Ya venía siendo hora de que la franquicia de Actividad Paranormal levantara un poco la puntería luego de dos corolarios muy decepcionantes: teniendo en cuenta que la obra de Oren Peli fue una pequeña maravilla que atrapaba de inmediato al espectador a partir de una construcción minimalista del suspenso, sin recurrir a latiguillos gore o vueltas de tuerca inconducentes, la segunda parte norteamericana y su homóloga japonesa nada hicieron para expandir el terreno en cuestión y hasta fallaron en la no tan sencilla tarea de entregar un producto digno, capaz de sustentarse por sí solo más allá de las referencias al original. Precisamente Actividad Paranormal 3 (Paranormal Activity 3, 2011) llega para corregir este último detalle: sin ninguna necesidad de atar cabos, maximizar la lógica formal u ofrecer algún componente novedoso dentro de lo que ha sido la saga hasta el momento, hoy la propuesta está orientada exclusivamente a dinamizar la narración a sabiendas de que a esta altura la “sorpresa” resulta inexistente. Los realizadores Henry Joost y Ariel Schulman, responsables de la interesante Catfish (2010), edificaron la entrada más “industrial” de todas privilegiando sustos simples aunque eficaces y una progresión dramática más amena. Luego de un prólogo en el que las hermanas Katie (Katie Featherston) y Kristi (Sprague Grayden) encuentran una caja repleta de grabaciones de cuando eran niñas para pronto presenciar cómo la susodicha desaparece, a posteriori la acción se traslada a 1988, período en el que conviven bajo el cuidado de su madre Julie (Lauren Bittner) y el novio de ésta, Dennis (Christopher Nicholas Smith). Así descubrimos que el germen del calvario se remonta a Toby, el “amigo imaginario” de Katie, la entidad fantasmal que la acosa sin pausa y que disfruta provocando ruidos, moviendo objetos y haciendo explotar bombillas. En esta oportunidad la justificación para el fetichismo con las cámaras pasa por el trabajo de Dennis, el filmar casamientos, cumpleaños y fiestas similares: a pesar de que la carencia general de ideas vuelve a ser el rasgo distintivo, aquí por lo menos el desarrollo de personajes supera al de los convites anteriores y los chispazos de humor están mucho mejor insertados. Si Actividad Paranormal 2 (Paranormal Activity 2, 2010) era una suerte de “precuela colateral” algo torpe y repetitiva, la presente es un exploitation hecho y derecho en donde la profesionalidad del equipo interviniente saca a flote un esquema ya agotado…
Anexo de crítica: Esta versión light y conciliadora de El Resplandor (The Shining, 1980) con toques depalmianos busca desesperadamente esquivar los lugares comunes de siempre en cuanto al tópico “casas embrujadas” pero termina cayendo en cada uno de ellos. Aún así, la buena labor del elenco y el tono austero que impone Jim Sheridan logran construir un verosímil sustentable...
Anexo de crítica: Típica película de acción con un marcado tufillo noventoso, Asesinos de Elite (Killer Elite, 2011) resulta un producto sumamente irregular que unifica -sin demasiadas pretensiones- un guión por momentos lamentable, persecuciones eficientes y un Jason Statham que continúa mejorando como actor...
Para sobrevivir en el callejón Como tantos otros cartoons clásicos de la factoría comandada por William Hanna y Joseph Barbera, Don Gato y su Pandilla (Top Cat en la versión original estadounidense) duró muy poco tiempo al aire, apenas 30 episodios emitidos por la ABC entre 1961 y 1962, pero su fama y aceptación posterior trepó hasta niveles insospechados sobre todo en geografías lejanas que progresivamente adoptaron como propia a la extraordinaria colección de personajes que ofrecía la serie televisiva. De hecho, Latinoamérica no fue la excepción y por estos rumbos también hemos amado a estos mininos buscavidas de ideario anarquista. Así las cosas, si queremos comprender los pormenores de un proyecto tan singular como el presente hay que tener en cuenta lo anterior y simplemente señalar que esta adaptación cinematográfica es una coproducción entre Ánima Estudios de México e Illusion Studios de Argentina: la obra en cuestión supera a desastres mayúsculos recientes como El Oso Yogi (Yogi Bear, 2010) o Los Pitufos (The Smurfs, 2011) y vuelve a poner de manifiesto que el éxito artístico debe ir de la mano de una historia coherente con una mínima densidad conceptual, gags simpáticos y un respeto real por una tira que está celebrando sus 50 años. La película no sólo nos restituye la esencia de los gloriosos Don Gato, Benito, Cucho, Demóstenes, Espanto, Panza y el Oficial Matute, sino que además sale bien parada de la difícil aventura de aggiornar la propuesta a los tiempos que corren, en esta ocasión introduciendo la figura de un villano tecnócrata llamado Lucas Buenrostro que se parece muchísimo a los políticos new age basados en estereotipos publicitarios, preceptos ombliguistas y populismo de plástico. Hoy se hace hincapié en las típicas estrategias de control posmodernas orientadas a destruir el espacio público y demonizar a los homeless. Mientras que el susodicho jefe de la policía de New York dispara criterios eficientistas y se la pasa enrejando la ciudad, instalando miles de cámaras de seguridad y reemplazando a los seres humanos por computadoras y robots varios, Matute se transformará prácticamente en su criado y Don Gato padecerá una temporada en prisión por inmiscuirse en sus planes. Más allá de la buena labor del equipo técnico -especializado en 3D- responsable de Gaturro (2010) y la traslación animada de El Chavo del Ocho, aquí se destacan la profesionalidad del director Alberto Mar y el talento del elenco encargado de las voces de los protagonistas. A pesar de que en parte está compensado por la puesta en escena y la amplitud cromática del convite, el guión de Tim McKeon y Kevin Seccia a la larga resulta algo limitado y recurre a demasiados clichés para avanzar en términos narrativos. Sin embargo el film conserva aquel encanto cómplice de antaño a través de todo ese catálogo de actividades delictivas destinadas a garantizar la supervivencia de la fauna del callejón: Don Gato y su Pandilla (2011) llega hasta al extremo de justificar explícitamente y con gran valentía el robarle a los ricos y/ o burgueses en general, por cierto una empresa siempre bienvenida…
Anexo de crítica: Con un poco de Rocky (1976), otro tanto de Halcón (Over the Top, 1987) y mucho de la recordada El Campeón (The Champ, 1979), Gigantes de Acero (Real Steel, 2011) se impone como un entretenimiento familiar a la antigua que cumple dignamente con la cuota estándar hollywoodense de CGI. Los atisbos humanistas de la trama y el gran carisma de Hugh Jackman compensan en parte la torpeza general del realizador Shawn Levy...
Anexo de crítica: Si bien son incontables los dramas procesales sobre casos revisitados a la luz del paso del tiempo, Justicia Final (Conviction, 2010) se destaca del resto principalmente gracias a la eficacia naturalista del guión de Pamela Gray y las emotivas actuaciones de Hilary Swank y Sam Rockwell, dos intérpretes que en el contexto adecuado siempre terminan brillando...
El lenguaje corporal Quizás duela reconocerlo pero claramente han quedado muy lejos aquellos años en los que Wim Wenders era una voz valiosa dentro del espectro cinematográfico internacional: desde fines de la década del ´90 hasta el presente el alemán se fue hundiendo en una triste mediocridad, mejor dicho en ese tipo de medianía que casi siempre promedia para abajo. Desastres mayúsculos como The Million Dollar Hotel (2000) o Palermo Shooting (2008) conviven con films apenas pasables como Land of Plenty (2004) o Don`t Come Knocking (2005) en una ensalada agridulce en la que sólo se salva Buena Vista Social Club (1999). Precisamente poco subsiste de la frescura de aquel documental, hoy metamorfoseado en un retrato prolijo aunque estéril de Pina Bausch, otra de esas coreógrafas minimalistas y un tanto ridículas que pululan por los círculos snobs. A decir verdad estamos ante el típico caso en el que el arte del encargado del homenaje supera con creces a lo que puede llegar a ofrecer el homenajeado en sí: parece que la idea original era registrar a la mujer trabajando no obstante con su súbito fallecimiento en el 2009 la producción se detuvo, luego de la insistencia de sus colegas Wenders retomó el proyecto orientándolo hacia nuevos rumbos. A través de una fotografía preciosista y una clásica escenificación teatral que aprovecha al máximo el formato 3D, el director prefirió simplemente montar cuatro de las piezas más conocidas de Bausch, condimentar como siempre la banda sonora y dejar que sus bailarines hablen de ella sin detalles históricos en off o la más mínima contextualización: tenemos un cuadro sobre tierra, otro con sillas y mesas como obstáculos, uno que incluye segmentos individuales y un último con agua y una gran roca de fondo. Los “movimientos” unifican juegos de manos, trastornos epilépticos, instantes símil yoga y algo de ballet tradicional. La puesta sumamente artificial de Wenders no es fallida de por sí ya que resulta prodigiosa a nivel visual y coloca a la obra analizada al descubierto, el problema surge cuando la susodicha no se sostiene debido a su pobreza conceptual, la reiteración de elementos y la falta de imaginación. Como la apología no se traduce en encanto, Pina (2011) pronto se convierte en un paneo simpático por el lenguaje corporal que termina revelando mucho más por sus limitaciones que por sus aciertos: este collage de teatro, danza y mímica continúa la línea de vacuidad lustrosa a la que nos tiene acostumbrados el malogrado realizador…
Antes que nada conviene señalar que estamos frente a un producto un tanto extraño, no precisamente por la singularidad de sus características específicas sino más bien por su esencia comercial indefinida: a pesar del título con el que llega a la Argentina que parece subrayar un estatuto de precuela, en realidad hablamos de una continuación directa de la película original del 2007 aunque ejecutada por japoneses. Como si la propuesta no fuera de por sí ya lo bastante bizarra, aclaremos también que no guarda ninguna relación con Actividad Paranormal 2 (Paranormal Activity 2, 2010), su homóloga norteamericana. Para comprender situaciones como la presente debemos recordar aquellas “semi- secuelas” europeas de las décadas del `70 y `80 que vampirizaban a los éxitos hollywoodenses de terror de turno: aquí aparentemente el sustrato exploitation, por lo menos a nivel legal, está domesticado porque al inicio nos topamos con un “inspirada en” que indicaría que los responsables contaron con el visto bueno de la Paramount (es decir, depositaron el cheque o vaya uno a saber). El asunto es que Actividad Paranormal 0: El Origen (Paranormal Activity 2: Tokyo Night, 2010) se siente más cercana a una remake que a un corolario. Esto ocurre principalmente por la generosa carga de obviedad y recursos estandarizados que ofrece tanto para el despegue como para el desarrollo. Todo comienza cuando Haruka Yamano (Noriko Aoyama) se ve obligada a regresar a su casa en la capital nipona luego de que un accidente automovilístico en Estados Unidos la dejara con las dos piernas fracturadas. En esta ocasión no hay excusa circunstancial para las videocámaras, que conste que su hermano Koichi (Aoi Nakamura) es fanático de ellas y listo: así de a poco el joven registra cómo la silla de ruedas se mueve sola, se escuchan pisadas y hasta estallan vasos. Si bien el enlace narrativo con la anterior está justificado con discreción, la obra escrita y dirigida por Toshikazu Nagae apenas si funciona como una antología de clichés de los falsos documentales que para colmo avanza en piloto automático y sin entregar más que un par de “novedades” (la inmovilidad de la protagonista y la estructura laberíntica de los hogares asiáticos). El hoy desaparecido “efecto sorpresa” es vital en una saga basada en el minimalismo formal y una puesta en escena claustrofóbica: el film de Oren Peli permanece invicto mientras continúan encendiéndose en la oscuridad esas pequeñas luces rojas…
Aquella esperanza ontológica No cabe la menor duda que Terrence Malick es un creador excepcional, no sólo por sus inclinaciones solipsistas o su misteriosa conducta sino más bien por la calidad interviniente, ese conjunto de rasgos etéreos que en oposición, sin siquiera proponérselo, pintan al contexto cinematográfico que lo rodea. En un circuito dominado casi exclusivamente por la superficialidad acrítica y/ o la falsa modestia, el realizador ha edificado a lo largo de poco menos de cuatro décadas de actividad un andamiaje perceptivo- filosófico portador de una riqueza incalculable, un pequeñísimo tesoro dividido en cinco películas que nos han regalado experiencias apasionantes con su propia lógica y sus criterios de legitimación. La facultad de construir poemas visuales de semejante inteligencia, belleza y profundidad no siempre es remarcada lo suficiente cuando se pretende poner de manifiesto las muchas particularidades de la obra del norteamericano: no podemos más que agradecer la chance de ver en pantalla grande El Árbol de la Vida (The Tree of Life, 2011), quinto eslabón de esa eterna búsqueda existencial por el origen de nuestro devenir como seres humanos, por el sentido de nuestra presencia en la Tierra. A través de un puñado de saltos temporales y una edición fragmentada, aquí el pathos trágico está vinculado al fallecimiento de un joven de 19 años, principio rector de una serie de eventos que lo anteceden y de otros posteriores. Durante los primeros minutos descubrimos una estructura narrativa sustentada en tres ejes simultáneos: por un lado contemplamos a una familia de Texas de los `50 encabezada por el Señor O´Brien (Brad Pitt) y su esposa (Jessica Chastain), luego se impone un segundo nivel centrado en la taciturna actualidad de Jack (Sean Penn), el hijo mayor del matrimonio, y por último tenemos una gloriosa amalgama de escenas complementarias que retratan los momentos de transformación en la constitución vital citando a 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), tanto por la colaboración del genial Douglas Trumbull como por su idiosincrasia artesanal (la secuencia del Cretáceo es la única que utiliza CGI). Ahora bien, gran parte del metraje está dedicado a la versión infantil de Jack (impecable debut de Hunter McCracken), en trayecto desde la niñez hacia la adolescencia: mientras que su madre es dulce y complaciente, su padre es autoritario y algo ciclotímico. Tironeado entre estos dos extremos que coexisten irremediablemente en su corazón, el amor y la ley o “la gracia y la naturaleza” en términos del film, así disfruta de su hermano antes de la fatalidad aunque muy pronto deberá lidiar con el dogma absolutista cristiano y la dualidad ontológica que caracteriza a los protagonistas de los universos ensoñados de Malick, aquella bondad desinteresada y aquel egoísmo que destruye para reafirmarse en su ceguera. El desarrollo psicológico que se inaugura con la primera inocencia convalidante y muta en los sentimientos contradictorios subsiguientes, incluida la rebelión contra el estatuto colectivo representado en la figura del padre, es en esta ocasión el punto de partida elegido para volver a plantear la esperanza de una reconciliación concreta y espiritual, sin las típicas negaciones, facilismos o idioteces new age tan populares por estos días. Cuestiones inaprehensibles como el horror de la extinción, la magnificencia del firmamento, la razón de los pesares, el proceder ante el prójimo o la disyuntiva de fijar nuestra trascendencia reaparecen bajo ropajes más sensoriales que verbales, en sintonía con la fluidez óptica. Sin embargo cabe señalar que la esencia del opus retoma un antiguo concepto que en mayor o menor medida ha atravesado toda la carrera del cineasta, nos referimos a la noción de “fundamento” entendida dentro de los parámetros de un esquema complejo de crecimiento polifacético: esa base imperecedera del vivir tenía un carácter individual en Badlands (1973), de inmediato se expande a la familia en Días de Gloria (Days of Heaven, 1978), después llega al entramado social con La Delgada Línea Roja (The Thin Red Line, 1998), a posteriori hace lo propio con la usina histórica de El Nuevo Mundo (The New World, 2005) y hoy finalmente se atomiza en la cosmovisión primordial de una obra maestra suprema.
El paganismo de la espada Luego de muchísimo tiempo de desarrollo, disputas legales, baches esporádicos, mala suerte y vaya a saber qué más, por fin llega a la pantalla grande una nueva adaptación del archiconocido personaje creado en 1932 por Robert E. Howard, artífice de un subgénero muy famoso de la literatura fantástica denominado de “espada y hechicería”. En lo que respecta a Conan el Bárbaro el pasado es de temer: el guerrero cimmerio no sólo fue un baluarte de la mítica revista Weird Tales sino que además ha sido trasladado a todos los soportes existentes, desde libros y comics hasta programas de televisión y videojuegos. Sin lugar a dudas la referencia ineludible en materia cinematográfica es la recordada película de John Milius de 1982 del mismo nombre, a la que le siguió una secuela de menor calidad dos años después: por aquellas épocas era Arnold Schwarzenegger el encargado de cortar cabezas y bien que cumplió su cometido desparramando violencia seca. Como ocurría con Cazador de Demonios: Solomon Kane (Solomon Kane, 2009), otro producto reciente inspirado en la obra de Howard, el film que hoy nos ocupa apuesta más al acero que a la magia y apenas si resulta simpático, quedándose en buenas intenciones pasatistas. La historia comienza con nuestro héroe naciendo en el campo de batalla, sin ninguna metáfora de por medio: su progenitor utiliza un cuchillo sobre su esposa embarazada para que pueda ver al niño antes de morir. Corin (Ron Perlman) le enseña a su hijo las artes de la guerra pero los vínculos familiares pronto se desvanecen con el arribo de una horda de “civilizados” comandada por Khalar Zym (Stephen Lang). El bellaco asesina a su padre, quema la aldea y se lleva consigo el último fragmento de la “máscara de Acheron”, un artilugio capaz de revivir a su compañera muerta y con el que podrá conquistar al mundo. Dos décadas más tarde, Conan (Jason Momoa) continúa obsesionado con la venganza hasta que eventualmente termina chocando de nuevo con los planes de Khalar Zym y su primogénita Marique (Rose McGowan), esta vez orientados a obtener la sangre de una pobre señorita llamada Tamara (Rachel Nichols) en tanto ingrediente final del rito. Si bien es cierto que para el nivel infantiloide del Hollywood contemporáneo el opus por lo menos eleva un poco el voltaje gore y sexual, a decir verdad la trama obedece a un impulso bastante rutinario y no consigue construir seres interesantes más allá de las carnicerías. Aquí reaparecen las “marcas registradas” del realizador alemán Marcus Nispel, responsable de La Masacre de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 2003), Conquistadores (Pathfinder, 2007) y Viernes 13 (Friday the 13th, 2009): una fotografía preciosista, cero evolución narrativa, mucha hemoglobina vía CGI, algo de tetas al aire, edición videoclipera y una “brutalidad” que no está a la altura de la original. Aún así, también es innegable que Conan el Bárbaro (Conan the Barbarian, 2011) cuenta con un elenco convincente y a la larga entretiene si uno pretende consumir una eficaz antología de escenas de acción…