Basado en una investigación periodística de Joaquín Sánchez Mariño, el director Mariano Galperin cuenta los pormenores del show del jazzista Bill Evans en San Nicolás tras su gira por la Argentina de 1979. Anécdotas de giras de músicos hay un montón, pero quizás haya una que merecía una película. Es la que tiene al músico y compositor de jazz Bill Evans, reconocido como uno de los mejores de la historia, en gira en Argentina, a punto de embarcarse en un último show en San Nicolás en medio del concurso Miss Invierno y justo un año antes de morir a la temprana edad de 51 años por cirrosis hepática. Mariano Galperin produce, escribe y dirige ese periplo desconcertante para el músico estadounidense (interpretado por Diego Gentile), en medio de sus traumas por la muerte de su hermano George (Walter Jacob) y de su ex mujer Kiki (Julia Martinez Rubio). Un viaje de fantasmas entre su adicción a la heroína y su gusto por el whisky. Pero también, un homenaje exquisito a su figura y a la música como arte liberador. Presentada en el BAFICI, Bill 79 (2023) presenta los vicios propios de un pueblo del interior, con sus tradiciones y relación con la cultura. Se percibe en el film que nadie en el lugar se percató de la magnitud de la figura que tuvo en el escenario y Bill, encerrado con sus demonios, disfrutó de ese anonimato. Galperin (1000 boomerangs, Su realidad) no cae en ningún cliché de este tipo de relatos. No recurre ni a la biopic ni al rockumental en ningún momento. Hace en cambio un film intimista, sobrio y magnético, dando vueltas alrededor del aura de Bill Evans sin tratar de resolver con facilísimos su misterio. La película es por momentos fascinante, llena de pequeños detalles que funcionan como una caja de Pandora. Párrafo aparte merece la actuación de Diego Gentile como Evans, seco y parco, sin nunca esbozar una mueca de más ni tampoco una mimesis descarada. En tiempos de imitaciones de músicos por doquier, su interpretación es sobria, contenida, convencido que desde su composición se puede imaginar a Evans con mayor profundidad que desde la caricatura. Bill 79 es una película diferente en muchos sentidos, única y surreal. Tiene la capacidad de seducir a los amantes de las anécdotas de músicos extravagantes, promueve a saber más sobre las peripecias de Evans en Argentina, y a quienes no estén interesados en el tema, los invita a un viaje enigmático y sensorial por la mente de un personaje conflictuado en medio de un particular intercambio cultural. Y siempre desde un punto de vista extrañado, que nos devuelve un reflejo desconocido de nuestra sociedad.
Para empollar huevos humanos Lo mejor que puede decirse sobre Incubación (Pahanhautoja, 2022), debut en el campo del largometraje de la directora finlandesa Hanna Bergholm, aquí también responsable del guión junto a Ilja Rautsi, es que hablamos de una suerte de “película de monstruos” que se sostiene más en los resortes del cine de género y en los viejos y queridos practical effects que en los insoportables y omnipresentes CGIs de nuestros días y esos latiguillos narrativos meditabundos destinados a garantizar un mínimo recorrido por el circuito de festivales internacionales, opción desesperada del terror indie del presente ante la imposibilidad de conseguir un estreno en salas de antaño y la condena de terminar engrosando el catálogo de un servicio de streaming y perdiéndose entre una infinidad de contenido basura y/ o de relleno. La propuesta, de hecho, recurre a segundos apenas de diseño digital para algunas tomas amplias pero en general se decide por retratar a la criatura espantosa en cuestión mediante herramientas que conservan intacta esa dimensión de la corporalidad con la que nosotros, los mortales con una anatomía palpable, podemos identificarnos, nos referimos al maquillaje de Conor O’Sullivan y los animatronics, títeres y marionetas varias de Gustav Hoegen y el equipo de titiriteros de Phill Woodfine, aquí evidentemente tomando prestado algo de aquellos Skeksis, seres con apariencia de ave de rapiña, de El Cristal Encantado (The Dark Crystal, 1982), gran obra maestra de Jim Henson y Frank Oz dentro del rubro de la fantasía truculenta símil cuento de hadas para adultos que pone en primer plano miedos atávicos y poco placenteros que los mayores desean enterrar en una infancia ya superada. La protagonista es Tinja (Siiri Solalinna), una nena de doce años de una familia de la alta burguesía de Finlandia que se dedica con sumo fanatismo a complacer a su madre (Sophia Heikkilä) en eso de participar y ganar en una competencia de piruetas gimnásticas, una mujer que no tiene nombre conocido pero ejerce su influencia con mano de hierro porque obliga a todo el clan a adaptarse a su concepción de parentela perfecta, sonriente, unida y con una casona que debe ser ostentada en su aparentemente popular videoblog, núcleo nada sutil de la constante hipocresía de la susodicha y su adicción para con el exhibicionismo. Mientras que su padre (Jani Volanen) es un cero a la izquierda que acepta sin chistar que la hembra se busque un amante más joven, Tero (Reino Nordin), y su hermano menor es un malcriado de mierda que se pasa de quejoso y egoísta, Matías (Oiva Ollila), Tinja empieza a romper la ligazón conformista que la ata a su madre cuando un día la mujer mata a un cuervo que entró en el hogar familiar y rompió distintos objetos y su hija lo deja en un tacho de basura externo, descubriendo esa misma noche que el animal voló hacia su nido y agoniza ante un huevo, por ello lo sacrifica a piedrazos y se lleva por culpa al vástago por nacer hasta su habitación, donde lo incuba primero debajo de las sábanas y después dentro de un peluche. Entre sangre y lágrimas de la mocosa, la criatura eventualmente eclosiona desde el interior del huevo y en un principio parece ser una cruza entre cuervo gigante y humano, no obstante luego se asemeja a la preadolescente y funciona como su vengadora tácita y como alegoría de la necesidad de respeto y comprensión de todos los seres vivos. En línea general el terror femenino, comarca que prácticamente nace con el nuevo milenio porque durante gran parte del Siglo XX casi ni existía, atravesó tres fases muy claras que se corresponden con un período primigenio centrado en procesos fisiológicos -casi siempre la menstruación- pintados como autónomos en relación a la voluntad de las hembras, con una segunda etapa histórica homologada a planteos misándricos de demonización boba de los machos y finalmente con un tercer ciclo en el que comienzan a aparecer films de batallas internas dentro del rubro femenino, siendo Incubación un muy buen ejemplo de ello ya que la realizadora en esencia hoy nos regala una doble lucha, esa entre la progenitora caníbal, una mujer frustrada que por un accidente cuando púber tuvo que abandonar su carrera en el patinaje artístico, y la humilde y muy condescendiente Tinja, quien es ninguneada por sus compañeras de colegio y sólo tiene de amiga a una flamante vecina de su edad, la asimismo gimnasta Reetta (Ida Määttänen), y aquella otra entre la faceta conformista de la chiquilla, quid que la lleva a dejarse lastimar por su madre mediante prácticas eternas y una presión psicológica salvaje, y esa idiosincrasia independiente reprimida que está simbolizada en el monstruo humanoide, entidad que pronto es bautizada Alli y pasa a atacar a cualquiera que se convierta en foco del encono de Tinja, como por ejemplo el perro mascota de Reetta, la propia vecina y la beba de Tero, Helmi (Miroslava Agejeva), cuya madre murió al dar a luz y por ello la progenitora de la protagonista se siente con derecho de criarla como propia en un gesto que Tinja sabiamente descifra como la elección de una futura víctima de la mujer. Desde ya que Bergholm no aporta muchas ideas novedosas aunque la ejecución es ágil y el mensaje está administrado con astucia, pensemos que el asunto combina por un lado aquel dolor antropomorfizado y homicida de Cromosoma Tres (The Brood, 1979), de David Cronenberg, ya no vía unos niños asexuados psicopáticos sino a través de una criatura que necesita que le regurgiten la comida como cualquier polluelo, y por el otro lado el dualismo bueno/ malo de El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886), novela de Robert Louis Stevenson, aunque ahora unificado con la fábula del buen salvaje, la historia de aprendizaje o bildungsroman y la metáfora de la antisublimación por parte de un doppelgänger que se hace cargo de todos los sentimientos negados por Tinja para contentar a terceros, en pantalla una madre que traslada sus anhelos de juventud a su hija sin jamás preocuparse por el malestar que esto le provoca a la nena ni tampoco deducir que ella hará algo similar, pero ya de manera involuntaria, con su propio vástago, Alli, engendro que puede ser interpretado como un fruto simbólico de su vientre que hereda tanto pesar o como una personificación de sus raudas ganas de matarlos a todos por distintos motivos, a su hermano por celoso, a su padre por pasivo y a su madre por ser una mega arpía. La debutante Solalinna no es un prodigio de la actuación pero se nota que hace lo que puede mientras que los que sobresalen en serio son Heikkilä, una mujer bella y fría, y Nordin como un Tero que constituye el único sensato del convite, ese que identifica rápido el culto al narcisismo y al hermetismo suicida de esta triste retahíla de burgueses…
La gente es ruidosa Hoy pocos lo recuerdan pero durante las décadas del 80 y 90 era relativamente común que Hollywood fichase a cualquier cineasta resonante del globo -ya sea de linaje popular, indie/ arty o de cine de género underground- para encargarle un proyecto impersonal mediante el cual testear su capacidad de “seguir órdenes” y de redondear productos comerciales según los cánones establecidos por el mainstream norteamericano, situación que solía generar una y otra vez el mismo resultado porque el susodicho, generalmente una luminaria del país en cuestión con éxitos de taquilla a cuestas, soportaba una o dos o hasta tres películas bajo el halo asfixiante de Los Ángeles y después regresaba a su hogar, planteo que en suma ponía patas para arriba lo que sucedió en el período previo de inmigración artística masiva, el de mediados del Siglo XX, ya que muchos cineastas que huyeron del ascenso del fascismo en Europa durante los 30 y 40 pudieron establecerse en el Hollywood Clásico con comodidad y desarrollar carreras en verdad excelentes, todo lo contrario a la generación multicultural de exiliados comerciales de los 80 y 90 en materia del paupérrimo nivel promedio de sus productos estadounidenses, casi todos no sólo por encargo sino mediocres de por sí y lejos de las promesas tácitas de calidad que representaban sus obras previas al salto a la “gran industria” yanqui, de alcance planetario. En la etapa posterior hubo excepciones como por ejemplo esas tres del mismo año de los máximos genios de Corea del Sur, léase Stoker (2013), de Park Chan-wook, Snowpiercer (2013), de Bong Joon-ho, y El Último Desafío (The Last Stand, 2013), odisea de Kim Jee-woon, no obstante lo estándar en lo que atañe a directores importados es la pérdida/ venta del alma del creador de turno símil Assassin’s Creed (2016), del australiano Justin Kurzel, y El Muñeco de Nieve (The Snowman, 2017), del sueco Tomas Alfredson, más allá de las consideraciones que cada uno pueda formular en relación a las películas en concreto y su excelencia, medianía o trasfondo bien fallido. Por supuesto sin llegar al nivel del ultra mamarrachesco y también argentino Luis Puenzo, quien a posteriori de ganar el Oscar a la Mejor Película Extranjera por La Historia Oficial (1985), una de las primeras faenas fílmicas en tratar el tema de los desaparecidos durante el genocida Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), se mudó al enclave anglosajón para rodar los bodrios totales Gringo Viejo (Old Gringo, 1989) y La Peste (1992), lo que a la postre provocó que luego regresase a Argentina con motivo de la asimismo insoportable La Puta y la Ballena (2004), la más reciente adición a la lista de “amigos de la decepción en su debut hollywoodense” es Damián Szifron, señor cuya carrera fue de menor a mayor porque incluyó El Fondo del Mar (2003), comedia negra bastante irregular disfrazada de thriller de burgués atrapado en celos patológicos que decide vigilar al amante de su novia, Tiempo de Valientes (2005), simpática buddy movie de acción modelo ochentoso y con un tono sarcástico mayormente astuto que amplificaba ese interés de la ópera prima en materia de los estudios de personajes por sobre la trama en sí, y Relatos Salvajes (2014), excelente antología compuesta por seis historias más o menos interconectadas que exploraban el dejo más violento y esperpéntico del capitalismo salvaje contemporáneo y que inesperadamente se convirtieron en un éxito internacional, incluidas nominaciones a la Palma de Oro en Cannes y a la Mejor Película Extranjera en los Oscars, amén de dos series muy entretenidas para el canal argentino de televisión abierta Telefe, Los Simuladores (2002-2004), de dos temporadas, y Hermanos y Detectives (2006), de una única temporada, la primera serie englobada en un suspenso de corte satírico e inspirada en El Golpe (The Sting, 1973), el opus de George Roy Hill con Robert Redford, Paul Newman y Robert Shaw, y la segunda otra buddy movie de “pareja dispareja” que retomaba mucho de Detective Conan (1996-2022), una relectura en anime del legendario manga creado en 1994 por Gôshô Aoyama. Misántropo (To Catch a Killer, 2023) es la película con la que Szifron vuelve a la dirección casi una década después de Relatos Salvajes, brecha de tiempo demasiado dilatada que a veces no augura buenas cosas porque pinta una tendencia al ostracismo de la fama, un ego inflado y/ o una indecisión sobre qué hacer a continuación porque la idea de entregarse a un “bautismo de fuego” en yanquilandia acarrea más exigencias que rodar en cualquier otro país de la periferia, en este sentido la errática y rutinaria Misántropo es una obra apenas correcta, capaz de superar a esos thrillers basura del streaming de hoy en día, en la que el cineasta pretendió dejar contentos a todos y por ello -como suele ocurrir con los productos intercambiables o genéricos- en realidad no deja contento a nadie: como si se tratase de alguno de esos exploitations con presupuesto de los años 90 de El Silencio de los Inocentes (The Silence of the Lambs, 1991), de Jonathan Demme, Cabo de Miedo (Cape Fear, 1991), de Martin Scorsese, o Pecados Capitales (Seven, 1995), de David Fincher, en sintonía con Copycat (1995), de Jon Amiel, Besos que Matan (Kiss the Girls, 1997), de Gary Fleder, El Coleccionista de Huesos (The Bone Collector, 1999), de Phillip Noyce, y Telaraña (Along Came a Spider, 2001), de Lee Tamahori, el opus de Szifron nos presenta la poco probable sociedad entre Eleanor Falco (Shailene Woodley), una oficial de policía de Baltimore, en el Estado de Maryland, con historial de adicciones e incluso intentos de suicidio, y Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn), uno de los jefazos del FBI, en pos de capturar a un asesino en serie que gusta de acribillar a sus víctimas a mansalva con un rifle antiguo, pesquisa en la que la joven es insólitamente elegida de la nada como “segunda de confianza” del cabecilla porque pareciera que es tan misántropa como el homicida -la historia no ofrece mucho más desarrollo al respecto- y en la que Lammark sufre presiones repetidas a los gritos y planteos de sabotaje implícito de parte de otros jerarcas del FBI, la policía local y el aparato político. La fotografía de Javier Julia es muy buena, la presencia del glorioso Mendelsohn siempre funciona de maravillas a nivel dramático y el film de hecho incluye secuencias interesantes como todas las agitadas, hablamos de esa inaugural del francotirador psicótico que copia y maximiza la apertura de Harry, el Sucio (Dirty Harry, 1971), de Don Siegel, la del mall/ shopping center cuando la lacra de seguridad privada aporofóbica intenta reducir al villano, aquella otra de la cruel balacera en el supermercado y finalmente la resolución algo melosa en el hogar bucólico, sin embargo el guión del realizador y el debutante Jonathan Wakeham es sinceramente muy pero muy flojo, la premisa del “equipo” entre la ninfa autodestructiva y el jefe gay del FBI resulta forzada y las dos horas de duración están repletas de diálogos sobreexplicativos, personajes frustrantes o caricaturescos y demasiadas intervenciones de tilingos de TV y diversos lobistas de derecha de los mass media que empantanan la intriga mediante una reflexión burda acerca de la chatarra cultural contemporánea y las falacias de la posverdad, para colmo el film -como decíamos antes- no cuenta con ideas novedosas, por momentos por lo esquemático se parece a un capítulo tuneado de La Ley y el Orden (Law & Order, 1990-2010), serie de Dick Wolf, y definitivamente padeció de un marketing pésimo debido a la poca difusión, como si a los productores les diese vergüenza el resultado final, y al horrible cambio de título, del Misanthrope original al tosco To Catch a Killer/ Atrapar a un Asesino para el marcado yanqui, el mismo de la estupenda película para TV de 1992 de Eric Till con Brian Dennehy como el espantoso John Wayne Gacy. En general la propuesta es entretenida y se acerca a un viejo “directo a video” y hasta se agradece esa voluntad de pensar la vigilancia global actual, el ruido informativo y la angustia de la vida cosificada en el capitalismo consumista, pauperizador y banal, no obstante la bienintencionada y también productora Woodley no está a la altura del reto por una presencia cinematográfica estéril…
Todo es chantaje Con Sombras de un Crimen (Marlowe, 2022), un trabajo relativamente digno que sin ser malo ni llegar al nivel de los mamarrachos hollywoodenses actuales sin duda podría haber sido mucho mejor, Neil Jordan recupera su mote de “campeón de las películas fallidas e interesantes”, título que ganó a principios de su carrera y que fue perdiendo y recobrando según pasan los años: el irlandés, uno de los cineastas más eclécticos y desparejos que hayan surgido de la década del 80, aglutina un conjunto de películas incuestionables sobre las que hay una suerte de consenso entre el público y la crítica sobre su calidad, hablamos de En Compañía de Lobos (The Company of Wolves, 1984), Mona Lisa (1986), El Juego de las Lágrimas (The Crying Game, 1992), Entrevista con el Vampiro (Interview with the Vampire, 1994), El Precio de la Libertad (Michael Collins, 1996), El Niño Carnicero (The Butcher Boy, 1997), El Ocaso de un Amor (The End of the Affair, 1999) y Desayuno en Plutón (Breakfast on Pluto, 2005), sin embargo el resto de su producción artística también resulta en mayor o menor medida atractivo incluso con los infaltables problemas narrativos de siempre del señor y con cierta desproporción estética/ ideológica/ formal que termina enturbiando el mensaje o el planteo discursivo en general, algo típico de aquella camada de realizadores y guionistas ochentosos que empezaron a dejar de lado el relato estándar de los años 70 hacia atrás en pos de ese pastiche convulsionado que hoy domina tanto el ámbito mainstream como la comarca indie, regiones que precisamente se confunden en el derrotero de Jordan porque continuamente ha sabido combinar la pretensión de accesibilidad masiva del primero con los arrebatos rupturistas o los giros bizarros o melancólicos de la segunda. Dicho de otro modo, Sombras de un Crimen, coproducción entre Irlanda, España y Francia, se mueve sin cesar en la frontera entre los otros dos grupos de propuestas -ya bien alicaídas, definitivamente- del amigo Neil, léase aquella medianía estrambótica de Angel (1982), El Milagro (The Miracle, 1991), El Buen Ladrón (The Good Thief, 2002), Valiente (The Brave One, 2007), Amor sin Límites (Ondine, 2009), Byzantium (2012) y La Viuda (Greta, 2018), por un lado, y el desastre sin medias tintas -de todos modos interesante, como decíamos con anterioridad- de opus por encargo como El Hotel de los Fantasmas (High Spirits, 1988), No Somos Ángeles (We’re No Angels, 1989) y Sueños de un Asesino (In Dreams, 1999), por el otro lado, amén de una participación televisiva que respeta estos mismos criterios porque Los Borgia (The Borgias, 2011-2013), loable serie para Showtime, contrasta con respecto a Riviera (2017-2020), bodrio encarado para Sky Atlantic. Fiel a su costumbre iconoclasta y en ocasiones bastante revulsiva, Jordan elige obviar las siete novelas de Raymond Chandler sobre el célebre detective Philip Marlowe, en esencia porque todas salvo la última, Cocktail de Barro (Playback, 1958), fueron adaptadas en numerosas ocasiones a la gran pantalla, y opta en cambio por uno de los libros de los muchísimos discípulos post mortem del escritor norteamericano que retomaron el personaje, La Rubia de Ojos Negros (The Black-Eyed Blonde, 2014), de John Banville con el seudónimo de Benjamin Black, dando por resultado una realización demasiado errática que no se decide entre el film noir tradicionalista símil décadas del 40 y 50 o el neo noir posmoderno de raigambre más cínica y kitsch de los 70 en adelante, lamentablemente sin siquiera brillar en alguno de estos dos gremios por separado. La trama se sitúa en la ciudad de Los Ángeles de 1939 y comienza con el clásico puntapié de los policiales negros, la aparición de una femme fatale, Clare Cavendish (Diane Kruger), encargándole a nuestro investigador privado estrella, Marlowe (Liam Neeson), encontrar a un aparente amante desaparecido, Nico Peterson (François Arnaud), el jefe mujeriego de utilería del estudio Pacific Pictures, un aspirante a agente de talentos con una sola clienta, la actriz Amanda Toxteth (Seána Kerslake), y encima una mula que suele importar cocaína a Estados Unidos escondida en esculturas de yeso para el narcotraficante Lou Hendricks (Alan Cumming), quien tiene de chofer y guardaespaldas a un gigantón, Cedric (Adewale Akinnuoye-Agbaje). El misterio incluye un cadáver que se supone es Peterson pero no lo es, algo atestiguado por una Clare que lo vio en Tijuana después de su hipotética muerte al caer borracho y ser atropellado por un auto -cabeza aplastada de por medio- en la puerta del exclusivo Corbata Club, panorama que se complica gracias a un popurrí algo desquiciado y caótico de personajes en el que no faltan la madre de Cavendish y una otrora estrella de Hollywood, Dorothy Quincannon (Jessica Lange), el mandamás mafioso del club de turno, el proxeneta y también narco Floyd Hanson (Danny Huston), un par de amigos policías de Marlowe que lo ayudan en la pesquisa, Joe Green (Ian Hart) y Bernie Ohls (Colm Meaney), el capo de Pacific Pictures y futuro embajador yanqui en el Reino Unido, Philip O’Reilly (Mitchell Mullen), la hermana de este “latin lover” desaparecido, Lynn Peterson (Daniela Melchior), y un par de mexicanos que torturan, violan y asesinan a Lynn, Gómez (Roberto Peralta) y López (J.M. Maciá), para recuperar una sirena de yeso cargada de polvo blanco. El relato de Jordan y el malogrado William Monahan, quien estaba destinado a la grandeza después de ganar el Oscar al Mejor Guión por Los Infiltrados (The Departed, 2006), de Martin Scorsese, pero terminó dirigiendo obras olvidables como London Boulevard (2010) y Mojave (2015), incorpora simpáticas referencias al padre del film noir, el irremplazable John Huston, vía una alusión en diálogos a El Halcón Maltés (The Maltese Falcon, 1941) y la misma presencia de su hijo, Danny, en un papel de villano poderoso que duplica en parte lo hecho por John en Barrio Chino (Chinatown, 1974), de Roman Polanski, no obstante la película carece de la riqueza conceptual y del sustrato atrapante de las grandes joyas del formato por excelencia de las vampiresas destructivas, la corrupción moral metropolitana, el parasitismo, la industria del chantaje cruzado y una lucha de clases apenas maquillada bajo la sombra de marquesinas gigantescas, lujo y una andanada de alcohol, cigarrillos y furcias, todos latiguillos que Jordan respeta cual figuritas de un álbum coleccionable y al mismo tiempo no consigue exprimir por una triste tendencia a engolosinarse con escenas excesivamente dialogadas que empantanan la narración una y otra vez. Neeson está un poco mayorcito para interpretar al mítico Philip, detective privado algo puritano y con una ética inquebrantable, aunque ofrece un desempeño digno al igual que Lange y la perfecta Kruger, aquella de Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), de Quentin Tarantino, Sr. Nadie (Mr. Nobody, 2009), de Jaco Van Dormael, y En Pedazos (Aus dem Nichts, 2017), de Fatih Akin, entre otras, sin embargo el resto del elenco cae en la caricatura a pesar de la estupenda fotografía de Xavi Giménez y la magistral reconstrucción de época cortesía del director artístico Mani Martínez y el diseñador de producción John Beard. Neil destruye la algarabía Clase B que tantas satisfacciones nos había dado en La Viuda y se enfrasca en la friolera de casi dos horas de metraje que no sólo no se justifican en términos retóricos sino que pecan de redundantes tanto a escala de lo que aquí se pretende transmitir, en esencia un gran cariño para con ese dejo bohemio de antaño que no se logra revitalizar o por lo menos reproducir desde nuestra contemporaneidad, como en lo que atañe a la pose posmoderna de la “deconstrucción” en sí, jugada a la que Sombras de un Crimen llega muy tarde porque ya fue realizada/ ejecutada por Robert Altman en la insuperable El Largo Adiós (The Long Goodbye, 1973), la adaptación avant-garde por antonomasia de un Chandler que exploró en la pantalla grande -y de primera mano- estos enigmas paradójicos a través de los guiones de obras maestras de la talla de Pacto de Sangre (Double Indemnity, 1944), de Billy Wilder, y Extraños en un Tren (Strangers on a Train, 1951), odisea del inefable Alfred Hitchcock…
Una relación tóxica Renfield: Asistente de Vampiro (Renfield, 2023), opus dirigido por Chris McKay, aquel de la simpática Lego Batman: La Película (The Lego Batman Movie, 2017) y la muy mediocre La Guerra del Mañana (The Tomorrow War, 2021), y el primer trabajo de Nicolas Cage para uno de los grandes estudios hollywoodenses desde la ya lejana Ghost Rider: Espíritu de Venganza (Ghost Rider: Spirit of Vengeance, 2011), de Mark Neveldine y Brian Taylor, es efectivamente un desastre como lo fue ese último film del legendario intérprete para el gigantesco pulpo empresarial asentado en Los Ángeles. En vez de construir una epopeya que sirva de vehículo para el lucimiento de la estrella de turno, en la tradición de tantas propuestas del pasado que supieron valorar el carisma, la presencia escénica y/ o el talento en cuestión, Renfield: Asistente de Vampiro divaga a niveles insoportables a lo largo y ancho de múltiples géneros, vertientes y estilos porque una de las características cruciales del cine contemporáneo es su obsesión con meter en la licuadora un poco de todo con la idea muy ingenua de que dejarán satisfechos a los diferentes nichos del mercado global de hoy en día, lo que por millonésima vez da por resultado un producto esquizofrénico, necio y aburrido que todo lo que se impone como meta no llega a cumplirlo al extremo de -para colmo- desperdiciar a su principal o único recurso real, precisamente el demencial Cage. McKay y sus socios a escala creativa, el guionista Ryan Ridley y el responsable de la trama original Robert Kirkman, ambos con un amplio bagaje televisivo a cuestas y el segundo además célebre por haber escrito el cómic original de The Walking Dead (2003-2019), ese que inspiró la serie homónima de AMC desarrollada en un principio por Frank Darabont, en esta oportunidad construyen un pastiche sin pies ni cabeza que aglutina elementos de comedia bobalicona de terror de los años 80, film noir de mafia símil pandillas, película romántica hiper elemental, basura de acción de Marvel repleta de CGI, chistes idiotas y violencia de plástico que todo lo malinterpreta o lo banaliza, odisea retro gore muy inflada, melodrama barato y encima mal administrado, semblanza new age extremadamente hueca y finalmente fábula mainstream de corrupción moral y redención mágica ulterior por obra y gracia del amor, comodín que ridiculiza al combo. La historia en sí es una estupidez total centrada en Drácula (un maravilloso Cage) abusando/ esclavizando a su sirviente estándar por antonomasia, el Renfield del título (Nicholas Hoult), quien concurre a reuniones de autoayuda por esta “relación tóxica”, se enamora de una agente de policía, Rebecca Quincy (Nora Lum alias Awkwafina) y se enfrenta a un capo mafioso de Nueva Orleans, Teddy Lobo (Ben Schwartz), quien fue el gran responsable del asesinato del padre de la fémina. El film, a decir verdad, funciona como un resumen de todo lo que está mal en el séptimo arte contemporáneo de índole o alcance industrial, ese que apunta a los especímenes más tarados -y menos exigentes o ya lobotomizados a pleno por el marketing, la publicidad y el refrito artístico eterno de lo mismo- de un público que ni siquiera conoce el significado de las palabras “originalidad”, “coherencia” y “sutileza”: a lo largo y ancho del atolondrado trabajo nos topamos con cataratas de cinismo cobardón y pueril, un ritmo frenético en las escenas de acción para zoquetes con déficit de atención, la voz en off constante y cansadora del Renfield del correcto Hoult relatando/ comentando/ sobreexplicándolo absolutamente todo, precisamente una redundancia permanente sin atisbo alguno de una mínima novedad en el horizonte, una torpeza narrativa insólita para un producto con un presupuesto de 65 millones de dólares que se condice con la velocidad y el poco cariño dedicado al proyecto, un neopuritanismo inmundo en el que el sexo está completamente borrado del ecosistema ideológico vampírico, un vendaval de personajes caricaturescos sin ningún asidero en el mundo real o encanto de por sí y desde ya demasiadas secuencias melosas que suceden de manera burda e inepta, como decíamos antes, a otras aunque de súper acción a toda pompa, igualmente lamentables y con un look descuidado que parece improvisado sobre la marcha. Por momentos pareciera que la idea original detrás de semejante despropósito fue edificar una especie de amalgama de diversos latiguillos extraídos de obras fundamentales del rubro como La Danza de los Vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967), la joya de Roman Polanski, Drácula: Muerto pero Feliz (Dracula: Dead and Loving It, 1995), del querido Mel Brooks, y Lo que Hacemos en las Sombras (What We Do in the Shadows, 2014), del dúo de Jemaine Clement y Taika Waititi, todo a su vez sazonado con chispazos del humor seco, surrealista y paródico de ZAZ o Zucker, Abrahams y Zucker, aquel mítico equipo de realizadores compuesto por Jim Abrahams y los hermanos David y Jerry Zucker, sin embargo en algún punto entre este plano conceptual y la ejecución concreta todo se fue al demonio por los litros de sangre digital inofensiva ultra Clase B, el montaje trasnochado videoclipero, las muchas coreografías que se parecen a copias grasientas de lo visto en Matrix (The Matrix, 1999), de Larry y Andy Wachowski, un tono adolescente descerebrado que intermitentemente encima se toma muy en serio a sí mismo y esa corrección política que no sólo asexualizó el acervo de los chupasangres sino que contrasta todo el tiempo las espantosas muertes de varones con la mínima vehemencia que sufren las hembras, ejemplo del influjo sermoneador y siempre conformista de un opus destinado al olvido inmediato…
Mamá está con los gusanos La franquicia Evil Dead abarca en primera instancia la trilogía original dirigida por Sam Raimi y protagonizada por Bruce Campbell en el rol de Ash Williams, léase Diabólico (The Evil Dead, 1981), Noche Alucinante (Evil Dead II, 1987) y El Ejército de las Tinieblas (Army of Darkness, 1992), la segunda sin duda la mejor del lote y las otras dos asimismo muy disfrutables, combo a su vez precedido por un corto muy poco conocido incluso entre la fauna cinéfila que se dice devota, Dentro del Bosque (Within the Woods, 1978), primera verdadera incursión del equipo de Raimi y Campbell en el satanismo bucólico polirubro, y en segundo lugar vienen el excelente y algo tardío reboot Posesión Infernal (Evil Dead, 2013), del uruguayo Fede Álvarez, y la simpática serie Ash vs. Evil Dead (2015-2018), desarrollada a lo largo de tres temporadas para Starz por Tom Spezialy, el chiflado de Sam y su hermano mayor Ivan Raimi, por supuesto con Campbell regresando como Williams. Evil Dead: El Despertar (Evil Dead Rise, 2023), nuevo capítulo de la retahíla del espanto que se propone independiente pero retoma a nivel conceptual lo hecho por Álvarez en Posesión Infernal, es el segundo largometraje del cineasta irlandés Lee Cronin, aquel de la interesante y remotamente similar El Bosque Maldito (The Hole in the Ground, 2019), esa cruza entre La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel, La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), de Mervyn LeRoy, El Otro (The Other, 1972), de Robert Mulligan, El Resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, y The Babadook (2014), gran obra de Jennifer Kent acerca de la histeria familiar. Cronin, que también participó con un segmento titulado Tren Fantasma (Ghost Train) en la antología Minutos Después de la Medianoche (Minutes Past Midnight, 2016), de la que además formaron parte otros ocho realizadores, aquí recupera latiguillos históricos de la franquicia como el aislamiento, el pulso narrativo furioso, la posesión del ser querido, la andanada de víctimas, el gore a caudales, los travellings subjetivos desde el punto de vista de los demonios y por supuesto un volumen literario eternamente maldito que desencadena nuestra masacre, hablamos del tenebroso Naturom Demonto alias El Libro de los Muertos alias Necronomicon Ex-Mortis alias simplemente el Necronomicón, inmemorial grimorio creado por H.P. Lovecraft, no obstante vale aclarar que el director y guionista deja de lado el tono cómico desaforado de la trilogía original y de Ash vs. Evil Dead y opta en cambio por recuperar aquella maternidad más que conflictuada de su ópera prima aunque en esta ocasión invirtiendo la polaridad envilecida porque si en El Bosque Maldito era la madre, Sarah O’Neill (Seána Kerslake), la que debía padecer a su hijito a priori inocentón, Chris (James Quinn Markey), hoy es la “progenitora estrella” la que se convierte en un juguete de las fuerzas maléficas que van más allá de su control, la horrorosa Ellie (Alyssa Sutherland), quien en pantalla se enfrenta a su hermana menor, Beth (Lily Sullivan): mientras que la primera acumula en su haber nada menos que tres críos, los adolescentes Bridget (Gabrielle Echols) y Danny (Morgan Davies) y la jovencita Kassie (Nell Fisher), la segunda es una embarazada primeriza que acaba de enterarse de la situación, por cierto para nada buscada. A posteriori de un típico prólogo de la saga con el travelling marca registrada en medio del bosque y una cabaña ocupada por tres burgueses de vacaciones que conocen a la parca de primera mano, Teresa (Mirabai Pease), Caleb (Richard Crouchley) y Jessica (Anna-Maree Thomas), Cronin incorpora la única verdadera novedad con respecto al canon de siempre moviendo la acción a una coyuntura metropolitana, específicamente a Los Ángeles y un día antes a la carnicería introductoria, para volver a sopesar los sacrificios de la maternidad -y las pesadillas que esconden- mediante primero la “mamá gallina” en crisis, esa Ellie que se separó de su marido y debe abandonar su departamento en un edificio derruido que para colmo padece un terremoto de mediana intensidad, y segundo su opuesto exacto o espejo invertido, una Beth que trabaja de “técnica de guitarras” -léase plomo o roadie- para bandas de rock y ve caerse su mundo cuando debe hacerse cargo no sólo del hijo que lleva en su vientre sino de los tres de su hermana porque efectivamente la señora termina poseída por los espíritus malévolos que todos conocemos de sobra cuando Danny se mete en un agujero en el estacionamiento, fruto del temblor, y rescata de una misteriosa bóveda subterránea tres vinilos y el mentado Naturom Demonto, combinación que resulta mortal debido a que el libro pronto se abre con unas gotitas accidentales de sangre, revelando una colección de dibujos de simpáticas atrocidades, y las grabaciones de hecho abarcan la lectura de pasajes por parte de una figura religiosa que invoca la debacle y provoca el contagio general entre todos los habitantes del edificio, con Beth ocupando el lugar de la “final girl” de la odisea. Sinceramente Evil Dead: El Despertar no es una maravilla del cine de género ni mucho menos aunque cumple bastante bien en eso de seguir el ejemplo del aggiornamiento modelo Álvarez con la meta de privilegiar los litros y litros de sangre por sobre el otro componente central de la trilogía primigenia, la comedia caricaturesca y fantástica símil Looney Tunes, sustrato delirante que se extraña pero tampoco se puede desconocer el hecho de que en manos menos capaces -o con menos cariño hacia la saga en sí- toda la faena podría mutar en una catarata de chistecitos para necios o descerebrados en línea con Marvel o Disney o los productos inofensivos para púberes. Cronin, de todos modos, compensa la ausencia de aquella magia neurótica del primer Raimi a través del surrealismo tácito en lo que atañe al acecho de los demonios, sus frasecitas irónicas y la seguidilla de asesinatos o cuerpos mancillados, un planteo que en el cine del Siglo XXI resulta muy bienvenido porque agrega un poco de vitalidad a un horror sobrenatural pauperizado que vive girando alrededor de fantasmas, exorcismos y una acepción muy burda y solemne de estos mismos posesos en cadena, siempre cercanos a unos zombies potenciados. Las actuaciones dejan bastante que desear pero el clima de angustia familiar salva las papas al igual que la movida ideológica de cargarse a los dos wokes lelos del relato, la lesbiana feminazi de Bridget y el pollerudo andrógino de Danny, amén de un homenaje al ascensor sangriento de El Resplandor y la presencia de un monstruo final heterogéneo -conformado por partes de los cadáveres con vida- que recuerda a las bellas criaturas que nos regalaron Stuart Gordon y Brian Yuzna…
Mi nombre es blasfemia El actor neozelandés/ australiano Russell Crowe, quien saltase a la fama con Los Ángeles al Desnudo (L.A. Confidential, 1997), de Curtis Hanson, El Informante (The Insider, 1999), de Michael Mann, y Gladiador (Gladiator, 2000), de Ridley Scott, y de hecho disfrutase de un período de bonanza artística y comercial caracterizado fundamentalmente por sus otras colaboraciones con Scott, léase Un Buen Año (A Good Year, 2006), Gánster Americano (American Gangster, 2007), Red de Mentiras (Body of Lies, 2008) y Robin Hood (2010), desde hace unos añitos está de capa caída como lo demuestran su segunda obra ficcional como director, la lamentable Juego Perfecto (Poker Face, 2022), y trabajos interpretativos varios que lo tuvieron como actor de reparto o simplemente deslucido, popurrí reciente que va desde la interesante en serio Corazón Borrado (Boy Erased, 2018), de Joel Edgerton, y las pasables Fuera de Control (Unhinged, 2020), opus de Derrick Borte, y La Verdadera Historia de la Pandilla Kelly (True History of the Kelly Gang, 2019), de Justin Kurzel, pasa por las anodinas Operación Cerveza (The Greatest Beer Run Ever, 2022), de Peter Farrelly, y Máquina de Guerra (War Machine, 2017), de David Michôd, y llega a bodrios de la talla de Prizefighter: La Vida de Jem Belcher (Prizefighter: The Life of Jem Belcher, 2022), de Daniel Graham, Thor: Amor y Trueno (Thor: Love and Thunder, 2022), de Taika Waititi, y La Momia (The Mummy, 2017), epopeya fallida de Alex Kurtzman y uno de esos “cuasi fracasos” del tremendo Tom Cruise, casi siempre un imán para el éxito rotundo en taquilla. Como no podía ser de otra forma tratándose del edadismo paradigmático de Hollywood y de su histórica discriminación hacia personajes siempre controversiales como Crowe, cuya fama de peleador de pocas pulgas lo antecede, hoy Russell sella su condición de “actor en decadencia” a ojos del mainstream participando en un exploitation sobrenatural berretón alrededor de un personaje muy pero muy desconcertante, el Padre Gabriele Amorth (1925-2016), un cura y demonólogo italiano que ofició de exorcista bajo el amparo formal de la Diócesis de Roma entre 1986 y 2000 al punto de supuestamente haber luchado contra los secuaces de Mefistófeles en miles y miles de ocasiones, un derrotero hiper colorido que quedó registrado en El Diablo y el Padre Amorth (The Devil and Father Amorth, 2017), aquel polémico documental de William Friedkin, y sobre todo en dos libros de memorias, Un Exorcista Cuenta su Historia (An Exorcist Tells His Story, 1999) y Un Exorcista: Más Historias (An Exorcist: More Stories, 2002), trabajos que fueron traducidos del italiano al inglés y de hecho se transformaron en la base de la odisea que nos ocupa, El Exorcista del Papa (The Pope’s Exorcist, 2023), bizarreada mediocre aunque relativamente atractiva que fue escrita por Michael Petroni y Evan Spiliotopoulos y dirigida por el australiano Julius Avery, aquel de las muy erráticas Hijo del Crimen (Son of a Gun, 2014), una heist movie, Operación Overlord (Overlord, 2018), cruza de terror y belicismo, y Némesis (Samaritan, 2022), obra de superhéroes que fue protagonizada por nada menos que Sylvester Stallone. Con semejante título no hay mucho para aclarar más allá del caso en sí, en esta oportunidad la posesión de un purrete llamado Henry (Peter DeSouza-Feighoney), quien se mudó hace poco a una abadía española junto con su madre Julia (Alex Essoe) y su hermana púber y rebelde Amy (Laurel Marsden), porque heredaron el inmueble luego del fallecimiento del padre en un accidente automovilístico en el que también estuvo presente el mocoso, hoy mudo por el trauma. El Amorth de Crowe, un sacerdote controvertido que inspira el apoyo del Obispo Lumumba (Cornell John) y las arremetidas del escéptico Cardenal Sullivan (Ryan O’Grady), recibe de boca del propio Papa (un genial Franco Nero) el encargo de ocuparse del asuntillo en España y por ello se traslada hasta allí en su hilarante motocicleta tipo Vespa para enfrentarse a uno de los demonios/ ángeles caídos al servicio de Belcebú, un tal Asmodeus que gusta de blasfemar y desestabilizar a todos a su alrededor ventilando sus pecados más dolorosos, dando lugar a otro episodio de purificación espiritual símil El Exorcista (The Exorcist, 1973), del iconoclasta Friedkin, aunque ahora con la ayuda de un cura vernáculo, el bisoño Padre Esquibel (Daniel Zovatto). La versión hollywoodense de Gabriele resulta muy trash porque es una mixtura lunática de superhéroe de los exorcismos, religioso ultra jodón y borrachín, antihéroe romántico con pasado como partisano durante la Segunda Guerra Mundial y algo así como una especie de investigador paranormal que es resistido por una parte de la comunidad e institución a la que pertenece, la Iglesia Católica. Durante buena parte del metraje Avery mantiene el interés combinando toda la parafernalia sobrenatural estándar de Hollywood, escenas de suspenso relativamente bien ejecutadas y algo de desarrollo de personajes que complementa la estampa y el enorme carisma escénico del amigo Russell, mejunje que incluye un misterio espectral pirotécnico a lo El Conjuro (The Conjuring, 2013), el opus de James Wan, la infaltable conspiración en las altas esferas institucionales símil El Código Da Vinci (The Da Vinci Code, 2006), de Ron Howard, un acoso surrealista y siempre sarcástico semejante al promedio de Freddy Krueger (Robert Englund) de Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984), de Wes Craven, algo de la faceta arqueológica del Indiana Jones (Harrison Ford) de la querida Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), de Steven Spielberg, e incluso una fuerza malévola despertada por accidente que se parece a sus homólogas de la Trilogía de las Puertas del Infierno del recordado Lucio Fulci, léase Miedo en la Ciudad de los Muertos Vivientes (Paura nella Città dei Morti Viventi, 1980), El Más Allá (E tu Vivrai nel Terrore! L’Aldilà, 1981) y La Casa Cercana al Cementerio (Quella Villa Accanto al Cimitero, 1981). No obstante el tramo final de El Exorcista del Papa es honestamente malísimo, donde se acumula la pompa visual y anímica inflada de hoy en día al extremo de destrozar todo verosímil o sutileza construido con anterioridad, y además el film en sí es bastante contradictorio, a la vez hablando de abuso sexual y encubrimiento intra iglesia y echándole la culpa al Diablo de los arrestos, las torturas y los asesinatos de la Inquisición a puro desvarío posmoderno del enclave anglosajón. Si bien se agradece un mínimo conflicto entre misticismo y cinismo social, un ritmo vigoroso, algunas tetas efímeras, el buen trabajo en maquillaje, la eficaz música de Jed Kurzel, el hecho de evitarnos la incredulidad dentro de la parentela de Henry y por supuesto la inestimable presencia de Nero y Crowe, un par de profesionales de hierro que sin esforzarse demasiado consiguen transmitir su sapiencia actoral, la película en su conjunto no logra salir de la medianía cualitativa, nos bombardea progresivamente con un CGI cada vez más y más risible y en última instancia resulta muy delirante, estereotipada, derivativa y por momentos hasta melosa y sin dudas tontuela, algo que ese desenlace abierto marca registrada -cual promesa de franquicia- parece confirmar…
Los baches morales en pleno vuelo A sabiendas de que el thriller es uno de los formatos más baratos, más rápidos de filmar y más proclives al reciclaje de premisas muy antiguas que suelen dejar contento al público menos exigente o más adepto a homologar a la cultura y el arte con una hamburguesa de McDonald’s o una botella de Coca Cola o cualquier cosa intercambiable del capitalismo chatarra, el mainstream cultural planetario del streaming y la exhibición tradicional -ambos gremios resultan indistintos hoy en día en términos formales- desde hace ya una década no para de refritar las mismas cuatro o cinco películas y los mismos cuatro o cinco directores con vistas a generar odiseas cada día más “globalizadas”, léase anodinas, asépticas, chatas, previsibles, prolijas y vacuas o desabridas si las comparamos con la riqueza del arte masivo del pasado. Como otras realizaciones mediocres recientes de supuesto linaje argentino, en sintonía con Misántropo (To Catch a Killer, 2023), de Damián Szifron, y Argentina, 1985 (2022), de Santiago Mitre, La Extorsión (2023) es un producto impersonal cortado con la tijera más burda y tontuela, por supuesto la hollywoodense, que coquetea con el suspenso, el espionaje y ese sustrato testimonial sin mayores convicciones ideológicas o siquiera discursivas que el entretenimiento conservador y para colmo demasiado defectuoso, no de artesano polirubro de antaño que ponía cariño y experiencia en todas sus obras sino de estos profesionales gélidos del Siglo XXI que parecen sacados de un equipo de marketing de las mismas productoras, en este caso el director Martino Zaidelis y el guionista Emanuel Diez. En una relación contradictoria para con estos autómatas sin alma del nuevo milenio, gente que funciona como el prólogo a una eventual inteligencia artificial que en el futuro próximo se encargará de la realización cinematográfica y televisiva para completar la senda de la banalidad insignificante o inofensiva, casi siempre delante de pantalla encontramos a alguna figura convocante símil estrella popular de los 60, 70 y 80 que maquilla/ esconde/ disimula las reincidencias narrativas o el dejo ya gastado de las fórmulas retóricas de turno, en este caso Guillermo Francella, representante histórico de la comedia argentina que de un tiempo a esta parte suele aceptar trabajos de corte dramático en los que se luce como pocos, pensemos por ejemplo en Animal (2018), de Armando Bo, Los que Aman Odian (2017), de Alejandro Maci, El Clan (2015), de Pablo Trapero, y El Secreto de sus Ojos (2009), del aquí productor ejecutivo Juan José Campanella. Francella compone a Alejandro Petrossián, un piloto veterano de Aerolíneas Sudeste que es chantajeado para que lleve unas valijas con dólares desde Ezeiza, Buenos Aires, a Barajas, Madrid, por un jefazo de los servicios de inteligencia de Argentina con muchos secuaces en el aeropuerto, Saavedra (Pablo Rago), sujeto misterioso que descubrió que Petrossián se está quedando sordo del oído derecho y lo ocultó en los certificados médicos con la ayuda de su amante, precisamente una doctora, situación que prefiere que no llegue a conocimiento público porque lo despedirían de la empresa y lo abandonaría su pareja oficial, la azafata Carolina Guerrero (Andrea Frigerio). Durante la primera parte del metraje la película entusiasma porque parece ser una cruza de retrato burgués hitchcockiano y juego de manipulación en línea con la Trilogía del Engaño de David Mamet, aquella de Casa de Juegos (House of Games, 1987), Las Cosas Cambian (Things Change, 1988) y Homicidio (Homicide, 1991), sin embargo todo se va al demonio a medida que nos estancamos en el melodrama, los estereotipos mal administrados y una politiquería implícita antiestatal que disipa la tensión minimalista del personaje acorralado y asemeja a la propuesta a cualquier thriller estadounidense del montón de los 90, esos que empezaban con los pies sobre la tierra y después se suicidaban con conspiraciones ridículas que destruían el verismo del policial, el cine de acción o el marco testimonial. Amén del hecho de que lo único que evita que el proyecto se caiga a pedazos del todo es la presencia de Francella y el villano coherente de Rago, la película sí cuenta con ideas interesantes como el dinerillo sacado en las maletas, fondos de los espías y los distintos ministerios que son robados y trasladados al exterior, o eso de que Alejandro quede en el medio en una guerra entre los servicios de inteligencia por un lado y la policía aeroportuaria y la fiscalía por el otro, simbolizadas en el director policial Mario Aldana (Carlos Portaluppi) y la fiscal Rita Tirabosco (Mónica Villa), pero todo deriva en un juicio aburrido con Petrossián como testigo contra los empleados públicos “malos, muy malos”, además de la novia en peligro y el amigo traicionero infaltable, el también piloto Fernando Marconi (Guillermo Arengo). La Extorsión, asimismo, es un buen ejemplo de algunas manías del cine industrial actual, ese que como decíamos antes se confunde con cualquier otro producto del capitalismo globalizado e insípido, como la tendencia a lavar éticamente al protagonista mostrándolo como un genio en lo suyo y/ o un pobre tipo en otras ramas del mercado y la vida, en suma un ventajista camaleónico por la fuerza que se adapta al ambiente que tiene alrededor, en esta ocasión un Estado corrupto que se aprovecha de la autarquía de los espías en el manejo de su presupuesto, sin olvidarnos de estos mismos baches morales, hoy un Petrossián que por momentos parece un pícaro mujeriego ochentoso autolegitimado y en otras ocasiones un burgués decadente y cobarde que celebra el egoísmo y las mentiras, y esta incapacidad para concebir un remate que se sienta natural en función del desarrollo previo, no como el último acto del film que nos ocupa y sus desvaríos como esa mujer que sale mágicamente del coma luego de un balazo, un par de mexicaneadas que surgen de la galera como si nada y hasta chispazos pobretones y desfasados de “feel good movie”. Zaidelis, quien se había encargado de la patética Re Loca (2018), una de las múltiples remakes que tuvo Sin Filtro (2016), del chileno Nicolás López, mucho no puede hacer con la defectuosa trama de Diez, miembro del staff de guionistas de El Encargado (2022), la genial serie de Mariano Cohn y Gastón Duprat para Star+, aunque definitivamente su estilo higiénico no ayuda y sólo en un epílogo trasnochado de recomienzo de ciclo, símil film noir pesimista, parece entenderlo…
Sobre plomería y plataformas Cuando se habla de Mario, el personaje creado por Shigeru Miyamoto y la mascota de la gigantesca compañía japonesa de videojuegos Nintendo, casi siempre se hace referencia a su encarnación más recordada y sin dudas revolucionaria, Super Mario Bros. (1985), mega clásico de los videojuegos de plataformas y uno de los productos más vendidos y populares de la historia del rubro en cuestión que suele opacar a las tres versiones anteriores de este eterno saltarín, léase Donkey Kong (1981), donde se enfrentaba al enorme gorila del título, Donkey Kong Jr. (1982), rareza en la que mutó en villano porque era el vástago de nuestro simio favorito quien protagonizaba la faena, y Mario Bros. (1983), ahora de nuevo como héroe y acompañado precisamente por su hermano menor Luigi. La enorme popularidad del a todas luces humilde Super Mario Bros., recordado incluso en el rimbombante Siglo XXI, tiene que ver con el perfeccionamiento progresivo de la jugabilidad del esquema de base, para mediados de los 80 ya completamente pulido y sostenido en una historia muy simple en la que Mario y Luigi debían rescatar a la Princesa Peach, jerarca del Reino Champiñón, de las garras del archivillano Bowser, el Rey de los Koopas, unas tortugas antropomórficas. Ya desde aquella época Nintendo pretendía probar suerte en el séptimo arte y encargó una adaptación de su franquicia más conocida en formato anime, así nació la muy mediocre y casi completamente desconocida en Occidente Super Mario Brothers: Gran Misión para Rescatar a la Princesa Peach (Sûpâ Mario Burazâzu: Pîchi-hime Kyushutsu dai Sakusen!, 1986), film de apenas una hora de Masami Hata que pasó por salas tradicionales, en su momento se editó únicamente en VHS y Betamax, cayó en un limbo durante décadas y en el 2022 fue restaurado por un grupito de fans devotos, Kineko. Como aparentemente la versión nipona en dibujos animados no se consideró digna de distribución a gran escala por fuera de Asia y algunas naciones concretas, Nintendo a continuación optó por un enfoque radicalmente opuesto en ocasión de lo que eventualmente se transformaría en Super Mario Bros. (1993), desastre mayúsculo de la por entonces pareja de Rocky Morton y Annabel Jankel, un dúo especializado en videoclips que venía de encarar las muchos mejores Max Headroom (1985) y Muerto al Llegar (D.O.A., 1988) y que se decidió por una traslación en live action con toda la pirotecnia hollywoodense detrás, generando un bodrio incoherente. Después del enorme éxito de faenas de posicionamiento de marca nada sutil como La Gran Aventura Lego (The Lego Movie, 2014), de Phil Lord y Christopher Miller, y Lego Batman: La Película (The Lego Batman Movie, 2017), de Chris McKay, movida que a su vez derivó en los fiascos de Lego Ninjago: La Película (The Lego Ninjago Movie, 2017), de Charlie Bean, Paul Fisher y Bob Logan, y esa horrible La Gran Aventura Lego 2 (The Lego Movie 2: The Second Part, 2019), de Mike Mitchell, no es de extrañar que se haya contratado a uno de los guionistas de esta última, Matthew Fogel, para escribir una nueva adaptación de Mario aunque ya bajo el amparo de Illumination, estudio de animación conocido por la saga que empezó con Mi Villano Favorito (Despicable Me, 2010), de Pierre Coffin y Chris Renaud, y una compañía para la que anteriormente trabajaron Fogel y los dos franceses que estuvieron a cargo de la realización general en París, Pierre Leduc y Fabien Polack, por más que en los créditos fuesen relegados a “codirectores” ya que los que acaparan el rótulo de realizadores oficiales son los yanquis Aaron Horvath y Michael Jelenic, un equipo cuyo principal producto previo es la paupérrima serie animada Teen Titans Go! (2013-2023). Super Mario Bros.: La Película (The Super Mario Bros. Movie, 2023) es una especie de mixtura deslucida y redundante del amor por los arcades de Ralph, el Demoledor (Wreck-It Ralph, 2012), de Rich Moore, aquel diseño de producción hiper psicodélico de Lluvia de Hamburguesas (Cloudy with a Chance of Meatballs, 2009), de Lord y Miller, el humor bastante bobo y pretendidamente “adorable” de Minions (2015), de Coffin y Kyle Balda, y una historia muy poco imaginativa que sigue al pie de la letra la trama de los videojuegos, a mitad de camino entre la humanización concienzuda de Mi Villano Favorito y el cinismo en secuencia de todos los productos cinematográficos de Lego. El film no llega a ser malo o insoportable pero tampoco bueno debido a su carácter anodino, el flojísimo desempeño del lelo total de Seth Rogen en el rol de Donkey Kong y de Chris Pratt y Charlie Day como Mario y Luigi, nuestros plomeros italoamericanos trasplantados al Reino Champiñón, y por manotazos de ahogado baratos como citar a ese “Mad Max” Rockatansky de George Miller en una secuencia con hot rods o llenar la banda sonora con canciones de AC/DC, Beastie Boys, Bonnie Tyler o A-ha para apelar a la nostalgia circa postrimerías del Siglo XX, amén de intercambiar a la Princesa Peach por Luigi en materia de quien necesita ser rescatado, jugada de asquerosa corrección política que no suma nada al relato en sí, como decíamos antes uno completamente reemplazable con cualquier otra fábula de origen del mainstream contemporáneo en la que se opta por recuperar el modelo retórico de los cuentos de hadas de la autosuperación o la redención moral más simple, en pantalla vía Mario empezando su propio negocio y aprendiendo a moverse en las muchas plataformas del Reino Champiñón. Lo mejor de la propuesta por lejos se concentra en las intervenciones de Jack Black como Bowser, aquí ultra enamorado de la princesa y cantando canciones al piano en su honor, de Anya Taylor-Joy como la susodicha Peach, algo así como la “maestra” del protagonista o fuente del saber en lo que atañe a los diversos potenciadores, y de Keegan-Michael Key como el infaltable Toad, lacayo perpetuo de la soberana y gran personaje secundario desde siempre. Si el humor hubiese sido inteligente y la historia un poco más compleja estaríamos ante algo más que un trabajo lindo de tonos pasteles símil Pixar aunque demasiado vacío…
La investigación en círculos En términos culturales vivimos en uno de los peores mundos posibles porque al cinismo se suma un omnipresente achatamiento discursivo/ retórico/ ideológico que promedia hacia abajo en materia cualitativa: en primer lugar, la tendencia a construir personajes que la van de graciosos o “superados” o soberbios o caricaturescos o acartonadamente trágicos tiene que ver con una vagancia creativa y una pérdida de naturalidad que consideran que ya nadie se puede tomar en serio nada o -incluso peor- que ya nadie cree verdaderamente en nada, la base precisamente de la enorme mayoría de los productos culturales del Siglo XXI, casi todos consagrados a la uniformización propia del mainstream norteamericano, por ello, ya en segunda instancia, no cabe la menor duda que las fórmulas dominantes son las de las franquicias explícitas e implícitas, las primeras esas sagas eternas del cine más redundante y lobotomizador que todavía consigue llegar a las salas y las segundas los exponentes de unos géneros que se han transformado en una colección de recursos inamovibles que se repiten de modo ultra ortodoxo de producto en producto tanto en la pantalla chica como en la grande, debido a ello toda originalidad, el trasfondo disruptivo, la multiculturalidad verdadera/ no marketinera y los rasgos autorales hoy por hoy resultan “sospechosos” entre los popes de los grandes estudios y las productoras en esta coyuntura saturada de líneas de montaje infinitas para oligofrénicos y/ o castrados y de productos supuestamente destinados a los adultos aunque con una pobreza discursiva alarmante o simplemente cortados por la misma exacta tijera, una incapaz de faltarle el respeto al formato en cuestión -como hacían las obras masivas de los 60 y 70, de hecho- y siempre tendiente a reforzar esa corrección política risible que pretende adoctrinar a unas mayorías desinteresadas y quedar bien con gente a la que el arte le importa un comino, los defensores bobos de este grupito sectario o aquel como hinchas enceguecidos y egoístas de un equipo de fútbol que viven exaltados. Dominik Moll, cineasta francés de ascendencia alemana, es uno de los pocos artesanos que le escapan a este estado de cosas y hacen precisamente lo que quieren desde la autonomía ideológica y profesional, señor que siempre se movió en la frontera entre el cine de género y su homólogo arty aunque más cerca del thriller de formato popular que otros directores y guionistas de asistencia festivalera cuasi perfecta. Su última película, La Noche del 12 (La Nuit du 12, 2022), sigue al pie de la letra la idiosincrasia inconformista de sus trabajos previos y apuesta a un relato abierto, tragicómico, naturalista y muy frustrante en una época en la que el grueso del suspenso, ese modelo streaming planetario, se obsesiona con las sobreexplicaciones, la pompa sensorial, el cierre meticuloso del relato y la construcción de una imagen utópica de las agencias gubernamentales de investigación y represión: basado en el libro de no ficción 18.3- Un Año en la PJ (18.3- Une Année à la PJ, 2021), crónica de Pauline Guéna acerca de su convivencia de un año con las brigadas de la Policía Judicial de Versalles, el guión de Moll y su colaborador habitual Gilles Marchand gira alrededor del homicidio de Clara Royer (Lula Cotton-Frapier), una chica de 21 años que en un pueblito bucólico y en el año 2016 muere producto de quemaduras gravísimas cuando le arrojan un líquido inflamable y la prenden fuego en la lamentable noche del título, lo que desencadena una pesquisa a cargo del flamante jerarca de la Policía Judicial, el Capitán Yohan Vivès (Bastien Bouillon), cuyo segundo al mando es un veterano que suele encargarse de muchos interrogatorios y está atravesando una crisis personal por una infidelidad y un pedido de divorcio de parte de su esposa, Marceau (Bouli Lanners). Mientras que los padres (Charline Paul y Matthieu Rozé) afirman desconocer la vida sentimental de la finada, su mejor amiga, Stéphanie Béguin alias Nanie (Pauline Serieys), confirma que era muy promiscua y sentía predilección por los “chicos malos”, en esencia una retahíla de machos huecos y narcisistas. La propuesta desde el mismo comienzo, mediante una leyenda, aclara que la historia que nos ocupa forma parte del veinte por ciento de casos sin resolver de los aproximadamente 800 homicidios anuales de Francia, por lo que la costumbre de Vivès de pedalear con su bicicleta en un velódromo, conducta semejante a la de los hámsteres en cautiverio, pronto se transforma en una metáfora sobre una investigación que se mueve en círculos viciosos sin demasiadas novedades de relevancia o pistas cruciales o siquiera sospechosos firmes ya que los oficiales se ven obligados a descartar a cada uno de los posibles culpables en función de sus coartadas o la falta de pruebas incriminatorias, así desfilan por la pantalla los diferentes amantes de la occisa en sintonía con Wesley Fontana (Baptiste Perais), supuesto novio formal que no lo era, Jules Leroy (Jules Porier), otro tarado insensible símil “amigo con derechos sexuales”, Gabi Lacazette (Nathanaël Beausivoir), un negro que escribió por despecho -y porque la hembra era muy putona y le exigía que la trate como una princesa- un rap sobre prenderla fuego, Denis Douet (Benjamin Blanchy), un menesteroso con el que tuvo sexo un par de veces sin decirle nada a Béguin, y Vincent Caron (Pierre Lottin), un sujeto violento que golpeó a la madre de su hijo pequeño en una discusión y ahora vive con una maestra que lo idolatra y le tiene miedo, Nathalie Bardot (Camille Rutherford). La película trabaja muy bien, sin secuencias de acción ni diálogos para imbéciles, la angustia que produce a largo plazo la falta de progresos y cómo repercute en un trabajo de por sí horrendo como el policial, así Yohan es un hombre adusto y muy solitario que invita a vivir en su departamento a un Marceau siempre al borde de un ataque de nervios y obsesionado con la culpabilidad de Caron, sin embargo el film va más allá porque de repente salta al 2019, ahora con un cambio en la jueza de instrucción (Anouk Grinberg), y nos presenta un nuevo sospechoso en el tercer aniversario del crimen, el enajenado Mats (David Murgia). Moll se mete en todos los tabúes del acervo audiovisual masivo del Siglo XXI desde una valentía sorprendente, pasando de tópicos como las diferencias/ pugnas entre hombres y mujeres, la sobredimensión corporal o biológica masculina y los casos como este que se salen de la narrativa social autovictimizadora y empoderadora del feminismo burgués blanco, donde a todas luces la hembra siente una compulsión en lo que respecta a rodearse de machos impresentables, hasta llegar a temáticas más vastas como la ausencia de cierre para determinados misterios o traumas, el combo “burocracia pública + hastío profesional + falta de presupuesto + vehemencia latente en una profesión como la policial orientada a la coacción” y finalmente el sustrato doloroso del duelo y la incertidumbre en tanto limbos homologables a la vida misma, cuya seguridad/ previsibilidad es prácticamente nula más allá de las ficciones de protección que se puedan construir. La película incluso maneja con sinceridad el perfil paradójico de las mujeres que ingresan en las instituciones de represión estatal ya que Marceau eventualmente pierde los estribos, es transferido y su lugar con el tiempo es ocupado por Nadia (Mouna Soualem), un típico marimacho que termina siendo más eficiente a escala laboral -si la comparamos con la enorme mayoría de los hombres de la fuerza- porque aglutina rasgos masculinos y femeninos en igual medida, casi siempre arrastrando la tristeza de comprender que los hombres asesinan y otros hombres investigan dichos homicidios, como le dice a Vivès durante una vigilancia nocturna en la escena del crimen de Royer, planteo que enfatiza la incorrección política del film de Moll, uno de sus mejores junto a Harry, un amigo que te quiere bien (Harry, un ami qui vous veut du bien, 2000), Lemming (2005) y Sólo las Bestias (Seules les Bêtes, 2019), porque sitúa en primer plano la condición real -decididamente palpable, en sí verificable- de indefensión de unas mujeres más pequeñas y frágiles aunque capaces de la misma violencia de los hombres…