Maraña de ocupación Dos de los problemas centrales del cine mainstream norteamericano contemporáneo son la falta de variedad y las buenas intenciones que quedan en nada: el primer factor tiene que ver con la paranoia con respecto a la piratería y el fetiche para con el marketing segmentado -y a la vez con pretensiones cada vez más masivas- de los grandes estudios y productoras, quienes por cada tanque de nuestros días -en especial esos bodrios de superhéroes- dejan de hacer diez films que podrían sabotear un poco la uniformidad, y el segundo ingrediente está relacionado con cierta incapacidad paradigmática de esta etapa en lo que atañe a redondear historias con peso propio, que no resulten derivativas y que permitan -desde lo narrativo intrínseco pero también desde el discurso de fondo- un desarrollo mínimamente complejo, con carnadura, aprovechando los eventuales estereotipos en vez de sólo depender de ellos. Un claro ejemplo de buenas intenciones desperdiciadas es la película que nos ocupa, La Rebelión (Captive State, 2019), una de las experiencias más frustrantes que haya entregado el cine de ciencia ficción reciente: la obra respeta las historias de invasión extraterrestre pero apuesta a una dinámica coral y una metáfora de “país ocupado” símil resistencia/ cómplices locales; planteo general de lo más ambicioso que hasta se agradece que sea de izquierda ya que incluye una denuncia de las mentiras estatales, el aparato de represión montado, el hambre en las calles y la vigilancia constante desde los engranajes del poder, siempre dispuestos a desmantelar cualquier indicio de rivalidad o célula de oposición social mediante esas tradicionales estrategias de manipulación masiva o la infaltable andanada de castigos, torturas y “acciones de inteligencia” contra los adversarios que osen manifestarse. No obstante la presente propuesta es increíblemente atolondrada a nivel dramático y se la pasa saltando de un personaje a otro de manera compulsiva y a pura confusión sin despertar verdadero interés en aunque sea uno de ellos o terminar de redondear cuál sería el objetivo macro del relato más allá del retrato -algo escuálido y casi a tientas- de un atentado contra los alienígenas y sus socios humanos. Si bien resulta interesante la jugada del director y guionista Rupert Wyatt, el de la excelente El Planeta de los Simios: Revolución (Rise of the Planet of the Apes, 2011) y la pasable El Jugador (The Gambler, 2014), de evitar la típica película de acción del rubro y volcar el asunto hacia los thrillers políticos o la denuncia testimonial -salvando las distancias- de La Batalla de Argelia (La Battaglia di Algeri, 1966), en realidad no logra su cometido y cae en una medianía a veces bastante aburrida. En esta maraña de ocupación caben un John Goodman que interpreta a un testaferro de los bichos y se dedica a cazar a “terroristas” que ansían la liberación, un Ashton Sanders -aquel de Luz de Luna (Moonlight, 2016)- que termina militando en la resistencia y hasta una Vera Farmiga como una prostituta que recién durante el desenlace dilucidamos qué papel juega en todo esto, cuando sinceramente ya no nos importa demasiado quién es quién porque no hubo desarrollo de personajes a lo largo del metraje y las oportunidades de elevar la tensión se fueron desvaneciendo. La película trabaja con relativa solvencia cuestiones tales como el encierro, la incomunicación, la angustia, los secretos y la pérdida de la dignidad por la persecución de un estado policial que se parece tanto a la Alemania nazi como a los Estados Unidos de hoy en día, sin embargo la potencia política no se traduce en una epopeya mundana de intransigencia eficaz a escala narrativa, algo fundamental cuando se pretende reemplazar la pomposidad hueca mainstream con un humanismo atento como el presente…
Tristes purgas monárquicas En el largo trayecto hacia la unificación del Reino Unido se dieron todo tipo de rivalidades entre los distintos soberanos de las regiones involucradas de las Islas Británicas y al interior de las noblezas de turno, siempre en un juego de poder tirante con el monarca y una ingenua voluntad popular que era manipulada desde las plataformas religiosas católica y/ o protestante. Así se sucedieron conspiraciones de toda índole, condenas interminables de prisión, asaltos caprichosos al trono, delirios vacuos de eternizarse, acusaciones falsas basadas en rumores diseñados al dedillo, ejecuciones de lo más sumarias y sobre todo un constante melodrama que hizo de los lazos de sangre, las influencias recíprocas y el viejo “quién se casa -o se encama- con quién”, sus recursos principales al punto de fetichizarlos como sólo las espurias clases altas y el clero pueden hacerlo cuando de hegemonía se trata. Dentro de este esquema de purgas monárquicas superpuestas una de las historias preferidas por los anglosajones es la de María I (1542-1587), la trágica cabeza del Reino de Escocia. La mujer se crió en Francia mientras el trono era dominado por regentes y cuando volvió a su tierra para convertirse en reina no terminó de juzgar en toda su dimensión los conflictos locales entre la nobleza protestante y la católica porque su objetivo de base era reclamar el trono de Inglaterra, en esa época en manos de su prima Isabel I. Siendo ella católica, María reconfirmó a su llegada a los políticos protestantes y la jugada eventualmente le salió muy cara porque cuando se casó con Enrique Estuardo/ Lord Darnley, otro papista, los futuros anglicanos le hicieron la vida imposible, la tildaron de adúltera y asesinaron al supuesto “tercero en discordia”, el secretario privado de la monarca David Rizzio. Del matrimonio surgió un hijo, quien se convertiría más adelante en Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, no obstante María fue acusada del misterioso homicidio de su marido, casándose después con el principal sospechoso, Lord Bothwell, y obligada a abdicar y exiliarse en Inglaterra, donde Isabel la arrestaría y luego la ejecutaría alegando conspiraciones contra su persona. Considerando semejante recorrido histórico, el cual a su vez incluye un sinfín de detalles fascinantes, lo cierto es que Las Dos Reinas (Mary Queen of Scots, 2018) es una de las películas más tibias, sosas y aburridas que se podrían haber hecho sobre el tema, una mega decepción que sólo se sostiene por el gran desempeño actoral de Saoirse Ronan en el rol de María y una relativamente desperdiciada Margot Robbie como Isabel I. Sin duda el problema excluyente de esta ópera prima de la realizadora Josie Rourke no pasa por las muchas “libertades creativas” que se toma con respecto al periplo histórico verídico y las múltiples lagunas que existen en el mismo, como han señalado hasta el cansancio el público y la crítica británica y norteamericana, sino por el facilismo dramático y la simpleza del guión de Beau Willimon, aquel de Secretos de Estado (The Ides of March, 2011) y la serie House of Cards (2013-2018), el fetiche contemporáneo de incluir de prepo a intérpretes de diversas etnias en el elenco (algo mañoso y ridículo desde el vamos ya que hablamos de la corte inglesa del Siglo XVI, no precisamente abierta a tales menesteres) y la insoportable tendencia a omitir episodios muy jugosos para hollywoodizar la faena (sobre todo en el segmento final, en el que ni aparecen aquellos 18 años de encierro de María en Inglaterra). Sinceramente la versión de 1971 dirigida por Charles Jarrott y protagonizada por Vanessa Redgrave como María y Glenda Jackson como Isabel, sin ser tampoco una maravilla, resulta muchísimo mejor que este retrato bastante banalizado y resumido del derrotero de la mítica monarca y su competencia/ rivalidad/ disputa con su prima: si bien Las Dos Reinas consigue establecer que la más poderosa Isabel estaba un “poco mucho” paranoica con respecto a los reclamos y lo que podía hacer en concreto María para alzarse con el trono de Inglaterra, y hasta logra pintar de cuerpo entero a una protagonista escocesa muy porfiada y en cierta medida esclava de las estratagemas del bando político protestante, a decir verdad jamás termina de trazar un buen contrapunto entre los dos personajes femeninos cruciales y al concentrarse tanto en el trasfondo melodramático simplón termina obviando el hecho de que lo que está en juego a lo largo de toda la trama es la unificación de Inglaterra y Escocia a nivel administrativo bajo un único soberano, algo que se lograría recién con Jacobo. El gran trabajo en vestuario y maquillaje no consigue hacernos olvidar lo esquemático de un planteo que esquiva -por ejemplo- la farsa de la genial La Favorita (The Favourite, 2018) y apuesta a un revisionismo mal ejecutado digno de un triste manual de escuela primaria…
El prójimo que sufre Símbolo del estado calamitoso del cine mainstream actual de género en lo que atañe a la diversidad y al mismo espectro cualitativo de las obras, el éxito imprevisto de la única película de autor del terror industrial en mucho tiempo, la excelente Huye (Get Out, 2017), resultó crucial para la expectativa acumulada sobre Nosotros (Us, 2019), el segundo film del director y guionista Jordan Peele, y para el hecho de que se lo tratase como un tanque mediano/ grande a nivel comercial, detalle insólito en una coyuntura dominada de manera permanente por engendros hollywoodenses insulsos e intercambiables destinados al consumo por parte de públicos embotados gracias a estrategias de fidelización cada vez más risibles, huecas y omnipresentes. El retorno del realizador afroamericano, hasta hace poco un libretista especializado en comedia, no podría ser más auspicioso ya que consigue en gran parte reproducir la potencia cáustica y tenebrosa de su ópera prima mientras a la par retoma su ataque a la lógica de las máscaras y desigualdades de la sociedad contemporánea. En términos prácticos la película funciona como un thriller de invasión de hogar aunque con elementos adicionales vinculados al tópico de los doppelgängers y las epopeyas apocalípticas con un sustrato comunal a flor de piel. Ahora bien, en vez de seguir el camino estándar en estos casos, léase la fábula alrededor de una sustitución homologada primero al borramiento de la identidad y luego al reemplazo, a decir verdad durante gran parte de la trama Peele apuesta a una diferenciación entre bonanza/ felicidad y martirio/ pesar continuo en lo que respecta a las orillas opuestas en las que se mueven los protagonistas y sus duplicados macabros, dando a entender que aquí lo que resulta crucial -y lo que constituye el eje del devenir narrativo- es la inequidad de fondo, un orden en el que unos privilegiados desconocen por completo el dolor que atraviesan sus prójimos, específicamente aquellos que son idénticos a ellos (poesía -o ironía implícita, mejor dicho- que facilita el dispositivo retórico usado, la violencia que los segundos ejercen como revancha contra los primeros). El prólogo nos sitúa en 1986, en una playa turística de Santa Cruz, California, en donde un matrimonio pasea de noche por una feria con su hija Adelaide (Madison Curry de niña y esa magnífica Lupita Nyong'o de adulta), quien de repente se separa de sus progenitores e ingresa en una casa de espejos en la que se topa con su copia exacta, lo que deriva en un trauma que se extiende hasta el presente. Salto en el tiempo de por medio, llegamos a nuestros días y la hoy mujer vuelve a Santa Cruz en plan vacacional con su esposo Gabe (Winston Duke) y sus dos hijos, la adolescente Zora (Shahadi Wright Joseph) y el purrete Jason (Evan Alex), con quienes comparte una residencia coqueta en la zona. En la segunda noche en el lugar, después de pasar algo de tiempo con una pareja amiga de blancos bobos, compuesta por Josh (Tim Heidecker) y Kitty (Elisabeth Moss), la cual tiene un par de hijas gemelas, Becca (Cali Sheldon) y Lindsey (Noelle Sheldon), de la nada se presentan cuatro duplicados de los integrantes del clan que se identifican a sí mismos como sus “sombras”. Como decíamos con anterioridad, en esta oportunidad no es la dialéctica del intercambio la que manda porque desde el vamos la Adelaide escalofriante, esa que -como los otros de su linaje- viste un overol naranja y lleva unas tijeras como única arma, le explica a su némesis que mientras que su vida fue un verdadero calvario cual inversión conceptual digna de La Imagen en el Espejo (Mirror Image), recordado capítulo de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), la Adelaide de vida burguesa y luminosa disfrutó de una relativa paz que no se condice con el sufrimiento de su melliza. El director asimismo condimenta el planteo con el recurso de toda una pequeña humanidad viviendo en las tinieblas de los túneles de Santa Cruz y esperando la ocasión de poder subir para “cargarse” a los de arriba y su ignorancia súper conveniente, siempre desconociendo a unos desfavorecidos que se parecen muchísimo a ellos y que no han dejado de acumular odio por el ninguneo, alegoría acerca del escapismo, la falta de solidaridad y ese pavor patológico cotidiano al semejante. Ayudado por la estupenda banda sonora de Michael Abels, una fotografía muy oscura de Mike Gioulakis, sus propios chispazos de comedia sarcástica “marca registrada” y la presencia de canciones de The Beach Boys y N.W.A., entre otros artistas, todas utilizadas con una precisión quirúrgica, Peele logra una tensión duradera y una sensación de amenaza cercana a la de los slashers de las décadas del 70 y 80, en algunos puntos tomándose su tiempo para construir el nerviosismo y en otros jugando con la catarata de eventualidades con vistas a echar mano de latiguillos clásicos del horror que hoy -por fin dentro del cine mainstream- sí están aprovechados como se debe, con la paciencia y el cariño del artesano que sabe ofrecerle al público una experiencia robusta, por un lado, y en simultáneo llevarlo a considerar la existencia de un grupo antagónico a la espera de vengarse por las “no atenciones” recibidas, por el otro (la idea de una clase social hegemónica descubriéndose asaltada por la masa subalterna empobrecida/ atribulada sobrevuela el convite). Al igual que todo buen cuento de horror, el maravilloso fluir general de Nosotros pone en cuestión las previsibilidades mundanas y el “olvido” de unos burgueses que niegan sus vínculos con el resto de la sociedad en pos de gozar de una comodidad muy pronta a caerse a pedazos…
Adiós, Robert La película final de Robert Redford antes de anunciar en agosto de 2018 su retiro definitivo de la actuación a los 82 años, Un Ladrón con Estilo (The Old Man & the Gun, 2018), funciona como un homenaje tanto a la extensa carrera del señor como a la disposición natural a desempeñarse en la profesión que sea, por más que hablemos específicamente de asaltar bancos (la verdad de fondo del rubro vuelve a aparecer: “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”). La obra en sí retrata el derrotero criminal de Forrest Tucker, un norteamericano que se transformó en una figura popular legendaria porque se pasó casi todo el Siglo XX entrando y saliendo de prisión, pergeñando fugas de diversas cárceles y en suma dando rienda suelta a su fetiche cleptómano, ese que lo llevó a jamás abandonar los asaltos -incluso en su vejez- y a vivir una “doble existencia” a espaldas de sus sucesivas esposas a lo largo de los años. El guión del también director David Lowery, aquel de las atendibles Mi Amigo, el Dragón (Pete’s Dragon, 2016) y A Ghost Story (2017), está basado en un artículo de David Grann de 2003 -publicado en The New Yorker- aunque decididamente debe haber pasado por muchas revisiones ya que el film se aparta bastante de los hechos reales para rendirle honores -de manera previsible/ comprensible- a un Redford/ Tucker desde ese clasicismo entre ensoñado y nostálgico que caracteriza a Lowery, aquí más que nunca adaptándose a la mítica figura del séptimo arte que tiene delante suyo. Así las cosas, el relato se divide entre los atracos en 1981 de un Forrest muy veterano con sus dos compinches, Teddy (Danny Glover) y Waller (Tom Waits), su acercamiento romántico a Jewel (Sissy Spacek) y la persecución policíaca de la que es objeto por parte del oficial John Hunt (Casey Affleck). Si bien por momentos la propuesta se torna algo repetitiva y morosa a nivel narrativo, lo cierto es que posee un corazón muy querible principalmente debido a que deja brillar al natural a un Redford que no necesita de diálogos cancheros ni chistecitos de manual ni escenas de acción rimbombantes para dejar en claro que tiene un carisma enorme frente a cámaras, planteo que a su vez está apuntalado en un casting prodigioso en el que se destacan en especial una maravillosa Spacek, toda una experta en eso de infundir de humanismo a cualquier proyecto en el que participe, y un Waits inmejorable que nos regala un monólogo navideño muy hilarante que responde en un cien por ciento a su cosecha personal de siempre. Quizás el rol de Affleck, el actor fetiche del realizador, se siente un poco forzado y/ o fuera de lugar al comienzo de la trama sin embargo por suerte con el correr de los minutos el personaje va ganando envergadura a medida que la admiración hacia Tucker, un sutil caballero del robo y el arte de porfiar ante todo, se va acrecentando. Lowery llega al punto de incluir referencias bien claras a Butch Cassidy and the Sundance Kid (1969) y El Golpe (The Sting, 1973), amén de metraje concreto de La Jauría Humana (The Chase, 1966) y Carretera Asfaltada en Dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971), en este último caso porque el director identificó similitudes entre Tucker y el personaje de Warren Oates, G.T.O., del clásico contracultural de Monte Hellman. Sin ofrecer ningún elemento novedoso dentro de la iconografía del film noir hollywoodense, de todos modos Un Ladrón con Estilo es una epopeya minimalista más que digna que subraya el carácter de librepensadores/ forajidos/ diletantes elogiables en lo suyo de dos hombres -las dos leyendas de turno, el hombre real y el actor, Forrest y Robert- que se llevaron puestas a las execrables estructuras institucionales de sus respectivos ámbitos de trabajo para no dejarse someter por nada ni por nadie, regalándonos de paso una autodespedida encantadora que equivale tanto a las lágrimas como a las sonrisas en una escala agridulce similar a la vida…
Absorbiendo al anfitrión El terror mainstream internacional actual solamente repunta cuando -entre la catarata de remakes, secuelas y reinterpretaciones más o menos maquilladas de las fórmulas de siempre, los tristes “puntos cardinales” a los que son adeptos los estudios de Hollywood- se cuela una pequeña epopeya de autor que posibilita redescubrir esos engranajes clásicos bajo nuevos colores y/ o perspectivas; un planteo que casi siempre debemos agradecer a diversos realizadores y guionistas que logran alejarse mínimamente de la candidez y los jump scares cronometrados que exige la gran industria para jugarse en cambio por climas mejor desarrollados, sutiles, álgidos o sinceros en serio para con los personajes centrales y su infaltable lucha por sobrevivir, esa que por cierto debería despertar el interés/ empatía del espectador si se pretende que el público mantenga sus ojos sobre la pantalla hasta el final. En este sentido, el director Nicholas McCarthy logró con sus dos primeras películas, El Pacto (The Pact, 2012) y At the Devil's Door (2014), un par de trabajos atendibles que sin apartarse de los parámetros del J-Horror versión estadounidense, por lo menos se abrían camino como obras interesantes apuntaladas más en la atmósfera narrativa apesadumbrada que en los clichés y los protagonistas unidimensionales de nuestros días. Maligno (The Prodigy, 2019), su debut en el mainstream yanqui, es una propuesta agridulce porque el film por un lado conserva en buena medida el apego a los detalles y una honestidad formal admirable, pero por otro lado no ofrece ni un ápice de originalidad ya que nos enchufa una historia hiper previsible basada en la estructura del purrete psicópata que mantiene una cara angelical ante sus progenitores y a la vez da rienda suelta a sus lindos instintos homicidas. La fórmula en cuestión es bien simple y no anda con medias tintas, a saber: tenemos la premisa central de Chucky: El Muñeco Diabólico (Child's Play, 1988), con una especie de reencarnación de un asesino en serie en un nenito recién nacido cuando el primero muere acribillado sin más por la policía, un desarrollo posterior deudor de La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956) y su muy buena remake “algo mucho” camuflada, El Ángel Malvado (The Good Son, 1993), con el niño de a poco haciendo gala de un comportamiento sádico, violento y maquiavélico en general, y hasta resonancias varias y un desenlace cercano a La Profecía (The Omen, 1976), aunque por suerte sin llegar al nivel de adjudicarle a Satanás la paternidad del chico y conformándose con ese chiflado que gusta de cortarles las manos a las señoritas antes de faenarlas, todo aparentemente con el objetivo de acumular trofeos. Así como el atribulado pequeño, Miles Blume (Jackson Robert Scott), es absorbido por su huésped, el espíritu de Edward Scarka (Paul Fauteux), la madre de turno, Sarah (Taylor Schilling), recurre a un psicólogo llamado Arthur Jacobson (Colm Feore) que le termina pasando el dato de que las almas se aferran a la tierra porque tienen algún asunto pendiente, lo que desencadena la búsqueda de la mujer en pos de dar con la “necesidad insatisfecha” de Scarka para que finalmente se marche y le devuelva a su vástago. El guión de Jeff Buhler, aquel de The Midnight Meat Train (2008), desparrama demasiada información muy rápido, respeta al pie de la letra el hilo estándar del rubro y a pesar de que nos ahorra muchas de esas escenas intermedias insoportables de tantos opus semejantes, no consigue nunca un verdadero chispazo de genialidad dentro de la arquitectura genérica. McCarthy se reconfirma como un cineasta prolijo y eficiente sin embargo se nota que aquí no tocó nada del insulso guión -a diferencia de sus dos realizaciones previas, que fueron escritas por él- y ello deriva en un producto mediocre y por demás olvidable que pasa sin pena ni gloria…
El camino recorrido A nivel superficial se puede considerar a Foto Estudio Luisita (2018) un simple homenaje a una artesana de aquella fotografía de antaño que desapareció con el advenimiento/ masificación del soporte digital y los programas de retoque como el Photoshop, un esquema que se hace muy presente en el metraje mediante la oposición implícita entre la juventud y la vejez, sin embargo si profundizamos el análisis veremos que el documental en esencia funciona como un retrato de la melancolía a secas que genera el doloroso transcurrir del tiempo y las frustraciones que se van acumulando de a poco, más allá del ambiente en el que trabajó la susodicha, léase el artístico/ popular de las décadas del 60, 70 y 80 de Argentina (en el ecosistema prevalecían lenguajes como el modelaje, la interpretación, la publicidad y cierta explotación vinculada a la “voluptuosidad” en términos monetarios). La protagonista en cuestión, Luisa Escarria, hija de dos renombrados y pioneros fotógrafos colombianos, Luis Felipe Escarria y Eva Iglesias, encabezó un estudio fotográfico muy solicitado por los espectáculos montados en la Avenida Corrientes y por figuras de diversa índole de aquellos años como por ejemplo Atahualpa Yupanqui, Amelia Vargas, Tita Merello, Mariano Mores, José “Pepitito” Marrone, Luis Sandrini, Jorge Porcel, Susana Giménez, Moria Casán, Mimí Pons y Gogó Rojo, entre otros. Ayudada por sus hermanas, las también colombianas Graciela y Rosa, la mujer hoy abre su archivo privado de más de 25.000 negativos a los realizadores de turno Hugo Manso y Sol Miraglia, ésta última amiga personal de Luisa, entrevistadora fundamental delante de cámara y suerte de “maestra de ceremonias” en el paneo propuesto por el insólito y muy interesante devenir de la anciana. La película nos presenta la convivencia cotidiana de las hermanas de manera entrañable y siempre desde el marco del respeto para con un legado vinculado principalmente al teatro de revistas, la televisión y la canción popular del período, un planteo que habla a la par de las transformaciones culturales subsiguientes (el gran salto de la “mujer objeto” a un empoderamiento femenino que buena parte de la fauna televisiva autóctona parece todavía desconocer, considerando los engendros machistas del medio) y la metamorfosis del paradigma técnico del rubro y su paulatino empobrecimiento (aquí se hace hincapié en que el trabajo de Escarria no sólo consistía en retratos de estudio sino también en una edición meticulosa y hasta el coloreo de los negativos con pinceles, en pos de embellecer aún más las fotos y dotarlas de una impronta cercana a las intervenciones pictóricas más clásicas). Foto Estudio Luisita es un film más que loable que permite conocer los detalles de un oficio hoy lamentablemente marginal/ casi extinto y desplegar la memoria emotiva de un trío de mujeres que lejos están de la nostalgia baladí de muchos sectores de la actualidad, esa que opera vía el rescate oportunista de determinados rasgos de antaño para a posteriori vaciarlos de todo sentido revulsivo y castrarlos desde la dinámica de los leitmotivs superfluos y pueriles, ya que en esta ocasión el paso del tiempo se siente en la propia carne y en el propio intelecto y no implica de por sí un “pasado glorioso” que se fue sino más bien un camino recorrido que merece ser recordado como parte de la historia -un poco insustancial y bastante derechosa, es cierto- de la que fuera la interpretación criolla y semi prostibularia del espectáculo de variétés, un carnaval escapista que supo ser muy exitoso…
La espada en la piedra Vivimos en una época en la que la industria cultural está tan obsesionada con todas esas estructuras narrativas supuestamente universales -hablamos de relatos y leyendas mágicas, construcciones retóricas semejantes, lugares comunes del andamiaje simbólico humano, etc.- que hasta cuando tiene la oportunidad de darle a la historia de turno una entonación localista/ nacional -léase características del país productor propiamente dicho- una y otra vez termina optando por obviar los rasgos autóctonos en pos de satisfacer esas ansias insoportables del marketing actual de hacer productos para todos los malditos públicos posibles, lo que es lo mismo que decir que nos topamos sin cesar con obras gigantescas que no apuntan a nadie en particular y por ello jamás terminan de interpelar a cada uno de los espectadores ya que ofrecen muy poco de todo y desde una pobreza imaginativa alarmante. Ahora bien, una versión light de todo lo anterior es lo que se mueve por detrás de Nacido para Ser Rey (The Kid Who Would Be King, 2019), una película que pudiendo aprovechar el folklore mitológico de Gran Bretaña prefiere en cambio recurrir a fórmulas narrativas hollywoodenses pomposas que terminan empantanando el asunto: para ser más precisos, el film arranca entregando una interesante combinación de humor irónico inglés y una suerte de reinterpretación adolescente de la leyenda del Rey Arturo para luego hundirse en una serie de clichés -sobre el autodescubrimiento del héroe y las luchas internas del grupito que lo acompaña- que vienen siendo explotados por el cine de aventuras desde las adaptaciones de Peter Jackson de El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings), estereotipos que el mismo neozelandés agotó con su espantosa y aburridísima saga de El Hobbit (The Hobbit). El protagonista es Alex (Louis Ashbourne Serkis, hijo de Andy Serkis), un joven que en la Gran Bretaña actual logra extraer la mítica Excálibur de entre unos escombros edilicios y así descubre que está destinado a reunir una nueva tanda de Caballeros de la Mesa Redonda con el objetivo de fondo de detener a la villana principal, esa Morgana (la bella Rebecca Ferguson) que amenaza con regresar para esclavizar a toda la humanidad y controlar el mundo. Ayudado por su amigo Bedders (Dean Chaumoo) y dos ex matones del colegio al que asisten, los mayores Lance (Tom Taylor) y Kaye (Rhianna Dorris), Alex asimismo contará con el padrinazgo de un Merlín que tomará la forma de un adolescente como ellos para pasar desapercibido entre los alumnos (Angus Imrie compone a la versión púber del personaje y un sumamente desperdiciado Patrick Stewart hace del Merlín avejentado real). Este segundo opus como director y guionista de Joe Cornish, aquel de la encantadora Ataque Extraterrestre (Attack the Block, 2011), en esencia trata de replicar los engranajes de la susodicha sustituyendo a los aliens por la fábula arturiana y al slang callejero por la iconografía adolescente de autosuperación, no obstante apenas la trama abandona la ciudad donde viven los niños protagonistas el asunto se torna bien pesado porque desaparece casi de inmediato la algarabía inicial producto del contraste entre la ostentosa misión de los pequeños y su trasfondo mundano, quedando en su lugar ese tono apesadumbrado estándar y los latiguillos prototípicos de estas odiseas para el consumo multitarget (ni siquiera la idea final de convertir a la escuela en su conjunto en un ejército de cruzados nos salva de la medianía). Cornish vuelve a demostrar que cuando quiere puede disparar diálogos ingeniosos que evitan los chistecitos bobos de la comarca yanqui, apostando en cambio a que la comicidad surja de las mismas situaciones, pero a fin de cuentas desperdicia lo que podría haber sido una epopeya familiar amena de pulso paródico en torno a la legendaria “espada en la piedra” con vistas a contentar a los capitales estadounidenses detrás de la producción, lo que implica más facilismos narrativos y una mayor presencia de CGIs…
Lo anodino no quita lo soporífero Y una vez más estamos frente a un típico producto de superhéroes en el que no sólo se repite la misma fórmula demacrada y aburrida de siempre sino que además está ausente cualquier tipo de paciencia narrativa/ dramática porque la única idea de fondo de estos tanques contemporáneos -craneados desde criterios bien despersonalizadores, cercanos a lo global multitarget- es saturar cada una de las películas de la insoportable cadena en cuestión con un discurso heroico hipócrita imperialista, chistecitos lelos de cotillón, escenas de acción interminables, protagonistas unidimensionales, 20 secuencias post créditos, un tono belicista/ militarista, un desarrollo de personajes que brilla por su ausencia, una constante apelación a la soberbia como una única forma de relacionarse con los semejantes, y un conservadurismo formal muy ajado que ensalza las aventuras tracción a toneladas de CGI. Se supone que el plan por detrás de Capitana Marvel (Captain Marvel, 2019) era tratar de segmentar un poco el público cautivo de turno, léase esas legiones de autómatas con sus cerebros entumecidos/ lavados luego de décadas de bombardeo publicitario ad infinitum, con vistas a construir un mamotreto que apunte ligeramente al enclave femenino, no obstante una vez más los tristes jerarcas de marketing que controlan los grandes estudios de nuestros días, los que por cada film yanqui basado en cómics dejan de hacer diez que podrían multiplicar una diversidad hoy por hoy casi desaparecida en el mainstream mega pomposo, terminan entregando la misma catarata de estereotipos y los mismos recursos quemados varios con los que vienen adormeciendo al público no infantilizado que se ríe de los que se ríen con las bromitas de estudiantina capada de estas películas anodinas actuales. Ahora la protagonista, interpretada por una Brie Larson desaprovechada y volcada en un cien por ciento a lo marimacho, es la encargada de transformarse en un hombre con vagina para seguir pateando traseros a lo largo y ancho de todas las galaxias conocidas y por conocer: la excusa es un motor superpoderoso que supuestamente está a punto de caer en manos de una raza/ grupo terrorista de metamorfos bien feos que amenazan la paz de los buenos caucásicos estándar. Para colmo la película echa mano de clichés complementarios como la amnesia de la heroína (en el comienzo ya tiene su poder, aparentemente unas ráfagas de fuego/ magnetismo/ “qué sé yo” que salen de sus puños, pero no recuerda su identidad) y el ardid de situar la acción en tiempo pasado reciente (la década del 90 es la elegida y da lugar -una vez más dentro del formato- a una nostalgia bobalicona higiénica). Sinceramente lo único bueno de esta propuesta dirigida por el matrimonio compuesto por Anna Boden y Ryan Fleck, y escrita por los susodichos y Geneva Robertson-Dworet, se reduce a la presencia de Ben Mendelsohn y Annette Bening en el elenco, sobre todo teniendo presente que el primero aporta el único personaje con una mínima progresión dramática detrás, Talos, quien resulta ser el líder de los villanos en una trama en la que la gran “sorpresa” se ve venir kilómetros a la distancia vía el mecanismo de intercambiar bandos, haciendo que los buenos sean malos y los malos buenos a mitad del metraje. Más allá de este detalle, el cual por momentos parece acercarse a un retrato muy en tentativas de los refugiados que pululan en todo el planeta cortesía del capitalismo especulador, fascista y hambreador, lo cierto es que el film es otra realización soporífera y olvidable al extremo que celebra el “glorioso” gobierno policial estadounidense y en la que nada es real porque la pose hueca ampulosa lo domina absolutamente todo, basta con decir que hasta el felino mascota de turno, Goose, es de CGI principalmente porque Larson es alérgica a los gatos…
La confluencia El flamante trabajo de Ariel Borenstein y Damián Finvarb, el equipo de documentalistas responsables de joyitas recientes como La Crisis Causó dos Nuevas Muertes (2006), En Obra (2013) y Viaje al Centro de la Producción (2014), una vez más constituye una prodigiosa indagación en torno a los desastres provocados por el nuevo capitalismo de la miseria y la represión en los colectivos sociales de la República Argentina, aunque hoy con la salvedad de centrarse en un episodio/ caso mucho menos conocido para el público general como es la vida, muerte y obra de Salvador Benesdra (1952-1996), un escritor, periodista políglota, traductor, militante trotskista y psicólogo que en esencia es recordado por su única novela, El Traductor, suerte de radiografía de la década del 90 y las múltiples crisis que trajo el menemismo y su avanzada en pos de terminar de desmantelar el Estado. Si bien hay una clara conexión entre los opus pasados y el presente en lo que atañe a la preocupación por examinar el campo de la militancia de izquierda contra los ajustes y la ideología y tácticas empresariales de la oligarquía y los mass media del mainstream, en esta ocasión tenemos un enfoque más minimalista ya que hablamos de una confluencia de factores que abarcan la creación artística, el componente autobiográfico de la misma, la precarización laboral en Argentina, el inconformismo de las bases obreras, la lucha por mejores condiciones de vida y trabajo, las relaciones románticas del retratado y cómo éstas influyeron en su producción literaria, los problemas psicológicos vinculados a la figura del “creador maldito”, el ninguneo del que fue objeto por las editoriales por la naturaleza áspera de sus textos, y la desocupación como un fantasma que se transforma en realidad. A través de entrevistas a colegas, amigos, conocidos y parejas del susodicho, Borenstein y Finvarb toman al caso como una excelente excusa para repensar tanto lo esquemático e inestable de la sociedad/ condición argentina como los mismos prejuicios y limitaciones uniformizadoras del campo literario, el cual -como cualquier otro enclave de la industria cultural- tiende a privilegiar y legitimar sólo obras conservadoras cercanas al fetichismo de lo privado y la idea de lo “pequeño bello”: el libro que concibió el autor, encarado desde un gigantismo narrativo ambicioso propio de Charles Dickens o León Tolstói, rompía todos los moldes de aquel momento -esos que son idénticos a los contemporáneos, dicho sea de paso- y de este modo la novela, completada en 1994, permaneció inédita hasta 1998, dos años a posteriori del suicidio de Benesdra al arrojarse del décimo piso de su departamento. Entre Gatos Universalmente Pardos (2019) va más allá del simple derrotero profesional y personal del protagonista, ese que lo llevó a viajar a París y Múnich, a trabajar en la primera etapa de Página/12 y a sufrir insistentemente brotes psicóticos que enturbiaron sus noviazgos, sobre todo porque el film consigue retratar la complejidad del individuo y de su tiempo desde diversas perspectivas que en buena medida sintonizan con la noción del conflicto escalonado tracción a una angustia en consonancia con el tambaleo de los ideales marxistas de igualdad y justicia a escala internacional luego de la Caída del Muro de Berlín y el colapso final de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La visión fatalista del porteño ante este estado de cosas, a la par -por supuesto- de la clásica desidia estatal y el maquiavelismo empresarial de siempre, terminaron transformándolo en una víctima más del olvido que padece la cultura y el pensamiento crítico en general en nuestro país, lo que vuelve a poner en primer plano la necesidad de una militancia permanente en pos de un humanismo de izquierda que elimine la estratagema del saqueo oligopólico omnipresente desde las execrables cúpulas del poder y sus socios en la patética mafia mediática actual…
El régimen animal Border (Gräns, 2018) es una película sumamente extraña -y por ello, interesante- que sabe cómo combinar esquemas narrativos muy diferentes con una inusitada eficacia, hablamos de detalles varios del drama identitario, el romance, el thriller policial, la epopeya de marginados y hasta el terror de impronta mitológica/ folklórica. Esta segunda obra del director y guionista de ascendencia iraní Ali Abbasi luego de Shelley (2016), aquel intrigante retrato de la maternidad como una maldición parasitaria en plena expansión, se centra en Tina (Eva Melander), una mujer que trabaja como oficial en el servicio aduanero portuario de Suecia y que debido a una anomalía cromosómica tiene un rostro deforme y es incapaz de engendrar hijos. El componente fantástico del relato pasa por su extraordinaria capacidad para percibir en terceros estados como la vergüenza, la culpa, el miedo y la rabia mediante su olfato, lo que la transforma en un verdadero éxito a nivel laboral aunque no tanto en su vida personal, ya que cohabita con el patético Roland (Jörgen Thorsson), un vividor hiper fanático de los rottweilers que a su vez la detestan y le ladran todo el tiempo. El guión del realizador, Isabella Eklöf y el inefable John Ajvide Lindqvist, a partir de un cuento de este último que se asemeja muchísimo a su otro trabajo literario conocido por el gran público, el que inspiró la excelente Criatura de la Noche (Låt den Rätte Komma in, 2008), se divide entre -por un lado- la repentina colaboración de Tina con la policía para el desmantelamiento de una red de pornografía infantil y -por el otro- la aparición de un extraño llamado Vore (Eero Milonoff), quien definitivamente padece la misma alteración cromosómica y en una revisación en la aduana descubrimos que posee genitales femeninos a pesar de la presencia de un cuerpo masculino, lo que desde ya no impide que surja una relación romántica entre ambos. Aquí Abbasi supera por mucho lo alcanzado en ocasión de Shelley porque decide esquivar aquellos instantes contemplativos símil cine arty y los clichés almidonados del horror de antaño para apostar en cambio por una historia más lineal que balancea de maravillas los silencios y un puñado de palabras que ofrecen la dosis justa de información a medida que avanza una aventura muy orientada al film noir y la sorpresa. El sustrato animalizado de Tina y Vore (gruñidos, temor a las tormentas eléctricas, una comunicación sobre todo intuitiva, el mismo sentido superdesarrollado del olfato, etc.) va transformándose desde la comarca de los hipotéticos hombres lobos o hasta los eslabones perdidos entre el neandertal y el homo sapiens hacia lo que promediando el metraje se define como trolls, en términos prácticos los sustitutos de los vampiros de Criatura de la Noche y una nueva excusa -ahora en el ámbito bucólico- para pensar la marginación social, la enorme malicia del ser humano y el anhelo de los protagonistas en pos de consolidar una vida pacífica que garantice la no estigmatización compulsiva de la comunidad. Tratándose nuevamente -al igual que Shelley- de una propuesta muy en sintonía con el sentir de los países escandinavos porque Abbasi tiene lazos tanto con Suecia como con Dinamarca, la película indaga en temáticas pesadas como el abuso sexual contra niños, la tortura, el capitalismo de los psicópatas más perversos, el robo de bebés y la negación con respecto a los orígenes de una manera franca que no disfraza para nada los acontecimientos de base. Indudablemente el gran punto a favor de Border pasa por su planteo visceral de cuento de hadas para adultos que saca partido de la curiosa sexualidad de los trolls basada a la par en el régimen animal de fondo y en una especie de inversión en relación a su homóloga humana (hoy macho y hembra no son compartimentos estancos, precisamente), amén de la construcción escalonada de un misterio y una furia de venganza que se disparan en el último acto desde un nihilismo totalmente inesperado que asimismo refuerza aquello de que el hombre es el peor enemigo de sí mismo, ya que apenas con un “empujoncito” cualquier individuo cae en las barrabasadas más demenciales (a diferencia de lo que suele ocurrir en el ecosistema hollywoodense, aquí los momentos fantásticos no apuntan a una “magia” cándida o a correspondencias retóricas infantiloides sino a una potencialidad tenebrosa que tampoco cae en abstracciones huecas símil terror mainstream, debido a que permanece bien cerca de una cotidianidad de abusos que las mayorías populares deciden no ver desde el conformismo y la idiotez). Debajo del inmejorable maquillaje de Melander y Milonoff se asoman unas muy buenas interpretaciones que hasta obvian el facilismo de idealizar a los atribulados protagonistas para edificar un entramado psicológico muy sensato y complejo…