Mimetismo histórico y vacuidad La fórmula a nivel del consumo cultural detrás de la nueva película de Quentin Tarantino, Había una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019), es relativamente sencilla: a los espectadores que les parecieron muy decepcionantes A Prueba de Muerte (Death Proof, 2007), Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), Django sin Cadenas (Django Unchained, 2012) y Los Ocho más Odiados (The Hateful Eight, 2015), en esencia por considerarlas bodrios soporíferos símil teatro filmado y para colmo llenas de robos a películas específicas de antaño y mucho mejores, esta vuelta a una narración más urbana y menos cínica constituirá un simpático soplo de aire fresco hasta cierto punto; y a aquel otro sector del público que supo disfrutar de las cuatro obras citadas, especialmente espectadores más jóvenes que no vieron en su momento Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992) y Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994) en salas tradicionales y por ello no saben que el señor en el comienzo de su carrera prometía ser un cineasta independiente en la tradición de unos Sam Fuller y Don Siegel combinados con el Jean-Luc Godard de la década del 60, es muy probable que el nuevo film les parezca un mamarracho insoportable sin ningún horizonte narrativo discernible a lo largo de sus 161 minutos de duración total. Dejando de lado semejantes extremos y la facilidad con la que Tarantino se presta para ser acusado de farsante y de haberse vendido al mainstream más bobalicón y autoindulgente, la verdad es que este flamante opus es lo más parecido a una película humanista y adulta que haya ofrecido el realizador a la fecha, aquí tratando de imitar el cine coral, reposado y sutilmente socarrón de Robert Altman y construyendo una lejana versión masculina tanto de El Valle de las Muñecas (Valley of the Dolls, 1967) como de su secuela, Más Allá del Valle de las Muñecas (Beyond the Valley of the Dolls, 1970), sin por cierto llegar a rozar el realismo tragicómico y freak de la primera ni la esquizofrenia autoconsciente de la segunda. En esta oportunidad la historia en sí brilla por su ausencia y ello se debe a que el relato apunta más a retratar a los personajes que a erigir un encadenamiento de sucesos desde un andamiaje estándar: gran parte del metraje, léase las dos primeras horas, se concentra en un par de jornadas de la Los Ángeles de 1969 y examina de cerca el devenir de un par de amigos, el actor Rick Dalton (gran desempeño de Leonardo DiCaprio) y su doble de riesgo, chófer y asistente personal Cliff Booth (Brad Pitt), y a la distancia el ir y venir de Sharon Tate (Margot Robbie), la legendaria actriz en ascenso y esposa de Roman Polanski (Rafał Zawierucha) que murió a manos del séquito de lunáticos encabezados por Charles Manson (Damon Herriman). Dalton se hizo famoso gracias a una serie televisiva bastante simplona enmarcada en el western tradicional llamada Bounty Law (la inspiración fue Wanted Dead or Alive de la CBS, transmitida entre 1958 y 1961) y le está costando horrores encarar la transición hacia el cine debido a que los paradigmas del Hollywood Clásico están en franco proceso de desaparecer (héroes de cartón pintado, tramas unidimensionales, prejuicios implícitos de toda índole, maniqueísmo patético, etc.), amén de su propio alcoholismo y su tendencia a fumar sin freno. Booth, por su parte, es un veterano de guerra que funciona de “terapeuta” circunstancial de su jefe y que suele toparse en las calles con una de las chicas de la Familia Manson, Pussycat (la perfecta Margaret Qualley), un conjunto de hippies que viven en una parodia involuntaria de comuna porque en realidad están controlados por el famoso psicópata, quien insta a las mujeres de su cónclave a acostarse con el avejentado y semi ciego dueño de un rancho que supo ser set de filmación de westerns en el pasado, George Spahn (Bruce Dern), con el objetivo de que los deje quedarse en el lugar sin pagar alquiler para ampliar el número de miembros y seguir craneando sus visiones apocalípticas sobre una guerra racial que no tardaría en explotar y que los entronizaría como iluminados. Curiosamente Tarantino evita engolosinarse con el costado mansoniano del planteo y se enfoca mucho más en describir la rutina diaria ciclotímica de Dalton, metáfora con patas de la desaparición de los galanes reaccionarios, un señor que -finalizada Bounty Law- debe contentarse con participaciones esporádicas en shows ajenos de TV a la espera de que aparezca la chance de saltar hacia la gran pantalla; a lo que se suma un intento en vano de generar suspenso a través de un Booth ingresando en el peligroso rancho en cuestión para saludar a Spahn, todo con la excusa de que levantó con su auto a Pussycat en las calles de Los Ángeles y se ofreció a llevarla hasta donde vive. En lo que respecta a Polanski en sí, el director lo mira a la distancia con un enorme respeto y algo similar podría decirse de su tratamiento escénico para con Tate, a la que prácticamente no le da diálogos y la acompaña con su cámara a verse a sí misma en una proyección de The Wrecking Crew (1968), uno de sus últimos trabajos antes de ser asesinada el 9 de agosto de ese 1969. Si bien la estructura en mosaico de la obra la vincula en parte a Tiempos Violentos, el nivel cualitativo es muy inferior como ocurre con casi todo lo que Tarantino rodó a posteriori, en cierta medida traicionando su promesa de hacer buen cine de género y optando por copiar de manera burda películas de colegas, con la única excepción de Kill Bill (2003 y 2004), un divertido combo de artes marciales y odisea de venganza que de todas formas funcionaba como una remake no asumida de Lady Snowblood (Shurayukihime, 1973): en este sentido basta con recordar lo mucho -demasiado- que A Prueba de Muerte tomó de Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965) y Vanishing Point (1971), Bastardos sin Gloria de Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), Django sin Cadenas de Mandingo (1975) y Los Ocho más Odiados de El Gran Silencio (Il Grande Silenzio, 1968), entre un sinfín de otras realizaciones que se diluían en la fatiga/ aburrimiento que generaban por momentos cada uno de esos trabajos. Sin duda un elemento muy a favor de Había una vez en Hollywood, por lo menos de esas dos primeras horas, es el inusitado naturalismo que consigue el cineasta tratando de imitar a Altman, algo muy raro en él porque aquí por un lado deja de lado el fetiche onanista con los intercambios verbales permanentes y los escenarios únicos para cada secuencia, y por el otro abraza un muy interesante desarrollo visual -cortesía de la hermosa fotografía de Robert Richardson y de la vuelta consciente a la apertura retórica/ escénica de los 90- y una idea un tanto difusa aunque tenaz alrededor de la “soledad de la fama”, hoy homologada a un oficio como cualquier otro que lleva a los ejecutantes/ intérpretes al tedio, la tristeza, la frustración, la inquietud y a una sutil autodestrucción. Dalton y Tate conforman el corazón de esos 120 minutos del comienzo, el primero porque es el personaje más humano que haya concebido Tarantino (por ello lo acompaña con cariño en su subibaja emocional cotidiano) y la segunda porque representa dentro del relato la primera alegría que trae Hollywood y/ o la celebridad (en suma constituye una especie de contracara de la angustia que siente el veterano actor en la piel de DiCaprio). Dentro de este marco de referencias Booth termina muy desdibujado y volcado hacia la clásica caricatura tarantinesca ya que no convence por sus arrebatos de ídolo exploitation trasnochado fuera de lugar, cual adonis sanguinario que pela belleza o fuerza cuando lo desea y sin restricciones, cayendo pronto en el ridículo en los minutos finales cuando se corta el sugestivo desarrollo previo y reaparece el sustrato lúdico de “nenito rico en una juguetería” de Bastardos sin Gloria, giro hueco que pretende reescribir la historia echando mano de los engranajes del trash pero sin convicción, de manera forzada y apelando a automatismos demacrados en lo que atañe a una violencia que ya nada tiene de aquella deliciosa algarabía de los años de Perros de la Calle y Tiempos Violentos, trasfondo actual aniñado y tontuelo de por medio que resulta de lo más gratuito. A diferencia de otros cineastas formalmente similares, anteriores como los hermanos Joel y Ethan Coen y posteriores como S. Craig Zahler, a Tarantino le ha costado muchísimo recuperar/ rearticular la originalidad, vehemencia e incorrección política de sus comienzos en lo que ha sido su obra subsiguiente, empezando por la semi fallida Jackie Brown (1997) y terminando en la que nos ocupa, problema que trató de remediar sin cesar copiando de modo literal opus de otros directores más astutos y compactos en términos narrativos: esa es quizás la mayor paradoja detrás de Había una vez en Hollywood, el ser una de las películas más disruptivas de la madurez del realizador y a la vez no lograr abrirse paso -una vez más- hacia algo de aquella excelencia de otras épocas, consiguiendo apenas situarse un escalón por encima de los trabajos inmediatamente previos y descolocando de lleno a sus variopintos seguidores, pero no con una epopeya artística prodigiosa ni mucho menos, sólo con un convite potable hasta ahí. Esta superación de la andanada de films centrados en versiones de laboratorio y sin demasiada vida de géneros como las road movies, el enclave bélico y los spaghetti westerns tiene mucho que ver con el intento de bajar las revoluciones y describir la muerte del hippismo y la eclosión de la otra faceta de la contracultura de la segunda mitad del Siglo XX, el nihilismo de los 70, eje para entender ese cine exploitation que Tarantino dice amar aunque nunca pudo reproducir del todo de una forma similar a lo que les ocurrió a los representantes de la Nouvelle Vague, otros que decían adorar a los géneros clásicos y que luego se contentaron con filmar ejercicios masturbatorios autorales que parecían burlarse de -más que homenajear con nostalgia a- sus fuentes (por supuesto que hubo rarezas, como el gran Claude Chabrol, el cual sí entendió la producción policial de señores como Jean-Pierre Melville, Henri-Georges Clouzot y tantos otros tomados de base para faenas que en general se anulaban a sí mismas desde una pedantería algo cíclica). La ausencia de verdadero discurso propio del estadounidense le vuelve a jugar en contra porque en buena medida sus películas no dicen nada de nada más allá de manifestar un amor por determinado tipo de cine ya extinto, otra contradicción de por medio porque así como Tarantino es uno de los pocos autores todavía trabajando en el Hollywood basura contemporáneo de la era de las franquicias ad infinitum, realmente resulta una pena que el cineasta no haya podido sustraerse de la maquinaría mainstream para encarar propuestas más honestas y mucho menos en “pose cool” permanente como las que entregó luego de Kill Bill; trabajos que asimismo atraen a esa colección de imbéciles y lambiscones acríticos que no saben un comino de la historia del séptimo arte y todo lo que ven en pantalla les resulta novedoso a pura ignorancia e ingenuidad, un público de cinéfilos “más o menos” que jamás vieron una clase B en serio, celebran la versión más vetusta y derechosa del cine de Hollywood y risiblemente se espantan/ fascinan por las truculencias pueriles -y para colmo a cuentagotas- de Tarantino. Más allá del cliché facilista del último acto, cuando a Dalton le surge la posibilidad de filmar en Italia con Sergio Corbucci y otros genios durante seis meses para a posteriori volver a Los Ángeles, vinculado a reemplazar al Adolf Hitler de Bastardos sin Gloria por los seguidores de Charles Manson en ocasión de la carnicería final, lo cierto es que Había una vez en Hollywood no es ni muy graciosa ni muy dramática ni menos atrapante, ubicándose en una región intermedia entre lo atractivo y la monotonía que nos deja con algunas secuencias interesantes y no aprovechadas del todo, como la pelea improvisada entre Booth y Bruce Lee (Mike Moh) y la charla entre Dalton y la niña actriz Trudi Fraser (Julia Butters), y con una ucronía en la que los crímenes de Manson y sus cofrades no ocurrieron, permitiendo que el yanqui sueñe con la prolongación de la primera contracultura y una industria del espectáculo idílica, mentirosa y menos voraz que no se comió a Tate y demás víctimas en 1969 de manera indirecta vía ese Manson furioso con Terry Melcher, quien le negó un contracto discográfico y desencadenó la furia del psicópata contra todos los adalides del mainstream del período y específicamente contra los que vivían en la lujosa casona de Cielo Drive al 10050, otrora hogar de Melcher (vale aclarar que prácticamente no hay datos contextuales en el film, todo depende del conocimiento sociocultural del espectador). El cuidado maniático por el mimetismo histórico sólo es equiparable a la vacuidad a nivel del contenido, detalle maquillado mediante las buenas intenciones del director, un elenco repleto de estrellas y sinceramente poco y nada que decir -más allá de lo obvio ya transitado en faenas parecidas y también mediocres como la reciente Charlie Says (2018)- acerca de la decadencia baladí hollywoodense, la Familia Manson y el punto final del Flower Power. Típico producto de los tiempos que corren, el paparulo de Tarantino, quien no logra invocar la furia de izquierda de sus amados Sergio Leone y Sam Peckinpah y a pura pusilanimidad hizo todo lo posible para despegarse antes de comenzar la producción de su amigo y productor de toda la vida Harvey Weinstein por las múltiples denuncias de acoso y violaciones a actrices y secretarias a lo largo de tres décadas, hoy nos regala una superficie lustrosa y marketinera -los apellidos de famosos se acumulan por todos lados- que pretende desviar la atención con respecto a las trivialidades del caso y un talento ya casi licuado por completo, del que sólo sobrevive la intención de hacer algo nuevo de la mano de un naturalismo paradójico que a la larga refuerza el hecho de que Quentin no es Robert Altman ni Robbie posee el encanto de la querida Sharon Tate.
La justicia no es limosna El cine argentino no es precisamente muy aficionado a las heist movies, esas típicas películas de atracos que pululan en la industria anglosajona, y mucho menos a la comedia dramática de justicia social, ya que suele centrarse en disquisiciones burguesas alrededor de la identidad y el pasado familiar más que colectivo de los individuos, por ello mismo la llegada de un film cono La Odisea de los Giles (2019) es muy bienvenida dentro de lo que vendría a ser el marco del mainstream vernáculo de pretensiones masivas: la presente obra de Sebastián Borensztein sigue la línea de sus realizaciones previas más populares, La Suerte Está Echada (2005), Un Cuento Chino (2011) y Kóblic (2016), todos opus que de hecho se metían con cierto ADN contradictorio argentino relacionado con una obstinación vital tragicómica que engloba elementos de sumisión y rebeldía en iguales proporciones, casi siempre en consonancia con un analfabetismo político que no le permite dilucidar a los locales cuál de las dos facetas conviene esgrimir/ invocar conforme la coyuntura de turno. Acorde con la desperonización de la sociedad argentina, la película no recurre a ninguna concepción de limosna social vetusta y apuesta en cambio a una noción de justicia más cercana a la izquierda y a la reparación total del enorme daño infligido por esas oligarquías financieras, sociales y culturales que vienen siendo amparadas por todas las mafias públicas desde el punto final de la última dictadura genocida, léase las administraciones radicales, menemistas, kirchneristas y macristas; ahora simbolizadas dentro del esquema retórico en la Crisis del 2001 en Argentina, suerte de hecatombe que se explica por el mantenimiento de los privilegios de las plutocracias parasitarias de siempre, la destrucción del tejido social y la clásica connivencia entre los conglomerados capitalistas, las fuerzas de represión y el aparato mediático lavacerebros que hoy más que nunca funciona como un dispositivo de propaganda en el que claramente se pueden ver desplegadas las mismas mentiras de otras épocas en función de la disputa de poder entre las distintas facciones execrables en pugna. La excusa narrativa en cuestión es la formación de una cooperativa en el pueblo de Alsina, en el interior de la Provincia de Buenos Aires, por parte de una variopinta serie de vecinos encabezados por Fermín Perlassi (Ricardo Darín), propietario de una estación de servicio, y Antonio Fontana (Luis Brandoni), el dueño de una gomería que supo conocer tiempos mejores cuando estuvo a cargo del departamento de vialidad de la región y tenía a su familia, dos piezas fundamentales de su vida que se fueron apagando debido al proceso de destrucción de los poblados rurales y pauperización general durante el menemato. Luego de juntar el dinero necesario para comprar unos silos derruidos con el objetivo manifiesto de erigir una empresa de acopio para los agricultores de la zona, Fermín se deja llevar por el gerente delincuente de un banco y deposita los miles y miles de dólares en ese 2001, justo antes de la aparición del corralito de Domingo Cavallo, Fernando de la Rúa y demás lacras de aquellos años, versiones no muy distintas a la mugre que gobierna al país hoy por hoy. La cosa se complica aún más primero porque el gerente del banco, en complicidad con el intendente, roba la plata mediante un “crédito” que le otorga a un abogado, Fortunato Manzi (Andrés Parra), y luego porque la esposa de Perlassi (Verónica Llinás) muere en un accidente automovilístico en la ruta. Cuando gracias a un chisme escuchado en un hospital descubren que Manzi construyó una bóveda en una parcela frondosa de un campo para guardar allí todos los billetitos, el grupo de damnificados decide buscar ellos mismos una satisfacción vía el ingreso al lugar evadiendo el sistema de alarma y al peligroso abogado, quien anda armado y fundamentalmente hace las veces de tesorero de la mafia ladrona que desvalijó a los ahorristas con el dato de lo que se venía, aprovechando la ingenuidad del pueblo y su afán de independizarse de los oligarcas que controlan por completo el negocio agroexportador. La película sistematiza a todas las clases sociales, desde los estratos menesterosos hasta los sectores medios, de manera respetuosa y sin recurrir a estupideces. Borensztein edifica un trabajo muy correcto y disfrutable que sigue al pie de la letra el fluir paradigmático de aquellas comedias políticas europeas de los 60 y 70 vinculadas a la militancia anarquista y la revancha social de los oprimidos, aunque bajando el nivel de vehemencia retórica y combinándolo con la estructura de las heist movies de Hollywood, desde ya sin tanta pompa tecnológica y apelando más a la picardía criolla a prueba de los engranajes de la vigilancia social posmoderna. La Odisea de los Giles no será original en lo suyo pero por lo menos lo que hace lo hace con dignidad y sapiencia, sobre todo echando mano de un excelente elenco que además incluye a Daniel Aráoz, Rita Cortese, Carlos Belloso, Chino Darín y Marco Antonio Caponi, combo que consigue exprimir al máximo el buen guión del director y Eduardo Sacheri, autor también de la novela de 2016 en la que está basado el film, La Noche de la Usina. Una vez más son Darín (aquí productor junto a su hijo, quien interpreta a su vástago en pantalla) y Brandoni (en la vida real un eterno justificador de las barbaridades cometidas por los gobiernos radicales, hoy irónicamente componiendo a un ácrata) los que se destacan y llevan adelante a esta metáfora humanista y sincera acerca de la urgencia de una rectificación totalizadora y comunitaria que permita por un lado eliminar la dependencia y el régimen socioeconómico hambreador y por el otro fundar un esquema equitativo que incluya a todos en serio, justo como esa cooperativa que forman los trabajadores de diferentes orígenes para vencer a toda la basura en el poder…
El algodón asesino Anna (2019), el último film del infatigable Luc Besson, acumula todas las características de una obra craneada por un cineasta veterano preso de sus marcas formales de siempre y sin que le importe un comino la opinión de la mayoría del público, por supuesto a excepción de esa legión de fanáticos que en mayor o menor medida le viven reclamando “una para la tribuna”, en esencia una que sepamos todos. Y eso es -de hecho- la presente película, una reincidencia estándar en un terreno que el señor patentó y recontra volvió a patentar en Europa de la mano de una generosa colección de obras que lo tuvieron como director, guionista y/ o productor: hablamos del mundo de los sicarios y su devenir oculto en el seno de la sociedad internacional. Lo anterior no tiene de por sí nada malo ya que hay muchos autores que encararon sus respectivas carreras copiándose a sí mismos, el problema surge porque aquí se nota -y mucho- el cansancio detrás del formato y la falta de ideas de fondo. Vale aclarar desde el vamos que el film es una suerte de remake camuflada/ no explícita de Nikita: La Cara del Peligro (Nikita, 1990) y que para colmo incluye elementos varios de El Perfecto Asesino (Léon, 1994), sin duda la obra maestra de Besson, y hasta de otros personajes femeninos aguerridos de propuestas más o menos semejantes como El Quinto Elemento (The Fifth Element, 1997), Juana de Arco (Joan of Arc, 1999) y Lucy (2014), amén de ese costado humanista que el parisino casi siempre incorpora en sus heroínas en la tradición de Angel-A (2005) y La Fuerza del Amor (The Lady, 2011). En esta oportunidad la protagonista es una chica rusa que sufre abuso doméstico a manos de su esposo criminal, Anna Poliatova (Sasha Luss), quien en la década del 80 termina siendo reclutada por Alexander Tchenkov (Luke Evans) para transformarse en asesina al servicio de la KGB y puesta bajo la tutela de la severa Olga (Helen Mirren), la jerarca que le asigna las víctimas. Lo que sigue a continuación es el traslado de la señorita a París y el inicio de una doble vida como modelo de alta costura que tapa la catarata de homicidios que comete en nombre de sus superiores, todo en función de una promesa de libertad luego de cinco años, el deseo más fuerte y arraigado de una Anna que siempre se sintió encerrada en los muros erigidos por terceros. El guión del propio Besson condimenta el asunto con la condición de doble agente de la muchacha cuando es captada por un personero de la CIA, Leonard Miller (Cillian Murphy), quien también la presiona para que trabaje para ellos. Como la mujer no tarda en enterarse que el capo de la KGB, Vassiliev (Eric Godon), no pretende prescindir de su mortífera destreza pasado el plazo en cuestión, Anna acepta el raudo pedido de Miller de matarlo a cambio de salirse del rubro de los decesos compulsivos políticos/ militares/ económicos, fundamentalmente para generar un recambio en la cúpula que permita de inmediato una mejor convivencia entre las dos agencias de inteligencia rivales de la Guerra Fría. Además del esperable triángulo amoroso que surge paulatinamente con Alexander y Leonard, la chica asimismo tiene una relación con su bella amigovia Maud (Lera Abova). Como decíamos anteriormente, el mayor inconveniente de Anna es una recurrencia de esquemas y clichés que el cineasta ya ha utilizado en numerosas oportunidades y que aquí pretende disimular con el ardid de repetidos saltos en el tiempo que nos presentan una determinada situación del relato bajo nuevas perspectivas que lamentablemente tampoco son tan interesantes que digamos, a lo que se suma cierto abuso retórico de la argucia de los flashbacks y los flashforwards para pretendidas sorpresas que nunca lo son del todo. Luss, una modelo rusa en la vida real que debutó en la gran pantalla con Besson en su opus previo, la placentera Valerian y la Ciudad de los Mil Planetas (Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017), está bastante bien considerando su falta de experiencia pero es tan hermosa y tan pálida que nunca termina de calzar en un cien por ciento en su rol de sicaria, asemejándose involuntariamente a lo que sería un exquisito algodón asesino y en suma ubicándose bien lejos de la Anne Parillaud de Nikita: La Cara del Peligro, la Milla Jovovich de El Quinto Elemento y la Scarlett Johansson de Lucy. La película cae así en una medianía que la convierte en una experiencia por momentos tediosa y a veces simpática…
Nuevos viejos movimientos Hollywood casi siempre se las “ingenia” para que dos de los temas más delicados de entre los muchos que se pueden tratar en el séptimo arte, la tercera edad y las enfermedades más funestas, terminen reducidos a esquemas melosos y/ o banales que ahogan la posibilidad de examinar el quid conceptual bien complejo de dichos estados o procesos de la vida. Desde ya que hay excepciones aquí o allá en cuanto a la calidad y la adultez de las propuestas, sin embargo es innegable que las últimas tres décadas del mainstream yanqui fueron un verdadero fiasco en el rubro, en lo referido tanto a la comedia como al drama: la película que nos ocupa, Mejor que nunca (Poms, 2019), se ubica en un terreno intermedio entre la trivialidad y algo un poco más respetuoso y mejor desarrollado que la estupidez estándar del cine masivo norteamericano, a su vez sin descuidar el trasfondo tragicómico del asunto. El film, dirigido por Zara Hayes y escrito por Shane Atkinson, por lo menos tiene la osadía de combinar ambos tópicos, la vejez y un padecimiento que nos acerca muchísimo al óbito, en un relato dinámico de cadencia socarrona y muy encuadrado en la tradición de la “última aventura” por parte de un conjunto de veteranos que desean despedirse con una sonrisa y haciendo lo que se les antoja sin que importen nada el parecer de los demás y lo que la sociedad pretenda de ellos, léase que se queden sentaditos y bien en silencio esperando la llegada del fin. Hoy por hoy la protagonista excluyente es Martha (Diane Keaton), una profesora jubilada y sin hijos que está muriendo de cáncer de ovarios y decide abandonar su departamento citadino para pasar sus últimos días en una de esas comunidades cerradas de retiro que sólo existen en Estados Unidos, especie de barrio lujoso exclusivo para mayores. Allí mismo la mujer traba amistad con otra veterana, Sheryl (Jacki Weaver), una señora muy pícara fanática del póker que vive con su nieto Ben (Charlie Tahan). Cuando Sheryl descubre que Martha fue porrista de joven y que no pudo explorar esa faceta de su persona porque su madre enfermó y tuvo que cuidarla, le propone que retome el asunto y así todo deriva en la formación de un club de cheerleaders de la tercera edad que deberá sobrellevar las burlas de las adolescentes de turno, la competencia natural, y los impedimentos que pone la administradora de la comunidad, Vicki (Celia Weston), quien considera al club algo muy vergonzoso. Con el tiempo la jovencita Chloe (Alisha Boe), porrista profesional e interés romántico de Ben, se pasará de bando para transformarse en la coreógrafa del grupo que Martha y Sheryl logran reunir entre las diversas habitantes del enclave del refugio final. El dúo Hayes/ Atkinson recurre a todos los clichés imaginables del formato (el silencio de Martha sobre su enfermedad, la oposición parca/ alegre que establece con Sheryl, el colorido surtido de delirantes que encuentran en materia de “cómplices”, una desastrosa primera presentación pública y una revancha posterior con el sabor del éxito, etc.), pero por lo menos no abusa del humor estudiantil para infradotados que suele dominar en opus semejantes del mainstream contemporáneo (los chistes, el desarrollo, algunos semi sketchs y los latiguillos retóricos están relativamente bien nivelados con la debacle oncológica que se asoma en el horizonte). Sin duda lo mejor de la película es la química entre las geniales Keaton y Weaver, dos actrices maravillosas que exudan naturalidad, amén de las agradables participaciones de la querida Pam Grier y un Bruce McGill que está perfecto como la autoridad seudo policial dentro de la comunidad de turno. Como hicieron una infinidad de convites en el pasado, el film enfatiza aquello de que siempre se pueden aprender nuevos movimientos a pesar de la edad y los pesares físicos y psicológicos acumulados, logrando en el trajín algunas sonrisas aisladas que por suerte nos dejan bien lejos con respecto a la multiplicidad de mamarrachos que suelen pulular en el campo de las comedias dramáticas de veteranos en plan de fiesta sin fin para compensar los desengaños o el tiempo perdido…
Payasos al volante Más que una (mala) película de acción basada en delirios de toda índole, el noveno eslabón de la franquicia iniciada con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001) es una (mala) comedia de pareja dispareja que por un lado retrasa mínimo unas tres décadas y por el otro ni graciosa resulta dentro de su catarata de momentos pueriles, torpeza narrativa sin freno y secuencias de acción larguísimas llenas de CGI que no tienen ni un ápice de la testosterona de los films que supuestamente pretenden emular, léase aquellas gestas bien lúdicas y muchísimo mejor ejecutadas del cine de acción de los 80 y 90. El tono infantil y banal destinado a los burgueses y lúmpenes descerebrados que consumen estos productos lo recubre todo, anulando cualquier indicio de peligrosidad porque sabemos que por más extrema que sea la faena que los adalides deben realizar, siempre saldrán airosos y limpios. La preponderancia de la velocidad como tal fue introducida en el cine mainstream sobre todo en las décadas del 60 y 70 pero vinculada a la contracultura de la época y las epopeyas de deriva existencial improvisada, especie de pequeño ademán de rechazo contra el sistema capitalista en su conjunto mediante la metáfora de seguir caminos prefijados por la sociedad pero adoptando los marginales y menos transitados por las enormes mayorías de los colectivos humanos. Las dos décadas siguientes iniciaron un proceso de destilación política progresiva orientada a eliminar el sustrato de izquierda y dejar sólo las agitadas escenas de acción que enmarcaron a las road movies, las propuestas de atracos y aquellos dramas históricos del pasado inmediato, pronto generando un cine tontuelo y simple pero entretenido y decididamente más cercano a la derecha represiva de finales del Siglo XX. Hollywood fue arrepintiéndose de este enfoque abiertamente fascistoide para encarar los productos destinados a los hombres y de a poco fue volcándolo hacia una fantasía neutra que pretende incorporar también a las mujeres y los niños, provocando mixturas genéricas cada vez más inofensivas y conservadoras como la de la presente saga, una combinación de carreras callejeras, heist movies y cine de espionaje que paulatinamente se fue acercando a la ciencia ficción lisa y llana mediante artilugios tecnológicos, amenazas de ocasión y giros retóricos en verdad ridículos. Hoy, sin ir más lejos, la historia nos encuentra siguiendo los pasos de los otrora enemigos Luke Hobbs (Dwayne Johnson), un agente federal del servicio diplomático yanqui, y Deckard Shaw (Jason Statham), un ex miembro de las fuerzas especiales británicas reconvertido en mercenario, quienes deben unirse para impedir que un virus que licúa los órganos internos de las personas caiga en manos del villano de turno, Brixton Lore (Idris Elba), un terrorista y ex MI6 -mitad androide, mitad ser humano- que utiliza su fuerza y habilidades para reventar a cualquiera que ose ponerse en su camino. El trío de los buenos se completa con la hermana de Shaw, Hattie (Vanessa Kirby), una agente del servicio de inteligencia inglés que se inyecta el virus y así se transforma en el eje de las refriegas entre ambos bandos para controlar el arma de destrucción masiva. Como decíamos anteriormente, aquí todavía están presentes las secuencias de acción con vehículos motorizados pero poco y nada queda del sustrato terrenal y semi policial de los orígenes de la franquicia, un trasfondo que desapareció para dejar lugar a la fantasía más delirante en cuanto a los enfrentamientos, un metraje muy excesivo y constantes secuencias de comedia liviana que explotan la faceta de payasos de Johnson y Statham, lo que significa que el que lleva la batuta es el primero a raíz del predominio del enclave cómico por sobre cualquier atisbo de seriedad o coherencia narrativa. Los dos actores principales están bien en lo suyo (de hecho, vienen haciendo lo mismo desde hace décadas y a esta altura lo hacen más o menos bien), sin embargo el opus en sí de David Leitch es de lo más perezoso y remanido al punto de la exasperación por la acumulación de estereotipos mal ejecutados…
Entre la apatía y la complicidad De la mano de Dogman (2018) el director y guionista Matteo Garrone regresa a lo mejor de su carrera, por un lado unificando a aquellos personajes tan bizarros como cotidianos de El Embalsamador (L’Imbalsamatore, 2002) con el mundo criminal de la recordada Gomorra (2008), y por otro lado construyendo una reflexión muy cáustica e impiadosa sobre las nulas posibilidades de progreso que hoy ofrecen las grandes ciudades del capitalismo hambreador y tenebroso de nuestros días, enfatizando asimismo la doble vida que deben llevar muchos para sobrevivir y la pasividad del grueso de la población ante el ascenso de figuras desdeñables al poder en una actitud que emparda el “dejar hacer” de siempre con la colaboración abúlica para con el energúmeno fascistoide, caprichoso y voraz de turno. Apelando a los engranajes de la fábula camuflada para adultos, el italiano crea un film muy prudente que utiliza su crudeza de base para explicitar su mensaje y desparramar verdades. La trama gira alrededor de Marcello (Marcello Fonte), un peluquero canino que tiene un pequeño negocio en la Magliana, uno de los barrios de Roma, y que para ganar algo de dinero extra trafica cocaína entre los miembros del hampa y la oligarquía comercial del lugar. Al mismo tiempo padre amoroso de su joven hija Alida (Alida Baldari Calabria) y gran defensor de los animales, a los que respeta y trata con cuidado y cariño, el protagonista gusta de participar en competencias de belleza de perros y hace lo que puede para quedar bien con los otros dueños semi mafiosos de locales, con quienes juega regularmente al fútbol, y con los exponentes delictivos más clásicos, entre los que se destaca un violento ex boxeador llamado Simone (Edoardo Pesce) que se siente el mandamás de la zona porque nadie tiene el coraje de parar sus arrebatos y antojos varios. Marcello es el principal dealer del zombificado Simone y suele acompañarlo en saqueos nocturnos a casas de ricachones. Cuando el maleante tenga la simpática idea de hacer un agujero en la pared del negocio de Marcello para entrar a robar al local de al lado, perteneciente a un repugnante usurero que se especializa en la compra y venta de oro, Franco (Adamo Dionisi), el peluquero canino no podrá negarse y así terminará “pegado” al hecho y con una sentencia de un año de prisión, luego de la cual -y a su vuelta a la Magliana- descubrirá que se transformó en un paria a ojos de los comerciantes del barrio y que Simone lo ningunea negándole su parte del botín y para colmo paseándose con una moto lujosa que compró con la totalidad de lo sustraído: desesperado y también envalentonado por la estadía en la cárcel, el protagonista decidirá que es momento de abandonar la sumisión que marcó su vida hasta entonces. Garrone deja de lado el tono lúdico de la interesante Reality (2012) y la muy fallida El Cuento de los Cuentos (Il Racconto dei Racconti, 2015) para recuperar el nerviosismo apesadumbrado de la década pasada y así redondea un trabajo estupendo que va de lo singular a lo general implícito de manera maravillosa y con enorme seguridad, haciendo que la anécdota central se magnifique a medida que la tragedia y la sed de venganza se van extendiendo sin freno. El desempeño de Pesce y en especial de Fonte, el cual con su solo rostro soporta minutos y minutos de metraje cargado de angustia, es extraordinario y saca a relucir lo mucho que necesita el cine contemporáneo de la sinceridad, brío y autenticidad que Garrone consigue en Dogman desde un minimalismo expresivo prodigioso que despoja a El Embalsamador de su trasfondo romántico y a Gomorra del laberinto de la corrupción mafiosa capitalista actual con el objetivo de remarcar el lamentable ciclo de explotación mutua al que están condenados los marginados, ese que a su vez responde a las necesidades de los oligarcas autóctonos y sus socios en las elites gubernamentales y empresariales. El anhelo de Marcello en pos de ganarse el respeto de su comunidad y en esencia vivir tranquilo para poder llevar de vez en cuando a su hija a bucear choca primero con la indiferencia corporativista de sus vecinos y segundo con un “monstruo humano” imparable que él mismo ayudó a crear, ese Simone que se mueve a sus anchas entre la apatía pusilánime de la Magliana y una complicidad silente, generalizada y culposa que mantiene a cada habitante menesteroso en la inequidad de siempre cual compartimento estanco y eterno…
Un topo naif, con pollera La Espía Roja (Red Joan, 2018) es una de las propuestas más frustrantes que haya ofrecido el cine británico reciente, aquí más que nunca empardado a lo que sería la típica interpretación hollywoodense simplona de una faena verídica con un enorme potencial: como ocurrió con tantas otras epopeyas históricas similares de las últimas décadas, el séptimo arte actual en su versión mainstream vuelve a demostrar que carece de la astucia para leer los hechos originales en toda su complejidad y ni siquiera logra redondear un lienzo maniqueo aunque entretenido como aquellos yanquis/ europeos de antaño. En esta ocasión estábamos ante la oportunidad de construir un thriller de espionaje old school basado en el muy interesante derrotero de Melita Norwood (1912-2005), la agente soviética con más años en servicio dentro del aparato de inteligencia inglés, léase tres décadas de pasarles secretos a los rusos en el contexto más álgido e impredecible de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. El director Trevor Nunn y la guionista Lindsay Shapero erigen una pobre mixtura de drama romántico y seudo relato de suspenso testimonial que consigue la “proeza” de licuar el sustrato ideológico comunista de la mujer real en pos de consideraciones vanas hermanadas al corazón y a una perspectiva extremadamente naif por parte del personaje que representa a Norwood en pantalla, nuestro topo. Joan Stanley (Judi Dench en su faceta anciana, Sophie Cookson en sus años mozos) es una bella señorita que estudia física en Cambridge y allí entra en contacto con Sonya (Tereza Srbova) y su primo Leo (Tom Hughes), dos militantes comunistas pegados a la doctrina oficial de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Stanley comienza un romance con Leo y con el tiempo le pasa datos secretos británicos a Sonya cuando empieza a trabajar en la misma división de Max Davis (Stephen Campbell Moore), cabecilla del equipo de científicos que desarrollan la teoría para la bomba atómica. La trama pronto se pierde en sonseras románticas interminables y se pasa casi toda la primera hora de los 101 minutos totales planteando una especie de triángulo amoroso entre la chica, el siempre esquivo Leo -ese que desaparece de un momento a otro por viajes que quedan flotando en la nebulosa- y el aburridísimo y casado Davis. Así cuando por fin el film se decide a regalarnos un mínimo de tensión en torno a los arcanos que la protagonista le entrega a Sonya, el asunto en su conjunto ya cansó de tal manera al espectador que poco importa el resto del metraje, el cual para colmo se la pasa abusando de una catarata de flashbacks y flashforwards redundantes asentados en un presente en el que la Joan veterana está siendo interrogada por esbirros gubernamentales, ya con su máscara revelada por completo, y soportando los devaneos del histérico de su hijo, el caricaturesco Nick (Ben Miles), quien le suelta de lleno la mano porque traicionó a su país allá lejos y hace tiempo. Sinceramente La Espía Roja parece armada por un equipo creativo que jamás vio ninguna de las cientos de películas de espionaje que inundaron los mercados mundiales a lo largo de la segunda mitad del Siglo XX, ahora además optando por “justificar” a Stanley desde la sonsera marca registrada de la actualidad: en vez de ser una comunista sin nada que acotar o explicar, el personaje es una especie de pacifista ingenua que afirma haber compartido el avance del programa atómico inglés para que los rusos estén en iguales condiciones tecnológicas/ armamentistas y así no se produzcan abusos entre los dos bandos, por un lado contrapesándose mutuamente y por el otro evitando flamantes masacres en sintonía con Hiroshima y Nagasaki. La noción, que por supuesto es muy linda en el papel y desde el oportunismo del tiempo transcurrido, no tiene nada que ver con los ideales contrapuestos de aquel entonces y con el yugo concreto de los anglosajones y los soviéticos sobre sus respectivos imperios títeres. Lo mejor que se puede decir de la obra es que Cookson -la verdadera protagonista, considerando la generosa duración del racconto- está bastante bien y llegando el final hay algunas escenas eficaces, no obstante el remate mismo es muy simplón y el arco de desarrollo de Stanley es burdo a más no poder, con ella gritando a los cuatro vientos que los rusos deberían tener acceso a los secretos británicos y a posteriori pretendiendo mantener un perfil bajo institucional o fugándose cuando las papas queman…
Lo que trae el drenaje De aquella colección de directores que supieron ser representantes del extremismo europeo de la década pasada y toda esa hermosa carnicería volcada al suspenso y el shock sensorial, léase un colectivo variopinto que incluyó a Xavier Gens, Pascal Laugier, Neil Marshall, el dúo Julien Maury/ Alexandre Bustillo, Fabrice Du Welz, James Watkins y la dupla David Moreau/ Xavier Palud, entre tantos otros, Alexandre Aja fue el único que se sintió cómodo trabajando en el mainstream en general y en Hollywood en particular, llegando incluso a sacar provecho de los distintos encargos que surgían dentro de la industria en materia de remakes y/ o los géneros más populares del momento. Siempre con su corazoncito puesto en el horror de cadencia gore y un erotismo más o menos explícito que suele aparecer o desaparecer según la libertad de la que goza en cada epopeya, el señor después de dos propuestas en su Francia natal, las geniales Furia (1999) y Alta Tensión (Haute Tension, 2003), se embarcó en una interesante serie de reversiones, compuesta por Despertar del Diablo (The Hills Have Eyes, 2006), Espejos Siniestros (Mirrors, 2008) y Piraña 3D (Piranha 3D, 2010), y luego en dos obras bastante más bizarras, las también atractivas y bellas Cuernos (Horns, 2013) y Las 9 Vidas de Drax (The 9th Life of Louis Drax, 2016). Precisamente, considerando el sustrato experimental de los dos opus anteriores y su mezcla inconformista de formatos opuestos sin demasiados mojones retóricos en los que asirse a nivel de esa tragicómica previsibilidad que muchos buscan en la gran pantalla, bien se puede decir que ahora el director apuesta a un regreso al cine de género hecho y derecho aunque de nuevo desde su peculiar interés, tratando de buscarle una vuelta de tuerca al asunto para que las viejas fórmulas que conocemos de sobra no pierdan el encanto y puedan seguir atrapando al espectador: Infierno en la Tormenta (Crawl, 2019) cuenta tanto con uno de aquellos personajes femeninos fuertes de los comienzos de la trayectoria del francés como con una buena dosis de truculencias marca registrada englobadas en un nerviosismo narrativo muy bien apuntalado, combo que en esta oportunidad responde a una mixtura ridícula -y por ello divertida- de las clásicas aventuras de catástrofe, ahora con un huracán categoría cinco atacando el Estado de Florida, y el enclave semi ignoto para el público masivo de las películas de cocodrilos, una tradición que se remonta a las primigenias Eaten Alive (1976), The Great Alligator (Il Fiume del Grande Caimano, 1979) y Alligator (1980) y que llega hasta las más recientes Lake Placid (1999), Black Water (2007) y Rogue (2007). La historia es diminuta a más no poder y apenas si involucra a la nadadora profesional Haley (Kaya Scodelario) yendo a chequear qué le ocurrió a su padre, Dave (Barry Pepper), debido a que no contesta su teléfono, lo que implica recorrer rutas anegadas en medio del vendaval, saltearse controles en el camino y meterse en una zona que ha sido evacuada casi por completo. Cuando la mujer finalmente halla malherido a su progenitor en la que fuera la casa familiar antes del divorcio de turno, asimismo descubrirá que el lugar está repleto de cocodrilos que llegaron a través del drenaje y gracias a la inundación por el temporal. El también mínimo desarrollo de personajes pasa por la sensación de culpa de Haley en lo que atañe a la separación de sus progenitores, ya que ella siempre se identificó más con el padre, quien además supo actuar como su entrenador y supuestamente descuidaba a su parentela por ello, mientras que su hermana, Beth (Morfydd Clark), está más en sintonía con la madre del clan y hasta tiene un bebé propio para subrayar esta oposición entre carrera profesional y maternidad símil ama de casa, dos opciones eternas para las féminas que pueden o no desplegarse en simultáneo. La película combina lo que ocurre en el lugar donde padre e hija están atrapados, el espacio que suelen dejar los yanquis para el cableado, tuberías y demás entre el suelo y el piso propiamente dicho de la casa, y un exterior de la residencia que sirve para acumular cadáveres, como unos jóvenes que se llevaban un cajero automático y un par de rescatistas que de sopetón también terminan pasando a mejor vida. Infierno en la Tormenta es eficaz en lo suyo y realmente muy entretenida porque no le sobra ni un minuto, algo muy poco habitual en nuestros días de realizaciones que parecen agregar escenas y sobreexplicaciones cual compulsiones tontuelas en vez de necesidades narrativas concretas, no obstante a decir verdad constituye una de las faenas menos despampanantes de Aja, quien por un lado aquí supera al grueso de sus colegas en materia de suspenso y espectáculo minimalista y por el otro no consigue igualar lo hecho por él mismo en ocasión de -por ejemplo- las mucho más desatadas y gloriosamente trash Alta Tensión, Despertar del Diablo y Piraña 3D, frente a las cuales la película que nos ocupa hasta parece algo conservadora. De todas formas el film resulta más que rescatable y el francés sabe aprovechar a Scodelario, una actriz inglesa tan linda como talentosa capaz de sostener gran parte del fluir del relato con su rostro y su cuerpo, amén de esos cocodrilos de CGI bastante convincentes y de los que no se abusa a lo largo del metraje. Por supuesto que la experiencia no posee ni un gramo de originalidad y que el guión de Michael y Shawn Rasmussen, aquellos de Atrapada (The Ward, 2010) de John Carpenter, el que sin duda sigue siendo su mejor trabajo a la fecha, no es precisamente una joya del arte dramático, sin embargo ello no importa en una gesta de supervivencia de estas características en donde el éxito pasa por la ejecución del director y la presencia escénica del protagonista en cuestión, dos ítems que no fallan en esta odisea de los drenajes, los recovecos edilicios y similares…
La amistad en la niñez A veces el cine actual nos da sorpresas y sin duda El Muñeco Diabólico (Child's Play, 2019) es una de ellas: la remake del clásico homónimo de Tom Holland de 1988 es una de las mejores reinterpretaciones que haya ofrecido el mainstream hollywoodense en mucho tiempo, respetuosa a nivel general para con el film original y a la vez con la astucia y el descaro suficientes para modificar determinados elementos centrales con el objetivo de no simplemente aggiornar el material sino de hacerlo girar hacia otros rumbos, incluso hasta más interesantes que los de antaño. En lugar de aquel asesino en serie, Charles Lee Ray (Brad Dourif), que acorralado y herido por la policía -vudú de por medio- decide trasladar su alma a un muñeco llamado Chucky, en esta oportunidad tenemos a un pobre empleado explotado de una fábrica vietnamita de juguetes high-tech que luego de ser echado por baja productividad decide deshabilitar todos los protocolos de seguridad de una de las unidades de una revolucionaria línea de muñecos intitulada Buddi, los cuales poseen una inteligencia artificial bastante desarrollada, se transforman en “mejores amigos” de sus dueños y hasta pueden controlar los dispositivos hogareños (televisión, equipo de música, aspiradoras, aire acondicionado, etc.) concebidos por la misma empresa multinacional, Kaslan Corporation. La primera mitad del relato respeta los lineamientos de la obra de la década del 80, con el muñeco cayendo en manos de un niño llamado Andy Barclay (Gabriel Bateman) y autodenominándose Chucky, ahora a posteriori de que su madre Karen (Aubrey Plaza), una empleada del sector de devoluciones de un gigantesco supermercado, chantajea a su jefe con revelar un affaire del hombre con otra subalterna para quedarse con una unidad de Buddi presta a la destrucción. Si bien falta algo de tiempo para el cumpleaños de Andy, un joven que padece sordera y debe llevar un audífono de manera permanente, y ya una clienta se había quejado de que el juguete funcionaba visiblemente mal, Karen de todas formas le regala a su hijo el robot y el muchacho lo termina aceptando a pesar de sus cuelgues, sus improvisaciones extrañas y su insistencia con hacer feliz al niño a toda hora. Más que una entidad autónoma que está infiltrada en la casa, este nuevo Chucky se mueve como un hijo conceptual de Andy que aprende todo de él y así de a poco se convierte en un psicópata al absorber sin filtros la violencia de films como la recordada La Masacre de Texas 2 (The Texas Chainsaw Massacre 2, 1986), primero cargándose al gato díscolo de la casa y luego al novio de mami, Shane (David Lewis), un embaucador que tiene otra familia en paralelo. El guión de Tyler Burton Smith, ya sin ninguna intervención de Don Mancini, el principal responsable de la franquicia hasta el presente film, no nos aburre con sobreexplicaciones sobre la muerte del padre de Andy y pasa directo a su amistad con otros dos niños del edificio donde vive, Falyn (Beatrice Kitsos) y Pugg (Ty Consiglio), lo que deriva en que los purretes destrocen al muñeco homicida y lo arrojen a la basura, donde lo encuentra el empleado de mantenimiento del lugar, Gabe (Trent Redekop), un voyeur que tiene cámaras plantadas en todos los departamentos y decide arreglar al juguete para venderlo en Internet, circunstancia que desde ya genera que Chucky se torne algo vengativo para con ese Andy que lo desechó y opte por matar a todos a su alrededor. Sin recurrir a los episodios de comedia desquiciada de los últimos eslabones de la saga y retomando el horror del inicio, El Muñeco Diabólico levanta vuelo en una segunda mitad bien gore que incluye críticas al consumismo pueril contemporáneo símil Halloween III: Noche de Brujas (Halloween III: Season of the Witch, 1982) y una interesante denuncia acerca de la dependencia tecnológica en materia de entretenimiento y vida cotidiana en sintonía con las dos principales pesadillas de Michael Crichton sobre la inteligencia artificial, Westworld (1973) y Runaway (1984). Sinceramente lo aquí hecho por el realizador Lars Klevberg, aquel de la deslucida Polaroid (2019), es muy bueno si lo comparamos con el paupérrimo promedio del terror mainstream de nuestros días, logrando aunar con esmero los terrenos del slasher y el techno-thriller sin tropiezos a la vista más allá del detalle de que el diseño en sí de esta nueva encarnación de Chucky -en especial su rostro- es un tanto bizarro y parece apuntar a cierto costado freak de la tradición de los juguetes asesinos, representado en Puppetmaster (1989) y la querida Dolls (1987). La película además se beneficia mucho de su excelente elenco, abarcando un Mark Hamill muy eficaz que le pone la voz al muñeco, un Bateman con una presencia escénica envidiable y por supuesto una Plaza en verdad gloriosa que aprovecha con una enorme sagacidad sus momentos en pantalla, reconfirmando que es una de las actrices más originales trabajando en la actualidad, como ya lo demostrase en Safety Not Guaranteed (2012), Life After Beth (2014), Ingrid Goes West (2017) y An Evening with Beverly Luff Linn (2018). Entre instantes sutiles de humor negro y una buena ejecución general, la muy entretenida propuesta quiebra la racha de malas remakes y nos regala una exploración amena en torno al fanatismo neurótico que suele enmarcar a la amistad durante la niñez…
Un bodrio arácnido El aparato hollywoodense desde siempre generó obras en serie que obedecieron a criterios uniformizadores tendientes a la liviandad bobalicona lava cerebros en clave yanqui, léase carente de toda ideología contestataria y vinculada a un conservadurismo chauvinista y militarizado de lo más patético, sin embargo lo que realmente termina cansando de los productos cinematográficos de Marvel no es tanto su carácter intercambiable a raíz de un mimetismo llevado al extremo del absurdo, sino la total pereza creativa de eslabón en eslabón, su sustrato ridículamente pueril, los chistecitos para oligofrénicos que meten cada cinco segundos y el notable descenso en el acabado formal de la saga de los superhuecos, percibido tanto a nivel de la falta de ideas en materia de los relatos en sí como en lo que atañe a los mismos CGIs, los que deberían sostener el film, cada día más y más mediocres. De hecho el nivel cualitativo es tristísimo, sigue en estado terminal aunque como la taquilla continúa respaldando a este cine chatarra las ruedas no dejan de girar. El último “coso” de esta ristra de mamotretos sin fin, Spider-Man: Lejos de Casa (Spider-Man: Far from Home, 2019), tranquilamente puede ser empardado con cualquiera de las secuelas de Locademia de Policía (Police Academy), las cuales por lo menos de vez en cuando metían algún chiste verde o algún latiguillo mínimamente para adultos. Basta con pensar que estamos ante la octava película de El Hombre Araña en poco más de tres lustros, una saturación que nos permite recordar las tres flojas obras de Sam Raimi, el díptico mucho más interesante de Marc Webb, la paupérrima entrega del 2017 y la animada Spider-Man: Un Nuevo Universo (Spider-Man: Into the Spider-Verse, 2018), definitivamente mejor que el presente trabajo. Aquí tenemos todos los indicios de que el equipo detrás de cámaras ya no sabe qué hacer con el personaje de Stan Lee y Steve Ditko: ahora el protagonista, Peter Parker/ Spider-Man (Tom Holland), viaja en una excursión turística a Europa organizada por su colegio (el cambio de coyuntura narrativa señala el enorme cansancio con respecto a la Nueva York de siempre), aparece un personaje que se asoma como “enigmático” pero rápidamente se deduce que es el nuevo contrincante, hoy un farsante (el Quentin Beck/ Mysterio de Jake Gyllenhaal está bastante mal explotado y no se ubica para nada a la altura de lo que puede ofrecer el intérprete) y hasta los insoportables devaneos románticos caen en saco roto (esa M.J. de Zendaya Coleman, el interés amoroso de turno con look negro/ latino, es otro estereotipo con patas seleccionada por raza según corrección política, a la que por supuesto se suman en el elenco hindúes, asiáticos, árabes y hasta algún que otro negro más oscuro). La torpeza y la desgana de la franquicia comandada por el productor Kevin Feige -nos referimos a todos estos bodrios de superhéroes- no sólo despersonalizan a cada uno de los protagonistas a fuerza de guiones idénticos, sino que los mismos productos se autosabotean mediante desarrollos tan repetitivos y maniqueos que lo que podría ser seres humanos en trajes de látex y armaduras se transforma en caricaturas que no generan gracia ni empatía, y lo que podría ser villanos conflictuados/ amenazantes/ crueles se convierte en excusas retóricas que jamás convencen porque carecen de brío. El director Jon Watts, otrora alguien talentoso como lo demostrase en aquellas dos dignas clase B, El Payaso del Mal (Clown, 2014) y Cop Car (2015), mutó en otro esclavo de la maquinaría más boba del mainstream reciente, todo al servicio de un entretenimiento que brilla por su ausencia y que se difumina al ritmo de explosiones en una Europa banal modelo Hollywood, lista para ser demolida…