La comedia de terror de los Foo Fighters con el fallecido Taylor Hawkins La reconocida banda de rock indaga en el cine de género en clave paródica con alusiones constantes al cine de los años ochenta y noventa. Dave Grohl es el alma de esta semana película. Es el protagonista absoluto, por momentos el antagonista, pero el responsable de la idea de Terror en el estudio 666 (Studio 666, 2022), un film a imagen y semejanza del cine de terror de los años ochenta y noventa. Las referencias al cine de Darío Argento y John Carpenter (quien compone la música) es notoria. Al comienzo del film comentan Waterworld (1995) con Kevin Costner y Duna (1984) con Sting, para marcar el tono y registro de una producción que busca codearse con Noche alucinante (Evil Dead II, 1987) o Mal gusto (Bad taste, 1987). El humor se presenta porque los integrantes de Foo Fighters hacen de ellos mismos (Dave Grohl, Pat Smear, Taylor Hawkins, Chris Shiflett, Rami Jafee), con chistes internos de la banda, referencias musicales (el saludo Pearl Jam) y estereotipos construidos por cada uno a lo largo del tiempo, de los cuales se ríen en cada momento. Dave Grohl es el líder autoritario, pero también está el galán, el dubitativo, el introvertido, etc, etc. La historia nos trae a la banda apunto de grabar su disco número diez y, para que sea especial, se recluyen en un estudio aislado que esconde una maldición que no escatimará en demonios, fantasmas, posesiones infernales y un libro de los muertos. Todos los lugares comunes del género para reírse de y con ellos. La película funciona como un entretenimiento cinéfilo y descontracturado. Jamás se toma en serio a sí misma y hace un festín de sangre y tripas con algunos efectos especiales clase B muy divertidos, que recuerdan a las producciones de antaño. Sin embargo se resiente su duración (106 minutos) entre tanto desparpajo cinematográfico. Los Foo Fighters hicieron su película y tal vez, no podría haberse tratado de otro tipo de producto. Exuberante, ridícula, por momentos insoportable, y con una alta dosis de asimilable incongruencia.
El cine arte según Mariano Cohn y Gastón Duprat Los directores de “El hombre de al lado” vuelven a escribir en conjunto con Andrés Duprat, una comedia sobre el mundillo del arte pero esta vez con actores internacionales y el cine como eje de los dardos. Un magnate de la industria farmaceútica decide -por mero capricho- producir una película prestigiosa. Para eso contrata a la directora de renombre Lola Cuevas (Penélope Cruz) quien realizará un film con el actor de Hollywood Félix Rivero (Antonio Banderas) y el actor de teatro Iván Torres (Oscar Martínez). La cinta a producir cuenta la conflictiva relación de dos hermanos, un vínculo problemático que se traslada a los actores en la realización de la película. La historia es conocida para quien siga la filmografía de los realizadores de El ciudadano ilustre (2016). Los egos de los artistas y el circo montado por la industria detrás del hecho artístico, son apuntados con mirada crítica por los guionistas. Desde ese punto de vista aparece el humor que observa con distancia crítica los comportamientos de los personajes en el detrás de escena del arte. También desde ese lugar emergen infinidad de conflictos entre los personajes. Uno puede imaginar por donde van los chistes, algunos mejores que otros, de Competencia Oficial (2021), de los cuales no se salvan ni los críticos, ni los festivales de cine, ni los fanáticos aduladores, y mucho menos el productor que no tiene idea del mundo del cine en el que quiere incursionar. Aunque, hay que decirlo, parte del encanto del film está en el funcionamiento del trío protagónico. El mejor es sin dudas Antonio Banderas, en una autoparodia de sí mismo, usando el imaginario construido alrededor de su carrera internacional. Penélope Cruz compone a una directora excéntrica de métodos extraños para la preparación de los actores. Todos los personajes son estereotipados para generar humor, pero quizás el de ella sea el más exagerado. Mientras que Oscar Martínez hace un personaje muy similar al de El ciudadano ilustre. La película es una suerte de Upa! una película argentina (2007) hecha con mayor presupuesto. La historia es la misma: egos enfrentados, miserias expuestas y glamour artificial. Claro que en línea con las otras películas anteriores de Mariano Cohn y Gastón Duprat, sobre el final hay un giro narrativo que genera la paradoja sobre el arte, sin la vehemencia de otras producciones similares. Sin embargo, Competencia Oficial roba alguna que otra sonrisa mientras hurga, una vez más, en el hilarante mundillo alrededor del arte.
Incendios forestales en la ópera prima de Martín Heredia Troncoso Martín Heredia Troncoso lleva a la pantalla una problemática habitual en las noticias: la quema intencional de campos. Y lo hace desde la historia de un humilde trabajador rural manipulado por su patrón para efectuar el fatídico acto. Los incendios forestales se convirtieron en una noticia cotidiana para los argentinos. Córdoba, el Delta, Bariloche y Corrientes, son las zonas que todavía resuenan en los medios por perder enormes cantidades de territorio por el fuego, produciendo un daño social, económico y ambiental. Los motivos se desconocen. Mientras en el Congreso la Ley de Humedales espera ser tratada, el conocimiento popular, el vox populi, asegura que se trata de incendios intencionales. Días atrás una cámara de vigilancia capturó a un hombre en Corrientes confirmando dicha teoría en al menos uno de los casos. Bajo la corteza (2022) cuenta mediante la ficción una de esas tantas historias, narrada desde el punto de vista del trabajador rural que comete el acto. Ese hombre es César Altamirano (Ricardo Adán Rodríguez), quien ofrece sus servicios de desmonte en las sierras cordobesas. Sin mucha suerte para ganarse la vida y con su hermana Mabel (Eva Bianco) necesitando un costoso tratamiento médico, conoce a Héctor Zamorano (Pablo Limarzi), un empresario inmobiliario que acaba de adquirir varias hectáreas. Con el fin de montar un emprendimiento turístico denominado, paradójicamente, “Aires del monte”, Héctor ofrece trabajo a César para realizar pequeñas tareas en el terreno y, cuando obtiene su confianza, le propone cometer el crimen ecológico. Bajo la corteza elige este oscuro cuento moral para poner sobre la mesa una problemática habitual en zonas rurales. La historia de un humilde trabajador de campo presionado por las circunstancias -económicas, sociales- a cometer o no el ilícito acto. Una propuesta indecente en términos ambientales de su patrón. La responsabilidad humana y el dilema ético-moral ante el hecho, son algunas de las aristas desarrolladas en el film. Con un gran trabajo de fotografía a cargo de Sebastián Nicolás Aramayo y Juan Samyn, que muestra la inmensidad del territorio quemarse como si se tratase del Apocalipsis en la Tierra, el film de Troncoso co-escrito con Federico Alvarado, vale por poner de manifiesto la gravedad de un tema tan preocupante como naturalizado en estos tiempos. Los incendios forestales se convirtieron en una noticia cotidiana para los argentinos. Córdoba, el Delta, Bariloche y Corrientes, son las zonas que todavía resuenan en los medios por perder enormes cantidades de territorio por el fuego, produciendo un daño social, económico y ambiental. Los motivos se desconocen. Mientras en el Congreso la Ley de Humedales espera ser tratada, el conocimiento popular, el vox populi, asegura que se trata de incendios intencionales. Días atrás una cámara de vigilancia capturó a un hombre en Corrientes confirmando dicha teoría en al menos uno de los casos. Bajo la corteza (2022) cuenta mediante la ficción una de esas tantas historias, narrada desde el punto de vista del trabajador rural que comete el acto. Ese hombre es César Altamirano (Ricardo Adán Rodríguez), quien ofrece sus servicios de desmonte en las sierras cordobesas. Sin mucha suerte para ganarse la vida y con su hermana Mabel (Eva Bianco) necesitando un costoso tratamiento médico, conoce a Héctor Zamorano (Pablo Limarzi), un empresario inmobiliario que acaba de adquirir varias hectáreas. Con el fin de montar un emprendimiento turístico denominado, paradójicamente, “Aires del monte”, Héctor ofrece trabajo a César para realizar pequeñas tareas en el terreno y, cuando obtiene su confianza, le propone cometer el crimen ecológico. Bajo la corteza elige este oscuro cuento moral para poner sobre la mesa una problemática habitual en zonas rurales. La historia de un humilde trabajador de campo presionado por las circunstancias -económicas, sociales- a cometer o no el ilícito acto. Una propuesta indecente en términos ambientales de su patrón. La responsabilidad humana y el dilema ético-moral ante el hecho, son algunas de las aristas desarrolladas en el film. Con un gran trabajo de fotografía a cargo de Sebastián Nicolás Aramayo y Juan Samyn, que muestra la inmensidad del territorio quemarse como si se tratase del Apocalipsis en la Tierra, el film de Troncoso co-escrito con Federico Alvarado, vale por poner de manifiesto la gravedad de un tema tan preocupante como naturalizado en estos tiempos.
El fascinante viaje temporal que recupera la tradición oral Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis escriben (con la colaboración de Alejandro Fadel) y dirigen este film estrenado en la Quincena de los realizadores de Cannes que también pasó por el festival de Mar del Plata. La textura del fílmico sobrevuela la imagen de La leyenda del Rey Cangrejo (Re Granchio, 2021) película ítalo argentina que propone un viaje en el tiempo. Unos ancianos cuyos expresivos rostros nos recuerdan al neorrealismo italiano o a los films de Pasolini (y porqué no a Todo por 2 pesos) conversan en el bar de un pueblo sobre Luciano (Gabriele Silli), el hijo del Doctor con problemas con el alcohol, enamorado de la pretendiente del príncipe. La historia se reconstruye en la charla y rápidamente podemos adivinar el carácter de leyenda, de mito, de inventiva que tiene el cuento. Un recurso ya utilizado por la dupla de directores en sus anteriores trabajos. La acción se traslada en el tiempo que bien podría ser a principios del siglo XX o fines del XIX. La fantasía mitológica del no tiempo ni espacio prima en la historia. Del mismo modo los acontecimientos gozan de licencias . Es la capacidad de los directores de Il Solengo (2015) de trasladarnos a una época donde las coordenadas espacio temporales que conocemos quedan suspendidas. Pero también de evocar un mundo fantástico, donde la magia se desprende de la realidad como en los films de Alice Rohrwarcher (Las maravillas, Lazzaro Felice). La tragedia y el milagro, lo posible y lo increíble, lo bello y lo feo, el noble y el campesino, el loco y el apasionado, lo mundano y lo sagrado; son opuestos que conviven en este fascinante universo representado. Con poesía, imaginación y encanto, la historia salta en el tiempo y nos traslada “al culo del mundo” como anuncia un subtítulo. Ese espacio es Tierra del Fuego en Argentina, con sus montañas y zonas silvestres casi desiertas que emulan los tiempos de los buscadores de tesoros propios de un western. Allí reaparece el protagonista bajo la figura de un cura muy particular. La leyenda del Rey Cangrejo toma características de varios relatos existentes pero logra crear algo único y fantástico. Con el encanto de lo divino surgido de lo rústico cuenta esta historia tan humana como la necesidad de la narración para darle sentido a lo inexplicable.
La parábola sobre el arte que desnuda miserias La película de Kaouther Ben Hania presentada en Venecia y primera en quedar nominada al Oscar por Túnez, es un relato potente y estremecedor sobre el valor de la vida. El hombre que vendió su piel (The Man Who Sold His Skin, 2020) parece surgida de los guiones de Andrés Duprat aunque sin el humor característico de los films argentinos. La diferencia con los directores de Mi obra maestra (2018) y El hombre de al lado (2009) es que la crítica al arte contemporáneo es sólo la cáscara de una película que busca hablar sobre el valor de la vida humana en tiempos de mercancías. La premisa es sumamente atractiva: un refugiado sirio llamado Sam Ali (Yahya Mahayni) es convertido en obra por el excéntrico artista contemporáneo Jeffrey Godefroi (Koen de Vouw), en una clara referencia al escultor estadounidense Jeff Koons. El hombre del título se deja tatuar la espalda a cambio de poder ingresar a Europa. Pero aquello que supone su libertad en un primer momento se transforma en su condena después. Esta fábula, basada libremente en una historia real, tiene como punto débil la confección arquetípica de los personajes y cierto subrayado del mensaje del film. Sin embargo, su narración clásica obliga a concentrarse en las emociones y empatizar con los personajes, permitiendo ciertas licencias a la hora de construir el verosímil. La noción de fábula canaliza la moraleja. Otro de los recursos utilizados por el film es la historia de amor entre el protagonista Sam Ali y Abeer (Dea Liane). El romance imposible es el motor del relato, la motivación del protagonista para realizar sus actos. Por este amor prohibido Sam cae injustamente preso por el régimen de su país. Se escapa de la cárcel y llega al Líbano con el fin de conseguir una visa para llegar a Europa donde se encuentra su amada. Por amor cae en la trampa del sistema y por el mismo amor, luchará por su libertad y ser respetado como individuo. También se teje un interesante vínculo entre el artista y “su obra”. Hay una suerte de entendimiento entre ambos personajes al comprender la crueldad del funcionamiento del sistema capitalista. Uno busca con su arte exponer sus grietas, sin embargo sus obras son valoradas en el mercado. Mientras que el otro es un marginal que busca ingresar a cualquier costo. El hombre que vendió su piel se sostiene en su premisa, sin llegar a ser una sátira o ironía, brinda una visión cruda y áspera del mundo contemporáneo.
La parábola tragicómica de Nic Loreti Nicanor Loreti hace la ampliación de su cortometraje "Pinball" en donde tres personajes se entrecruzan de manera violenta y ridícula por igual. Con un gran trabajo de Demian Salomón, Loreti (Kryptonita) cuenta un chiste sobre personajes del bajo mundo con remate final. Punto rojo (2021) administra la información proporcionada al espectador con sus cambios de tiempos (pasado y presente) y espacios (campo, avión o estacionamiento), en un salto constante en donde el espectador ata los cabos sueltos del argumento. Diego (Demian Salomón) se encuentra en un clásico auto Dodge 1500 en el medio del campo. Escucha en la radio un concurso sobre Racing, el club del que es fanático. Cuando empieza a contestar acertadamente las preguntas del programa radial un hombre cae muerto sobre su parabrisas. Una agente secreto (Moro Angheleri) se presenta y le pide información que desconoce sobre el hombre maniatado -apodado Nesquik (Edgardo Castro)- que se encuentra en su baúl. La película tiene el humor negro característico del director de Diablo (2011), y una estética de colores saturados junto a un diseño de “títulos” sobre la imagen, acordes al bajo mundo retratado. La música de Pablo Sala es el otro factor fundamental que le imprime ritmo a una producción que reciente su limitación argumental, un clásico síntoma de los films “ampliados” de un cortometraje. Los personajes mal hablados y al límite de sus posibilidades expresivas son muy bien caracterizados por los actores que los interpretan: Salomón componiendo un perdedor que pretende llevarse el mundo por delante pero su mala suerte siempre se le anticipa, Castro en el rol de un cobarde estafador muy diferente al matón parco que habitualmente caracteriza, y Angheleri como una mujer ruda de armas tomar que jamás se da por vencida. La entrega de los tres con el tono del film es total y se aprecia en cada fotograma. Estamos ante una historia sencilla que se siente elaborada como un chiste: Tres claros actos que cobran sentido sobre el final, cuando su paradójico y gracioso remate se precipita.
Una comedia negra de venganza con Mads Mikkelsen La película danesa de Anders Thomas Jensen conjuga un relato de acción con un retorcido humor negro. Justicieros (Retfærdighedens Ryttere, 2020), también conocida como Jinetes de la justicia/Riders of justice, hace una divertida catarsis sobre el hábito de culpar al prójimo de los problemas propios, mediante un relato de género de venganza y un negrísimo sentido del humor. Es lo que le sucede al soldado Markkus (Milkkelsen), incapaz de tener una relación normal con su esposa e hija adolescente. Un accidente ferroviario mata a su mujer y un grupo de hackers que se dedican al análisis de estadísticas, le aseguran que se trató de un atentado terrorista. Sin poder procesar el dolor ni establecer un vínculo con su hija (Andrea Heick Gadeberg), ahora a su cargo, el tipo desata una feroz cacería contra una célula árabe que opera en su país. Por supuesto el acto traerá sus consecuencias. Este divertido film, que empieza como un drama para luego transformarse en una película de acción, siempre con un retorcido sentido del humor, pone en jaque las causas de la violencia social con su relato. El mal hábito de culpar al extranjero de los problemas propios es la premisa de este film que no evita tirar algún que otro drado al poder absoluto entregado a las estadísticas, temas vehiculizados mediante una ácida parábola social. Los laureles se los llevan Mads Mikkelsen (Otra ronda), otra vez con una enorme actuación, y su improbable equipo de hackers que confirma su inutilidad para cualquier otra área de la vida cotidiana. Este grupo interpretado por Nikolaj Lie Kaas, Gustav Lindh, Nicolas Bro y Lars Brygmann, aporta las oportunas dosis de humor al film. Sobre el final algunas ideas se presentan contradictorias, ideológicamente hablando, como la justicia por mano propia, pero es la noción de fábula con sus arquetipos sociales la que le da el tono justo a esta película, e invita a disfrutarla.
La lunática odisea de Roland Emmerich con Halle Berry y Patrick Wilson El director de “El día de la independencia” y “2012” hace un cine clase B pero con 140 millones de dólares. Siempre el cine de Roland Emmerich estuvo cercano a la parodia. Sucede que en los años noventa la magnitud de los efectos especiales que manejaba -sorprendentes para la época- convertía a sus películas en epopeyas cinematográficas y sus mensajes seudo patrióticos-bélicos estadounidenses no resultaban tan simplones o insoportables como ahora. Algo similar pasa con Moonfall (2022) donde lo imposible se encuentra presente desde su argumento. La luna se desplaza de su órbita (producto de fuerzas espaciales que no vale la pena tratar de explicar) y genera desastres ambientales en La Tierra. El Apocalipsis solo puede ser evitado por un viejo piloto de antaño (Patrick Wilson), un nerd que predica sobre conspiraciones intergalácticas (John Bradley) y la jefa de la NASA (Halle Berry). El trío es enviado al espacio como última solución para corregir las cosas mientras en La Tierra sus hijos pelean por la supervivencia. Con semejante argumento no se le puede pedir nada serio a Moonfall. La pavada reina en una historia que suena a excusa para filmar una persecución rodeada de grandes escenarios devastados. Una idea que se puede trasladar al resto de las películas de Roland Emmerich. Patrick Wilson es el machote americano medio tosco a nivel intelectual pero siempre dispuesto a inmolarse por la patria, mientras que la jefa de la NASA representa la visión feminista (mal entendida, claro) de esta paparruchada hollywoodense. El film no se hace eco de los nuevos relatos negacionistas sobre las catástrofes ambientales o las enfermedades virales como sucede en No miren arriba (Don’t Look Up!, 2021). Acá todos se alinean con la milicia para salvar al planeta de una amenaza externa, ¡a patadas!. Moonfall presenta un refrito que va desde la propia El día de la independencia (Independence Day, 1995) hasta La cosa (The thing, 1982), pasando por Esfera (Sphere, 1998) y El abismo (The Abyss, 1989), y cuanta fantasía interestelar quiera sumarse. Un reciclaje de todos los relatos sobre el fin del mundo de antaño, con mucha gracia autoconciente que le sienta bastante bien. Estamos ante un producto hecho para sábados de súper acción pero con un enorme presupuesto que choca con sus aspiraciones banales y pasatistas. Un tipo de cine que en tiempos de híper realismo no encuentra su razón de ser. No sería sorpresivo que la próxima aventura apocalíptica de Emmerich la veamos directamente en alguna plataforma.
Memoria e identidad en el film de Almodóvar La nueva película del director español vincula la historia de búsqueda de identidad de dos madres con la memoria histórica de su país. Pedro Almodóvar viene transitando una notable madurez como artista en sus últimos films, que denotan un interés particular del realizador de Dolor y gloria (2019) por los grandes temas de coyuntura política. Pedro es inteligente, no desestima su propuesta estética ni temática para hacerlo, la utiliza como un recurso en pos de ello. Janis (Penélope Cruz) investiga el origen de su familia cuyos restos se encuentran perdidos desde tiempos del franquismo. Un día conoce a Arturo (Israel Elejalde), un arqueólogo en busca de restos con quien mantiene un apasionado romance. El deseo y el trabajo no van por líneas paralelas para Almodóvar, sino que se entrecruzan de manera inevitable. Producto del vínculo amoroso con Arturo Janis queda embarazada y decide tener a su hija en soledad ante la negativa de su amante. En la clínica conoce a Ana (Milena Smit), una adolescente también embarazada con quien comparte experiencias de parto. Tiempo después el destino vuelve a cruzar a las madres solteras en más de un sentido (identitario, amoroso). La verdad en términos de melodrama, pero también de justicia histórica, será la clave del relato. Almodóvar levanta la bandera de memoria, verdad y justicia en su propia ley. Un melodrama de mujeres (solas, luchadoras, solitarias) con la pasión y el deseo característicos de su cine. El conflicto se da por una mentira sostenida en el tiempo que esconde la identidad verdadera de las protagonistas. Con maestría Madres paralelas (2021) da un giro sorpresivo al articular esta historia mínima con la historia con mayúsculas. De la identidad de género y la identidad sexual, pasamos a la identidad en términos constitutivos. La subtrama de las excavaciones de los cuerpos de la Guerra Civil española reaparece sobre el final con una fuerza inusual y golpea al espectador desprevenido. “Ya es hora de que te enteres en qué país vives” dice Janis a Ana, como quien busca despertar a otro de un largo sueño. Vale presentar atención al uso del color rojo, elemento recurrente del realizador (quién es la mujer que porta el rojo en cada momento de la trama) o la necesidad de reafirmar ideas una y otra vez, como si necesitase dejar en claro el mensaje a un público adolescente que desconoce su pasado, o a un habitual espectador de plataformas (la película es co-producida por Netflix) que mantiene un nivel superficial de atención. Almodóvar da un paso más como artista, bucea en las zonas oscuras de su país sin renunciar a su estética y temática recurrente. Con la liviandad de la atracción sexual como anzuelo ingresamos en una historia con la apariencia de una comedia de enredos para, una vez relajados, sorprendernos con su mensaje de recuperación de la identidad. Una identidad que subyace a esta y todas las demás historias de su país.
El éxito de terror psicológico con Diego Peretti La película de Christian Bernard no trae nada nuevo en materia argumental pero abre el juego al cine de terror nacional a gran escala, con actores convocantes, coproducción de una multinacional y auspiciosos resultados en boletería. No busquemos cine de autor, Christian Bernard (76 89 03, Regresados) es un director de oficio para hacer un producto de terror, uno de los pocos géneros sobrevivientes a la debacle de convocatoria a las salas. Los datos le dan la razón, en dos semanas de cartel hizo mas de 67 mil espectadores en tiempos de pandemia. En otros tiempos hubiera sido un fracaso de taquilla, hoy son números más que dignos para la única producción argentina que sobrevive en el top ten de la cartelera. El riesgo inicial era doble, porque Ecos de un crimen (2022) es además un thriller psicológico, un exponente dentro del terror poco transitado por el cine argentino. Fácilmente surgen las comparaciones con los clásicos de Stanley Kubrick, Roman Polanski o Alfred Hitchcock. Y claro, en la comparación pierde por mas solvencia narrativa -y sobre todo cinematográfica- demuestre. Si puede criticársele que el argumento recae en clichés del terror psicológico (la versión más realista del terror) muy evidentes/conscientes que le juegan en contra. La historia tiene al escritor de novelas ‘de crimen’ Julián Lemar (Diego Peretti) llegando con su mujer (Julieta Cardinali) y sus pequeños hijos a una casa aislada en el bosque. Pero rápidamente la aparición de una mujer (Carla Quevedo) que escapa de su violento marido (Diego Cremonesi) irrumpe en su hogar, y el miedo a un inminente ataque a su familia perturba su psiquis. El juego entre realidad y ficción (su novela) pero sobre todo entre realidad y fantasía, confunden al protagonista y lo entrega a una distorsionada odisea emocional. Ecos de un crimen no pasará a la historia por sus virtudes cinematográficas (que las tiene en los rubros técnicos) sino por darle confianza a productoras multinacionales para apostar por un cine de género made in argentina con resultados concretos en la taquilla. Un tipo de cine que viene pidiendo pista (y salas) desde los márgenes del cine independiente, con grandes precursores tales como Daniel de la Vega, Nicanor Loreti, Demián Rugna, Ezio Massa, Hernán Moyano, por mencionar sólo algunos. Bernard abrió la puerta que esperamos muchos recorran.