Directo al corazón Ant-Man es la propuesta más arriesgada de Marvel hasta la fecha, por el desafío que implicaba adaptar a un superhéroe que a nivel de popularidad no juega en la misma liga que Los Vengadores, Iron Man o Capitán América. Es también una película mucho más pequeña y discreta que las demás kaijus a las que nos tiene (mal)acostumbrados la fábrica de superhéroes. Pero esto no quiere decir que por no precisar de rimbombantes secuencias de acción –como sí la fallida Los Vengadores: La era de Ultrón– sea menos interesante, sino todo lo contrario. El encargado de la complejísima tarea de llevar a pantalla grande la historia de un hombre que se encoge y aumenta su tamaño con un traje creado por un científico loco, y que comanda con su mente a un ejército de hormigas para derrotar a otro chiflado con un traje similar, es Peyton Reed, un director igual de discreto sin películas malas en su historial. Gracias a su capacidad para hacer más con menos y a la colaboración de los cuatro enormes guionistas, Marvel logra su película más humilde en años, aquella que no pretende arrasar en la taquilla mundial y con la que otra vez ha podido sacar adelante un proyecto con personajes tan particulares como protagonistas, consiguiendo uno de sus films más sólidos desde Guardianes de la Galaxia. De hecho, Ant-Man se le parece mucho en encanto y originalidad, y ambas nos transportan como si fuésemos viajeros en el tiempo a esa época en la que las películas tenían que presentarnos a cada uno de los superhéroes mientras descubrían sus poderes por primera vez y que luego irían integrándose a otros universos para acoplarse a una maquinaria aún mayor. La película del superhéroe menguante es pequeña pero sin embargo no pasa desapercibida: precisamente, sorprende por introducirnos en un mundo microscópico en tiempos en los que la épica pareciera haber quedado definida solo por conceptos monumentales en los que prácticamente ya nadie recuerda los peligros cotidianos a los que se tenía que enfrentar el protagonista de El increíble hombre menguante. Lo nuevo de Marvel ofrece, además, uno de los más minimalistas y poderosos clímax, impensados en el mainstream más reciente, remitiéndonos a un espíritu lúdico que el cine de superhéroes actual, cada vez más cargado de una solemnidad que no admite lugar para las risas, parecía haber olvidado. Ahí viene a filtrarse la película de Reed, que no pretende ser lo impostada y grandilocuente que es Interestelar ni recrear el cierre filosófico del clásico de Jack Arnold, sino que va directo a lo suyo: la comedia. Los aportes de Wright se hacen visibles sobre todo en la secuencia de acción final y en los pequeños grandes comic reliefs de Michael Peña. El dream team conformado por los guionistas y el director entiende los mecanismos y el timing de la comedia a la perfección, por eso la película se mueve en tonos medianos a nivel acción pero tiene un encanto y una emoción genuina no vistas desde que los Guardianes de la Galaxia, nos robaron el corazón con su gozosa libertad, su paleta de colores y su “Awesome Mix Tape Vol 1?. A fuerza de puro cine, tanto la película de James Gunn como esta, reducen a tamaño microscópico aquellas ridículas declaraciones hechas por Iñárritu en las que tildaba de “genocidio cultural” a las películas de superhéroes, tratándolas de “básicas y simples” con “explosiones y mierda que no habla para nada de lo que significa ser humano “. Bueno, Ant-Man es la prueba más fehaciente de que el cine de superhéroes puede hablar mucho más sobre lo que significa ser humano que la canallada con pretensiones intelectuales, profundas y filosóficas que es Birdman, donde la torpeza, la escasez de ideas y la obviedad más alarmante le impiden a Iñarritu ver más allá de su propia arrogancia y darse cuenta de que son sus películas las que pecan de mucho ruido y poco cine. Lo que importa es que por mal que le pese al director mexicano, y para alegrar los corazones de los que amamos el verdadero cine, ese que no distingue entre bajas y altas culturas, el círculo se ha cerrado con algo grande y diminuto a la vez: la nueva fórmula de Marvel, tan eficaz como la de las Partículas Pym.
Volver al futuro Alan Taylor –director de la grandiosa Thor: Un mundo oscuro, secuela que se libera de la solemnidad de su antecesora como si se quitara un cinturón de castidad dentado a lo Mad Max: Furia en el camino– es el responsable de la quinta entrega de Terminator, película que también vuela libre y se toma unas cuantas licencias (como la alteración de los eventos vistos en todas las anteriores), algo que siempre parece desatar la furia de los fans o puristas de alguna saga de cómic, libro o videojuego. Sin embargo, y a pesar de haber sido destrozada por la crítica estadounidense y por gran parte de la nuestra, Terminator Génesis muestra un gran respeto hacia el universo creado por James Cameron, por más que intente despegarse de él para actualizarse según los tiempos que corren. Hay quienes estarán más o menos contentos con el resultado, pero no podrán decir que es una repetición de lo ya visto anteriormente (dado que altera la línea temporal de la original, aunque sin contradecirla) o una copia de sus predecesoras. Uno de los mayores riesgos que asume la película es a la vez su mayor acierto: sumergirse en el pantanoso (y peligroso) mundo de los viajes en el tiempo sin temerle a los baches, errores o contradicciones que esto pueda generar en el camino; después de todo, ninguna de las entregas anteriores está exenta de alguna que otra incoherencia narrativa. Pero la valentía de Taylor –director de series de televisión antes que de cine– no termina ahí, también se anima a introducir por primera vez a John Connor como villano. La nueva Terminator, al igual que Mundo Jurásico, es mucho más grande, ruidosa y excesiva que sus antecesoras, a las que les guiña el ojo proponiendo una variante que no pretende superar lo hecho antes. La de Taylor y la de Trevorrow son películas tan conscientes de la importancia de sus primeras entregas que durante la primera mitad de sus metrajes habitan literalmente los acontecimientos sucedidos en ellas. En uno de los grandes momentos de Génesis, donde se reconstruye digitalmente el comienzo de la primera Terminator, el cyborg “viejo pero no obsoleto” que interpreta el siempre carismático e imprescindible Arnold mantiene una memorable pelea con su versión 1984 de un Ken con anabólicos. Lo que sigue son nostálgicas autorreferencias, simultáneas líneas temporles, vueltas de tuerca y esporádicas apariciones del gran J.K Simmons, que hace de un policía devenido en un obsesivo investigador de casos de robots que viajan en el tiempo. Como una pieza de museo clásica y contemporánea a la vez, la quinta película de la saga les dice a los puristas: “Hasta la vista, baby”; no hay dudas de que volverá para reescribir el pasado y seguir alterando el futuro del cine mainstream actual.
Esto no es un film Así como Intensamente puso en evidencia que en Pixar también pueden escasear las ideas, el spin-off de Mi villano favorito va por el mismo camino y está muy lejos de ser una gran película, si es que puede decírsele a eso película, ya que el único motivo por el cual se plantea como un largometraje es puramente comercial. Minions apunta de manera directa y sin pudor alguno hacia el marketing dejando la calidad artística del producto de lado, como si no importara nada más que el “total tenemos a los minions en pantalla que es lo que vende”. La pantalla les queda grande y a cada minuto que pasa se hace más evidente la falta de contenido. De hecho, el propósito de Minions no es ser una película, sino una torpe acumulación de cortometrajes –que quizás funcionarían como tales de forma aislada– con el único objetivo de vender la mayor cantidad de merchandising posible, a la mayor cantidad de público posible. A diferencia de sus antecesoras, productos notables tanto a nivel visual como narrativo, la historia que rodea a estos cosos amarillos en su debut protagónico es muy pobre y poco interesante, por no decir de atractivo nulo. La villana de turno y su esposo –con voces de Thalía y Ricky Martin en la versión doblada y la única que podrá escucharse en las salas de nuestro país– son personajes tan narrativamente desamparados que dejan ver la desidia general hacia la creación de algo más o menos decente. Parte del encanto de los minions tenía mucho que ver con su condición de personajes secundarios, de brillantes comic reliefs. Sus apariciones en Mi villano favorito y su secuela eran una carta de amor a la comedia más pura y anárquica, al slapstick y al cartoon. Entonces, ¿qué es lo que falla ahora? Sucede que en esta ocasión su gracia viene con fecha de vencimiento, la cual caduca pasados unos minutos del comienzo de la película. Justamente, una de las grandes cualidades de la primera y la segunda Mi villano favorito era que no se agotaban nunca. Ambas películas mostraban un profundo amor hacia los relatos y una cuidadosa construcción del gag; no se trataba solamente de una situación atrás de otra sin ningún sentido más que provocar la risa por inercia en el espectador. El abuso de tiempo en pantalla de estos –alguna vez adorables– seres amarillos, les juega en contra y hasta logra despojarlos de su cualidad de queribles. Y si eso no les parece lo suficientemente terrible, el horror continúa: el amontonamiento de proto ideas escupidas como una máquina que lanza pelotas de tenis es tan atolondrado, básico y reiterativo que, en su afán por causar gracia, termina resultando aburrido y cansador. Sí, no parecía posible pero en su propia película, los minions aburren. Y la cosa sigue sin mejorar. A medida que avanza el metraje, los realizadores no parecen tener ni la más mínima intención de dotar a sus gallinas de los huevos de oro de alguna dimensión como personajes. La única motivación para sostener la película durante noventa y un minutos parecería ser exclusivamente la de seguir explotándolos como meros productos de merchandising. Incluso sucede algo que no pasaba en sus antecesoras: en esta ocasión, ni siquiera existe la posibilidad de empatizar con los pobres minions. Nacieron para ser actores de reparto y así deberían haberse preservado, en estado de gracia y empatía absoluta. Es una pena que, teniéndolo todo para convertirse en los más dignísimos herederos de personajes chuckjonesianos, hayan sido transformados en el reflejo de lo que pasa cuando la ambición de los estudios por recaudar a toda costa termina arruinando algo maravilloso.
Cuestión de tiempo Escribiendo de amor (cuyo título original, The Rewrite, le sienta muchísimo mejor a la historia que el desafortunado título local) es de esas películas medianas que cada vez tienen menos lugar en nuestra cartelera y que se encuentran, a medida que pasa el tiempo, siempre un poco más en peligro de extinción. El año pasado se estrenaron dos grandes comedias románticas, Sólo amigos? y ¿Puede una canción de amor salvar tu vida?, dos exponentes de las horribles traducciones locales de los mucho más precisos What if (o The F Word en Estados Unidos) y Begin Again. Ya entrado el segundo semestre de 2015, estaríamos en condiciones de afirmar que la misma tendencia que se viene repitiendo año tras año: cada vez se estrenan menos de estas películas. Y cuando aparecen, son vistas como rarezas, objetos extraños dentro del cine actual que parecen destinados al fracaso comercial. Marc Lawrence vuelve a dirigir después de seis años y realiza una película casi anacrónica dentro de la comedia romántica contemporánea. Así como Spielberg en 1993 decidió que ya hora de que alguien reviviera a los dinosaurios, Lawrence hizo lo suyo con la comedia romántica en sus tres películas anteriores y ahora con su cuarta colaboración con el ícono del género. Para eso, elige una puesta en escena sobria evitando caer en el sentimentalismo. Una de las razones por las que la fórmula (chico conoce chica y hay química entre los dos) funciona son los actores. Y cuando dos potencias del cine como Hugh Grant –a quien las arrugas le sientan cada vez mejor– y Marisa Tomei –pura fotogenia que ilumina todo plano en el que aparezca– se conectan, logran diálogos filosos a lo screwball comedy y un timing preciso sin necesidad de recurrir a otros elementos que no sean puramente cinematográficos para contar la historia. Justamente, lo interesante de la película pasa más por la forma en que se relata la historia que por los acontecimientos que se muestran. Ya sabemos lo que se viene pero Lawrence se las arregla partiendo desde los códigos y los lugares comunes del género para sostener nuestra atención durante todo el metraje. El carisma de Marisa Tomei (créase o no ya en sus ¡50 años!) enamora a Hugh Grant y también a nosotros al punto de no querer que se termine la película solamente para quedarnos un ratito más caminando a su lado en un día soleado. Con eso alcanza y Lawrence lo sabe, por eso uno de los grandes aciertos es la ausencia del beso final, porque estamos ante una película que no se ata al género y frente a un director que lo entiende a la perfección. Al igual que Letra y música, en la que el actor inglés vendría a ser el Keith Michaels de la música, Escribiendo de amor prefiere el bajo perfil y se mueve en un tono autorreferencial sin grandes pretensiones. La industria cinematográfica, al igual que el protagonista, se encuentra en medio de una crisis existencial y recurre cada vez más a resucitar sus épocas de gloria (reestrenos de clásicos, remakes y películas que reflexionan sobre el proceso de hacer películas) enfrentándose a la necesidad constante de reinventarse y de seguir buscando nuevas formas de sorprender al espectador. Siguiendo este camino, Lawrence se vale de la meta ficción para realizar una radiografía de la industria actual, además de elaborar una gran cantidad de guiños, citas (de Marty a Sentido y sensibilidad, con un plus si recordamos que Hugh Grant actúo en la adaptación filmada por Ang Lee) y uno de los momentos más cinematográficos y genuinamente emotivos de la película, en el que Keith le da play al video de su discurso de agradecimiento por el premio de la Academia a Mejor Guión en 1999 a su único éxito, y en un plano que un actor como Hugh Grant puede sostener, tenemos al personaje viéndose a sí mismo y casi de forma infiltrada entre todas las personas a las que les da las gracias, se cuela una alusión a su hijo, dato de su vida que ignorábamos hasta ese momento. Pero más allá de su cualidad informativa, la escena también adquiere un peso dramático porque en los mínimos gestos corporales del personaje se sugiere que los dos no se ven hace mucho tiempo. Para Lawrence la comedia romántica es cosa seria y se acerca a ella desde la autoconciencia; nunca en modo de parodia canchera. La transformación del protagonista alcanza momentos de profunda emotividad cuyo fuerte es la sutileza, la forma de contar lo que quiere contar confiando en el poder de las imágenes. Tanto es así que el director no reduce el universo de la ficción solamente a la efectiva dupla principal, sino que lo amplía a través de los personajes secundarios que, lejos de ser meros elementos de guion para rellenar espacios del encuadre, los complementan y tienen su propio desarrollo. Como esas películas que apuntan a emociones universales, aquellas que pasan casi desapercibidas, Escribiendo de amor viene a demostrar que, a veces, el cine es capaz de generar las emociones más genuinas y que, cuando lo hace, volvemos a comprender por qué nos gusta tanto.
Que el cielo la juzgue Cincuenta y cinco años después del estreno de la original, dirigida por Daniel Tynaire y protagonizada por Mirtha Legrand, llega la nueva versión realizada por Santiago Mitre y coproducida por Axel Kuschevatsky y el nieto de quien supo ser la Verónica Lake del cine clásico argentino. La nueva película del director que en 2011 sorprendió con su ópera prima consagratoria, El Estudiante, viene con mucho viento en la camiseta. Tras haber ganado como mejor película en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, se llevó el premio FIPRESCI de la crítica internacional y no resulta para nada extraño que, luego del sorpresivo éxito de crítica y de público que obtuvo su primer largometraje, La Patota sea uno de los estrenos argentinos más esperados del año. Sin embargo, hay algo en el remake homónimo del clásico de 1960 que no terminamos de entender, y es que Mitre se empeña en que odiemos a la protagonista, o al menos en que la segunda mitad de la película no estemos de su lado. Pero empecemos por el principio: el plano secuencia inicial muestra una discusión tensa y a la vez afectuosa entre Paulina, una abogada que decide abandonar su doctorado para irse a formar parte de un programa de ayuda humanitaria en Posadas como maestra rural, y su padre juez. Se trata de una escena en la que intentamos ponernos del lado de la hija, de empatizar con ella y con sus ideales, algo que más tarde ya no será posible, porque apenas pasados unos minutos del hecho traumático que le ocurre en el primer tercio de la película, se produce un cambio bastante brusco y de ahí en más, Paulina nos pone en un lugar bastante incómodo como espectadores: a medida que avanza el metraje la entendemos cada vez menos y nos distanciamos cada vez más. La Patota pertenece a ese grupo de películas que plantean más preguntas que respuestas. Por ejemplo, resulta extraño que un personaje cuyo único móvil pareciera ser su gran voluntad humanitaria, termine despojado de cualquier rastro de humanidad, anulando así la posibilidad de lograr una conexión o algún tipo de cercanía con el espectador, que va perdiendo la paciencia hasta el punto de querer zarandearla para que acepte lo que la propia lógica de su personaje le indica que debe hacer: buscar justicia. Las acciones de Paulina, cada vez más inexplicables y exasperantes, parecieran no coincidir con nuestras expectativas (ni con las que exige el relato), y el único justificativo que la película ofrece para intentar apaciguar nuestra falta de satisfacción justiciera es que ella diga: “Nadie que no haya pasado por esto puede entender cómo me siento”. A la imposibilidad de crear un vínculo entre el personaje y el espectador, se le suma otro problema que afecta seriamente la credibilidad del relato, sobre todo teniendo en cuenta que el director se toma el tiempo necesario para detenerse y mostrar a su protagonista realizándose los estudios médicos y escuchando atentamente las indicaciones de rutina luego de haber sido brutalmente atacada por la patota. Incluso le mandan hacerse un chequeo para descartar el contagio de enfermedades venéreas. Hasta vemos que le recetan pastillas para el dolor. Pero, ¿acaso nadie se detuvo a pensar que si se habla de una violación, debería plantearse como algo primordial la prevención del embarazo? ¿Cómo es que pasado un mes y medio de la violación, la noticia aparece como una sorpresa, tanto para los personajes como para el espectador, en una escena donde ella vomita mientras mantiene una charla con su novio? Sin embargo, este giro incomprensible tiene su coartada en una escena al comienzo de la película en la cual Paulina y su novio (Esteban Lamothe, esa bestia de cine contenida que no se deja encasillar en ningún rol), pasaban la noche en una camioneta y había un plano dedicado exclusivamente a mostrar el momento en el que el muchacho saca un preservativo para ponerse antes de consumar el acto en cuestión. Un plano absolutamente prescindible e innecesario que pretende validar ese embarazo “sorpresivo” a toda costa (re)marcando de la forma más anti cinematográfica posible la diferencia entre el novio y el violador. Y si entramos de lleno en el último tramo del metraje, cuando llega el momento en el que Paulina debe decidir si abortar o tener al bebé, las cosas se vuelven aún más confusas: en medio de una conversación padre-hija sobre el asunto, ella le confiesa que si el padre del bebé hubiera sido su (ex) novio, lo hubiese abortado. Mientras tanto, la abogada sigue convencida de tenerlo le pese a quien le pese durante lo que resta de película. Una película que está siempre atentando contra todo razonamiento lógico. El mensaje (la desigualdad de clases, la violencia como producto de la sociedad y asociada a la pobreza y varios etcéteras) termina anteponiéndose al relato –la prueba es que cerca del final la escena de la violación ha quedado completamente desdibujada y perdida en los enrosques y desajustes narrativos–, dejando en segundo plano la gran potencia fílmica de la película sin poder hacer más que plantearnos algunas objeciones. Más allá de todas las cuestiones mencionadas, que no son menores, la película cuenta con un notable manejo de los puntos de vista y saca adelante varias escenas con diálogos puramente discursivos que hubiesen resultado muy difíciles de sostener de no haber contado con los actores adecuados para hacerles frente.
Atrápame si puedes El desastre vuelve a ser protagonista del parque soñado por John Hammond y trae consigo al resto del elenco: los velociraptors, el Tiranosaurios Rex y los pájaros voladores. Todo más grande, más ruidoso y con muchos más dientes. También hay mucha más gente, más muertes y más espectacularidad acorde a los tiempos que corren. Hay que sorprender a los visitantes –para lo que se crea un dinosaurio alterado genéticamente– y la encargada del parque –esa barbie frígida que interpreta Bryce Dallas Howard– lo sabe. El director de Safety not Guaranteed –una película chiquita que hacía de los viajes en el tiempo su gran mcguffin para hablar de amor–, que hace su gigantosaurio debut en el mainstream, también es consciente de la necesidad de renovar para impresionarnos. Parque Jurásico fue, es y siempre será una experiencia más grande que el cine, de esas que traspasan la pantalla y que parecieran conservarse en el tiempo como aquel mosquito fosilizado que aquí reaparece. Una de las virtudes de Mundo Jurásico es que no intenta superar la maestría con la que Spielberg resucitó a los dinosaurios por primera vez. Y, en ese sentido, funciona más como una extensión del universo creado por el fundador de DreamWorks que como una mera secuela. Por eso, Trevorrow se toma su tiempo para asegurarse de estar haciéndolo bien y la primera mitad de la película baila al ritmo de los Triceratops: la presentación de los personajes es larga y de trazo grueso, casi como si fuera un peso que debe cargar para luego embestirlo con las escenas de acción posteriores. Estos grandes momentos luminosos llegan primero en pequeñas manadas aisladas para convertirse en cuestión de segundos en una estampida cinematográfica que, a partir de la segunda mitad, nos transforma en presas de la emoción que transmiten las imágenes para luego tragarnos hacia dentro de la pantalla. Trevorrow demuestra que sabe moverse en el terreno de la acción y, con la inteligencia y la rapidez de un Velociraptor, crea escenas memorables. Cómo olvidar la caza encabezada por Chris Pratt a lo Indiana Jones guiando a una manada de los veloces depredadores, la corrida final de una Bryce Dallas Howard desaliñada, sucia de pies a cabeza pero con los tacos puestos y sosteniendo una bengala mientras es perseguida por el Tiranosaurio Rex o un mano a mano entre el Tiranosaurio y la Indominus Rex, filmado como si fueran dos kaijus rompiendo todo a mordiscos y pisotones. Sí, es verdad que la película recicla una gran cantidad de elementos de sus antecesoras, pero Del Toro también lo había hecho cuando supo incorporar las tradiciones del mejor cine de aventuras (de la clase A a la Z) en Titanes del Pacífico para que volvamos a creer en el género. Bueno, Trevorrow tiene el sentido de la aventura bien aceitado. Entiende las reglas del juego y la diversión, por eso no se queda en el mero homenaje a ese universo que reaviva sino que se ubica en el punto justo entre el clasicismo y la autoconciencia, pero nunca en la canchereada, en la acción sin contenido o peor, sin emoción. Mundo Jurásico propone una experiencia similar a la que ya nos había invitado el director en su opera prima: un viaje en el tiempo con la carga emocional que supone semejante aventura; personajes a los que la nostalgia agarra desprevenidos y les hace recordar lo que es importante. Para Trevorrow lo que importa es el cine y lo defiende con uñas y dientes.
Los soñadores. Tomorrowland no está basada ni inspirada en una novela o cómic, no es una secuela, una remake, un reboot, un spin-off ni nada de eso. Tampoco es –ni pretende ser– una publicidad para vender entradas al parque de Disney del mismo nombre, creado en 1955. La nueva propuesta de la titánica compañía se presenta como un pequeño rayo de optimismo dentro del gigantesco abismo de agujeros negros e irrisorias filosofías existencialistas con pretensiones grandilocuentes (Interestelar), inteligencias artificiales que se rebelan contra sus creadores (Los Vengadores: La era de Ultrón), mundos posapocalípticos con sociedades distópicas (la notable El Planeta de los simios: Confrontación o la explosiva e imponente Mad Max: Furia en el camino) y una interminable lista que contiene las mil maneras de morir en el planeta Tierra filmadas por diversos cineastas hasta la fecha. Lo que viene a decirnos Tomorrowland es que nos hemos instalado en la resignación y el derrotismo; hemos aceptado y naturalizado nuestra propia destrucción y la del mundo, invocando de ese modo las catástrofes que nos extinguirán. La quinta película del increíble Brad Bird nos habla desde una visión romántica y sesentosa del progreso –por más ingenuamente utópica que pueda parecer– y tiene más de una cualidad que la convierte en un producto notable. Cada escena es una genuina exaltación de la belleza de la tecnología y de las maravillas que pueden crearse a partir de nuestra imaginación, traducida en un fascinante desfile de gadgets –a cada cual más disparatado y alucinante– dignos del más clásico agente 007 y androides que están más cerca de ser Barbies y Kens que de pertenecer a la Matrix. A medida que avanza Tomorrowland, el tono marcadamente naif –y profundamente cinéfilo– comienza a mutar en algo muchísimo más ambicioso: dos primeros tercios sublimes tanto a nivel narrativo como visual, dejando escenas para el recuerdo como la secuencia de escape en clave Mi pobre angelino, la fantástica pelea joedantesca en el local-paraíso de los nerds, el improvisado lanzamiento de un cohete desde la Torre Eiffel o el vuelo en jet-pack donde alcanza uno de sus puntos más altos la acertada música de Michael Giacchino, quien compuso las bandas sonoras de algunas grandes películas de los últimos años como Ratatouille, Misión Imposible: Protocolo Fantasma, Super 8, Star Trek: En la Oscuridad, El destino de Júpiter y la próxima a estrenarse Jurassic World. Tomorrowland es, en sus formas, una película de otros tiempos. Un puente entre el cine de aventuras de corte clásico y el actual, un oasis de emociones genuinas que parecerían corresponder a un futuro, pero como lo imaginábamos en el pasado. Un pasado en el que existían las mochilas propulsoras y los viajes al futuro, las búsquedas del tesoro, las arcas perdidas, los santos griales y las películas de zombies en Súper 8. Y Brad Bird, un cineasta de herencia spielbergiana, ya ha dejado evidencias tanto en el mundo de la animación como en el de la acción en vivo de su talento para conjugar el cine de aventuras de los años ochenta con los efectos especiales, las inquietudes y las necesidades propias del cine de estos tiempos. Además, como si todo esto fuera poco, se permite tomar riesgos y plantear situaciones poco comunes en el cine más mainstream actual al anular la posibilidad de una subtrama romántica y dar comienzo al relato con un personaje dirigiéndose al espectador en una extensa escena. En El Destino de Júpiter –último opus de los hermanos Wachowski–, el relato nos seducía, nos divertía y nos interesaba de una forma en la que muy pocas películas recientes lo han logrado. Con Tomorrowland sucede algo parecido. Únicamente pierde algo de fuerza en el último tramo, cuando su discurso se vuelve explícito en un monólogo a cargo de Hugh Laurie que resiente el ritmo con el que venía el relato hasta ese momento. Aquí no hay una escena en la que falten la sorpresa y la acción –uno de los montajistas es Walter Murch–, además de contar con las destacables actuaciones de Raffey Cassidy como una Hit Girl robótica que derrocha empatía, y de Britt Robertson (Casey) que desplaza felizmente a George Clooney hacia un segundo plano desde el que se luce sin canchereo pero con la dosis justa de carisma. Tomorrowland vuela por encima de sus defectos y Brad Bird vuelve a demostrar su extraordinaria capacidad para emocionar, sea cual sea el género en el que se mueva. Los soñadores que tengan la capacidad para adentrarse en este maravilloso universo con la mirada de un niño, no querrán salir jamás.
The show must go on Tim Burton lleva unos cuántos años intentando reencontrarse a sí mismo, algo que había logrado después de sus últimos traspiés (Alicia en el país de las maravillas y Sombras tenebrosas) con Frankenweenie, ese hermoso altillo de juguetes donde la fantasía y la imaginación se dan un tierno beso en blanco y negro. Las primeras imágenes de su última creación remiten a un motivo visual omnipresente en su filmografía: la producción industrial en serie, ya sea de galletas en forma de corazón (El joven manos de tijera), chocolates de todas las formas, consistencias y colores que un niño pueda imaginarse (Charlie y la fábrica de chocolate) o los pastelitos de Mrs. Lovett (Sweeney Todd). En esta ocasión, se trata de reproducciones de Margaret Keane y sus niños con ojos tan grandes y redondos como perfectos panqueques. La mala noticia es que el cine de Burton también se ha convertido –estos últimos años– en una producción en serie, una galería interminable de estereotipos grotescos y cansinos en sus reiteradas apariciones. Una de las cuestiones más evidentes de Big Eyes es la ausencia de los actores fetiches de Burton. Acá no está Johnny Depp, pero está Christoph Waltz, por momentos tan teatral como verdaderamente terrorífico, aunque no se trate más que de otra versión de un personaje que tranquilamente podría haber sido interpretado por el actor mimado de Burton. La buena noticia es que veinte años después de Ed Wood, el eterno científico loco recurre otra vez al biopic para reflexionar sobre la autoría y la creación. Su última película no es menos personal que Ed Wood, pero sí menos brillante. Muchísimo menos. No desde lo formal, un aspecto en el que se acerca al tono cromático de El gran pez o Marcianos al ataque, donde reflejaba el universo kitsch de los años 50. De hecho, al inicio nos muestra una pastelosa San Francisco de casas idénticas y bajitas con ecos del suburbio-maqueta representado en El joven manos de tijera. Lo que convierte a Big Eyes en una película tan desproporcionada como la fisionomía de los niños pintados por Keane es la incapacidad del director para contener a una fuerza de la naturaleza como Christoph Waltz –y la pantomima pasada de rosca del juicio final–, lo que provoca un gran desajuste en el tratamiento de los personajes. Margaret, la verdadera, tiene todo para convertirse en un personaje bigger than life en la pantalla grande, pero Burton conspira constantemente para hacerla pedazos. La construcción de su figura queda relegada de tal forma que los guionistas debieron recurrir a un diálogo que explicara por qué se dejó someter de esa manera por su marido durante tantos años, en vez de buscar la forma más cinematográfica para expresarlo: a través del personaje. Otra evidencia de la asimetría que presenta la película está dada por su oscilación entre picos muy altos (algunas escenas maravillosas de un surrealismo fuera de época, otras logran trasmitir emociones genuinas) y caídas libres. Es la película más esquizofrénica de Burton, desdoblándose continuamente en un estilo sobrio y distante versus uno lyncheano y emocionalmente desbordado. Sin embargo, la honestidad que presentaba Frankenweenie (quizás su mejor película) no ha vuelto a repetirse desde entonces. Quizás sea hora de que este Doctor Frankenstein encuentre una nueva criatura a la cual colocarle una galletita en forma de corazón para otorgarle la esencia que supo imprimirles a sus adorables monstruos; seres de infinitas aristas, rellenos de una ternura que cobra vida a veinticuatro cuadros por segundo.
Hombre de familia Hace catorce años se estrenaba Rápido y furioso como una película para fanáticos de los fierros centrada en las picadas, las peleas callejeras y los códigos de barrio. Debido al éxito de esta primera entrega llegó la segunda, que continuaba moldeando el clan principal y aceitaba la idea de familia. Después vino Justin Lin, el director que cambió el rumbo de las cosas y definió la identidad de la saga de ahí en más. A su primer intento de regeneración en Tokyo, le siguió un cuarto episodio que comenzaba a delinear el camino de lo que se vendría: dos obras maestras no sólo del mejor cine de acción, sino del cine en general. Rápidos y furiosos 5in Control y su secuela, Rápidos y furiosos 6, apostaban a la autoconsciencia y al pase libre para que sus personajes hicieran lo que se quisieran: desde despedazar un tanque en plena ruta hasta desafiar las leyes de la gravedad y volar como si fuesen Superman. Hace rato que no estamos más ante una saga fierrera, sino frente a una de superhéroes o, mejor dicho, de una familia de superhéroes que comparte sus gustos por los autos, las carreras, las piñas y las balas. En el universo de estas hermosas figuras de acción lo más importante no son los autos. Lo que está por encima de cualquier otra cosa y por lo que vale la pena arriesgarse es la familia. De hecho, en esta nueva entrega, Toretto le da unas vueltas a un Lykan HypterSport rojo que tan solo unos minutos después cae desde un edificio altísimo en Abu Dhabi para terminar destrozado contra el asfalto. Como esta familia de actores es la principal atracción delevento, la cámara adopta todas las posiciones posibles –hasta las más extrañas que se les ocurran– para que no nos perdamos ni un milisegundo de la acción y podamos disfrutarla desde todos los ángulos imaginables. Cada escena pasa a una velocidad demencial, pero eso no nos impide distinguir con claridad y en todo momento quién le pega a quién, en qué auto está cada uno, a qué distancia, y quién explota qué cosa. Los golpes de efecto están estrictamente ligados a los personajes que tanto queremos, por eso vivimos al palo cada piña que se comen, cada despelote en el que se meten y cada segundo de sufrimiento. Lo único que queremos es que salgan ilesos para llegar a saborear junto a ellos esa Corona tan esperada al final del día en familia. A diferencia de lo que sucede con un cine como el de Iñárritu y su inesperada virtud de la ignorancia, que solo pretende impresionarnos con alardes formales, Justin Lin y James Wan han logrado algo casi imposible: deslumbrarnos con el espectáculo, sí, pero no por sus proezas técnicas , sino gracias a las criaturas que retratan y. Eso es lo que convierte a Rápido y furioso en una de las sagas más valiosas de todas. La nobleza ya no es solamente un rasgo que pinta de cuerpo entero a la pandilla motorizada, sino que se extiende a cada miembro del equipo que logró sacar adelante este séptimo capítulo marcado por la sorpresiva muerte de Paul Walker, lo que significó un volantazo de guión para Chris Morgan –un tipo con recorrido dentro de la saga– y compañía. El tuneo que le falta a Rápidos y furiosos 7 en peso argumental y coherencia narrativa –algo que había en los dos notables episodios previos– la película lo compensa en espesor dramático. Este capítulo se caracteriza por un viraje hacia terrenos más oscuros –vale recordar que James Wan proviene del terror–, escenas donde puede sentirse la densidad que hay en el aire, pero sin olvidarse de que los personajes hacen lo que hacen porque les gusta, que tienen la vida que desean y que se definen como personas en cada una de sus acciones. La película está llena de momentos luminosos y consigue algunos de una belleza formal impresionante, como la escena final en la que Dom y Brian conducen una vez más por las calles de Los Ángeles hasta que el camino se bifurca y cada uno sigue su ruta. El cine es movimiento y James Wan entiende como nadie el significado de esa palabra. Por eso no le importa que algunos cables queden sueltos o que venga un tsunami de sinsentidos atrás del otro. La película no solo no se avergüenza de la inverosimilitud de la que se hace cargo abiertamente, sino que la celebra y la potencia a través de la asombrosa complicidad de los actores dentro y fuera de la pantalla. El malayo continúa el legado que nos dejó Justin Lin, con otro capítulo que se enorgullece de todos sus excesos y nos homenajea con este banquete, ya sea con cerveza belga o con una Corona bien fría. La séptima entrega de este tanque, anda mejor que nunca, es una maquinaria con las mismas dosis de bestia industrial y de corazón, que ha alcanzado su máximo dominio del lenguaje del cine, manteniendo intacta su capacidad para sorprender al espectador. Entréguense al disfrute de ese maravilloso arte al que llamamos cine.
Curvas de la vida El segundo largometraje de Adrián Biniez es una co-producción uruguayo-argentina, como lo fue Gigante, su opera prima que también tuvo un largo recorrido por varios festivales. Ambas apuestan por algo que muy pocos –más bien poquísimos– cineastas actuales han logrado: hacer una película que cuente la historia de personajes reales, personas comunes y corrientes. Dentro de esas personas están el guardia de seguridad de un supermercado en Gigante y, ahora, el capitán de un equipo de fútbol de la C argentina en El 5 de Talleres, con los dilemas e incertidumbres que pueden ocupar la mente de cualquier jugador en la vida real. Patón tiene treinta y cinco años y está a punto de retirarse. Está atravesando una crisis existencial y piensa en cómo enfrentar ese vacío que antes llenaba la pelota; si es hora de terminar la secundaria o de probar suerte con algún emprendimiento junto a su mujer –en la vida real y en la ficción– interpretada por Julieta Zylberberg. Patón piensa y siente mucho todo el tiempo. Tiene la bondad y la ternura del gigante Jara. Porque la primera incursión de Biniez como cineasta comparte la misma pasión de El 5 de Talleres por tomar personas reales como modelo para la construcción de sus personajes, y de retratarlos como son. Patón es un tipo de barrio, no una estrella internacional y Biniez ya ha demostrado que posee la capacidad de transformar lo ordinario en extraordinario y durante el proceso, aprovechar las cualidades reales de sus actores para incorporarlas a sus personajes. Un ejemplo de esto es el chiste en el que Patón les dice a sus padres que se va a anotar en la Universidad para estudiar nutrición. Este es un dato verídico en la vida de Esteban Lamothe, ese enigmático rostro del cine independiente argentino, un chico de pueblo que se vino a Buenos Aires para formarse en esa especialidad. El primero que supo aprovechar esa faceta suya fue Santiago Mitre cuando lo dirigió en El estudiante, película en la que el oriundo de Ameghino interpreta a un provinciano que empieza a estudiar en la UBA. Al año siguiente, el actor participó en Villegas de Gonzalo Tobal donde la acción transcurre en la ciudad a la que alude el título, ubicada al noroeste de Buenos Aires al igual que su pueblo natal. El 5 de Talleres recupera la esencia de su personaje en Villegas –la misma ternura, los replanteos existenciales y las incertidumbres laborales–, pero si en aquella era el funeral de un familiar lo que movilizaba al personaje, en esta es una suspensión, lo que sacude al protagonista y lo que lo obliga a replantear su vida para poder comenzar de nuevo haciendo otra cosa. A partir de ahí, empiezan a brotar escenas que logran transmitir una verdad como solamente el cine puede hacerlo. Si bien trabaja tonos menores, en El 5 de Talleres no faltan momentos épicos y enormes como la escena del último partido, con la tensión de las jugadas y la cálida despedida de la hinchada a su jugador figura. Estamos frente a una película que amaga, se frena y vuelve a arrancar, que avanza de una forma incierta pero segura. Una que tiene la modestia de un pibe de barrio gambeteando entre la melancolía y el realismo que presentan algunos ejemplares del Nuevo Cine Argentino. Como un adolescente tardío en busca de algo que no sabe bien qué es, un chico ostra salido de una película de Ezequiel Acuña con una frescura muy particular y con cierto aire ausente cuando mira, Esteban Lamothe parece el actor ideal para representar ese estado. El 5 de Talleres forma parte de un cine que recupera los sentimientos mediante una historia agridulce que la convierten en una suerte de comedia dramática bastante atípica que logra eludir con inteligencia la tentación de caer en el humor costumbrista argentina. Una película distinta, única, particular, a pura gambeta. Todo un gol olímpico del cine.