Esa distancia entre nosotros Lo mejor que puede decirse a esta altura del partido de Darren Aronofsky es que jamás renegó de la pompa melodramática que anida en la mayoría de sus films, pequeño tesoro de una intensidad hoy casi siempre negada, y que por suerte continúa enervando a la fauna de retrasados mentales que se criaron con las bazofias gigantescas hollywoodenses, léase los lobotomizados por el marketing y la publicidad de los grandes estudios imperialistas, y también a los castrados del enclave arty que atesoran una versión pulcra e inofensiva del cine, esos descerebrados que se espantan cuando el director y/ o guionista de turno apuesta no por el conformismo sino por la provocación, la incomodidad y una polémica que no pretenden caerle bien a todo el mundo ni mucho menos al espectador mainstream de hoy en día y la crítica de cine asociada, dos enclaves escapistas, conservadores y obsecuentes de la gran industria al nivel de una genuflexión sodomita pasiva. El cineasta neoyorquino viene pateando testículos y ovarios desde que empezase su carrera allá a fines del Siglo XX y comienzos del nuevo milenio de la mano de las alucinógenas Pi (1998), clásico indie sobre el divagar de un matemático judío, Maximillian “Max” Cohen (Sean Gullette), en pos de una teoría totalizadora, Réquiem para un Sueño (Requiem for a Dream, 2000), maravillosa epopeya sobre la degradación y las distintas adicciones posmodernas protagonizada por Ellen Burstyn, Jared Leto, Jennifer Connelly y Marlon Wayans, y La Fuente de la Vida (The Fountain, 2006), un muy curioso exponente de ciencia ficción existencialista que gira alrededor de la inmortalidad y criaturas varias en la piel de Hugh Jackman y Rachel Weisz; trilogía que a su vez sirvió de preámbulo para aquel díptico en torno a una ética laboral de propensión suicida que lo terminó de posicionar como uno de los pocos autores trabajando en el Hollywood del Siglo XXI, hablamos desde ya de El Luchador (The Wrestler, 2008), bella joya con un Mickey Rourke más grande que la vida misma tratando de sobrevivir a su tendencia autodestructiva y al circuito salvajón de la lucha libre, y El Cisne Negro (Black Swan, 2010), contraparte horrorosa y cercana al cine de Roman Polanski y Michael Powell/ Emeric Pressburger con Natalie Portman como una bailarina de ballet bastante enajenada, Nina Sayers, que debía lidiar con su madre, Érica (Barbara Hershey), su director, Thomas Leroy (Vincent Cassel), y una competencia femenina de menor edad, Lily (Mila Kunis). Aronofsky, que por cierto también ayudó a escribir y/ o ofició de productor en propuestas estupendas de terceros como por ejemplo Sumergidos (Below, 2002), la epopeya espectral de submarinos de David Twohy con aires del Rod Serling circa La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), El Ganador (The Fighter, 2010), suerte de reformulación de El Luchador por parte de un muy inspirado David O. Russell que jugó aún más con la faceta melodramática familiar del formato deportivo, y Jackie (2016), biopic del director chileno Pablo Larraín acerca del derrotero de Jacqueline Kennedy (Portman) en el frenesí inmediatamente posterior al asesinato en 1963 de su marido, John F. Kennedy, venía de dos realizaciones verdaderamente disruptivas que retomaron elementos muy específicos de obras previas, primero Noé (Noah, 2014), insólita -y algo mucho errática, hay que decirlo- aventura bíblica con Russell Crowe, Anthony Hopkins, Ray Winstone, Emma Watson, la mencionada Connelly y un gran elenco sobre los pormenores alrededor del Arca de Noé, en esencia una excusa para recuperar aquellas reflexiones religiosas, ontológicas y filosóficas más macro de Pi y La Fuente de la Vida, y segundo ¡Madre! (Mother!, 2017), una fábula surrealista y ecológica sobre el Jardín del Edén, la convivencia con nuestros semejantes, el carácter predatorio de la humanidad y la impronta eventualmente farsesca del amor, la cultura y el arte, film con Jennifer Lawrence, Javier Bardem, Ed Harris y Michelle Pfeiffer que se movía dentro del mismo marco de referencias teológicas de Noé aunque llevando el asunto hacia la visceralidad del resto de la carrera de Aronofsky, las pirotécnicas y siempre fascinantes Réquiem para un Sueño, El Luchador y El Cisne Negro. La nueva faena del señor, La Ballena (The Whale, 2022), sin duda la más lacrimógena y minimalista de toda su carrera, le escapa a la complacencia de la corrección política ATP para burgueses necios, hoy regresando a una anatomía frágil o en decadencia símil vejez, y se entronca con todos esos personajes sufrientes que protagonizaron los trabajos anteriores ya que aquí el agente del martirio, a mitad de camino entre la propia voluntad y la imposición de un castigo, es un obeso mórbido y profesor de cursos universitarios de redacción, Charlie (Brendan Fraser con prótesis y muchísima sabiduría actoral), que atraviesa su última semana de vida por hipertensión y un gran volumen de grasa abdominal que le impide llevar una vida normal. El guión fue escrito por Samuel D. Hunter, está basado en su puesta teatral homónima del 2012 y no cuenta con una trama tradicional porque nos ofrece una retahíla de intercambios verbales entre Charlie, que vive en un departamento alquilado desde el cual imparte sus cursos on line aunque con su cámara web apagada, y su reducido círculo cercano, ese que incluye a Liz (Hong Chau), una enfermera y amiga que lo consuela en su padecimiento y que asimismo fue la hermana de su pareja homosexual, Alan, con quien el protagonista convivió en plena felicidad hasta su suicidio por culpa cristiana, Thomas (Ty Simpkins), un muchacho que dice ser misionero de la Iglesia Nueva Vida y se obsesiona con “salvar” a Charlie después de toparse azarosamente con su hogar y verlo ultra desvalido, Dan (Sathya Sridharan), joven de ascendencia hindú que suele acercarle las pizzas aunque también sin nunca verlo porque le deja la comida en la puerta cerrada y toma el dinero del buzón, Mary (Samantha Morton), una mujer con la que estuvo casado y de la que se separó al conocer a Alan, por entonces uno de sus estudiantes, y finalmente Ellie Sarsfield (Sadie Sink), nada menos que su hija adolescente de 16 años a la que abandonó ocho inviernos atrás por el romance gay, hembra paradójica y solitaria como su padre que nació del vínculo con Mary, arrastra problemas educativos, suele caer en el sadismo y por cierto no le perdona a su progenitor ni el haberse alejado ni su flamante plan de emparchar la relación paternal/ filial ahora que está próximo al óbito a raíz de una insuficiencia cardíaca de la que Liz le ha estado advirtiendo. Charlie “compra” su tiempo compartido con Ellie prometiendo ayudarla en sus ensayos para el colegio secundario y eventualmente entregarle una herencia de 120 mil dólares que son sus ahorros de docente y que bien podrían haber servido para pagar los cuidados de parte de Liz o un tratamiento médico que aminore en sí las consecuencias de la ingesta compulsiva de alimentos por la depresión que siguió al fallecimiento de Alan, una situación en la que además tuvo que ver la prohibición de Mary en lo referido al contacto con la chica por considerarse ella misma una mala madre que no supo corregir el nihilismo violento de la púber, la cual brutaliza a sus compañeros de escuela y no se muestra piadosa frente a la baja autoestima de su padre, quien de partidario de la meticulosidad y la clásica reclusión muta en pregonero de la sinceridad y de abrirse un poco más a los otros mortales. Al igual que el cuarteto de adictos de Réquiem para un Sueño, Randy “The Ram” Robinson (Rourke) de El Luchador y aquella Nina de Portman de El Cisne Negro, nuestro Charlie de La Ballena, alusión lírica y bien altisonante a Moby Dick (1851), de Herman Melville, en función de la corpulencia del docente y un texto que supo escribir su hija siendo una niña, funciona como la versión atea -o quizás agnóstica- de sus equivalentes místicos de Pi, La Fuente de la Vida, Noé y ¡Madre!, planteo estupendo sustentado en la idiosincrasia y esos recursos retóricos de siempre de Aronofsky, desde un humanismo todo terreno y un humor negro de impronta marginal social, pasando por la locura, la catarsis y los comportamientos compulsivos, hasta llegar a la redención, el dolor fetichizado, el papel central del trabajo en la vida cotidiana y por supuesto una claustrofobia que abarca las relaciones inmediatas en tanto alegría y condena eternas de cada sujeto, siempre bajo la idea de que nadie obtiene lo que desea ya que el paraíso de una persona a largo plazo se transforma en el infierno de su semejante, ya sea éste un familiar, amigo, pareja, vecino o compañero laboral del rubro que sea. La fotografía de Matthew Libatique y la edición de Andrew Weisblum, ambos viejos conocidos del realizador, evitan los clichés visuales del “teatro filmado” y garantizan una fluidez prodigiosa que a su vez permite el lucimiento del malogrado y hoy renacido Fraser, recientemente partícipe crucial en Ni un Paso en Falso (No Sudden Move, 2021), del genial Steven Soderbergh, elección perfecta de casting como lo fuesen Burstyn, Leto, Connelly, Rourke, Portman, Hershey, Lawrence o Bardem, aquí destacándose además lo hecho por Morton, Chau y la sorprendente Sink, una revelación en este sublime surtido de personajes multidimensionales capaz de aberraciones, ironías e instantes fugaces de dulzura. La lucha incesante entre el optimismo de Charlie, la rabia de su hija, el cinismo de la madre, toda la condescendencia de Liz y el fundamentalismo ciego y monotemático de Thomas no debe hacernos olvidar que el núcleo del film es por un lado la multiplicidad compleja/ imperfecta de la experiencia humana, con sus aciertos trasnochados y su catarata de errores, y por el otro lado la distancia que nos separa del resto pero aún así habilita el entendimiento entre diferentes, de allí que el leitmotiv espiritual del opus en su conjunto sea una efigie familiar en una playa en la que el alejamiento o cercanía dependen enteramente del punto de vista…
Para escapar de la cárcel bucólica El Hollywood de los 80 hasta la primera década de nuestro Siglo XXI no se caracterizó precisamente por las sátiras sutiles o siquiera pacientes en espejo, esas que tienen al mismo séptimo arte como objeto del ataque, sino por las parodias descocadas y bastante tontas que se solían concentrar en determinado género de la industria del espectáculo para rápidamente caer en el cinismo omnipresente contemporáneo y embarrar todo el asunto en el lodo del pastiche banal posmoderno, uno que en la mayoría de los casos no funcionaba por falta de cohesión, garra, mérito y una mínima ideología compleja más allá del pedantismo egoísta y delirante del yanqui promedio, eterno amigo de la soberbia modelo burgués del Primer Mundo. Durante los últimos años las sátiras hechas y derechas fueron reemplazadas de manera progresiva por el resurgir de una comedia negra -aquel humor masivo y grasiento de los 80 y 90 quedó en el olvido- que aglutina muchas de las características de las viejas parodias, léase las inteligentes de los 70 hacia atrás, como por ejemplo el cuidado por los detalles, un discurso ya más trabajado y/ o certero y sobre todo la idea de estructurar la historia de turno desde los engranajes del cine de género y ya no tanto desde la hipérbole, la farsa o el grotesco a mil revoluciones por minuto, en este sentido un típico ejemplo de esta nueva vertiente de corazoncito vintage y medido es Pearl (2022), precuela del inquieto Ti West de X (2022), su obra inmediatamente previa y sin duda uno de los pocos corolarios, spin-offs, subproductos o exponentes de una franquicia o de lo que sea que realmente valen la pena porque expanden lo ya visto/ explorado en el pasado y no se transforman en una excusa comercial patética o en otro de los tantos “trámites” que desde el mainstream de hoy en día inundan las pantallas de todo el planeta con la misma cantinela aburrida de siempre. Mientras que X se metía con las consecuencias de la eclosión del cine independiente en los 60 y 70 y el tabú del sexo en la vejez desde una arquitectura muy cercana al slasher freak de The Texas Chain Saw Massacre (1974), de Tobe Hooper, y al querido hagsploitation, Grande Dame Guignol o psycho-biddy de la Trilogía de la Locura de Robert Aldrich, esa de What Ever Happened to Baby Jane? (1962), Hush Hush, Sweet Charlotte (1964) y What Ever Happened to Aunt Alice? (1969), Pearl en cambio apuesta por analizar la influencia cultural de la maquinaría hollywoodense en general y de un período muy específico del mainstream norteamericano, aquel de las postrimerías de la primera década del Siglo XX cuando la Primera Guerra Mundial llegaba a su fin, la estructura productiva de los films mudos ya estaba asentada e incluso nacía la pornografía como la conocemos, en este caso de la mano de tres legendarios cortos anónimos, el argentino El Satario (1907), el alemán En la Noche (Am Abend, 1910) y el estadounidense A Free Ride (1915), todo mediante la arquitectura del thriller psicológico claustrofóbico con chispazos sarcásticos que por un lado se burlan del Hollywood Clásico y los productos de la Walt Disney Pictures y por el otro homenajean a los melodramas fastuosos de Douglas Sirk de los años 50 y nuevamente al Hooper iniciático de los 70, aunque ya no sólo mediante The Texas Chain Saw Massacre sino a través de la poco vista Eaten Alive (1976), el film siguiente del tremendo Tobe y ya una influencia en X pero mucho más lejana o menos crucial que en Pearl, hablamos de la hilarante historia de un pueblerino demente bautizado Judd (Neville Brand) que poseía el lastimoso Starlight Hotel y una mascota de lo más inusual en un pantano lindante, aquel gigantesco cocodrilo del Nilo al que alimentaba con los huéspedes de su establecimiento. La trama vuelve a ser muy simple y en esencia se deriva de una backstory que West había creado junto a su musa, Mia Goth, para el personaje del título, en el 1979 de X una anciana cachonda y psicópata que asesinaba a todos los machos y hembras que la rechazaban, así eventualmente fallecía a instancias de la actriz porno Maxine Minx (Goth otra vez), y en el 1918 de la película que nos ocupa una muchacha viviendo en la misma exacta granja de Texas del opus previo: hija de un matrimonio de inmigrantes alemanes, el compuesto por la adusta Ruth (Tandi Wright) y un progenitor sin nombre que está postrado en una silla de ruedas (Matthew Sunderland), la joven gusta de concurrir al cine vernáculo, anhela ser una corista y triunfar en Hollywood, lamenta que su esposo esté combatiendo en Europa en la Primera Guerra Mundial, Howard (Alistair Sewell), y arrastra tendencias homicidas que salen a la luz cuando mata a un ganso con una horca, pellizca o estrangula a su pobre padre y destroza con sus manos un huevo de su principal mascota, precisamente un cocodrilo de gran tamaño al que nombró Theda por Theda Bara, una de las primeras sex symbols de la historia del cine. La chica, que tuvo un aborto espontáneo que la alegró y creía que Howard sería su “boleto de salida” de la granja, se entusiasma con una audición local para bailarinas pero la negativa de su madre, que considera que debe quedarse en el hogar bucólico para cuidar de su padre y de los diversos animales, la lleva a una crisis que deriva en una pelea y quemaduras muy serias sobre Ruth, a la que encierra en el sótano para dejarla morir. La chica a posteriori estrangula a su padre y mata con la horca a un amante, un proyectorista (David Corenswet) que le había enseñado una copia de A Free Ride y que se dio cuenta de las mentiras y los problemas mentales de la ninfa, adepta a los gritos y el frenesí furioso. West cae apenas un poco por debajo de X, su mejor película a la fecha, y sigue en el muy buen nivel indie de The House of the Devil (2009), The Sacrament (2013) e In a Valley of Violence (2016), basta con tener presente que el director y guionista continúa siendo un experto en el estudio de las compulsiones y los desvaríos que se esconden debajo de una apariencia de docilidad que aquí más que nunca calza perfecto con el objetivo de parodiar desde la sutileza al Hollywood Clásico de The Wizard of Oz (1939), de Victor Fleming, hoy ofreciendo el contexto de la granjita del horror, y a la Disney de Mary Poppins (1964), opus de Robert Stevenson que aporta el latiguillo del cuidado de un prójimo comunal estándar resumido en el personaje de Sunderland, padre sin la capacidad de moverse pero consciente del sustrato psicopático de su hija al igual que Ruth, ésta una mujer que considera que hay que sacar lo mejor de lo que se tiene y no delirar con utopías de rescate mágico extraídas de la gran pantalla que no hacen más que negar la realidad, ahora el hecho de que tanto ella como Pearl están solas porque los dos machos, el progenitor y Howard, no pasan del rango de ausentes, ya sea de manera tácita o explícita. Este dejo de canibalismo intra gremio femenino incluye también a la cuñada de la protagonista, una burguesita hermosa llamada Mitsy (Emma Jenkins-Purro), quien no sólo le roba la audición a Pearl sino que se muestra demasiado condescendiente al extremo de que la chica decide asesinarla a hachazos en la mejor secuencia del lote, la de la confesión del desenlace simulando hablarle a Howard y reconociendo su alienación, su curiosidad erótica y su odio de clase hacia la estirpe de burgueses privilegiados de su esposo, unos tarados que le dejan un cerdo asado en la puerta que es rechazado por la orgullosa y tiránica Ruth, a su vez adalid del ascetismo y el dogma luterano más inflexible. Desde la ingenuidad inicial símil The Wizard of Oz hasta el festín familiar macabro del remate en sintonía con The Texas Chain Saw Massacre, Pearl se burla de la artificialidad del cine y en especial de los musicales de cartón pintado del clasicismo descerebrado yanqui, algo permanentemente en primer plano gracias a la teatralidad y las afectaciones de la muchacha y sus sueños de estrellato, y recupera el anhelo de abandonar ese pueblito natal juzgado una cárcel oscurantista a cielo abierto, tradición que va desde Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), de Federico Fellini, hasta Stand by Me (1986), film de Rob Reiner. Si la andanada de asesinatos pueden generar confusión y la idea de que estamos ante un slasher en línea con X, el constante énfasis en la atribulada psicología de la criatura de Goth -aquí, por cierto, posicionándose ya de manera definitiva como una de las mejores actrices del presente- vuelca el asunto hacia ese thriller de mentes perturbadas al que nos referíamos antes, uno que subraya que siempre llega un punto en la vida en el que se debe abandonar el idealismo de la niñez y abrazar lo que se tiene delante para jamás perderlo…
Una maquinaria compleja Con el transcurso de los años el británico Sam Mendes demostró ser un director bastante decepcionante porque después de empezar su carrera con propuestas interesantes como Belleza Americana (American Beauty, 1999), su retrato sarcástico de los escombros del mito de la prosperidad yanqui, Camino a la Perdición (Road to Perdition, 2002), relectura bastante meditabunda del film noir y el cine de mafiosos, y Sólo un Sueño (Revolutionary Road, 2008), su dramón sobrecargado de pareja de impronta retro, el señor comenzó a derrapar con películas de marco preciosista o formal impecable aunque sin la capacidad de soportar demasiado análisis más allá de una inmediatez consumista y banal muy específica del género o nicho en cuestión, pensemos por ejemplo en obras anodinas que precisamente no resisten una segunda visión o quizás no llegaron a ser ni buenas ni malas del todo como Soldado Anónimo (Jarhead, 2005), su deslucida interpretación de la apatía de las milicias primermundistas posmodernas, El Mejor Lugar del Mundo (Away We Go, 2009), suerte de cruza tontuela entre road movie y comedia indie, 1917 (2019), epopeya bélica parcialmente inspirada en la participación del abuelo de Mendes en la Primera Guerra Mundial y rodada bajo el objetivo de simular dos mega tomas secuencias que abarcan todo el metraje, y por supuesto Skyfall (2012) y Spectre (2015), esas dos entregas de la franquicia de James Bond/ 007 que por cierto nada tienen que hacer ante la primera realización de esta fase con Daniel Craig, Casino Royale (2006), opus en verdad insuperable del especialista Martin Campbell. Lamentablemente Imperio de la Luz (Empire of Light, 2022), su última faena, tampoco levanta la puntería y se suma al lote de películas recientes semi autobiográficas por parte de directores del mainstream que optan por homenajear a su propia juventud, a una etapa histórica previa o al mismo séptimo arte en su conjunto, siempre tomando como modelo al querido Federico Fellini de Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), 8½ (1963) y Amarcord (1973). Más cerca de los automatismos nostálgicos de Roma (2018), de Alfonso Cuarón, y Belfast (2021), de Kenneth Branagh, que de retratos más enriquecidos y contradictorios símil Tiempo de Armagedón (Armageddon Time, 2022), de James Gray, y Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), el lienzo heterogéneo de Steven Spielberg, Imperio de la Luz pretende unificar de manera muy trasnochada el esquema melodramático pomposo de Douglas Sirk, aquel de Su Gran Deseo (All I Desire, 1953), Sublime Obsesión (Magnificent Obsession, 1954), Siempre Hay un Mañana (There’s Always Tomorrow, 1955), Lo que el Cielo nos da (All That Heaven Allows, 1955), Escrito en el Viento (Written on the Wind, 1956), Tiempo de Vivir y Tiempo de Morir (A Time to Love and a Time to Die, 1958) e Imitación de la Vida (Imitation of Life, 1959), con las primeras exploraciones de Hollywood alrededor de la temática del integracionismo racial en sintonía con los trabajos más recordados de Sidney Poitier, esos que van desde Fuga en Cadenas (The Defiant Ones, 1958), joya de Stanley Kramer, La Escuela del Odio (Pressure Point, 1962), de Hubert Cornfield, y Cuando Sólo el Corazón ve (A Patch of Blue, 1965), de Guy Green, hasta Adivina Quién Viene a Cenar (Guess Who’s Coming to Dinner, 1967), asimismo de Kramer, Al Maestro, con Cariño (To Sir, with Love, 1967), de James Clavell, y Al Calor de la Noche (In the Heat of the Night, 1967), el clásico de Norman Jewison. El guión del propio Mendes juega con la metáfora del proyector de cine, una “maquinaria compleja” que como el amor despierta la “ilusión de movimiento”, y cubre una relación clandestina entre 1980 y 1981 de dos compañeros del Empire Cinema, complejo de dos salas de la ciudad costera de Margate, en el sur del Reino Unido, el veinteañero Stephen (Micheal Ward), empleado negro polirubro que se encarga de tareas de recepción de espectadores, y Hilary Small (Olivia Colman), subgerenta de unos 40 y pico de años que vive sola y está siendo medicada con litio por un trastorno bipolar. Mendes condimenta el asunto con un background más o menos atractivo para ambos, con Hilary protagonizando un affaire a desgano con su jefe casado, el gerente Donald Ellis (un desperdiciado Colin Firth), y concurriendo regularmente a clases de baile y al consultorio de su psiquiatra luego de una internación por un episodio depresivo y de crisis psicótica, el Doctor Laird (William Chubb), y con Stephen queriendo estudiar arquitectura y en esencia constituyendo la primera generación de británicos nativos de una familia de inmigrantes a raíz de la mudanza de su madre Delia (Tanya Moodie), una mujer de Trinidad y Tobago que estudió enfermería en el Reino Unido, no obstante la progresión narrativa general es sumamente sosa y los “obstáculos” que atraviesa la relación de turno no pasan de ser una colección de clichés hiper previsibles, recordemos en este sentido la fragilidad emocional de ella y sus cambios repentinos de ánimo, el coqueteo de él con una ex compañera laboral de su madre y ex pareja del muchacho, la también negra Ruby (Crystal Clarke), y desde ya el triste accionar de los skinheads del período y sobre todo de los militantes neofascistas del Frente Nacional, un partido político de extrema derecha que en el segundo lustro de los 70 y principios de los 80 tuvo una breve etapa de auge en términos de militancia y repercusión electoral, siempre atizando la xenofobia estándar de la fauna europea caucásica. Mientras ambos curan una paloma herida y adoptan como “nidito de amor” a la planta superior del gigantesco edificio del Empire Cinema, esa que atesora abandonadas otras dos salas que parecen anticipar la crisis paulatina de los exhibidores cinematográficos a partir de los años 80, gracias a la concentración oligopólica de las multicadenas y el recrudecimiento del monopolio productivo hollywoodense a escala global, Small deja de tomar el litio a pura felicidad y eventualmente experimenta otro brote agresivo cuando Stephen quiere finiquitar el vínculo romántico, por ello vocifera su affaire con Ellis y pronto regresa al manicomio. La película, que el grueso de la crítica y el público homologará a una versión fallida de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), de Giuseppe Tornatore, porque es lo único que conocen en lo que atañe al rubro del metacine, honestamente no tiene mucho que ver ni con el humanismo de Fellini y François Truffaut ni con el sustrato más intelectual de Rainer Werner Fassbinder y Woody Allen, por nombrar sólo cuatro cineastas melancólicos y autoreflexivos que pensaron incansablemente toda esta frontera entre realidad y ficción, panorama que tiene que ver con el carácter estereotipado y patético tanto de Hilary, una hembra abúlica que no es capaz de valerse por sí misma o defender al hombre que ama de las agresiones de neonazis inmundos o clientes racistas y soberbios, como de Stephen, un carilindo que en ocasiones parece funcionar como un mero dispositivo retórico que fuerce el esperable “autodescubrimiento” -uno tardío a más no poder, sobre los últimos segundos del metraje- de la fémina para que por fin deje atrás su Complejo de Electra mal curado, ahora con papi teniendo sexo extramatrimonial con la secretaria y mami culpabilizándola por arruinar su matrimonio como todo hijo, un parásito afectivo y material. La ciclotímica odisea por un lado aprovecha canciones varias de Bob Dylan, Joni Mitchell y Siouxsie and the Banshees y por el otro sufre muchísimo debido a comparaciones motivadas por los mismos films exhibidos en el Empire Cinema, como las geniales Desde el Jardín (Being There, 1979), de Hal Ashby, All That Jazz (1979), de Bob Fosse, y Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), de Martin Scorsese, o las amenas The Blues Brothers (1980), de John Landis, Locos de Remate (Stir Crazy, 1980), de Poitier en modalidad director, y Carrozas de Fuego (Chariots of Fire, 1981), de Hugh Hudson, enfatizando que lo mejor del opus de Mendes son las buenas intenciones de Colman, la música incidental de Trent Reznor y Atticus Ross, la fotografía de Roger Deakins y el cameo de Toby Jones como el proyectorista Norman…
No la alimentes Una cosa relativamente a favor que se puede decir del horror contemporáneo industrial es que su mediocridad no es tan mala comparada con las “versiones mainstream” de otros géneros del montón, pensemos por ejemplo en la basura que el Hollywood planetario -ese específicamente de Estados Unidos pero también el de sus filiales a lo largo del globo, que producen la misma mierda pero con estrellitas locales- suele estrenar en géneros cuasi muertos a nivel creativo como la comedia, la ciencia ficción, el thriller, las gestas de acción o el suspenso. Si trazamos dicha analogía entre el horror y el resto del ecosistema del cine de género, sinceramente la comarca de los sustos y los gritos tan mal no está, sin embargo si comparamos históricamente al rubro en cuestión con la variedad, riqueza y efervescencia de otros tiempos la verdad es que esta acepción de hoy en día deja bastante que desear porque arrastra los mismos problemas de todo el acervo audiovisual pretendidamente masivo, nos referimos a un achatamiento formal, discursivo y temático que se profundizó con el predominio de un streaming que apuesta a vender el mismo producto en todo el globo -como el viejo sistema de estudios, precisamente- y en esta patética movida sufre el género en sí porque la prolijidad desabrida, los diálogos huecos y la redundancia retórica son las únicas características que quedan en pie en función de una originalidad ya extinta. Ofrenda al Demonio (The Offering, 2022), el debut en formato largometraje del actor de propuestas Clase B Oliver Park, es un muy buen ejemplo de este estado de cosas ya que hablamos de un film que no es ni bueno ni malo sino anodino y completamente olvidable, como el resto de las realizaciones de horror que nos llegan desde yanquilandia, Europa Occidental, Asia, Rusia e incluso Latinoamérica y España, en este último apartado basta con recordar los bodrios recientes de cineastas otrora maravillosos como Álex de la Iglesia y Jaume Balagueró, Veneciafrenia (2021) y 30 Monedas (2020) por un lado y Venus (2022) y Musa (2017) por el otro, amén del hecho de que el propio Park participó en una antología del espanto controlada por los directores mamarrachescos argentinos Luciano y Nicolás Onetti, A Night of Horror: Nightmare Radio (2019), otra de las tantas bazofias que suele ofrecer el cine latino e hispano “hollywoodizado” de hoy en día, ya sin rasgos autorales o vernáculos de ninguna índole. El guión de Hank Hoffman transcurre en la secta jasídica del judaísmo ortodoxo y arranca con el suicidio de Yosille (Anton Trendafilov), quien encierra en un amuleto a un demonio femenino que había convocado para volver a ver a su esposa fallecida, entidad con look de carnero a lo La Bruja (The Witch, 2015), de Robert Eggers, que responde al folklore de Medio Oriente y Europa y adora alimentarse de niños y bebés. La historia principal no pasa de una combinación de melodrama familiar, espíritu/ demonio homicida a lo J-Horror, detalles de found footage y una relectura invertida de la dinámica del exorcismo, ahora pretendiendo aprisionar al maligno, denominado Abyzou, en vez de expulsarlo del poseso en cuestión, esquema basado en la llegada de Arthur (Nick Blood) y su esposa embarazada Claire (Emily Wiseman) a la funeraria del padre del primero, Saúl (Allan Corduner), quien administra el lugar con un empleado de toda la vida, Heimish (Paul Kaye), y no se da cuenta de que el hijo pródigo regresó no para enmendar el vínculo con el progenitor sino para pedirle que entregue el inmueble de la funeraria como garantía porque Arthur necesita refinanciar una deuda bancaria muy importante por compra de tierras para cultivar limones. Desde ya que pronto llega el cadáver de Yosille, el idiota de Arthur libera al demonio femenino sin saberlo y éste provoca una retahíla de alucinaciones pesadillescas que llevan a la muerte al judío veterano y generan la intervención primero de Heimish, que por cierto odia al protagonista, y luego de Chayim (Daniel Ben Zenou), un demonólogo o exorcista que le pasa la posta al personaje de Blood. Park redondea un clima opresivo algo eficaz y consigue buenas actuaciones de Corduner y Kaye pero lamentablemente satura el desarrollo narrativo de jump scares redundantes que licúan todo el nerviosismo acumulado. Como afirmábamos con anterioridad, Ofrenda al Demonio es otra faena intercambiable del mainstream contemporáneo que desconoce los planteos originales, se toma demasiado en serio a sí misma y ni siquiera sabe condimentar el asunto con gore, desnudos, practical effects imaginativos y/ o un discurso inconformista, optando en cambio por utilizar un CGI inocuo símil plástico y por refritar la obsesión con el “no nato” de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, los rituales esotéricos de El Exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, ese Abyzou de Posesión Satánica (The Possession, 2012), de Ole Bornedal, los sustos de El Conjuro (The Conjuring, 2013), de James Wan, aquellos pentagramas fetichizados de Una Canción Oscura (A Dark Song, 2016), de Liam Gavin, los motivos de la funeraria lúgubre y el cuerpo maldito de La Morgue (The Autopsy of Jane Doe, 2016), de André Øvredal, y el sustrato folklórico/ religioso/ cultural hebreo de La Vigilia (The Vigil, 2019), digna obra de Keith Thomas. Si bien el horror actual resulta más heterogéneo que el del inicio del nuevo milenio, aquel saturado de propuestas como la presente de entidades inmateriales varias, el aparato hollywoodense continúa produciendo opus mediocres como Ofrenda al Demonio que llegan a las salas tradicionales cuando otros trabajos muchísimo más interesantes se pierden en el limbo de la distribución hogareña…
Cinismo enmascarado de optimismo La comedia no es precisamente un género popular hoy en día, una época de conformismo e indignación fáciles y estériles por la pasividad fetichizada, ya que arrastra una naturaleza de por sí divisoria, no todos se ríen de lo mismo y la polémica tiende a asomar su cabeza por sobre el horizonte de las risas debido a burlas más o menos solapadas a las que les importa un comino la corrección política del Siglo XXI cual necesidad patológica de satisfacer al prójimo como si fuese alguna especie de tótem del que se necesita desesperadamente su aprobación, este a su vez un panorama que no se limita al mainstream cultural planetario sino que abarca también al indie y buena parte de los discursos estatales, precisamente por ello el liberalismo anti libertad de expresión genera tanto asco planetario y provoca efectos diametralmente opuestos a los deseados alimentando los ataques de la derecha más obtusa, ortodoxa y lunática, esa misma que representa a los sectores de poder más concentrados del capitalismo y termina ganando las elecciones al señalar las estupideces del progresismo de cartón pintado. Dicho lo anterior, llama la atención la metamorfosis de un cineasta como el sueco Ruben Östlund desde una trilogía dramática inicial cercana al lenguaje de las viñetas aisladas y los documentales observacionales de cámara fija y casi nula intervención en lo acontecido delante de la pantalla, hablamos de La Guitarra Mongoloide (Gitarrmongot, 2004), Involuntario (De Ofrivilliga, 2008) y Play (2011), hasta una segunda trilogía ya de índole inusitadamente paródica y muy agresiva que fue volcándose hacia una estética cada vez más y más accesible para el público promedio internacional aunque sin renunciar al quid iconoclasta de siempre de Östlund, léase ese camino que empieza en Fuerza Mayor (Turist, 2014), faena que todavía respetaba las cámaras fijas, y pasa al salto subsiguiente que significaron The Square (2017) y El Triángulo de la Tristeza (Triangle of Sadness, 2022), ambas de unas dos horas y media de duración total, la primera coqueteando con el inglés y la segunda ya con una preeminencia del idioma de exportación por antonomasia. En un ambiente artístico planetario bastante marchito y repetitivo donde se considera que copiarse a sí mismo es sinónimo de tener estilo, como solía decir Alfred Hitchcock sin la capacidad de anticipar la existencia de legiones de “muertos vivientes” de la cultura que trabajan incansablemente como mercenarios del streaming más intercambiable, inofensivo y anodino o por el contrario, se creen artistas consumados pero sin background intelectual alguno, el realizador sueco sigue pateando el tablero de la previsibilidad y con El Triángulo de la Tristeza nos regala su segunda obra maestra al hilo luego de The Square, en esencia puliendo por un lado y expandiendo por el otro lo hecho con anterioridad a escala temática, retórica, política e ideológica de manera magistral: a pesar de que aún se siente el espíritu de los relatos corales de La Guitarra Mongoloide, Involuntario y Play, la verdad es que aquellas reflexiones del comienzo de la carrera de Östlund, con eje en el peso asfixiante de lo social sobre los estratos marginales suburbanos, derivaron en un estudio posterior muy cáustico con foco en las capas dirigentes de Europa y del Primer Mundo en general, esas que encuentran “ecos” en sus distintos socios cipayos del resto del globo, así pasamos de la bancarrota moral del empresariado actual de Fuerza Mayor, comedia negra sobre un padre que abandona a su esposa y sus dos vástagos en medio de una avalancha en un hotel de lujo de los Alpes Franceses, a primero la parodia hecha y derecha del mundo del arte moderno de The Square, un retrato fulminante de la oquedad simbólica de nuestros días, los circuitos de legitimación de la denominada “alta cultura” y su gigantesca distancia con respecto a la realidad popular por su tendencia a aislarse en burbujas narcisistas, y segundo las ironías en torno a la oligarquía plutocrática más boba, nauseabunda y parasitaria de El Triángulo de la Tristeza, astuta fábula acerca de la estructuración por clases sociales de la praxis comunal del nuevo milenio en oposición al binarismo interpretativo de la Guerra Fría, “capitalismo versus comunismo”, y la cultura del exhibicionismo en redes sociales e Internet en general. La faena comienza centrándose en una típica parejita de tarados del Siglo XXI, esa de una modelo e influencer manipuladora, putona y banal llamada Yaya (último trabajo de Charlbi Dean, que fallecería en agosto del 2022 por una infección a raíz de la extracción del bazo debido a un accidente automovilístico del 2008) y un “macho deconstruido” que también trabaja de modelo y responde al nombre de Carl (Harris Dickinson), no obstante el asunto pronto se abre cual abanico hacia diversos personajes una vez que el dúo, siempre peleando por la tacañería de ella y la histeria alrededor de los roles de género de él, consigue gratis un par de pasajes para un crucero de lujo a bordo de un yate bajo la condición de que se saquen una catarata de fotos para promocionarlo en redes sociales, así nos topamos con el oligarca ruso Dimitry (un estupendo Zlatko Buric, actor fetiche de Nicolas Winding Refn), quien se hizo millonario cuando cayó el Muro de Berlín vendiendo guano o fertilizante para la agricultura, y su clásica esposa trofeo, la descerebrada Ludmilla (Carolina Gynning), un matrimonio de ancianos ingleses que fabrican granadas y minas terrestres, Winston (Oliver Ford Davies) y Clementine (Amanda Walker), una magnate alemana que sufrió un derrame cerebral y perdió la capacidad de hablar, Therese (Iris Berben), un millonario reciente del rubro tecnológico que acaba de vender su compañía, Jarmo (Henrik Dorsin), y una vieja ricachona e insoportable, Vera (Sunnyi Melles), que presiona a una camarera/ esclava de a bordo, la pobre Alicia (Alicia Eriksson), para que toda la tripulación se tire al agua desde un tobogán. Luego de una cena desastrosa por una tormenta en honor al capitán borrachín y socialista del barco, Thomas (excelente desempeño de Woody Harrelson), incidente que desencadena un corte de luz, vómitos masivos y episodios de diarrea e inodoros rebasados entre los oligarcas, el mandamás y Dimitry discuten alcoholizados acerca de capitalismo y comunismo en el intercomunicador de la nave y así, a la mañana siguiente, unos piratas de África asesinan a los británicos con una de sus granadas y arremeten contra el yate con ametralladoras para matar a los esbirros de seguridad y saquearlo todo. En una isla serena se reencuentran los sobrevivientes Dimitry, Carl, Yaya, Therese, Jarmo y tres personajes que formaban parte de la troupe al servicio de las necesidades y caprichos absurdos de los pasajeros, un negro que servía en la sala de máquinas, Nelson (Jean-Christophe Folly), la jefa rubia de personal Paula (Vicki Berlin) y una encargada de la limpieza de los baños, la inmigrante filipina de mediana edad Abigail (Dolly De León). Pronto el esquema de poder se invierte porque la discriminada y sumisa Abigail es la única que sabe pescar y armar un fuego sustentable e impone un matriarcado desplazando a Paula como figura dominante aunque también quitándole el macho a Yaya, quien ve con impotencia cómo Carl acepta convertirse en el raudo amante de la filipina a cambio de comida y el privilegio de dormir en el cómodo barco salvavidas en el que la fémina llegó a la isla, su “hotel alojamiento”. Así como la etapa dramática de la trayectoria de Östlund estaba marcada por un influjo algo mucho estándar dentro del enclave cinematográfico arty desde los años 90 hasta el presente, aquel de Ingmar Bergman, Michael Haneke, Gus Van Sant, Robert Bresson y hasta Aki Kaurismäki, sus últimas tres películas lo acercaron al sustrato mayormente corrosivo y muy surrealista de Luis Buñuel, Roy Andersson, Yorgos Lanthimos, Lina Wertmüller, Rainer Werner Fassbinder, Todd Solondz y Jim Jarmusch. En este sentido tranquilamente se puede afirmar que Play retomaba la marginalidad púber más sádica de ese Van Sant de Elefante (Elephant, 2003) y Paranoid Park (2007), Fuerza Mayor se enrolaba en una tradición de arremetidas contra los sectores pudientes que va desde El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, 1972), de Buñuel, hasta Happy End (2017), opus de Haneke, y The Square complejizaba exponencialmente el meollo promedio de otras sátiras varias del ecosistema cultural que la precedieron e incluso la sucedieron, en sintonía con El Arte de la Seducción (Art School Confidential, 2006), de Terry Zwigoff, El Artista (2008), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, Mi Obra Maestra (2018), joya de Duprat en solitario, y Velvet Buzzsaw (2019), aquella propuesta bastante fallida de Dan Gilroy. El Triángulo de la Tristeza, título que alude al entrecejo fruncido de preocupación que se elimina con bótox, respeta esta estela heterogénea previa porque la película está dividida en tres partes que se condicen con múltiples influencias y se unifican en un marco ideológico de denuncia del “cinismo enmascarado de optimismo” de la alta burguesía, como señala el prólogo centrado en la ridiculización del mercado publicitario, el marketing y la alta costura: hablamos de un primer acto consagrado a la pareja de Carl y Yaya, entre el cine de Solondz y Woody Allen, un segundo capítulo orientado a la claustrofobia del yate y un sarcasmo emparentado con Buñuel, Fassbinder y Andersson y finalmente una tercera parte, ya en la isla, que juega con una conjunción sutil de la degradación escalonada de El Señor de las Moscas (Lord of the Flies, 1963), clásico de Peter Brook a partir de la novela de 1954 de William Golding, y el motivo de la inversión de la sociedad clasista de Insólito Destino (Travolti da un Insolito Destino nell’Azzurro Mare d’Agosto, 1974), relectura de Wertmüller de Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe. Östlund incorpora en la coctelera a burguesas autovictimizadas, pollerudos que caen en el cliché cuando pretendían evadirlo, muchos fetichistas del dinero y de la hipocresía de la corrección política, oligarcas racistas y xenófobos sin culpa alguna, trabajadores inmigrantes explotados, energúmenos de seguridad, imbéciles adictos a las redes sociales, hedonistas huecos y superficiales, egoístas delirantes, viejos nauseabundos de mierda, feminazis blancas patéticas, un capitán ultra socialista y muchos oportunistas contextuales y salvajones, fauna que en su conjunto construye un lienzo brillante sobre los engranajes del poder de hoy en día y la complicidad tácita y explícita de los subyugados…
Éxito, deporte de contacto Whitney Houston, suerte de reinterpretación en clave ochentosa y extremadamente radio friendly del soul, el funk y el rhythm and blues de divas previas como Aretha Franklin, Etta James, Roberta Flack, Diana Ross, Gladys Knight, Patti LaBelle y la gran Chaka Khan, comenzó su carrera en la música grabando y actuando en vivo al servicio de su progenitora Emily “Cissy” Houston, otrora miembro de The Sweet Inspirations, legendario grupo de coristas góspel que trabajó para Elvis Presley, Jimi Hendrix, Solomon Burke, Van Morrison y la misma Franklin, una amiga de la familia desde siempre. La cantante es fichada en 1983 por Clive Davis, el fundador y presidente de Arista Records, después de verla actuar en un club nocturno neoyorquino y ambos dedican la friolera de dos años para pulir el producto y eventualmente presentar al público el mítico debut discográfico solista en cuestión, Whitney Houston (1985), un popurrí de baladas, pop y rhythm and blues típico de la época que se repetiría como fórmula ganadora en ocasión de la segunda placa, bautizada simplemente Whitney (1987), un par de trabajos que efectivamente funcionarían como las obras maestras primigenias de la mujer y que le darían el récord de siete “números uno” seguidos en el todopoderoso chart estadounidense, desplazando a los seis anteriores compartidos por The Beatles y los Bee Gees. La popularidad de turno no sólo se explica por su vozarrón, siendo una soprano spinto, sino también por la heterogeneidad de su público multitarget, su talento para las modulaciones melodramáticas y ese minimalismo formal de base ya que, de hecho, su principal “arma escénica” era el canto mientras que el grueso de las superestrellas de los 80 y 90 dependían muchísimo de las coreografías, la vestimenta, el maquillaje, las coristas, los videoclips, la pompa pirotécnica de los recitales y la producción ultra adornada de las grabaciones de estudio. La gloria comercial, una que le ganó acusaciones de “venderse” al público blanco, pronto trepa a niveles gigantescos en ocasión de sus dos placas siguientes, la mediocre I’m Your Baby Tonight (1990), un intento de adaptación al new jack swing en boga, y la rutinaria The Bodyguard: Original Soundtrack Album (1992), banda sonora de su gran debut como actriz, El Guardaespaldas (The Bodyguard, 1992), film de Mick Jackson. Houston, que para entonces ya tenía una generosa experiencia como diva, definitivamente tomó nota del éxito internacional gigantesco de El Guardaespaldas, con un guión bastante bobo de Lawrence Kasdan, y especialmente de I Will Always Love You, cover soul de una canción de 1973 de Dolly Parton que se terminaría transformando en su himno y principal “carta de presentación” ante el ecosistema global. Como suele ocurrir en estos casos, la cúspide de popularidad coincidió con el inicio del lento colapso psicológico de la vocalista, uno que ocultó retirándose de la música durante largos ocho años para rodar tres películas más, léase las asimismo flojísimas Laberinto de Pasiones (Waiting to Exhale, 1995), de Forest Whitaker, Como Caído del Cielo (The Preacher’s Wife, 1996), de Penny Marshall, y Cenicienta (Cinderella, 1997), obra de marco televisivo de Robert Iscove, a lo que se sumó el nacimiento en 1993 de su única hija, Bobbi Kristina Brown, producto del matrimonio de 1992 con Bobby Brown, éste a su vez ex cantante de la “boy band” New Edition, aquellos refritos ochentosos de The Jackson 5, y por entonces gozando de los últimos coletazos de una fama vinculada a su segundo disco solista en línea con el new jack swing, Don’t Be Cruel (1988), y a sus aportes para el soundtrack de Los Cazafantasmas 2 (Ghostbusters II, 1989), secuela deslucida de Ivan Reitman. Houston disfrutaría de un regreso más o menos digno con el bien hiphopero My Love Is Your Love (1998), no obstante luego derrapa con un desparejo intento de repliegue hacia aquellas raíces soul, Just Whitney (2002), y un disco ya impresentable de canciones navideñas, One Wish: The Holiday Album (2003), etapa de decadencia que comenzó en los 90 y cubre abortos espontáneos, anorexia, muchas peleas con Brown, arrestos, conciertos cancelados, comportamiento muy errático, un reality show –Being Bobby Brown, del 2005- y la pérdida de su poderío vocal por su adicción al tabaco, el alcohol, la marihuana, las pastillas y la cocaína. Luego de un álbum final intrascendente, I Look to You (2009), es encontrada ahogada en 2012 a los 48 años en la bañera de un hotel de Beverly Hills, episodio que fue considerado un accidente por la justicia estadounidense y atribuido a una combinación de cocaína, marihuana, Xanax y un trastorno cardiovascular. Siguiendo la estela de biopics musicales recientes de alto perfil, esa de Bohemian Rhapsody (2018), de Bryan Singer, Rocketman (2019), de Dexter Fletcher, Respect (2021), de Liesl Tommy, y Elvis (2022), de Baz Luhrmann, Quiero Bailar con Alguien (I Wanna Dance with Somebody, 2022), opus dirigido por Kasi Lemmons y escrito por Anthony McCarten, intenta analizar la figura de la malograda Whitney, cuya hija por cierto también se ahogaría en una bañera en 2015 a los 22 años de edad aunque por una neumonía lobar y la ingesta de drogas varias, a lo largo de casi dos horas y media de metraje que no sólo resultan sosas, esquemáticas y excesivas sino que no consiguen echar demasiada luz sobre el misterio que encierra la personalidad de la cantante, en esencia una mujer con un talento vocal enorme pero algo anodina y jamás preocupada del todo por crear una imagen íntima como artista a nivel de las canciones elegidas para interpretar, la enorme mayoría de ellas intercambiable, compuesta por terceros y en sus registros concretos de estudio sin los floreos exquisitos de las actuaciones en vivo, temas en los que improvisaba y sorprendía al público de sus shows. La actriz inglesa Naomi Ackie, conocida por sus participaciones en Lady Macbeth (2016), de William Oldroyd, Yardie (2018), de Idris Elba, Star Wars: El Ascenso de Skywalker (Star Wars: The Rise of Skywalker, 2019), un bodrio de J.J. Abrams, y las series The End of the F***ing World (2017-2019), creada por Jonathan Entwistle para Channel 4, y Small Axe (2020), del querido Steve McQueen para la BBC, es la encargada de componer a la cantante y cumple con dignidad aunque, como decíamos antes, la propuesta no consigue construir una identidad firme para una Houston que parece tironeada por las personalidades dominantes de Robyn Crawford (Nafessa Williams), una amiga/ asistente/ hermana postiza/ amante de la etapa inicial, Brown (Ashton Sanders), aquí bastante inocuo en comparación con la realidad, y sus padres, Cissy (Tamara Tunie), principal responsable de su educación musical, y John Houston (Clarke Peters), otra influencia demagógica y autoritaria que se convirtió en su manager por muchos años, amén de un Davis (el excelente Stanley Tucci) que con su amistad de larga data también marcó el rumbo artístico y la vida de Whitney. La obra de Lemmons, una actriz reconvertida en directora célebre por las apenas simpáticas Amores Divididos (Eve’s Bayou, 1997), Háblame (Talk to Me, 2007) y Harriet (2019), en sí repasa cada uno de los clichés del derrotero de Houston, clásica fábula de ascenso y declive pronunciado, no obstante el guión de McCarten, aquel de otras biopics infladas como La Teoría del Todo (The Theory of Everything, 2014), opus de James Marsh, Las Horas más Oscuras (Darkest Hour, 2017), de Joe Wright, Los Dos Papas (The Two Popes, 2019), del brasileño Fernando Meirelles, y la citada Bohemian Rhapsody, exagera el rol de Crawford en el despegue de la carrera de la estrella, aparentemente para apelar al público gay porque Robyn siempre fue una lesbiana convencida, y ofrece lecturas un tanto caricaturescas de las dos figuras paternas, ese Davis que le presenta las opciones musicales y pretende protegerla de sí misma y el otro, el progenitor biológico símil villano, que le consigue una renovación de contrato con Arista por cien millones de dólares para luego reclamarle ese dinero cuando decide echarlo por desastres diversos en su rol de administrador corrupto, despilfarrador y desalmado; además Quiero Bailar con Alguien desdibuja la relación con la hija, Bobbi Kristina (Bailee Lopes y Bria Danielle Singleton), e incluso desaprovecha la oportunidad de construir un melodrama hogareño lunático a partir del matrimonio con Bobby semejante a Tina (What’s Love Got to Do with It, 1993), recordada faena de Brian Gibson sobre otro vínculo romántico agitado, el de Ike (Laurence Fishburne) y Tina Turner (Angela Bassett), con la salvedad de que en el caso de los Brown los golpes por envidia eran mutuos. Desde ya que se agradece la música, pensemos por ejemplo en The Greatest Love of All, Home, If You Say My Eyes Are Beautiful, How Will I Know, I Wanna Dance with Somebody (Who Loves Me), I Will Always Love You, Why Does It Hurt So Bad, I Didn’t Know My Own Strength, I Loves You, Porgy, I Have Nothing y And I Am Telling You I’m Not Going, sin embargo el sustrato de “biopic oficial” higienizada del film le juega muy en contra por su carácter inofensivo y demasiado respetuoso para con Whitney, artista que necesitaba de un sello más aguerrido y honesto para desentrañar en serio el enigma detrás de tamaña voz…
Abulia o responsabilidad Si bien Llaman a la Puerta (Knock at the Cabin, 2023) es el segundo trabajo al hilo del cineasta hindú M. Night Shyamalan basado en un material externo/ no escrito en primera instancia por el señor, ahora inspirado en La Cabaña del Fin del Mundo (The Cabin at the End of the World, 2018), odisea literaria de horror de Paul G. Tremblay, y en el caso del film anterior, Viejos (Old, 2021), en Castillo de Arena (Sandcastle, 2010), novela gráfica del suizo Frederik Peeters y el documentalista francés Pierre-Oscar Lévy, a decir verdad la película que nos ocupa se condice en un cien por ciento con las preocupaciones de siempre del realizador y guionista como los vínculos afectivos, el quid familiar, las premoniciones ultra lúgubres, el entramado curioso de la niñez, las relaciones de poder en la pareja, los secretos sociales por revelar, la visita de lo desconocido, la hipocresía integracionista en colectivos esencialmente discriminadores como el primermundista, la tendencia caníbal del ser humano, la naturaleza más misteriosa, lo religioso etéreo, la aislación, el autoengaño y en especial el choque permanente entre empatía para con el prójimo por un lado e histeria homicida y narcisista por el otro, sin duda una de sus obsesiones, en tanto reformulación enriquecedora de la vieja contienda simplista del cine de género entre bondad y maldad, y eje de aquella primera fase posterior a sus dos incursiones fallidas en la comedia dramática, las fundacionales Rezando con Ira (Praying with Anger, 1992) y Más Astuto que Nunca (Wide Awake, 1998), hablamos por supuesto de la seguidilla más que conocida de Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999), El Protegido (Unbreakable, 2000), Señales (Signs, 2002), La Aldea (The Village, 2004) y La Dama en el Agua (Lady in the Water, 2006), todos clásicos posmodernos del suspenso esotérico cargado de una ambición muy poco habitual en estos tiempos, por cierto bien insípidos, antiintelectuales y redundantes hasta la médula. Llaman a la Puerta continúa la racha de buena calidad de las otras obras recientes del hindú a posteriori del renacimiento creativo en ocasión de la excelente Los Huéspedes (The Visit, 2015), léase la mencionada Viejos más Fragmentado (Split, 2016) y Glass (2019), las dos continuaciones de El Protegido y partes constituyentes de una suerte de trilogía acerca de superhéroes y supervillanos bastante prosaicos, a su vez un período enmarcado en sus dos encomiables trabajos televisivos, las series Wayward Pines (2015-2016) y Servant (2019-2023), realizadas para Fox y Apple TV+, respectivamente, y cierre de la fase de decadencia inmediatamente previa, esa intermedia de su trayectoria correspondiente a las demasiado pobres El Fin de los Tiempos (The Happening, 2008), El Último Maestro del Aire (The Last Airbender, 2010) y Después de la Tierra (After Earth, 2013), opus que lo acercaron al acervo mainstream más intercambiable y/ o cayeron en rasgos autoparódicos a todas luces involuntarios. La sencilla trama funciona como una fábula de entorno cerrado tácito y gira alrededor de la cabaña del título original en inglés, una bucólica y remota en Pensilvania donde vacacionan un matrimonio homosexual, el de Eric (Jonathan Groff) y Andrew (Ben Aldridge), y su hija adoptada de siete años, la chiquilla de rasgos asiáticos Wen (Kristen Cui) que gusta de coleccionar grillos símil entomóloga incipiente. Cuatro son los extraños que destruyen la paz idílica de la familia, el líder Leonard (Dave Bautista), un docente con un cuerpo gigantesco, y los segundones Sabrina (Nikki Amuka-Bird), una enfermera negra, Adriane (Abby Quinn), cocinera y madre de un chico pequeño, y Redmond (Rupert Grint), otrora un energúmeno homofóbico que le partió una botella en la cabeza a Andrew tiempo atrás y cumplió una sentencia de prisión por ello, representante en sí de la malicia humana del mismo modo que Adriane simboliza la nutrición, Sabrina la sanidad y Leonard la guía. El leitmotiv apocalíptico tiene que ver con el mandato aparentemente divino -transmitido mediante visiones- de los extraños, quienes atan a los gays y les explican que el fin del mundo está próximo y deben elegir a uno de los suyos para morir si pretenden evitarlo, al cual además deben faenar en primera persona/ sin intermediarios porque caso contrario la debacle se desatará por cuotas a medida que los cuatro visitantes se asesinan entre ellos a través de garrotes tuneados con armas blancas. Una vez planteado el latiguillo principal, esta alternativa entre el sacrificio intra familiar o ser testigos vía TV de un cataclismo que incluye terremotos, tsunamis gigantescos, una gripe devastadora, caída general de aviones y una andanada de incendios por rayos, el guión de Shyamalan, Steve Desmond y Michael Sherman combina ingredientes del porno de torturas (el desfile de asesinatos rituales con un paño en la cabeza y cráneos destrozados, primero muriendo Redmond y luego Adriane), el thriller mitológico de base bíblica (aquí regresa un elemento muy caro a la producción del cineasta, la pugna entre el ateo cínico y el creyente ortodoxo, por ello Andrew considera que está ante miembros de un culto suicida y Eric, por el contrario, empieza a compartir su capacidad de profetizar el futuro), el melodrama familiar (entre los esperables flashbacks que amenizan el encierro Shyamalan incorpora un encuentro incómodo con los padres de Andrew, en la piel de Ian Merrill Peakes y McKenna Kerrigan, en esencia la personalidad dominante en la relación porque Eric es mucho más sensible, cercano al rol estándar de las hembras sin ser afeminado caricaturesco) y desde ya la tragedia de resonancias filosóficas y éticas (en pantalla la típica pasividad posmoderna/ burguesa desencadena consecuencias nefastas en el corto plazo, léase el óbito de desconocidos a los que se termina conociendo por el frenesí de los acontecimientos, justo como en nuestra sociedad política cotidiana). A diferencia del woke bobalicón de la falsa diversidad hollywoodense, una estrategia de marketing hiper evidente en la bazofia de Marvel y tantos otros films del mainstream y el indie de la actualidad, Shyamalan sí es honesto en su enfoque plural y democrático que empareja a todos, por ello siempre apostó por la integración del diferente -empezando por él mismo, un hindú criado en Estados Unidos bajo el hinduismo y el cristianismo- mientras se sumergía de manera esquizofrénica en lo sentimentaloide, lo macabro y lo teológico sincrético, gran mejunje que en Llaman a la Puerta se nos aparece mediante referencias varias a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, la pureza romántica idealizada, la persecución de los marginados, esos presagios que despiertan incredulidad y finalmente las ofrendas de fe paradigmáticas de todas las religiones, aquí la muerte voluntaria de los visitantes y del Eric autoinmolado del desenlace. Shyamalan, en muchas ocasiones despertando la hilarante condena de ciertos sectores descerebrados del público y la crítica que no soportan su tono serio, austero y profundo en tiempos de un Hollywood monstruoso y banal que desconoce la artesanía cinematográfica, en su última propuesta redondea una epopeya minúscula y en general disfrutable que equivale a un buen “directo a video” de las décadas del 80 y 90, modificando el final abierto del libro de Tremblay y otros detalles como la muerte de Wen, el óbito asimismo más temprano de Leonard y el papel preponderante de Sabrina en las páginas. Al muy buen desempeño de Bautista, Aldridge y Grint y la excelente fotografía de Lowell A. Meyer y Jarin Blaschke, este último el colaborador de cabecera del genial Robert Eggers, se suma el estupendo manejo del marco conceptual del propio Shyamalan, hoy por hoy nuevamente pensando a la responsabilidad -el hecho de hacerse cargo de las decisiones y sus resultados- en contraposición a la abulia que delega en terceros el rumbo de la vida…
La amabilidad y la automutilación El Norte de Irlanda, región denominada Úlster que abarca nueve condados, históricamente fue la más rebelde en lo que respecta a la supremacía regional de sus vecinos del Reino Unido, por ello al finalizar la Guerra de los Nueve Años (1593-1603), contienda entre los caciques irlandeses y las tropas isabelinas cuyo resultado favoreció a los británicos, éstos decidieron apostar a la Colonización del Úlster como una jugada que garantice la paz y una sumisión duradera mediante un paradigmático proceso de aculturación a la inversa, en este caso a través de inmigrantes de Inglaterra y Escocia de religión protestante -y hablantes del inglés, en contraposición al gaélico irlandés vernáculo- instalándose de manera permanente en el Norte de Irlanda luego de la Fuga de los Condes de 1607, el punto final en términos prácticos de la Etapa Medieval en Irlanda. La huida sistemática hacia Italia de los cabecillas terratenientes católicos y la confiscación de sus tierras por parte de la Corona Inglesa para iniciar la colonización dejaron todo servido para siglos futuros en los que convivieron un Úlster cercano al Reino Unido y el resto de Irlanda, esa mayoritaria católica que anhelaba la autonomía completa y pretendía la construcción de una república, así las cosas después del Alzamiento de Pascua de 1916 comienza de a poco la llamada Guerra de Independencia Irlandesa (1919-1921) que eventualmente deriva en la victoria de los republicanos, la firma del Tratado Anglo-Irlandés de 1921 y la creación en 1922 del Estado Libre de Irlanda, una estructura administrativa bastante agridulce porque garantizaba el autogobierno aunque al mismo tiempo seguía dentro del Imperio Británico y para colmo sus funcionarios públicos debían jurar lealtad al monarca inglés en el poder. La consecuencia más importante del Tratado Anglo-Irlandés, firmado por los líderes nacionalistas irlandeses Michael Collins y Arthur Griffith ante los británicos, fue la secesión de seis condados protestantes del Úlster porque deseaban mantenerse dentro del Reino Unido bajo el rótulo de Irlanda del Norte, panorama que provocó la Guerra Civil Irlandesa (1922-1923), conflicto entre el gobierno provisional pro-tratado y el Ejército Republicano Irlandés (IRA) anti-tratado, ganando el primer bando gracias a la generosa e insistente ayuda en armamento de la Corona Inglesa. Las heridas que dejó este derrotero social aciago en la cultura irlandesa, cuyo pináculo fue la lucha entre unionistas y republicanos durante la Guerra Civil, devendrían primero en la consolidación de los partidos políticos que representan a ambas posiciones hasta nuestro Siglo XXI, los pro-tratado/ amantes de los ingleses Fine Gael y los anti-tratado/ enemigos de los británicos Fianna Fáil, y segundo en el Conflicto Norirlandés, los eufemísticamente bautizados “Problemas” (1968-1998), pugna muy cruenta sostenida en Irlanda del Norte entre la Corona y diversas organizaciones paramilitares y terroristas que surgieron bajo la sombra del antiguo Ejército Republicano Irlandés de la Guerra Civil, siempre abogando por la integración con el resto de Irlanda, la cual a su vez se terminó de separar del Reino Unido a mediados del Siglo XX mediante el abandono de la Mancomunidad Británica de Naciones en 1937 y la adopción ya definitiva del sistema republicano de gobierno en 1949 con eje presidencialista. Los Espíritus de la Isla (The Banshees of Inisherin, 2022), sin duda la mejor película a la fecha del londinense Martin McDonagh, explora de forma metafórica este estado belicoso de cosas centrándose precisamente en el punto más álgido de la lucha fratricida, léase aquel último año de la Guerra Civil Irlandesa en el que estaba en juego la integridad de Irlanda en su conjunto y la asimilación del Úlster protestante y sumiso para con los ingleses dentro de una nación ya emancipada y de idiosincrasia católica, de allí la confusión del grueso de la sociedad irlandesa de la época -la que no batallaba o quizás veía las escaramuzas desde la distancia- ya que los anti-tratado y los pro-tratado habían luchado codo a codo contra los ingleses durante la inmediatamente previa Guerra de Independencia en tanto miembros de un único Ejército Republicano Irlandés, en esencia unos partisanos que no se ponían de acuerdo y que en pantalla están representados por los otrora amigos Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell) y Colm Doherty (Brendan Gleeson), extremos de una relación que se corta con la misma intensidad y obstinación de la guerra y bajo el halo de la asfixia emocional de los funestos augurios de las banshees, hadas o espíritus femeninos que anuncian el óbito de algún allegado gritando, lamentándose o chillando cual sirenas tétricas. Súilleabháin es un campesino, en simultáneo testarudo y bonachón como lo son los sectores populares de todo el globo, que en 1923 vive en una isla irlandesa remota, esa Inisherin del título original, con su hermana Siobhan (esa perfecta Kerry Condon), una mujer un tanto harta de la gigantesca formación rocosa y su eterna rusticidad y repetición, y con animales varios como por ejemplo vacas, cabras, caballos y su querida mascota, una burra bautizada Jenny. Cuando su mejor amigo, Doherty, un violinista especializado en música folklórica irlandesa, opta de repente por no hablarle más por considerarlo “aburrido” y porque desea dedicar los últimos años de su vida a la enseñanza musical, a fraternizar con otros colegas y sobre todo a componer canciones que le permitan ser recordado a futuro, Pádraic no sólo no termina de entender qué sucede sino que se obsesiona con retomar la relación como sea o por lo menos tratar de reemplazar a aquel amigote de antaño con el considerado “tonto del pueblo”, Dominic Kearney (gran trabajo de Barry Keoghan), un muchacho atolondrado aunque no tan necio o lento como parece que está interesado en Siobhan y sufre las palizas despiadadas de su padre, el policía repugnante de la comarca, Peadar (Gary Lydon). Como Pádraic no cesa en sus reiterados intentos de acercarse al intermitentemente silencioso, cortante o despectivo Colm, siempre componiendo una melodía que intitula Las Banshees de Inisherin, éste le lanza un tenebroso ultimátum, eso de que por cada vez que lo moleste o intente hablar de nuevo con él se cortará uno de sus dedos izquierdos con unas tijeras de esquilar ovejas, provocando de hecho que se cercene primero el índice y después los dedos restantes ya que Súilleabháin no desiste en su amabilidad del mismo modo que Doherty parece consagrado a la rauda automutilación con tal de sellar la distancia y el rechazo más absurdo de los círculos viciosos kafkianos. La escalada en violencia coincide con la partida de Siobhan, quien acepta un trabajo como bibliotecaria en una isla más grande, y con la muerte accidental de Jenny, atragantada con los dedos de Colm luego de que los arrojase en la puerta del hogar de Pádraic, el cual para colmo no tiene mejor idea que prenderle fuego a la casona de su amigo aunque avisándole de antemano para que saque del lugar a su perro. El sorprendente cuarto largometraje del también guionista McDonagh, un dramaturgo que saltó al séptimo arte mediante dos opus muy desparejos que retomaban aquella comedia negra hermanada al film noir de los hermanos Joel y Ethan Coen o de los primeros Quentin Tarantino y Guy Ritchie, Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Siete Psicópatas (Seven Psychopaths, 2012), supera incluso a su maravillosa propuesta previa, Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), otro trabajo acerca de la aislación, las disyuntivas morales y la convivencia entre diferentes en un enclave comunal donde los lazos con el prójimo son cruciales, les guste o no a los protagonistas, amén del hecho de que Los Espíritus de la Isla asimismo retoma recursos y tópicos adicionales muy caros al artista inglés en línea con las familias disfuncionales, la soledad masculina, la criminalidad en el ámbito mundano, los desacuerdos ideológicos o políticos, la amputación, el ansia de justicia, el gusto por los insultos de impronta tradicional/ autóctona, la estupidez promedio de los seres humanos, un fatalismo minimalista apenas maquillado, el amor por las mascotas y finalmente toda esta fascinación con lo macabro fratricida en consonancia con la sátira social, de allí que la sede por antonomasia de nuestra amistad truncada sea el pub de Inisherin, atendido por Jonjo Devine (Pat Shortt), clara garantía de una socialización vinculada a la cerveza, el canto, las conversaciones y los exabruptos de las borracheras. La Guerra Civil Irlandesa enmarca no sólo el relato sino también el quid mismo de la cultura folklórica y su cercanía con el fundamentalismo y la brutalidad que llevan a la muerte, tanto la de Jenny como la de Dominic, quien aparece ahogado -suicidio o accidente, no se sabe- luego de una profecía de la reglamentaria banshee, una anciana que responde al nombre de Señora McCormick (Sheila Flitton). Con esplendorosas composiciones de Carter Burwell y un estupendo reencuentro de los extraordinarios Farrell y Gleeson, aquí maximizando por mucho lo hecho en Escondidos en Brujas, McDonagh nos regala una pesadilla tragicómica sobre la depresión en la edad madura y todos los laberintos que construimos para nosotros mismos cuando ya no sabemos articular ni una mísera palabra de afecto, piedad o auxilio…
La cacería es mutua Y pensar que hubo una época en la que la prostitución como temática -o la libido al mejor postor, sin sonseras remilgadas de clase media- se trataba en los films del mainstream y el indie y no había desaparecido casi por completo como en el Siglo XXI, un tiempo en el que todo tiene que estar higienizado y dividido en compartimentos estancos -el sexo en el porno, pero no en los productos para el consumo prosaico- porque las temáticas complejas, sucias o problemáticas quedan flotando en el vacío cuando se privilegia maniáticamente el escapismo bobo de siempre y sus tópicos favoritos asociados, casi todos bastante pueriles y repetitivos ya que ese es el ecosistema cultural por antonomasia del grueso del público y la crítica. En vez de igualar/ equiparar al sexo y al trabajo, dos actividades que involucran explotación capitalista sin que ninguna amerite una condena moral mayor con respecto a la otra porque ambas implican el uso del mismo cuerpo, a la prostitución se la suele fetichizar más de la cuenta -incluso en nuestros días de cinismo todo terreno y mucho marketing banal- como si fuese sinónimo automático de Infierno de la fe (para los fundamentalistas apestosos), trata de personas (para las feministas paranoicas blancas de concha seca), una vida metropolitana glamorosa (desde el punto de vista de muchos imbéciles del ámbito artístico y de la cultura) o un inconveniente de salubridad pública (esta es la perspectiva principal de los gobiernos mierdosos del nuevo milenio, casi todas mafias de derecha que apoyándose en sus respectivos aparatos represivos continúan atosigando a las meretrices, los travestis y los taxi boys bajo distintas modalidades policiales, jurídicas y discursivas). Araña Sagrada (Holy Spider, 2022), tercer largometraje de Ali Abbasi, realizador iraní asentado en Dinamarca conocido por Shelley (2016) y Border (Gräns, 2018), compensa el faltante en el cine contemporáneo e incluso contextualiza al lenocinio en una sociedad tan hipócrita como la occidental pero más demonizadora, la iraní: el proyecto sufrió muchas demoras primero por el éxito global de Border, luego por la pandemia del coronavirus y finalmente por su misma impronta polémica, planteo que le impidió a Abbasi rodar en Irán y Turquía y lo llevó a conformarse con una Jordania que hace las veces de Mashhad, la segunda ciudad más poblada de Irán luego de la capital Teherán, durante los años 2000 y 2001, época en la que un psicótico después identificado como Saeed Hanaei (1962-2002) estranguló a 16 mujeres, la mayoría prostitutas y/ o drogadictas, en lo que definió como una cruzada contra la decadencia de la comunidad impulsada por un hecho callejero fortuito, la confusión de su esposa -madre con él de tres hijos- con una meretriz. El chiflado, un albañil y veterano de la Guerra entre Irak e Irán (1980-1988) que había sido violentado por su madre cuando niño, inspiró un más que importante apoyó no sólo en la prensa fascistoide de siempre en su versión musulmana, esa adepta a dedicarle una yihad a las putas sólo por serlo, sino también en buena parte de una población que comparte la costumbre occidental del fariseísmo, nos referimos a consumir en la privacidad del hogar lo que se condena en público, el sexo, por considerarlo inapropiado para las familias, el Estado o los “altísimos” ideales o valores que todos estos frígidos, lelos y/ o malcogidos supuestamente atesoran. El caso, que derivó en la condena a muerte por estrangulamiento de Hanaei y en lecturas previas y olvidables como el documental Y Llegó una Araña (And Along Came a Spider, 2002), de Maziar Bahari, y aquella propuesta ficcional Araña Asesina (Ankaboot, 2020), de Ebrahim Irajzad, está atravesado por la iconografía simbólica arácnida por un apodo de la lacra mediática masiva en función del modus operandi del psicópata, el cual solía atraer a las víctimas hasta su hogar y las estrangulaba con sus pañuelos para finalmente desechar los cadáveres en terrenos baldíos de Mashhad. El guión de Abbasi y Afshin Kamran Bahrami combina la historia de Hanaei (Mehdi Bajestani), quien efectivamente vive con su esposa y tres hijos y siente placer al matar a las furcias por más que se crea un héroe inmaculado del Islam, y el derrotero de una periodista ficticia llamada Rahimi (Zar Amir-Ebrahimi), la cual arriba desde Teherán y se tiene que comer el acoso de burócratas del pasado y el presente, como su editor o el policía encargado de la pesquisa, no obstante termina trabajando con un colega varón, Sharifi (Arash Ashtiani), que la ayuda en su propia investigación, llegando incluso a hacerse pasar por prostituta en la noche de Mashhad y escapando por poco de las garras de Saeed, un payaso que es arrestado aunque bajo elogios del pueblo, su familia y miembros varios de la comunidad religiosa y gubernamental, a fin de cuentas llamando poderosamente la atención la justificación semi naturalista de su esposa, Fátima (Forouzan Jamshidnejad), y su hijo mayor, Ali (Mesbah Taleb), quienes celebran que el patriarca haya enviado al averno a todas esas “mujeres depravadas de las calles” que viven invisibilizadas. Abbasi en primer lugar desromantiza a los asesinos en serie, jugada retórica que subraya la estupidez de tanto cine de idiosincrasia hollywoodense que tiende a construir un enigma alrededor de la figura del demente que aquí se esfuma porque desde el vamos queda claro que es un mediocre, un delirante y un fascista como lo son tantos tarados del vulgo que se piensan parte de las elites dirigentes, en segunda instancia señala que la misoginia iraní es más cultural que religiosa, política o siquiera institucional, de allí que al describir la película el realizador haya hablado de un film sobre toda una “sociedad asesina en serie”, y en tercer lugar le da continuidad a aquellas reflexiones sobre los marginados de Border, sustituyendo el componente fantástico de antaño por un realismo sucio que va desde las muertes en sí, cuyas víctimas no son sólo furcias y drogadictas sino hembras embarazadas, en situación de calle, deprimidas y perseguidas por el Estado, hasta el circo legal de la segunda mitad del metraje, siempre coqueteando con una exoneración que asoma su cabeza desde las corruptelas y simpatías ortodoxas del poder concentrado, ese que detesta el olor de la vagina impertinente. Araña Sagrada, con un gran duelo actoral entre Amir-Ebrahimi y Bajestani ya que la cacería es mutua, viene a “desempatar” la carrera de Abbasi porque supera a la floja Shelley, un rip-off de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y se acopla a la perfección con la extraordinaria Border, odisea de trolls hermafroditas y segunda traslación de un relato de John Ajvide Lindqvist luego de Criatura de la Noche (Låt den Rätte Komma in, 2008), aquella obra maestra de Tomas Alfredson…
Desgarrado por el arte y la familia Ante una obra de fuerte corte autobiográfico como Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), regreso concreto de Steven Spielberg a lo mejor de su trayectoria reciente en sintonía con Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015) y Ready Player One (2018), uno está muy tentado a englobarla en la minúscula ola de films símil memorias de los últimos años en materia de retratos de la infancia, la adolescencia y/ o la joven adultez de realizadores de alto perfil, como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, Belfast (2021), de Kenneth Branagh, y Tiempo de Armagedón (Armageddon Time, 2022), de James Gray, no obstante la génesis del proyecto de Spielberg es muy anterior, llegando hasta 1999, y se condice con el humanismo y con la nostalgia lúdica de siempre del mítico magnate norteamericano, pivotes sostenidos de su producción artística que pueden emparentarse a nivel yanqui/ local con el Woody Allen melancólico de Recuerdos (Stardust Memories, 1980), Días de Radio (Radio Days, 1987) e incluso Los Secretos de Harry (Deconstructing Harry, 1997), amén del Federico Fellini de Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), 8½ (1963), Amarcord (1973) y Entrevista (Intervista, 1987) y aquella pentalogía también semi autobiográfica de François Truffaut a través de su álter ego Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), una saga compuesta por Los 400 Golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959), el corto Antoine & Colette (1962), correspondiente a la odisea colectiva El Amor a los Veinte Años (L’Amour à Vingt Ans, 1962), con otros segmentos adicionales de Shintarô Ishihara, Marcel Ophüls, Renzo Rossellini y Andrzej Wajda, La Hora del Amor (Baisers Volés, 1968), Domicilio Conyugal (Domicile Conjugal, 1970) y la ya en verdad lamentable El Amor en Fuga (L’Amour en Fuite, 1979), rejunte de clips de las obras previas a lo collage film desvergonzado. Apoyado en un guión coescrito junto a su colaborador habitual y de máxima confianza Tony Kushner, aquel señor de Múnich (2005), Lincoln (2012) y la anterior Amor sin Barreras (West Side Story, 2021), remake del clásico homónimo de 1961 de Robert Wise y Jerome Robbins basado en el musical de Broadway de 1957 con libreto de Arthur Laurents, letras de Stephen Sondheim y música de Leonard Bernstein, aquí Spielberg recupera sin mucha metáfora su pubertad trashumante en Nueva Jersey, Arizona y el Norte de California cual sincericidio con algo de exorcismo espiritual. Desde ya que la película que nos ocupa, asimismo, forma parte de la extensa tradición del amigo Steven en materia de obsesionarse con toda dinámica familiar en descomposición basada en el Complejo de Edipo tradicional de una figura materna poderosa, un padre que representa esa ley social que amerita la rebeldía, hermanos/ amigos/ allegados tontuelos e intercambiables, algún que otro tótem -lejano o cercano- de sabiduría intra parentela y por supuesto la necesidad de quebrar la claustrofobia a través de la búsqueda de una pareja externa y de alguna causa, objetivo o pasión que movilice al sujeto por fuera de lo heredado esclavista a instancias del clan, raudo esquema narrativo que pudo verse en mayor o menor medida en una retahíla de realizaciones muy variopintas como por ejemplo Loca Evasión (The Sugarland Express, 1974), Tiburón (Jaws, 1975), Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), E.T. El Extra-Terrestre (E.T. The Extra-Terrestrial, 1982), El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987), Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), Hook (1991), Rescatando al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), A.I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001) y Guerra de los Mundos (War of the Worlds, 2005), entre otras faenas que ofrecieron acepciones rosas del formato como El Color Púrpura (The Color Purple, 1985) y El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016). También se podría aseverar que Los Fabelman funciona como una recreación magnífica de todo aquello ya analizado meticulosamente en ocasión de la primera mitad de Spielberg (2017), aquel documental de Susan Lacy para HBO de idiosincrasia hiper celebradora o muy poco crítica para con el artista retratado, no obstante el Steven maduro esquiva la sencillez melosa de su homólogo de los años 70 y 80 y tiende a arrastrar un núcleo actitudinal lúgubre -o cuasi nihilista, con la amargura a cuestas- que gusta de disfrazarse de ese optimismo sentimentaloide estándar, generando una propuesta paradójica y por ello fascinante en la que el homenaje a la propia candidez una y otra vez choca con el reconocimiento de la imperfección de los seres queridos, la sutil crueldad del mundo en general, la paciencia que éste tantas veces reclama y la propia indecisión que nos hace girar incansablemente sobre nuestros traumas y frustraciones de ayer e incluso hoy. La familia empieza viviendo en 1952 en Nueva Jersey, donde los progenitores, el ingeniero eléctrico Burt Fabelman (Paul Dano) y la pianista retirada y reconvertida en ama de casa Mitzi Fabelman (Michelle Williams), llevan al cine por primera vez en su vida al frágil protagonista, Samuel “Sammy” Fabelman (Mateo Zoryan de niño, Gabriel LaBelle como adolescente), quien termina maravillado por El Espectáculo más Grande del Mundo (The Greatest Show on Earth, 1952), bodrio de Cecil B. DeMille, y obsesionado con recrear el descarrilamiento de un tren que vio en pantalla, así Mitzi pronto le propone registrar con una cámara de ocho milímetros de Burt un choque hogareño improvisado con juguetes del ferromodelismo. Toda la parentela, junto con el mejor amigo y socio del padre, Bennie Loewy (Seth Rogen), y esas hermanas menores Reggie (Birdie Borria y Julia Butters), Natalie (Alina Brace y Keeley Karsten) y la pequeña Lisa (Sophia Kopera), eventualmente se traslada a Phoenix, ahora en Arizona, y Sammy se une a los Boy Scouts y comienza a filmar cortos con una producción rudimentaria aunque a gran escala, como la faena bélica Escape a Ninguna Parte (Escape to Nowhere, 1961) y el western El Último Tiroteo (The Last Gunfight, 1959), éste inspirado en Un Tiro en la Noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de John Ford, suerte de ídolo con pies de barro -o rey desnudo, junto con el mamarrachesco John Wayne- de la vertiente escapista/ pueril o antiintelectual del Nuevo Hollywood de los años 70. Entre los comentarios sarcásticos de la abuela paterna, Haddash Fabelman (Jeannie Berlin), el fallecimiento de la nona materna, Tina Schildkraut (Robin Bartlett), y la visita de un tío bizarro de Mitzi que trabajó en el circo y el cine, Boris (Judd Hirsch), de a poco queda claro que Samuel comparte la inclinación artística de su madre mientras que las tres hijas se vuelcan a las matemáticas y la tecnofilia aburridísima de Burt, quien a su vez considera al cine como apenas un hobby en la vida de su único hijo varón. El muchacho edita una película vacacional y así descubre un affaire entre Mitzi y Bennie que sólo comunica a su madre, sin embargo la crisis se profundiza porque el patriarca consigue un trabajo en IBM que los lleva a mudarse a Saratoga, en California, donde Sammy sufre el antisemitismo de sus tontos compañeros de colegio a pesar de no ser un judío practicante. Si bien es de destacar el genial desempeño de todo el elenco, sobre todo de un LaBelle que le copia los tics a Steven sin jamás caer en la caricatura burda, y lo bien que se acopla esa partitura insólitamente relajada de John Williams con la selección musical de piezas para piano, esa que incluye diversas composiciones de Johann Sebastian Bach, Muzio Clementi, Joseph Haydn y Friedrich Kuhlau, el verdadero tesoro detrás de Los Fabelman es el guión de Spielberg y Kushner, éste también famoso por Ángeles en América (Angels in America, 2003), la miniserie dirigida por Mike Nichols para HBO sobre el reaganismo y la pandemia del VIH en los 80, en este sentido pensemos que el voluminoso metraje de 151 minutos le permite al artífice máximo comenzar su periplo en la comarca del drama familiar con toques de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), de Giuseppe Tornatore, para después coquetear con el romance de infidelidades y locura incipiente, una vez que entra en juego el secreto entre madre e hijo y la culpa progresiva símil bola de nieve, y finalmente torcer el rumbo hacia el bildungsroman o relato de aprendizaje o “coming of age”, ya en lo que atañe a esa California que trae consigo a dos expertos del bullying, Logan Hall (Sam Rechner) y Chad Thomas (Oakes Fegley), y a una novia de lo más estrafalaria, la cristiana fanática e hiper ridícula Mónica Sherwood (Chloe East). Los padres reales de Spielberg, Leah (fallecida en 2017) y Arnold (muerto en 2020), se parecían mucho a sus émulos en pantalla, él un workaholic que termina viviendo en Hollywood con Steven/ Samuel, una vez que se confirma el divorcio por la aventura amorosa de la mujer con el mejor amigo de su esposo, y ella, efectivamente, rozando siempre una enajenación que se confundía con su buen humor y delirios como comprarse un mono capuchino o usar sólo cubiertos y platos descartables. A diferencia del acervo retroidealizado de John Hughes o American Graffiti (1973), de George Lucas, el film de Spielberg explora el pasado en toda su complejidad, piensa el choque entre familia y arte e incluso nos regala una “frutilla de torta” magistral, nada menos que un cameo de David Lynch como el fascistoide Ford vía un breve encuentro en las oficinas de CBS, momento gracioso que reproduce palabra por palabra la realidad y que involucra la magia -o las mentiras ultra adictivas- del encuadre y la puesta en escena…