La intercambiabilidad contemporánea Y pensar que hasta no hace mucho tiempo la Clase B en el ecosistema audiovisual era un refugio para ver cosillas truculentas que el mainstream lelo no se animaba a mostrar, para descubrir nuevos talentos que ya asomaban sus cabezas con frenesí y para repensar las mismas posibilidades del séptimo arte -especialmente el cine de género- de la mano de una anarquía que escupía furia y fuego hacia todos lados, un panorama que se terminó licuando con el advenimiento del formato prolijito digital y con el fin de la Guerra Fría o eclosión de la globalización, por ello hoy por hoy padecemos en simultáneo el achatamiento discursivo, el infantilismo, la redundancia y la franca estupidez tanto del mainstream más pomposo como del indie de pretensiones minimalistas o artísticas de todo el maldito planeta, basta con tener presente que en el Siglo XXI no cuesta nada igualar en su condición de chatarra insalvable a los bodrios millonarios de Marvel o Disney, las comedias de Netflix con Adam Sandler y Jennifer Aniston, los tanques lastimosos de todo el cine ruso post soviético, los excrementos que genera Europa copiando al milímetro las fórmulas narrativas del acervo estadounidense ultra bobalicón, el carácter igualmente indistinto del grueso de los bodrios que van a parar al circuito de festivales internacionales -sean unos certámenes “ilustres” o especializados en cine popular- y la catarata de mamarrachos de exorcismos y posesiones que producen Latinoamérica y España año a año, por cierto uno más insufrible que el otro. Precisamente como en el nuevo milenio todas las nacionalidades y todas las vertientes o ramas del séptimo arte se entrelazan, aburren y se confunden en su levedad antiintelectual y/ o pasatista, cada vez sucede más seguido que una película claramente destinada al circuito de distribución marginal -antes las salas orientadas al exploitation y en los 80 y 90 el “directo a video”, hoy el streaming a escala macro- se estrena en multicines tradicionales y ello a nadie le llama la atención porque en el reino de lo anodino la intercambiabilidad es la soberana absoluta. Winnie the Pooh: Miel y Sangre (Winnie the Pooh: Blood and Honey, 2023), escrita y dirigida por el británico Rhys Frake-Waterfield, es un claro ejemplo de este contexto industrial ya que no sólo se estrenó en salas sino que explotó a nivel comercial -y con ganancias, evidentemente, ya que costó cien mil dólares y lleva recaudados en taquilla cuatro millones- el pase a dominio público en Estados Unidos en 2022 del célebre libro original infantil de 1926, escrito por Alan Alexander Milne alias A.A. Milne e ilustrado por Ernest Howard Shepard alias E.H. Shepard, un trabajo literario popularizado en el mundo no anglosajón mediante esa franquicia de Disney que empezase con el corto Winnie Pooh y el Árbol de la Miel (Winnie the Pooh and the Honey Tree, 1966), de Wolfgang Reitherman, y aquel largometraje Las Aventuras de Winnie Pooh (The Many Adventures of Winnie the Pooh, 1977), codirigido por el alemán Reitherman y el norteamericano John Lounsbery. Winnie the Pooh: Miel y Sangre es un producto Clase B pobretón que retoma de manera literal los comienzos del slasher luego de la simplificación yanqui de los engranajes del giallo, hablamos de las vertientes misántropa a lo Las Colinas Tienen Ojos (The Hills Have Eyes, 1977), de Wes Craven, y La Masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, y esa cuadrada/ tontuela/ cavernícola símil Martes 13 (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham, y Halloween (1978), de John Carpenter. La historia prácticamente no existe y apenas si se concentra en un prólogo en el que Pooh, Puerquito/ Piglet y sus compinches traban amistad con una versión infantil de Christopher Robin, quien les da de comer y eventualmente los abandona para ir a la universidad, provocando que tengan que recurrir a un hilarante canibalismo que empieza por el burro Ígor/ Eeyore y los lleva a odiar a la humanidad con ahínco. Desde ya que el pelmazo de Robin (Nikolai Leon) regresa cinco años después de terminar sus estudios al Bosque de los Cien Acres sin saber nada de esto y termina siendo torturado a latigazos por su otrora mejor amigo, un Winnie the Pooh antropomorfizado y monstruoso que optó por no hablar más (Craig David Dowsett) porque ahora lo importante es ser un homicida indestructible en complicidad con Puerquito (Chris Cordell), hoy un engendro del averno que se parece a un jabalí y gusta de estrangular con una cadena a la noviecita de Christopher hasta matarla, Mary (Paula Coiz). Frake-Waterfield, prolífico productor que mutó en realizador para este y bodrios previos como El Incidente del Área 51 (The Area 51 Incident, 2022), El Árbol Asesino (The Killing Tree, 2022) y Firenado (2023), centra el grueso de la masacre en un grupito de chicas que alquila una cabaña en el Bosque de los Cien Acres que tienen en común ser amigas de María (Maria Taylor), nuestra “final girl” reglamentaria que por supuesto ya viene de una experiencia anterior de acoso a instancias de un sexópata del montón (Cordell de nuevo), sin embargo el director y guionista no logra redondear una propuesta amena porque las actuaciones del elenco son muy malas, los diálogos hiper estúpidos, la puesta en escena deja bastante que desear y la fotografía en general de Vince Knight y la edición del mismo Frake-Waterfield exudan una torpeza enorme, como si se hubiesen apurado a finiquitar el producto para que nadie les gane de mano en esto de ensuciar la memoria popular en torno a personajes de por sí ñoños y banales, idea bienvenida que en cierto sentido consigue honrar, por otro lado, a través de algo de carne femenina a la intemperie, una buena dosis de gore, una tanda de detalles grotescos y unas máscaras para Pooh y Puerquito que a veces están bien y en otras ocasiones son un desastre. Como decíamos antes, la ineficacia del indie desabrido planetario no es más que un reflejo de la ineficacia de un mainstream al que le copia todas las fórmulas en pos de inventar esa próxima franquicia para oligofrénicos…
De Bielorrusia con frenesí La saga que comenzó con John Wick (2014), faena dirigida por Chad Stahelski y escrita por Derek Kolstad, rankea en punta como uno de los últimos bastiones reales del mainstream contemporáneo en lo que respecta a entretenimiento no sólo de calidad sino puro y duro, sin concesiones patéticas o sonsera alguna de corrección política, tibieza formal, jugada burda de marketing, manotazo de ahogado a escala narrativa o pavada del rubro que sea orientada a dejar contentos a todos los segmentos de un público masivo y muy heterogéneo, algo que lamentablemente sucede con la enorme mayoría de los productos de la industria cultural actual ya que al pretender abarcar tanto aprietan muy poco cual obra sin coherencia ni vigor ni astucia, engendros que apuntan a todos los espectadores y por ello caen hundidos bajo el peso de su propia impersonalidad o sustrato anodino y extremadamente inofensivo, hueco. Si bien el enfoque minimalista exacerbado de Kolstad resulta fundamental, un profesional que sinceramente no hizo mucho más por fuera de la franquicia que nos ocupa, la similar e inferior Nadie (Nobody, 2021), de Ilya Naishuller, y un par de colaboraciones olvidables con Dolph Lundgren, léase Asesinos en la Mira (One in the Chamber, 2012), de William Kaufman, y Entrega Explosiva (The Package, 2012), opus de Jesse V. Johnson, los que se terminan llevando las palmas son siempre Keanu Reeves como el sicario indestructible titular, actor que con los años ha sabido madurar con gracia y acomodarse muy bien a sus posibilidades interpretativas sin pretender inflar su pedigrí ni derrapar en los típicos delirios egocéntricos de la fama, y el mismísimo Stahelski en lo que respecta a la puesta en escena de las estupendas secuencias de acción, una y otra vez garantizando que la vertiginosidad de vieja escuela -edición sosegada de por medio, sin tantos cortes- sea la estrella del film. La llegada de la tercera secuela, la genial John Wick 4 (John Wick: Chapter 4, 2023), ahora por primera vez sin Kolstad y con un guión de Shay Hatten y Michael Finch, nos deja todo servido para afirmar que la presente y el eslabón anterior, John Wick 3: Parabellum (John Wick: Chapter 3- Parabellum, 2019), pueden no llegar al nivel de los dos primeros e insuperables eslabones de la saga, hablamos del film del 2014 y John Wick 2 (John Wick: Chapter 2, 2017), no obstante esta última dupla sigue siendo prodigiosa si la comparamos con prácticamente cualquier otra cosa que tenga para ofrecer el mainstream del Siglo XXI, atiborrado de unos CGIs que Stahelski y su director de fotografía, el danés veterano Dan Laustsen, ese mismo de los dos capítulos previos y colaborador asiduo de Guillermo del Toro como lo demuestran La Cumbre Escarlata (Crimson Peak, 2015), La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017) y El Callejón de las Almas Perdidas (Nightmare Alley, 2021), dedican exclusivamente a tomas difíciles y/ o situaciones esplendorosamente surrealistas y siempre vinculadas al frenesí brutal e hiper masculino de todas las secuencias de acción. La historia, nuevamente, es microscópica y arranca con la ejecución en el vasto desierto de Marruecos por parte de Wick del único regente que se ubica por encima de The High Table (George Georgiou), preámbulo a su traslado al Hotel Continental de Osaka, en Japón, en busca del amparo del manager y amigo Shimazu Koji (Hiroyuki Sanada), quien termina asesinado por un sicario ciego nipón, Caine (Donnie Yen), que está siendo extorsionado por el villano de turno, el Marqués Vincent de Gramont (Bill Skarsgård), emisario de The High Table con la misión de resolver definitivamente el “problemilla” de legitimidad/ autoridad desencadenado por el protagonista dentro de este sindicato criminal de alcance planetario. Kolstad puede haber desaparecido aunque la distribuidora Lionsgate y las tres compañías productoras, Summit Entertainment, Thunder Road Pictures y 87Eleven Productions, mantienen todos los pivotes cruciales en su exacto lugar y por ello regresan el rey delictivo marginal del infatigable Laurence Fishburne, ese manager de la sucursal neoyorquina del Continental en la piel de Ian McShane, un Winston Scott que es despojado de sus dominios por no saber frenar a Wick, e incluso aquel conserje imperturbable que supo componer el recientemente fallecido Lance Reddick, el elegante Charon, amén de novedades varias como un par de colegas sicarios que hacen las veces de criaturas ambiguas, ese Caine a lo Zatoichi y un cazarrecompensas negro que nunca se aparta de su perro, bautizado Señor Nadie (Shamier Anderson). Al igual que el cine popular de antaño y todo el cine de género valioso en general, la frutilla de la torta de John Wick 4 se resume en los antagonistas, aquí siguiendo la línea sutilmente caricaturesca de la tercera parte ya que al refinamiento cruel y ultra ególatra del personaje del perfecto Skarsgård se suman la rigurosidad de su “mano derecha” de ascendencia latina, Chidi (el chileno Marko Zaror), y el carácter decididamente grotesco de un jerarca de alto orden con base en Berlín, el gigantón con dientes de oro Killa (Scott Adkins), al cual John debe liquidar para ser aceptado de nuevo en el clan mafioso bielorruso y así poder retar a un duelo al franchute aristocrático, idea de un Scott deseoso de venganza porque el testaferro de The High Table mató a Charon y destruyó su preciado hotel. Si bien el querido Clancy Brown no cuenta con el perfil de luminarias previas que han participado con pequeños roles en la franquicia, como Anjelica Huston o Franco Nero, aquí el susodicho se luce como el Heraldo, un burócrata lacónico que supervisa al marqués. Stahelski, un gran experto en stunts que se desempeñó bajo las órdenes de Alex Proyas, John Carpenter, Sam Raimi, Jean-Pierre Jeunet, Barry Sonnenfeld, Joel Schumacher, Lee Tamahori, Stephen Sommers, Doug Liman, Joss Whedon, Zack Snyder, Sylvester Stallone, Joseph Kosinski, Robert Rodríguez, James Mangold y las hoy por hoy hermanas Lana y Lilly Wachowski, posee la inteligencia suficiente para no abusar del sentimentalismo o el melodrama baladí a lo largo de las casi tres horas de metraje y para entregarnos escenas frenéticas sublimes como aquellas refriegas en Osaka, Berlín y París, en este último caso luciéndose con tomas secuencias cenitales bien opresivas, una batalla campal alrededor del Arco del Triunfo y un ascenso bastante sarcástico hacia la Basílica del Sagrado Corazón, sede del duelo del desenlace. John Wick 4, en este sentido, está un poco más volcada hacia la arquitectura dramática y referencial del spaghetti western y del chanbara u odiseas de samuráis, sobre todo por la dialéctica de los cazarrecompensas leonianos y la importancia que tienen las katanas en los enfrentamientos, sin embargo siguen estando en primer plano las alusiones explícitas a Jean-Pierre Melville, el cine de aventuras, James Bond/ 007, el wuxia o acervo chino de artes marciales, el neo film noir de los 60 y 70, los cómics para adultos, Sam Peckinpah, el cine de yakuzas de Kinji Fukasaku, la súper acción ochentosa, el anime, Nicolas Winding Refn, las fábulas posmodernas, el slasher, el poliziottesco, John McTiernan, la Matanza Heroica de John Woo y Ringo Lam, las obras de espionaje de la Guerra Fría, la comedia negra, el cine gore, Luc Besson, los “first-person shooters” del enclave de los videojuegos y desde ya las recordadas coreografías de Yuen Woo-ping para The Matrix (1999), joya de las Wachowski en la que Stahelski ofició de doble de Reeves…
Las pavadas ya no son lo que eran Como suele ocurrir con el gigantesco volumen de películas mediocres de nuestros días y el desfasaje en general entre expectativas y realidad concreta, lo que generó Oso Intoxicado (Cocaine Bear, 2023), el film dirigido por Elizabeth Banks y escrito por Jimmy Warden, en ciertos sectores del público cinéfilo durante el período previo a su estreno resulta mucho más interesante que la película resultante en sí, esa que ya se podía anticipar tranquilamente mediante el tráiler y la costumbre del Hollywood bobalicón actual de resumir de manera hiper redundante toda la propuesta en cuestión en poco más de dos minutos, arruinando cualquier sorpresa por venir y describiendo milimétricamente el producto masivo de turno. Más allá de la ingenuidad de los consumidores de géneros a veces hermanados como el terror, la comedia y los thrillers, quienes en esta ocasión volcaron en las redes sociales su inusitado entusiasmo por la epopeya ya sea a raíz del clásico adagio semi mentiroso del séptimo arte, “inspirada en hechos reales”, o debido a la delirante premisa de la realización, aquello de un oso ingiriendo kilos y kilos de cocaína que fue arrojada desde un avión por narcos ochentosos, lo cierto es que el interés y la difusión artesanal del film, vía el boca a boca, fueron verdaderos y nos hablan de la ausencia de productos en la industria cultural contemporánea que satisfagan la simple necesidad de entretenimiento desfachatado modelo segunda mitad del Siglo XX, todo debido a la aburrida dictadura de la corrección política que castró en gran medida al humor mainstream al punto de domesticarlo y casi asesinarlo. Sinceramente lo único que Oso Intoxicado toma del caso real de 1985 es su esencia, léase la muerte por sobredosis de un oso negro del Bosque Nacional Chattahoochee-Oconee, una reserva natural protegida por el Estado, que ingirió unos cuantos kilos de cocaína que había sido arrojada por Andrew C. Thornton II, un ex oficial de narcóticos del Departamento de Policía de Lexington, Kentucky, reconvertido en traficante de drogas que junto a un ignoto cómplice pilotaba un avión ligero con 40 fajos de cocaína colombiana, cargamento que tuvieron que arrojar debido al peso de ambos hombres más la droga, situación ridícula que encima derivó en el fallecimiento de Thornton porque su paracaídas no se abrió en lo que podría haber sido un golpe y desvanecimiento previo al salto o una falla en el paracaídas o el hecho de haber quedado atrapado en el mismo durante la caída. Todo transcurre en ese 1985 luego del óbito de Thornton (Matthew Rhys) y su avión estrellado, por ello coinciden en Chattahoochee-Oconee una serie de personajes que incluyen a una madre y su hija, Sari (Keri Russell) y Dee Dee (Brooklynn Prince), el amigo de esta última Henry (Christian Convery), un par de narcos, Eddie (Alden Ehrenreich) y Daveed (O’Shea Jackson Jr.), el padre de Eddie, Syd White (Ray Liotta), un detective veterano, Bob (Isiah Whitlock Jr.), su compañera Reba (Ayoola Smart), la guardabosques Liz (Margo Martindale), el “inspector del bosque” Peter (Jesse Tyler Ferguson), un pandillero bastante afeminado, Stache (Aaron Holliday), y dos excursionistas foráneos, Elsa (Hannah Hoekstra) y Olaf (Kristofer Hivju). Al igual que casi todo el cine de género de nuestro lastimoso Siglo XXI, Oso Intoxicado pretende dejar contentos a todos los sectores del público y por ello se abre camino como un engendro sin alma que paradójicamente no deja contento a nadie, por un lado retomando ingredientes del horror de monstruos, las aventuras, la comedia negra, el western clásico, el melodrama y la sátira social muy leve y por el otro lado sin jamás definirse entre el trash de Garras de la Muerte (Grizzly, 1976), de William Girdler, exploitation explícito de Tiburón (Jaws, 1975), de Steven Spielberg, la fábula semi ecológica de Profecía Maldita (Prophecy, 1979), de John Frankenheimer, en este caso un rip-off tangencial de Alien (1979), de Ridley Scott, la locura humana en relación a la naturaleza de Grizzly Man (2005), gran documental de Werner Herzog sobre los activistas lunáticos Timothy Treadwell y Amie Huguenard, quienes de hecho terminaron devorados por uno o varios osos pardos, y las aventuras de supervivencia de El Renacido (The Revenant, 2015), de Alejandro González Iñárritu, faena sobre aquel periplo de Hugh Glass (Leonardo DiCaprio) que ya había sido adaptado al cine en Furia Salvaje (Man in the Wilderness, 1971), de Richard C. Sarafian. Quizás el mayor problema de Oso Intoxicado no es el sustrato anodino de un relato coral demasiado forzado y olvidable sino su carácter de película de un solo chiste que se agota rápido, y por supuesto el flojo guión de Warden, su segundo trabajo luego de la fatua La Niñera: Reina Letal (The Babysitter: Killer Queen, 2020), de Joseph McGinty Nichol alias “McG”, tampoco ayuda. La película no es graciosa ni terrorífica ni inteligente, sólo pasable y tontuela sin llegar a ser buena ni el desastre que prometía el tráiler, en este sentido la decisión de presentar al oso asesino mediante CGI resulta muy contraproducente porque el animal siempre se percibe como extremadamente falso, sin la materialidad de los estupendos animatronics que dominaban la industria cultural y el cine de horror de cadencia gore en el período en el que transcurre la trama, la década del 80, así por milésima vez nos vemos obligados a repetir que el Hollywood palurdo actual desperdicia lo que era una oportunidad cantada/ evidente para homenajear el bello arte de los practical effects y sobre todo las marionetas, prótesis, disfraces, maquillaje y títeres robóticos varios, algo que -por ejemplo- sí se llevó adelante en la también reciente y mucho más disfrutable Unwelcome (2022), opus muy digno del irlandés Jon Wright de impronta Clase B hasta la médula que conseguía despertar unas cuantas sonrisas utilizando marionetas artesanales para sus muchos leprechauns psicópatas. Privados completamente de la dimensión verista del oso, el cual de todos modos no está retratado como un monstruo cruel e imparable porque hablamos de una hembra con dos crías que muta en homicida por la adicción a la cocaína, otro de los tantos “regalos” de la inmunda humanidad a un planeta moribundo, nos tenemos que conformar con las patéticas actuaciones de un elenco muy apagado, con un relato que avanza a paso de tortuga y con una previsibilidad general que hace gala de su falta de ideas novedosas y de una nostalgia tácita para con las comedias simplonas de los 80 y 90, esas que Oso Intoxicado pretende imitar sin lograrlo porque no cuenta ni con la gracia/ carisma de antaño ni con el talento para las guarradas y pavadas que tantas carcajadas provocaron a fines del Siglo XX. Banks, una directora muy mediocre como lo demuestran Proyecto 43 (Movie 43, 2013), Más Notas Perfectas (Pitch Perfect 2, 2015) y Los Ángeles de Charlie (Charlie’s Angels, 2019), se la pasa acumulando personajes sin necesidad, falla olímpicamente en humor negro e instantes de suspenso, sólo entrega una secuencia interesante en esta pretendida conjunción de terror y comedia, aquella de la llegada de la ambulancia con los paramédicos Beth (Kahyun Kim) y Tom (Scott Seiss) a la casilla del guardabosques/ centro de visitantes, y desaprovecha a Ray Liotta como un capo narco en una de las últimas odiseas del intérprete antes de fallecer en 2022 a los 67 años de edad, aquí mostrándose tan abúlico y en piloto automático como el resto de los actores en pantalla, sin nada valioso, astuto o gratificante con lo que trabajar…
La reciprocidad del dolor El mainstream actual suele concentrarse en el cine de género más aparatoso y hueco, ese que en promedio es el único que aún sigue llegando a las salas tradicionales de exhibición, y le deja los opus experimentales/ inconformistas/ aguerridos -los poquísimos que todavía subsisten- a los festivales de cine de todo el globo y los dramas y comedias clasicistas al streaming, un emporio cada día más saturado de publicidad y productos intercambiables -y cada día más parecido a la televisión por cable de las décadas del 80 y 90- que tampoco demuestra demasiado interés, algo muy evidente debido al paupérrimo nivel de calidad en general de las propuestas ofrecidas. En este contexto no hace mucho tuvimos una anomalía dramática, inteligente y de base teatral que llegó a estrenarse en todo el planeta en salas, El Padre (The Father, 2020), ópera prima del dramaturgo francés Florian Zeller que adaptaba su obra homónima del 2012 junto a Christopher Hampton y de paso generaba dos Oscars, el del Mejor Guión para él y su colega británico y el del Mejor Actor Protagónico para el enorme Anthony Hopkins, señor que en gran medida justificaba la existencia de la película mediante su estupendo desempeño como un anciano de 83 años que sufría los problemas con la memoria y los mecanismos asociativos paradigmáticos de la demencia, Anthony, así su desorientación era permanente durante la trama y cubría rostros, recuerdos y latiguillos. La puesta teatral que inspiró el film forma parte de una Trilogía Familiar de Zeller que se completa con La Madre (La Mère, 2010) y El Hijo (Le Fils, 2018), por ello salta a la luz que el amigo Florian quiso reproducir el tríptico en el séptimo arte y se propuso encarar un segundo eslabón que en realidad funciona como una precuela semi colateral de El Padre, hablamos de la obra de temática filial del 2018 cuyo resultado en pantalla es El Hijo (The Son, 2022), lamentablemente una película inferior con respecto al trabajo previo centrado casi exclusivamente en Hopkins: Peter (Hugh Jackman) es un abogado corporativo que está a punto de entrar en política al servicio de un prominente senador pero sus planes se caen a pedazos cuando aparece su ex esposa, Kate (Laura Dern), afirmando que el vástago púber de ambos, Nicholas (Zen McGrath), está deprimido, se muestra agresivo y lleva un mes faltando al colegio, lo que eventualmente provoca que el adolescente se mude al hogar del padre y su nueva esposa, Beth (Vanessa Kirby), con la que tiene un mocoso recién nacido, Theo (Félix y Max Goddard), no obstante el asunto no mejora porque a la tendencia de cortarse los brazos con cuchillos se suman los raudos impulsos suicidas de un Nicholas que continúa ausentándose de la escuela, aislándose de todos a su alrededor y sumergiéndose en la anhedonia y una angustia que parece estar enraizada en el divorcio de sus progenitores. Desde ya que las actuaciones de Jackman y Dern son magníficas, en esencia dos veteranos del rubro que se pasearon por todos los recovecos de la industria audiovisual de las últimas décadas, no obstante el resto del elenco los sigue muy de lejos y en especial se nota lo poco que tienen para ofrecer Kirby y McGrath, la primera apenas una cara bonita y el segundo cayendo por debajo de lo que su personaje reclamaba en tanto “nene rico y tristón por la separación de sus padres”, sin embargo es posible toparse con un par de sorpresas más que agradables como ese Hugh Quarshie que compone al psiquiatra del muchacho después del primer intento de suicidio, el Doctor Harris, y el mismo Hopkins que aporta un cuasi cameo como el mencionado Anthony, padre entre sincero, abandónico y cruel de Peter y su trauma personal ya que ante el púber se ve obligado a reproducir algunas de las frases apocalípticas que su propio progenitor le dijo a la edad de Nicholas para que escarmiente. Por cada punto en contra el convite ofrece un punto a favor, pensemos por ejemplo que el metraje de más de dos horas resulta muy excesivo y contrasta con la gloriosa brevedad de El Padre, aún así la fotografía de Ben Smithard y toda la puesta en escena en general de Zeller, quien además inspiró opus mediocres de Patrice Leconte, Philippe Le Guay y Daniel Auteuil, evitan los clichés claustrofóbicos del teatro filmado y permiten que el relato respire con gran astucia. La propuesta explora tópicos candentes que se corresponden con la crisis terminal de la familia estándar de antaño desde fines del Siglo XX hasta el presente por la hipocresía que la susodicha generó a lo largo de las centurias previas y por el ensalzamiento monotemático del capitalismo para con el egoísmo más superficial y hedonista, lo que por supuesto genera un hastío mucho más temprano en lo que respecta a las obligaciones laborales, educativas, románticas y familiares de siempre, en este sentido El Hijo sopesa la ansiedad posmoderna, las múltiples tareas en simultáneo, el miedo extremo al fracaso, la falta de comunicación en la parentela, la propensión a encerrarse en burbujas, la paranoia, los clanes compuestos o de orígenes heterogéneos, la derrota tácita de la monogamia, la inoperancia total del sistema escolar, los prejuicios sociales, la solidaridad y el cariño que no bastan contra la depresión, la canalización del sufrimiento en otros sufrimientos y finalmente el patetismo de la alta burguesía o los sectores pudientes en general, cuyos dilemas parecen ridículos vistos desde el exterior de clase. Como estudio sobre la reciprocidad del dolor en un ambiente afectivo algo caníbal o de codependencia, léase ese ida y vuelta del martirio forzado por parte de aquellos que supuestamente se quieren, El Hijo está relativamente bien aunque podría haber sido un film mucho mejor con un guión menos redundante y más ambicioso y/ o valiente…
Melodrama y dinosaurios malos, malos Al contemplar un mamarracho de la talla de 65: Al Borde de la Extinción (65, 2023), faena escrita y dirigida por el dúo de Scott Beck y Bryan Woods, uno se ve en la obligación de retrotraerse en el tiempo para poder entender en qué momento Adam Driver, intérprete que supo especializarse en personajes retraídos del indie y regiones aledañas, se convirtió en un héroe de acción que puede ser relativamente creíble en pantalla -al fin y al cabo el señor sirvió dos años y ocho meses en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos- aunque siempre arrastrando cierta ridiculez porque lo suyo, pese a quien le pese, son precisamente las almas en pena que se van de un extremo al otro a nivel anímico, léase del miedo semi melancólico a la furia exaltada que todo lo puede. Antes y después de transformarse en Kylo Ren, el supuesto vástago de Han Solo (Harrison Ford) y Leia Organa (Carrie Fisher) según la trilogía que empezó con Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015), de J.J. Abrams, el evidente punto de quiebre actoral porque lo llevó a ese reconocimiento internacional que sólo la maquinaría publicitaria y marketinera de Hollywood puede ofrecer, Driver trabajó para una multitud de directores prestigiosos como Clint Eastwood, Noah Baumbach, Steven Spielberg, los hermanos Ethan y Joel Coen, John Curran, Jeff Nichols, Jim Jarmusch, Martin Scorsese, Steven Soderbergh, Spike Lee, Terry Gilliam, Scott Z. Burns, Leos Carax, Ridley Scott, Michael Mann y Francis Ford Coppola, un pedigrí envidiable tratándose de este mediocre presente de la industria cultural global. Las estupideces hollywoodenses de siempre, esas eternamente orientadas a infantilizar al público mayoritario -el más cuadrado, el menos exigente- y evadirlo de la realidad cual colección de retrasados mentales que suplican por el picahielos en la nariz, en 65: Al Borde de la Extinción están llevadas al extremo porque la premisa narrativa de base rankea en punta como una de las más idiotas del mainstream cleptómano e hiper cínico del Siglo XXI: el 65 del título hace referencia a los millones de años en el pasado, época en la que Mills (Driver), un joven piloto del planeta Somaris, convence a su esposa negra Alya (Nika King) de la necesidad de embarcarse en un viaje espacial de dos años con el objetivo de conseguir el dinero suficiente para el tratamiento/ cura de la hija de ambos, la mulata Nevine (Chloe Coleman), quien padece algún tipo de enfermedad respiratoria que sólo la prohibitiva medicina privada puede solucionar, así las cosas el tiempo pasa y durante el viaje de vuelta a Somaris la nave intergaláctica se topa con unos pequeños meteoritos que la llevan a estrellarse -oh, sorpresa- en la Tierra durante el Período Cretácico, parte de la Era Mesozoica en la que dominaban una enorme variedad de dinosaurios a los que se tienen que enfrentar nuestro piloto y la otra única sobreviviente, una niña bautizada Koa (Ariana Greenblatt) con la que no se puede comunicar porque no habla inglés, en su derrotero en conjunto hacia una montaña en la que se encuentra la otra mitad de la nave, todo a la espera de subirse a un transbordador de escape y ser rescatados gracias a una baliza de socorro. Como si se tratase de un producto Clase B de los 50 y 60 pero filtrado por el dejo familiero insoportable del cine de los años 80 y 90 en adelante, el guión de Beck y Woods parece un steampunk invertido y esterilizado y resulta demasiado repetitivo en sus encontronazos rutinarios con los reptiles, en el aburrido “descubrimiento mutuo” entre las dos personajes centrales y en las caminatas por paisajes que van desde los pantanos, pasan por los bosques y terminan en cavernas montañosas, para colmo la historia suma delirio porque la dupla debe apurar el paso ya que flota en el ambiente una cuenta regresiva apocalíptica por un gigantesco asteroide -sí, el que extinguió a los dinosaurios- que está al caer justo en la zona atravesada por Mills y Koa. Como si lo anterior fuese poco el relato está tamizado por un marco melodramático insufrible que licúa cada escena de acción con algún flashback o instante meloso porque el hombre recuerda a la adolescente Nevine, ya fallecida durante los dos años en el cosmos, y Koa, por su parte, ansía reencontrarse con sus padres debido a que Mills la convenció de acompañarlo en el viaje hacia el transbordador mintiéndole de lleno, diciéndole que sus progenitores están vivos cuando hasta el bípedo más imbécil deduciría que todos los pasajeros murieron en la colisión. Como tantos productos de la actualidad, el film pretende con desesperación dejar contentos a todos los públicos posibles y por ello construye un monstruo que coquetea con tantos géneros como gremios de espectadores existen, banalizando y/ o saboteando lo que podría hacer sido una odisea algo simpática. Entre el melodrama, las aventuras, la acción, el horror, la epopeya family friendly, el cine bélico y la ciencia ficción, 65: Al Borde de la Extinción retoma aquella convivencia con los dinosaurios de Jurassic Park (1993), de Spielberg, el motivo del antihéroe solitario y la ninfa del pirotécnico desenlace de Depredador (Predator, 1987), de John McTiernan, esas cuevas del espanto de El Descenso (The Descent, 2005), de Neil Marshall, y por supuesto la dinámica vincular de Después de la Tierra (After Earth, 2013), de M. Night Shyamalan, y aquel sustrato aventurero y esa efervescencia fantástica de Viaje a la Prehistoria (Cesta do Praveku, 1955), del enorme Karel Zeman, aunque reemplazando a las hermosas esculturas, miniaturas, títeres, mattes, disfraces, muñecos y animación en stop motion de antaño con CGIs bastante mediocres que suman artificialidad, desapego y estupidez a una realización inmediatamente descartable, que no deja nada valioso o sincero en el espectador luego de finalizada la proyección. Beck y Woods, responsables del guión de Un Lugar en Silencio (A Quiet Place, 2018), junto al director y protagonista John Krasinski, y artífices además de un par de bodrios de terror que no vio prácticamente nadie, las desastrosas Nightlight (2015) y Haunt (2019), la primera una incursión en el found footage y la segunda en el slasher, dos comarcas retóricas tan quemadas como las gestas con “dinosaurios malos, malos” símil la patética trilogía que empezó con Mundo Jurásico (Jurassic World, 2015), el film de Colin Trevorrow, aquí entregan una película lenta, redundante, poco imaginativa, a veces muy torpe, soporífera y con un Driver claramente desinteresado y una Greenblatt que sólo está en pantalla para generar empatía en el público púber, panorama que agrega infantilismo y previsibilidad porque sabemos que Hollywood protegerá a los personajes de todo y todos…
Todos son sospechosos Ya desde su título, Scream VI (2023), el último eslabón de la franquicia que empezase allá lejos y hace tiempo, en 1996, nos indica que ahora desaparecieron aquellas pretensiones del trabajo inmediatamente previo, Scream (2022), de relanzar conceptualmente el esquema unificando ingredientes de las secuelas, como por ejemplo el regreso de los tres personajes principales, la víctima/ heroína histórica Sidney Prescott (Neve Campbell), la periodista carroñera Gale Weathers (Courteney Cox) y el policía querible pero tontuelo Dewey Riley (David Arquette), y de los reboots, en este caso la introducción de dos personajes nuevos, las hermanastras Sam (Melissa Barrera) y Tara Carpenter (Jenna Ortega), la primera hija de nada más y nada menos que Billy Loomis (Skeet Ulrich), aquel asesino excluyente de la propuesta original y la otrora pareja de Prescott. Esta inusitada aceptación de todos los capítulos previos por parte de la nueva productora del caso, una Spyglass Media Group que reemplazó a la Dimension Films de los cuatro primeros eslabones dirigidos por el genial Wes Craven, y por parte del mismo exacto equipo creativo de la epopeya del año anterior, hablamos de los directores Tyler Gillett y Matt Bettinelli-Olpin y la dupla de guionistas de James Vanderbilt y Guy Busick, se condice con un claro cambio de rumbo con respecto al film precedente porque aquí se deja de lado en gran medida el costado irónico/ sarcástico/ ácido de la saga, recurso que fue explotado hasta el cansancio por el mainstream del nuevo milenio en un espectro que va desde Marvel hasta Disney, y en cambio se opta por abrazar las otras tres patas cruciales de lo que fuera la identidad de las cuatro películas de Craven, léase el melodrama, la nostalgia slasher y las truculencias en cuanto a los asesinatos en sí. Después de la típica apertura símil corto independiente, ahora con un estudiante de cine, Jason Carvey (Tony Revolori), utilizando el atuendo y máscara de Ghostface para cargarse a una profesora suya en un oscuro callejón neoyorquino, Laura Crane (Samara Weaving), sin poder prever que otro homicida -por supuesto también luciendo el disfraz de Ghostface- lo acuchillará a él en su departamento luego de desmembrar y meter en la heladera a su cómplice, un tal Greg, la historia principal vuelve a centrarse en las hermanas de look latino y su círculo de allegados, nos referimos a los compañeros de cuarto Ethan Landry (Jack Champion) y Quinn Bailey (Liana Liberato), los gemelos Chad (Mason Gooding) y Mindy Meeks-Martin (Jasmin Savoy Brown), la novia lésbica y asiática de esta última, Anika (Devyn Nekoda), y el amante/ novio de Sam, un vecino llamado Danny Brackett (Josh Segarra). Ghostface (voz del mítico Roger L. Jackson) ahora está obsesionado con arruinar la imagen pública ya mancillada de las hermanas Carpenter como paso previo a matarlas, desde ya, porque las considera responsables de la masacre del 2022 cuando en realidad fueron incriminadas por los asesinos reales, Richie Kirsch (Jack Quaid), pareja de Sam, y Amber Freeman (Mikey Madison), amiga posesiva de Tara. Dentro del gremio de los que pretenden detener al chiflado, además del grupito de amigos y novios, encontramos a las reaparecidas Weathers y Kirby Reed (Hayden Panettiere), ésta una sobreviviente de Scream 4 (2011) y hoy flamante agente del FBI, y al Detective Wayne Bailey (Dermot Mulroney), oficial encargado de la investigación de turno y vigilante furioso una vez que este nuevo Ghostface revienta a su hija, Quinn, en una de las múltiples arremetidas contra Sam y Tara. Como decíamos anteriormente, el título promete un regreso melancólico al formato más de secuela que de reboot pero la Prescott de Campbell desapareció, no contenta con el pago que le ofrecían los productores, y las vueltas de Weathers y Reed saben a poco teniendo en cuenta que ya mataron al Riley de Arquette en el capítulo previo, y si bien sinceramente no se extraña el humor canchero semi baladí -por lo menos la versión pobretona de Vanderbilt y Busick de lo que fuera la inteligencia de Kevin Williamson, el guionista histórico de los eslabones de Craven- hubiese estado bueno que inyectasen alguna novedad verdadera que no sea simplemente “cortar” la pata cómica de la fórmula ganadora, amén del hecho de que el combo que sí quedó en pantalla vuelve a ser de lo más redundante y hasta cansador, esa mixtura de melodrama juvenil, slasher fundamentalista, diálogos sobreexplicativos, giros narrativos que se ven venir a la distancia y citas a lugares comunes del cine sin mayores descubrimientos en el horizonte, como Metrópolis (1927), la joya de Fritz Lang, o Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock. Se podría aseverar que lo mejor de Scream VI es primero la generosa presencia de gore tratándose de un producto de distribución planetaria, cuya contracara es el exceso de una seriedad autoconsciente que se hace bastante pesada por un metraje inflado de dos horas eternas, y segundo la explicitación socarrona por parte de Mindy, el reemplazo del cinéfilo fanático del horror Randy Meeks (Jamie Kennedy), de las reglas, convenciones y/ o clichés más visitados de las franquicias, en sintonía con el gigantismo exponencial, la inversión de las expectativas, la posibilidad de matar a cualquier personaje y el hecho de que todos son sospechosos de encarnar al psicópata reglamentario. Precisamente, así como el opus de 1996 parodiaba al slasher en aquel crepúsculo creativo, Scream 2 (1997) se burlaba del fetiche para con las continuaciones en secuencia, Scream 3 (2000) le pegaba al ecosistema lelo hollywoodense y a las trilogías como arcos narrativos petrificados, y Scream 4 satirizaba en un único movimiento a las remakes, las redes sociales y el hambre de fama a cualquier precio, la Scream del 2022 de Gillett y Bettinelli-Olpin trató de pegarle a la demagogia posmoderna de la industria cultural masiva en relación al fandom y a la preeminencia del terror arty/ elevado de Jordan Peele, Ari Aster, Panos Cosmatos, Jennifer Kent, Julia Ducournau y Robert Eggers, entre otros cineastas, por ello hoy no quieren ser menos y tratan de compensar la ausencia más macro de humor negro o abiertamente autorreferencial con esas reflexiones muy al paso sobre la dinámica patética de las franquicias, reproducida por los propios directores al igual que la estupidez promedio de los adolescentes protagonistas, el otro leitmotiv de la retahíla de asesinatos en pantalla. Las escenas de desarrollo de personajes son demasiado melosas o rudimentarias y Scream VI sólo sobrevive gracias a las secuencias agitadas o macabras, como la introducción con el doble asesinato, la matanza azarosa en el minisupermercado/ grocery store, el homicidio del Doctor Christopher Stone (Henry Czerny), el psiquiatra de una Sam que continúa teniendo visiones protagonizadas por su padre, la cruenta arremetida contra el departamento de las hermanas, el ataque sigiloso sobre Weathers y todo el desenlace en su conjunto -semejante al acecho claustrofóbico y cuasi gótico de un giallo de los años 70- en un cine abandonado reconvertido en santuario en honor a los distintos asesinos que ocuparon el lugar de nuestro “significante vacío” del óbito, Ghostface. A pesar de que se agradece el abundante volumen de sangre de burgueses apestosos ejecutados y el latiguillo de los tres asesinos, papi Bailey y sus dos hijos, Quinn y Ethan, todos en una cruzada de venganza contra las hermanas -y en especial contra la ninfa de Barrera- por haberse cargado al vástago mayor del clan, Richie, algo que quiebra la fórmula del dúo de homicidas que dominó la saga con la salvedad del tercer opus del 2000, hegemonizado por un único demente, lo cierto es que el sexto eslabón no logra superar al mejor corolario del lote, la todavía imbatible Scream 4, y si bien resulta atractiva la jugada discursiva de presentarnos nuevamente la inestabilidad psicológica de Sam, siempre al borde de seguir los pasos de su progenitor, el asesino lunático Loomis, la tibieza de la propuesta en general, sin sexo ni novedades verdaderas en todos los rubros, la empantanan en el ABC de la nostalgia inofensiva y hueca y en una enorme catarata de “más de lo mismo”, sin duda el peso muerto del emporio mainstream actual y no sólo de terror…
La cultura del control Junto con los amish y huteritas, otras dos sectas cristianas ortodoxas que han sobrevivido a lo largo de las centurias sin demasiados cambios, los menonitas son un típico producto de la Reforma Radical de los Siglos XV y XVI, vertiente todavía más conservadora y ascética de la de por sí ya bastante conservadora y ascética Reforma Protestante de Martín Lutero y Juan Calvino contra aquella Iglesia Católica. Siguiendo las enseñanzas del teólogo y líder religioso Menno Simons (1496-1561), sujeto que adoraba pelearse con las faunas católica, luterana y calvinista, el menonismo forma parte del movimiento evangélico anabaptista pacifista, una acepción no confrontativa del protestantismo que pretende aislamiento social y por ello se ha pasado prácticamente toda su historia huyendo de país en país cuando los Estados modernos procuran asimilarlos dentro de la cultura hegemónica de cada estructura administrativa nacional y/ o imponerles un idioma que no sea el plautdietsch, un dialecto arcaico del alemán, así las comunidades en cuestión pasaron de vivir en Prusia a mudarse primero a territorio ruso en el Siglo XVIII y después a Canadá y Estados Unidos ya en el Siglo XIX. A partir de la Primera Guerra Mundial se acrecienta el chauvinismo belicista en gran parte del globo y lo que interpretan como ataques a su identidad y modo de vida, por ello comienza un éxodo paulatino hacia Latinoamérica que abarca países como Argentina, México, Uruguay, Colombia, Brasil, Paraguay, Perú y Bolivia, donde su puritanismo suele chocar con el hedonismo tecnófilo moderno y el clientelismo político de cada población. Fue precisamente en Bolivia donde las comunidades menonitas se ganaron la fama de monstruosas por dos sucesos, primero la contaminación y deforestación extensiva para la producción de soja comprando tierras fiscales, movida que se lleva adelante mediante empresas agrarias de estos colectivos fundamentalistas que incluso expulsan a indígenas y pequeños campesinos autóctonos, y segundo un episodio de violaciones masivas en la denominada Colonia Manitoba, donde entre 2005 y 2009 un centenar de mujeres y niñas fueron ultrajadas mientras dormían por un grupo nunca del todo definido de hombres del propio asentamiento, lo que derivó en 2011 en una condena de 25 años de cárcel para siete de los perpetradores y una de doce para otro sujeto que suministró la droga utilizada para las violaciones, una destinada a anestesiar a los toros antes de castrarlos y que se usaba en spray por las noches sobre las víctimas para que no puedan defenderse ni recuerden los hechos. Lo acontecido en Bolivia repercutió más en la prensa internacional que en la misma Latinoamérica, completamente desinteresada de los cultos protestantes, y eventualmente motivó a la canadiense Miriam Toews, una hija de menonitas, a escribir Ellas Hablan (Women Talking, 2018), novela que imagina desde una ingenuidad muy primermundista -y desde esa “superioridad moral” de cotillón de los estratos acomodados y la intelligentsia cultural posmoderna- las deliberaciones de ocho mujeres a lo largo de 48 horas para decidir entre quedarse o abandonar para siempre la colonia, en las páginas rebautizada Molotschna. La adaptación cinematográfica a cargo de la actriz reconvertida en directora y guionista Sarah Polley, Ellas Hablan (Women Talking, 2022), respeta el planteo de discusiones pragmáticas, punitivas y teológicas del libro original en un margen de tiempo específico, esos dos días enmarcados entre la partida de casi todos los varones de Molotschna hacia una metrópoli, con vistas a pagar la fianza de los ocho acusados de las violaciones para que puedan esperar el resultado del juicio en sus hogares, y su regreso a la comunidad, algo que a su vez tiene que ver con el ataque colérico de las hembras contra los machos, una vez que atraparon a uno in fraganti, y con la entrega a la policía de los susodichos por parte de los ancianos/ líderes de Molotschna para salvarlos de un linchamiento vernáculo. Las mujeres, iletradas por una cultura de control muy sexista, votan entre tres opciones, no hacer nada y perdonar a los agresores como se espera de ellas, quedarse y luchar con los hombres por la igualdad o directamente irse para descubrir un mundo exterior que desconocen cual utopía, por ello el empate entre estas dos últimas alternativas deja todo servido para un debate final en un granero que decidirá la siguiente maniobra y en pantalla se extiende a lo largo de todo el derrotero dramático, pugna entre la postura del perdón de Mariche (Jessie Buckley), la confrontación extasiada de Salomé (Claire Foy) y ese pacifismo de la partida silenciosa de Ona (Rooney Mara), mujer embarazada por los ataques y en una relación platónica con el pollerudo de August (Ben Whishaw), el docente de la comunidad y granjero fracasado. Polley, una canadiense que trabajó con Terry Gilliam, Atom Egoyan, David Cronenberg, Doug Liman, Kathryn Bigelow, Michael Winterbottom, Isabel Coixet, Zack Snyder, Wim Wenders, Jaco Van Dormael y Vincenzo Natali antes de saltar a la realización, construye un relato verdaderamente soporífero que en vez de centrarse en el caso criminal en sí aburre con un combo trasnochado de tomas preciosistas/ líricas a lo Terrence Malick, planteos formales varios de índole teatral y un esquema discursivo que se asemeja a una versión hollywoodense del sacrificio piadoso y existencial símil Ingmar Bergman o Carl Theodor Dreyer, dejándonos apenas con un buen desempeño por parte del elenco y cero empatía para con estas puritanas inmundas violadas por puritanos inmundos, parte de un culto tan anacrónico e ignorante como hipócrita y capitalista. La directora parece decidida a no dejar cliché del cine indie sin explotar y por ello después del Alzheimer terminal de Lejos de Ella (Away from Her, 2006), el triángulo amoroso tragicómico de Triste Canción de Amor (Take This Waltz, 2011) y la identidad familiar escurridiza de Historias que Contamos (Stories We Tell, 2012), ahora se mete con la emancipación rosa aunque desde una lectura menos misándrica que de costumbre que se corresponde con el lento retroceso contemporáneo del feminazismo o feminismo blanco burgués sin conciencia social, hoy aclarando una y otra vez que “no todos los hombres son malos” y situando al August de Whishaw en un rol preponderante como encargado de la minuta del simposio de las mujeres del lugar, quienes se la pasan hablando y hablando para en última instancia optar por una fuga hiper previsible que vuelve a poner en primer plano el sustrato algo patético de la feminidad que se define todo el tiempo por oposición con respecto al varón y se la pasa llorando desde el pancismo, la cobardía y ese reduccionismo conceptual incapaz de incorporar nociones como raza, clase social y edad porque lo único que ven son penes y vaginas a lo caricatura doctrinaria prejuiciosa. Ellas Hablan es un poco más sincera que la película tradicional del mainstream de hoy en día porque abandona en buena parte la corrección política y el empoderamiento risible de los tanques hollywoodenses y sus clones de todo el planeta, no obstante las redundancias de los diálogos y las nulas ideas novedosas en materia del conflicto entre fe individual y fe colectiva o institucional ponen de manifiesto el poco vuelo de la propuesta y ese carácter anodino biológico mujeril que señalábamos antes, el de las eternas desvalidas que suelen aprovechar su condición cuando les conviene para sermonear a la sociedad…
En camino a Colombia Si bien en un principio las películas de pantalla de computadora o escritorio o “screenlife”, uno de los rubros del cine de género con mayor crecimiento durante el Siglo XXI, parecían de hecho apenas una corriente más dentro del marco englobador del found footage/ metraje encontrado o quizás el mockumentary/ falso documental, dos vertientes interconectadas que explotaron en popularidad a posteriori del estreno de La Última Transmisión (The Last Broadcast, 1998), de Stefan Avalos y Lance Weiler, y El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, la verdad es que consiguieron en gran medida independizarse de planteos previos gracias a su paulatina homologación con el “desktop thriller”/ suspenso de ecosistema virtual, panorama que prontamente derivó -como de costumbre, cuando un formato se vuelve relativamente conocido entre la fauna cinéfila- en una catarata de obras mediocres o fallidas como por ejemplo Megan Is Missing (2011), faena de Michael Goi, The Den (2013), de Zachary Donohue, Eliminar Amigo (Unfriended, 2014), de Levan Gabriadze, Ratter (2015), de Branden Kramer, Host (2020), de Rob Savage, Spree (2020), de Eugene Kotlyarenko, Safer at Home (2021), de Will Wernick, Untitled Horror Movie (2021), de Nick Simon, y Dashcam (2021), también de Savage, entre otros bodrios oportunistas del montón que siempre pretenden subirse al tren del éxito cuando los recursos invertidos son muy pocos y las ganancias potenciales muchas. No obstante el screenlife como género, en su acepción del desktop thriller, asimismo nos dio sorpresas gratificantes que han venido alejando al esquema retórico en cuestión del ya cansado entorno sobrenatural, ese que el indie de todo el planeta pretende seguir explotando por la abundancia de cineastas imbéciles y redundantes, así nos hemos topado con películas variopintas e interesantes en sintonía con Open Windows (2014), de Nacho Vigalondo, Eliminar Amigo 2 (Unfriended: Dark Web, 2018), de Stephen Susco, Buscando (Searching, 2018), de Aneesh Chaganty, Perfil (Profile, 2018), de Timur Bekmambetov, y C U Soon (2020), opus de Mahesh Narayanan, un grupo al que ahora viene a sumarse Desconectada (Missing, 2023), secuela de la superior Buscando aunque con una trama independiente dirigida y escrita por los editores de aquella, Will Merrick y Nicholas D. Johnson, a partir de una historia de base ideada por Chaganty y su socio habitual, Sev Ohanian, quienes a su vez fueron los responsables de la también maravillosa Run (2020), de un Chaganty de linaje hindú que para aquel film con Sarah Paulson y Kiera Allen decidió abrirse del screenlife y volcarse al thriller de impronta clasicista. Desconectada, justo como las otras producciones de Bekmambetov del formato, Buscando y Perfil, unifica la ciclotimia narrativa del nuevo milenio con la levedad vertiginosa y lúdica del suspenso de la década del 90, cuando ese pulso semi pausado de los 80 comenzó a mutar en el mainstream en un frenesí ampuloso. La gran protagonista es June Allen (Ava Zaria Lee de pequeña, Storm Reid de adolescente), una joven negra de 18 años que idealiza a su padre blanco James (Tim Griffin), un sujeto que murió hace tiempo a causa de un tumor cerebral, y vive con su madre también de color, Grace (Nia Long), cuarentona que está noviando con un asiático, Kevin (Ken Leung), con el que planea vacacionar en Cartagena de Indias, Colombia, mediante un viaje solo para la pareja que dejará a la púber al cuidado de una amiga de Grace, la abogada Heather (Amy Landecker). Con semejante título no hace falta aclarar de qué va la cosa, por ello basta con decir que ahora la que desaparece es Grace, primero aparentemente en Colombia y luego en su Los Ángeles natal, motivando una investigación de parte de un agente del FBI, Park (Daniel Henney), y la pesquisa en paralelo de la propia June, quien recibe la asistencia de un colombiano al que contrata on line, Javier (Joaquim de Almeida), mientras considera como posibles sospechosos a Kevin, el cual termina “ejecutado” por el aparato represivo colombiano, y Heather, degollada en su oficina como si la faena fuese equiparable además a un giallo setentoso. La chica, desde su computadora hogareña y ayudada también por su amiga Veena (Megan Suri), se rehúsa a sopesar a su progenitora como sospechosa adicional incluso cuando parece confirmarse que todos los registros visuales del periplo a Cartagena fueron fabricados con una actriz que simuló ser Grace, Rachel Page (Lauren B. Mosley). Desconectada no es tan fundamentalista como otras obras del screenlife y sabe escaparle al escritorio de Allen cuando el relato necesita de algún flashback o flashforward dentro de una concepción narrativa de lo más delirante, léase llena de caprichos y soluciones un tanto forzadas, aunque indudablemente entretenida, algo que es de festejar tratándose de un metraje bastante inflado de casi dos horas. Como en Buscando los instantes melodramáticos abundan pero no molestan ya que están trabajados desde la honestidad familiar y no desde ese cinismo atolondrado tan habitual en el Hollywood de hoy en día, además Johnson y Merrick consiguen reducir el número de herramientas virtuales para la investigación de la mocosa en comparación con la andanada interminable de programas/ aplicaciones de otros desktop thrillers muy similares, enfocándose en esencia en Gmail, Instagram, Facebook, WhatsApp, FaceTime y servicios genéricos de cámaras remotas y una app ficticia de citas a lo Tinder, Luvly. El desarrollo retórico resulta eficaz y fluido y el desempeño de Reid y Almeida muy loable, siempre complementando el contraste entre las ideas y vueltas algo absurdas de la desaparición/ secuestro, por un lado, y el devenir sumamente mundano de la protagonista, por el otro, una joven cuyas principales “armas” son el Timeline de Google Maps y el viejo y querido arte de hackearle la cuenta de mail a terceros, en pantalla primero a Kevin y después a Grace, un minimalismo sutil que le hace mucho bien a la propuesta…
La lenta separación y el duelo Viendo detenidamente Close (2022), la segunda película del cineasta belga Lukas Dhont, se hace evidente que el susodicho se tomó muy a pecho las críticas que sufrió desde distintos sectores sociales en ocasión de su ópera prima, Girl (2018), faena acerca de un travesti de quince años, Lara Verhaeghen (Victor Polster), que iniciaba un proceso de cambio de sexo y en simultáneo sufría una seguidilla de depresión y masoquismo a pesar de contar con un entorno cercano muy comprensivo, su hermano menor Milo (Olivar Bodart) y sobre todo su padre Mathias (Arieh Worthalter), planteo narrativo que derivaba en un desenlace amargo de mutilación peneana que recordaba al mismo exacto gesto de hartazgo de Gérard (Gérard Depardieu) en el final de La Última Mujer (La Dernière Femme, 1976), clásico de Marco Ferreri, aunque invirtiendo el asunto en términos ideológicos, en los 70 por cansancio ante el gremio sofocante femenino y en el Siglo XXI debido a la identificación llevada al extremo para con las mujeres por parte de nuestro protagonista. Si bien Dhont y su fuente directa de inspiración, una amiga bailarina y travesti llamada Nora Monsecour, aclararon en numerosas entrevistas que el film era un retrato de un caso puntual y exacerbado de disforia de género que tenía que ver con las exigencias ultra físicas del ecosistema donde se movía Verhaeghen, el siempre doloroso ballet, y con esa misma tendencia preexistente a hacerse daño de muchos travestis, lo que por cierto suele empezar con la genitalidad y el llamado “tucking” o técnica de ocultación del bulto del pene y los testículos en la entrepierna, las críticas llovieron desde las faunas trans y queer por lo leído -desde un reduccionismo y una paranoia típicas del nuevo milenio- como una demonización solapada de la terapia de reemplazo de hormonas, los bloqueadores de pubertad y la misma homosexualidad como metáfora ya no de una martirización comunal importante sino de una agonía psicológica escalonada, propia de la identidad masoquista del sujeto en metamorfosis o ajuste corporal. Semejante panorama debe haber marcado a Dhont y su coguionista reincidente, Angelo Tijssens, porque Close evita tanto el enfoque exasperado de Girl como las ambigüedades artys de la Céline Sciamma de Tomboy (2011), esta última una paradigmática lesbiana, algo aburrida y monotemática, que se maneja con criterios de feminismo baladí autovictimizante de estratos privilegiados y sin demasiada conciencia social: el segundo largometraje de Dhont es mucho más “amigable” y melodramático clásico en el sentido de que retoma la temática homosexual aunque en esta oportunidad tamizada por los coqueteos sensuales de la pubertad, el devenir amistoso con personas del mismo sexo y en especial el fatalismo característico de la edad, derivando en un relato de aprendizaje/ bildungsroman/ coming-of-age bien tradicional que no va más allá de lo previsible pero a fin de cuentas cumple con su cometido. Léo (Eden Dambrine) y Rémi (Gustav De Waele) son dos adolescentes de 13 años que viven en un pueblo rural de Bélgica, el primero proveniente de un clan propietario de una granja de flores y el segundo con padres de la burguesía profesional y amante del oboe, niños que bordean la condición de gay porque duermen juntos, pasan mucho tiempo en contacto físico estrecho y gozan de una intimidad muy marcada en general. Cuando comienzan el colegio secundario llegan las primeras burlas homofóbicas, tanto de niñas como de niños, y la vergüenza del caso motiva a Léo a alejarse paulatinamente de Rémi al punto de que dejan de compartir habitación, frecuentan grupos de amigos distintos y el personaje de Dambrine se suma a un equipo infantil local de hockey sobre hielo, esquema que desencadena la depresión de Rémi, peleas varias en la intimidad -y frente a docentes y otros estudiantes- y finalmente el suicidio del mocoso despechado. Léo se encierra en sí mismo y de a poco descubre las farsas de la sociedad adulta, como las sesiones de terapia escolar que fetichizan al lenguaje como una panacea para todos los problemas del planeta. Dhont cuenta con la inteligencia suficiente para en la primera mitad de la historia, la más interesante que explora la lenta separación de esta pareja de amigos/ cuasi amantes, no caer en latiguillos hollywoodenses lelos o en ese preciosismo festivalero nauseabundo que tanto mal le hace al ritmo narrativo en general, optando en cambio por un enfoque naturalista muy cercano al cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne aunque un poco menos neorrealista que el promedio habitual de los hermanos. A pesar de que el film al compararlo con Girl parece bastante más contenido y menos pesadillesco, lo cierto es que acarrea un trauma más genérico -la desunión luego de un período de amor idílico por fuera de los cánones de la sociedad, léase aquel verano de los minutos iniciales del metraje- que habilita una debacle semejante a la automutilación del primer opus, en esta ocasión el suicidio de un Rémi que hace las veces del eslabón más débil o dependiente de la pareja porque es el que romantiza demasiado el vínculo -como las féminas, precisamente- mientras que Léo, por su parte, se muestra mucho más preocupado por la mirada social y claudica conceptualmente ante la homofobia, de allí que adopte una actitud masculina clásica defendiendo su autonomía frente a lo considerado ajeno o intrusivo, el afecto hiperbólico de la contraparte, e incluso pretendiendo reemplazar a Rémi con otro macho, Baptiste (Léon Bataille), joven también de trece años pero menos afeminado que el anterior. Toda esta primera etapa del relato funciona como un muy buen estudio sobre primero las dificultades de la masculinidad para ventilar sus sentimientos, siempre prefiriendo callarlos por miedo a rebajarse al nivel de ese ridículo femenino que cae en el extremo opuesto de la exaltación banal del capricho a ojos de todo el mundo, y segundo las distintas acepciones de la crueldad en la preadolescencia o el derrotero educativo en general, aquí representado por preguntas metiches o burlonas de las compañeras y por violencia verbal sin maquillaje por parte de los compañeros varones. El principal problema de Close es la larga hora final, esa posterior al fallecimiento de Rémi, donde la faena muta en una parábola algo mucho redundante sobre el duelo a medida que Léo pierde la inocencia y comienza a culpabilizarse de lo sucedido, por ello se muestra más apegado a su hermano mayor, Charlie (Igor van Dessel), magnifica la participación en la granja de sus progenitores, Yves (Marc Weiss) y Nathalie (Léa Drucker), y recupera algo del masoquismo de la Lara de Girl a través de su obsesión silente con acercarse a la madre de Rémi y contarle lo de la pelea progresiva como desencadenante del suicidio, en este sentido los padres del niño finado adoptan actitudes opuestas ante el hecho, Peter (Kevin Janssens) llora al mocoso sin cesar y Sophie (Émilie Dequenne), una enfermera en una sala de maternidad, ofrece un semblante más impasible que enmascara con sonrisas y una “buena voluntad” en público que desde ya no se condice con la angustia intrínseca, la del ámbito privado. El director y guionista belga extiende por demás la fascinación mortuoria de esta fase de la película cual oda indie de los años 90 a la resiliencia pueril y el perdón externo e interno, en gran medida borrando con el codo lo que escribió con la mano porque el tópico candente de las identidades en ebullición se transforma en el pesar prototípico del melodrama e incluso la sombra de una posible venganza, algo muy presente en el mínimo suspenso detrás del desenlace cuando Léo finalmente le comunica el temita del despecho a Sophie y ésta primero lo expulsa del auto de turno y luego lo busca en medio de un bosque, lo que lamentablemente deriva en una resolución ñoña y forzada de “abrazo mágico” entre ambos como si una madre bajo estas duras circunstancias pudiese perdonar al purrete o no culparlo por el triste destino de su vástago, el cual sucumbió ante el derrotismo desde una desproporción propia de su edad. El desempeño de Dambrine es sublime, un niño rubio muy expresivo que siempre aporta el gesto y/ o la disposición justa para cada secuencia…
Lo domesticado versus lo salvaje Es sabido cómo se desarrollan a lo largo del tiempo todas las franquicias posmodernas de Hollywood dentro del rubro nostálgico/ masivo/ condescendiente y la saga boxística que nos ocupa no es precisamente la excepción: primero tenemos una película bastante decente que oficia de reboot y aprovecha para sorprender a un público que no esperaba el regreso y celebra el embate de idiosincrasia retro, hablamos por supuesto de Creed (2015), film de Ryan Coogler que reemplazó la impronta algo mucho forzada del eslabón anterior, Rocky Balboa (2006), del propio Sylvester Stallone, con una buena dosis de naturalismo de vieja escuela y “golpes bajos” dramáticos para la platea de espectadores veteranos, no obstante el asunto casi siempre deriva en una secuela apenas correcta que ya empieza a dar signos de cansancio porque la fórmula de siempre queda más en primer plano, en este caso aquella Creed II (2018), obra de Steven Caple Jr. que caía un escalón por debajo con respecto al opus de Coogler y en gran medida funcionaba como una remake camuflada de Rocky IV (1985), también de Stallone, para finalmente llegar al temido tercer capítulo de esta nueva etapa melancólica de la franquicia en cuestión y terminar de dejar a la vista de todos los hilos narrativos más burdos, el sustrato redundante de la propuesta y la pérdida de la magia de antaño, características de cabecera de esta mediocre a más no poder Creed III (2023), ópera prima como director del actor protagónico, un Michael B. Jordan que compone a Adonis Creed, el hijo ilegítimo de Apollo Creed (Carl Weathers), fallecido en Rocky IV. El por demás extenso guión de Zach Baylin y Keenan Coogler, éste el hermano de Ryan, sigue el ABC del esquema retórico de la franquicia y retoma mucho de Rocky III (1982), de Stallone, al punto de parecer una remake muy poco disimulada, nos referimos a la odisea tontuela acerca de la rivalidad con el ex convicto James “Clubber” Lang (Laurence Tureaud alias Mr. T) en medio de la muerte de Mickey Goldmill (Burgess Meredith) y la flamante amistad con Apollo una vez que acepta entrenar al Balboa de Sylvester: Adonis se retira del boxeo luego de los eventos de Creed II y disfruta de un tiempito de paz con su esposa, la productora discográfica Bianca (Tessa Thompson), y su pequeña hija sorda, Amara (Mila Davis-Kent), hasta que reaparece un amigo de su infancia y adolescencia, Damian “Dame” Anderson (Jonathan Majors), boxeador amateur que pasó 18 años en la cárcel después de que un Adonis de 15 años (Thaddeus J. Mixson) golpease al que fuese el padre adoptivo de ambos, un sujeto violento llamado León (Aaron Alexander), y aquel Damian del pasado (Spence Moore II) sacase un arma para detener una pelea en puerta con los colegas del abusón, lo que derivó en ese arresto y esa condena que se fue alargando al extremo de casi dos décadas, por ello el personaje de Jordan, ahora dueño de un gimnasio administrado por Tony “Little Duke” Evers (Wood Harris), siente culpa y le consigue una contienda con su pupilo y actual campeón del mundo, Félix Chávez (José Benavídez), parte de un plan del reo para vengarse de Adonis por haberse borrado durante la reclusión de su otrora amigo. Aquel melodrama improvisado e hiper nostálgico de Creed II alrededor de la pugna con Viktor Drago (Florian Munteanu), el vástago también boxeador de Iván Drago (Dolph Lundgren) y Ludmilla Vobet Drago (Brigitte Nielsen), es sustituido en Creed III por los dos principales latiguillos de Rocky III, léase primero el fallecimiento de la figura paterna/ formativa, hoy nada menos que la progenitora de Adonis, Mary-Anne (Phylicia Rashad), y segundo el ascenso de un ex presidiario que hace las veces del desconocido que irrumpe en la escena del negocio millonario del boxeo mainstream de alta performance, este Damian de un Majors que se hizo conocido con El Último Hombre Negro en San Francisco (The Last Black Man in San Francisco, 2019), interesante propuesta de Joe Talbot, y Lovecraft Country (2020), la serie de Misha Green para HBO, y que honestamente opaca a Jordan en cada una de sus intervenciones, ambos a su vez muy supeditados al leitmotiv de fondo del “luchador domesticado/ negro emblanquecido, Creed, versus el peleador salvaje/ originario, Anderson”. En el planteo de turno Adonis se transforma en un cobarde que salió huyendo de aquella batalla callejera con León por la llegada de la policía y Damian resulta mucho más empático porque, de hecho, es el que sufrió la pesadilla detrás de los barrotes y el que atraviesa una metamorfosis identitaria a lo largo del relato, pensemos en este sentido que empieza dando lástima para ganarse la confianza de Adonis y aspirar al título, a posteriori muta en un villano símil el Lang de Mr. T y durante el final deriva en un antihéroe querible. Hay que reconocer que a pesar de su grasitud melosa innegable, el rol decorativo, necio e innecesario de la esposa y la hija del protagonista y la nula imaginación dramática del film o su tendencia a refritar viejos recursos del arsenal que patentó Stallone en la cada día más lejana e insuperable Rocky (1976), de John G. Avildsen, por cierto todos robados de El Estigma del Arroyo (Somebody Up There Likes Me, 1956), de Robert Wise, Réquiem para un Peso Pesado (Requiem for a Heavyweight, 1962), de Ralph Nelson, y Ciudad Dorada (Fat City, 1972), de John Huston, Creed III no llega a ser una mala película pero tampoco una buena en serio porque Adonis por sí solo no sostiene la experiencia cinematográfica, lo que sin duda equivale a decir que lo que rescataba a Creed II de la condición de bodrio era la presencia de “Sly” Stallone y del clan Drago en su conjunto, puñetazo a las tripas de la melancolía para que los espectadores recuerden tiempos mejores ya que hasta una epopeya ultra estúpida como Rocky IV -típico engendro hollywoodense de las postrimerías de la Guerra Fría- supera con creces a las tres partes de esta Creed. Se agradece, como decíamos con anterioridad, el desempeño del perfecto Majors aunque la previsibilidad de la trama, la prolijidad desabrida de Jordan y sus floreos fuera de lugar detrás de cámaras, por momentos copiando en los combates al anime más berretón y a la maravillosa “heroic bloodshed” de John Woo y Ringo Lam, subrayan la ausencia del aquí únicamente productor Sylvester, hoy en día luciéndose en Tulsa King (2022), serie de Paramount+ a cargo de Taylor Sheridan…