Una siestita en el infierno Si el buenazo de Michael Bay dejase de dirigir y en cambio se dedicase sólo a producir el mundo sería un lugar mucho mejor, pero lamentablemente ya tiene planeada la segunda secuela de Transformers (2007). Ahora se aparece con una remake del clásico de Wes Craven Pesadilla en lo profundo de la noche (A Nightmare on Elm Street, 1984) que duplica al pie de la letra la trayectoria estilística a la que ya nos tiene acostumbrados: estamos ante un producto ameno aunque muy redundante dirigido al mercado adolescente. Al igual que en La masacre de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 2003), Terror en Amityville (The Amityville Horror, 2005), Carretera al infierno (The Hitcher, 2007) y Viernes 13 (Friday the 13th, 2009), el californiano aquí contrata a un realizador con amplia experiencia en el campo de los video clips y la publicidad para construir un relato discreto enmarcado en tonos ocres a puro preciosismo visual. De hecho, este es el debut cinematográfico de Samuel Bayer, un verdadero especialista con dos décadas en el ruedo. Los resultados vuelven a ser los mismos: sin logros que destacar la película por lo menos no pasa vergüenza refritando la historia del legendario Freddy Krueger, aquel pederasta que regresa desde la tumba bajo la forma de un fantasma onírico para aterrorizar a todos los jóvenes que lo han denunciado y no tanto (el señor siempre se toma algunas licencias…). Por supuesto que Jackie Earle Haley ni siquiera le llega a los talones a Robert Englund, aunque aclaremos que tampoco ayuda el guión insípido de Wesley Strick y Eric Heisserer. Precisamente este es el problema del aluvión de remakes mainstream de los últimos años: si bien no traicionan el espíritu primordial y entretienen sin demasiadas pretensiones, en términos prácticos se quedan en una medianía tan poco imaginativa como estimulante. Lejos de los numerosos aciertos de los originales, estos films generan gran frustración en el espectador a raíz de que una y otra vez amenazan con despegar sin nunca cumplir la promesa de asustar por derecho propio, sin el por hoy demacrado recurso del “bus effect”. Acerca del horror se suele formular un sinfín de estupideces debido a que la enorme mayoría del público y crítica están muy limitados en el área, sus “comentarios” no pasan de ser un puñado de prejuicios no reconocidos. Los fans saben que en la actualidad lo mejor del género lo descubrimos en anomalías absolutas como La Huérfana (Orphan, 2009) y Los Extraños (The Strangers, 2008), o propuestas que nos llegan desde los márgenes como El Descenso (The Descent, 2005) y Criatura de la noche (Låt den rätte komma in, 2008). A favor de la película podríamos decir que el protagonista ha sido explotado en exceso: sin contar la serie de TV y el desatino de Craven del ’94, fueron en total cinco secuelas siendo la más interesante la de 1987. Así nos reencontramos con las nenas saltando la soga, el inefable guante acariciando vaginas en la bañera y la táctica de traer a Freddy a nuestro mundo para liquidarlo. Los hombres disfrutarán de la belleza y ellas revivirán su fantasía de ser violentadas. Esto más que una “pesadilla” es una siestita dominical en el infierno…
Royale con queso Al ver una película como Sangre y Amor en París (From Paris with Love, 2010) uno no puede más que imaginarse a Luc Besson comentándole a Pierre Morel que “estaría bueno hacer una de espionaje descerebrada con John Travolta y Jonathan Rhys Meyers como dos locos que se la pasan reventando terroristas por ahí, eso sí… contratá vos a un guionista porque yo estoy muy ocupado”. De esta forma tenemos un producto escrito por el poco intuitivo Adi Hasak, un asalariado que respetó el designio de Besson aunque con un escaso desarrollo de personajes y sin grandes variaciones de enfrentamiento en enfrentamiento. Morel empezó su carrera como operador de cámara para rápidamente mutar a director de fotografía primero y realizador después. La simpática Distrito 13 (Banlieue 13, 2004) fue sobrepasada por Búsqueda Implacable (Taken, 2008), ambas firmadas por el propio Besson. Su tercer film demuestra ser el más flojo y cae varios puntos con respecto a aquella enérgica propuesta protagonizada por Liam Neeson y centrada en el tópico de la trata de blancas. Aquí los responsables máximos deciden privilegiar la vertiente cómica durante la mayoría del metraje, dejando apenas unos instantes de “gravedad” en el inicio y el final. Si a pesar de sus limitaciones el convite entretiene al espectador desprejuiciado y se deja ver sin demasiados inconvenientes, esto es mérito exclusivo del cineasta y los intérpretes. La agilidad narrativa, una correcta edición y la química existente entre John Travolta y Jonathan Rhys Meyers son ítems que hacen que este refrito de los tanques de súper acción de los ’80 sea por momentos bastante divertido. De hecho, el combo ofrece la cantidad justa de cadáveres como para pasarla bien bajo la condición de no andar intercalando refutaciones desubicadas en lo que se refiere a un verosímil de montaña rusa extrema. Desde ya que llegando el desenlace la sensación de vacío resulta patente y está perfecto que así sea: cada uno juzga en función de sus intereses particulares. Quizás con una progresión dramática uniforme, un mínimo concepto detrás, algún villano de peso y secuencias de combate más originales la cosa hubiese sido distinta y ahora estaríamos festejando otro producto redondo de la dupla (veremos qué ocurre con la próxima adaptación mainstream de Duna de Frank Herbert a cargo de Morel). Se agradece la cita a Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994) en boca del mismo Travolta, ese fanatismo por la “royale con queso”…
La privatización de la paz mundial Apenas dos años después de su primera aventura, regresa el multimillonario inventor en la dinámica Iron Man 2 (2010). Conservando el mismo equipo de realizadores y protagonistas, por una vez el viejo adagio hollywoodense que incita a “multiplicar recursos” funciona sin mayores problemas y por sobre todas las cosas dignifica a la franquicia en cuestión. Desde el vamos aclaremos que a pesar del songtrack de AC/DC que reposa en las disquerías, sólo hay dos canciones de los australianos en el film: la música se mueve en un espectro rockero bastante ecléctico que abarca desde Queen a The Clash. La historia en esta oportunidad gira alrededor de los intentos por parte del gobierno para adueñarse de la creación de Tony Stark (Robert Downey Jr.): así tenemos un flamante competidor, Justin Hammer (Sam Rockwell), un villano de temer, Ivan Vanko (Mickey Rourke), y hasta una nueva asistente, Natalie Rushman (Scarlett Johansson). Por supuesto vuelven Gwyneth Paltrow como Pepper Potts y Samuel L. Jackson como Nick Fury, ahora sí con algo de presencia en pantalla. El único cambio se produce en el personaje de James Rhodes, mano derecha de Stark, con Don Cheadle reemplazando a Terrence Howard. El director e intérprete Jon Favreau reincide sabiamente en esa combinación justa de energía vertiginosa, fantasía tecnológica y drama condimentado con muchos toques de humor perspicaz. Para ser más precisos debemos señalar que los primeros 30 minutos son en verdad excelentes, de una fuerza narrativa pocas veces vista en el Hollywood actual. Llegando a la mitad la película entra en una meseta no muy acentuada que sin embargo permite profundizar en algunas aristas de la identidad de nuestro héroe. El desenlace trae consigo un nuevo aluvión de efectos digitales y rimbombantes secuencias de acción. Todo el elenco aporta lo suyo pero lo de Robert Downey Jr. a esta altura resulta difícil de medir o por lo menos clasificar: ya ni siquiera se puede decir que hace de sí mismo porque esta versión del inefable Stark está elevada a la enésima potencia con respecto a la anterior en lo que hace al cinismo, la capacidad de respuesta y la disposición hacia la parranda. El actor se come la pantalla entregando literalmente su corazón a un proyecto que llevado por otra estrella parecería un esqueleto eficiente aunque sin núcleo, una montaña rusa desaprovechada. Sam Rockwell y Mickey Rourke complementan de maravillas ésta labor. Considerando que las secuelas suelen caer en redundancias paralizantes e idioteces varias, podemos concluir que Iron Man 2 supera con éxito la prueba que siempre presenta la repetición de personajes y situaciones. El guión de Justin Theroux edifica un desarrollo natural sin necesidad de forzar los términos o recurrir a artificios infantiles que neutralicen el relato. Con otro genial cameo de Stan Lee y una premonitoria escena post créditos finales, la obra ofrece su propia lógica y entretiene en función de una condena del armamentismo y un alegato sarcástico a favor de la privatización de la “paz mundial”.
Y una vez más el prolífico y extremadamente ecléctico François Ozon se aparece con un film que nadie esperaba de su parte. Aunque en esencia una obra fallida, Ricky (2009) resulta una ingeniosa curiosidad para los tiempos que corren: hablamos de una fábula fantástica acerca de la responsabilidad paternal y lo insoportables que pueden llegar a ser los hijos. Este bebé con una capacidad excepcional se le escapa hasta al propio realizador, aquí apenas un turista en el género. En síntesis, una buena idea desaprovechada en función de un desarrollo exiguo y un final marcado por una metáfora muy trillada…
Dividiendo el átomo La ambición artística de Charlie Kaufman llega a niveles insospechados en la revulsiva Synecdoche, New York (2008), ópera prima como realizador de un guionista mítico dentro del mundillo cinematográfico de la última década. Sus obsesiones particulares regresan magnificadas en un film desvergonzado que funciona como un canto a la introspección existencial y el debate sobre el proceso creativo: así nos topamos con la experimentación formal, el melodrama exacerbado, secuencias surrealistas, mucho humor negro, un desarrollo visceral de personajes, la originalidad más arrogante y una enorme cantidad de proyecciones cruzadas entre el responsable máximo del devenir en pantalla y los pobres espectadores en sus butacas. Muy lejos de las comedias estúpidas del mainstream estadounidense y europeo, aquí el inconformismo y la crítica son los principios rectores. Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) es un director de teatro meditabundo a cargo de una adaptación de La muerte de un viajante de Arthur Miller en un reducto arty de Schenectady, en los suburbios de New York. Mientras que su carácter depresivo lo distancia de su esposa Adele (Catherine Keener) y su cuerpo padece una larga serie de enfermedades iniciadas con un accidente doméstico, de a poco comienza a flirtear con Hazel (Samantha Morton), la chica de la boletería. A pesar de la terapia de pareja en manos de la psicóloga Madeleine Gravis (Hope Davis), pronto Adele lo abandona llevándose a su pequeña hija con ella en pos de un futuro dichoso en Berlín. De imprevisto Caden recibe una beca MacArthur y con el dinero decide montar una obra brutalmente honesta en donde pueda volcar todas sus inquietudes... para ello alquila un gigantesco depósito en Manhattan. Gran parte de la película se divide entre los ensayos de una pieza en constante crecimiento y los vaivenes tragicómicos de la vida personal del protagonista. Los trabajos de Kaufman han mantenido a través del tiempo una coherencia envidiable, siempre fieles a un derrotero tan alucinógeno en su calidoscopio estilístico como sorprendente en términos de valoraciones nihilistas. Combinando la comedia absurda de ¿Quieres ser John Malkovich? (Being John Malkovich, 1999) y Human Nature (2001) con la melancolía paranoica de Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a Dangerous Mind, 2002) y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), la propuesta en sí es una suerte de “continuación conceptual” de El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002), el extraordinario segundo opus del también misántropo Spike Jonze. Uno no puede más que maravillarse ante semejante cúmulo de escenas inclasificables, diálogos épicos y situaciones de una lucidez abrumadora. Kaufman, consciente de las reacciones contradictorias que genera en el público, se anticipa a ellas, se burla a puro desparpajo de las posibles refutaciones y como si esto fuera poco continuamente redobla la apuesta en lo que a la argumentación filosófica se refiere. El metadiscurso insaciable y los detalles intertextuales se amalgaman con el fin de parodiar tópicos clásicos del “arte elevado” como la autoindulgencia, el realismo, los parámetros de representación, la disponibilidad de recursos o el estancamiento profesional. La ridiculización de los ideales burgueses corre a la par de la explicitación de los callejones sin salida que la vida nos impone a diario: en el filtro quedan muchísimos interrogantes y casi ninguna conclusión. Aunque Synecdoche, New York recuerda por momentos al cine de Woody Allen, Ingmar Bergman y Luis Buñuel, en realidad representa una celebración altisonante de todas las desproporciones características de Kaufman. Al igual que Imperio (Inland Empire, 2006) de David Lynch, el film marca un punto de inflexión en su carrera por la sencilla razón de que estamos ante una síntesis suprema de lo expuesto en el pasado. Se agradecen una vez más el desapego a las fórmulas hollywoodenses, la violencia expresiva, el tratamiento intrincado y la brillantez del elenco en su conjunto; con generosas participaciones de Emily Watson, Jennifer Jason Leigh, Dianne Wiest y Michelle Williams. Mientras que la figura retórica del título toma a la parte por el todo o viceversa, el hoy director vuelve a alterar sentidos en un juego de duplicidades, encadenamientos discursivos y eternas subdivisiones.
El niño carnicero Dejando cualquier tipo de eufemismo de lado, genera vergüenza ajena que se estrenen comercialmente en Argentina películas como Está vivo (It's Alive, 2008), una propuesta desastrosa que hasta en Estados Unidos fue directo a DVD. Para aquellos que no conozcan la obra original de 1974 del héroe del horror “clase B” Larry Cohen, sólo diremos que con los años pasó de inteligente rip-off de El bebé de Rosemary (Rosemary's Baby, 1968) a clásico de culto dentro de las huestes del género: una marioneta aterradora, críticas poco sutiles a la medicina y el fantasma del aborto se combinaban en un cóctel muy hilarante. Lamentablemente lo que podría haber sido una actualización orientada a la bioética se transforma desde el inicio en un cachivache impresentable en donde priman un ritmo soporífero, las torpezas formales, un guión plagado de errores y una alarmante vacuidad conceptual. No existe ni una escena capaz de asustar ni mucho menos movilizar al espectador, tenga éste la edad que tenga. La historia vuelve a girar alrededor de la presencia de un recién nacido con un irrefrenable apetito por la carne humana; aunque ya no se sabe si es un mutante producto de drogas experimentales o un ardid derivado de la falta de ideas. El mismo Cohen parece que cobró el cheque y luego vapuleó a esta remake que transcurre en New Mexico pero en realidad fue filmada en Bulgaria con un equipo autóctono. Este “detalle” se percibe en especial en el contexto desolado y la repetición de exteriores, lo que repercute negativamente en un verosímil demasiado ajado. Sin embargo el principal problema pasa por la banda sonora: los diálogos han sido doblados en su totalidad, la sincronización es pésima y la música incidental da pena (recordemos para el caso que la maravillosa partitura de la original estuvo a cargo del legendario Bernard Herrmann). Ahora bien, si queremos extender un manto de piedad conviene no adentrarse en el tristísimo desempeño de Bijou Phillips y James Murray como los padres de la criatura, dos pobres navegantes que viajan sin brújula. Más allá de un cronograma a los apurones, CGI estúpidos y un presupuesto escaso, aquí el máximo responsable es el insípido director Josef Rusnak, cuyo único antecedente rescatable sigue siendo El piso 13 (The Thirteenth Floor, 1999). Dedicado a los mamarrachos de acción con Wesley Snipes, aquí el alemán desvaría a lo largo de ochenta minutos sin fijar un mínimo eje sobre el cual construir el relato…
La muerte es el futuro El renombrado diseñador de moda Tom Ford pega un salto hacia la pantalla grande y sorprende con su ópera prima Sólo un hombre (A Single Man, 2009), un melodrama homosexual enmarcado en una tragedia del corazón tan devastadora como esencial. A través de un pulso sutil y una gran sinceridad ideológica, el realizador nos presenta a puro preciosismo un día en la vida de George Carlyle Falconer (Colin Firth), un profesor británico de literatura de mediana edad que decide suicidarse luego de la inesperada muerte de Jim (Matthew Goode), su pareja de muchos años, en un accidente automovilístico. Ambientada en Los Ángeles poco después de la crisis de los misiles en Cuba de 1962, la historia se divide en tres vertientes que funcionan en paralelo desde lo narrativo: por un lado están los preparativos del acto en cuestión, por otro los flashbacks que delinean la génesis de la relación sentimental y finalmente tenemos los encuentros del protagonista con distintos personajes a lo largo de la jornada. De esta forma nos topamos con Kenny (Nicholas Hoult), un estudiante fascinado con Falconer, Carlos (Jon Kortajarena), un taxi boy que ofrece sus servicios, y Charley (Julianne Moore), una bella amiga de larga data. Con un guión meticuloso del propio Ford y David Scearce, basado a su vez en una novela con elementos autobiográficos de Christopher Isherwood, el film propone un tour de force existencial lleno de instantes etéreos en los que la trama se diluye mediante la recurrente utilización de la cámara lenta y una banda sonora altisonante (no podemos dejar de destacar la partitura de Abel Korzeniowski y el estupendo trabajo del director de fotografía Eduard Grau). Precisamente esos impasses de índole contemplativa evitan el facilismo romántico y generan numerosos interrogantes acerca del contexto en el que se desarrollan los hechos. Sin embargo más que la profundidad minimalista lo que sobresale a nivel conceptual es el ingenioso distanciamiento con respecto a la depresión: lejos de la manipulación arty y las inconsistencias hollywoodenses, la película se sostiene en una iconografía autosuficiente emparentada con el cine de Douglas Sirk y Rainer Werner Fassbinder. Por supuesto que la rigurosa actuación de Colin Firth juega un papel fundamental aportando detalles enigmáticos y una interesante amplitud de respuesta según la ocasión. La afabilidad del intérprete o la delicadeza del relato no impiden avizorar nuestro futuro como mortales…
El silencio de las cabras La insólita Hombres de mentes (The Men Who Stare At Goats, 2009) es una rareza absoluta dentro del Hollywood contemporáneo, otro de esos caprichos derivados del espíritu inconformista y extremadamente lúdico de George Clooney: sólo porque el actor da el visto bueno pueden ser producidas películas tan descabelladas como la presente. Aquí se unen con naturalidad la comedia satírica, el drama bélico y la acción de carácter testimonial, todo en un combo que se pasea por distintos tópicos vinculados a la crisis de identidad, la frustración política, el desarrollo armamentista y la reciente invasión norteamericana a Irak. Así nos topamos con la historia de Bob Wilton (Ewan McGregor), un periodista que abandonado por su esposa decide marchar a Medio Oriente para probar su valía como hombre. Allí por casualidad se encuentra con el singular Lyn Cassady (Clooney), quien le comenta que está en una misión secreta relacionada con el “Ejército de la Nueva Tierra”, una organización castrense especializada en toda clase de destrezas paranormales. Interesado en la vida de este “espía psíquico”, Wilton lo acompaña en su derrotero por el desierto y de a poco descubre los orígenes de esta bizarra cofradía de tendencia pacifista. Haciendo alarde de una estructura dividida, el film desarrolla por un lado las accidentadas aventuras del par de guerreros mentales y por el otro se sumerge en una incesante catarata de flashbacks para describir al “autor intelectual” del grupo, Bill Django (Jeff Bridges), y el principal enemigo interno, el sádico Larry Hooper (Kevin Spacey). Si sumamos las participaciones de Robert Patrick y Stephen Lang, queda claro que con semejante elenco las expectativas son bastante altas: lo curioso del caso es que la propuesta se mantiene lejos de cualquier solemnidad y abraza en cambio una bienvenida alegría lisérgica de tono hippie. Con algunos detalles muy astutos que recuerdan a las obras de los hermanos Joel y Ethan Coen, el realizador Grant Heslov, colaborador habitual de Clooney, aprovecha el hilarante guión de Peter Straughan sobre un libro de Jon Ronson para construir un retrato sencillo aunque eficaz del cinismo, la brutalidad y la apatía de una humanidad que parece condenada a repetir siempre los mismos errores. Clooney se luce buscando la redención por el asesinato de una cabra, Spacey representa la traición de los ideales de antaño y Bridges entrega otra genialidad retro en la línea de El Gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998).
A pesar del estereotipo de centrar una historia deliberadamente alegórica sobre el origen del “totalitarismo civilizado” en un pueblito luterano de la Alemania previa a la Primera Guerra Mundial, la última película de Michael Haneke está al nivel de Escondido (Caché, 2005) y La profesora de piano (La pianiste, 2001). La carrera del austríaco es sinónimo de una pretenciosa irregularidad, pensemos sino en las fallidas Código desconocido (Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages, 2000), El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003) o ambas Funny Games (1997 y 2007). Aquí entrega su realización más madura en términos narrativos, incluye una inesperada relación romántica y una vez más consigue muy buenas interpretaciones del elenco en su conjunto. Adoptando una perspectiva realista y dejando de lado buena parte del formalismo hueco y las contradicciones ideológicas del pasado, tenemos una obra tradicional y poco imaginativa pero compacta desde lo narrativo: viniendo de un diletante del “extremismo europeo” como Haneke eso ya es algo...
El duelo según Hollywood Genera un poco de indignación que Nuevamente amor (Love Happens, 2009) sea el regreso de Aaron Eckhart luego de su extraordinaria participación en la obra maestra de Christopher Nolan Batman - El Caballero de la Noche (The Dark Knight, 2008). Los actores suelen equivocarse cuando buscan evitar el encasillamiento, pero llegar al nivel de filmar semejante revoltijo de clichés resulta preocupante. La ópera prima del hasta ahora guionista Brandon Camp es muy extensa para ser una comedia romántica y demasiado simplona para calificar como un drama de peso, con un mínimo desarrollo de personajes. La historia se centra en Burke Ryan (Eckhart), un viudo solitario que se encuentra en Seattle por unos días con motivo de la presentación de su reciente best seller de autoayuda acerca de la progresiva superación de la pérdida de un ser querido. En medio de seminarios motivacionales rentados y negociaciones con cadenas televisivas, el hombre se hace un lugar en su agenda para ventilar el trauma provocado por la trágica muerte de su esposa y además tiene tiempo para perseguir a la florista Eloise Chandler (Jennifer Aniston). La película apunta a retratar mucho más el estado psicológico de Burke que la relación en sí. Uno no sabe qué es más patético, si la constante colocación de productos, la acumulación de estereotipos quemados o el noviecito veinteañero que le han puesto a Aniston durante el principio con el fin de quitarle por lo menos una década a su edad real. Los únicos elementos positivos son el tono moderado y la actuación de Eckhart, sobre el que descansa prácticamente todo el guión del director y Mike Thompson (ella anda por ahí mendigando alguna que otra escena). La trivialidad norteamericana y la manipulación sentimental se combinan a lo bestia en un registro opaco que ha sido reciclado en innumerables ocasiones. Si de soluciones ridículas para problemas serios se trata aquí tenemos de muchos colores: desde caminar sobre brazas ardientes, pasando por comprar distintos artículos de ferretería en Home Depot, hasta robar un simpático papagayo. Más allá de la profesionalidad de interpretes como Martin Sheen y John Carroll Lynch, en la propuesta abundan las torpezas narrativas y las contradicciones conceptuales: como si fuera una versión banal del protagonista de Gracias por fumar (Thank You for Smoking, 2005), Ryan elabora una metodología del duelo tan hipócrita como gran parte de los fundamentos cinematográficos.