Búsqueda implacable Chad Stahleski y David Leitch hacen su debut detrás de cámara luego de una amplia experiencia como coreógrafos de artes marciales y dobles de acción –de hecho, el primero lo fue de Keanu Reeves en Matrix, donde se conocieron, y también en Sin Control– además de haber coordinado escenas de acción en Iron Man 2, Los Indestructibles y su respectiva secuela, y El mecánico, entre una larga lista. Un Keanu parco como solo él puede serlo, con pelo largo, barba tupida y vestido de etiqueta cual Agente 47, regresa a la pantalla grande como un asesino retirado que se verá obligado a volver a lo que mejor sabe hacer cuando los mafiosos rusos para los que trabajaba se meten con su perro –regalo póstumo de su esposa– y con su preciado auto: un Mustang Boss 429, modelo del año 1969. Porque los héroes de acción no necesitan demasiadas razones para activarse en modo máquina de matar. Así las cosas, la venganza no solo será terrible, sino también sangrienta y, por supuesto, divertida. El gran acierto de la película, que marca la vuelta del actor al género que le calza como un traje hecho a medida, es la combinación correcta de todos los ingredientes más una cucharadita de amor extra por el cine de acción. De esta manera, todo es válido en el universo que se plantea, también la inverosimilitud –puesta sobre todo en el desencadenante de la cacería–, que no desentona para nada con la propuesta general, en la que incluso hay espacio para el videojuego –con referencias literales en algunos momentos, o siguiendo la lógica de los juegos en otros, el protagonista que debe superar distintos obstáculos, cada vez más difíciles hasta cumplir su objetivo-. El tándem Stahleski-Leitch nos sumerge en un universo casi fantástico que funciona como una especie de submundo habitado solamente por sicarios, mafiosos, mercenarios y sus mujeres ocasionales. En una gran esquina de este mundo paralelo –en el que todos los miembros de este clan son vistos como hombres de negocios–, existe un imponente edificio art decó que, como una suerte de hotel de lujo, los hospeda perfectamente conscientes de lo que harán durante su estadía. Eso sí: los asuntos de “negocios” se llevarán a cabo fuera de las instalaciones, porque el recinto puede ser utilizado solamente como un refugio con leyes específicas de protección a sus clientes, servicios médicos ultradiscretos incluidos por si regresan ensangrentados, y de entretenimiento las 24 hs, claro. A este espacio se le suman una Iglesia bastante pomposa que sirve de fachada para otro asunto, y un boliche que se encuentra dentro del hotel y que será escenario de una de las mejores -y más extensas- escenas de acción de la película que incluye tiroteo, combate cuerpo a cuerpo y todo tipo de piruetas que terminarán, desde luego y para nuestro goce, con la destrucción masiva del lugar. La originalidad argumental es lo de menos. Sin Control, como todas las películas de acción, se basa en el movimiento, y el dúo detrás de cámaras sabe de timing para la acción: secuencias con precisas coreografías que despliegan una amplia gama de artes marciales –jiu jitsu, judo, kung fu– combinadas con un gran manejo de diversos tipos de armas en escenas de suma agilidad, ritmo y mucho pulso para la acción. La banda sonora a cargo de Tyler Bates –que además de ser el responsable de las bandas de Halloween, Amanecer de los Muertos y Killer Joe, entre otras, es compositor de música para videojuegos– y Joel Richard es el perfecto telón de fondo a pura electrónica para un largo catálogo de disparos a quemarropa, largas secuencias de acción imparable y una magnífica persecución en auto en la que el protagonista atropella a uno de los mafiosos, levantándolo por encima de su capot y disparándole a través del techo hasta que cae muerto en el suelo. Porque hay que saber moverse para ser un héroe de acción, por más mínimo que sea ese desplazamiento y Keanu Reeves lo sabe. Por eso, los directores le quitan el peso de cualquier tipo de actuación dramática de encima. Entonces, con la trama relegada a un segundo plano, lo que importa –y mucho- es el juego con los espacios y el color: esa paleta furiosa que baña la pantalla de rojos y azules culminando con un clásico duelo final mano a mano: porque los verdaderos enemigos pelean con los puños. Cabe destacar, por si todo lo dicho anteriormente no fuese suficiente, a algunos personajes secundarios más que interesantes como el sicario interpretado por Willem Dafoe y sus pómulos más filosos que nunca y el team designado por los personajes para limpiar y borrar rastros de las masacres ocasionadas. Sin Control es una película que tiene oficio y lo demuestra con su actualización del mejor cine de acción clase B al servicio de las posibilidades del gran espectáculo, con un tratamiento estético y una estilización de la violencia que va desde lo mejor de John Woo –decenas de extras cayendo como moscas al paso del protagonista-, es atravesado por Tarantino y llega hasta Luc Besson. Todo junto en una suerte de Nueva York distópica y carpenteriana, en explosivo surround y una pantalla que, cuanto más grande, mejor.
La propuesta de Andrea Di Stefano, un actor italiano devenido en director debutante, se vale de altas dosis de ficción telenovelesca para retratar la historia de Pablo Escobar; algo que no alcanza a concretarse, ya que el director -como si el protagonista que tiene no fuese suficiente para sostener un relato- decide crear otro personaje que adquiere el status de eje central de la película. Entonces, ¿por qué hacer una película que se titule Escobar: Paraíso Perdido, pero que no pretende relatar la famosa historia del jefe del Cartel de Medellín? Lo cierto es que esta ópera prima no lo tendrá al narcotraficante como figura central sino que seguirá las peripecias de Nick (un surfista canadiense), por más que la presencia de Benicio Del Toro como Escobar sobrevuele la trama como un cuervo a un cadáver descomponiéndose. Si el Escobar de Del Toro no genera el magnetismo que sí despertaron personajes como los Buenos Muchachos de Scorsese, Tony Montana o Don Vito Corleone, por nombrar algunos ecos que hay detrás de esta ópera prima y que Di Stefano intenta emular sin éxito, es porque el director no tiene idea de cómo explotarlo. Porque la única fuerza que mueve la película es Benicio Del Toro, como si quisiera cargársela en su espalda XL con su mera presencia en pantalla. Un personaje que es, ante todo, presencia física: desde la primera escena su cuerpo lo tapa todo, como el de una bestia contenida cuya furia está a punto de ser desatada. Y como si del mismo Hulk se tratara, cuando Del Toro mira, parece transformarse en un monstruo. Pero este es un monstruo que Di Stefano no entiende; que le queda grande, porque es uno de esos personajes “bigger than life” que se imponen ante la película por más que intenten reducirlos. El director no sabe cómo reflejar su carisma, la complejidad de su encanto ni su mirada sobre el mundo. Y sin comprender demasiado en qué se metió, comienza a rellenar todo espacio que rodea a su personaje hasta ahogarlo en un culebrón con alteraciones temporales, flashbacks innecesarios y personajes que no encuentran su lugar dentro de esta historia, porque no pertenecen a su universo sino que lo habitan de manera forzada. De hecho, Nick jamás se convierte en un hombre de confianza para Escobar; y como él, nosotros parecemos estar por fuera de ese círculo íntimo del personaje al que nunca accedemos. Di Stefano alcanza a mostrar apenas trazos superficiales de algunas de las excentricidades del zar de la cocaína, como tener un elefante en su hacienda o el auto en el que asesinaron a Bonnie y Clyde, y por momentos logra cierto nivel de tensión, aunque nunca llega a crear suspenso ni a profundizar en ningún aspecto del personaje. De la misma manera, tampoco construye la relación amorosa entre Nick y la sobrina de Escobar, ni entre Nick y su hermano, o entre Escobar y su familia, ni analiza su trabajo, los datos históricos y ni hablar de lo que representó su figura para la sociedad colombiana. Eso no parece interesarle demasiado al realizador, pero tampoco sabemos qué es lo que le interesa de Pablo Escobar o a dónde quiere llegar. El caso de Escobar: Paraíso Perdido es de esos en los que un personaje con mucho potencial es desperdiciado y lo que podría haber sido una gran biopic sobre el narcotraficante colombiano, termina siendo una telenovela o a lo sumo un mediocre telefilm que cuenta una historia mucho menos interesante que la que tenía entre manos.
Con un guión previo a Vil Romance -su ópera prima- y filmada en Marcos Paz, Campusano vuelve a demostrar su interés en realizar películas inspiradas en hechos reales como hizo en Fantasmas en la Ruta -sobre el tema de la trata de mujeres- incorporando nuevos aspectos técnicos a las viejas formas, que le otorgan una imagen más estilizada y menos rústica que en las anteriores producciones; como el uso de la grúa, la steadycam y la cámara Red One. La quinta producción de Campusano es también la más clásica de sus películas. No sólo en cuanto a su estructura sino también a la cercanía con géneros como el policial y el western, así como el coqueteo con la buddy movie en determinados momentos de la relación maestro-alumno entre Molina y su nuevo compañero. Una vez superada la instancia inicial en la que algunos diálogos suenan recitados, lo que nos hace entrar y dejarnos llevar por la historia un poco más tarde que lo habitual, la película va cobrando fuerza y los personajes se vuelven verosímiles y cercanos; incluso más de lo que como espectadores quisiéramos. Porque los protagonistas que construye Campusano, por más dilemas morales que presenten, siempre nos producen empatía, lo que genera que nos cuestionemos todo aquello en lo que creemos. En el cine de Campusano el amor es lo que mueve a los personajes y los lleva a sus trágicos desenlaces, como si de un destino inexorable y borgeano se tratara: tipos duros -pero que también lloran- capaces de matar a sangre fría -acá la violencia es mucha y es cruda pero también seca y setentosa- y a la vez mantener ciertos códigos de barrio a rajatabla, en un mundo donde cada vez se vuelven más obsoletos. El debutante Assiz Alcaráz (hay que destacar que no es actor sino que asistía al secundario junto con el hijo del director, como una suerte de “niño guasón” diabólico) nos da una clase de actuación con la construcción de su personaje de un adolescente esquizofrénico utilizado por un comisario corrupto para deshacerse de quién se le ordene. Con la misma pasión y urgencia por filmar que siempre lo ha caracterizado, Campusano sigue sorprendiéndonos -y nosotros celebrándolo- con un relato tan tierno como violento, genuino y latente.
La Entrega es una película extraña y por momentos hasta impredecible, porque puede pasar del policial negro a la comedia romántica de una escena a la otra, sin ningún tipo de inconveniente. Como una cruza entre Michael Mann, Scorsese y Ferrara filmando una de gangsters en Nueva York, el director belga Michaël Roskman le imprime a su segunda película ese aire turbio, denso, de personajes marginados que habitan los suburbios de la ciudad, esos mismos que aquellos grandes directores han sabido retratar. Hablamos del peligro que acecha en las calles fantasmagóricas, sucias y humeantes, donde la traición es moneda corriente y los enemigos pueden estar en cualquier lado. El guión, a cargo de Dennis Lehane, quien además es el autor de la novela en la que está basada la película y escritor de otras obras que ya han sido adaptadas al cine como Río Místico, Desapareció una Noche y La Isla Siniestra, mantiene un ritmo pausado sostenido por una gran tensión subliminal que puede percibirse -en mayor o menor medida- en todas las escenas. Llegando al final, explotará inevitablemente y de manera muy scorsesiana con ecos de Un Maldito Policía de Ferrara. Roskman construye en su salto a Hollywood una tensión que irá in crescendo hasta volverse asfixiante, a partir de la sensación de peligro constante que crea en el espectador valiéndose principalmente del montaje para generar suspenso y dilatando el tiempo (sobre todo de una escena clave con un final muy violento). El director belga no le escapa ni le teme a la violencia explícita y algo que comienza como un relato enmarcado por la Navidad, se irá gradualmente transformando en una verdadera pesadilla que desatará una vorágine de sangre pero sin llegar a regodearse. El desarrollo del personaje de Tom Hardy -en una interpretación precisa y contenida- y su transformación a lo largo de la película, es algo realmente fascinante de ver. El actor británico cambia de acento para interpretar a un barman que trabaja para el dueño de un bar (James Gandolfini) manejado por gangsters chechenos, quienes lo utilizan como lugar de tránsito y lavado de dinero. Si bien mantiene una estructura clásica, el film se permite algunas digresiones narrativas, dejando por momentos a un lado el conflicto central y explorando con una libertad renovadora otros aspectos de la trama. Un noir que se debate entre un tono seco y distante con actuaciones parcas, típicas de un policial setentoso, y el sentimentalismo justo y necesario. La Entrega se ubica entre un registro casi impersonal de lo que sucede y la identificación con los personajes, en un juego donde todos tienen algo que ocultar y nosotros por descubrir. Oscura, intensa, llena de dualidades y posibilidades.
El director peruano vuelve con una propuesta parecida a Chicha tu Madre en cuanto a la convivencia de diferentes culturas y su visión de la condición humana. Su trabajo anterior y éste comparten el tono dramático bajo las capas de humor esporádico, pero el fuerte de Planta Madre -filmada en Iquitos y Buenos Aires- se concentra en los flashbacks del rockero argentino Diamond Santoro en su juventud, y la relación con su -ahora fallecido- hermano/ compañero de banda y con Pierina, el otro vértice que conforma el triángulo amoroso. La música funciona como punto de partida de esta historia, la de un rockero acabado que, mediante el pasaporte de su hermano, decide viajar a Perú para alcanzar la paz interior, sanar las heridas de un pasado inconcluso y cerrar un proyecto que ha quedado trunco. Quattrini plantea la selva como espacio fundamental para exorcizar los demonios y encontrarse con uno mismo en medio de un periplo lisérgico. Esta coproducción entre Perú, Italia y Argentina es un collage místico que mezcla la cumbia peruana con el rock argentino en una road movie con persecuciones, narcos, una historia de amor y el cruce de culturas en un viaje que tiene como objetivo lavar culpas y dolor, dejándonos la sensación de haber vivido una experiencia transformadora.
Apocalypse Now. Exhibida dentro de la Sección Competencia Argentina del 15° Bafici, la ópera prima de Estanislao Buisel -realizador de los cortometrajes Porteros y Tenis, también vistos anteriormente en el Bafici- cuenta la historia de Julio, interpretado por el talentosísimo y versátil Julián Larquier Tellarini, un adolescente que trabaja en una librería. Pero lo que quiere, más que nada en el mundo, es hacer una fotonovela de ciencia ficción con su amigo Lucas (Julián Tello, compañero de banda de su tocayo en la vida real y en escena en la obra de teatro Los Talentos), inspirada en revistas pornográficas en blanco y negro con enormes fotografías y minúsculos textos y ambientada en una Buenos Aires apocalíptica que pareciera salida de Fase 7, pero en vez de estar inmersa en una epidemia, la ciudad se encuentra bajo una seria crisis de gas. Contada mediante intertítulos que ordenan cronológicamente el relato, Barroco está concebida como una gran cadena de causa-consecuencia en la que cada escena diaria posibilita la acción de la siguiente, construyendo de esta manera el relato. Un relato de iniciación, como lo era la obra de teatro co-dirigida por el que aquí es uno de los guionistas de la película y compañero de trabajo de Julio en la pantalla: Walter Jakob o “Poe”, como lo apoda el protagonista por su parecido con el escritor. Sucede que la ópera prima de Buisel tiene varios puntos en común con Los Talentos. Además del más obvio y ya mencionado, ambas comparten los mismos protagonistas y en papeles muy similares -personajes nerds intelectuales, algo torpes e inocentes y también adorables- con la diferencia de que aquí no parecen titubear cuando de acercamientos al sexo opuesto se trata. Pero por sobre todos esos detalles, obra de teatro y película se sumergen hasta el fondo del océano turbio que es ese universo adolescente de la inexperiencia, el deseo, la torpeza y las nuevas búsquedas, los comienzos. Así como Los Talentos era una obra tan tierna como compleja en la que Larquier y Tello ya demostraban que podían sostener el nivel de intensidad que ésta les demandaba frente al público, superando minuto a minuto la dificultad de sus extensos y exhaustivos parlamentos y manteniendo en todo momento el carácter lúdico de sus personajes y de la obra, Barroco trabaja la puesta en escena como un juego conformado por varios juegos; robar forma parte de ese desafío. Porque Julio no roba por dinero, roba por la aventura. Es un personaje que, a diferencia de los demás, no piensa en el futuro; es puro presente y ganas de lanzarse a la vida como si formase parte de Las Aventuras de Tintín, sin importarle demasiado las consecuencias. Por eso le interesa tanto la fotonovela y tan poco su trabajo, cuyo objetivo es simplemente pagar las cuentas. Lo que sucede es que Barroco es un fotomontaje en sí mismo, que comienza a moldearse a través de varios pedazos (situaciones, fotos e ideas que disparan los personajes) unidos con Plasticola, que se van sumando para construir una identidad propia y un estilo visual muy ecléctico, pero sin ocultar su sencillez, hasta volverse orgánico. En algún lugar en medio de la historia de iniciación y de esa fotonovela apocalíptica que se convierte en una película dentro de la película, se cuelan declaraciones de amor a músicos, partituras, escritores, directores, películas, historietas y fotonovelas, claro. Si esta comedia extraña que es el debut cinematográfico de Buisel logra que su relato genuino y su frescura se sostengan durante todo el metraje, es en gran parte gracias a sus actores principales: los talentos de Los Talentos (dirigida Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu, casualmente amigos desde la adolescencia) y dupla artística en cualquier escenario local; actualmente tocando en vivo con la banda de rap que fundaron bajo el extraño (escrito con una V en vez de una U) pero por otro lado tan lógico nombre de “Jvlian”. Larquier y Tello se juntan y se potencian hasta sacarse chispas; no le tienen miedo al desnudo completo ni al amplio abanico de disciplinas artísticas en las que incursionan. Como seres anacrónicos y extensiones de sus personajes en los libretos, este par de artistas todoterreno en plena ebullición está comenzando a pisar fuerte en el teatro, en la música y en el cine argentino. Expertos del timing de la comedia, carismáticos y versátiles, hipnotizan con sus personalidades superpoderosas dentro y fuera de la pantalla y con la sensación de que son capaces de hacer cualquier cosa que se propongan. Para cuando termina Barroco, cierta incertidumbre queda flotando en el aire; un final abierto y una fotonovela terminada, pero por sobre todas las cosas, nos deja la apreciación de un cine argentino fresco, genuino, ingenioso y arrojado que encuentra nuevas formas de contar una historia y nuevos rostros que esperan ansiosos por ser aún más explorados.
Los indestructibles. Siguiendo el homenaje a las series policiales ochentosas (como Comando Especial, claro está), Comando Especial 2 arranca con un “previously on” de algunas escenas memorables de la película anterior, para continuar con una secuencia inicial en la que los maestros constructores Lord y Miller demuestran la enorme capacidad de precisión narrativa (cómica y dramática) que los caracteriza, sin subestimar jamás a su público y siempre ampliando y explorando todas las posibilidades que ofrece la comedia. Al igual que La Gran Aventura Lego (un antes y un después en la animación, en la comedia y en el mundo), Comando Especial 2 es también un gran patio de juegos. Al ser una película puramente lúdica, la pareja explosiva Hill/ Tatum asume el rol de dos legos policías sueltos dentro de esa fantasía de colores que es la cabeza de Phil Lord y Christopher Miller, dos expertos en juguetes, en jugar con ellos y dejarles lugar para crear su propio juego, mediante bloques interconectados de los que se apropian para inventar un universo con sus propias y disparatadas reglas. Pero los directores no sólo se apropian de los códigos dentro de los subgéneros de la comedia (la buddy movie, buddy cop, el slapstick o el bromance, por nombrar algunos) o del cine de acción, sino también de la parodia autoconsciente de su condición de secuela: a partir de ello, la película requiere de la complicidad del espectador que (recontra) conoce y reconoce las fórmulas utilizadas por las secuelas de la factoría Hollywood una y otra vez. Lord y Miller son tan inteligentes que admiten desde un comienzo que la película es un producto innecesario e incluso igual al anterior. Lo hacen a través del Capitán Dickson, cuando tonto y retonto vuelven a la Iglesia para una nueva misión: “Hagan lo mismo que la última vez y todos estarán felices”, les dice; y Jesús vietnamita mediante, esto será así de manera tan literal que la película compartirá con la anterior algunas líneas idénticas de diálogo. Acá no hay una búsqueda de originalidad en relación a la primera, más bien todo lo contrario; se trata de rastrear lo viejo (como anteriormente en Comando Especial, a partir de un producto preexistente) y adaptarlo, siendo conscientes de esa operación. Pero en esta comedia desaforada y explosiva cual cohete marca ACME, lo único que importa es el bromance entre Schmidt y Jenko; que se siente más genuino que el de cualquier bodrio romántico para teens que haya protagonizado Tatum junto a su coestrella femenina de turno. Lo que hacen Lord y Miller es poner todo el tiempo en evidencia eso que solía aparecer en forma de subtexto dentro de las buddy movies: la relación amorosa entre la pareja de camaradas. Hill y Tatum funcionan y se fusionan de una forma que explota y se potencia cuando ambos comparten la acción en el plano. Pero el que más se luce es, sin duda, Channing Tatum, quien ya había demostrado en Comando Especial que podía convertirse en un gran comediante. Pero aquí esto es llevado aún más allá que en aquella excelente primera parte; como cuando al comienzo intenta fingir un acento. Su personaje es la combinación perfecta entre la versión stripper de un Ken y un osito cariñosito. El gran cambio en esta secuela es el ritmo, el cual trata de sincronizar la acción con la comedia. Los chistes (a pesar de que no todos funcionan igual de bien) se estrellan en nuestras frentes a una velocidad cartoonesca comparable a la de los Looney Tunes y hacen de esta comedia lisérgica uno de los mejores estrenos del año. Además de ser sumamente física, explotando hasta las últimas consecuencias las diferencias entre los dos cuerpos, como lo hizo en la primera cuando mostraba en ralentí la agilidad con la que Tatum saltaba un sillón en medio de una persecución, seguida por la torpeza de Hill. Si todo esto les parece increíble, prepárense para el final porque, como rezaba la canción de La Gran Aventura Lego: “Todo es increíble”. Cada ser humano debería tener -en forma de calendario pegado en la pared de su habitación- las disparatadas imágenes que aparecen en los créditos finales más hermosos del mundo. Una mejor que la otra, esta serie de pósters -y paro acá para no spoilear- incluye una de las apariciones más graciosas de toda la película. Ya sea en cualquiera de las infinitas alegrías que podría darnos la saga, en formato de animación o de videojuego, obviamente no cabe ninguna duda de que quisiéramos verlas todas.
Pecado (no tan) original. Como si fuese un ciudadano más de Sin City, Robert Rodríguez comete todos los pecados existentes y más, como director de la secuela que esperó nueve años para ser estrenada, engolosinándose con la lujuria que le genera su propio ejercicio visual, dejando entrever una notoria pereza a la hora de resolver las situaciones dramáticas y con una soberbia que le impide anteponer las necesidades del relato por sobre las propias. Si la primera entrega funcionaba casi una década atrás -en parte- gracias a haber actuado como una transfusión de sangre en el anémico cuerpo de gran parte del cine de superhéroes de aquel entonces, la secuela ya no posee el mismo efecto. Ahora solamente se contenta con descansar sobre su anteriormente logrado y asentado estilo visual: el hiperestilizado blanco y negro fusionado con los escenarios digitales en post, reservándose el color para algún detalle o personaje que según Rodríguez merezca destacarse pero sin ningún otro criterio más que el del capricho, remarcando algunas veces sí y otras no la sangre, los ojos o los labios de alguna de sus femme fatale. La película se siente como el aire viciado del humo de todos los cigarrillos de la ciudad y como una prótesis facial más en el rostro de Mickey Rourke. La verdadera diversión pareciera ocultarse debajo de aquello que su director oprime dejando un gran vacío a nivel relato, oculto bajo la forma de un despliegue extremadamente preciosista de la imagen. Rodríguez parece manejar la trama como un director de cine porno, resolviendo algunas situaciones (como la historia de Johnny, el habilidoso y ambidiestro jugador de póker interpretado por Joseph Gordon-Levitt) de una manera demasiado simplista y desganada. Ahí donde por el año 2005 había tejido las relaciones entre los habitantes de la que podría ser una Nueva York filmada por Ferrara o Scorsese, ahora se posa un agujero narrativo del tamaño del portal abierto por Loki en Los Vengadores. Las versiones tridimensionales de Sin City podrían ser vistas como una suerte de reciclaje de una novela de Jim Thompson, violentamente oscura, donde en vez de héroes hay personajes al límite, y -algunos más, otros menos- corruptos. Pero la traducción literal -porque no es una adaptación- que hace Rodríguez cuadro por cuadro del cómic de Frank Miller, está fuertemente apoyada en los diálogos, que son exactamente los mismos que los del guionista y dibujante. El problema surge cuando esos diálogos, que se acoplan de manera tan natural y armoniosa en el universo del cómic (con su propia lógica interna), no logran articularse de la misma manera en la película y ocupan el lugar de otro truco de magia, uno muy atractivo y melódico para nuestro oído que en esencia no resulta suficiente para sostener toda una película. A propósito de esto y para colmo, el mariachi de Texas desperdicia la posibilidad de haber trabajado en profundidad una estructura narrativa cercana a la de Tiempos Violentos (en cuanto a la alteración de la cronología, personajes que están muertos pero reaparecen más adelante) que al modelo clásico. En conclusión, la sobrecarga de hemoglobina y miembros esparcidos sumado al abultado desfile de mujeres armadas y encueradas con más testosterona que un Indestructible (pero que a diferencia de estos, no dejan nada librado a la imaginación), termina jugándole en contra por acumulación y se convierte en un relato, además de monocromático, monótono. Aunque una buena dosis de pecado directo a la vena del mainstream nunca está de más.
Al caer la noche. No hay dudas de que Pablo Fendrik es un animal de cine. Ya lo había demostrado con El Asaltante, su ópera prima, seguida por La Sangre Brota. Ahora, su tercer largometraje lo convierte definitivamente en uno de los realizadores más interesantes de nuestro país. El Ardor mantiene esa urgencia por filmar que Fendrik ya mostraba en su primera película -y que ya forma parte de su marca autoral- con la utilización de una cámara en constante movimiento que cumple la función de ser casi la sombra de sus personajes. Fendrik también recurre a la falta de justificación argumental en determinados momentos, que lejos de ser baches de guión, funcionan como un elemento que nos lleva a reflexionar sobre lo que estamos viendo. Es ahí donde aparece la sutileza del director para contar un relato casi exclusivamente a través de la imagen. Porque Fendrik tiene esa capacidad, la de narrar a través de acciones en vez de recurrir a diálogos explicativos. Si bien se pueden encontrar varias diferencias -tanto argumentales como de puesta- entre sus películas, cada una de ellas está atravesada por una coordenada en común: la visceralidad con la que se cuenta el relato y el modo en el que se manifiesta. La crudeza de La Sangre Brota, la percepción del tiempo en El Asaltante, la adrenalina, la construcción de la tensión y la estilización de los encuadres por más urgentes que parezcan. Solo que ahora, Fendrik cambia el paisaje urbano por la selva misionera cuya hostilidad le permite convertirla en el hábitat ideal y natural para estos personajes -mercenarios principalmente- que hacen de la caza un instrumento de supervivencia, ya sea matando animales u hombres asumiendo el rol de depredadores nocturnos. El momento en el que hay que estar más atento es cuando cae la noche. El riesgo y el miedo a ser cazado aumentan y se expresan a través de una cámara que adopta las características de un ave rapaz, metiéndose de lleno en el corazón de la selva mientras sobrevuela al ras de cada hoja, cada bicho, cada gesto, movimiento y cada milímetro del cuerpo de sus personajes haciendo de la piel, un personaje en sí mismo que vemos con una lupa para poder apreciar todas las características -los poros, las marcas, si es tersa o áspera- y sensaciones captadas por el mayor órgano del cuerpo humano: el sudor, el deseo, el tacto. Fendrik pone en escena a la piel como una herramienta esencial de expresión, en un film en el que la respiración de un cuerpo a través de un vestido floreado es una presa siendo observada por un cazador, que se camufla entre las hojas hasta dar el salto mortal sobre su víctima. Y si hablamos de cazadores, no podemos dejar afuera a la presencia, mística y corporal, de una de las figuras más imponentes del film (no por nada Fendrik le concede varios planos), la del yaguareté: un excelente nadador cuya técnica para cazar es el acecho, culminando con un salto inesperado y un mordisco letal. Por eso cuando vemos por primera vez al Kaí de Gael García Bernal -un animal tan enigmático como ese felino carnívoro- emerge del agua camuflándose como si formara parte de la flora y fauna del lugar. La única justificación de su aparición la da una placa antes de los créditos iniciales, sentando las bases del carácter místico y de leyendas ancestrales (como invocando al espíritu de Indiana Jones y el Templo de la Perdición) que empapará todo el film. Pero eso es todo lo que la película necesita poner en palabras. El resto se da de una forma tan natural como la sensación con la que nos vamos de la sala, sabiendo que Fendrik es lo suficientemente solidario como para dejar que el espectador haga el recorrido por sí mismo. Esa solidaridad es la que además le permite exprimir a un actor como Gael García Bernal, que no habla a través de sus líneas de diálogo; se vale del cuerpo y la mirada. Todo se siente natural en El Ardor, un film en el que prevalece el instinto por sobre lo sentimental, en la que cada elemento cumple su función para que este gran cuerpo que es la película, cobre vida: la fusión perfecta entre la simplicidad argumental y la estilización visual, sumado al talento actoral y el de Fendrik para narrar con lo justo y necesario, ayudan a crear una atmósfera tensa que va in crescendo hasta llegar al clímax en medio de un épico duelo que combina lo mejor del western tradicional con elementos del spaghetti (una violencia más marcada, una puesta en escena minimalista). Y no se queda con eso. Todavía se da el lujo de agasajarnos con un banquete de planos spielbergianos donde los rayos de luz natural atraviesan la densa vegetación, como un verdadero cowboy.
Fantástico Sr. Szifrón. “Somos animales salvajes”, le dice la señora Fox a su esposo, el elegante y astuto zorro, periodista de día y ladrón por las noches, cuando su naturaleza salvaje se apodera de él, en esa virtuosísima película llamada Fantastic Mr. Fox. Así como el Sr. Fox se resistía a su naturaleza que lo condenaba a vivir toda su vida en una madriguera, los protagonistas de cada una de las historias que conforman Relatos Salvajes también tendrán dificultades para sortear los problemas a los que los enfrentará la vida y se rebelarán contra ellos. Sólo que no lo harán robándole gallinas al vecino, sino de la forma más atroz y salvaje posible. Porque los personajes de Szifrón actúan como animales acorralados, contenidos; animales que han sido forzosamente domesticados para vivir en sociedad pero que no podrán ocultar por mucho tiempo el impulso de un instinto que sigue latente y los catapultará hacia una vorágine de violencia sin retorno, dejando en evidencia -un poco como lo hacía Anderson- el desencanto hacia el género humano. Concebidas como si fuese un espectáculo conformado por diferentes números uno atrás del otro -dicho por el propio Szifrón-, estas historias breves comparten cierto carácter de cine catártico con Los Indestructibles, en cuanto al placer que genera en nuestras mentes la fantasía de perder el control aunque sea por unos segundos y dejarse arrastrar por ese derrotero de violencia y destrucción que acontece ante nuestros ojos para engullimos felizmente como animales salvajes. En medio de esa jungla que es la pantalla grande, Szifrón va encontrando historia tras historia el equilibrio narrativo para llevar a cabo su misión, alternando dos mecanismos igualmente válidos: a veces le sirve un plan estratégico -todos los artilugios del guión están milimétricamente calculados- y otras prefiere recurrir a la vieja usanza, aplicando la fuerza bruta y todo el arsenal que tenga a mano, a la manera de Los Indestructibles y sus secuelas. Como todas ellas, Relatos Salvajes arranca de manera explosiva, llevándose todo por delante con el prólogo anterior a los créditos iniciales -muy ingeniosos, de hecho- y cada historia viene a recuperar esa violencia física del enfrentamiento cuerpo a cuerpo, de un modo que se siente crudo y realista, pero que nunca pretende pecar de solemne o tomarse demasiado en serio. Su única pretensión es la más básica: hacernos fantasear con el deseo de realizar aquello que no podemos pero nuestros héroes sí y sin ningún tipo de moral o pensamiento ético que los detenga. Szifrón, que sabe lo que quiere y lo que queremos, nos permite explotar a través de la pantalla, pero con la ventaja de no sufrir las consecuencias que tendría hacerlo en la vida real. Y ese estallido de violencia que en un comienzo se encuentra implícita, reptando por debajo de lo que sucede en la superficie del relato, se acerca a la representación de la violencia en Scorsese (casos como Taxi Driver, Calles Salvajes, Buenos Muchachos) que funciona como una olla a presión hasta desbordar de forma repentina y caótica. La violencia como una hipérbole de sí misma que coquetea con el grotesco y apuesta a la ironía y el humor negro, pero que a pesar de ser exacerbada y desmesurada no pierde su verosímil ni deja de ser un reflejo de la realidad. El zorruno Szifrón -animal que él mismo se adjudica en los créditos- abandona su madriguera, luego de diez años recluido, para enfrentar su proyecto más arriesgado con respecto a la industria local. El guión, preciso, oscila entre instantes en los que reímos y otros en los que no sabemos si reír, qué hacer o sentir, generando una cierta incomodidad -en clave Monty Python-, auscultando nuestras posibles reacciones y haciéndonos parte de ese grotesco último acto donde se juega todo, y por supuesto, también nuestro morbo. En plena era digital y de corrección política, Szifrón regresa erguido, acompañado por su troupe de héroes populares en el reparto y la libertad de un “Indestructible”: quizás fuera de moda y no apto para almas sensibles, pero más vivo que nunca.