Juicio por combate Jacques Le Gris y Jean de Carrouges fueron un par de escuderos franceses del Siglo XIV que dentro del sistema feudal sirvieron a nivel conceptual al Rey Carlos VI o Carlos el Loco, quien progresivamente padecería un serio caso de psicosis, y a nivel más mundano primero al Conde Robert d’Alençon y después a su hermano, el Conde Pierre d’Alençon, cuando el anterior fallece. Le Gris, un hombre corpulento, alfabetizado, mujeriego y muy inteligente y un clérigo menor dentro de la iglesia cuando joven, y Carrouges, un sujeto temerario y porfiado que sirvió fielmente a la realeza en las muchas carnicerías del período, no sólo eran colegas militares sino también amigos y vecinos y el primero incluso ofició de padrino del hijo del segundo. La disputa entre ambos crece de a poco y abarca diferentes facetas y hechos: al fallecimiento repentino e inexplicable del vástago de Carrouges y su esposa, Jeanne de Tilly, hija de un señor feudal cuya dote incluía tierras y rentas varias, se suman celos evidentes por parte de Jean para con su amigo, un Le Gris que se vuelve el favorito de Pierre d’Alençon, especie de mandamás administrativo de sus propiedades, adquiere preeminencia entre la nobleza, fruto de su educación eclesiástica y garantía tácita de evitar todas las campañas castrenses, es designado a cargo de un importante castillo de montaña en Bellême, jerarquía que fue del padre de Carrouges, y finalmente recibe del Conde una enorme finca en Arnou-le-Faucon, confiscada por Pierre a raíz de deudas y disfrazada de venta, que supo ser de Robert de Thibouville, un noble que se situó dos veces en contra de la corona gala en conflictos bélicos y entregó en matrimonio a Jean a su única hija, Marguerite de Thibouville, todo por una nueva dote de tierras y rentas que Carrouges decía que incluían el paraje de Arnou-le-Faucon. Luego de juicios que se resolvieron a favor de Le Gris y del amo de ambos, uno por la finca y otro por el castillo, y una mínima reconciliación en el hogar de un amigo mutuo, Jean Crespin, el odio se hace carne cuando la segunda esposa de Carrouges, Marguerite, acusa de violación a Jacques, quien ingresó en la morada de su ex cofrade cuando éste estaba ausente con la ayuda de un sirviente, Adam Louvel, lo que generaría que el marido agraviado reclame ante el monarca y el Parlamento de París un juicio por combate para saltearse la autoridad de Pierre d’Alençon, aliado de siempre de un Le Gris que prefería la alternativa del duelo antes que la cobardía de solicitar un tribunal religioso por su pasado como clérigo, jugada que implicaría no arriesgar la vida. De un modo similar a la aparición de sus obras previas, las muy cercanas Alien: Covenant (2017) y Todo el Dinero del Mundo (All the Money in the World, 2017), o a aquel doble regreso luego del exitazo de Gladiador (Gladiator, 2000), nos referimos a Hannibal (2001) y La Caída del Halcón Negro (Black Hawk Down, 2001), El Último Duelo (The Last Duel, 2021), la última maravilla de Ridley Scott, se anticipa a La Casa Gucci (House of Gucci, 2021) y hasta nos retrotrae a la ópera prima del célebre cineasta inglés, Los Duelistas (The Duellists, 1977), ahora leída desde la arquitectura dramática fragmentada de Rashômon (1950), de Akira Kurosawa, aquella gloriosa reincidencia sobre los mismos hechos para explicitar las diversas perspectivas ante un caso criminal bastante polémico. Así como Los Duelistas estaba basada en el cuento El Duelo: Una Historia Militar (The Duel: A Military Story), de Joseph Conrad, incluido en la antología literaria Un Juego de Seis (A Set of Six, 1908) e inspirado en las batallas que protagonizaron dos militares galos que vivieron entre el Siglo XVIII y el Siglo XIX y llegaron a ser generales, Pierre-Antoine Dupont de l’Étang y François Fournier Sarlovèze, colegas oficiales que lucharon en las Guerras Napoleónicas y se batieron unas 30 veces a lo largo de dos extensas décadas -tanto a pie como montando caballos- con sables, espadas y pistolas, en pantalla rebautizados respectivamente Armand d’Hubert (Keith Carradine) y Gabriel Feraud (Harvey Keitel), la película que nos ocupa está basada en El Último Duelo: Una Historia Verdadera de Juicio por Combate en la Francia Medieval (The Last Duel: A True Story of Trial by Combat in Medieval France, 2004), libro de investigación del norteamericano Eric Jager, un crítico literario y especialista en literatura de la Edad Media que exploró los pormenores previos a la refriega en sí del 29 de diciembre de 1386 entre los dos militares al servicio del Conde Pierre d’Alençon, Carrouges ya convertido en Caballero con anterioridad y Le Gris transformándose en uno justo antes de la contienda para equilibrar el asunto y evitar hipotéticas rebeliones de un vulgo que podría defender al escudero Jacques por sobre su superior formal Jean, todo dentro de una concepción legal/ estatal que ponderaba al ganador como una señal de la voluntad de Dios y que condenaba a la hembra que brindase falso testimonio en un caso de violación a ser quemada en la hoguera, amén de armaduras aparatosas, corceles a tono y cruentos juguetes del óbito como lanzas, espadas, hachas y hasta una daga larga conocida como misericordia. El guión de Nicole Holofcener, Matt Damon y Ben Affleck, primera colaboración de estos dos últimos desde En Busca del Destino (Good Will Hunting, 1997), opus de Gus Van Sant, respeta a rajatabla la andanada de situaciones in crescendo y además, como decíamos antes, apuesta por ofrecer los puntos de vista complementarios de Carrouges (Damon), Le Gris (Adam Driver) y Marguerite de Thibouville, llamada luego del matrimonio Marguerite de Carrouges (Jodie Comer), en esencia la misma exacta retahíla de sucesos bajo tres capítulos aunque con una acentuación reveladora de la tendencia del ser humano a autovictimizarse como una estrategia de supervivencia mientras utiliza al prójimo según los intereses de turno o muta en su verdugo de la mano de la paranoia, el desapego, la ambición, el frenesí erótico y/ o esa costumbre social de buscar enemigos cíclicos para autoafirmarse a escala identitaria. Carrouges se pinta a sí mismo como mucho más amoroso de lo que en realidad es, un hombre duro y posesivo y soldado de toda la vida que estima mucho más a su madre, Nicole de Buchard (Harriet Walter), que a la anodina de su esposa, una muchacha joven y muy bella que no puede entregarle un hijo, ese anhelado heredero varón que reemplace al fallecido, y que para colmo de males queda embarazada luego de la violación, por ello en parte el escudero redirecciona hacia Le Gris su enorme animadversión para con Pierre d’Alençon (Affleck), el cual le negó la capitanía del castillo de Bellême, tomó posesión de los valiosos terrenos en Arnou-le-Faucon y hasta le prohibía aumentar su patrimonio vía la compra de fincas lindantes, esquema que le permite canalizar el odio en los procedimientos jurídicos y atacar subrepticiamente al Conde mediante sus múltiples injurias contra su mano derecha, Jacques, un señor que se autoconvence tanto de su buena voluntad frente a los embates de su amigo, incluso evitando una confiscación por deudas contraídas ante Pierre, como de su enamoramiento sincero en relación a la ninfa a partir de un beso inusualmente apasionado entre ambos en casa de Crespin (Marton Csokas), quien celebraba el nacimiento de su hijo, llevando a que se imponga sobre la fémina en la intimidad gracias a un Louvel (Adam Nagaitis) que utiliza para ingresar con mendacidad en los dominios de Carrouges, dejándonos en última instancia con la perspectiva de una Marguerite cosificada que pasa de ser propiedad de su padre a objeto tutelado por su esposo, quien no aprecia su destreza para la administración y le reclama un vástago, por ello en apariencia ella coquetea con Le Gris. Una vez más el Scott veterano vuelve a demostrar su maestría visual y narrativa, ahora apoyándose en la fotografía de Dariusz Wolski, la música de Harry Gregson-Williams, la edición de Claire Simpson y el diseño de producción de Arthur Max, todos rubros en verdad exquisitos, para construir un lienzo histórico muy complejo en el que no sólo los protagonistas son en simultáneo víctimas y victimarios sino unos cómplices más o menos pomposos de un estado de cosas que se duplica en injusticias de todo tipo que por supuesto tienen que ver con la red de fondo del poder aristocrático, el oscurantismo cristiano y la sociedad hiper segmentada y estructurada de entonces, así Carrouges puede ser un tirano caprichoso de entrecasa pero también un adalid de esa moral y confianza irrestricta capaz de luchar hasta las últimas consecuencias en gestas enraizadas en la ofuscación y en las inequidades de su tiempo, etapa que no se diferencia demasiado de nuestro presente y que tiende a privilegiar al puterío de las elites políticas y económicas por sobre las batallas para sobrevivir de la plebe y sus homólogas bien literales de los ejércitos locales que combatían sin cesar contra el Reino de Inglaterra y el Imperio Otomano, y Jacques Le Gris, por su parte, funciona como una metamorfosis espiritual del advenedizo eterno de Los Duelistas, ese Armand d’Hubert de Carradine, aunque ahora llevado al terreno de un militar que muta primero en burócrata, esbirro y tesorero y luego en noble de cotillón en la corte de Carlos VI (Alex Lawther) y en compinche de un Pierre d’Alençon siempre hedonista, el cual por un lado engendraba muchos vástagos con su esposa y por el otro se consagraba a orgías con prostitutas en su castillo en las que participaba su segundo, Jacques. La realización sigue el parecer general en Francia, donde el caso trepó con los siglos al estrato de leyenda cultural y signo absoluto de época, en materia de considerar a la violación como incuestionable, de allí que lo más cercano a la verdad definitiva sea la óptica particular de Marguerite, una proto burguesa aburrida, frígida y ricachona de mierda aunque asimismo una marginada dentro del escalafón del poder patriarcal, panorama que no obstante por suerte nos evita cualquier planteo feminazi marketinero, el estándar de nuestros días en el mainstream y el indie, y nos coloca frente a un retrato multifacético de la hegemonía gubernamental y sus pugnas internas, unas ridículas y frustrantes porque el canibalismo es moneda corriente, la mayoría de los atropellos caen en la impunidad e incluso Carlos VI ya mostraba signos de ser un mega imbécil en camino hacia la locura. Damon, Driver, Comer, Affleck, Walter y Lawther entregan un desempeño excelente, al igual que el resto del elenco, y se agradece mucho el sustrato de fábula para adultos pensantes de la película en su conjunto, metáfora tanto del odio absurdo, la competencia masculina ad infinitum y la crueldad humana en general como de los cambios y las cicatrices que los años y la misma idiosincrasia de los individuos imponen a una existencia que por momentos parece en control de sí misma y en otras ocasiones se asemeja a un títere en una coyuntura comunal que escapa por completo a su dominio, algo representado en la contraposición simbólica entre el trasfondo heroico del principio, cuando Carrouges le salva la vida a Le Gris en combate contra los ingleses, y el cuasi lirismo de la carnicería desproporcionada del desenlace, instante en el que el primero se carga al segundo a posteriori de que Jacques volviese a negar el asalto sexual contra la hembra, insistencia discursiva por parte del acusado que acrecienta la desconfianza hacia el histeriqueo y la palabra de Marguerite debido a una solidaridad masculina que resurge silente en ese último y muy amargo encuentro entre ambos, choque que marcaría el final de los duelos auspiciados por el Estado Francés -o reconocidos por el aparato legal- y que le daría a Jean sus ansiadas fama y fortuna para eventualmente perderlas cuando su vida se extingue una década después en las cruzadas contra los turcos y concretamente en la Batalla de Nicópolis del 25 de septiembre de 1396, luego del tratado de paz con Inglaterra. En sintonía con el Feraud de Keitel de Los Duelistas, Carrouges lucha constantemente contra la pobreza acechante a pesar de su condición de militar de la capa aristocrática de la fuerza y toma de ejemplo negativo a un Le Gris en el que se resumen los rasgos más repugnantes y pragmáticos del poder, un ventajista que nunca deja de trepar en la pirámide institucional, al punto de pasar por alto a otrora amigos que dice respetar, y un violador autoindulgente que disfraza la arremetida con el ropaje burdo del amor y que es perdonado de inmediato por una Iglesia Católica a la que supo pertenecer y por ello lo cobija alejando cualquier atisbo de perturbación a nivel de su conciencia y su responsabilidad en el hecho, apenas la punta de un iceberg que abarca la disputa destructiva en sí, el circo popular a su alrededor, la farsa del sistema jurídico, el compañerismo deshecho, la hipocresía sexual, el estatuto del placer femenino, la memoria de los abusos sistemáticos, los pormenores de la obediencia debida al superior y desde ya el culto fanático para con valores como la osadía, el orgullo y un honor malsano que se olvida del humanismo y del detalle de que casi nunca vale la pena inmolarse por la contraparte romántica o lo que ella represente, esté ésta cosificada o no…
Masacres melodramáticas Todo lo que puede hacerse con el personaje de James Bond/ 007, creado para la novela Casino Royale (1953) por el escritor, periodista y oficial de inteligencia británico durante la Segunda Guerra Mundial Ian Fleming, ya se hizo en ocasión de la seguidilla fundacional protagonizada por el enorme Sean Connery, aquella de El Satánico Dr. No (Dr. No, 1962), De Rusia con Amor (From Russia with Love, 1963), Dedos de Oro (Goldfinger, 1964), Operación Trueno (Thunderball, 1965), Sólo se Vive dos Veces (You Only Live Twice, 1967), Los Diamantes son Eternos (Diamonds Are Forever, 1971) y Nunca Digas Nunca Jamás (Never Say Never Again, 1983), le pese a quien le pese y sobre todo a los sucesivos reemplazos que la Eon Productions, la compañía productora primero en manos de Albert R. Broccoli y luego de su hija Barbara, eligió para cada época desde aquella despampanante década del 60, hablamos de George Lazenby, Roger Moore, Timothy Dalton, Pierce Brosnan y el más reciente de todos, el cumplidor Daniel Craig. Sin Tiempo para Morir (No Time to Die, 2021), de Cary Joji Fukunaga, película número 26 de la franquicia si contamos a Nunca Digas Nunca Jamás, algo que muchos imbéciles no hacen porque la susodicha no fue producida por Eon sino por la Taliafilm de Jack Schwartzman, pretende cerrar el ciclo de Craig mediante un metraje inflado de 163 minutos al extremo de que termina cayendo en el mismo problema del 99,9 % de los productos del mainstream de nuestros días, eso de ofrecer un comienzo interesante que se desinfla progresivamente hasta llegar al tedio y la frustración de unas buenas intenciones que no justifican toda la paciencia del espectador. Si pensamos en la etapa más próxima en términos temporales, léase los años posteriores al fallecimiento de Broccoli y al relanzamiento en los 90 del personaje protagónico ya con Barbara al mando, indudablemente las únicas películas con un núcleo dramático digno y atrapante fueron, precisamente, aquellas dos destinadas a reposicionar al personaje dentro de otro tiempo y a presentar en sociedad al nuevo actor que lo interpretará, nos referimos a la adictiva GoldenEye (1995), puerta de entrada de Brosnan y catalizadora de tres secuelas mediocres, El Mañana Nunca Muere (Tomorrow Never Dies, 1997), El Mundo no Basta (The World Is Not Enough, 1999) y Otro Día para Morir (Die Another Day, 2002), y la excelente Casino Royale (2006), primera aventura de Craig y eje de cuatro corolarios lamentablemente muy flojos, Quantum of Solace (2008), Operación Skyfall (Skyfall, 2012), Spectre (2015) y el film que nos ocupa. Bastante lejos de expertos históricos de la saga como Terence Young, Guy Hamilton, John Glen y el mismo Martin Campbell, director tanto de GoldenEye como de Casino Royale, Fukunaga apuesta a seguro con una catarata de latiguillos un poco aggiornados, muy en sintonía con las últimas entregas y una rutina bastante aséptica que no se define entre el desparpajo del pasado o la corrección política demacrada de hoy en día, y honestamente se nota que lo suyo es el indie lírico y/ o visceral de Sin Nombre (2009), Jane Eyre (2011) y Beasts of No Nation (2015) y el policial seco de True Detective, la maravillosa serie creada por Nic Pizzolatto para HBO, o aquellas ironías de ciencia ficción de Maniac, serie apenas simpática de Patrick Somerville para Netflix. La fuente de peligro en esta oportunidad es un tal Proyecto Heracles, arma biológica que contiene nanobots que se propagan como un virus al tocarlos y que arremeten por ADN codificado, es decir, a una persona concreta y a su círculo familiar, y por supuesto tenemos a una ninfa bella que puede o no ser traicionera, Madeleine Swann (Léa Seydoux), un villano retro que todos conocemos, Ernst Stavro Blofeld (Christoph Waltz), uno nuevo que habla raro, tiene la cara desfigurada y busca venganza contra Spectre por el asesinato de su familia, Lyutsifer Safin (el eficaz Rami Malek), un amigo y colega de siempre de la CIA, Felix Leiter (Jeffrey Wright), una agente muy hermosa que llega de la nada para ayudar al protagonista, Paloma (Ana de Armas), el mandamás amargo del MI6 al que responde Bond, M (Ralph Fiennes), el especialista en los juguetitos tecnológicos de 007, Q (Ben Whishaw), la secretaria de siempre de M, Eve Moneypenny (Naomie Harris), y hasta una candidata para el futuro reemplazo del agente estrella, Nomi (Lashana Lynch), miembro del MI6 que recibe el 007 por el típico retiro pasajero de Bond hasta que nuevamente es convocado al servicio activo. Como decíamos previamente, lo mejor de la película es el doble prólogo antes de los créditos, el de la escena en la que Safin se carga a la madre de Swann -portando una máscara hannya del teatro noh nipón- debido a que su padre a su vez mató a toda la parentela de Lyutsifer trabajando bajo el paraguas de la organización por antonomasia de Blofeld, Spectre, y el de la secuencia situada en Matera, Italia, que involucra la bomba en el sepulcro de Vesper Lynd (Eva Green) y una estupenda balacera y persecución motorizada. Más allá de alguna excepción ulterior, como el secuestro del científico Valdo Obruchev (David Dencik) en un laboratorio del MI6, el agitado episodio en Cuba junto a Paloma o la visita al personaje del magnífico Waltz en la prisión, el resto del metraje embarra el devenir narrativo alargando sin sentido un desarrollo que debería ser puro dinamismo porque los eslabones de la franquicia se miden sobre todo por el nivel de la acción, las hembras y los villanos en cuestión y no por las minucias de los clichés del espionaje hiper delirante de por medio, opuesto exacto para con su homólogo realista, sucio y burocrático verídico de David John Moore Cornwell alias John le Carré, por ello los grandes peligros de la franquicia de Bond son tomarse demasiado en serio a sí misma, caer en múltiples giros melodramáticos o tratar de contentar a públicos foráneos como esas feminazis frígidas de la actualidad, los retrasados mentales fanáticos del CGI o los pelmazos que ponderan la comedia light o sus enemigos declarados, los castrados de la comarca arty y obtusos lambiscones del under similares. Billie Eilish entrega una canción homónima de apertura tan melancólica como olvidable y Fukunaga, a través de su guión a la par de Neal Purvis, Robert Wade y Phoebe Waller-Bridge, abusa de tres de los ardides más remanidos del Hollywood desesperado en busca de un “broche de oro” ultra heroico que clausure líneas argumentales, primero la muerte deslucida del antagonista máximo, Blofeld, segundo el óbito innecesario del mejor amigo, Leiter, a manos de un secundario pérfido llamado Logan Ash (Billy Magnussen), y tercero la inmolación tragicómica final del propio 007, encima para salvar a Madeleine y a la hija de ambos, la pequeña Mathilde (Lisa-Dorah Sonnet), gran colmo del estereotipo lacrimógeno barato que poco y nada tiene que ver con la idiosincrasia aguerrida, cínica y putañera del personaje, incluso en la faceta sensible y humanista pomposa que inauguró Casino Royale. En este sentido, casi todo el acto intermedio de la propuesta, plagado de sobreexplicaciones, escenas relleno y puntos muertos, y el remate retórico en sí, situado en una base de la Segunda Guerra Mundial de una isla ignota entre Japón y Rusia que hace las veces de esa guarida del adversario de turno, Lyutsifer, ya vista hasta el hartazgo a lo largo de la saga, tiran muy abajo a un producto millonario de elogiable factura clasicista que no sabe cómo inyectar verdaderamente algo de vida al esquema paradigmático del archivillano pretendiendo destruir al mundo, hoy por hoy tomando de rehén a Mathilde y bajo un sueño de “resetear” el planeta y sobre todo a una humanidad que adora que le digan qué hacer y a quién obedecer, por ello la lucha de fondo se da entre el conservadurismo con conciencia de Bond y el mesianismo fatalista de Safin y su ansia de evolución vía una masacre general…
El esposo y sus laberintos David Bruckner se hizo conocido en el marco del cine de terror mediante un lento derrotero profesional que lo llevó a participar en tres antologías del rubro de resultados artísticos muy desparejos, nos referimos a La Señal (The Signal, 2007), Las Crónicas del Miedo (V/H/S, 2012) y Southbound (2015), trampolín para eventualmente saltar a su debut en solitario en el campo de los largometrajes, El Ritual (The Ritual, 2017), interesante opus británico que el realizador norteamericano encaró con maestría y que ya anticipaba su costumbre de combinar ingredientes diversos, algo evidente en su segunda obra con plena autonomía, La Casa Oscura (The Night House, 2020), donde una vez más puede verse su apego hacia el suspenso de desarrollo meticuloso. Mientras que El Ritual contaba con una primera parte símil aventuras angustiosas en sintonía con Deliverance (1972) y El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999), un segundo capítulo que apostaba al acecho y las peleas cíclicas de trabajos como Diabólico (The Evil Dead, 1981) y El Descenso (The Descent, 2005) y finalmente un último acto en el que se daba cita el funesto ritual del título, ese que le debía mucho a El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973) y La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), en La Casa Oscura tenemos un formato de thriller de acoso ochentoso/ noventoso disfrazado de los fantasmas del J-Horror y del acervo de James Wan, todo con toques tanto del ecosistema onírico de David Lynch como del surrealismo modelo Donnie Darko (2001) y el hostigamiento etéreo psicosexual de El Ente (The Entity, 1982). El asunto arranca con el suicidio del arquitecto Owen (Evan Jonigkeit), quien se pega un tiro en la boca a bordo de un pequeño bote en un lago lindante a la paradisíaca residencia que compartía con su esposa de 14 años, Beth (Rebecca Hall), una maestra de primaria que desconocía por completo que el varón tenía un arma y no comprende las motivaciones o la enigmática nota de despedida, “tenías razón, no hay nada, nada te persigue, ahora estás a salvo”, posible referencia a un punto de discrepancia de la pareja en materia de la creencia del arquitecto de la vida después del óbito y la certeza por parte de la fémina de que no existe nada, algo de lo que puede atestiguar porque padeció un accidente automovilístico años atrás y estuvo oficialmente muerta por cuatro minutos. Beth rápidamente preocupa a su mejor amiga, la también profesora Claire (Sarah Goldberg), y a un vecino de color, el veterano Mel (Vondie Curtis-Hall), porque comienza a sufrir una colección de pesadillas/ visiones con ruidos repentinos, mensajes varios inexplicables y sobre todo una presencia amenazante que la viuda confunde con su marido, al que extraña mucho y por ello cae en la bebida y un comportamiento errático. La docente comienza a curiosear en las pertenencias, el teléfono y la computadora del finado y descubre fotos de mujeres parecidas a ella, planos para una casa invertida idéntica a la que ambos compartían y hasta libros sobre caerdroias, léase laberintos de césped galeses que se utilizan para confundir a espíritus malignos, todo encima coronado por un muñeco símil vudú y un aparente devenir como asesino en serie. La película no tiene un gramo de originalidad pero está sostenida por dos pilares de hierro, primero el manejo del suspenso de un Bruckner al que nadie corre para que acelere la narración y que aprovecha muy pero muy bien ese guión algo pobretón de Ben Collins y Luke Piotrowski, un equipo conocido por las olvidables Sirena (Siren, 2016), Tiempos Oscuros (Super Dark Times, 2017) y Stephanie (2017), y segundo el extraordinario trabajo de la genial Rebecca Hall, intérprete sublime que asimismo supo brillar en Un Día Lluvioso en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019), Christine (2016), El Regalo (The Gift, 2015), La Última Canción (Tumbledown, 2015), Transcendence (2014), Circuito Cerrado (Closed Circuit, 2013), Atracción Peligrosa (The Town, 2010), Frost/ Nixon (2008), Vicky Cristina Barcelona (2008) y El Gran Truco (The Prestige, 2006), entre otras. En películas bienintencionadas aunque tan derivativas como La Casa Oscura resulta fundamental que la protagonista o el protagonista resulte creíble y justifique de por sí el periplo retórico ya que los latiguillos de las moradas embrujadas, el acecho de ultratumba y los traumas arrastrados con persistencia a lo largo del tiempo no son precisamente terreno virgen para un séptimo arte de las últimas décadas que los ha explotado hasta el cansancio en innumerables faenas. En este sentido, los detalles de que la entidad de turno, “Nada”, hable con regularidad con Beth y que ésta descubra a una posible amante de Owen, la empleada de librería Madelyne (Stacy Martin), complejizan el núcleo y lo alejan de la intercambiabilidad anodina actual. Este segundo largometraje de Bruckner confirma el talento del director aunque debemos sincerarnos y afirmar que no está al nivel de su ópera prima, una realización más redonda que hoy por hoy muta en cierta eficacia del pasado pero en un relato común y corriente, más de cadencia reposada atmosférica que vinculado a un hipotético frenesí porque aquí lo que prima es el horror gótico y ese andamiaje de retro thriller de atosigamiento del que hablábamos previamente, aunque reemplazando un posible giro hacia el slasher con la noción del espectro endemoniado o psicopático y su homóloga de la afinidad con la parca a lo Destino Final (Final Destination, 2000). En vez de aquel muchacho disfrazado de conejo del averno de Donnie Darko o el arsenal de delirios sardónicos superpuestos de Lynch aquí tenemos secuencias nocturnas que por un lado van ensuciando la memoria del arquitecto y por el otro lo pintan como un títere del montón que es utilizado por Nada para reencontrarse con la apetecible Beth, a quien conoció en el accidente de tránsito de antaño y de la que definitivamente quedó “enamorado” porque no deja de repetirle al marido que lo mejor para todos sería que se la envíe con un moño al Más Allá asesinándola cuanto antes, de allí la demasiado rebuscada subtrama de los intentos en vano de Owen en pos de engañarlo con una casa duplicada a la inversa y con regalos compensatorios que encima no consiguieron hacerle olvidar a su presa/ fetiche/ juguete principal, hablamos de una retahíla de féminas semejantes a la maestra a las que el hombre mató a golpes o ahorcándolas. La Casa Oscura reflexiona con inteligencia sobre el duelo en una pareja de muchos años y que se quiere en serio, estado de dolor que jamás se supera e incluso conduce a celos póstumos, acerca de los arcanos que cada sujeto se guarda para sí mismo, esas cosillas que atesoran obsesiones pero también espacios de autonomía y de alejamiento del ojo ajeno, y finalmente sobre la posibilidad de contagiar a los seres queridos trastornos psicológicos que progresivamente mutan en condenas y dilemas cada vez más problemáticos, verdadero eje del film porque lo que ella considera en un inicio algo manejable, léase un insomnio que salta de Beth a su esposo, se transforma en un indicio del cataclismo hogareño por venir ya que en suma es la mujer la que sin darse cuenta arruina la existencia del dúo al traer al tercero en discordia a la casa del lago, esquema narrativo que Bruckner interpreta en términos de un atolladero de sospechas por parte del personaje de Hall y en materia de la locura de un Owen que no sabe cómo lidiar con Nada y opta por no pedir ayuda con vistas a eliminar el acoso por cuenta propia, nunca una buena opción porque los solitarios siempre son los primeros en morir…
Todo por amor Hoy en día muchos palurdos suelen reducir la carrera de Liam Neeson a su estampa del nuevo milenio de ídolo veterano de acción símil Charles Bronson o Lee Marvin aunque en versión algo aggiornada/ lavada/ sensiblera, sin embargo la trayectoria del señor es bastante más compleja ya que para llegar a este punto tuvo que atravesar un derrotero muy diverso que comenzó con clásicos fantásticos como Excalibur (1981) y Krull (1983) y otros de fuerte entonación testimonial en línea con Motín del Bounty (The Bounty, 1984), La Misión (The Mission, 1986) y Sospechoso (Suspect, 1987), a posteriori pasó por un puñado de thrillers heterogéneos como por ejemplo Sala de Espera al Infierno (The Dead Pool, 1988), El Hombre sin Rostro (Darkman, 1990), Bajo Sospecha (Under Suspicion, 1991) y Un Destello en la Oscuridad (Shining Through, 1992), para finalmente desembocar en aquella consagración de Maridos y Esposas (Husbands and Wives, 1992) y la archiconocida La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), prólogo de su período mainstream y de trabajos célebres como Nell (1994), Rob Roy (1995), Michael Collins (1996), Los Miserables (Les Misérables, 1998), Star Wars: Episodio I- La Amenaza Fantasma (Star Wars: Episode I- The Phantom Menace, 1999), La Maldición (The Haunting, 1999), K-19 (2002), Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002), Kinsey (2004), Cruzada (Kingdom of Heaven, 2005), Batman Inicia (Batman Begins, 2005) y Desayuno en Plutón (Breakfast on Pluto, 2005), una de sus varias colaboraciones con el realizador -y también irlandés- Neil Jordan. Sin duda el verdadero punto de quiebre fue Búsqueda Implacable (Taken, 2008), pequeña gran maravilla de Pierre Morel que tuvo dos continuaciones, las de 2012 y 2014 de Olivier Megaton, y que le cambió el perfil hacia la comarca de los héroes recios de antaño y si bien luego se acumularon unas cuantas excepciones que rompen el molde en mayor o menor medida, en sintonía con Cinco Minutos de Gloria (Five Minutes of Heaven, 2009), Sólo Tres Días (The Next Three Days, 2010), Amores Infieles (Third Person, 2013), Operación Chromite (Incheon Sangryuk Jakjeon, 2016), Un Monstruo Viene a Verme (A Monster Calls, 2016), Silencio (Silence, 2016), El Informante (Mark Felt, 2017), Viudas (Widows, 2018) y La Balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018), lo cierto es que sus propuestas más populares a partir de entonces han sido los thrillers de acción que lo tienen como el núcleo indiscutible del relato, pensemos en este sentido en las estupendas Caminando entre Tumbas (A Walk Among the Tombstones, 2014) y Venganza (Cold Pursuit, 2019) y en la gloriosa tetralogía que lo unió con el realizador catalán Jaume Collet-Serra, la compuesta por Desconocido (Unknown, 2011), Non-Stop (2014), Una Noche para Sobrevivir (Run All Night, 2015) y El Pasajero (The Commuter, 2018). Lamentablemente la mediocridad y la repetición han estado asomando sus cabezas vía las redundantes El Protector (The Marksman, 2021) y Riesgo Bajo Cero (The Ice Road, 2021), ambas apenas superadas por la presente Venganza Implacable (Honest Thief, 2020), de Mark Williams. El guión de Steve Allrich y el propio Williams, un productor reconvertido en director y conocido especialmente por haber creado para Netflix junto a Bill Dubuque la serie Ozark ya que su ópera prima, la previa Un Hombre de Familia (A Family Man, 2016), era de lo más olvidable, cuenta con una premisa algo mucho bizarra que termina englobando a la película en una especie de thriller romántico de acción, aunque no tan divertido como sus homólogos de la década del 60 ni tampoco tan agitado e hiperbólico como los de los 80 y 90: aquí Neeson compone a Tom Dolan, un ex marine experto en demoliciones que robó doce bancos en ocho años hasta que se retiró por amor luego de conocer a Annie Wilkins (Kate Walsh), una estudiante de posgrado de psicología que trabaja de recepcionista en uno de esos parques de depósitos rentados que tienen los yanquis para guardar todo aquello que no les entra en su casa, precisamente donde el señor tiene escondidos los nueve millones de dólares que ha acumulado con estas aventuras delictivas que pretende finiquitar haciendo un trato con el FBI para que a cambio de devolver el dinero y entregarse se le asigne una sentencia reducida de dos años por robo en un presidio de mínima seguridad, debido a que en esencia hablamos de un ladrón de guante blanco/ sin violencia, sin embargo los agentes que reciben la llamada telefónica con la propuesta, Samuel Baker (Robert Patrick) y Sean Meyers (Jeffrey Donovan), envían a ver a Dolan a otros dos, John Nivens (Jai Courtney) y Ramón Hall (Anthony Ramos), quienes se quedan con el dinero e incluso asesinan a Baker. Williams en sí entrega un film noir rutinario y sutilmente meloso disfrazado de epopeya de acción con vistas a ganarse al público adepto a la faceta madura de Neeson, un intérprete siempre eficaz que en esta ocasión logra una muy buena química con la también grandecita Walsh, digna compañera de elenco gracias a una jugada de casting que evita el típico ardid hollywoodense de ponerle al galán o a la diva de turno un partenaire con una distancia de edad abismal que a la larga ridiculiza el planteo romántico desde el vamos y/ o lo acerca al morbo bobalicón del viejo o la vieja verde. Más allá de latiguillos retóricos usufructuados hasta el hartazgo como el del testigo en peligro, en este caso esa Wilkins que vio cómo los agentes corruptos del FBI se llevaban las cajas con los billetitos de su novio, y el del falso culpable, por supuesto este Dolan al que Meyers en un inicio responsabiliza por la muerte de su querido cofrade, Baker, hasta que comienza a sospechar de las maniobras turbias de sus compañeros/ subordinados, Nivens y Hall, la obra incluye además algunos chispazos de humor eficaz, un desarrollo paciente, una buena dinámica del dúo de villanos -el personaje de Courtney es el psicópata de sangre fría y el de Ramos el padre de familia con problemas de conciencia- y una típica amalgama de detalles inverosímiles y escenas de acción que realmente no molesta porque los personajes no están descuidados y se asemejan a personas de carne y hueso, sobre todo si tenemos en cuenta que sujetos que anhelan un “borrón y cuenta nueva” -como Tom- hay muchos y oportunistas atolondrados que aprovechan a puro maquiavelismo las circunstancias que se les presentan -como estos malditos esbirros que encarnan al Estado- también existen muchísimos en la praxis cotidiana. La participación de Patrick y Donovan, aunque quizás demasiado breve, asimismo suma mucho al convite en su conjunto de la misma forma que el fetiche del protagonista con las bombas caseras y esa antinomia irónica entre el amor de Dolan y Wilkins por un lado y el divorcio de Meyers por el otro, quien en la división de bienes se quedó con el perro de la otrora pareja, Tazzie, y su ex conservó la morada en la que vivían. Venganza Implacable, de todos modos, cae en una medianía cualitativa que jamás llega a redimirse del todo ni con el aire lejano testimonial setentoso ni con la sana crítica a la voracidad capitalista de fondo, basta con recordar que la génesis de la cleptomanía muy elaborada de Tom es una revancha por el suicidio de su padre, un soldador que se mató estrellando su Chevrolet Silverado contra un árbol porque fue despedido de una fábrica de tuberías y para colmo se quedó sin jubilación porque el director general malversó millones de dólares del fondo de pensiones de los empleados…
Sed de salvajismo El triste cine contemporáneo, a diferencia de su homólogo de otras épocas que prefería lo prosaico o esa medianía común y corriente para generar la empatía natural del espectador, está francamente obsesionado con los opuestos retóricos sin solución negociada alguna y así como tanto el mainstream como el indie pueden aparecerse con algún concepto hiper exagerado o pomposo que destruye desde el vamos cualquier verosímil tradicional sustentado en la mundanidad, del mismo modo ambas vertientes hoy demuestran un fetiche persistente -y preocupante por lo cansador/ redundante/ estéril- con el minimalismo de premisas narrativas claustrofóbicas o ultra sencillas que permitan ahorrar presupuesto y concentrar toda la tensión del relato en pequeños detalles repetitivos que hacen más a la ambientación contextual de la acción que a la historia en sí o al suspenso, más en sintonía con los juegos de mesa y las montañas rusas que con la estructuración dramática real del séptimo arte aguerrido y mucho menos de probeta de antaño. En el terror y el thriller esto es muy evidente porque desde la aparición de neoclásicos como El Cubo (Cube, 1997), de Vincenzo Natali, y El Juego del Miedo (Saw, 2004), de James Wan, se pueden contar de a decenas los productos derivados que han venido copiando la fórmula del laberinto material o existencial y del sadismo en torno a un concepto insistente que vuelve una y otra vez con cada muerte de personaje porque lo que prima es la dinámica comercial de la colección de fallecimientos truculentos y artísticos del slasher, aunque casi siempre sin la imaginación o virulencia de aquel período de oro correspondiente a las desaparecidas décadas del 80 y 90. Escape Room: Sin Salida (Escape Room, 2019), de Adam Robitel, fue uno de los tantos exponentes del formato en cuestión y sinceramente podía englobarse dentro del grupo menos interesante o bastante rutinario tendiente a lo deslucido, ese de El Método (2005), de Marcelo Piñeyro, El Examen (Exam, 2009), de Stuart Hazeldine, La Reunión del Diablo (Devil, 2010), de John Erick Dowdle, Would You Rather (2012), de David Guy Levy, Circle (2015), de Aaron Hann y Mario Miscione, y The Belko Experiment (2016), de Greg McLean, en oposición a obras mucho más atractivas y hasta en ocasiones surrealistas como Los Cronocrímenes (2007), de Nacho Vigalondo, La Habitación de Fermat (2007), de Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña, Triángulo (Triangle, 2009), de Christopher Smith, Coherence (2013), de James Ward Byrkit, Time Lapse (2014), de Bradley King, y El Hoyo (2019), de Galder Gaztelu-Urrutia. La esperable secuela del opus de Robitel, Escape Room 2: Reto Mortal (Escape Room: Tournament of Champions, 2021), respeta a rajatabla lo hecho por la película original y si bien no está muy lejos de otros productos recientes del rubro que asimismo resultaron bien decepcionantes, en línea con Méandre (2020), de Mathieu Turi, Oxígeno (Oxygène, 2021), de Alexandre Aja, y Espiral (Spiral: From the Book of Saw, 2021), de Darren Lynn Bousman, lo cierto es que cae incluso por debajo de aquellas y no consigue acercarse en nada a sus obvias inspiraciones espirituales, no sólo El Cubo y El Juego del Miedo sino además Enterrado (Buried, 2010), de Rodrigo Cortés, otra joya del formato del entorno cerrado y los acertijos más o menos implícitos símil niveles lúdicos. La trama sigue el derrotero de Zoey Davis (Taylor Russell) y Ben Miller (Logan Miller), los únicos sobrevivientes de la faena anterior, en su misión por desenmascarar a Minos Corporation, una compañía con sede en Manhattan responsable de armar sucesivas y muy enrevesadas escape rooms/ salas de escape en las que encierran una vez al año a seis participantes para que resuelvan enigmas si desean continuar con vida, espectáculo para oligarcas ricachones en las sombras que apuestan en función de los posibles resultados entre las trampas, pistas y esa media docena de futuros cadáveres reunidos siempre bajo algún elemento aglutinador, en la primera película el hecho de que todos los participantes involuntarios habían sobrevivido a calamidades y ahora la condición de “campeones” en sus respectivos contingentes del pasado inmediato. Además de Zoey y Ben, los otros cuatro vencedores de salas de escape son Rachel Ellis (Holland Roden), Brianna Collier (Indya Moore), Nathan (Thomas Cocquerel) y Theo (Carlito Olivero), un pelotón anodino a más no poder y arrastrado a una nueva pesadilla cuando un junkie (Matt Esof) les roba un collar a los dos protagonistas y los conduce hacia un vagón del metro de Nueva York con el resto, catalizador para una colección de habitaciones -una más delirante y ridícula que la otra- que incluyen esa misma formación ferroviaria electrificada, un banco repleto de láseres que cortan como cuchillos, una postal playera paradisíaca cuyas arenas engullen a sus víctimas, un contexto callejero con una lluvia ácida que quema la piel y hasta un regreso de aquella Amanda Harper (Deborah Ann Woll) que parece que no vimos morir en el opus de 2019. El trabajo del reincidente Robitel, un realizador mediocre que nos entregó obras mejores y olvidables como La Posesión de Deborah Logan (The Taking of Deborah Logan, 2014) y La Noche del Demonio: La Última Llave (Insidious: The Last Key, 2018), amén de haber firmado el guión del bodrio mayúsculo Actividad Paranormal: La Dimensión Fantasma (Paranormal Activity: The Ghost Dimension, 2015), de Gregory Plotkin, podría aprovechar la potencialidad para construir suspenso que esconde la premisa pero opta en cambio, como tantos otros productos de nuestros días, por exacerbar una pose vertiginosa baladí que genera distancia en vez de complicidad, no deja tiempo para el desarrollo de personajes, se lleva puesta la lógica impuesta por el propio relato y cae, en suma, en una serie de alaridos histéricos, acertijos estúpidos y acelerados, mucha tibieza ideológica, heroísmo de cartón pintado y la paradigmática ausencia de gore, inteligencia, brío o un mínimo planteo sexual con vistas a conseguir la calificación más baja posible cortesía de las diferentes entidades de censura del globo. La estética visual general, siempre a mitad de camino entre lo retro videoclipero y la publicidad para púberes, tampoco ayuda precisamente a que uno se tome en serio las amenazas mortíferas y por consiguiente a las criaturas que las sufren, a lo que se agrega la falta del ingenio de La Habitación de Fermat, el vuelo narrativo de Triángulo y por supuesto los comentarios sociales anticapitalistas de la magnífica El Hoyo, todas aventuras del espanto y de la furia que le pasan el trapo a esta supuesta denuncia de esa “sed de salvajismo” de la sociedad contemporánea de la que nos habla el prólogo a lo montaje/ resumen del capítulo previo, una evidente estafa porque aquí el único salvajismo no es el de la pantalla, como decíamos antes bastante aniñada y castrada, sino el industrial del Hollywood aburrido y codicioso oligopólico de hoy en día que prefiere entregar una catarata de mamarrachos pasteurizados y franquicias desabridas antes que los convites más portentosos, interesantes y desproporcionados de antaño, aquellos que dejaban de lado el conservadurismo y apostaban a la imaginación y el desenfreno valioso de barricada. Quizás la mayor paradoja detrás de productos sin vida propia ni talento real como el presente se encuentre en el detalle de que estamos ante un supuesto rompecabezas cruento que ya no ofrece sangre ni misterios ni nerviosismo ni tampoco óbitos en sí porque la obsesión del mainstream con reciclar personajes, actores y caritas lo lleva a reducir significativamente el número de muertes explícitas para luego seguir justificando la reaparición de este bobo/ boba o de aquel/ aquella en una espiral perpetua de regresos y secuelas que nadie pidió…
Erradicando el cáncer Maligno (Malignant, 2021), el regreso de James Wan a la dirección de películas de terror, resulta una sorpresa porque en una época en la que prácticamente todo el mundo -incluido él mismo- se dedica a franquicias y remakes, el australiano de ascendencia malaya vuelve a demostrar que por lo menos en lo que atañe a su faceta de realizador aún busca abrir el terreno en términos artísticos y probar formatos hasta este momento no trabajados por el señor. Dicho de otro modo, Wan puede entretenerse en su rol de productor con cuatro sagas muy redituables en simultáneo, hablamos de los superhéroes de DC en línea con Aquaman (2018) y las series de epopeyas del espanto desencadenadas por El Juego del Miedo (Saw, 2004), La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y El Conjuro (The Conjuring, 2013), sin embargo Maligno no tiene nada que ver ni con el porno de torturas de El Juego del Miedo ni con el suspenso y los fantasmas escurridizos y persistentes de La Noche del Demonio, El Conjuro y Silencio de Muerte (Dead Silence, 2007) ni mucho menos con el esquema del film noir de vigilantes suburbanos símil Sentencia de Muerte (Death Sentence, 2007), planteo que implica que el cineasta en esencia se caga en sus fans bobalicones mainstream que lo relacionan con espectros elegantes y ahora apuesta a encontrar un nuevo público de muy distinta envergadura porque el opus que nos ocupa es por lejos su propuesta más trash y desatada, algo rarísimo viniendo de un tanque financiado por la Warner Bros., un estudio al que definitivamente le debe haber vendido el proyecto como un slasher sobrenatural clásico aunque el producto resultante en sí cae en todas aquellas gloriosas exageraciones de la Clase B de los 80 y 90 en materia de un asesino descabellado y monstruoso, un misterio delirante de fondo, una protagonista anodina, mucho gore extasiado, escenas pirotécnicas y diversos personajes secundarios bastante más interesantes o coloridos que los principales. El guión de Akela Cooper, a partir de una historia de Cooper, Wan e Ingrid Bisu, comienza con un prólogo en 1993 situado en el Hospital de Investigación Simion, donde la Doctora Florence Weaver (Jacqueline McKenzie), médica especializada en cirugía reconstructiva infantil, debe detener con un dardo tranquilizante la furia homicida de un tal Gabriel que se cargó a buena parte de los ayudantes de la matasanos, un sujeto deforme con una enorme fuerza, la destreza de controlar la electricidad y hasta la capacidad de transmitir sus ideas a través de la radio. El salto al presente nos lleva a conocer a Madison Mitchell (Annabelle Wallis), embarazada que arrastra una racha negativa de tres abortos espontáneos a lo largo de dos años y por ello tiene una relación conflictiva con su violento esposo, Derek Mitchell (Jake Abel), quien en un episodio de cólera empuja su cabeza contra una pared. Derek pronto termina asesinado por una fuerza misteriosa en un ataque hogareño que desencadena una serie de homicidios de médicos que trataron a Gabriel, como Weaver y sus colegas Victor Fields (Christian Clemenson) y John Gregory (Amir AboulEla), lo que provoca la investigación de dos detectives, Kekoa Shaw (George Young) y Regina Moss (Michole Briana White), quienes desde ya no le creen a Madison cuando afirma tener una conexión psíquica con el psicópata que la lleva a vivenciar en primer plano los homicidios, casi todos cometidos con una daga dorada que el muy atlético Gabriel construye a partir de uno de los trofeos de Weaver. Ayudada por su hermana, Sydney (Maddie Hasson), y su madre, Jeanne (Susanna Thompson), Madison descubre que bloqueó el recuerdo del chiflado durante su vida adulta pero hablaba muy seguido con él cuando niña porque es su hermano biológico, señor que tiene secuestrada en el altillo de la casa de Madison a la madre de ambos, Serena May (Jean Louisa Kelly), guía turística de la Seattle olvidada después del incendio de 1889. Como decíamos antes, en esta oportunidad Wan deja de lado toda sutileza retórica y hasta se podría decir que durante buena parte del metraje evita su marca registrada hasta el día de la fecha como autor, eso del acecho sigiloso in crescendo y los golpes de efecto a lo bus effect de cadencia arty y muy meticulosa, hoy por hoy reemplazada por algo de la puesta en escena pesadillesca promedio de Wes Craven, por una vuelta de tuerca final de impronta body horror cercana a David Cronenberg y especialmente por un ritmo narrativo desaforado y una andanada de desvaríos que recuerdan mucho a nivel conceptual al Sam Raimi de Ola de Crímenes (Crimewave, 1985), El Hombre sin Rostro (Darkman, 1990), Arrástrame al Infierno (Drag Me to Hell, 2009) y la trilogía de Diabólico (The Evil Dead, 1981), Noche Alucinante (Evil Dead II, 1987) y El Ejército de las Tinieblas (Army of Darkness, 1992). Wan sabe muy bien lo que hace y manipula al espectador desde un derrotero anímico que arranca en el terror gótico de edificaciones lúgubres, científicos dementes y monstruos del averno, pasa por los abusos domésticos, el procedimiento policial y la retahíla de asesinatos hiperbólicos por venganza y finalmente desemboca en el melodrama familiar tácito cuando descubrimos que Madison no sólo es adoptada sino que sufre al parasitario Gabriel y su idea de eliminar a todos a su alrededor para dominarla por completo, ya sea a los bebés en su vientre o su esposo o su hermana, esa Sydney que se salvó por poco de morir dentro de Jeanne por los episodios de control absoluto que padece la protagonista a instancias de su gemelo. Con un estupendo desempeño de Michael Burgess en fotografía, Kirk M. Morri en edición y Joseph Bishara en música, la película por momentos adquiere la forma de una montaña rusa estrambótica en la que no se sabe qué podría ocurrir a continuación aunque sin ser particularmente original, sólo por esta mezcla caótica de ingredientes heterogéneos. El film, errático y enfebrecido hasta el éxtasis, incluye muchos detalles interesantes como ese prólogo ultra trash, una secuencia de créditos iniciales a lo montaje tenebroso cool de David Fincher con seudo rock industrial, el extraordinario trabajo de Marina Mazepa (acrobacias) y Ray Chase (voz distorsionada por radio o teléfono) en lo que respecta a la interpretación de un Gabriel que se mueve en reversa, la idea minimalista de representar el trauma de los abortos de Madison y del surgimiento de su doble malvado con un constante sangrado craneal, la relación de amor platónico entre Sydney, una actriz de pocos recursos, simpática y mucho más humanizada en el relato que su hermana adoptiva, y Shaw, evidente álter ego asiático de Wan, la susodicha colección de asesinatos y secuestros a toda pompa, la noción de reducir la utilización de CGI a los pocos planos de la criatura y la reconversión del entorno inmediato de Madison al momento de los crímenes cual teletransportación surrealista compulsiva que la obliga a ser una testigo de las salvajadas símil aquella Betty (Cristina Marsillach) de Terror en la Ópera (Opera, 1987), de Dario Argento, las obvias alusiones complementarias a El Fantasma de la Ópera (Le Fantôme de l’Opéra, 1910), la archiconocida novela gótica de Gastón Leroux, la maravillosa escena de la persecución de Kekoa detrás de Gabriel luego del homicidio del Doctor Gregory en su bañera, aquella otra secuencia de la hipnoterapeuta y el “casi asesinato” de la Sydney no nata, el muy hilarante instante de la caída de Serena desde el techo sobre el living del hogar de Madison adelante de los esbirros de la ley, una prodigiosa carnicería en la estación de policía del último acto que nada tiene que envidiar a lo que sería una lectura a lo Matrix (The Matrix, 1999), de los hermanos/ hermanas Wachowski, de su homóloga de Terminator (The Terminator, 1984), de James Cameron, y finalmente ese remate en el hospital y frente a la cama de May -único momento sensiblero de la trama aunque bien manejado- con nuestro antihéroe iracundo en retroceso pero siempre avanzando, Gabriel, y su lucha definitiva con Madison por el envase corporal, quizás no tan “definitiva” porque en el caso de Wan nunca se sabe si esto termina aquí o desencadenará una nueva franquicia. Maligno, una película que en otros tiempos más variados y ricos sería un placer culpable y en la uniformidad paupérrima del presente funciona como un soplo de aire fresco, resulta muy pero muy entretenida porque el director comprende a la perfección que el cine de género se sostiene en un villano apesadumbrado, mortífero en serio y de carne y hueso, no un engendro animalizado o gigantesco, y en una buena dinámica entre la seriedad, representada en la caracúlica de Madison, y la afabilidad o hasta cierta pata payasesca, simbolizada en Sydney en lo que en ocasiones es un traspaso del devenir protagónico a pura ciclotimia narrativa. El ardid de Gabriel adquiriendo la forma de un cáncer antropomorfizado, pegado a la espalda y la cabeza de su gemela, es tan encantador y ridículo como el carácter de supuesta “oveja negra” social del personaje de Wallis, una belleza reluciente típica de un mainstream cultural que por regla general no suele regalarnos odiseas tan enajenadas como Maligno, asimismo una crítica astuta contra la lacra médica chupasangre, esa también tumoral que experimenta con los pacientes y les miente sistemáticamente, y una suerte de adaptación lejana del grotesco de los monstruos posmodernos de Hammer Productions y el motivo eterno del doppelgänger en su acepción hitchcockiana/ depalmiana/ shyamalaniana, ahora llevado a las aberraciones biológicas…
Dictadura de burócratas financieros Adults in the Room (2019), la última película del gran Costa-Gavras, se basa en un libro del conocido economista de izquierda Yanis Varoufakis, Comportarse como Adultos: Mi Batalla contra el Establishment Europeo (Adults in the Room: My Battle with Europe’s Deep Establishment, 2017), en el que el otrora Ministro de Finanzas de Grecia -cargo que ocupó entre enero y julio de 2015- analiza las negociaciones que encabezó en nombre de su país con la Troika, léase el grupo formado por la Comisión Europea (CE), el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), para evitar la quiebra del país como consecuencia de préstamos cíclicos, datos estadísticos falsificados y políticas eternas de ajuste cortesía de las administraciones previas y la misma Troika, lo que derivó en un referéndum popular que fue desconocido por el Primer Ministro de entonces Alexis Tsipras, quien volvió a pagar a los acreedores internacionales públicos y privados justo como hoy continúa haciéndolo el kirchnerismo en Argentina, otro ejemplo de fuerza que la va de progresista pero en verdad no se aparta de un conservadurismo espantoso que respeta a rajatabla la dictadura del statu quo económico y financiero y sus burócratas de siempre. El guión, firmado por el propio Costa-Gavras, enfatiza la responsabilidad en la debacle helénica tanto de los testaferros de derecha dentro de Grecia como de sus “amos” de turno del capitalismo foráneo, todos obsesionados con privatizaciones de bienes del Estado, aumento de la edad jubilatoria, reducción de salarios, flexibilización general del mundo del trabajo, baja de todas las pensiones, desmantelamiento de los sistemas públicos de salud y educación y por supuesto medidas vinculadas con el hecho de facilitar el lavado de dinero, la concentración empresarial y la especulación monetaria a gran escala. Como muchos de los buitres financieros acreedores de Grecia están agazapados en las fronteras nacionales de Francia y Alemania, las rondas de negociaciones con los ministros de economía de ambos países, los execrables Pierre Moscovici y Wolfgang Schauble, se transforman en cruciales en un tire y afloje que se caracteriza por la necesidad de un nuevo préstamo de la Troika para salvar a los bancos griegos y a la economía del país en su conjunto aunque ya no ofreciendo como “contraprestación” las políticas salvajes de empobrecimiento de antaño, esas que llevaron al desempleo y a la miseria a más del 30% de los habitantes de la nación. El extraordinario Christos Loulis interpreta a Varoufakis y Alexandros Bourdoumis a Tsipras, el primero manteniendo siempre su independencia y buscando una salida que no reproduzca las mismas medidas autodestructivas de siempre y el segundo en un principio apoyándolo en esa retahíla interminable de reuniones en la sede de la Comisión Europea, en Bruselas, Bélgica, para a posteriori terminar “tranzando” como prácticamente todos los mandatarios de nuestros días y recayendo en nuevos ajustes internos, pagos regulares a los acreedores y el viejo ardid de echar mano -para ello, para contrarrestar los pasivos- de fondos públicos destinados a otros menesteres, exactamente igual que en el caso argentino con respecto a la caja jubilatoria y la catarata de hipocresía y mentiras que se suele desplegar para justificar semejante manotazo de ahogado, de un ahogado bien sumiso y estúpido. Con su clásica precisión testimonial, Costa-Gavras subraya vía palabras de Loulis el carácter de círculo vicioso de las políticas neoliberales que insólitamente todavía aceptan casi todos los países en crisis de nuestro planeta, empezando por deuda impagable que se contrae para honrar deuda impagable, continuando por impuestos más altos y reducciones en la inversión pública por parte del Estado, y terminando con un menor volumen de ingresos en general por la recesión subsiguiente y con una mayor necesidad de salvar las cuentas con más y más deuda impuesta por los buitres internacionales del “déficit cero”. Por momentos los 124 minutos de Adults in the Room se sienten algo innecesarios porque hay unas cuantas secuencias que bien podrían haber quedado en la sala de edición sin que la historia ni su discurso emancipador sufriesen el más mínimo cambio, no obstante se agradece la claridad de los diálogos del director y guionista y su arquitectura orientada a señalar que los burócratas horrendos de la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional son ideólogos fanáticos de la economía porque como economistas a secas son profundamente mediocres, unos diletantes de la austeridad pública y la algarabía especulativa privada que se desentienden por completo del sufrimiento que generan las medidas que imponen a los países a su merced. Más allá de la traición de los ideales de independencia por parte del gobierno de Tsipras, representados con un dejo surrealista tragicómico mediante la coreografía de Bourdoumis y compañía del desenlace, la propuesta consigue retratar con sagacidad el sustrato kafkiano de un ecosistema político global neoliberal totalmente fracasado que continúa insistiendo con recetas fallidas que a su vez derivan en crisis recurrentes e indigencia a niveles nunca antes vistos, como si la fórmula de la sumisión eterna a los dictados de los bancos de crédito y fondos de inversión sea la única realidad/ alternativa posible, una ceguera monumental que sólo la verdadera izquierda batallante puede desmantelar en el reino de los lobotomizados y los cómplices…
Limpieza ética policial En Espiral (Spiral: From the Book of Saw, 2021) conviven dos tendencias un tanto mucho antagónicas que no terminan de desarrollarse de manera separada ni mucho menos en conjunto: por un lado está la idea de ser fiel a la saga que comenzó con la cada día más lejana El Juego del Miedo (Saw, 2004), de James Wan, aunque no específicamente fiel a aquel eslabón primerizo, consagrado a una colección de muertes brutales y justicieras, el suspenso de entorno cerrado y esa estructura dramática de Eran Diez Indiecitos (Ten Little Indians, 1939), de Agatha Christie, sino a la querencia de las secuelas de ir dejando cada vez más espacio dentro del relato a la investigación policial estándar alrededor de la captura del psicópata, Jigsaw (Tobin Bell), y su socio circunstancial según el eslabón considerado, y por el otro lado tenemos la intención de renovar el asunto mediante una temática nueva de por sí muy interesante e inusual dentro del mainstream proinstitucional y conservador del presente, léase la corrupción policial enquistada en las grandes metrópolis, y a través de la insólita presencia de un actor cómico de larga data como Chris Rock en el rol protagónico, incluso gozando de un crédito como productor ejecutivo y habiendo supervisado el guión. Hay que sincerarse en lo que respecta a la franquicia y decir que la única gran película del lote es aquella primera de Wan ya que del pelotón de continuaciones sólo valen la pena en serio las segunda y tercera partes, ambas dirigidas por Darren Lynn Bousman, señor que también se encargó del cuarto film, en términos prácticos el primero que entró en piloto automático y generó una andanada de trabajos más o menos dignos pero olvidables, casi todos escritos para el fandom por Patrick Melton y Marcus Dunstan, gran dupla creativa también responsable de las prodigiosas The Collector (2009), The Collection (2012) y The Neighbor (2016). El Juego del Miedo 3D (Saw 3D, 2010), de Kevin Greutert, fue un cierre potable para la saga y la tardía Jigsaw (2017), de Michael y Peter Spierig, un intento ameno de reavivar el fuego, lo que nos deja con Espiral, un noveno eslabón que no se decide entre secuela o spin-off debido a que se hace referencia a las andanzas del vengador pero se opta por el ardid narrativo del imitador, algo con lo que se había coqueteado largo y tendido en capítulos previos vía la figura de los discípulos del personaje de Bell, en suma cómplices que seguían los mandatos del justiciero hasta el absurdo porque falleció en la tercera parte. Zeke Banks (Rock) es un detective al que sus compañeros detestan gracias a que denunció el asesinato de un testigo de las muchas tropelías de la fuerza cometido por su compañero, Peter Dunleavy (Patrick McManus), colegas que lo dejaron solo en una peligrosa misión en la que recibió un balazo a pesar de ser el hijo del otrora jefe de policía, Marcus (Samuel L. Jackson). Por supuesto que aquí le asignan a un novato como cofrade, William Schenk (Max Minghella), y se transforma en el eje de la obsesión de un homicida que ajusticia a uniformados corruptos y le envía partes de los cuerpos de las víctimas como ejemplos de lo que le sucederá a los ladrones, verdugos y extorsionadores dentro de la fuerza, permitiendo así nuevas secuencias truculentas y eficaces de lenguas y dedos arrancados, piel extraída con meticulosidad, quemaduras, vidrio símil misiles y hasta extracción paulatina de sangre hasta el debilitamiento extremo. El guión de Josh Stolberg y Pete Goldfinger, los mismos de Jigsaw, respeta todos los clichés del policial negro en materia del retrato de los oficiales: Banks es divorciado, casi ni ve a su hijo, tiene una relación distante con su padre jubilado a pesar de ser colegas y se involucra personalmente en el caso no sólo porque el homicida lo presiona sino porque reventó a su mejor amigo y colega, Marv Bozwick (Dan Petronijevic). Rock no puede con su genio e incluye unos chistes fuera de lugar en el principio del relato antes de volcar el asunto hacia esa entonación amarga dominante en la franquicia y sin ser maravillosa su actuación, hay que reconocer que el intérprete no pasa vergüenza aunque tampoco logra una metamorfosis profesional semejante a la de su evidente modelo, el Eddie Murphy de los 80 cuyo talento le permitía saltar de la comedia al drama y viceversa. Sin embargo el verdadero problema del film, el que genera su quid mediocre y anodino, es la incapacidad de Bousman a la hora de inyectable garra al convite o disimular el hecho de que la infaltable “vuelta de tuerca” se ve venir a kilómetros a la distancia en lo que atañe a la identidad del asesino en serie, director que por cierto no consigue redondear una película realmente atractiva desde -precisamente- sus intervenciones de antaño en la saga de El Juego del Miedo y aquella remake del 2010 de El Día de la Madre (Mother’s Day, 1980), de Charles Kaufman, honestamente su única obra potable por fuera de la serie de films que nos ocupa: pensemos que tanto 11-11-11 (2011) y The Barrens (2012) como Abattoir (2016), St. Agatha (2018) y Death of Me (2020) resultaron en verdad desastrosas, amén de sus simpáticas -aunque no mucho más- colaboraciones con el guionista Terrance Zdunich en una trilogía de musicales freaks de horror, Repo! The Genetic Opera (2008), The Devil’s Carnival (2012) y Alleluia! The Devil’s Carnival (2016). Más allá de la corrección política de incluir a una mujer joven y encima latina como improbable jefa de la fuerza, la Capitana Angie Garza (Marisol Nichols), lo que después se explica por la corrupción institucional, como decíamos antes Espiral falla en su pretensión de ser fiel al formato porque exacerba aún más el camino que nos aleja del encierro del pasado y que vincula a la faena con el film noir versión hollywoodense contemporánea y con el cine de acción de la década del 80, ya sin ideas novedosas y reciclando latiguillos de antaño que no reciben adaptación alguna a nuestra época, y asimismo fracasa en lo referido a construirle un adversario real al adalid de las tribulaciones macabras de los juegos porque Rock todavía no está lo suficientemente maduro como “actor serio” como para sostener sobre sus hombros la película o el supuesto relanzamiento de una franquicia a la que -se nota- debe estimar mucho, sumándose además la deslucida labor de un Bousman que apresura la resolución, abusa de los flashbacks hiper compactados y lamentablemente le da muy poco tiempo de pantalla a lo que en otra etapa fuera el núcleo mismo de la propuesta retórica, ese suspenso morboso de las carnicerías que abrió la puerta a un porno de torturas hoy devenido en limpieza ética dentro de la policía…
Las mentiras institucionales Más cerca del enfoque oblicuo de Lovelace (2013), la biopic sobre Linda Lovelace, aquella actriz pornográfica que saltó a la fama con Garganta Profunda (Deep Throat, 1972), que del retrato tradicional de Big Eyes (2014), acerca de la pintora Margaret Keane, conocida en todo el mundo por los grandes ojos de los personajes de sus cuadros, Seberg (2019) evita examinar los inicios de la carrera de Jean Seberg, la mítica protagonista de Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, e icono de la Nouvelle Vague, con el objetivo de centrarse en la vigilancia, el acoso y la catarata de tormentos que sufrió la intérprete bajo la insistencia psicopática del FBI de J. Edgar Hoover dentro del denominado Programa de Contrainteligencia (COINTELPRO), una serie de operaciones encubiertas ilegales que la institución estatal llevó a cabo entre 1956 y 1971 para disgustar, amedrentar, perseguir, difamar públicamente y en última instancia eliminar a todos los líderes, voceros y figuras varias de la refulgente izquierda del momento (comunistas, pacifistas, activistas por los derechos civiles, feministas, ecologistas, dirigentes de los pueblos originarios, colectivos independentistas, militantes del espectro afroamericano y cualquiera clase de persona u organización que los fascistas en el poder considerasen un peligro o una oposición política). El film examina el hostigamiento por parte del buró hacia Seberg (Kristen Stewart) desde el momento en que entabla una relación romántica con Hakim Jamal (Anthony Mackie), un militante del heterogéneo movimiento Black Power, y comienza a hacer donaciones a la causa del fortalecimiento de la población negra en Estados Unidos. Aprovechando la fama internacional de ella y el hecho de que ambos estaban casados, Seberg con Romain Gary (Yvan Attal) y siendo madre del pequeño Alexandre Diego Gary (Gabriel Sky) y Jamal con la también activista Dorothy (Zazie Beetz), el FBI arremete con todo primero colocándole micrófonos y siguiendo a la norteamericana, luego poniendo en evidencia el affaire para que se le compliquen las cosas con su marido, y finalmente cayendo en barbaridades como matar a su mascota en una de las infinitas entradas ilegales a su hogar y acusarla -vía una “nota a pedido” de la revista Newsweek- de haber quedado embarazada de uno de los miembros más célebres de las Panteras Negras, Raymond Hewitt, cuando en realidad el hijo que esperaba era del estudiante revolucionario mexicano Carlos Ornelas Navarra, lo que derivó en estrés, un parto prematuro y la muerte de la beba dos días después de nacida, bautizada Nina Hart y velada a ataúd abierto para que todos vean el color de su piel, blanca. Si bien la película no aporta nada novedoso en lo que respecta a un tópico tan explorado como el presente y por momentos se hace evidente que tampoco aprovecha del todo esta aproximación tangencial a la vida, los padecimientos y el ideario político de izquierda de la actriz, especialmente porque se queda en ciertos gestos superficiales propios del thriller paranoico mainstream de conspiraciones gubernamentales que no calzan en esencia con lo que debería ser un drama testimonial más profundo y complejo, a decir verdad la labor de los guionistas Joe Shrapnel y Anna Waterhouse y del director Benedict Andrews, aquel de la interesante Una (2016), resulta bastante correcta gracias a que el equipo en su conjunto consigue mantener la tensión a lo largo del metraje mediante el excelente desempeño de Stewart, aquí sin duda ofreciendo una de las mejores interpretaciones de su carrera, y a través del ardid narrativo de subdividir las diferentes facetas/ “caras” del FBI en el caso, desde ese todopoderoso J. Edgar Hoover en las sombras y su personero de turno Frank Ellroy (Colm Meaney) hasta los dos agentes encargados en un primer momento de una investigación símil caza de brujas cada vez más ridícula e insignificante, Carl Kowalski (Vince Vaughn), todo un paladín cínico y autoritario de la derecha, y Jack Solomon (Jack O’Connell), un joven que pasa de recomendar a sus superiores el seguimiento de Seberg por su vínculo y diversas donaciones a Jamal a luego arrepentirse por haber puesto en marcha la maquinaría del espionaje y haberle ofrecido un objetivo de estas características, tan sincero y sutil en su ideología libertaria como ingenuo en lo que atañe a no predecir las consecuencias de sus actos en un ambiente social/ cultural exasperado en donde la extrema derecha en el poder recurría al horror y a muchas mentiras para conseguir lo que deseaba. Precisamente, la realización construye en paralelo la historia de la pobre Seberg, una verdadera mártir del cine y el arte que fue llevada a la locura y al eventual suicidio en 1979 por la administración de Richard Nixon, y la del “arrepentido progresivo” Solomon, casado a su vez con Linette (Margaret Qualley), una mujer que presencia el envilecimiento gradual de su esposo cortesía de la dialéctica institucional inmunda de los secretos oficiales y las operaciones tendientes al acecho sin cesar, la desacreditación popular y el encarcelamiento/ asesinato de los considerados “subversivos”, léase cualquier enemigo político que cuestione en serio el statu quo. La trayectoria de Jean, siempre dividida entre Hollywood y Europa, abarcó propuestas muy diferentes que van más allá de Sin Aliento, como por ejemplo los dos opus que encaró con Otto Preminger, Santa Juana (Saint Joan, 1957) y Buenos Días, Tristeza (Bonjour Tristesse, 1958), el par filmado con Claude Chabrol, La Línea de Demarcación (La Ligne de Démarcation, 1966) y El Camino de Corinto (La Route de Corinthe, 1967), la querida El Rugido del Ratón (The Mouse That Roared, 1959), los dos films dirigidos por su marido Romain Gary, Las Aves van a Morir al Perú (Les Oiseaux vont Mourir au Pérou, 1968) y Kill! (1971), la rareza El Atentado (L’Attentat, 1972) y finalmente las norteamericanas más tradicionales Que Nadie Escriba mi Epitafio (Let No Man Write My Epitaph, 1960), Lilith (1964), Sublime Locura (A Fine Madness, 1966), La Leyenda de la Ciudad sin Nombre (Paint Your Wagon, 1969) y Aeropuerto (Airport, 1970). Seberg no es ninguna maravilla del cine pero si la pensamos como una introducción a la figura de la actriz y a las listas negras tardías del mainstream yanqui, esas que también condenaron al semi ostracismo a la gran Jane Fonda, lo cierto es que cumple y dignifica…
La condición de inocencia Como hiciese en ocasión de El Pianista (The Pianist, 2002), fundamentalmente señalando la generosa proporción de cómplices pasivos y activos con el nazismo en lo que respecta a los judíos del Gueto de Varsovia, ahora Roman Polanski en la prodigiosa El Oficial y el Espía (J’Accuse, 2019), su última película, va mucho más allá de la simple denuncia del antisemitismo que suele enmarcar a los films que han explorado el tristemente célebre Caso Dreyfus, como por ejemplo La Vida de Émile Zola (The Life of Émile Zola, 1937) o ¡Yo Acuso! (I Accuse!, 1958), optando en cambio por acercarse a la complejidad de la también admirable Prisionero del Honor (Prisoner of Honor, 1991), opus de Ken Russell sobre el mismo tópico: en su exhaustivo y fascinante análisis de la falsa acusación contra el Capitán Alfred Dreyfus (1859-1935) por parte del nauseabundo Ejército Francés de haber revelado secretos militares a Alemania, el polaco se mete con el enrevesado popurrí de factores que intervinieron a la hora de cristalizar el martirio del susodicho y el prolongado proceso que tuvo que atravesar tanto el Coronel Georges Picquart como el escritor Émile Zola para probar su inocencia; una colección del espanto que por cierto incluye al corporativismo fanático de la milicia gala, el nacionalismo acrítico y descerebrado de buena parte del vulgo, una burocracia estatal que tiende a replegarse en sus propias mentiras, la acción de supuestos expertos calígrafos que subrayan lo que sea que les pida el poder o sus propios prejuicios, la misma crueldad del sistema jurídico y penal de Francia, la influencia de una prensa amarilla dominante que incentiva la caza de brujas, el sustrato bastante ridículo y caprichoso de los servicios de inteligencia, la idiotez infantilizada/ condicionada de las clases populares, la inclinación del ser humano a buscar “chivos expiatorios” facilistas en todos los ámbitos y circunstancias, y finalmente ese odio delirante contra el pueblo hebreo que generó una infinidad de pogromos durante siglos a lo largo de toda Europa y más allá. El guión del propio Polanski junto a Robert Harris, basado en la novela del segundo An Officer and a Spy (2013), comienza con la pompa ceremonial de 1894 de degradación de Dreyfus (Louis Garrel) y su reclusión en la Isla del Diablo, un centro penitenciario inhóspito y de características por demás inhumanas que pertenece a la Guayana Francesa. Pronto el Coronel Picquart (Jean Dujardin), quien fuera profesor de Dreyfus en la Escuela Superior de Guerra y veedor en el primer juicio contra el capitán, es designado por el General Gonse (Hervé Pierre), jefe máximo del Servicio Secreto, como el nuevo mandamás de lo que se dio en llamar eufemísticamente la “Sección de Estadísticas”, en términos prácticos la rama del servicio de inteligencia del Estado Francés encargada de vigilar y abrir la correspondencia de los agregados militares y diplomáticos extranjeros para evitar fugas de información sensible, debido a que la autoridad previa del sector, el Coronel Sandherr (Eric Ruf), está consumido por la sífilis. Apenas asume como el nuevo jerarca y recibe de parte de su segundo al mando, el Mayor Henry (Grégory Gadebois), toda la información en lo que atañe al trabajo cotidiano del sector, Picquart primero se entera cómo consiguen los telegramas, cartas y documentos oficiales varios en el caso de las autoridades alemanas (específicamente a través de la señora de limpieza de la embajada germana, la cual les entrega el contenido del tacho de basura una vez a la semana) y luego descubre horrorizado que el Mayor Ferdinand Walsin Esterhazy (Laurent Natrella) es el verdadero espía que vende secretos franceses a los enemigos, no el “perejil” circunstancial de Dreyfus (entre la basura robada el coronel encuentra un telegrama cuya letra es idéntica a la de una nota atribuida al capitán y utilizada en su condena, en esencia siendo el principal elemento acusatorio en ocasión de lo que fue un tribunal militar hiper sesgado por formar parte Dreyfus de la estirpe judía, lo que lo posicionó de inmediato como el sospechoso estrella). Como el impresentable experto calígrafo que testificó contra el acusado, Alphonse Bertillon (Mathieu Amalric), reconoce que ambos trazos son iguales pero al mismo tiempo se inventa historias desquiciadas para seguir justificando la culpabilidad del capitán, Picquart recurre a las autoridades de turno, el General Boisdeffre (Didier Sandre), el General Billot (Vincent Grass) y el citado General Gonse, sin embargo de manera paulatina todos empiezan a destruir evidencia e inventar nuevas “pruebas” cuando toman conciencia de que reconocer la inocencia de Dreyfus equivaldría al desprestigio del Ejército Francés y a una merma de la confianza pública en la rama ejecutora del imperio, amén de un gran escándalo político. Decidido a no abandonar el asunto, sus superiores lo expulsan de París y dan comienzo a un periplo interminable que lo paseará por diversas guarniciones en Francia y el extranjero con vistas a garantizar su silencio, incluidos un persistente seguimiento, la apertura de su correspondencia personal, el allanamiento de su departamento y hasta la revelación de su affaire de larga data con Pauline Monnier (Emmanuelle Seigner), esposa de un miembro prominente de la oficina de Asuntos Exteriores, Philippe Monnier (Luca Barbareschi). El abogado Leblois (Vincent Pérez) conecta a un Picquart desesperado y ya cansado de la persecución y la impunidad castrense con editores de periódicos, senadores, diputados, columnistas, Mathieu Dreyfus (Nicolas Bridet), hermano de Alfred y militante incansable por su liberación, y Émile Zola (André Marcon), escritor de renombre que firma el famoso artículo ¡Yo Acuso…! (J’Accuse…!, 1898), un alegato en favor del capitán encarcelado bajo la forma de carta abierta al presidente de Francia Félix Faure y publicado por el diario L’Aurore en su primera plana, a su vez disparador de violencia, disturbios antisemitas y una serie de procesos judiciales farsescos para amedrentar a Picquart, Zola y el mismo Dreyfus, quien tendría un segundo juicio donde también sería declarado culpable de modo insólito. Retomando la arquitectura retórica de encubrimientos, perfidia y mentiras institucionales de Búsqueda Frenética (Frantic, 1988), La Última Puerta (The Ninth Gate, 1999) y El Escritor Oculto (The Ghost Writer, 2010), su anterior colaboración con Harris, y el estudio de la delgada línea que separa a lo público de lo privado al punto de diluir toda frontera y dejar al descubierto los prejuicios de cada quien, esa comarca bien difusa que sopesó sobre todo en Macbeth (1971), Barrio Chino (Chinatown, 1974), La Muerte y la Doncella (Death and the Maiden, 1994), La Piel de Venus (La Vénus à la Fourrure, 2013) y Basada en Hechos Reales (D’Après une Histoire Vraie, 2017), Polanski en esta oportunidad no sólo consigue llevar a la pantalla grande una de sus obsesiones personales de siempre, el Caso Dreyfus, sino que lo hace de manera en verdad sublime, a la vez respetando cada uno de los pormenores involucrados y regalándonos un retrato abarcador que -como afirmábamos con anterioridad- ve al episodio en su conjunto desde distintas aristas, con una bienvenida astucia y evitando caer en reduccionismos históricos/ formales/ discursivos/ comunales que pidiesen volcar todo el relato hacia determinada perspectiva de análisis en detrimento de otra. Ahora bien, por supuesto que el film es subrepticiamente una nueva excusa camuflada para recuperar la temática que más ha interesado al director y guionista a lo largo de una trayectoria de lo más itinerante, léase los juegos de poder y sus consecuencias, un trasfondo semi autobiográfico que siempre está presente en la producción de Polanski por su misma condición de exiliado y por este doble rol de víctima/ victimario que lo acompaña desde el asesinato en 1969 de su esposa embarazada Sharon Tate por el Clan Manson y desde que en 1978 abandonase sin más su carrera hollywoodense y los Estados Unidos en general por la violación de una menor llamada Samantha Gailey, caso que eventualmente se resolvería en 1997 fuera del aparato procesal yanqui, arreglo monetario de por medio entre ambas partes. Esta historia de secretitos barridos debajo de la alfombra y en simultáneo a la vista de todo el mundo, sumado al acoso desproporcionado y absurdo del que fue objeto el señor a lo largo de las décadas posteriores por parte de los cerdos de la corrección política, las imbéciles de las feminazis y diversos especímenes burgueses semejantes, le han concedido involuntariamente a la obra del polaco un manto macabro y visceral que se siente de modo muy patente en cada nuevo opus, detalle que por cierto maximiza lo que de por sí ya era un delicioso marco de perversión intimista/ pública que puede rastrearse sin problemas en su ópera prima, El Cuchillo bajo el Agua (Nóz w Wodzie, 1962), y en su sucesora, Repulsión (1965), propuestas que dejaban bien en claro el poderío narrativo subconsciente de un realizador que llevaba mucho más allá la dialéctica manipuladora y sardónica de Alfred Hitchcock y hasta de los popes del surrealismo de antaño. Apoyándose en una puesta en escena sobria acorde con el cine testimonial más clásico, en un ritmo perfecto en materia de la andanada de los acontecimientos y en un gran desempeño de Dujardin como Picquart, aquel de El Artista (The Artist, 2011), Möbius (2013), Conexión Marsella (La French, 2014), Un + Une (2015), Un Hombre a la Altura (Un Homme à la Hauteur, 2016) y La Chaqueta de Piel de Ciervo (Le Daim, 2019), Polanski construye una parábola magistral y muy agresiva acerca del fundamentalismo chauvinista, militarista y religioso y los demagogos que se escudan en la hipocresía y la tergiversación cíclica para llevar adelante agendas políticas que sólo los benefician a ellos mismos y a su séquito de lambiscones, esos diletantes de la infame “obediencia debida” cual autómatas sumisos sin conciencia ni voluntad propias. El pueblo como todo heterogéneo, por otra parte, tampoco termina con una buena imagen en el relato porque siempre aparece conformado por una manada de energúmenos que vitorean o condenan según las estupideces en boga entre las elites dirigentes, asimismo dejando en evidencia que la mesura, la imparcialidad y la verdad poco importan en las sociedades y administraciones modernas al momento de impartir justicia; basta con tener presentes estas mil vueltas para exonerar a Dreyfus y la ausencia de un mínimo castigo para el responsable real, Esterhazy, un antisemita porfiado producto de una época que parió al nazismo así como este último engendró al execrable Estado de Israel, propulsor a posteriori en Medio Oriente de las mismas políticas imperialistas y las mismas masacres y locuras cometidas por los alemanes durante aquella Segunda Guerra Mundial…