Un burócrata psicópata en las sombras El Vicepresidente (Vice, 2018), la última realización escrita y dirigida por Adam McKay, conocido esencialmente por las correctas El Reportero: La Leyenda de Ron Burgundy (Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, 2004) y La Gran Apuesta (The Big Short, 2015), es una de las películas más ambiciosas, caóticas e interesantes que haya salido de Hollywood en mucho tiempo, una parodia política exacerbada y nihilista sobre Dick Cheney, un republicano hiper fascista vinculado a la mafia capitalista petrolera yanqui que sirvió como vicepresidente del infradotado de George W. Bush -tan psicópata, conservador y maquiavélico como el propio Cheney- durante casi toda la primera década del Siglo XXI. El trabajo de Christian Bale como el protagonista y de Amy Adams como su esposa Lynne, suerte de Lady Macbeth en el ascenso y consolidación de la posición hegemónica de turno, rankea en punta como uno de los mejores y más meticulosos de sus respectivas trayectorias. McKay utiliza un abanico de recursos muy vasto para construir una experiencia en muchas ocasiones esplendorosa y muy hilarante que apela al intelecto en vez de al fetiche emocional del mainstream maniqueo de siempre; así nos topamos con diversos flashbacks, hipérboles, intertítulos, planteos burlones, interpelaciones a cámara, una edición bien agitada, algún que otro falso final, mucho material de archivo -tanto web como televisivo- y una buena tanda de locuciones en off por parte de un narrador semi externo, Kurt (Jesse Plemons), un militar norteamericano apostado en Medio Oriente que jugará un rol central en el desenlace. El relato sigue todo el derrotero personal y político de Cheney, empezando en su juventud como un borrachín que abandonó Yale e incluyendo la influencia decisiva de su mujer para que deje el alcohol y comience a trepar de inmediato desde el momento en que ingresa a la Casa Blanca como “interno” durante la administración de Richard Nixon. La película deja bien en claro que el gran despegue del protagonista en Washington D.C. se produce gracias a su asociación con Donald Rumsfeld (Steve Carell), otro energúmeno republicano cuyo cinismo y anhelo de poder eventualmente terminan sobrepasados por los de su colega Dick. Durante la presidencia de Ronald Reagan el susodicho se hace de un escaño en la Cámara de los Representantes, en la administración encabezada por George H. W. Bush muta en Secretario de Defensa en ocasión de la execrable Guerra del Golfo y durante el mandato del demócrata Bill Clinton el camaleón de Cheney se transforma en CEO de Halliburton, una de las multinacionales petroleras más grandes y corruptas del planeta; lo que por supuesto explica su obsesión con acumular autoridad/ capacidad de autonomía como vicepresidente -el más poderoso de la historia estadounidense, sin dudas- y su lobby sutil en pos de las invasiones a Afganistán e Irak utilizando como excusa a los atentados del 11 de septiembre de 2001 para hacerse de las reservas petroleras del país, justo como si se tratase de un operador político cualquiera de alto perfil que dobla los hilos para su único beneficio (su telaraña de influencias se extendió por todo el enclave público). A diferencia de otras tantas propuestas timoratas que buscan “humanizar” al mamarracho impresentable y despótico en cuestión, sea éste republicano o demócrata (aquí estos últimos también son objeto de dardos variopintos al paso), El Vicepresidente no se guarda nada en su denuncia contra Cheney -y contra casi toda la administración de Bush hijo, por cierto- en tanto genocidas a conciencia responsables de miles de muertes provocadas por las intervenciones bélicas en Medio Oriente y el ascenso subsiguiente al poder del Estado Islámico/ ISIS. Asimismo el film pone de manifiesto la violación constitucional volcada al absolutismo, la práctica consensuada de la tortura por parte de las tropas de ocupación, la vigilancia/ espionaje masivo sobre la población yanqui, el nuevo marketing de la derecha para la manipulación, y finalmente la corrupción y connivencia de los funcionarios estatales con las compañías privadas vinculadas al negocio de la reconstrucción y el saqueo de hidrocarburos en las naciones devastadas. Ayudado además por unos geniales Steve Carell como Rumsfeld y Sam Rockwell en la piel de George W. Bush, McKay crea un pantallazo oportuno y anárquico del fascismo ridículo actual y sus tristes burócratas en las sombras…
Solidaridad entre marginados Uno de los temas más dolorosos y urgentes que gran parte del cine actual suele obviar es la pobreza, esa que crece a niveles alarmantes en todo el globo a raíz de la sustitución del trabajo por la tecnología y la especulación financiera en todas las economías nacionales, una reconversión de los oligopolios asimismo complementada por la corrupción privada y el desfalco estatal en un capitalismo cada vez más salvaje, injusto y hambreador. El séptimo arte de nuestros días, también hegemonizado por estudios y productoras gigantes que prefieren esquivar semejante baldazo de realidad, sólo de vez en cuando ofrece un retrato de un tópico que supo estar en el candelero creativo durante décadas y décadas del Siglo XX, hoy sepultado debajo de la catarata del escapismo hueco que inventan los “popes” del marketing y la publicidad que controlan todo el ámbito cinematográfico contemporáneo. Somos una Familia (Manbiki Kazoku, 2018), la última película de Hirokazu Koreeda y la ganadora de la Palma de Oro en la edición 2018 del Festival de Cannes, continúa la buena senda trazada por la obra previa del japonés, The Third Murder (Sandome no Satsujin, 2017), ahora aunando el trasfondo criminal de aquella con su obsesión de siempre, léase la dinámica familiar y las diversas crisis internas de los colectivos hogareños: aquí el relato se centra en la humilde residencia de los Shibata, un clan de clase baja conformado por una señora mayor, Hatsue (Kirin Kiki), una pareja de mediada edad, Osamu (Lily Franky) y Nobuyo (Sakura Ando), y dos jóvenes, Shota (Kairi Jō) y Aki (Mayu Matsuoka). Un día Osamu decide llevar a la casita compartida a Yuri (Miyu Sasaki), una nena que encuentra escondida en la calle y con señales de haber sido muy maltratada por sus padres biológicos. Si bien en gran medida Koreeda en esta oportunidad recupera muchos de los latiguillos de opus recientes y demasiado redundantes como De tal Padre, tal Hijo (Soshite Chichi ni Naru, 2013), Nuestra Hermana Menor (Umimachi Diary, 2015) y Después de la Tormenta (Umi Yori mo Mada Fukaku, 2016), todas propuestas que pretendían calcar los análisis familiares reposados de Yasujirô Ozu, lo cierto es que la introducción del sustrato delictivo rejuvenece el planteo y nos acerca a una nueva dimensión del minimalismo tragicómico de siempre: los Shibata en conjunto apenas si ganan lo suficiente para vivir y por ello se ven obligados a robar en tiendas varias para subsistir, un “oficio” en el que son muy buenos porque cuentan con la paciencia necesaria, se autoconstruyeron una cultura del rebusque callejero y en suma carecen de la moral hipócrita burguesa en lo que atañe a la propiedad. Como cabe esperar de parte de Koreeda, la película nos pasea por las vicisitudes de cada personaje aunque con inusual detallismo y en función de seres realmente complejos, esquema asimismo coronado por un capítulo final que coquetea con el policial cuando esa Yuri que adoptaron y rebautizaron Lin termina siendo descubierta por las autoridades, quienes la consideraban raptada por más que sus propios padres ni siquiera hayan hecho la denuncia. El director y guionista trabaja con astucia tanto la solidaridad entre marginados, hoy mediante un grupo de lo más polimorfo unido por las distintas variantes de la recesión japonesa actual, como el concepto de las familias compuestas e incluso sin vínculos de sangre de por medio, enfatizando la capacidad de elección de sus integrantes con respecto al mismo hecho de convivir con el resto de la “parentela” en plan comunitario afectuoso. A diferencia de los derroteros y desenlaces remanidos de las obras anteriores del cineasta, Somos una Familia sí posee un desarrollo fascinante porque destila humanidad en cada fotograma, dejando que la desesperación contenida de los Shibata aflore en forma de continuas sonrisas que paradójicamente no niegan la situación atribulada de fondo sino que remarcan el dejo picaresco con el que el clan vive a diario, atento a las oportunidades que brinda un entorno profundamente abusivo para con los de menores ingresos. Esta idea del olvido social va calando hondo a medida que avanza el metraje y el catálogo de injusticias queda en primer plano, entre un Estado negligente, un puñado de burócratas mitómanos y odiosos y una pasividad general que siempre termina siendo cómplice de los comerciantes, sus esclavos asalariados y los grupos del poder económico más concentrado y despótico…
Disciplina en el aire Uno quisiera afirmar que El Regreso de Mary Poppins (Mary Poppins Returns, 2018) es una película supercalifragilisticaespialidosa pero sinceramente -y por milésima vez- Disney y/ o el Hollywood actual maquillan a una remake bajo el mote de “secuela” y nos enchufan otro producto saturado de nostalgia que no llega a los talones del film original de 1964: con canciones anodinas y una trama duplicada que sustituye al Señor George W. Banks (David Tomlinson) con su hijo Michael (Ben Whishaw) y al querido artista callejero/ deshollinador Bert (Dick Van Dyke) con su aprendiz lamparero Jack (Lin-Manuel Miranda), el gran punto a favor de esta supuesta continuación es la presencia de la genial Emily Blunt como un reemplazo dignísimo de aquella Julie Andrews en el rol del célebre personaje titular, una niñera mágica que aquí por suerte respeta el carácter adusto de los libros de P.L. Travers. En esta oportunidad la historia de base transcurre dos décadas luego de los acontecimientos de la primera obra y por un lado incluye los mismos elementos centrales del pasado, léase las aventuras de los purretes de turno -los tres vástagos del viudo Michael- con esa Mary Poppins que llega volando de la nada y el propio periplo emocional del hombre en pos de reconectarse con la “alegría de vivir” por fuera de las muchas preocupaciones mundanas de la agitada existencia londinense, y por otro lado incorpora un típico trasfondo de denuncia social a lo Charles Dickens con un banco -dirigido por el desalmado William Wilkins (Colin Firth)- a punto de tomar posesión del hogar de los Banks por deudas acumuladas. Por supuesto que la nodriza en cuestión, fiel a su estilo activo/ pasivo de resolver las cosas, ayudará a todos en sus respectivos problemas, casi siempre acompañada por el jovial Jack. Rob Marshall, el realizador asalariado de turno, sigue sin ser capaz de recuperar algo del ingenio para los musicales que demostrara en ocasión de la lejana Chicago (2002), ya que tanto la presente como Nine (2009) y En el Bosque (Into the Woods, 2014) no logran reinstaurar ese encanto naif -definitivamente su obsesión retórica- de las propuestas del Hollywood Clásico, en especial debido a la reincidencia de coreografías de medio pelo, una melancolía demasiado ortodoxa y un metraje innecesariamente extenso, sumado a la misma falta de ideas novedosas que hace que estemos una y otra vez frente a situaciones que pretenden calcar escenas del film original de Robert Stevenson aunque sin el talento detrás de cámaras de antaño: de hecho, la reglamentaria secuencia animada a mano no pasa de ser un triste eco de su homóloga de la década del 60 y las composiciones de Marc Shaiman y Scott Wittman no tienen nada que hacer con aquella maravillosa colección de temas de los hermanos Richard y Robert Sherman, casi todos leitmotivs infantiles a escala planetaria. Como decíamos antes, la bella Blunt está perfecta en lo suyo y le aporta el temple severo justo a una Mary Poppins que combina intermitentemente la diversión con la disciplina. Más allá del esperable cameo de Van Dyke y las también interesantes intervenciones de Firth y una hilarante Meryl Streep como Topsy, la prima del este europeo de Poppins, el trabajo le escapa a la intrascendencia total en esencia porque recupera los tres mensajes fundamentales de la película de 1964 y los libros originales de Travers: la necesidad de privilegiar a la familia/ los afectos por sobre la voracidad capitalista, el imperativo de no descuidar a la imaginación/ curiosidad creadora en la adultez y finalmente la obligación de seguir el ejemplo de la niñera con aires de bruja y alternar el orden con la libertad con vistas a evitar tanto comportamientos sádicos como traumas a futuro. Así como el núcleo temático está bastante bien, el “envase” pomposo mainstream ya no cuenta con el rigor, la efervescencia y la astucia del pasado, dejándonos con un opus algo mucho deficitario…
Compartir el dolor Una premisa clásica bien ejecutada siempre vale por dos y éste es un axioma que el grueso del cine contemporáneo no consigue satisfacer u olvida en el camino del marketing, los caprichos de los responsables o la vastedad de problemas que hoy atraviesan todos aquellos que tratan de reformular los estereotipos de siempre e intentar algo mínimamente atractivo por cuenta propia que no dependa de los esquemas de moda de la época en cuestión. No Mires (Look Away, 2018), segunda película del israelí Assaf Bernstein luego de la digna The Debt (2007), ilustra muy bien esta idea porque en esencia se saltea el fetiche con los fantasmas y lo sobrenatural del terror y los thrillers hollywoodenses actuales y se vuelca al ámbito de los doppelgängers en general y de El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886) de Robert Louis Stevenson en particular. El eje del relato es Maria (India Eisley), una muchacha de 18 años de la alta burguesía que lleva una vida alienada y deprimente cortesía de un padre soberbio, egoísta y autoritario, Dan (Jason Isaacs), una madre dócil y anodina, Amy (Mira Sorvino), una supuesta “mejor amiga” que la considera una mascota ocasional pronta a ser abandonada cuando se desee, Lily (Penelope Mitchell), y un abusón del colegio que gusta de ejercitar su sadismo con ella, Mark (John C. MacDonald). Como el único que se compadece de Maria es Sean (Harrison Gilbertson), el novio de Lily, la joven no tiene mucho margen psicológico para envalentonarse y ajustar cuentas con sus diversos victimarios hasta que conoce a su doble exacta del otro lado del espejo del baño de la hiper lujosa mansión familiar, Airam (también interpretada por Eisley), una adolescente que no está dispuesta a soportar más vejaciones. Luego de repetidos ninguneos, ataques y hasta una ridiculización colectiva en el baile de invierno de la escuela, Maria finalmente se cansa y deja que Airam ocupe su lugar dándole un beso en el cristal, lo que abre la puerta para que orqueste la separación de sus padres haciendo que la idiota de su madre se entere que Dan, un cirujano plástico, se acuesta con sus pacientas, para que le rompa la rodilla a Mark cuando éste pretendía violarla, para que genere indirectamente la muerte de Lily y para que comience una relación romántica con Sean mientras la policía sospecha de ella por el óbito de su amiga/ compañera de colegio. Sinceramente lo mejor que se puede decir del trabajo de Bernstein -un punto a favor del que carece el 99% de los films de nuestros días- es que no desperdicia ningún personaje porque sabe combinarlos a todos de manera tal que no sólo sumen brío al arco narrativo de Maria/ Airam sino que hasta nos importen sus destinos particulares ya sea para lo positivo o lo negativo, tendiente a que el doppelgänger por fin haga justicia y le ahorre pesar a la chica. El origen de la Señorita Hyde de turno, el que por supuesto tiene que ver con esa ecografía que recorre toda la trama de principio a fin, asimismo está bien incorporado al convite en función de un tono apesadumbrado que conjuga con eficacia marginación social, bullying, canibalismo afectivo, apatía, depresión, individualismo, esquizofrenia, el amor como propiedad y la execrable obsesión con la belleza “perfecta”. Más allá de la recurrencia a estructuras harto trabajadas en el pasado, se agradece el loable desarrollo de personajes y la presencia de desnudos, una excelente fotografía y un clímax austero y creíble. Sin duda la gran revelación de No Mires es Eisley, una hermosa y talentosísima actriz que ha participado en obras de bajo presupuesto y que aquí puede brillar en términos dramáticos en un rol doble que apuesta a compartir el dolor acumulado en la psiquis de la protagonista dejando que se fracture, se sumerja en la división y dé rienda suelta a una sensualidad homicida pocas veces vista en el panorama mojigato e infantil del cine contemporáneo…
A satirizar se ha dicho Allá lejos y hace tiempo, precisamente luego de hacerse conocido en todo el globo con la mítica Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999), el director y guionista M. Night Shyamalan terminó de confirmar su talento con la que sería su obra maestra definitiva, El Protegido (Unbreakable, 2000), una película maravillosa que logró destacarse del cine de superhéroes de su momento, aquel que todavía conservaba rasgos autorales y solía ofrecer propuestas muy distintas entre sí que por cierto poco y nada tienen que ver con la basura anodina e intercambiable de nuestros días del rubro, todos bodrios encadenados/ exploitations con presupuestos gigantescos que en esencia tratan de replicar en vano la astucia del Batman de Christopher Nolan. Aquella pequeña película no reproducía/ banalizaba cual autómata sin vida propia los latiguillos de los cómics, como hacen incansablemente los films actuales, sino que deconstruía, repensaba y adaptaba a la praxis diaria la lucha paradigmática entre el bien y el mal desde una óptima compleja y adulta que ponía el énfasis en la estructuración anímica de los personajes, el carácter social alegórico del opus y una atmósfera de misterio muy cercana a lo que sería un thriller de suspenso de autodescubrimiento sutil y paulatino. Los años pasaron, así como las diferentes fases de la carrera del realizador hindú, y éste finalmente decidió retomar su creación de antaño en ocasión de la también extraordinaria Fragmentado (Split, 2016), en la que la batalla moral/ ética se trasladaba al intelecto del protagonista, Kevin Wendell Crumb (James McAvoy) alias The Horde (La Horda), un hombre con un trastorno de identidad disociativo y 23 personalidades a cuestas que se correspondían a una escala de esa benevolencia y esa perversidad que en el film del 2000 estaban representadas en David Dunn (Bruce Willis) alias The Overseer (El Centinela), un hombre indestructible, con una enorme fuerza y habilidades semi telepáticas, y Elijah Price (Samuel L. Jackson) alias Glass (Vidrio), un afroamericano brillante con osteogénesis imperfecta, mal genético que desencadena que los huesos se quiebren con facilidad. Ahora desde la perspectiva del terror de encierro y los padecimientos mentales que derivan en la psicopatía, Fragmentado desarrollaba la génesis de La Bestia, una personalidad número 24 bien animalizada, y nos presentaba a Casey Cooke (Anya Taylor-Joy), una adolescente abusada sexualmente por su tío que se convertía en una de las víctimas del afligido Kevin. Hoy por fin tenemos ante nosotros a Glass (2019), la tercera parte de lo que se ha dado en llamar la Trilogía Eastrail 177 por la catástrofe ferroviaria del inicio de El Protegido, esa provocada por Elijah que dejó como saldo 131 pasajeros muertos y un solo sobreviviente, nada menos que el amigo David: en esta oportunidad Shyamalan vuelve a ratificar el prodigioso momento que está atravesando como autor luego de Los Huéspedes (The Visit, 2015) y la misma Fragmentado, ahora retomando todos los personajes principales previos en una historia que se centra en la captura y reclusión en un hospital psiquiátrico de Dunn y Crumb, donde también está encerrado Price. Allí, bajo el control de la Doctora Ellie Staple (Sarah Paulson), los tres serán sometidos a castigos varios, una medicación muy severa, una vigilancia constante -vía muchas cámaras de seguridad- y entrevistas con la médica en un contexto hiper maternalista a través del cual la mujer pretende convencerlos de que sus supuestas destrezas superhumanas son en verdad producto de un delirio compartido que posee una explicación racional (la susodicha a su vez les comunica que las autoridades le han otorgado tres días exactos para el intento de turno de reconversión psicológica express). Aquí nuevamente el cineasta lleva a cabo una disección de la arquitectura y engranajes más utilizados del universo de los cómics apelando por un lado al cariño en lo que atañe a la fuente primaria del rubro, léase las propias revistas en tanto narraciones ilustradas que nos reenvían a los relatos/ dibujos primigenios de la humanidad, y por otro lado al sarcasmo en lo que respecta al comercialismo berreta contemporáneo -símil Comic Con y mamarrachos de Marvel y DC para la gran pantalla- que inunda los mercados globales de productos lelos, caricaturescos y por demás mediocres. En este sentido Glass se ubica en el extremo opuesto del mainstream de nuestros días porque edifica seres sufrientes y escenas de genuina tensión sin recurrir a chistecitos bobos, lugares comunes dramáticos, secuencias de acción interminables y/ o una tonelada de CGI, dando a entender que el corazoncito de Shyamalan como director sigue estando en el campo de lo artesanal y los diálogos pulidos. Asimismo el señor sabe aprovechar a los secundarios en términos de enfatizar la sutil complejidad de cada uno de los tres protagonistas y sus anhelos más íntimos, colocando a Casey como el contrapunto pacífico/ “cable a tierra” de Kevin y haciendo lo propio con la madre de Elijah (Charlayne Woodard) y el hijo de David, Joseph (regresa un adulto Spencer Treat Clark), quien administra a la par de su padre un local de venta de equipamiento para la seguridad, recordemos que Dunn fue guardia en un estadio, y lo asiste en su rol de vigilante callejero. Pegándole en simultáneo a la psiquiatría, las fuerzas estatales, la industria del espectáculo y el cine de superhéroes actual, todos ejemplos perfectos de un dominio masivo amparado en dosis iguales de manipulación, mediocridad, vigilancia y marketing fraudulento, la película retoma con desparpajo y autoconciencia aquel binomio protección/ exterminio en función de un andamiaje general en verdad realista y trágico porque no cede frente a estereotipos vacuos para saciar la sed de previsibilidad de los oligofrénicos criados por la gran industria cultural, esos infradotados que viven en la ignorancia y jamás conocieron nada que evite el molde del cine chatarra escapista. La sátira ácida camuflada bajo los esquemas del drama/ thriller de manicomio, en sintonía con Shock Corridor (1963) y Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo's Nest, 1975), se transforma en un interesante recurso de denuncia sobre el sustrato despersonalizador del poder público para con los ciudadanos de a pie y sobre el influjo empobrecedor y maniqueo barato del mainstream en torno a las soluciones narrativas más recurrentes de cada período histórico: el mismo Elijah señala una y otra vez los clichés literales que podrían acumularse si estuviésemos viendo una obra estándar hollywoodense y no la creación de uno de los últimos autores que quedan dando vueltas en el sistema de los estudios, hoy subrayando que la estabilidad identitaria -o psicológica- no pasa de ser una fábula construida por los agentes del control absoluto y homogeneizador…
Sobre la responsabilidad individual La trayectoria de la realizadora norteamericana de ascendencia japonesa Karyn Kusama ha sido de lo más errática, muy en línea con lo que suele suceder hoy por hoy con muchos directores: luego de un interesante debut, Girlfight (2000), se despachó con dos propuestas bien flojas en las que definitivamente perdió el rumbo creativo cortesía del control del aparato hollywoodense, Æon Flux (2005) y Diabólica Tentación (Jennifer's Body, 2009), lo que derivó en un regreso a la independencia de la mano de la potable The Invitation (2015) y después en otra caída monumental vía su participación en un proyecto colectivo de terror francamente desastroso, XX (2017). Su última obra, Destrucción (Destroyer, 2018), termina de corregir los problemas narrativos de los diferentes trabajos previos y subraya aquello de que estábamos ante un típico caso de potencial desperdiciado ya que casi ninguno de los films anteriores calzaba del todo con el talento solapado y bastante escurridizo de Kusama. El título hace referencia a la misión fundamental de Shiva y a la Trimurti de la mitología hinduista en general (Brahmá es el Dios de la creación, Visnú el gran protector y Shiva el encargado de hacer estallar todo por los aires en el fin del mundo), alusión más que oportuna porque apunta a remarcar la influencia dañina/ devastadora de los seres humanos en su mismo entorno, suerte de masoquismo existencial que no suele dejar nada en pie en función de esa insistente fascinación con las distintas facetas de la muerte por parte de todos los hombres y mujeres. El maravilloso film adopta el formato de los policiales negros de redención poniendo el acento en la estela de las acciones pasadas en el presente y cómo la conciencia individual pesa -y mucho- a lo largo de los años, por más que operen sobre el intelecto la intención de olvidar, la rabia abrasadora, los paliativos químicos y/ o el resto de los recursos para autosabotearse en plan de castigo improvisado que permita lograr la paz. Hoy la historia sigue de cerca a la pobre Erin Bell (Nicole Kidman), una oficial de policía alcohólica, ninguneada por sus colegas y con una pésima relación con su hija adolescente, Shelby (Jade Pettyjohn), una joven que la acusa de negligente y abúlica por una depresión que arrastra desde hace mucho tiempo: el origen de todos sus males se remonta a unas dos décadas atrás cuando junto a su compañero Chris (Sebastian Stan) se infiltraron en una banda de ladrones de bancos y participaron de un robo que derivó en tragedia. Cuando reaparece el líder del grupo, Silas (Toby Kebbell), Erin decide saldar viejas cuentas a través de una investigación que la conducirá a reencontrarse con figuras de sus días como oficial encubierta, planteo que por supuesto nos hará testigos de hasta qué punto la angustia de la mujer, el odio hacia sí misma y el ansia por darle un cierre a todo el asunto la convertirán en un agente tanto pasivo como activo de la destrucción de turno, un ciclo fatal con delay. Kusama recupera el dejo más apesadumbrado y austero del cine indie con el firme objetivo de por un lado evitar el cancherismo infantiloide del mainstream del rubro y por otro lado colocar a Kidman delante de todo, no como el tradicional ángel de la venganza sino más bien como una persona común que ya no puede acarrear su culpa y desea hacerse cargo de los acontecimientos de antaño: en este sentido, la realizadora administra con astucia el enigma de fondo y le saca un enorme partido a la protagonista, quien “se afea” a propósito para enfatizar que las cicatrices corporales son la representación de un pesar interno igual o incluso más profundo que lo que pueden llegar a ser las marcas del alcohol, el insomnio y la autoflagelación física. La estupenda Kidman consigue aquí literalmente uno de los mejores trabajos de su carrera y se reconfirma como una actriz gloriosa que aun en la “fase veterana” de su devenir profesional continúa eligiendo muchos papeles jugados y exigentes. El tono narrativo seco/ despojado/ ascético de Kusama, algo así como el primo suburbial y mugroso de su homólogo de The Invitation, se acopla perfecto a la tensión escalonada de tantas escenas y también a los instantes dramáticos vinculados a la necesaria introspección de Bell, aunque sin nunca abusar porque el eje de la faena es el film noir de impronta suicida. Retomando lo dicho con anterioridad, hoy la fuerza de la conciencia muta en una responsabilidad que jamás se diluye y sigue mancillado la psiquis por ese detalle -como mortales que somos- centrado en el hecho de que no podemos deshacer el pasado, circunstancia que nos pone a diario frente a la tarea de llevar la mochila de lo considerado doloroso/ irresuelto hasta eventualmente tener que decidir si continuamos trasladándosela a otros, en esencia a nuestro círculo íntimo, o si buscamos una salida que quizás implique la propia inmolación a sabiendas del rol jugado en el colorido desastre que nos atormenta…
La sombra paterna Ver Creed II (2018), protagonizada, escrita y producida por Sylvester Stallone, es una experiencia equivalente a escuchar un cover de una canción que ya conocemos de memoria y que supimos disfrutar en un pasado bastante remoto, aunque con la gran salvedad de que el ejecutante es un veterano que domina todos los gajes del oficio y contagia su destreza a sus compañeros. Por supuesto que Creed: Corazón de Campeón (Creed, 2015) es mejor película y que asimismo nada de la saga jamás consiguió superar a aquel pequeño film independiente intitulado Rocky (1976), pero hay que reconocer que esta suerte de remake implícita y combinada entre la propuesta anterior y Rocky IV (1985) por lo menos posee un corazón enorme que saca a flote la fórmula -el hijo de Iván Drago contra el hijo de Apollo Creed, con Balboa como entrenador- y hasta nos regala una obra cargada de humanismo. Muy lejos de la despersonalización hiperbólica del opus de 1985 para con el villano, aquel monstruo soviético interpretado por Dolph Lundgren y producto de la perspectiva chauvinista norteamericana de la Guerra Fría, en esta oportunidad Creed II -acorde con los tiempos que corren- ofrece un retrato bastante amable tanto de Drago (vuelve Lundgren) como de su vástago Viktor (Florian Munteanu), el primero con ganas de luchar contra el hijo de Apollo, Adonis Johnson (Michael B. Jordan), para recuperar el respeto que perdió en su tierra natal por la derrota contra el personaje de Sly y el segundo por la simple idea de contentar a su padre, ganar posiciones en el mundo del boxeo y concretar una venganza indirecta contra Rocky por haber desencadenado además que su madre y la esposa de Iván, Ludmilla Drago (regresa la tremenda Brigitte Nielsen), los haya abandonado de inmediato. Ya sin el director y guionista de la primera propuesta en el horizonte, Ryan Coogler, el septuagenario Stallone y su testaferro en la silla del realizador, Steven Caple, manejan con sumo cuidado y dedicación la premisa de base, léase el ansia maquillada de revancha de Johnson contra un Iván que mató a su padre arriba del ring 33 años atrás, condimentándola incluso con el nacimiento de la hija de Adonis y su pareja Bianca (Tessa Thompson), una beba que hereda los problemas auditivos de su madre. El desarrollo es el mismo de siempre con un match inicial en el que Johnson, ahora campeón de los pesos pesados, recibe una soberana paliza a manos de Viktor luego de un entrenamiento en el que Rocky se negó a participar, y una segunda pelea en Moscú en la que Balboa sí prepara al muchacho, tan magullado en su orgullo como a nivel físico por el generoso poder de los golpes del ruso. Lo mejor que se puede decir de Creed II es que se toma su tiempo para cada una de las situaciones planteadas, edifica un desarrollo astuto de personajes y -gracias al detallismo y el gran desempeño del elenco- logra que nos interese el destino de los protagonistas, en esencia individuos reales en un mundo auténtico repleto de injusticias y salidas varias azarosas. En una época hegemonizada por productos mainstream anodinos, huecos y con una estética e idiosincrasia símil plástico digital que ni siquiera resultan exitosas en el ámbito de la nostalgia porque sólo generan rechazo por su sustrato estéril y cosificante, la verdad es que uno puede obviar que la fotografía poco imaginativa de Kramer Morgenthau deja mucho que desear en las peleas y que desde ya todo el derrotero es más previsible que un novelón de la tarde, lo que por otro lado pone de manifiesto la necesidad de una vuelta al naturalismo formal de antaño -como el aquí desplegado- y los buenos dividendos dramáticos que sigue entregando el antiquísimo recurso de apelar a la sombra paterna, tanto la que abarca la dupla Adonis/ Apollo como su homóloga Viktor/ Iván, dos caras de una misma moneda que hoy es exprimida con perspicacia, serenidad y bastante coherencia…
El testigo es protagonista y viceversa Malos Momentos en el Hotel Royale (Bad Times at the El Royale, 2018) es una de esas películas que bajo una carcasa compleja ofrece un núcleo bien sencillo, terreno ya explorado por el director y guionista Drew Goddard en su otro trabajo como realizador, su ópera prima La Cabaña del Terror (The Cabin in the Woods, 2012), obra también muy interesante que jugaba con las expectativas del espectador y los engranajes narrativos paradigmáticos del medio para subvertirlos de a poco. Aquí retoma la premisa de Eran Diez Indiecitos (Ten Little Indians aka And Then There Were None), la legendaria novela de Agatha Christie de 1939, para combinarla con elementos del cine de los hermanos Joel y Ethan Coen, Robert Altman, Brian De Palma y el primer Quentin Tarantino, ese que sí valía la pena y todavía no se había sumergido en una catarata insoportable de estereotipos gastados: lo que tenemos ante nosotros es el encuentro de siete personajes en el hotel del título, ubicado/ construido justo en la frontera entre Nevada y California, a lo largo de una noche de 1969 en la que los secretos y la sangre se moverán al compás del film noir clásico. Goddard recurre a la estructura general de los relatos corales y apuesta a una introducción misteriosa, un nudo más volcado al desarrollo de personajes y un segmento final en el que terminan de confluir todas las líneas argumentales centradas en los siete protagonistas: tenemos al sacerdote católico Daniel Flynn (Jeff Bridges), la cantante de soul Darlene Sweet (Cynthia Erivo), la bella y arisca señorita Emily Summerspring (Dakota Johnson), su hermana adolescente y amoral Rose (Cailee Spaeny), el vendedor de aspiradoras Laramie Seymour Sullivan (Jon Hamm), el empleado multifunción del hotel Miles Miller (Lewis Pullman) y el enigmático líder de una secta Billy Lee (Chris Hemsworth). La historia en sí comienza con la llegada de Flynn, Sweet, Summerspring y Sullivan en condición de huéspedes y la pronta revelación de que Laramie en realidad es un agente del FBI llamado Dwight Broadbeck y enviado a retirar una serie de micrófonos plantados en un cuarto, lo que deriva en el descubrimiento de que Miller es un pobre adicto a la heroína y que existe un corredor oculto con vidrios de un solo sentido que permiten ver y filmar a los visitantes. Mientras Darlene ensaya solitaria su canto y el clérigo extrae los tablones del piso de su habitación en lo que parece estar vinculado a un asalto de antaño, Laramie/ Dwight termina asesinado cuando intenta rescatar a una Rose secuestrada por su propia hermana Emily, quien no sólo revienta de un escopetazo al agente del FBI sino que también dispara contra el vidrio espejado al escuchar sonidos delatores, deformándole el rostro a un Miles que estaba espiando toda la escena. El guión de Goddard pone el acento en simultáneo en las historias de vida de cada personaje, las cuales se van desplegando frente a nuestros ojos vía flashbacks y las acciones de los susodichos en el presente, y en el “gancho económico” que representa un bolso con dinero robado, escondido debajo de uno de los cuartos -diez años atrás- por el hermano de un Flynn que atraviesa las fases iniciales del mal de Alzheimer; a lo que además se suma la existencia de un rollo de film candente sobre un affaire de una figura política fallecida, que bien podría ser Robert F. Kennedy, y la aparición en el último tramo del relato de Billy Lee, un profeta desquiciado en la tradición de Charles Manson. Un gran punto a favor del realizador es que evita los dos principales modelos narrativos habituales en el caso de las películas en mosaico, esquivando tanto a personajes soberbios que piensan que se las saben todas como a perdedores que se aferran a la última esperanza de salir airosos en la vida: en esto tiene que ver el hecho de que Goddard no abusa para nada de los momentos cómicos -los hay, pero generalmente son de humor negro y/ o sutil- y se inclina en cambio hacia un devenir sorprendentemente apaciguado y de impronta retro que gira alrededor de seres humanos más o menos “comunes” y con problemas bien mundanos relacionados con el dinero, la salud, la familia, el amor, el trabajo y las distintas vocaciones involucradas. Sin embargo la propuesta dista mucho de ser perfecta porque arrastra diversos baches en su progresión y un desenlace algo fallido en donde no se termina de aprovechar a un Hemsworth que estaba para edificar un villano más sádico y destructor, quedándose en última instancia en una suerte de versión light -y tirada a esas caricaturas bobaliconas tarantinescas recientes- de un psicópata manipulador promedio. Incluso así, asimismo con un metraje desmesurado de 141 minutos en los que se podría haber prescindido de una media hora, Malos Momentos en el Hotel Royale logra ofrecer una experiencia en ocasiones fascinante e hipnótica con un primer acto en verdad magistral, léase un puñado de secuencias que sin duda se ubican entre lo mejor del año por su extraordinaria amalgama entre un suspenso a lo De Palma, las ironías propias de los hermanos Coen y hasta la paciencia respetuosa de Altman. Como todo buen relato coral, el opus de Goddard una y otra vez convierte al testigo ocasional de tal o cual situación en el protagonista de la siguiente viñeta y viceversa, armando un ciclo retórico atrapante que saca a relucir el carácter azaroso y a la vez causal del fluir cotidiano mientras recibe una generosa ayuda de la excelente fotografía de Seamus McGarvey, un trabajo fenomenal por parte del diseñador de producción Martin Whist y una maravillosa banda sonora repleta de clásicos de la década del 60 y en especial de canciones del inagotable manantial del enorme Phil Spector. Tan oscura y apesadumbrada como elegante y en cierta forma lúdica, la película entrega un insólito y poderoso estudio de personajes que podría haber sido mucho más despampanante y certero aunque de por sí mantiene la tensión gracias a un andamiaje vintage que sabe combinar todas las perspectivas alternativas con algunas referencias a Identidad (Identity, 2003) y un detallismo pocas veces visto en el cine contemporáneo…
Otras arañas recicladas Cuesta creerlo pero ya estamos ante la séptima entrega de El Hombre Araña (Spider-Man) y el cuarto intento de relanzar la saga en poco más de tres lustros, lo que pone de manifiesto no sólo la obsesión del mainstream con los personajes más infantiloides del acervo de los cómics sino también su enorme incapacidad -e impaciencia voraz- en materia de construir un arco narrativo coherente que pueda ser desarrollado a lo largo de los años. Spider-Man: Un Nuevo Universo (Spider-Man: Into the Spider-Verse, 2018) se ubica en una región cualitativa intermedia entre los flojas películas de Sam Raimi de la década pasada con Tobey Maguire -más la también olvidable obra de Jon Watts del 2017 protagonizada por Tom Holland- y aquel interesante díptico -mucho más oscuro que el promedio habitual- de Marc Webb con Andrew Garfield en el rol del muchacho picado por una araña radioactiva. Aquí el proyecto está encabezado por el guionista y productor Phil Lord, conocido por las entrañables Lluvia de Hamburguesas (Cloudy with a Chance of Meatballs, 2009) y La Gran Aventura Lego (The Lego Movie, 2014) y las horrendas Comando Especial (21 Jump Street, 2012) y su secuela del 2014, un señor que decidió crear un film de animación respetando en parte la estética de las historietas. La trama se resume en la muerte de Peter Parker a manos del capomafia Wilson Fisk/ Kingpin y su reemplazo por el adolescente latino Miles Morales, quien desde ya es mordido por otra araña. Como el villano construyó un acelerador de partículas para acceder a universos paralelos con el objetivo de recuperar a su esposa e hijo muertos, el asunto deriva en la llegada de cinco superhéroes arácnidos que intentarán regresar a sus respectivas dimensiones mientras Morales lidia con sus poderes. Dicho de otro modo, la propuesta funciona como una gigantesca excusa para introducir un enfoque autoparódico relativamente sutil y sumar la presencia de los cinco semi duplicados alternos del paladín, léase Peter B. Parker, una versión avejentada, divorciada y panzona, Gwen Stacy/ Spider-Woman, la infaltable encarnación sexy femenina, Spider-Man Noir, un héroe monocromático símil policial negro, Spider-Ham, una caricatura de un cerdo que habla, y Peni Parker, una versión anime de Spider-Man que controla un mecha conocido como “SP//dr”. Si bien el leitmotiv de los universos paralelos está hiper quemado por un Hollywood -y una industria cultural en general- a los que no se les cae una idea al momento de unificar con astucia distintas líneas narrativas, se puede decir que la artimaña no resulta tan molesta como cabría esperar gracias a detalles varios de comedia old school de enredos. Los puntos a favor de la obra pasan por su impronta un poco más tétrica que la del grueso de los opus en live action, personajes más contradictoriamente humanos, un mayor número de los mismos, algunos chistes eficaces y una secuencia final bastante psicodélica y agitada; dejando para el campo de lo negativo una duración muy excesiva de casi dos horas, un tono por momentos meloso, una corrección política demasiado rutinaria (se incorporan etnias o grupos sociales más que protagonistas), una animación híbrida artesanal/ CGI que nunca termina de convencer y en especial un cansancio conceptual innegable para con el personaje creado por Stan Lee y Steve Ditko. El encadenamiento interminable de productos más o menos anodinos de Marvel le juega muy en contra a un film como el presente ya que si hubiera llegado antes de la ristra de bodrios de las últimas décadas podría haber marcado otro horizonte para el género agotado de los superhéroes, por lo menos intentando recuperar el fluir aventurero de los cómics originales y dejando de lado la trivialidad melodramática sarcástica que enterró al rubro en ese fango de la mediocridad reciclada e intercambiable…
Steampunk venido a menos Francamente una de las caídas en desgracia -en términos cualitativos y de estima masiva- más estrepitosas del ámbito cinematográfico anglosajón fue la de Peter Jackson, aquel realizador neozelandés que comenzó su carrera regalándonos clásicos del terror clase B como las geniales Mal Gusto (Bad Taste, 1987), El Mundo de los Feebles (Meet the Feebles, 1989) y Braindead (1992) y propuestas muy interesantes como Criaturas Celestiales (Heavenly Creatures, 1994) y Muertos de Miedo (The Frighteners, 1996). A partir de la trilogía de El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings), obras que por cierto todavía conservaban bastante de la prodigiosa chispa creativa de antaño, al señor le picó mal el bicho del gigantismo bobalicón y todo lo que ha estado ofreciendo desde entonces cayó en el campo de lo pomposo remanido y pueril que invita a perder rápido la paciencia. Como si se tratase de un cine “serio” que no logra renunciar a clichés hiper quemados del melodrama más light y motivos vacuos del género en cuestión, trabajos como King Kong (2005), Desde mi Cielo (The Lovely Bones, 2009) y sobre todo la trilogía de El Hobbit (The Hobbit) rankean en punta entre los productos más soporíferos y banales que haya entregado un cineasta otrora maravilloso, especie de caricaturas de films propios de épocas mucho mejores y más sinceras. Así las cosas, Máquinas Mortales (Mortal Engines, 2018) continúa esta colección de mega fracasos inflados y ahora encuentra al susodicho en el doble rol de guionista/ productor y hasta se podría decir que el que eligió para dirigir, Christian Rivers, un experto en storyboards y diseño visual con el que viene colaborando desde hace años, funciona más como un testaferro de Jackson que como un realizador con verdadero control. La película en sí es otra adaptación de otra de estas franquicias literarias adolescentes que durante las últimas décadas han proliferado en todo el globo como plaga uniformizadora y homogénea: en el contexto de un steampunk muy venido a menos, tenemos un mundo postapocalíptico dominado por ciudades que se mueven cual maquinarias enormes de la Revolución Industrial británica del Siglo XIX y que necesitan fagocitar a otras metrópolis para seguir subsistiendo bajo una lógica imperialista bien literal, con Londres como la principal urbe “glotona” de un planeta con recursos muy escasos. Una chica con el rostro marcado por una generosa cicatriz, Hester Shaw (Hera Hilmar), debe aliarse a un par de personajes al paso, el tonto Tom Natsworthy (Robert Sheehan) y la rebelde Anna Fang (Jihae Kim), para detener al tirano de turno, Thaddeus Valentine (el gran Hugo Weaving), quien para colmo asesinó a su madre, y para evitar que ponga en funcionamiento un arma de destrucción masiva que planea utilizar contra los enemigos de las ciudades con ruedas. Como ya se ha dicho en innumerables ocasiones en la web, la propuesta es una mezcla para nada original ni atractiva ni coherente de El Increíble Castillo Vagabundo (Hauru no Ugoku Shiro, 2004), Los Juegos del Hambre (The Hunger Games, 2012) y Mad Max: Furia en el Camino (Mad Max: Fury Road, 2015), todo combinado en una coctelera sin la más mínima sutileza. Los únicos elementos realmente potables de Máquinas Mortales son la presencia de Weaving y el fluir visual general, que compensa las nulas ideas novedosas con CGIs en verdad majestuosos en lo que atañe a algunas secuencias en particular y el diseño de las metrópolis portátiles. El trabajo del elenco es correcto pero los personajes son demasiado unidimensionales como para que alguien se interese en su destino, lo que resulta de por sí doloroso porque se notan las buenas intenciones de Jackson y compañía y cierto objetivo de fondo de revalorizar las epopeyas de aventuras a la vieja usanza, aunque hoy sin redondear un producto digno, astuto, entretenido o valioso en algún aspecto, el que sea…