La gente no cambia Si se tiene presente lo repetitivo que es el Hollywood contemporáneo y la ausencia de ideas novedosas o una mínima ejecución llamativa de premisas de antaño, bien se puede decir que Obsesión (Serenity, 2019) logra destacarse en el panorama actual cayendo en un simpático ridículo involuntario como la gran industria hace tiempo no ofrecía, casi siempre volcada a entregar bodrios para el público lobotomizado por esa colocación de productos a gran escala (superhéroes, remakes, secuelas, etc.): parece que la meta detrás del proyecto por parte del director y guionista Steven Knight era hacer un neo film noir en la tradición de Cuerpos Ardientes (Body Heat, 1981), La Última Seducción (The Last Seduction, 1994), Traición Perfecta (Red Rock West, 1993), Sangre y Vino (Blood and Wine, 1996) y Camino sin Retorno (U Turn, 1997), aunque con una linda vuelta de tuerca fantástica de por medio. La historia deja bien en claro desde el inicio su pretendida reformulación de los engranajes del policial negro: el eje del relato es Baker Dill (Matthew McConaughey), ex militar y dueño en bancarrota de un barco pesquero, Serenity, que suele alquilar a turistas que caen en la paradisíaca Isla Plymouth, un señor sin dinero para pagarle a su ayudante y amigo personal Duke (Djimon Hounsou) y acreedor de unos billetitos por acostarse con la también veterana -y muy apetecible- Constance (Diane Lane). Mientras Reid Miller (Jeremy Strong), un bizarro representante de una compañía llamada Fontaine, anda persiguiéndolo para ofrecerle un equipo de rastreo de peces, su ex esposa Karen (Anne Hathaway) se aparece con la propuesta de asesinar a su actual marido, el magnate de la construcción y abusón Frank Zariakas (Jason Clarke), a cambio de diez millones de dólares en efectivo. El devenir comienza a enloquecer cuando descubrimos que Baker tiene una especie de conexión telepática con el hijo que tuvo con Karen, el fanático de la programación Patrick (Rafael Sayegh), quien a su vez suele ensimismarse en su computadora para evitar ser testigo de las palizas de Frank a la mujer. Gran parte del metraje da vueltas sin demasiada coherencia en torno al planteo de si Dill arrojará o no a su potencial víctima a los tiburones haciendo pasar todo el asunto como un “accidente” durante un intento por capturar a un atún gigantesco llamado Justicia, con el cual Baker está obsesionado. Knight, un británico que acumula tantas creaciones potables como mamarrachos como guionista y que venía de entregar la interesante Locke (2013) en su faceta adicional de realizador, apuesta a diálogos y situaciones muy acartonadas y previsibles que hacen al ABC de los thrillers alrededor de la clásica femme fatale y sus ruegos, pero ahora generando poco y nada de erotismo, mucho menos misterio y sí una buena tanda de incredulidad a medida que el desarrollo nos va acercando sin medias tintas a una variante de la ciencia ficción moral que se siente un tanto forzada y nunca termina de convencer o de “dejarse aprovechar” en los términos pautados. A través del personaje de Miller la película invoca un sustrato freak y muy particular que la emparenta con distintos elementos de opus similares como Abre los Ojos (1997), Ciudad en Tinieblas (Dark City, 1998), El Piso 13 (The Thirteenth Floor, 1999), The Matrix (1999) e Identidad (Identity, 2003), obras en las que se cuestionaba el grado de libertad del hombre en la sociedad y hasta qué punto somos títeres de poderes plutocráticos y/ o deseosos de un control absoluto de tipo experimental/ sádico. Knight lamentablemente no sabe cómo mezclar los géneros sin terminar en la banquina de la autoparodia, siempre recurriendo a personajes unidimensionales y charlas insólitas que tiran frasecitas de manual, aunque por otro lado resulta innegable que el trabajo en su conjunto guarda un atractivo morboso alrededor de la chance de presenciar cuántos clichés y delirios varios más pueden sumarse a la mixtura, circunstancia que por cierto transforma a la inusual experiencia en un convite relativamente entretenido dentro de todo. Otros dos factores redentores son el excelente desempeño del elenco y la idea de fondo de que la gente no cambia, por ello mismo el ofuscado Baker debe faenar al psicópata de Frank a instancias de una compungida Karen…
La desconfianza mutua El realizador británico James Marsh sigue demostrando que la ficción definitivamente no es lo suyo porque el tiempo pasa, se acumulan más y más productos mainstream encabezados por el susodicho y sus dos mejores trabajos continúan siendo -por lejos- dos proyectos documentales, Man on Wire (2008), sobre Philippe Petit, el funambulista francés que se hizo famoso en 1974 por cruzar caminando sobre un cable las Torres Gemelas del World Trade Center, y Project Nim (2011), acerca de Nim Chimpsky, un chimpancé que fue criado como un ser humano durante la década del 70 dentro del contexto de un estudio de la Universidad de Columbia sobre lenguaje animal y su paralelo con el de los hombres. Por fuera de estos dos trabajos el director no ha conseguido redondear un film sólido y si bien sigue inspirándose en sucesos reales para sus películas, todas ellas resultan muy olvidables. Pensemos para el caso en Nombre en Clave: Shadow Dancer (Shadow Dancer, 2012), un opus apenas correcto basado en el Conflicto de Irlanda del Norte de la segunda mitad del Siglo XX entre los unionistas protestantes y los republicanos católicos, en La Teoría del Todo (The Theory of Everything, 2014), una aproximación bastante remanida a la vida de Stephen Hawking, y en Un Viaje Extraordinario (The Mercy, 2018), una propuesta también despareja sobre el trágico periplo marítimo de Donald Crowhurst, un navegante amateur de velerismo que terminó falleciendo en 1969 al intentar hacer trampa en una célebre regata de la época. Su última realización, Rey de Ladrones (King of Thieves, 2018), es un convite aún más agridulce porque no se decide entre la comedia de veteranos, el film noir más clásico y la heist movie o película de atracos, coqueteando con los tres rubros sin convicción ni brío. La historia está centrada en el devenir de un robo verídico de abril de 2015 a una empresa de cajas fuertes/ de seguridad ubicada en una zona agitada de Londres especializada en la comercialización de oro y plata, una operación que fue perpetrada por un grupo compuesto casi exclusivamente de criminales ancianos que se llevó un botín -entre joyas y dinero- valuado en 200 millones de libras. El líder, por así decirlo, es Brian Reader (Michael Caine) y su socio principal y el encargado de desactivar las alarmas es el único cómplice joven, Basil (Charlie Cox), ya que el resto de los “muchachotes” está bien entrado en años (entre los miembros de la banda encontraremos a luminarias como Jim Broadbent, Ray Winstone, Michael Gambon, Tom Courtenay y Paul Whitehouse). Aprovechando el feriado bancario de Pascua, los señores hacen un agujero en una de las paredes de la bóveda en cuestión y vacían tranquilos cada una de las cajas de los muchos clientes individuales de la compañía. Como decíamos anteriormente, la propuesta no se decide entre los chistecitos en torno a la edad (el guión de Joe Penhall es bastante flojo en este ítem), el retrato de los entretelones del robo en sí (por momentos se pasa demasiado rápido de un punto al otro del relato y en otras ocasiones la trama resulta aburrida porque cae en diversas redundancias dramáticas) y las típicas traiciones de los policiales negros (la fase final, cuando esa investigación oficial en segundo plano conduce al arresto de todos los protagonistas, está llena de paranoia y desconfianza mutua que nunca generan un interés real porque el desarrollo de personajes deja mucho que desear, abusando de latiguillos unidimensionales para la descripción de los veteranos). Caine por supuesto está muy bien y el resto acompaña con maestría pero los clichés y la constante pose canchera conspiran para que los distintos registros funcionen en consonancia o por lo menos logren brillar de manera caótica y/ o cada uno por su lado…
Inquisidores hipócritas de la Biblia Una de las temáticas menos trabajadas por el cine estadounidense es precisamente una de las más urgentes hoy por hoy, la de las instituciones religiosas que ofrecen terapias de reconversión identitaria/ lavaje de cerebro orientadas a “curar” la homosexualidad, toda una industria muy lucrativa y muy extendida dentro de la enorme comunidad de esos loquitos cristianos ignorantes del país del norte que en pleno Siglo XXI siguen relacionando al asunto con una enfermedad vinculada a la violación, el abuso, la promiscuidad, el SIDA y el hilarante fantasma de la “no reproducción humana”. Así como The Miseducation of Cameron Post (2018) fue una versión taciturna de But I'm a Cheerleader (1999), dos obras interesantes sobre el tópico en su vertiente lésbica, Corazón Borrado (Boy Erased, 2018) nos regala un análisis admirable de la homosexualidad masculina que por cierto deja atrás a los opus anteriores porque consigue profundizar en las diferentes coyunturas de la víctima del bombardeo culposo/ bíblico, más allá de su propia traumática experiencia entre los mamarrachescos e intolerantes encargados del campo de concentración camuflado de turno. La película, segundo film escrito y dirigido por el talentoso Joel Edgerton luego de la genial El Regalo (The Gift, 2015), está basada en las memorias homónimas de 2016 de Garrard Conley, un joven cuyos padres bautistas lo sometieron a una de esas terapias bajo amenaza de echarlo del hogar compartido si se negaba. Ahora el protagonista responde al nombre de Jared Eamons (Lucas Hedges), quien después de algún que otro devaneo adolescente con una noviecita ocasional, Chloe (Madelyn Cline), termina despuntando su homosexualidad durante la universidad, donde se acerca a un estudiante de arte, Xavier (Théodore Pellerin), y es violado por un amigo/ compañero, Henry (Joe Alwyn), un muchacho también con un trasfondo cristiano protestante aunque poseedor de un sentimiento de culpa que canaliza en asaltos sexuales. De hecho, ese Henry temeroso de ser denunciado llama por teléfono a los padres de Jared haciéndose pasar por un “consejero” universitario con el objetivo de exponerlo como gay y garantizar su silencio, lo que deriva en una pelea familiar y el apriete contra el muchacho para que ingrese a Amor en Acción, la empresa/ ministerio en cuestión. El padre del protagonista, Marshall (Russell Crowe), un exitoso vendedor de automóviles y predicador bautista, es el principal responsable del confinamiento de Jared en la institución en lo que en un primer momento parece ser un tratamiento acelerado de doce días en una suerte de “salvación express” que no incluye dormir en el recinto, por lo que el muchacho y su madre, Nancy (Nicole Kidman), la esposa sumisa de Marshall, se hospedan en un hotel cercano. A medida que transcurre el tiempo queda claro que no hay fecha fija de salida y se hacen evidentes los distintos perfiles allí dentro: por ejemplo, Jon (Xavier Dolan) es un fundamentalista que se niega a todo contacto físico, Gary (Troye Sivan) respeta a rajatabla las actividades y simula aceptar los postulados delirantes de Amor en Acción, y finalmente Cameron (Britton Sear) cuenta con una personalidad muy débil que lo transforma en eje de vejaciones varias por parte del personal del sitio, encabezado por el jefe máximo Victor Sykes (el propio Edgerton) y su mano derecha en el arte de degradar a los homosexuales, Brandon (en los zapatos de Michael Peter Balzary alias Flea, de los Red Hot Chili Peppers). A diferencia del enfoque kitsch de But I'm a Cheerleader y el indie sensible/ subjetivo de The Miseducation of Cameron Post, Corazón Borrado apuesta mucho más a un drama de denuncia en el sentido clásico remarcando con suma perspicacia que el problema no lo tiene el protagonista sino los personajes reaccionarios e intransigentes que lo circundan, tanto dentro como fuera de la familia. El film de Edgerton pone en primer plano los rasgos centrales de cónclaves de derecha como Amor en Acción, léase la violencia psicológica, el oscurantismo, la estupidez, la humillación, el autoritarismo sin fin, el maltrato físico y la incapacidad de generar un cambio real o siquiera una apariencia duradera del mismo. Como cualquier otra compañía del capitalismo pueril y salvaje contemporáneo, el negocio pasa por adoctrinar a los consumidores dentro de un ideario monotemático y reduccionista con vistas a que no se percaten de la manipulación, en esta oportunidad incluyendo la graciosa paradoja de responsabilizar de todo -en la terapia- a los padres de los internos mientras esos mismos progenitores pagan y pagan fortunas para que los caudillos “curen” a sus vástagos. Como si se tratase de una simpática rama amateur de la psiquiatría, ese enclave repugnante de la medicina que se aboga el control absoluto en torno a la supuesta “estabilidad mental promedio” del ser humano, las conversiones para gays encaradas desde la burda ortodoxia cristiana están desreguladas en gran parte de los Estados Unidos y hasta se permite la participación de menores, signo innegable del conservadurismo medieval de la nación. Edgerton consigue un desempeño sutil no sólo por parte de Hedges, un actor astuto y muy medido, sino también de la siempre magnífica Kidman y en especial de Crowe, quien no ofrecía una interpretación tan naturalista y despojada desde hacía bastante tiempo. El mayor mérito de Corazón Borrado pasa por la construcción de personajes multifacéticos capaces de crecer y reinventarse bajo diversas circunstancias, lo que asimismo echa luz -en lo que atañe a la temática concreta de fondo- sobre la necesidad de privilegiar la apertura social, la comunicación y la disconformidad más aguerrida en tanto pilares para la lucha contra todos los inquisidores fascistoides e hipócritas de la Biblia que pretenden imponer sus criterios o actitudes al resto de la humanidad, ya sea que hablemos de la orientación sexual, el aborto, el modelo de familia, las parejas en cuestión o los valores principales de las comunidades…
Paradojas del duplicado Los países nórdicos son sin duda los que están produciendo las pocas películas realmente interesantes de Europa de las últimas décadas, prueba irrefutable de ello fue Por Orden de Desaparición (Kraftidioten, 2014), un opus maravilloso dirigido por Hans Petter Moland y escrito por Kim Fupz Aakeson que combinaba el film noir y la comedia negra vía un tono general que recordaba al cine de los hermanos Joel y Ethan Coen: el siempre eficaz Stellan Skarsgård componía a Nils Dickman, un inmigrante sueco en un pueblo de Noruega que se desempeñaba como servidor público sacando la nieve de las carreteras con su barredora, un contexto pacífico que se venía abajo cuando unos sicarios de un gangster/ narco local, El Conde (Pål Sverre Hagen), secuestraban y mataban a su hijo, un empleado aeroportuario del montón, por considerarlo corresponsable en la desaparición de una bolsa de cocaína que en realidad robó un compañero del susodicho. La típica odisea de venganza de un Nils reconvertido en verdugo, cargándose uno a uno a los secuaces del homicida, de a poco dejaba paso al enfrentamiento entre los noruegos y su competencia directa, la mafia serbia encabezada por Papá (Bruno Ganz), el cual no se tomaba bien que El Conde le asesine a su hijo pensando erróneamente que fueron los serbios los artífices de las muertes en sus filas. Como no podía ser de otra forma tratándose de un Hollywood de pocas ideas y falto de confianza propia, la gran industria le encargó al propio Moland la remake en inglés de su película original y el resultado es un trabajo interesante que -comprensiblemente- respeta a rajatabla el devenir narrativo y formal de aquella propuesta noruega, duplicando hasta la graciosa sistematización de antaño de cadáveres acumulados a través de una pantalla en negro, el seudónimo de cada finado, su nombre real y un símbolo religioso que representa la fe profesada de turno. En esta oportunidad Liam Neeson reemplaza a Skarsgård y vale aclarar que el señor encaja perfecto en el personaje porque le permite poner de manifiesto su destreza a la hora de componer héroes de acción y al mismo tiempo sacar partido del resto de su generoso rango actoral, hoy sutilmente volcado a un humor que se va asomando por entre los pequeños pliegues de la tragedia, esa ingeniosa y sutil comedia más de índole contextual que apuntalada en diálogos concretos (allí reside, precisamente, la distancia para con un mainstream estadounidense al que le cuesta horrores construir un mínimo ápice de naturalidad, y mucho más si hablamos de obras como la presente en la que de por sí la meta retórica pasa por cierto toque irónico que no descuida jamás el trasfondo mundano general). Si bien para el espectador que no haya visto la obra noruega el film puede parecer similar a Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), en especial por la mixtura entre mordacidad y desarrollo truculento en una comarca bucólica, la verdad obedece al esquema inverso, con el opus de Martin McDonagh inspirándose en el planteo de base de Por Orden de Desaparición. Ahora el trío protagónico se completa con Tom Bateman reemplazando a Hagen y Tom Jackson haciendo lo propio con Ganz, en un juego de sustitución según criterios anglosajones a través del cual sale perdiendo la traslación norteamericana aunque -se podría agregar- con una dignidad muy poco habitual en nuestros días, e incluso más tratándose de una historia que decide calcar toma por toma la estructura de la original en lo que definitivamente fue un trabajo por encargo y bien suculento para el realizador Moland: ahora el padre se llama Nels Coxman y su cruzada de revancha vuelve a comenzar cuando asesina a tres subalternos con apodos pomposos para luego detenerse y consultar a su hermano Brock alias Wingman (William Forsythe), un ex matón de la mafia con más experiencia en el asunto que él, quien le recomienda contratar a un sicario que lo termina traicionando al venderle la información al homicida de su vástago. Las diferencias son mínimas ya que apenas si pasan por una sutil suavización general de la impronta sardónica, alguna que otra caricaturización camuflada en cuanto a los personajes, detalles varios en materia de diálogos, unos serbios que en esta ocasión se transforman en aborígenes, una mayor presencia de los inútiles oficiales de policía y sobre todo un golpe en el rostro hoy inexistente a la esposa del mafioso local (no vaya a ser que quede reflejada la violencia contra la mujer en pantalla, tracción a una corrección política patética acorde con el público bobalicón mainstream que prefiere eufemismos y “soluciones ideales” antes que realidad sucia y urgente). La película nos coloca en la paradoja de por un lado tener que alabarla si la comparamos con casi todo el panorama hollywoodense actual, gracias a un guión muy bien trabajado que pone en vergüenza -por ejemplo- a todo lo realizado por Quentin Tarantino luego de Kill Bill: Vol. 2 (2004), y por otro lado tener que reconocer que cae por debajo de la original y en función de un buen trecho, fundamentalmente debido a que los cambios introducidos -a pesar de ser pequeños- saltan muy a la vista porque hacen explícito el conservadurismo crónico de la cultura yanqui y la reducida apertura a lenguajes foráneos, optando siempre por bajar los decibeles agitados que puedan llegar a molestar…
La fragilidad de los cuerpos El James Cameron de las últimas dos décadas -específicamente el posterior a Titanic (1997)- se toma su tiempo para redondear nuevos proyectos y ello se debe en igual medida a que hablamos de un cineasta veterano con un enorme poder dentro de Hollywood y un señor que ha visto crecer su ego de manera exponencial luego de los éxitos en taquilla de la excelente Avatar (2009) y la mencionada Titanic, una propuesta bastante sensiblera aunque con méritos visuales suficientes para resultar amena en términos de entretenimiento fastuoso. Más allá de la trasheada primigenia Piraña II (Piranha II: The Spawning, 1981) y la encantadoramente absurda Mentiras Verdaderas (True Lies, 1994), lo mejor de su carrera sin duda está condensado en la ciencia ficción, con clásicos inoxidables como Terminator (The Terminator, 1984), Aliens: El Regreso (Aliens, 1986), El Abismo (The Abyss, 1989) y Terminator 2: El Juicio Final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), lo que por supuesto explica las expectativas detrás de Battle Angel: La Última Guerrera (Alita: Battle Angel, 2019), en términos prácticos su regreso al género que tantas satisfacciones nos ha regalado. Lamentablemente Cameron tuvo que renunciar a la silla del director para ocuparse de otro proyecto todavía más faraónico, el de las dos primeras secuelas de Avatar, por lo que conservó los roles de productor y guionista y cedió su puesto como mandamás a un Robert Rodríguez que asimismo redujo considerablemente la historia de base de Cameron, esa inspirada en un célebre manga de Yukito Kishiro -intitulado originalmente Gunnm- que fue publicado de manera serial entre 1990 y 1995. El director de El Mariachi (1992), todo un experto en colaboraciones cercanas con otros artistas (basta recordar sus trabajos en conjunto con Quentin Tarantino y Frank Miller), logra construir una epopeya gigantesca pero con corazón que funciona en simultáneo como una de las mejores adaptaciones de manga de las últimas décadas y como uno de los exponentes cyberpunk más atractivos en mucho tiempo, proeza que se debe a la condición de artesano todo terreno de un Rodríguez que sin ser precisamente un iluminado o un diletante del talento irrestricto, sabe cómo ofrecer espectáculos en los que los personajes brillan a la par de su imponente coyuntura. La historia recupera muchos de los leitmotivs más agitados e interesantes del rubro que nos ocupa: tenemos un entorno postapocalíptico después de una gran guerra que derivó en desastre para la humanidad (la llamada “Caída” se produjo 300 años en el pasado, con un presente ubicado en el Siglo XXVI), asimismo el único enclave habitado del planeta está dividido según la estructura social de Metrópolis (1927), la obra maestra de Fritz Lang (los ricos/ parásitos viven en una plataforma enorme en las alturas, Zalem, y los pobres en una villa miseria muy vasta sobre la superficie terrestre y justo debajo de la anterior, Ciudad de Hierro), y la biotecnología ha avanzado tanto que la tasa demográfica de híbridos robots/ humanos es muy alta, lo que generó un tráfico extendido de partes y repuestos mecánicos para los cuerpos (la desviación tecnológica vía el reciclado y la reconfiguración, otro de los tópicos infaltables de la ciencia ficción vinculada al film noir, aparece mediante la figura de los chatarreros, las competencias en juegos públicos sanguinarios y hasta la presencia de cazarrecompensas que cumplen la función de una policía tácita, hoy por hoy tercerizada). El Doctor Dyson Ido (Christoph Waltz), un especialista en cuerpos compuestos durante el día y cazarrecompensas por las noches, encuentra en un depósito de basura a una cyborg de combate del tiempo de la Caída, a la que reconstruye a partir del cuerpo biónico de su hija fallecida. Bautizada Alita (Rosa Salazar) porque la susodicha no recuerda su identidad a pesar de que su cerebro humano está en perfecto estado, la cyborg de a poco comienza a explorar Ciudad de Hierro y allí se enamora de Hugo (Keean Johnson), un joven que sueña con vivir en Zalem y se dedica a robar partes a pedido de Vector (Mahershala Ali), cabeza capitalista del deporte cruento de turno, Motorball, y empleador de Chiren (Jennifer Connelly), ex esposa de Ido y encargada principal de construir a los jugadores de esa cruza entre el rugby y el básquet. En un contexto dominado por un jerarca invisible de Zalem, un hombre misterioso llamado Nova (Edward Norton) que le da órdenes a un asesino en serie de mujeres, el tremendo Grewishka (Jackie Earle Haley), Alita pronto descubrirá que su potencial guerrero despierta la envidia de los cazarrecompensas y la “curiosidad” de Nova. Rodríguez edifica una obra muy entretenida y eficaz que esquiva la autocensura en cuanto a violencia real y dolorosa del Hollywood contemporáneo a través del truquillo de la sangre azul, lo que le permite despacharse con una verdadera catarata de hermosas truculencias en torno a la fragilidad de los cuerpos, esos que son amputados, triturados, emparchados y a posteriori refaccionados/ maximizados. Pero el gran punto a favor de la película pasa por la contracara complementaria de lo anterior, léase una identidad de Alita que también se va expandiendo a la par de su soporte material, dando a entender que carne y mente deben ir juntos tanto en la vida en general como en lo referido al séptimo arte en particular (dicho de otro modo, escenas de acción sin desarrollo de personajes y sin interés en pos de despertar una mínima empatía por parte del espectador sería igual a nada, y esto el director y guionista lo entiende perfectamente). Como todo policial valioso, las intrigas son varias y se entrecruzan en un relato que sabe balancear el alegato antiinstitucional, la subtrama romántica, el planteo símil crecimiento adolescente, el trasfondo de la pérdida de memoria, la relación paterna con Ido y la denuncia de una corrupción generalizada en la que casi todos son títeres, esclavos o testaferros de otras personas, una macro sumisión bajo la triste promesa de un ascenso social ahora empardado a abandonar Ciudad de Hierro y escalar a la inalcanzable Zalem, suerte de zanahoria que hace trabajar al burro. Cuestiones muy caras a Cameron como la libertad, la explotación y el militarismo se unifican por un lado con un excelso uso de los CGIs, que superan lo hecho por prácticamente todo el mainstream actual (el trabajo sobre los ojos de Alita es formidable porque nos acerca al manga y le aporta un mayor brío a la protagonista), y por otro lado con el amor de siempre de Rodríguez por el exploitation, el humor negro y la dinámica retórica enajenada, aquí redondeando su mejor propuesta desde Sin City (2005), aquella lejana primera colaboración con Miller (el señor apuesta en grande y sale ganando porque se centra en el cariño entre los personajes y no cae en la exacerbación ridícula del heroísmo barato ni en la violencia aséptica de nuestros días).
Entendimiento y convivencia Green Book (2018) es un neoclásico instantáneo, una pequeña gran película que cala hondo en una dimensión que el grueso del cine contemporáneo le cuesta horrores trabajar o muchas veces decide obviar a pura cobardía o simple mediocridad, léase esa sinceridad emocional/ actitudinal que va empardada al retrato sensato y verosímil -alejado de los facilismos maniqueos de siempre- de personas reales de carne y hueso, con todas las contradicciones y la riqueza intrínseca que ello conlleva. La premisa de base es por demás sencilla y ha sido utilizada en innumerables road movies semejantes en el pasado: dos hombres completamente opuestos, Anthony Vallelonga alias Tony Lip (Viggo Mortensen), un italoamericano que encabeza el staff de seguridad del Copacabana neoyorquino en 1962, y Don Shirley (Mahershala Ali), un pianista clásico negro de impronta muy refinada, deben entenderse durante una gira de diversos conciertos a lo largo del sur norteamericano de aquella época, marcado por la discriminación racial y un segregacionismo muy exacerbado. Más allá del sustrato verídico de la faena en cuestión y el doble hecho de que Shirley fue uno de los ejecutantes más virtuosos de Estados Unidos y Vallelonga llegaría a desarrollar una carrera como actor, apareciendo tanto en The Sopranos como en opus de Francis Ford Coppola, Sidney Lumet, Martin Scorsese, Stuart Rosenberg, Michael Cimino, John Landis y Mike Newell, lo cierto es que el éxito de la obra que nos ocupa es sin duda netamente cinematográfico y sobrepasa el triste “jugar a seguro” sobre un enclave político ganado, en este caso mediante la denuncia del racismo enquistado en la sociedad del país del norte, principalmente porque los muchos logros de la propuesta están condensados en la extraordinaria honestidad de Mortensen y Ali y en la magnífica estructuración dramática ideada por el realizador y guionista Peter Farrelly, un señor que viene del ámbito de la comedia cruda noventosa (este detalle -por supuesto- acrecienta los puntos a favor ya que suma no sólo valentía sino eficacia práctica en territorio no explorado con anterioridad). El viaje en sí es a bordo de un automóvil suministrado por la compañía discográfica de Shirley, un músico bastante snob que contrata a Lip para que se desempeñe a la par como chófer y guardaespaldas durante un periplo que comienza tranquilo y de a poco se va complejizando cuando se le niega la entrada a Don -sólo por ser negro- en establecimientos sureños, algo que no padecen los otros dos miembros del trío musical construido alrededor del pianista estrella, los caucásicos Oleg (Dimiter D. Marinov) y George (Mike Hatton), violoncello y contrabajo respectivamente. Mientras que estos dos últimos recorren el camino en otro vehículo, Vallelonga y Shirley hacen lo propio basándose sobre todo en la guía de bolsillo a la que apunta el título, un libro diminuto que se publicó entre 1936 y 1966 y que ofrecía a los afroamericanos viajeros un listado geográfico de lugares donde comer y hospedarse, en esencia restaurants, hoteles y estaciones de servicio amigables para con la comunidad negra y esa naciente clase media de la misma interesada en el turismo nacional. Farrelly, conocido por sus colaboraciones detrás de cámara con su hermano Bobby, un dúo que creó comedias bobaliconas de corazón anárquico como Tonto y Retonto (Dumb and Dumber, 1994), Kingpin (1996), Loco por Mary (There's Something About Mary, 1998) e Irene, yo y mi otro yo (Me, Myself & Irene, 2000), aquí consigue la proeza de desparramar astucia narrativa y hacer creíble y profundamente humana la relación entre los dos protagonistas; por un lado manteniendo en todo momento un ritmo cercano a la comedia, aunque adaptado a las necesidades de un relato con una fuerte dosis de tragedia, y por otro lado concibiendo diálogos excelentes que nos van encauzando desde las fricciones y la desconfianza mutua inicial hacia una amistad que se construye a partir del descubrimiento progresivo de Lip a ojos de Don y viceversa, en lo que funciona como un entrecruzamiento de capas identitarias que se esconden bajo la apariencia superficial de cada uno (Vallelonga es un obrero esplendoroso de los puños y Shirley un burgués de la intelectualidad artística). Ahora bien, retomando lo dicho con anterioridad, si el desempeño de Ali es muy pero muy bueno, lo de Mortensen es directamente sublime porque reconfigura todos los clichés posibles de la italianidad en un personaje exquisito cuya comprensión de las diferencias sociales, económicas y culturales vernáculas constituye su mayor sabiduría, amén de la clásica destreza/ improvisación/ inteligencia que regala el haber recorrido las calles y el dilucidar rápido el comportamiento de los individuos como nadie. De hecho, la película también sale airosa en materia del paradigmático intercambio de los films de “parejas desparejas” como el presente, ese que involucra el trueque recíproco entre el conocimiento elevado (aquí representado en la ayuda de Shirley a Lip en la escritura de las cartas a su esposa) y la perspicacia mundana (Vallelonga rescata a Don de situaciones muy peligrosas en función de su color de piel, su condición de homosexual y su disposición aguerrida, siempre dispuesto a tratar de cambiar la mentalidad sureña amparado por el mismo tour). Director y elenco logran una fusión artística envidiable y sacan a relucir una naturalidad casi extinta en el Hollywood de nuestros días, redondeando un convite que es tan severo como hilarante vía una diáspora anímica en la que confluyen y se disipan recursos retóricos costumbristas, irónicos, literales, cultos y populares freaks. El respeto de talante humanista aparece empardado a una convivencia que va mucho más allá de los conciertos, los bares, los moteles o el simple automóvil, ya que abarca el sentido de pertenencia de cada protagonista a su propio ghetto y a la comunidad macro que lo rodea, planteo que asimismo cubre todo el espectro sexual, étnico, barrial, familiar, laboral y doméstico/ patrio. Farrelly encuentra el punto dramático exacto en el que la ficción y la verdad resultan confusas porque la creación de fondo logra hacernos olvidar que somos espectadores en un juego de espejos caracterizado por ese calidoscopio delirante y paradójico que llevan dentro todos los seres humanos y que suele hacer estallar los prejuicios más burdos y oportunistas…
El poder institucional hecho farsa Al griego Yorgos Lanthimos le bastaron apenas un puñado de films para sumarse al grupo de los pocos cineastas contemporáneos del ámbito internacional con una muy marcada y esplendorosa idiosincrasia propia vinculada al humor negro, el surrealismo, los tabúes y la sátira social más cáustica y dolorosa. Hablamos específicamente de Canino (Kynodontas, 2009), sobre un matrimonio que mantenía en aislamiento a sus hijos, Alpes (Alpeis, 2011), acerca de un servicio de “reemplazo” de seres queridos fallecidos para facilitar el duelo, Langosta (The Lobster, 2015), que giraba en torno a los mecanismos más impersonales de conseguir pareja, y finalmente El Sacrificio del Ciervo Sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017), sobre la lógica de la venganza y el necesario sadismo contra la alta burguesía soberbia de siempre. La Favorita (The Favourite, 2018), su tercer proyecto en inglés y el primero que no tiene un guión firmado por el susodicho, venía precedido de una generosa expectativa y lo cierto es que no defrauda para nada porque volvemos a toparnos con un trabajo prodigioso que desarma todas las previsibilidades formales del cine mainstream. Aquí en esencia Stanley Kubrick vuelve a ser el punto de referencia excluyente en lo que respecta al planteo general de la realización, justo como ocurría con El Sacrificio del Ciervo Sagrado, y en términos concretos es Barry Lyndon (1975) la película que sin duda Lanthimos eligió como pivote sobre el cual edificar esta sátira acerca de la manipulación, la altanería, el canibalismo, la banalidad, el delirio y la idiotez institucional del poder político de ayer, hoy y siempre: mientras que el mítico director norteamericano trabajaba desde la frialdad y lo paródico implícito el ascenso social/ económico/ cultural de Redmond Barry (Ryan O'Neal) y su metamorfosis en Barry Lyndon, el europeo se sirve de unos diálogos extremos, ingeniosos y siempre hilarantemente despectivos y anacrónicos -cortesía de los guionistas Tony McNamara y Deborah Davis- para alejarse en parte de Kubrick, quien de todos modos dice presente vía una profusión de majestuosas tomas en gran angular y ojo de pez, y eventualmente dar forma a una obra maestra cuya mordacidad política y sexual la conecta tanto a los opus previos del griego como a la inefable ironía de los Monty Python. El catalizador de la historia es la llegada de Abigail Hill (Emma Stone) al palacio real británico a principios del Siglo XVIII, cuando la nación estaba en guerra con Francia, para pedirle trabajo a su prima Sarah Churchill (Rachel Weisz), nada menos que la que posee la batuta del gobierno inglés ya que la monarca de turno, Anne (Olivia Colman), es una mujer que acusa una enorme debilidad a escala física y psicológica que la lleva a convertirse una y otra vez en un títere de los “consejos” de una Sarah muy despiadada que la tiene a su total merced. Si bien Abigail tuvo una vida atormentada porque ella misma formó parte de la nobleza y terminó siendo entregada por su padre a un alemán que la violó sistemáticamente a lo largo de años y años, su aparente humildad pronto deja espacio a una voluntad de poder tan avasallante y brutal como la de su prima, lo que hace que su periplo dentro del patético centro de decisiones del país la conduzca primero a ser una criada, luego una subordinada de Churchill y finalmente la mujer de mayor confianza de la reina, en especial cuando descubre el “secreto” de su competencia para controlar a la influenciable monarca, el sexo. Como decíamos con anterioridad, Lanthimos hace un uso exquisito de la hiper realidad que posibilita el gran angular, el ojo de pez y lentes semejantes, no sólo incorporando todo el mobiliario y el arte cortesanos sino también deformando/ engrandeciendo los paisajes y los personajes, con el objetivo de subrayar de manera sublime el trasfondo sarcástico del film; a lo que se suma una catarata de planos contrapicados/ desde ángulos bajos que en vez de empoderar a los protagonistas -como indicaría su uso pautado en el “manual no escrito” de los recursos del cine- lo que hace es ridiculizarlos al transformar su ambición y crueldad en una fachada demacrada que siempre está a punto de caerse para sacar a relucir el hecho de que la coraza en cuestión oculta un interior tan débil y naif como el de la reina que no se condice para nada con la retahíla de burlas, insultos, amenazas y fantochadas varias de conspiración, voracidad y/ o traiciones entrecruzadas. La imagen está permanentemente al servicio del dispositivo retórico y nunca sólo como un lienzo bello de por sí, concepción que suprime la idea hegemónica del preciosismo industrial superficial en obras de época. Ahora bien, el film funciona además como un análisis durísimo del instante en el que el poder pasa de estar empardado a la destreza relacionada con el sobrevivir a directamente mutar en un fin en sí mismo, sobre todo cuando la posición en el gobierno se consolida y permite olvidar el trecho recorrido hasta allí, circunstancia que a su vez pone de manifiesto la tercera dimensión de la capacidad de mando, la vinculada a su condición de mecanismo en última instancia suicida (siempre aparecerá alguien con el mismo anhelo de acumular autoridad llevándose puesto a quien sea) y sexual (la obtención de placer a costa de un otro pasivo/ mancillado apunta a un acuerdo negociado tambaleante de lucha maquiavélica por imponerse). Lanthimos vuelve a demostrar que es también un gran director de actores ya que obtiene un desempeño genial del trío protagónico y de Nicholas Hoult, quien compone a Robert Harley, líder latifundista de la oposición y artífice del abogar tanto en contra del aumento del impuesto sobre las tierras como a favor del cese de hostilidades con Francia para que la alta burguesía comercial pueda seguir tranquila encarando sus negociados. La Favorita desnuda con brillantez y desparpajo las miserias, contradicciones y callejones sin salida de una clase dirigente enterrada hasta la cabeza en un lodazal que ella misma generó vía su corrupción plutocrática demencial y la falta del más mínimo apego a la vida, al punto de fagocitarse toda la riqueza disponible como un parásito implacable que en farsas como la presente queda al descubierto en su pusilanimidad, personalismo, mediocridad y codicia…
Utopía de paz e igualdad En su momento Cómo Entrenar a tu Dragón (How to Train Your Dragon, 2010) constituyó toda una rareza dentro del enclave de la animación mainstream porque ofreció una historia insólitamente sensata de iniciación en el mundo adulto por parte de un joven vikingo, Hipo/ Hiccup (Jay Baruchel), junto a su dragón mascota -de la raza Furia Nocturna- llamado Chimuelo/ Toothless, lo que incluía una impronta muy fuerte de proteccionismo animal y esas típicas aventuras con toques de comedia de las obras de DreamWorks. La segunda parte del 2014 fue un film sumamente digno que seguía la misma línea y hasta oscurecía el devenir, reforzando la idea de que la saga no esquivaba la introducción de “realidad dura” en el desarrollo (mutilaciones, muertes, fanatismo ideológico, genocidio, etc.). Hoy Cómo Entrenar a tu Dragón 3 (How to Train Your Dragon: The Hidden World, 2019) funciona como la frutilla del postre ya que resume y profundiza los planteos narrativos anteriores. Convertido en líder de la Isla de Berk y a posteriori de lograr que los lugareños acepten a los dragones como sus amigos en vez de considerarlos una amenaza que debe ser eliminada cuanto antes, Hipo, su novia Astrid (América Ferrera) y sus cofrades/ compinches se dedican a liberar a dragones capturados por cazadores varios, circunstancia que lleva a una sobrepoblación de animales alados en Berk que pone al sitio muy al descubierto como un santuario de dragones a ojos de los asesinos de turno, ahora comandados por Grimmel (F. Murray Abraham), un cazador experto e hiper fundamentalista que pretende la extinción de los dragones porque los ve como un peligro para los humanos (y como una suculenta fuente de ingresos en su rol de mercenario, por supuesto). Así las cosas, el villano libera a una hembra completamente blanca de Furia Nocturna para enamorar a Chimuelo y manipular a la distancia a Hipo y los suyos, a la que los muchachos de Berk llaman Furia Luminosa. Influenciados por la intimidación de Grimmel, todos los habitantes de la isla abandonan el lugar con sus mascotas/ medios de transporte en busca de un “mundo oculto” legendario donde los dragones viven en autonomía y bien lejos de la maldición de la constante persecución por parte de los insoportables seres humanos. La trama trabaja de un modo maravilloso y con gran inteligencia por un lado el descubrimiento de esta utopía de paz e igualdad para las criaturas aladas y el naciente amor entre Chimuelo y Furia Luminosa, y por otro lado la necesidad de Hipo de ya no depender más de su amigo -y de todos los dragones en general, a decir verdad- para en buena medida hacer frente a Grimmel con sus propios recursos. Otro de los elementos inusuales que caracterizan a la saga es que las tres películas estuvieron a cargo de Dean DeBlois, un director y guionista canadiense que supo adaptar las creaciones literarias originales de Cressida Cowell de manera coherente y respetando con sumo cariño a los personajes, a quienes les dio un arco de crecimiento muy interesante, en verdad multifacético y hasta plagado de detalles humanistas esplendorosos. En una época en la que dominan la uniformidad y las soluciones berretas en el séptimo arte y especialmente en su vertiente industrial, resulta un soplo de aire fresco que films como Cómo Entrenar a tu Dragón 3 apuesten más al corazón de la historia de turno y su sustrato artesanal que a la pomposidad por la pomposidad en sí, dejándonos con escenas excelentes como las dos centradas en los rituales de apareo -la primera en tierra, de tono cómico, y luego en aire, más cerca del lirismo- de Chimuelo y Furia Luminosa. La propuesta subraya lo imprevisible, estúpido y dañino que suele ser el ser humano y cómo la protección de las especies animales y vegetales amenazadas siempre queda en manos de un puñado de valientes solitarios que se autoimponen la tarea de defender la vida de nuestros semejantes ante cualquier psicópata armado ocasional, un esquema trágicamente urgente en el que los dragones se comportan como animales reales -no hablan ni generan chistecitos cada cinco segundos- y en el que la intervención de los secundarios es crucial porque le da un marco de epopeya social al relato y aporta dinamismo gracias a esas idiosincrasias chocantes…
Hechizo de manipulación Uno de los contextos narrativos cinematográficos que despiertan más morbo social sin duda es el de los internados en general y la vertiente femenina de los mismos en especial, sede de muchísimos exponentes del terror, el drama apenas camuflado y el suspenso que han sabido aprovechar -desde diferentes ópticas y en función de cada período histórico, por supuesto- tanto la tensión homosexual de turno como esa sensación de peligro que puede venir desde comarcas sobrenaturales, otras tantas bien mundanas o vía una bella combinación de ambas opciones (curiosamente esta última alternativa suele ser la más visitada por las propuestas en cuestión). El recorrido que nos propone el tópico es de lo más amplio porque va desde las primigenias Hasta el Viento Tiene Miedo (1968) y La Residencia (1970), pasando por las peculiares Lujuria para un Vampiro (Lust for a Vampire, 1971) y Picnic en Rocas Colgantes (Picnic at Hanging Rock, 1975), hasta las más recientes En el Nombre de Dios (The Magdalene Sisters, 2002), Inocencia (Innocence, 2004), Voces en el Bosque (The Woods, 2006), Silenciadas (The Silenced, 2015) y Blackwood (Down a Dark Hall, 2018). Sin embargo una de las grandes obras maestras del rubro es la legendaria Suspiria (1977), de Dario Argento, opus que se convirtió de culto con el transcurso de los años y que suele opacar otras maravillas del italiano como la deliciosa Phenomena (1985), su otra incursión en los colegios para señoritas: el film fue la primera entrega de la llamada Trilogía de las Madres, que luego completarían la también extraordinaria Infierno (Inferno, 1980) y un disfrutable capítulo final intitulado La Madre de las Lágrimas (La Terza Madre, 2007); trabajos cuyos ejes se resumían en el devenir de tres poderosas brujas, Mater Suspiriorum, “madre de los suspiros”, Mater Tenebrarum, “madre de la oscuridad”, y finalmente Mater Lachrymarum, “madre de las lágrimas”. Grande era la expectativa acumulada alrededor de la remake dirigida por Luca Guadagnino, responsable de la genial Llámame por tu Nombre (Call Me by Your Name, 2017), y escrita por David Kajganich, que viene de entregar The Terror, la adictiva serie de AMC, y con quien el realizador ya había trabajado en A Bigger Splash (2015), amena reformulación de La Piscina (La Piscine, 1969), de Jacques Deray. La espera valió la pena porque efectivamente Suspiria (2018) es una obra de arte exquisita que si bien se inspira en los resortes centrales del opus de Argento (la claustrofobia, la amenaza, el sustrato sádico, la impronta kitsch, un preciosismo furioso, el grotesco y la denuncia del carácter parasitario de las clases altas), consigue dar forma a su propio ecosistema retórico que en algunos aspectos amplifica la potencia de base del film de 1977 hasta niveles sorprendentes, circunstancia que desde el vamos nos coloca ante toda una anomalía dentro de un panorama cinematográfico actual que en la enorme mayoría de sus relecturas lo único que hace es banalizar/ empobrecer/ tergiversar obras de otras épocas marcadas por una autenticidad y una integridad hoy por hoy casi siempre ausentes en el enclave artístico. La premisa central es más o menos idéntica: Susie Bannion (Dakota Johnson), una joven bailarina norteamericana de ballet, viaja en 1977 a Berlín Occidental para estudiar en la Academia Markos Tanz, una afamada institución de danza -encabezada por Madame Blanc y Helena Markos (ambas en la piel de Tilda Swinton)- que está lidiando con la desaparición de una de las alumnas, Patricia Hingle (Chloë Grace Moretz), lo que eventualmente deriva en las sospechas de la recién llegada hacia las autoridades educativas, conjeturas a su vez amparadas en su flamante amistad con otra estudiante, Sara (Mia Goth). Con participaciones sutiles de Ingrid Caven, ex esposa y actriz fetiche del inmenso Rainer Werner Fassbinder, y de la mismísima Jessica Harper, nada menos que la Bannion original de Argento, Guadagnino construye una epopeya de encierro y sustitución de identidad de dos horas y media en las que la elegancia esotérica de colores chillones, el fastuoso diseño de producción y la música de Goblin mutan por un lado en una banda sonora ominosa aunque más de “perfil bajo” símil indie lánguido a cargo de Thom Yorke, cantante y líder de Radiohead, y por otro lado en un andamiaje que evita todo clasicismo formal para optar en cambio por una conjunción de tomas detalle, zooms repentinos, edición entrecortada y un fluir narrativo general vinculado al distanciamiento concienzudo, cierta atmósfera freak/ lisérgica y algunos chispazos de gore muy doloroso (en este campo sobresalen la estupenda escena de la “coreografía paralela”, el descubrimiento de lo que queda de Patricia y el glorioso desenlace en su conjunto). El humor negro típico de Argento, ese al que tanto recurría en sus primeras obras mediante la presencia de personajes secundarios bizarros, aquí está trasladado a la conducta brutal del aquelarre que controla la academia, pensemos para el caso en la graciosa vejación a los policías, y a la colección de ironías del segmento final del metraje, por suerte nunca empardadas al cinismo paradigmático contemporáneo. Quizás el rasgo distintivo de esta nueva Suspiria, la cual indudablemente acumula muchos aciertos aunque no llega a superar a la original, es la fuerte impronta alegórica violenta que aparece a lo largo y ancho de la historia mediante inteligentes alusiones al contexto familiar castrador menonita de Susie, a la militancia de izquierda del momento vía el célebre episodio del secuestro del Vuelo 181 de Lufthansa de octubre de 1977 por parte de cuatro miembros del Frente Popular para la Liberación de Palestina bajo el comando de la Fracción del Ejército Rojo, y sobre todo al pasado reciente nazi y las conexiones no sólo de las autoridades de la República Federal de Alemania con los jerarcas del Tercer Reich sino también de los mismos civiles para con su papel y acciones durante la fase dictatorial del país, referencia que en el film aparece bajo la figura de Josef Klemperer (el tercero de los tres personajes interpretados por Swinton), el psicólogo que trataba a Patricia, que alerta a Sara y que en esencia termina de despabilar a Bannion cuando la anterior le viene con el cuento de que algo muy raro está ocurriendo en la institución. En buena medida el guión de Kajganich obvia la construcción dramática alrededor del misterio de fondo (incluso durante los primeros minutos ya se nos aclara el asunto) y pasa a privilegiar un desarrollo tétrico aunado al acecho que padecen los diferentes personajes por las tremendas arpías (se podría decir que la película a veces hasta juega con la idea de una maternidad enferma de control absoluto y con una graciosa inversión paródica del feminismo de nuestros días de la mano de estas señoras -o señoritas- caníbales para con su propio género, algo así como una cofradía psicótica de fundamentalistas sin piedad alguna). En última instancia el trabajo de Guadagnino es muy loable porque consigue hacer suyos los pivotes principales de Argento -desde una puesta en escena que subraya la arquitectura deprimente y gris de la Berlín reconstruida luego de la Segunda Guerra Mundial- con el objetivo de poner en primer plano los hechizos de manipulación de turno pero sin descuidar ni la oposición entre delirio y realidad ni esa dialéctica de las mentiras que caracteriza a los mandos gerenciales que heredaron su poder de estructuras previas tan ruines y maquiavélicas como ellos mismos…
La recaída eterna Sinceramente lo mejor que puede decirse de Beautiful Boy (2018) es que es un retrato honesto de las adicciones, no obstante dicha aseveración viene condimentada por la triste verdad adicional de que lo peor que puede decirse de Beautiful Boy es que se parece a decenas de retratos honestos semejantes de las adicciones. El film del belga Felix van Groeningen, su debut en términos prácticos en el mercado anglosajón, se sirve de recursos clásicos del rubro cinematográfico de las dependencias a sustancias varias como los flashbacks y flashforwards para los instantes previos y posteriores a la enfermedad, un cierto marco de “relato coral” para abarcar toda la estela del sufrimiento en el círculo íntimo de la víctima y en especial un tono narrativo apesadumbrado -y por momentos alucinado- que intenta duplicar los efectos de las drogas y la confusión cíclica reinante. El guión de Luke Davies y el propio realizador está basado en dos memorias sobre el mismo episodio verídico que corresponden a los dos protagonistas fundamentales, un padre y su hijo: del lado del primero tenemos Beautiful Boy: A Father's Journey Through His Son's Addiction (2008), libro escrito por David Sheff, y por parte del segundo está Tweak: Growing Up on Methamphetamines (2008), de Nic Sheff. David (Steve Carell), un redactor de The New York Times y otras publicaciones, se entera muy tarde que su hijo adolescente Nicholas (Timothée Chalamet) está sumergido en una drogodependencia que tiene como eje principal las metanfetaminas y como núcleos secundarios el alcohol, el LSD, la cocaína, el éxtasis y la heroína. Pronto la espiral de rehabilitaciones y recaídas eternas se disparará con tal fuerza que el asunto derivará en años y años de lucha de Nic por mantenerse sobrio. Van Groeningen, sin hacer precisamente maravillas con la temática de turno, de todas formas consigue un examen sensato y minucioso de hasta qué punto la adicción se transforma en una condena para toda la familia ya que los Sheff en su conjunto deben sobrellevar el comportamiento errático y autodestructivo de un Nic que se vuelca al robo; léase tanto la madre biológica del muchacho, Vicki (Amy Ryan), separada de David, como la nueva pareja del padre, Karen Barbour (Maura Tierney), y los dos flamantes hijos del matrimonio, los pequeños Jasper (Christian Convery) y Daisy (Oakley Bull). A pesar de que el clan funciona como un típico cónclave de clase alta, la trama logra hacernos olvidar este detalle gracias a la razonabilidad que maneja David y a la ausencia de esa vanidad y de esa asquerosa/ insoportable autoindulgencia de los burgueses de mayor poder adquisitivo. Dos son las herramientas primordiales de las que se vale el director para evitar el tedio, el excelente desempeño de Carell y sobre todo de Chalamet, visto hace poco en Llámame por tu Nombre (Call Me by Your Name, 2017) y Lady Bird (2017), y una banda sonora que aprovecha con gran perspicacia la excusa que ofrece la condición de melómanos de David y Nic, así disfrutamos durante el metraje de canciones de Massive Attack, Nirvana, David Bowie, Tim Buckley, Sigur Rós, John Coltrane, Neil Young y por supuesto John Lennon, cuya composición Beautiful Boy (Darling Boy), perteneciente al Double Fantasy (1980), intitula la película (el mismo David llegó a entrevistar a Lennon en los meses previos a su asesinato). Más allá de las adicciones, el film en suma funciona bastante bien como una fábula sobre la frustración paterna y los intentos de independencia por parte de los hijos…