasiado subrayada– de crítica social. El discurso va de la mano con la historia mientras Schindel construye el suspenso exclusivamente a través de recursos cinematográficos, por ejemplo, el montaje. Debido a la estructura temporal del relato, sabemos que la acumulación de humillaciones sufridas por Hermógenes desencadenaron en un asesinato. Lo que falta es la escena del crimen, y la película juega de manera hábil con la expectativa que nos genera el momento de verlo, como más tarde lo hará con las consecuencias a las que se enfrentará el personaje, creando intriga por la determinación del caso. En este marco de intranquilidad, la carnicería se convierte en el anfitrión ideal para el suspenso con su cámara de frío, sus reces colgando, cuchillos de todos los tamaños y el aroma a lavandina que dotan al ambiente de un aire fúnebre y cada vez más opresivo. Justo después de algunas escenas bien resueltas dramáticamente, como esa en la que Hermógenes conoce a quien será su abogado defensor a partir de ese momento, algo comienza a oler mal. El mayor problema que presenta esta co-producción argentino venezolana está en la escena más importante de la película: la del juicio oral que determinará el destino del personaje. Una escena que debía tener la fortaleza suficiente como para rematar todo lo mostrado anteriormente, pero que termina derribando, con su inconsistencia, los cimientos que fueron tan cuidadosamente levantados desde el principio. Sin embargo, da la sensación de que cada tanto aparece una película que logra a romper ciertos moldes del cine argentino que pueden ser muy duros de roer. Al igual que en las carnicerías de barrio, en el cine hay clásicos, hits de temporada y sorpresas que escapan a las reglas del mercado. El patrón: radiografía de un crimen, con sus méritos y sus desaciertos, es una de ellas.
Desde Londres con amor Ni James Bond, ni Jack Bauer, ni Jason Bourne. Ellos son los Kingsman: miembros de una agencia de espionaje ultra secreta en Londres que se vale de una sastrería como pantalla de su verdadera misión: proteger al mundo de cualquier amenaza inminente. Pero antes de ser agentes, son caballeros regidos bajo el lema de “los modales hacen al hombre”. Por eso sus nombres en clave son, naturalmente, los de los Caballeros de la Mesa Redonda. El británico que logró adaptar la brutalidad del comic en el que se basan los superhéroes más realistas del cine con Kick-Ass, y supo revivir la saga de los mutantes con X Men: Primera Generación, vuelve a basarse en un cómic de Mark Millar, esta vez sobre el mundo del espionaje. Por lo tanto, Kingsman: El servicio secreto es, antes que nada, la declaración de amor de Matthew Vaughn a las películas de James Bond de los años sesenta y setenta, y a la variedad de gadgets alocados que portaba el super agente clásico: desde propulsores submarinos, mochilas-cohete y transmisores hasta una pistola de oro conformada por una pluma, un mechero y una caja de cigarrillos. Los Kingsman poseen lapiceras venenosas que recuerdan a las utilizadas por Sean Connery para respirar debajo del agua en Operación Trueno y que luego reaparecerían en Otro día para morir. También utilizan lentes, pero no como los polarizados que le permitían a Roger Moore observar a sus enemigos a la distancia en Una vista para matar. Los de estos caballeros ingleses sirven para divisar los datos secretos de sus misiones, desplegados dentro de cuadros antiguos y también para realizar conferencias virtuales con agentes alrededor del mundo. Otro de los beneficios de ser un Kingsman es el acceso a un anillo que llevan en su dedo meñique, pero que en vez de sacar fotos como el de Roger Moore en Una vista para matar, sirve como picana para inmovilizar al enemigo. A este festín de chiches se le suma un encendedor-granada que viene a ser una actualización más sofisticada de la pasta de dientes explosiva que se detonaba a través de una caja de cigarrillos en Licencia para matar. Como un cruce idílico entre James Bond y Mi bella dama del gran George Cuckor, Kingsman: El servicio secreto recrea la fórmula de las antiguas películas del espía creado por Ian Fleming con el amor y el compromiso correspondientes, pero también con la capacidad para no llevar a cabo esa tarea demasiado en serio. Por eso puede reírse de inverosimilitud de las tramas de James Bond cuando Valentine -el villano interpretado por Samuel L. Jackson- le dice a Galahad, el refinado agente que hace Colin Firth: “Ahora viene la parte en la que encuentro una manera retorcida de torturarte y vos una más retorcida de escaparte”. Pero esta no es ese tipo de películas. Si bien el hombre de la inteligencia británica y el villano son fanáticos del cine de espionaje y disfrutan de ese juego de roles en el que saben cuál será el próximo paso del otro, también desean eludir lo predecible; Kingsman: El servicio secreto es de esas películas que sorprenden cuando uno menos se lo espera, esas que saben moverse dentro del molde pero que también entienden cuándo salirse de él. “Las películas de espías de hoy en día son demasiado serias”, le dice el propio Valentine a Galahad, y tiene razón. Matthew Vaughn también lo sabe. Por eso no pretende una caída libre hacia la solemnidad y se aleja del retrato de un héroe oscuro y atormentado, para entregarse con plena libertad a su parte más lúdica en la que cualquier objeto puede convertirse en un arma letal. Por ejemplo, una tarjeta SIM que al ser activada envía una onda neurológica a todos los usuarios, provocando la desinhibición de la violencia para crear una masacre mortal que ponga fin a la sobrepoblación en el planeta. Ese es el malvado plan del ridículo y excesivo Valentine para dominar al mundo. Un villano que sesea y se marea si ve sangre, siempre acompañado por su fiel asistente con filosas cuchillas como piernas, que funciona como una suerte de versión femenina del Tiburón interpretado por Richard Kiel en la saga del agente secreto más famoso del mundo. Las habilidades de Matthew Vaughn como director van más allá de las secuencias de acción: se extienden a las más reposadas que funcionan como un breve descanso para luego aplicarnos un shot de adrenalina cuando llega el esperado clímax: una maravillosa secuencia surrealista que incluye cráneos explotando en forma de fuegos artificiales multicolores. Algo así merece definitivamente una secuela. Larga vida a Kingsman.
Guardianes de la Galaxia Siempre con esa obsesión latente por contar todas las historias que puedan contrabandear dentro una misma película, los hermanos que comenzaron escribiendo el guión de Asesinos –dirigida por Richard Donner– entregan otra de sus auténticas rarezas. El Destino de Júpiter explota como un petardo en la cara desde los primeros minutos con una escena que combina de manera perfecta el movimiento continuo de la acción con una gran claridad narrativa. La imaginación es lo que propulsa cualquier historia concebida por los Wachowski, que en esta ocasión nos deleitan con un diseño de producción impactante, encabezado por un Júpiter renacentista con toques góticos que parecería más inspirado en lugares existentes de nuestro planeta que en escenarios provenientes de la ciencia ficción literaria o cinematográfica. El último opus de los hermanos maravilla, con su puesta en escena barroca, representa un giro muy interesante para el cine de ciencia ficción actual; la originalidad que le imprimen a todos sus proyectos ya es una marca registrada de su inclasificable pero altamente reconocible estilo visual. La premisa de la película, en la que Júpiter Jones (Mila Kunis), hija de un astrónomo y una inmigrante rusa, se dedica a la limpieza de casas hasta que descubre que pertenece a la realeza en otro universo, es elevada a niveles interplanetarios, literalmente. En un mundo en el que la industria cinematográfica prefiere ir a lo seguro con historias derivadas de otra cosa preexistente (basadas en best sellers, en comics, secuelas, spin off, remakes y un largo etcétera), la gran virtud del cine de Lana y Andy Wachowski reside su concepción de universos fantásticos inagotables exclusivamente inventados para la ocasión. Ver El Destino de Júpiter en la pantalla grande es algo parecido a la sensación de estar soñando, porque la fascinación surge no solo del impacto visual de cada plano y de la gran utilización de los efectos especiales, sino que el milagro se produce al observar cada una de las capas que componen esta gran nave de ideas: un cuento de hadas, una película de ciencia ficción, una de aventuras y una ópera espacial que, a su vez, se las ingenia para incluir algunas referencias cinematográficas y condensar todo el cine de sus creadores en tan solo noventa y dos minutos. Los hermanos que dieron sus primeros pasos detrás de cámaras en 1996 con Bound –cine negro en estado puro– encontraron una forma de contar historias que se aleja de lo predecible, nutriéndose de los estereotipos pero sin caer en los lugares comunes, mas bien moldeándolos para darles la forma requerida por la historia. Todas las películas de los Wachowski son la película más ambiciosa de los Wachowski. Cuando digo esto, me refiero a la realización de obras que exceden las pretenciones más extravagantes y surfean los límites de lo realizable. Un ejemplo es Cloud Atlas: La red invisible, película incomprendida por gran parte del público y por algunos sectores de la crítica. Sucede que los directores que alcanzaron la cima del éxito con Matrix –otra revolución cinematográfica–, no piensan en términos financieros o de producción, sino que su método es simplemente dar rienda suelta a su imaginación y luego plasmar sus desproporcionadas ideas en pantalla. Pero a diferencia de ese gran puzzle de historias entrelazadas que viajaban desde el siglo XIX hasta un futuro posapocalíptico, en su último opus todo resulta orgánico: el relato nos seduce, nos divierte y nos interesa de una forma en la que solamente un puñado de películas recientes lo han logrado. El destino de Júpiter –al igual que Meteoro– es una película-juguetería, un Tetris perfecto que se arma siguiendo la lógica del sueño en el que las imágenes pueden no tener un sentido pero se sienten llenas de significados.
Grandes héroes A poco más de una década después del estreno de su primera película, la esponja marina de paletas prominentes y ropa de cartón regresa a la pantalla grande y lo hace en tercera dimensión. Leonardo D’Esposito describía –en el número 259 de la revista El Amante digital– a Frozen: Una aventura congelada como “Un riquísimo helado que en medio del calor no se te deshace en el cucurucho”. Bueno, con Bob Esponja: Un héroe fuera del agua pasa algo similar: es tan placentera y reconfortante como una brisa fresca en una noche de verano porteña. Si la primera era una gran comedia, la segunda logra convertirse, de la mano de Paul Tibbit y Mike Mitchell como capitanes de este barco, en una comedia insuperable con una construcción de la puesta en escena fuera de este universo. Cada plano rebalsa de una cantidad exorbitante de colores y detalles que no podemos dejar de observar porque absolutamente todo brilla, hasta los colores oscuros, con esa paleta de verdes, grises y negros que se incorporan con total naturalidad al arcoiris característico de la serie acuática creada por Stephen Hillenburg. Los directores continúan expandiendo ese inagotable universo lisérgico de la serie animada, pero ahora las tramas se multiplican para desprender subtramas como células que mutan según las necesidades de la historia principal, que presenta a un Fondo de Bikini post-apocalíptico con guiños a Mad Max, desencadenado por la falta de Crangreburguesas. Pero esta es solamente una de las tantas líneas argumentales de la película. Las demás se irán desplegando como los brazos de una estrella de mar, abriendo una inmensidad de universos que incluyen una visita a una galaxia lejana vigilada por un delfín muy particular, viajes en el tiempo a través de una máquina construida dentro una cabina de fotos, aventuras fuera del agua intentando recuperar la fórmula secreta de las Cangreburguesas para restablecer el orden en Fondo de Bikini y hasta una inspección al cerebro de Bob Esponja: un paraíso de colores pasteles habitado por helados parlantes y algodón de azúcar por doquier, en el que todo parece aún más increíble que en La gran aventura Lego. Después de todo, ¿qué es Bob Esponja sino un héroe imposible en un mundo lleno de colores y peligros, de una efectividad narrativa descomunal, como lo era Emmet en La gran aventura Lego? Y al igual que en aquella obra maestra sobre el juego dirigida por Phil Lord y Chistopher Miller, el 3D se justifica completamente: los gags explotan uno detrás de otro como perfectas burbujas en ascenso que adoptan cualquier tipo de forma y color. Desde la secuencia bélica del comienzo, con balaceras de kétchup y mostaza y explosiones de mayonesa, hasta un dinamismo que por obra del ingenio está lejos de agotarse. El puente entre historias y universos, lo que le da homogeneidad al relato, es el personaje de Antonio Banderas. La trama central surge de un libro leído por el pirata en el que todo lo que escribe se hace realidad y finalmente ambos mundos –el de la animación y el de live-action– colisionarán hacia el final en una secuencia a pura acción muscular. En el universo de Bob Esponja no existen límites para la imaginación. Por eso Tibbit y Mitchell sienten la libertad suficiente como para volcar parte de su locura hacia el subgénero de viajes en el tiempo. Pero lo hacen utilizando esa experiencia como un mecanismo para fortalecer vínculos y, al mismo tiempo, reírse con la historia –y no de ella, porque no es lo mismo–, que nos sumerge en otro tipo de juego, uno más consciente que a su vez está reflexionando sobre el arte de contar historias. Bob Esponja: Un héroe fuera del agua es, ante todo, una película muy consciente de su autoconsciencia, sin esforzarse. Y en ese juego de entrar y salir de las ficciones se gesta la impresión de libertad absoluta. Todo es está vivo y las imágenes se suceden muy rápido sin permitirnos nada más que observar la pantalla como Bob y Patricio, empachados y sobreexcitados luego de una sobredosis de algodón de azúcar. Lo más grandioso es que el mensaje sobre la valentía, el trabajo en equipo y la solidaridad está contrabandeado dentro de cada uno de los planos de la película, todos de una belleza enorme que fusiona la mejor animación con escenas de acción en vivo y la incorporación del CGI de manera muy natural al resto del engranaje. Si esto es posible, es gracias a que Tibbit y Mitchell depositan toda su confianza en el cine como portal, ya sea para explorar otros universos, o permanecer en nuestro planeta. Porque tanto Bob Esponja: Un héroe fuera del agua como otra extraordinaria comedia dirigida por Evan Goldberg y Seth Rogen, Este es el fin, hacen hincapié en la importancia de la amistad y de compartir ese apocalipsis juntos. Por eso cuando todo termina, para bien o para mal, es hora de cantar, de bailar y festejar. Los artistas detrás de la segunda aventura de la esponja más adorable del mundo saben muy bien que la comedia es anarquía y la propulsan a niveles inimaginables de felicidad con texturas suaves, frescas y pegajosas como un helado Torpedo multicolor.
Dios mío, ¿qué hemos hecho? The Imitation Game, título original de la película, hace referencia a uno de los ensayos escritos por Alan Turing sobre inteligencia artificial –conocido como el test de Turing–, en el que el matemático se preguntaba si las maquinas podían pensar como los humanos e intentaba distinguir mediante una conversación si nuestro interlocutor era un humano o una máquina. Los distribuidores locales, en su afán por señalarnos con un resaltador fluorescente que el único enigma que contiene la primera incursión en Hollywood del noruego Morten Tyldum se encuentra exclusivamente en el título del estreno, bautizaron al film como El Código Enigma. Pero este enigma que se empeñan en (re)marcarnos con tanto énfasis no es más que un simple macguffin, una excusa de la que se vale el director para contarnos una historia mucho menos interesante y de manera muy torpe en vez de la única que importaba: la del genio que venció a los nazis desde una oficina con una computadora. Alan Turing es reconocido, entre otras cosas, como un pionero de la computación moderna. Pero también lo fue, décadas más tarde, por haber contribuido en la creación de una máquina que pudiera descifrar los códigos secretos trasmitidos por los nazis a través de un mecanismo denominado Enigma, y calificados como “imposibles de descifrar”. Una vez descubierto el sistema operativo de Enigma se podían anticipar los ataques alemanes y prevenirlos. Todo esto realizado gracias a la financiación del ejército británico y a un team conformado por los mejores criptógrafos del mundo, fanáticos del ajedrez y de los crucigramas. Pero la película de Tyldum no está centrada en el aporte de Turing que permitió acortar aproximadamente dos años la Segunda Guerra Mundial. Tampoco muestra la compleja y minuciosa construcción de esta aparatosa y estrafalaria proto-computadora, que parece salida de la mente de Terry Gilliam. El noruego resuelve todo ese arduo proceso en unos pocos planos que muestran al científico conectando un cable aquí, otro allá y sosteniendo algunas herramientas, mediante esporádicas interrupciones de los integrantes de su equipo, que desean lo mismo que nosotros: ver algún indicio de este gran cerebro trabajando en ese invento sin precedentes que develará el sistema de cifrado de la invencible máquina alemana. Sabemos que Turing fue un gran matemático, criptógrafo y padre de la computación moderna, gracias a lo que podemos leer sobre su vida y obra, pero no a lo que nos muestra la película sobre él. La pregunta, entonces, sería: ¿por qué, teniendo la posibilidad de contar una historia interesantísima, Tyldum comete la torpeza de desarrollar otra? Me refiero a esa que muestra mediante flashbacks que intentan abordar –insisto: de manera desastrosa, indicándonos con carteles que estamos ante un retroceso en el tiempo, y con un tratamiento visual y narrativo de telefilm– el descubrimiento de su sexualidad como adolescente. No hay nada encriptado en la respuesta. Lo único que le interesa al director es contar un mensaje, un discurso que apuesta por la corrección política oscarizable en una aproximación demasiado tibia y superficial a uno de los aspectos mas polémicos de la vida de Alan Turing como lo fue su homosexualidad. Esta porción de su vida privada adquiere dimensiones telenovelescas de las peores, disolviendo la trama de espionaje para dar lugar a un melodrama gay y la posterior condena del personaje por indecencia. La película predica: “A veces es la gente que uno menos se lo espera, la que hace lo que nadie esperaba”. Ciertamente, nadie esperaba que un biopic sobre un tipo que llegó a convertirse en una pieza clave para ganar la guerra detrás de un escritorio omitiera justamente esa parte de la historia. Las pretensiones de Tyldum son tan anodinas que la falta de suspenso –o al menos del suspenso que hubiera requerido la otra historia, la que era realmente importante– se hace evidente desde el comienzo. Por más que los personajes digan (literalmente, en los diálogos) que viven a contrarreloj todos los días hasta llegar a descifrar Enigma –y aquí comienza a evidenciarse la torpeza narrativa–, no se crea en ningún momento una sensación de urgencia, ni se recurre a la construcción de climas dramáticos. Es más: ni siquiera juega a crear una intriga en cuanto a sus inclinaciones sexuales, información con la que podemos contar antes de ver la película, y no importaría si la película lo cimentara desde el guión. Otra prueba de la incompetencia cuando de narrar se trata está en la escena en la que se coquetea con la posibilidad de que haya un espía soviético en el equipo. El intento de suspenso es abortado rápidamente, desechando otra vez una variable que hubiera sido interesante de explotar. Tyldum y Graham –el guionista debutante– no logran descifrar los códigos del cine y se aferran a diálogos sobreexplicativos y redundantes, reduciendo a su personaje constantemente y arrastrándolo hacia una interpretación full retard, omitiendo aquella infalible e inolvidable observación de Kirk Lazarus en la excelente Una guerra de película. El abandono del director y del guionista hacia su personaje los lleva incluso a cuestionar su inteligencia, justificando el momento en el cual da con la clave para romper la configuración de Enigma, con un hecho azaroso. Solo hacia el final, la película se vuelve un poco más oscura, pero lo hace a costa del personaje, con la presencia de un Turing juzgado y condenado a la castración química, recluido en su casa y destruido por el sistema. El Código Enigma es la prueba fehaciente de lo mal que puede llegar a hacerle a una historia, el uso y abuso de un efecto, cualquiera que sea, para forzar una emoción en el espectador. Y si seguimos enumerando falencias, a este gran domino de malas decisiones se le suma una chatura a nivel formal y una sensación de intrascendencia bastante preocupante que le impiden darle vida a la historia bigger tan life que merecía ser contada.
La ley del más fuerte. En su segundo trabajo como directora, Angelina Jolie toma como su mayor guía y referente a Clint Eastwood (sin duda, uno de sus grandes maestros), dotando a su nueva película de un clasicismo y una sobriedad propias del octogenario director. En 2010, Eastwood se propuso con Invictus realizar una película deportiva, política y al mismo tiempo con un fuerte contenido social, que apelaba al perdón como alegato contra la violencia. Bueno, lo más reciente de Jolie en su faceta de directora se parece mucho a una de esas películas inclasificables de Clint. Con una historia nada fácil de contar, como la del atleta olímpico Louis Zamperini (quien tras sufrir un accidente aéreo cuando su bombardero se estrella en medio del Pacífico, queda a la deriva en el mar durante 47 días, y luego cae en manos de los japoneses para terminar en un campamento de prisioneros hasta finalizada la Guerra), la actriz de los labios más carnosos en Hollywood se anima a filmar una película sumamente masculina, con la potencia de Bigelow y el clasicismo eastwoodiano como sus principales aliados. Si la escena inicial de Invictus era vital para comprender lo que estábamos a punto de ver, es decir, cine clásico del mejor, el comienzo de Inquebrantable habla el mismo lenguaje. Luego de una gran secuencia de acción aérea en el bombardero de Louis y sus compañeros, se produce un flashback a lo Francotirador, en el que vemos al pequeño Zamperini en la Iglesia con su familia, que lo pinta de cuerpo entero: él está sentado pero moviendo los pies como si estuviese corriendo. Jolie, al igual que su protagonista, también fue testigo de varios horrores durante sus viajes como embajadora de la ONU y conoce de cerca el sufrimiento humano, que se ha convertido en el eje temático de su filmografía como directora desde su ópera prima, En la Tierra de Sangre y Miel. Aquí ese padecimiento se vuelve cada vez más intenso y opresivo hasta el punto en que resulta desesperante, poniendo a prueba los límites del personaje y del espectador. La directora va subiendo la apuesta, minuto a minuto, tomándose su tiempo para exponer todas y cada una de las humillaciones -físicas y psicológicas- a las que fue sometido Louis, prolongando el martirio de esa rutina que se vuelve más terrible con cada nuevo día. Pero la muerte nunca es vista como la salvación, sino todo lo contrario: el deseo de vivir es lo que le da al protagonista la fortaleza necesaria para soportar cualquier maltrato. El exceso de metraje se hace palpable en cuanto a la densidad que adquiere el relato, pero esto no afecta en ningún momento a la historia: cada segundo es necesario para trasmitir la emoción correspondiente, algo que no funcionaría si las escenas fueran más cortas. La belleza de la película se encuentra en la simpleza de su construcción y la economía de recursos que utiliza para narrar. Basada en la novela escrita por la periodista Laura Hillenbrand, la película podría haber caído fácilmente en la comodidad de las frases pretenciosas, golpes bajos y moralejas varias, pero eso jamás ocurre, porque como lo hizo Eastwood con Invictus, creando en Mandela un personaje “bigger tan life”, que no solo era real sino también muy ficcional, Jolie concibe a Zamperini como una suerte de Hércules moderno. La banda sonora a cargo de Alexander Desplat, que en El Código Enigma resultaba redundante, en este caso se potencia con la imagen y funciona como un halo de esperanza con ecos de John Williams, que nos impulsa a seguir adelante. Justamente Inquebrantable triunfa donde El Código Enigma naufragaba, desperdiciando su oportunidad de engrandecer una historia real a través de las infinitas posibilidades del cine. Jolie consigue algo más que trasladar a la pantalla grande una increíble historia de supervivencia, y es haber capturado el espíritu clásico del cine norteamericano de los ’40 en la grandeza de su protagonista y con el gran Eastwood como mentor. Nada más y nada menos.
Viejo zorro. Theodore Melfi encuentra tierra fértil en su segunda película, la primera en estrenarse comercialmente –su ópera prima Winding Roads filmada en 1999, nunca llegó a cartelera en ninguna parte del mundo–, y en ese animal de cine que es Bill Murray. Porque St. Vincent es, ante todo, una celebración de su magnetismo en pantalla. La película comienza con una larga secuencia de créditos y de presentación del personaje que se extiende por más de seis minutos en la que Vincent, algo borracho, roba una manzana mientras camina por la calle y luego maneja hasta su casa, pero en la maniobra de estacionamiento termina destrozando la cerca de su entrada. Una vez adentro, tropieza mientras intenta servirse hielo en un vaso, y al golpearse queda desmayado en el piso de su cocina. Con ustedes: el gran acto de Bill Murray. Su histrionismo dentro y fuera de la pantalla, esa sonrisa a medias y su inconfundible mirada entre irónica y melancólica, junto con ese aire imperturbable que lo caracteriza, le dan una presencia que va más allá del cine. Es precisamente con ese carisma que Bill Murray crea personajes bigger tan life y que su construcción de Vincent se mantiene fiel a esa tradición, dotándolo de la intensidad justa y sin volverse una de esas interpretaciones que se evidencian oscarizables. El resultado es el Walt Kowalski de Eastwood en Gran Torino –pero con un ochentoso Chrysler K convertible– y el Bruce Dern en Nebraska –Melfi no oculta la influencia de las comedias extrañas de Alexander Payne, e incluso en varios planos el rostro lastimado de Bill Murray con un parche en la frente es muy similar al de Dern en Nebraska– meets Peter Quill en clave deadpan. Al igual que en Guardianes de la Galaxia, además de la importancia de la música a nivel dramático y narrativo, el objeto que identifica al protagonista es un walkman, que adquiere el carácter de símbolo. St. Vincent vive de pequeños momentos épicos que resultan titánicos en su forma. Si bien no es una película modesta como Nebraska tampoco es pretenciosa. Al igual que la última de Payne, va dejando de lado la acidez para cortarla con la medida exacta de dulzura. Así como gran parte del mérito de Nebraska dependía de Bruce Dern –y su particular forma de hablar y de caminar– aquí se le debe mucho a la presencia de Bill Murray y a su manera de conducir, de sentarse, de fumar, de tomar y hasta de vestirse. Su comicidad clásica –referencia a Abbot y Costello mediante– e inmediata lo hacen brillar en momentos minúsculos que dejan entrever un gran amor por el cine y nos transportan a través de su potencia visual y enorme sensibilidad. Basta con detenerse en algunas escenas para comprobarlo: ya sea bailando solo en la cocina al ritmo de “Somebody to love”, o acompañado y en ralenti, e incluso hasta en los créditos finales en los que primero riega una planta muerta y luego su jardín de tierra estéril mientras canta a destiempo “Shelter from the Storm” de Bob Dylan. A pesar de ser una comedia bastante amarga y siempre en tono seco, St. Vincent puede hacer muchas cosas, como pasar del humor más disparatado al sentimentalismo más ñoño de una escena a la siguiente. Pero su ternura y optimismo la transforman en una película honesta, incluso respecto de sí misma y de sus imperfecciones: por momentos la moralina amenaza con apoderarse de la historia, pero nunca lo logra porque aparece como un impulso natural, de forma esporádica y muy medida. Melancólica y estridente, St. Vincent podría ser catalogada bajo el rótulo de cine políticamente correcto o aleccionador, pero hacerlo sería leer de manera cómoda una película que resulta mucho más de lo que podríamos imaginar, y que va mucho más allá de lo que muestra. Con rasgaduras y todo, St. Vincent toca fibras del otro lado y demuestra que puede haber comedia, miseria, tristeza, incomodidad, crudeza y a la vez ternura y sinceridad. Todo eso santificado por la presencia de Bill Murray. Amén.
Calvario Así como el francotirador del título es apodado “Leyenda” por sus compañeros del ejército, Clint Eastwood posee, hace rato, el bien merecido título de maestro del cine que con cada película nos recuerda la época dorada de Hollywood, siendo el director más clásico de los actuales. Es que el viejo Harry el Sucio entrega auténticas obras maestras, y representa una forma de hacer cine hoy en día en peligro de extinción, que implica la fusión de una mirada sobre el mundo y un estilo propio dentro del mainstream. Porque Clint calibra cuidadosamente su trabajo de artesano, película a película, como si de su antigua Magnum 44 se tratara, y se reinventa a sí mismo como un arqueólogo de los sentimientos más intensos, explorando diversos géneros con la misma precisión narrativa y dramática, sorprendiéndonos año tras año con un nuevo relato, igual de lúcido, clásico y complejo que los anteriores. Como un gran observador de todas las sociedades y culturas, la misión de Eastwood, jamás es llegar al espectador a través de un discurso político, sino exclusivamente mediante su oficio de cineasta. Una de las grandes cualidades de su cine, quizás la más grande, es la sencillez, y justamente ahí es donde radica su clasicismo: en saber cuando invisibilizarse en la puesta en escena para que la historia pueda ser contada como lo merece. Sus películas pueden estar empapadas de un pesimismo aterrador, evidenciando el lado más oscuro del ser humano y de lo que es capaz de hacer, o exhibirse luminosas y optimistas. Francotirador pertenece al primer grupo, y vuelve a explorar, esta vez, su inquietud por la violencia contenida y los efectos de la guerra dentro de la cabeza del protagonista: qué lo motiva a hacer lo que hace, a seguir adelante, cuáles son sus conflictos internos y qué es lo que lo hace vulnerable, asumiendo todos los riesgos que implica adentrarse en esa tormenta de arena emocional. Con su trigésima cuarta película como director, Eastwood continúa extendiéndose por la vertiente biográfica de su filmografía. Basada en la autobiografía homónima de Chris Kyle –cazador devenido en cowboy de rodeos y luego en marino estadounidense con entrenamiento de SEAL-, la película inspecciona, física y psicológicamente, a un personaje trastornado, cuyo principal enemigo es la locura. El francotirador más letal de Estados Unidos, interpretado por Bradley Cooper, vive entre dos infiernos: el campo de batalla, donde encuentra satisfecha su adicción por ese trabajo, y la vida doméstica junto a su familia, utilizada como contrapunto de la adrenalina de la guerra. Algo parecido sucedía en Vivir al Límite, gran relato intenso e intimista sobre la guerra como adicción, de Kathryn Bigelow, en el que cada bomba desactivada –o no– era una secuencia en sí misma, con el objetivo de acumular más y más tensión en el espectador, seguida de algunas escenas de alivio. En Francotirador esa lógica no aplica. La razón por la cual no existen escenas que transmitan una sensación de tranquilidad se debe a que todo es observado a través de la visión perturbada del protagonista. De hecho, Chris Kyle es un personaje que nos mantiene siempre en estado de alerta. Incluso en escenas de aparente calma, como la que se encuentra en una situación de recreación con su esposa y sus hijos, esa placidez se ve rápidamente interrumpida con la aparición de un revólver como parte del juego. Dividida en cuatro bloques, que abarcan las diferentes misiones llevadas a cabo por el SEAL durante su estadía en Irak, la película hace de la acción física algo vital en cada una de sus secuencias: hay tiroteos, persecuciones y explosiones, pero sobre todo hay una puesta en escena tangible en la que puede sentirse el gusto a arena en la boca de Kyle, sus manos ásperas, el agotamiento, las altas temperaturas, su respiración y hasta los olores de cada espacio. A su vez, estamos ante un videojuego en el que cualquier ser humano es contemplado a través de la mira telescópica de su rifle. La cámara, muchas veces al ras del suelo, está siempre al servicio del relato y de no quitarle atención moviéndose más de lo necesario. Las transiciones de Kyle entre Irak y Estados Unidos están trabajadas desde los colores y las texturas por el gran Tom Stern –director de fotografía habitual de Eastwood desde el 2002 en adelante– para que las escenas en Texas resulten planas a nivel visual, ya que es el centro del conflicto armado y lo que impulsa la película, aquello que con su paleta de verdes y marrones y su pulso dramático nos sumerge de lleno en la cotidianeidad de la guerra, junto con el gran uso del sonido: la banda sonora acompaña la acción de manera muy sutil, y los disparos se funden con la música hasta convertirse en parte de la melodía. El trabajo sonoro responde, en cierta forma, a una especie de locura interior que va progresando en el relato, siguiendo los pasos de lo hecho anteriormente por Walter Murch en Apocalipsis Now. Eastwood comprende el cine de otra manera, con una sensibilidad y una claridad estética (y ética) que parecieran de otra época, olvidadas o relegadas desde John Ford. Y en la búsqueda de ese equilibrio entre las dos caras de Estados Unidos se encuentra su cine. Con el lirismo de siempre, su última película se centra en el presente caótico de la guerra y no en sus causas. Sus detractores dirán que es una película reaccionaria, propagandística y nacionalista, pero eso sería hacer una lectura equivocada del film. Francotirador renuncia en todo momento a la comodidad de un discurso didáctico. La clave de esto radica en el personaje de Bradley Cooper, un androide de una contundencia física impresionante y, por momentos, aterradora, que jamás nos termina de caer bien, hasta el punto en que dudamos constantemente de qué es lo que puede llegar a hacer, y nunca podemos asegurar para dónde va a disparar toda esa violencia contenida, que se deja entrever en su mirada y su lenguaje corporal, como una rigidez que pareciera a punto de desatarse en el momento menos esperado. Es más: ese entusiasmo patriótico que muestra la película en un comienzo empieza a volverse cada vez más amargo y violento. Pero en el cine de Eastwood la representación de la violencia nunca es un espectáculo banal, sino que hasta se la filma con algo de pudor: a veces de lejos y, cuando se acerca, lo hace sin regodearse, en planos cortísimos. Haga lo que haga, sus películas se inscriben dentro de la tradición del cine clásico norteamericano, un cine con mayúsculas, del auténtico, del que nos gusta.