Rescate entre penumbras No Respires 2 (Don’t Breathe 2, 2021) es una de esas típicas secuelas craneadas bajo el modelo productivo de “clink, caja” porque en esencia lo que hacen es reproducir lo hecho en el pasado aunque adaptándolo a la regla de oro de las continuaciones, eso de multiplicar las amenazas, exacerbar los elementos constitutivos y a veces hasta quizás ofrecer una mínima variante en lo que respecta al punto de vista del relato o el personaje desde cuya perspectiva se narra todo el asunto desde el vamos. Más allá de la ortodoxia formal y cierta pompa a lo montaña rusa del género para elevar la pretendida vertiginosidad, la propuesta que nos ocupa en sí cae muy por debajo de la película original, No Respires (Don’t Breathe, 2016), debido a que -dicho y hecho- sigue al pie de la letra la fórmula de la anterior al extremo de ofrecer una primera parte que reproduce el esquema de los thrillers de invasión de hogar, aunque bajo la modalidad de “los propietarios resultan más peligrosos que los usurpadores/ ladrones”, en la tradición de La Gente detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), de Wes Craven, Villanos (Villains, 2019), de Dan Berk y Robert Olsen, y Los Intrusos (The Owners, 2020), de Julius Berg, y una segunda mitad donde todo se lleva a la hipérbole en materia de recuperar la premisa de Duro de Matar (Die Hard, 1988), de John McTiernan, con un adalid solitario de la justicia a lo western de entorno cerrado enfrentándose a un pelotón de invasores que no sólo pretenden perturbar la paz de la sacrosanta comunidad sino que rebalsan en serio de ganas asesinas e instinto predatorio. Así como debemos señalar que la propuesta no cuenta con un gramo de originalidad y por ello resulta redundante a más no poder, tampoco se puede obviar el hecho de que resulta muy entretenida y que apuesta por una jugada retórica bastante extraña e interesante para el paupérrimo nivel del mainstream de nuestros días y su obsesión con las franquicias eternas, nos referimos a la idea de convertir al gran villano de la primera película, el ciego Norman Nordstrom (muy buen desempeño de Stephen Lang), en un antihéroe vía una metamorfosis identitaria digna del T-800 de ese Arnold Schwarzenegger que saltó de malo en Terminator (The Terminator, 1984) a bueno/ paternal/ amigable en Terminator 2: El Juicio Final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), ambas dirigidas por James Cameron, cambio que en el caso de la célebre saga de acción y ciencia ficción se explicaba por una “lavada de cara” del protagonista del título -y por el salto al Hollywood biempensante de la década del 90- y que en esta oportunidad se condice aparentemente más con motivos netamente artísticos ya que a los responsables máximos, el guionista y director debutante Rodo Sayagues y el guionista Fede Álvarez, les hubiese redituado más en el favor del público continuar con el ardid del veterano de la Guerra del Golfo no vidente, psicópata y violador obsesionado con recuperar a su hija muerta reemplazándola con cualquier otra, formato que aquí desaparece porque el señor muta en un padre adoptivo protector que en comparación resulta mejor que los progenitores reales del vástago de turno, unos narcotraficantes con intenciones secretas. La trama transcurre ocho años después de los eventos del film original y con Nordstrom viviendo en la misma casa de Detroit con su amado rottweiler, Sombra (Shadow), y una niña de once años llamada Phoenix (Madelyn Grace), joven a la que rescató de un incendio en un laboratorio de metanfetamina y que crió como si fuera su hija sin contarle la verdad, educándola sin salir del hogar, enseñándole técnicas de supervivencia y permitiéndole de vez en cuando ir hasta el centro de la ciudad en la camioneta de Hernández (Stephanie Arcila), una parquista que le compra plantas varias al ciego de su invernadero. Los sueños sencillos de la chica, como tener amigos de su edad, vivir en el Albergue Covenant para purretes o haber conocido a su madre, según la versión de Norman ya fallecida, quedan en segundo plano cuando una colección de intrusos penetra en la noche en el hogar con la intención de llevarse a la muchacha, equipo de temer encabezado por Raylan (Brendan Sexton III), nada menos que el padre biológico de la mocosa. Los malhechores asesinan a Hernández y Sombra, prenden fuego el domicilio del no vidente -dándolo por muerto- y se llevan a Phoenix a la guarida del clan, un laboratorio de metanfetamina donde la madre real, Josephine (Fiona O’Shaughnessy), pretende sacarle el corazón a la nena, de nombre original Tara, para un raudo trasplante debido a que aquel incendio de antaño le envenenó la sangre y su propio órgano bombeador, todo con la complicidad de su pareja, Raylan, quien tampoco tiene problema moral alguno en esto de cargarse a su vástago de inmediato. Sin dudas la faena podría haber caído en la paradigmática y repugnante corrección política del mainstream actual construyendo una sociedad tácita entre Hernández y la chiquilla, transformando a Phoenix en una genia de la guerra o incentivando el costado demente del veterano para demonizarlo, no obstante a la latina por suerte la revientan rápido, la niña se comporta como una niña normal y Nordstrom, violador de burguesas homicidas de mierda y todo, recibe un tratamiento dulce y comprensivo por parte del relato que parece cagarse olímpicamente en la dialéctica de las feminazis huecas contemporáneas. Se podría decir que el film, junto con Calls (2021), serie para Apple TV+, abre de nuevo las esperanzas en lo que atañe a la trayectoria hollywoodense del uruguayo Álvarez, quien además de la excelente No Respires había realizado para Sam Raimi la también estupenda Posesión Infernal (Evil Dead, 2013) luego de alcanzar renombre internacional con el corto Ataque de Pánico (2009), acerca de una arremetida de robots gigantes sobre Montevideo, racha que a su vez se cortó con la apenas correcta La Chica en la Telaraña (The Girl in the Spider’s Web, 2018), algo así como una secuela de la remake yanqui de 2011 de David Fincher del neoclásico Los Hombres que no Amaban a las Mujeres (Män som Hatar Kvinnor, 2009), de Niels Arden Oplev. No Respires 2 está llena de detalles atractivos o provocadores como la muerte brutal de Hernández, el pegamento en boca y nariz de uno de los narcos, la batalla en el sótano con gas y electricidad de por medio, el bello gustito por las armas blancas o cortantes/ para clavar en general, la permanente comparación entre el anciano y el líder de los invasores, el cariño por los perros del ciego que le impide matar al simpático pit bull de Raylan, toda la noción de recuperar a la mocosa sólo como banco de órganos para una operación improvisada con un matasanos mercenario (Steffan Rhodri), la graciosa y muy verosímil jugada de hacer que el can lleve al indestructible Norman hacia la guarida de sus dueños y específicamente hacia su plato de comida, las escenas con agua del final tracción a martillazos y disparos fulminantes, ese remate narrativo en el natatorio con Phoenix ayudando a cargarse a ambos padres y finalmente la decisión de la chica de quedarse con su nombre de adoptada para negar el trasfondo identitario de su parentela de origen. Lejos del suspenso y aquel juego del gato y el ratón de 2016, este corolario es más bombástico que sutil pero aún así cumple dignamente en un doble rescate entre penumbras -el del principio y el segundo del último acto, uno inversión del otro- que atrapa y pone en cuestión toda la idealización social estúpida de la maternidad y de los progenitores biológicos en general…
Memoria en fragmentos Con el devenir de los años la memoria suele fallar y el fantasma de la demencia les llega a todos los seres humanos en mayor o menor medida y pasa a combinarse con una vejez que al sentir aproximarse la muerte tiende a exacerbar un instinto de supervivencia que lleva a buena parte de los hombres y las mujeres a volcarse hacia un egoísmo más que entendible en el que todo y todos ya no importan lo que solían importar e incluso las pequeñas rencillas y/ o traumas de otros tiempos pueden agrandarse al punto de convertirse en verdaderas pesadillas sin control. Al individualismo de pocas pulgas del que marcha seguro hacia el encuentro final con la parca se suma la paranoia y la desconfianza subsiguiente que trae aparejada la enajenación progresiva del sujeto/ representante de la tercera edad, quien por un lado se vuelve más agresivo, suspicaz e intolerante con su entorno y por el otro lado necesita de mayores cuidados, precisamente, de parte de ese entorno al que comienza a despreciar, lo que genera una bomba de tiempo que gran parte de la humanidad pudiente resuelve enviando a los ancianos a asilos y el resto, la enorme mayoría de la humanidad a secas, conviviendo con el problema e improvisando en el trajín hasta el fallecimiento del veterano, remate literal del ciclo de la vida porque así como los progenitores se encargaron de los hijos, los cuales por cierto son unos parásitos inmundos que tardan la friolera de dos décadas en madurar a diferencia de gran parte del resto de la fauna del planeta, los vástagos a su vez deberán hacer frente a unos padres cada día más infantilizados y atados a los problemas de salud de turno y las posibilidades concretas de sus hijos a la hora de cuidarlos o directamente sacárselos de encima tercerizando toda la responsabilidad en instituciones. Estas son las nociones que se mueven por detrás de cada escena de El Padre (The Father, 2020), debut como realizador cinematográfico del dramaturgo galo Florian Zeller, aquí adaptando su propia y aclamada obra homónima de 2012, parte asimismo de una trilogía dramática con toques de surrealismo y comedia negra acerca de los vínculos familiares deshechos y sus consecuencias que se completa con La Madre (La Mère, 2010) y El Hijo (Le Fils, 2018). Ya adaptada previamente a la gran pantalla en la inferior Florida (Floride, 2015), dirigida por Philippe Le Guay y protagonizada por Jean Rochefort y Sandrine Kiberlain, la puesta, Le Père en el francés original, explora no sólo la destrucción de los lazos hogareños entre los distintos miembros de la parentela sino también la sensación de confusión permanente que genera la demencia al adoptar el punto de vista del enfermo de turno, ese padre del título que responde al nombre de Anthony (el mítico Anthony Hopkins en el film), a través de los ojos del cual somos testigos de una retahíla de encuentros y desencuentros entre los personajes protagónicos ya que si existe algo que domina el fluir cotidiano del veterano de 83 años es una constante desorientación enmarcada en rostros diferentes que se entrelazan en la misma persona, recuerdos que se yuxtaponen con otros, olvidos recurrentes símil obsesiones monotemáticas y en especial episodios fantásticos con un fuerte asidero en la realidad ya que cada sutil instante de desconcierto por parte del octogenario nos reenvía a alguna escena anterior o posterior de su vida, indudablemente creando una gran empatía con el espectador porque el susodicho comparte la perplejidad y de a poco comprende al anciano que la sufre tratando de hilvanar los datos acumulados. La lógica y toda la praxis diaria de Anthony comienzan a venirse abajo cuando no puede determinar si está en la casa de su hija Anne o en la propia de Londres, si la mujer tiene la cara de Olivia Colman o de Olivia Williams, si continúa casada con su marido de siempre, Paul, o si ya se separó y planea mudarse a París, si el hombre responde al rostro y los rasgos físicos de Rufus Sewell o de Mark Gatiss, si dejó su anhelado reloj de pulsera en tal lugar o en otro del departamento londinense, si realmente su última cuidadora/ enfermera, Ángela, le robó el reloj o no y si el remplazo de la anterior, la jovencita risueña Laura (Imogen Poots), se parece realmente -o quizás no, para nada- a su querida hija menor, Lucy (Evie Wray), una pintora que murió en un accidente y que el hombre sigue considerando viva creyendo que en cualquier momento podría volver de sus supuestos viajes alrededor del mundo para compartir momentos y hacerle compañía a su padre como cuando niña. Toda la película es un encadenamiento de situaciones de índole teatral pero hoy por suerte sin la pesadez del minimalismo visual tradicional de otras traslaciones de obras pensadas para las tablas gracias en gran medida a la fluidez de la fotografía de Ben Smithard, quien logra que la claustrofobia sea abstracta y vinculada a la insania espaciotemporal del patriarca y no producto de la poca imaginación de la puesta en escena y los planos, triste rasgo de tantas otras propuestas semejantes. Como si se tratase de un cúmulo de flashbacks y flashforwards, la odisea de Zeller se centra en ese paradigmático período de crisis en el que la familia burguesa en cuestión, aquí en esencia el único sobreviviente cuerdo del clan, Anne, decide poner en un geriátrico al enfermo mental porque tiene los nervios colapsados. Colman y Williams están muy bien aunque por supuesto el eje de la faena es un Anthony Hopkins extraordinario que se luce tanto en los instantes de vulnerabilidad casi infantil, en los que la vejez se acerca peligrosamente a ese ciclo de regresión al que apuntábamos con anterioridad, como en los chispazos de cólera en línea con el enérgico momento en el que acusa a Anne de pretender quedarse con su inmueble declarándolo loco y mudándolo, de hecho, a un asilo. Cualquiera que haya visto algún exponente de la multitud de tragedias y comedias sobre la vejez que nos ha ofrecido el séptimo arte a lo largo de toda su historia deducirá rápidamente que el hombre ya está en un hospicio y que lo que vemos es una ensalada de recuerdos cruzados/ caóticos/ más o menos modificados que responden casi a la dialéctica de los sueños, los cuales como la demencia extrapolan ideas y situaciones todo el tiempo y los combinan con utopías, deseos y miedos muy profundos en función de los cuales la psiquis hace lo que puede para tratar de encontrarle sentido a lo que no lo tiene, fetiche ancestral del ser humano como si la vida pudiese reducirse a determinado número de factores y relaciones estables entre ellos. Zeller trabaja muy bien los distintos arquetipos de estas situaciones, desde la hija comprensiva aunque bordeando la histeria y el marido egoísta que sólo quiere desembarazarse del anciano hasta la representación idealizada de un pasado que no regresará jamás, desde ya simbolizado en Lucy, y la intervención entre indiferente y necia de la lacra médica de los doctores y los enfermeros, espectro que a su vez abarca la tarada de Laura, la más experimentada en la piel de Williams, ese médico sorete al que le importan nada de nada sus pacientes que personifica tácitamente Gatiss y la psiquiatra que se compadece del sufrimiento de los familiares pero no puede hacer mucho para evitar el proceso de deterioro psicológico del enfermo, en esta oportunidad la Doctora Sarai (Ayesha Dharker). Más allá de una previsibilidad contextual que responde al séptimo arte y el cúmulo de films parecidos al presente, El Padre logra entregar instantes inspirados de suspenso, humor negro y drama apesadumbrado en torno a los corolarios del suplicio natural e indefectible, enfatizando que casi siempre lo que necesitan los ancianos es una mínima compañía que no debe confundirse con complacencia barata o lástima, bálsamo que hace olvidar -valga la redundancia- una memoria desperdigada en múltiples fragmentos…
Los títeres se independizan James Gunn comenzó su trayectoria como guionista entregando productos más o menos pasables, en línea con el clásico trash desaforado Tromeo y Julieta (Tromeo and Juliet, 1996), de Lloyd Kaufman, y la sobrevalorada en extremo El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 2004), de Zack Snyder, y una buena dosis de basura hollywoodense por encargo como Los Especiales (The Specials, 2000), de Craig Mazin, Scooby-Doo (2002), de Raja Gosnell, y su secuela Scooby-Doo 2: Monstruos Sueltos (Scooby-Doo 2: Monsters Unleashed, 2004), también de Gosnell, para eventualmente saltar a la dirección con una película mediocre aunque amena acerca de parásitos alienígenas cronenbergianos, Slither (2006), no obstante el burro norteamericano a continuación adoptó como propio el formato de los superhéroes en la idiota Súper (2010), ese que ya había trabajado en Los Especiales, y no lo soltó nunca más al punto de olvidarse de sus ideales independientes de aquella etapa primigenia trabajando para Troma Entertainment y entregar una retahíla de mierdas redundantes que incluye a Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014), Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017) y a la presente El Escuadrón Suicida (The Suicide Squad, 2021), bodrio que la va de canchero e irónico pero está saturado de CGI, chistes para imbéciles y retrasados mentales del montón y secuencias de acción caricaturescas que pretendiendo ofrecer gore y desenfreno lo único que regalan es tedio gracias a ese típico cinismo distante y pueril del mainstream inflado de nuestros días, por demás obsesionado con compensar con antihéroes de plástico lo que ya no puede construir con el relato y una casi inexistente idiosincrasia inconformista en serio. El director, quien por cierto participó en ese mamarracho colectivo bien impresentable que rankea como una de las peores realizaciones de la historia del cine, Proyecto 43 (Movie 43, 2013), en esta oportunidad supera al espantoso díptico de Guardianes de la Galaxia y en especial a aquel mamotreto patético de David Ayer, Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016), sin embargo definitivamente no termina de aprender las lecciones que nos obsequia la experiencia y si bien por un lado arroja por la borda al tarado de Will Smith y a ese Guasón horrendo de Jared Leto y conserva personajes potables en sintonía con la impiadosa mandamás gubernamental Amanda Waller (Viola Davis) y el tremendo Rick Flag (Joel Kinnaman), por el otro lado retoma a la ya sinceramente insoportable Harley Quinn, en la piel de una eficaz Margot Robbie que no puede hacer mucho con un personaje tan estúpido y repetitivo y para nada gracioso, atractivo, interesante o mínimamente afable, algo que ya se podía ver en las otras desastrosas apariciones en pantalla de la señorita, hablamos de la citada Escuadrón Suicida -versión Ayer- y la muy aburrida Aves de Presa y la Fantabulosa Emancipación de una Harley Quinn (Birds of Prey and the Fantabulous Emancipation of One Harley Quinn, 2020), de Cathy Yan, otro ejemplo evidente del “modelo Quentin Tarantino” bien insulso de concebir y filmar aunque incluso éste llevado a una decadencia profundamente terminal, eso de pretender aludir a películas pasadas muchísimo mejores, mechar en la trama una infinidad de canciones símil videoclip, hacerse el superado con chistes autoparódicos ultra lelos e incorporar violencia aséptica que en verdad no genera dolor alguno por su sustrato castrado y muy artificial, siempre conceptualmente inofensiva. Como en muchos otros bodrios de los superbobos del mainstream actual y demás zoquetes con calzas, capas y/ o armaduras bastante tuneadas, el principal problema del film no es que pretenda en vano copiar la magia de la sublime Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), de Robert Aldrich, sino la liviandad absoluta y el número exagerado de protagonistas de la historia, uno más hueco e intercambiable que el otro: ahora Waller manda a dos equipos de villanos a una misión mortal, eso de destruir el Proyecto Estrella de Mar, un extraterrestre convertido en arma de destrucción masiva, para que no caiga en manos de los militares anti norteamericanos que derrocaron a la dictadura familiar pro yanqui que gobernaba la nación insular sudamericana de Corto Maltés, nos referimos a un pelotón de señuelo, conformado por Rick Flag, Quinn, el Capitán Boomerang (Jai Courtney), Savant (Michael Rooker, gran actor fetiche de Gunn), Mongal (Mayling Ng), Comadreja (Sean Gunn), Blackguard (Pete Davidson), TDK (Nathan Fillion) y Javelin (Flula Borg), y al escuadrón protagónico de Bloodsport (Idris Elba), Peacemaker (John Cena), Rey Tiburón (voz de Sylvester Stallone), Polka-Dot Man (David Dastmalchian) y Ratcatcher 2 (Daniela Melchior). Los malos son los milicos que los fascistas estadounidenses quieren tumbar, por un lado el Presidente General Silvio Luna (el argentino Juan Diego Botto) y su mano derecha el Mayor General Mateo Suárez (Joaquín Cosio) y por el otro lado el Pensador (Peter Capaldi), un científico sádico símil Josef Mengele que ha experimentando con el extraterrestre, y la misma criatura del espacio, literalmente una estrella de mar gigantesca que trajeron a la Tierra astronautas yanquis y que controla la psiquis de sus víctimas con pequeños duplicados de ella misma. El Escuadrón Suicida, con una duración excesiva a más no poder y asemejándose a lo que sería una interpretación para zopencos de Watchmen (1986-1987), de Alan Moore y Dave Gibbons, falla en prácticamente todo porque como película de humor sardónico no resulta graciosa y cae continuamente en el lugar común del nihilismo naif sin nada de encanto ni agudeza, como epopeya de acción también derrapa hacia la banalidad de tipo publicitaria porque todo está coreografiado al dedillo y el pretendido realismo visceral brilla por su ausencia, como pastiche posmoderno con algunos elementos dramáticos no genera interés alguno debido al nulo peso específico de los personajes principales y sus vicisitudes, como alegoría política no consigue ir más allá de lo rudimentario y de una mínima tentativa de independencia de estos títeres mercenarios que no luchan por otra causa más que su propio egoísmo, como relato construido -de nuevo, a lo Tarantino circa Pulp Fiction (1994)- vía una estructura coral que va y viene en el tiempo el film también se cae a pedazos por lo previsible y necio de su concepción y finalmente como hipotético homenaje al cine bélico gloriosamente machista/ masculino/ violento de las décadas del 60 y 70 la propuesta fracasa por su mismo dejo caricaturesco y anodino al extremo de despertar indiferencia, amén de que el pobre Hugo Pratt se debe estar revolcando en su tumba, por la referencia a su célebre personaje de cómics en el nombre de la nación empobrecida en la que transcurre la faena, y lo mismo puede decirse de un Sam Peckinpah aludido de manera gratuita mediante una ofrenda a Tráiganme la Cabeza de Alfredo García (Bring Me the Head of Alfredo García, 1974), genial obra maestra del señor. Gunn, en suma, continúa demostrando que no se le cae ni una bendita idea novedosa en nada aunque hay que concederle que en esta ocasión por lo menos no se estrella contra esas bostas espaciales previas de animación, vendidas como live action, y mantiene los pies -durante gran parte del metraje, hasta el desenlace estruendoso y ridículo marca registrada- sobre la tierra, planteo que de sopetón subraya lo limitado a nivel cualitativo, ideológico, retórico e intelectual que es el entretenimiento contemporáneo que pretende llegar a todas partes del planeta a través de una visibilidad desproporcionada centrada en el triste hecho de que tanques mierdosos como el presente, destinados a oligofrénicos babeantes varios y lobotomizados por el mainstream, le quitan la posibilidad de crecer a otras propuestas mucho más valiosas que necesitan de más tiempo para encontrar a su público en la época de la impaciencia y la inmediatividad más vacua…
Alcohol contra la indiferencia A Thomas Vinterberg siempre le cuesta retomar el camino de la excelencia una vez que ya anduvo recorriendo géneros, temáticas o ámbitos profesionales que no maneja del todo bien, en este sentido basta con recordar que su carrera aglutina tantos films maravillosos o interesantes como fallidos o apenas correctos: dentro del primer rubro se puede enumerar a las extraordinarias La Celebración (Festen, 1998), Querida Wendy (Dear Wendy, 2005), Submarino (2010), La Cacería (Jagten, 2012) y Lejos del Mundanal Ruido (Far from the Madding Crowd, 2015), y en lo que respecta al segundo grupo -el menos agradable- se puede nombrar a obras deficitarias variopintas como su ópera prima Los Grandes Héroes (De Største Helte, 1996), su debut anglosajón Todo es por Amor (It’s All About Love, 2003), la comedia Cuando un Hombre Vuelve a Casa (En Mand Kommer Hjem, 2007), la digna pero no mucho más La Comuna (Kollektivet, 2016) y la epopeya de submarinos Sumergidos (Kursk, 2018), quizás su trabajo más cercano al cine de género. Aquí vuelve a colaborar con su coguionista habitual Tobias Lindholm, aquel de Submarino, La Cacería y La Comuna, él mismo un gran director responsable de R (2010), El Secuestro (Kapringen, 2012) y A War: La Otra Guerra (Krigen, 2015), y por suerte la película resultante, Otra Ronda (Druk, 2020), se ubica fácil entre lo mejor de la producción artística de Vinterberg, aquí nuevamente retomando en parte el Dogma 95 de la mano de un desarrollo dramático sin artificios banales de raigambre hollywoodense y pegado a la realidad y sus paradojas, enfoque que en esta oportunidad abarca a la influencia del alcohol en la vida de los seres humanos tanto en lo positivo como en lo negativo/ dañino sin que importen los discursos castradores y muy reduccionistas de fetichización de la asepsia, la pureza y la salud de los sectores burgueses profesionales del espectro social, mediático y cultural de nuestros días. De hecho, el proyecto empezó como una adaptación de una obra de teatro que el realizador había escrito muchos años atrás y que estaba más centrada en los rasgos benéficos del consumo de alcohol vinculados a la sagacidad en público y la pérdida de inhibiciones en el trato con el prójimo, sin embargo el fallecimiento en 2019 de la principal propulsora de la traslación a la gran pantalla en un accidente automovilístico, nada menos que su hija de 19 años Ida Vinterberg, llevó al cineasta a ennegrecer/ complejizar el retrato de las bebidas blancas y transformar a toda la faena -por entonces en pleno proceso de rodaje- en una fábula hiper realista sobre la crisis de la mediana edad en los varones, el doble filo de la cultura del alcohol a borbotones y la necesidad imperiosa de disfrutar la vida a pleno sin dejarse deprimir por la mediocridad del contexto inmediato, las repeticiones incansables del caso, las estupideces de familia y colegas, la falta de creatividad vitalizante, los problemas cotidianos más vulgares y la desaparición intrínseca de aquella vocación que nos hizo empezar a hacer algo por gusto o simple pasión incontenible. El relato se centra en cuatro profesores de un gymnasium danés, léase una especie de liceo especializado en mediar a escala de los contenidos entre la educación secundaria y su homóloga universitaria, por un lado, y en filtrar el acceso a esta última mediante el desempeño concreto de los alumnos, por el otro lado, hablamos del docente de historia Martin (el genial Mads Mikkelsen vuelve a trabajar con Vinterberg luego de La Cacería, hoy reconfirmando toda su maestría), el de música y canto Peter (Lars Ranthe), el de educación física Tommy (Thomas Bo Larsen) y el de psicología Nikolaj (Magnus Millang), cuatro amigos que se sienten hastiados de la rutina pedagógica y sobre todo de la rigidez de las autoridades del establecimiento y de la ausencia de verdadero interés por parte de los jóvenes hacia el quid del plan de estudios. En el cumpleaños número 40 de Nikolaj, celebrado en un restaurant elegante, el mismo agasajado comenta una teoría del psiquiatra y filósofo noruego Finn Skårderud acerca de que los seres humanos nacen con un contenido de alcohol en sangre 0,05% demasiado bajo, lo que implicaría que resulta beneficioso mantener ese nivel de alcohol para sentirse más relajados, más valientes y más propensos a los cambios basados en la autoconfianza y las urgencias del propio espíritu, sin doblegarse ante el parecer de los otros. Dicho y hecho, Martin es el primero que apuesta a emborracharse sutilmente durante el horario laboral para luchar contra la indiferencia mutua entre él y sus alumnos y recuperar la alegría de antaño, cuya extinción prosaica le está costando la relación con su esposa Anika (Maria Bonnevie) y con sus dos hijos adolescentes, y el experimento arroja resultados muy atractivos porque efectivamente el alcohol mejora su desempeño en el salón de clases -haciéndolo más efervescente e impredecible como profesor- y conduce a Tommy, Nikolaj y Peter a copiarlo bajo la idea de escribir un ensayo sobre la teoría de Skårderud, acordando en conjunto no beber más allá de las ocho de la noche ni los fines de semana. Como era de esperar, los primeros momentos son placenteros pero cuando los hombres se ponen ambiciosos y elevan el volumen de alcohol consumido a diario se hacen más evidentes los efectos negativos del asunto a nivel de las peleas con sus familias, los posibles accidentes, el comportamiento errático y la típica adicción de turno, con el veterano Tommy especialmente convirtiéndose en alcohólico, siendo despedido del colegio y suicidándose después de mucho tiempo de vivir en soledad, apenas con su perro. Anika abandona a Martin pero luego del funeral de su amigo pretende volver con su ex, lo que desencadena que el susodicho, Nikolaj y Peter se sumen a una comitiva de estudiantes egresados en una fiesta con alcohol de por medio. A diferencia de tanta odisea aleccionadora literal del mainstream anglosajón y sus múltiples duplicados berretas del resto del globo, todos melodramas bobos de autodescubrimiento y rehabilitación, Otra Ronda funciona como un cuento naturalista fascinante para adultos que no romantiza ni tampoco condena la ingesta de alcohol porque la misma explícitamente ofrece consecuencias positivas y negativas para los sujetos, quedando en cada uno ser responsable de sus actos, no dañar al prójimo y hacerse cargo del detalle siempre incómodo de que el alcohol no te obliga a hacer nada que el consumidor no quisiese hacer mucho antes de la ingesta del líquido en cuestión, lo que sin dudas significa que los demonios de cada uno -valga la redundancia- son particulares y el alcohol no es más que un catalizador circunstancial como puede serlo prácticamente cualquier cosa, circunstancia o persona, sean éstas del rango del éxtasis, la angustia, la furia o las represiones psicológicas de larga data. En lo que atañe a la crisis masculina de la mediana edad, el otro gran eje del opus de Vinterberg, el convite tampoco cae en corrección política alguna y señala sin tapujos hasta qué punto los hijos y la pareja pueden ser factores asfixiantes en la mente del varón por la constante presión que ejercen aún estando en “modalidad pasiva” sin quejas permanentes símil integrantes de lo que podría ser una familia latina, con la fémina sobre todo mutando en un agente censurador constante que demoniza al macho por esto o aquello en función de las diferencias ancestrales entre los sexos a la hora de lidiar con los inconvenientes que van surgiendo en la vida en general o la convivencia en términos específicos, así la mujer casi siempre pretende hablar y hablar y resolver varias cosas en simultáneo y el hombre prefiere el silencio y con suerte encarar un problema a la vez, si no es que directamente se queda inmóvil en el lugar simbólico donde se encuentra a la espera de que todo se solucione solo. La perspectiva que utiliza Vinterberg en ocasión de Otra Ronda es muy inteligente porque en esencia combina un ingrediente cultural atemporal, la férrea cultura alcohólica full time de los países del Primer Mundo (se bebe para festejar un gran acontecimiento, para finalizar el día, cuando se está deprimido, cuando no pasa absolutamente nada, en medio de salidas recreativas con allegados, etc.), y un ingrediente paradigmático -y cada vez más hermanado al previo- de nuestro presente, nos referimos a la tendencia a evadirse de la realidad a través de componentes semi mágicos que vengan de la nada a solucionar un todo complejo de disgustos y obstáculos que lejos están de habilitar fórmulas, atajos o recetas esquemáticas (como decíamos antes, el alcohol no soluciona ni provoca de por sí nada ya que el agente inconmensurable de la creación o la destrucción siempre es el sujeto, una verdad que las sociedades irresponsables y pueriles de nuestros días no desean reconocer y por ello caen en prohibiciones, acosos, hipocresía y hasta simplificaciones que demonizan a las bebidas blancas como si tuvieran conciencia propia y que al mismo tiempo prohíben drogas mucho menos nocivas/ más beneficiosas como la marihuana). Muy lejos de la basura new age y los manualcitos de autoayuda para capados, abstemios y burguesitas aburridas del nuevo milenio, desde las vegetarianas a las fanáticas del yoga, el film que nos ocupa subraya sin culpa la sensación de bienestar que produce el alcohol y de paso refuerza aquello de que “mucho de cualquier cosa termina siendo perjudicial”, algo que no sólo abarca a las bebidas blancas sino también al amor, el odio, los amigos, los colegas, el trabajo, los hobbies, el barrio, la escuela y cualquier otro estado/ ámbito/ compañía que pueda transformarse en obsesión al punto de motivar una enajenación que subordine todas las otras dimensiones de la vida a un único plano absolutista de esta frágil existencia, siempre falible e imperfecta…
La celestina estática La fascinación de ciertos círculos de las sociedades anglosajonas con Jane Austen resulta todo un misterio si la pensamos desde el cono sur, ya que más allá de elementos positivos aislados de las novelas de la susodicha, como por ejemplo el naturalismo mundano y cierto uso interesante de la ironía, la verdad es que el grueso de su obra es extremadamente repetitiva, algo mucho banal y tendiente a una claustrofobia social que parece haber sido la de la propia escritora durante esos 41 años que le tocó vivir entre fines del Siglo XVIII y comienzos del Siglo XIX, siempre obsesionada con los pormenores económicos y morales de la burguesía agraria, las nenas mimadas de esa clase media bucólica tambaleante y los dilemas del corazón en todas sus facetas, una y otra vez remarcando que la única manera de que una mujer asegurase su futuro en la época georgiana era a través del raudo matrimonio. Lejos de cualquier planteo feminista modernoso o siquiera conservador aguerrido, la autora de Sensatez y Sentimientos (Sense and Sensibility, 1811), Orgullo y Prejuicio (Pride and Prejudice, 1813), Mansfield Park (1814), La Abadía de Northanger (Northanger Abbey, 1817) y Persuasión (1818) se pasó gran parte de su producción literaria deambulando en melodramas repletos de subtramas cuya prolijidad formal era sinónimo de falta de brío, imaginación y/ o una mínima capacidad para ponerse en los zapatos de otras clases sociales que no sean la de estas eternas aspirantes a formar parte de la nobleza inglesa del momento, con toda su soberbia y evidentes miserias. Emma (2020) es otra traslación más de la novela homónima de Austen de 1815, la cual ya había sido adaptada por la televisión y la pantalla grande en innumerables ocasiones durante el siglo pasado y el que estamos atravesando. La película que nos ocupa es tanto la ópera prima de la directora norteamericana Autumn de Wilde, una fotógrafa y realizadora de videoclips de larga data, como de la guionista Eleanor Catton, una novelista neozelandesa que hace lo que puede en esto de retratar con coherencia retórica los múltiples embrollos en los que se mete la protagonista, la Emma Woodhouse del título (Anya Taylor-Joy), al intervenir en la vida de amigos y vecinos varios “facilitando” el amor entre ellos a puro capricho. Los secundarios más reconocibles vuelven a ser el padre de la muchacha, el Señor Woodhouse (Bill Nighy), una amiga hiper influenciable, Harriet Smith (Mia Goth), y su interés romántico de ocasión, George Knightley (Johnny Flynn). La película es correcta y no mucho más y arrastra el mismo dejo anodino de la obra literaria original, incluso quebrando en parte dos de los fetiches más importantes de Austen mediante la figura de Emma, quien no padece problema económico alguno y tampoco pretende casarse, precisamente por ello terceriza la obsesión romántica de turno emparejando -cual celestina de barrio- a todos los que se cruzan en su camino. Muchas veces se suele decir que este sustrato estático y medio de probeta de los relatos de la escritora se explica porque justo le tocó vivir en un período de transición entre las épocas georgiana y victoriana que ella decidió obviar, optando por omitir la industrialización, la expansión colonial y las diferencias sociales al centrarse sólo en los vaivenes románticos y los “requisitos” que debían aglutinar las mujeres para contraer matrimonio. Así como en sus novelas el dispositivo moralizador a veces termina opacando la meticulosidad de las historias, en el film la belleza de los sets, el vestuario y las locaciones no puede disimular la poca profundidad general de quien abarca mucho y aprieta poco, a lo que se suma el gran desempeño de unas geniales Anya Taylor-Joy y Mia Goth que terminan desperdiciadas en una trama con demasiados recovecos, momentos apresurados y diálogos y situaciones que resultan cursis. La moraleja vuelve a ser “no te metas en la vida de los demás porque los efectos te sorprenderán e incluso podrías negar tu propia felicidad”, algo loable que aquí desemboca en una obra austera y algo aburrida que parece avanzar en piloto automático…
Pétalos como lágrimas El director catalán Jaume Collet-Serra es uno de los pocos artesanos que quedan trabajando en el mainstream norteamericano de hoy en día capaces de imponer marcas autorales en el reino de la uniformidad y la chatura mortuoria, basta con pensar en las dos maravillosas vertientes que ha ido tomando su carrera con los años, hablamos primero del terror potente y directo de La Casa de Cera (House of Wax, 2005), La Huérfana (Orphan, 2009) y Miedo Profundo (The Shallows, 2016), reinterpretaciones inteligentes del slasher, los alegorías de infiltración hogareña subrepticia y las faenas de tiburones asesinos, respectivamente, y en segunda instancia de los thrillers de acción y/ o misterio protagonizados por ese en verdad infatigable Liam Neeson, en sintonía con Desconocido (Unknown, 2011), Non-Stop: Sin Escalas (Non-Stop, 2014), Una Noche para Sobrevivir (Run All Night, 2015) y El Pasajero (The Commuter, 2018), todas pequeñas joyas que combinaron un pulso hitchcockiano para el suspenso, una estampa recia y veterana digna de Charles Bronson y la vertiginosidad que reclama el mercado actual en términos de pirotecnia narrativa escalonada. Ahora bien, el señor de vez en cuando toma el timón de algún trabajo por encargo que deriva en productos deslucidos u olvidables como las series de televisión El Río (The River, 2012) y Ensueño (Reverie, 2018) o la película Gol 2: Viviendo el Sueño (Goal II: Living the Dream, 2007), corolario de la superior ¡Gol! (Goal!, 2005), de Danny Cannon y Michael Winterbottom, panorama que por supuesto nos deja con Jungle Cruise (2021), una realización digna para el paupérrimo promedio del mainstream actual que está lejos de los declives cualitativos señalados aunque también de los mejores eslabones de la trayectoria anterior del cineasta. La película que nos ocupa comparte con Tomorrowland (2015), de Brad Bird, La Mansión Embrujada (The Haunted Mansion, 2003), de Rob Minkoff, y Piratas del Caribe: La Maldición del Perla Negra (Pirates of the Caribbean: The Curse of the Black Pearl, 2003), de Gore Verbinski, el hecho de estar basada en una atracción o directamente en una de las subdivisiones -como en el caso de la faena de Bird- de los parques temáticos de The Walt Disney Company alrededor del mundo, siendo específicamente Jungle Cruise un paseo en barco simulado -rieles ocultos de por medio- ya clásico de Adventureland que hoy en día dice presente en los parques de California, Florida, Tokio y Hong Kong y que gira en torno a motivos farsescos del ecosistema sudamericano, africano y asiático con el objetivo de que los viajeros disfruten de animatronics con forma de animales, una réplica de una lancha a vapor, los típicos chistes del capitán/ guía turístico y un contexto símil explorador británico de la década del 30 del Siglo XX. El opus de Collet-Serra, si lo pensamos en términos narrativos, respeta el mismo tono liviano -mezcla de humor simplón, romance y leyendas ancestrales de civilizaciones perdidas- de otras odiseas saturadas de CGI como La Momia (The Mummy, 1999), de Stephen Sommers, y la ya nombrada Piratas del Caribe: La Maldición del Perla Negra, eje a su vez de una retahíla de secuelas como la anterior, no obstante el catalán también retoma el dejo aventurero más de folletín literario clásico de la tetralogía de Steven Spielberg centrada en Indiana Jones (Harrison Ford), esa comenzada con la querida Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), todo un faro para aquellos que desean construir una epopeya apasionante y de cadencia muy retro. En sí la adaptación encarada vía el guión de Michael Green, Glenn Ficarra y John Requa mueve la acción desde los años 30 a un 1916 que tiene por contexto general la Primera Guerra Mundial (1914-1918), aunque a decir verdad sólo para brindarnos al villano y su motivación, léase ese Príncipe Joachim (Jesse Plemons) que por un lado reemplaza a los otros germanos locos reglamentarios, los nazis de la saga del Doctor Jones, y por el otro lado viene a representar el egoísmo ciego del ser humano mediante su fetiche con encontrar un árbol mítico del Amazonas que le permita a Alemania ganar la conflagración global, Lágrimas de la Luna, supuesta maravilla de la flora brasileña/ peruana/ colombiana cuyos pétalos pueden curar cualquier enfermedad o herida y romper maldiciones de inmediato, planteo que nos reenvía a la versión hollywoodense de la expedición del Siglo XVI del conquistador español Lope de Aguirre en pos del árbol y a su casi muerte por el impiadoso accionar de la jungla, esa que de todos modos termina engullendo a los hombres a raíz de la maldición que les lanza un cacique por masacrar a los aborígenes después de que éstos salvasen la vida de los exploradores pero se negasen a revelar dónde están las Lágrimas de la Luna. Los outsiders occidentales que llegan al Amazonas son los hermanos Houghton, Lily (Emily Blunt), una botánica obsesionada con descubrir el árbol sirviéndose de una punta de flecha sagrada de los nativos que robó en Londres, y MacGregor (Jack Whitehall), un inglés muy esnob que fue condenado al ostracismo por ser gay en los ámbitos familiar y comunal, y el baqueano o lugareño experto -aunque también importado- es Frank Wolff (Dwayne Johnson alias The Rock), dueño de un barco que construyó él mismo, La Quila. Green, conocido por Logan (2017), de James Mangold, Blade Runner 2049 (2017), de Denis Villeneuve, y Asesinato en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, 2017), de Kenneth Branagh, y el equipo de Requa y Ficarra, aquellos genios de Un Santa no tan Santo (Bad Santa, 2003), Una Pareja Despareja (I Love You Phillip Morris, 2009) y Loco y Estúpido Amor (Crazy, Stupid, Love, 2011), ofrecen una historia muy entretenida aunque un poco extensa y trillada que, como decíamos previamente, recupera muchos de los latiguillos tanto de la fantasía aventurera para adolescentes y adultos como del cine más infantil o animado tradicional pero sin perder de vista al público en general, de allí algunos chascarrillos camuflados en torno al carácter afectado del villano y del homosexual, otros más explícitos sobre la idiosincrasia machona y controladora de Lily y unos cuantos más alrededor de la faceta autoparódica posmoderna de un Wolff que gusta contar chistes malos o sonsos, montar engaños/ estafas/ trucos con sus amigos indígenas y compartir tiempo con su insólita mascota, un jaguar hembra bautizado Próxima. En Jungle Cruise se nota mucho que Collet-Serra fue consciente del evidente cansancio de la vinculación en el mainstream contemporáneo entre por un lado Johnson, un “subgénero” del cine de acción en sí mismo a lo héroe musculoso ATP o un hipotético Arnold Schwarzenegger lavado de tanta sangre ochentosa, y por el otro lado una coyuntura selvática o paradisíaca o simplemente verde plástico repleta de CGI, esa que el señor ya exploró de sobra en Jumanji: El Siguiente Nivel (Jumanji: The Next Level, 2019), de Jake Kasdan, Jumanji: En la Selva (Jumanji: Welcome to the Jungle, 2017), también de Kasdan, Moana (2016), de Ron Clements y John Musker, y Viaje 2: La Isla Misteriosa (Journey 2: The Mysterious Island, 2012), de Brad Peyton, secuela a su vez de Viaje al Centro de la Tierra (Journey to the Center of the Earth, 2008), de Eric Brevig, es por ello que el autor catalán apuesta todas sus fichas a la dinámica entre la esplendorosa Blunt, una británica que rema cualquier película, y ese tremendo Dwayne que cuando le dan material potable en serio con el que trabajar afloja un poco con la pose baladí/ canchera como en la muy interesante Luchando con mi Familia (Fighting with My Family, 2019), de Stephen Merchant. De hecho, es la buena dinámica actoral entre ambos la que sostiene en gran medida la faena, amén del correcto trabajo adicional de Whitehall y Plemons y de la participación de Paul Giamatti como un oligarca naviero del Amazonas, Nilo, de Veronica Falcón como la improbable cacique de una tribu local, Sam, y de Edgar Ramírez como un Aguirre zombie y adepto a las serpientes que vuelve a la vida por obra y gracia del Príncipe Joachim, aristócrata que logra la proeza de meter un submarino en el laberíntico río de América del Sur. Si bien decae un poco llegado el desenlace y no cuenta ni con un gramo de originalidad, Jungle Cruise responde a un imperialismo new age de apropiación cultural respetuosa y ofrece un recorrido fluvial bastante ameno que incluye mafias capitalistas portuarias, pícaros con más vidas que cabellos, misiones en apariencia imposibles, aventuras siempre exóticas, occidentales ridiculizados en espiral, destrucción a toda pompa, encantamientos espantosos, aguas de la muerte, absurdos, venganzas de larga data, algo de antropología para las masas, un entrañable homenaje al cine mudo, misterios que se resuelven a último momento, compañerismo porfiado, artificialidad de maqueta brillante y millonaria, corazones tendientes a ablandarse e identidades mutables al ritmo de este periplo, tan descartable como simpático, en pos de reformular el mito del Árbol de la Vida, esquema simbólico repetido a lo largo de muchas civilizaciones de todo el planeta…
La decadencia acelerada Honestamente debemos agradecer al Infierno por gente talentosa activa como M. Night Shyamalan que continúan ofreciendo obras valiosas y originales en una época dominada por las franquicias infinitas, las remakes, los bodrios gigantescos, las reinterpretaciones baratas de premisas harto quemadas y demás productos para retrasados mentales que en otros tiempos serían catalogados de muy infantiles y que hoy están dirigidos a un público general vago e inculto que se la pasa varado en los mares del escapismo más burdo. La nueva película del hindú nacionalizado norteamericano, Viejos (Old, 2021), sigue la senda del renacimiento creativo reciente que había empezado Los Huéspedes (The Visit, 2015) y la amena serie televisiva Wayward Pines (2015-2016), realizada para la Fox, y continuado Fragmentado (Split, 2016), Glass (2019) y una extraordinaria serie de Apple TV+, Servant (2019-2021), período que le permitió levantar la puntería a escala artística luego de las muy flojas El Fin de los Tiempos (The Happening, 2008), El Último Maestro del Aire (The Last Airbender, 2010) y Después de la Tierra (After Earth, 2013). En esta ocasión el señor adapta la novela gráfica Castillo de Arena (Sandcastle, 2010), del suizo Frederik Peeters y el documentalista francés Pierre-Oscar Lévy, en una película que retoma su viejo amor para con las premisas minimalistas y cerebrales a lo La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), hito de la TV del eterno Rod Serling, aunque ahora jugueteando con los vaivenes del tiempo trastocado en sintonía con El Curioso Caso de Benjamín Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008), de David Fincher, pero intercambiando el drama y el romance por los engranajes del horror ecológico tácito, la denuncia de la manipulación social y el thriller angustioso y freak de un entorno cerrado paradójicamente a cielo abierto. El relato es de tipo coral pero en la propuesta se hace todo lo posible para enmascarar este detalle centrándose en una familia en particular, la compuesta por el actuario Guy Cappa (Gael García Bernal), su esposa Prisca (Vicky Krieps), una curadora de un museo, y los dos hijos pequeños, Trent (Nolan River) y Maddox (Alexa Swinton), quienes viajan a un resort tropical encabezado por una figura misteriosa (Gustaf Hammarsten) que los invita a una playa supuestamente paradisíaca y exclusiva rodeada por una enorme formación rocosa, donde se encuentran con otros dos grupos de turistas, uno compuesto por el enfermero Jarin (Ken Leung) y su esposa psicóloga, Patricia (Nikki Amuka-Bird), y una familia de la alta burguesía que abarca al cirujano y director de una clínica Charles (Rufus Sewell), su esposa símil modelo Chrystal (Abbey Lee), la hija de ambos Kara (Mikaya Fisher) y la madre del hombre Agnes (Kathleen Chalfant). Las primeros síntomas de la debacle por venir son el descubrimiento del cadáver de una mujer, la acompañante del célebre rapero Mid-Sized Sedan (Aaron Pierre), y la muerte repentina de Agnes, lo que indica que la zona arenosa es sinónimo de un electromagnetismo natural insólito que envejece con suma celeridad a las personas y por consiguiente agrava cualquier problema de salud preexistente, como por ejemplo ese tumor de Prisca, la esquizofrenia de Charles, la hipocalcemia de Chrystal, la epilepsia de Patricia y la hemofilia del músico hiphopero, amén de desencadenar la ceguera progresiva de Guy, la sordera de su mujer y el crecimiento acelerado de los purretes, tanto Maddox (Thomasin McKenzie y Embeth Davidtz) como un Trent (Alex Wolff y Emun Elliott) que tiene sexo con Kara (Eliza Scanlen), adolescentes automáticos que sin darse cuenta generan un bebé que no sobrevive más que unos segundos en esta terrorífica playa. Shyamalan, asimismo autor del guión, le pasa el trapo a todos sus colegas porque redondea una epopeya apasionante que aprovecha con furia cada una de las pequeñas catástrofes de la naturaleza descontrolada de fondo, planteo retórico que calza perfecto con su obsesión de siempre con las vueltas de tuerca prosaicas, hitchcockianas y sutiles que niegan la pompa hueca y los “fuegos artificiales” digitales del mainstream descerebrado correspondiente al Hollywood tradicional y la mayoría de los servicios de streaming contemporáneos: en esta oportunidad tenemos a un loquito peligroso con un cuchillo que termina atrapado en las garras de su propia paranoia cual tendencia a inventarse enemigos por todos lados, ese tremendo Charles que como buen oligarca vive estresado y posee una esposa trivial y bella de adorno, la también soberbia y distante Chrystal, asimismo se da cita un doble elemento de horror enigmático coyuntural símil Lost (2004-2010), aquella serie de Jeffrey Lieber, J.J. Abrams y Damon Lindelof para la ABC, porque a la decadencia física y psicológica veloz se agrega un monitoreo a la distancia y el hecho de que los intentos por abandonar el lugar derivan en desmayos similares a las incompatibilidades de presión entre estar bajo el agua y en la superficie, además la fórmula narrativa permite secuencias en verdad geniales como la de la operación improvisada sobre Prisca para extirparle su tumor estomacal antes de que los cortes en el abdomen cicatricen y las de las muertes en simultáneo de Chrystal, en una cueva y reconvertida en un engendro bien deforme, y de su marido, infectado después de ser cortado con un arma blanca oxidada por una Prisca que salva a Guy de una andanada de laceraciones cortesía del médico, cuyo juramento hipocrático se cae a pedazos al punto de apuñalar a Mid-Sized Sedan con frenesí y sin que medie otra explicación que su demencia. Más allá del prodigioso manejo del suspenso y la exploración de la idiosincrasia y temores humanos en tanto principales enemigos de los propios sujetos, Viejos retoma tópicos muy caros al hindú como el aislamiento, la familia fragmentada posmoderna, el discurrir del tiempo, la tranquilidad existencial, la rauda psicopatía, la paternidad, el rol redentor de la naturaleza, las crisis que trae aparejada la vejez, la presencia de inseguridades en cada individuo, la enajenación escalonada, las diferencias de concepciones, el desapego entre iguales, la mediocridad y la adicción laboral, la altanería de la burguesía, la mega estupidez promedio de los turistas, esa banalidad pueril y antiintelectual extendida, la dignidad de la niñez y finalmente los traumas, fracasos y compulsiones que aquí aparecen sobre todo mediante el motivo excluyente del viaje de los Cappa, una intentona de broche de oro para la unión del clan antes del divorcio tanto por el cáncer como por una infidelidad de ella, y que nos retrotraen a la primera fase de la carrera del cineasta en su modalidad “thriller con desenlace sorpresa o algún remate más o menos enrevesado”, aquella de Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999), El Protegido (Unbreakable, 2000), Señales (Signs, 2002), La Aldea (The Village, 2004) y La Dama en el Agua (Lady in the Water, 2006). Shyamalan presiona al máximo al elenco en su conjunto, uno que debe enfrentar situaciones ultra desesperantes o exacerbadas vinculadas con el crepúsculo de la vida o una madurez imposible en apenas horas que deja a psiquis de niños con cuerpos de adultos, y la apuesta resulta exitosa porque Viejos, sin ser una joya del cine al cien por ciento, atrapa desde el mismo inicio del metraje, moviliza las entrañas y hace pensar al espectador en un contexto mundial de pandemia de coronavirus que también modificó la perspectiva del tiempo mediante el encierro, el miedo contagioso, los caprichos políticos de las dirigencias internacionales y el maquiavelismo de los capitalistas del rubro de la salud, laboratorios responsables de vacunas y medicamentos que en el relato pasan a ser representados por la gerencia del resort tropical y sus ensayos clínicos involuntarios sobre las pobres víctimas de turno, los protagonistas, alegoría muy inteligente alrededor de la distribución global de vacunas no del todo testeadas y tomando a la población del planeta como conejillos de Indias, o clientela cautiva en pos del milagro, para vaya a saber qué resultados futuros no previstos -o sí augurados, nunca se sabe- por este nauseabundo establishment farmacéutico y sus socios de la oligarquía estatal, comunal, mediática y económica macro. El film, como siempre en el caso del acervo ideológico del hindú, indaga en el pavor atávico ante lo desconocido y propone al respeto por el diferente y al cariño hacia los seres queridos como bálsamos contra los imprevistos ambientales y la típica maldad y codicia del ser humano, hoy incluso sintiéndose maravillosamente genuina la pluralidad de etnias y nacionalidades del elenco porque el propio creador máximo conoce de primera mano los dilemas y la riqueza de la multiculturalidad, pensemos en el mexicano Bernal, la linda luxemburguesa Krieps, el británico Sewell, la neozelandesa McKenzie, la sudafricana Davidtz, la australiana Lee, la nigeriana Amuka-Bird y el norteamericano de ascendencia asiática Leung. Shyamalan, quien se reserva un pequeño e irónico rol como el chófer que lleva a los ilusos a su mazmorra semi metafísica, incluso trabaja bien el tema de la carne sensual a la intemperie porque en pantalla consigue una solución negociada entre no mostrar nada, de seguro la exigencia del Hollywood castrado actual, y mostrar desnudez en serio, como debe haber querido el señor ya que -al fin y al cabo- hablamos de una playa, logrando que el erotismo esté algo maquillado pero aun así diga presente desobedeciendo a los mojigatos patéticos de hoy en día, las feminazis ridículas del montón y los sultanes del marketing y de las calificaciones bajas por edades a lo populacho oligofrénico inofensivo…
Para mantener la calma Antes de Un Lugar en Silencio (A Quiet Place, 2018), su tercera película como director y guionista luego de las muy olvidables Breves Entrevistas con Hombres Repulsivos (Brief Interviews with Hideous Men, 2009) y Los Hollar (The Hollars, 2016), John Krasinski en esencia era conocido por su faceta actoral y sobre todo por su rol de Jim Halpert en La Oficina (The Office, 2005-2013), remake de la serie británica del mismo nombre que fue transmitida originalmente por la BBC entre 2001 y 2003 y creada por Stephen Merchant y Ricky Gervais, este último también protagonista -Merchant actuaba pero tenía un papel más secundario/ de reparto- y al igual que Krasinski asimismo probando suerte a posteriori en la dirección con propuestas cómicas en sintonía con La Mentira Original (The Invention of Lying, 2009), Los Buenos Tiempos (Cemetery Junction, 2010) y Corresponsales Especiales (Special Correspondents, 2016), las tres visiblemente mejores o más dignas que las faenas de su homólogo norteamericano. Un Lugar en Silencio fue el primer éxito del realizador, tanto en taquilla como en crítica, y no sorprende a nadie que el señor y el estudio detrás del film, la gigantesca compañía Paramount Pictures, hayan decidido convertir en franquicia a un producto interesante aunque bien lejos de ser novedoso o mínimamente complejo más allá de su sencilla metáfora acerca de una paternidad homologada a la existencia monástica y silente, sacrificio perpetuo en pos de mantener con vida a esos vástagos en un ambiente peligroso que no ameritaba más purretes pero aún así nos topábamos con otro embarazo. La primera secuela, Un Lugar en Silencio: Parte II (A Quiet Place: Part II, 2020), sigue al pie de la letra el camino trazado por la aventura original, hablamos de una suerte de versión invertida, léase conservadora o incluso derechosa, del reciente cine de izquierda de terror simbolizado en los tres grandes directores del presente del género, Robert Eggers, Ari Aster y Jordan Peele, todo a través de una fórmula retórica que combina la necesidad de mutismo absoluto para combatir a un enemigo ciego de No Respires (Don’t Breathe, 2016), pequeña maravilla de Fede Álvarez, un regreso a aquella ciencia ficción apocalíptica/ alegórica/ claustrofóbica/ irónica de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), una raza de monstruos que mezclan a los zancudos de El Cristal Encantado (The Dark Crystal, 1982), de Jim Henson y Frank Oz, y la enorme dentadura del xenomorfo de Alien (1979), de Ridley Scott, y finalmente ese contexto semi bucólico que impuso en el mainstream y en el indie The Walking Dead desde 2010 y que ha generado convites como Hidden (2015), de los hermanos Matt y Ross Duffer, The Survivalist (2015), de Stephen Fingleton, Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016), de Dan Trachtenberg, y Viene de Noche (It Comes at Night, 2017), de Trey Edward Shults, panorama que por cierto nos deja el asunto servido para aclarar que en un principio se pensó en englobar a Un Lugar en Silencio dentro de la saga que comenzó con Cloverfield (2008), aquel exponente del found footage de Matt Reeves acerca de un monstruo incontrolable que arrasaba Nueva York a lo kaiju de Oriente. A rasgos generales la trama continúa justo donde terminaba el eslabón previo, con la casa de la familia destruida y el patriarca muerto luego de inmolarse para salvar a los suyos de las garras de las criaturas no videntes aunque con un gran sentido de la audición, a través del cual cazan para alimentarse. Luego de un mínimo prólogo retrospectivo que transcurre durante el primer día de los ataques en un juego de béisbol y que le permite a Krasinski volver a calzarse los zapatos de Lee Abbott, la historia arranca con un nuevo peregrinaje de la parentela, ahora compuesta por la madre Evelyn (Emily Blunt), la hija adolescente sorda Regan (Millicent Simmonds), el muchacho Marcus (Noah Jupe) y un bebé recién nacido al que suelen colocar en una caja aislada/ acolchonada con oxígeno para que no se ahogue y sus llantos no atraigan a los engendros asesinos, todos eventualmente terminando en una fundición abandonada en la que vive un otrora amigo del clan que perdió a toda su familia, Emmett (Cillian Murphy), un ermitaño al que -respetando la lógica melodramática y/ o sensiblera de la franquicia- terminan convenciendo para que se convierta en una especie de sustituto del patriarca fallecido. Cuando Regan se marche en pos de descubrir qué oculta una transmisión radial repetitiva de Beyond the Sea (1945), canción compuesta por Charles Trenet e interpretada por Bobby Darin, la cual proviene de una isla, Emmett recibirá un encargo urgente de parte de la hembra, Evelyn, orientado a que le traiga de nuevo a la cría díscola que aún cree en la humanidad y tiene problemas en materia del sigilo obligatorio. Como suele ocurrir con los productos industriales en los que la dimensión creativa está un poco por encima de las decisiones de marketing, publicidad y regiones aledañas, Un Lugar en Silencio: Parte II cuenta con buenas intenciones, pretende recuperar algo del suspenso acechante de antaño e incluso deja entrever un par de ideas potables que buscan aportar algo de novedad a la premisa, nos referimos al detalle de que los monstruos no pueden nadar, planteo discursivo que ha generado una comunidad de burgueses civilizados de isla en oposición a los salvajones del continente, y al plan de la chica de llegar a la estación de radio para transmitir la gran arma contra los enemigos, ese feedback de alta frecuencia que había descubierto Lee y que puede incapacitar a los monstruos para que los siempre cobardes seres humanos se aprovechen del momento de indefensión y les vuelen la cabeza de un escopetazo, precisamente como hacen todos los bípedos con cualquier animal al que juzgan dañino. Más allá de esos puntos a favor, más la buena actuación del elenco y la estupenda incorporación de un Murphy que sabe bastante de apocalipsis, recordemos films como Exterminio (28 Days Later, 2002), de Danny Boyle, Sunshine (2007), también de Boyle, y Retreat (2011), de Carl Tibbetts, la película en última instancia se siente como un espasmo sin demasiada vida o lógica de la primera parte porque la sorpresa desapareció por completo al igual que el misterio que rodeaba a los monstruos, ahora en pantalla con todo su repugnante CGI de manera permanente y generando un cansancio que no se puede negar ya promediando el metraje, cuando la catarata de clichés del “yermo inerte post debacle mundial” llega a la saturación narrativa. Entre la artificialidad involuntariamente hilarante del acervo digital en una obra que desea ser naturalista y la repetición de situaciones de peligro que no se diferencian en casi nada de sus homólogas de las cientos de realizaciones similares del nuevo milenio, salvo en lo que respecta al presupuesto inflado de Un Lugar en Silencio: Parte II, el opus de Krasinski pronto se convierte en una experiencia agridulce que acumula tantos pros como contras para finalmente caer en el olvido porque está destinado al espectador conservador y bien imbécil de nuestros días que siempre quiere más de lo mismo porque la verdadera novedad le genera rechazo y en el fondo sólo conoce estos tanques del mainstream más castrado, uno que reniega del sexo y la sangre y prefiere el sustrato higiénico pro “familia tradicional” del statu quo para siempre mantener la calma…
Pinche gringo puñetero La franquicia de La Purga (The Purge), esa que tuvo una verdadera catarata de títulos distintos para el estreno de cada eslabón según la región considerada, fue de menor a mayor en términos cualitativos porque a las flojas La Noche de la Expiación (The Purge, 2013), un thriller de invasión de hogar de dejo clasicista y toques de porno de torturas, y 12 Horas para Sobrevivir (The Purge: Anarchy, 2014), una propuesta fofa más volcada a la acción ochentosa ultra descerebrada, le siguieron las mucho más interesantes 12 Horas para Sobrevivir: El Año de la Elección (The Purge: Election Year, 2016), un exponente amable de ciencia ficción de raigambre testimonial y postapocalíptica que ironizaba acerca de ese conservadurismo violento y muy bobalicón estadounidense de siempre, y 12 Horas para Sobrevivir: El Inicio (The First Purge, 2018), una precuela que unificaba ingredientes del slasher, la sátira política tácita y por supuesto ese horror que enmarca a todas las entregas a nivel estético y discursivo para despertar una sensación de continuidad retórica, panorama insólitamente atractivo para el ecosistema cinematográfico paupérrimo de hoy en día que parecía haber llegado para por fin quedarse hasta que apareció un nuevo díptico lamentable que volvió a enterrar a la saga en su conjunto en el abismo de lo olvidable y de todas esas redundancias promedio de Hollywood, hablamos de La Purga (The Purge, 2018-2019), serie de televisión trasmitida por USA Network que fue cancelada a posteriori de dos temporadas, y la presente La Purga por Siempre (The Forever Purge, 2021), trabajo con resonancias de western que sin ser malo está lejos de lo mejor del lote de odiseas previas. James DeMonaco, el cerebro principal detrás de la franquicia en su condición de director y guionista de los tres primeros eslabones, guionista de las dos películas restantes y creador de la serie de TV, vuelve a delegar la silla del realizador, como hiciese con motivo de 12 Horas para Sobrevivir: El Inicio para con Gerard McMurray, y ahora le toca hacerse cargo de la dirección a Everardo Gout, conocido sobre todo por el thriller criminal/ marginal Días de Gracia (2011), su único largometraje previo, y por una larga retahíla de trabajos para la caja boba entre los que se destaca Marte (Mars, 2016-2018), una serie ficcional con entrevistas y elementos documentales especulativos realizada para National Geographic y distribuida por Netflix. Funcionando como una suerte de continuación espiritual y práctica de 12 Horas para Sobrevivir: El Año de la Elección, La Purga por Siempre transcurre ocho años luego del ascenso al poder de Charlene Roan (Elizabeth Mitchell), una senadora que se convirtió en presidenta y eliminó la mentada purga de las benditas 12 horas de “vale todo” para exterminar a quien se quisiera sin castigo institucional alguno, evento anual símil carnicería orientada a descargar “tensiones” sociales que regresa cuando los Nuevos Padres Fundadores recuperan el poder mediante otra elección y así la derecha cristiana, mafiosa y reaccionaria desata otra tanda de masacres que tienen por objetivo maquillar y/ o esconder la hipocresía del capitalismo en eso de vincular a la pobreza con la delincuencia y el gasto público y hacer que los fascistas paranoicos del vulgo maten a esos menesterosos que genera el mismo sistema por montones cual mecanismo de control comunal definitivo. A escala esencial la película que nos ocupa funciona como una solución negociada entre la torpeza exploitation de los dos primeros films y el sustrato más ideológico inteligente de izquierda de la dupla inmediatamente previa, excluyendo por supuesto a la serie televisiva y su pobreza narrativa: mientras que por un lado tenemos metáforas bastante literales que se le embarran en la cara al espectador para que toda intención quede bien en claro desde el vamos, como por ejemplo el hecho de que el norteamericano estándar es un pinche gringo puñetero que hace gala de su racismo y xenofobia en especial frente a los inmigrantes mexicanos que cruzan la frontera a pura desesperación, por el otro lado está el relato de supervivencia en sí de un colectivo variopinto de individuos, desde ya tanto yanquis como aztecas, que vuelve a inspirarse en El Retorno de los Arcontes (The Return of the Archons, 1967), episodio de Viaje a las Estrellas (Star Trek, 1966-1969), de Gene Roddenberry, y en detalles de propuestas de la gran pantalla como Perros de Paja (Straw Dogs, 1971), de Sam Peckinpah, Rollerball (1975), de Norman Jewison, Carrera Mortal 2000 (Death Race 2000, 1975), de Paul Bartel, Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981), de John Carpenter, El Juego del Miedo (Saw, 2004), de James Wan, y Los Extraños (The Strangers, 2008), de Bryan Bertino, ahora incluso incorporando el ámbito desértico, los vehículos modificados y el sol radiante de la genial tetralogía de George Miller, aquella que comenzó con Mad Max (1979) y hoy se transforma en otra minucia más agregada a la ensalada de DeMonaco y sus socios de siempre en todos estos menesteres, Michael Bay y Jason Blum. El esquema fundamental de base, la idea de construir un grupo híbrido que debe viajar a México para refugiarse porque a posteriori de las 12 horas reglamentarias de asesinatos, violaciones y torturas un colectivo cada vez más numeroso de energúmenos armados sigue con la violencia, está muy bien y hasta se podría decir que los dos matrimonios antagónicos que deben limar asperezas en dicho periplo, el de los norteamericanos de muy buen pasar económico Dylan (Josh Lucas) y Cassie (Cassidy Freeman) y el de los mexicanos pobres Juan (Tenoch Huerta) y Adela (Ana de la Reguera), se amalgaman con gracia y soltura en el guión de DeMonaco, sin embargo ya se notan de manera grosera los automatismos de la saga y la poca o nula imaginación para seguir explotando resortes narrativos y una premisa que ya habían sido dilapidados por la serie de USA Network, constituyendo La Purga por Siempre una especie de correctivo pero no mucho más ya que no consigue resucitar en serio una saga que como entretenimiento comprometido de izquierda aquí cae en sermones excesivos en materia de los diálogos, vicio típico de nuestros días porque el grueso de los realizadores y guionistas no saben narrar y por ende no pueden comunicar los mensajes/ moralejas de otra forma que no sea mediante diatribas verbales que no dejan mucho espacio para la complejidad ni la sana ambigüedad discursiva, fuente de la riqueza de cualquier polémica que se precie de tal. Demasiado extenso a nivel del metraje en general y sin novedades verdaderas que aportar a lo ya trabajado mejor en el pasado, el film de Gout por lo menos vuelve a enfatizar que los pobres constituyen el principal alimento de los ricos…
El pasado se impone Justo como Asghar Farhadi, el gran director iraní de A Propósito de Elly (Darbareye Elly, 2009) y La Separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011) que decidió mudarse a Europa con motivo de El Pasado (Le Passé, 2013) y Todos lo Saben (2018), ahora el japonés Hirokazu Koreeda hace lo propio en ocasión de La Verdad (La Vérité, 2019), su última película y en términos prácticos la sucesora del mejor trabajo de su carrera, Somos una Familia (Manbiki Kazoku, 2018), un astuto melodrama que estaba fuertemente vigorizado por ingredientes del policial, la comedia y hasta el cine testimonial: resulta lamentable pero hay que reconocer que la propuesta que nos ocupa rankea como una de las más flojas y aburridas de la trayectoria del realizador y guionista, aquí complementando su gran obsesión de siempre, léase los análisis familiares lánguidos a lo Yasujirô Ozu, con una arquitectura dramática muy semejante a la de Sonata de Otoño (Höstsonaten, 1978), la obra maestra de Ingmar Bergman acerca del encuentro entre una madre y su hija (Ingrid Bergman y Liv Ullmann). Aparentemente ya finalizado el período del derrotero artístico del nipón centrado en los engranajes del drama criminal prosaico, ese que abarcó The Third Murder (Sandome no Satsujin, 2017) y la citada Somos una Familia, en esta oportunidad volvemos a la región estilística previa de obras varias como las visiblemente inferiores De tal Padre, tal Hijo (Soshite Chichi ni Naru, 2013), Nuestra Hermana Menor (Umimachi Diary, 2015) y Después de la Tormenta (Umi Yori mo Mada Fukaku, 2016), aunque con el trasfondo bergmaniano de fondo: Fabienne Dangeville (Catherine Deneuve) es una actriz francesa que supo gozar de una enorme fama que hoy en la vejez está perdiendo y por ello mismo decide publicar sus memorias con vistas a tratar de recuperar algo de la atención de antaño, lo que genera que su hija guionista, Lumir (Juliette Binoche), y su familia, su esposo estadounidense y actor Hank (Ethan Hawke) y su pequeña hija Charlotte (Clémentine Grenier), lleguen de visita a su casona de París para felicitarla por el lanzamiento del libro. Sin lugar a dudas el mayor problema de la realización es que suele perderse en demasiadas escenas repetitivas en las que el desarrollo narrativo esperable, centrado en los secretitos sucios de otros tiempos y las rencillas jamás resueltas, se estanca en el núcleo del dolor compartido por las mujeres, ahora en relación al fallecimiento de una amiga de Fabienne, la también actriz famosa Sarah Mondavan, quien hizo de madre sustituta de Lumir ante el abandono de una hiper narcisista Dangeville que le robó un papel decisivo a su colega y así la llevó a la depresión y a una muerte con mucho de suicidio a cuestas. La amistad traicionada, los celos no reconocidos y el hecho bastante poco digno de que el personaje de Deneuve durmió con el director de turno para obtener el mencionado rol, el cual luego la hizo ganar el César a la Mejor Actriz, flotan en el devenir retórico sin que se produzca una verdadera confrontación entre madre e hija en medio de diálogos trillados y un tanto banales alrededor de la máscara de fortaleza de una Fabienne que vive confundiendo la realidad y la ficción al actuar/ ponerse en pose frente a su familia y ya casi no poder hacerlo delante de las cámaras por sus inseguridades en torno a la vejez, la parentela y su profesión. Koreeda recurre a latiguillos del rubro confesional como los reclamos de la hija ante las mentiras y omisiones que encuentra en la autobiografía y hasta el formato de “film dentro de film”, en esta ocasión con Lumir acompañando a su progenitora en el rodaje de una película existencialista de ciencia ficción sobre una mujer que no envejece y protagonizada por Manon Lenoir (Manon Clavel), una actriz que todos vinculan con aquella Sarah Mondavan por su parecido y talento, reviviendo el trauma latente que Fabienne desea evitar y Lumir traer a colación aunque sin demasiado ímpetu. A medida que avanza La Verdad todo el asunto se va volcando insólitamente hacia una comedia semi costumbrista y bastante light en la que Dangeville recibe un perdón tácito de su primogénita sin méritos a la vista o algún tipo de aprendizaje moral de su parte, lo que nos habla de un automatismo discursivo que no se condice con el progreso del relato. Si bien la actuación de Binoche es correcta, lo mejor del film está condensado en esa excelsa Deneuve y su maravillosa naturalidad para ambos registros, las risas y los llantos, haciendo que las imposiciones del pasado se sientan verdaderas aun a pesar de la abulia y lentitud de la obra en su conjunto…