Niñas criando a niñas Hirokazu Koreeda en Nuestra Hermana Menor (Umimachi Diary, 2015) reincide una vez más en la estructura de los melodramas new age que poco o nada aportan de novedoso a lo ya realizado en el pasado, como era de esperarse de parte del artífice de obras remanidas como After Life (Wandafuru Raifu, 1998), Nobody Knows (Dare mo Shiranai, 2004), Still Walking (Aruitemo Aruitemo, 2008) y De tal Padre, tal Hijo (Soshite Chichi ni Naru, 2013), películas que intentaron recuperar/ revitalizar algunos elementos del cine de Yasujirô Ozu -sobre todo el análisis de la dialéctica familiar desde un punto de vista más o menos contemplativo, sutil y sosegado- aunque sin el talento del mítico realizador y con la obsesión de trabajar, de la mano de un naturalismo bastante light a nivel ideológico, cada uno de los clichés que caracterizan desde tiempos ancestrales al macrogénero del corazón. En esta oportunidad es la muerte del patriarca y el funeral subsiguiente la excusa principal para desencadenar otra de las clásicas reorganizaciones familiares del director y guionista, luego de 15 años sin que las protagonistas de turno hayan tenido noticia alguna del susodicho: de este modo tres hermanas, Sachi Kôda (Haruka Ayase) de 29 años, Yoshino (Masami Nagasawa) de 22 y Chika (Kaho Indo) de 19, descubren al eslabón perdido de la familia, una adolescente de otra madre a la que invitan a vivir con ellas, Suzu Asano (Suzu Hirose) de 13 años. Así como Sachi hizo de padre/ madre sustituta para con sus hermanas pequeñas por el carácter abandónico de ambos progenitores, con el padre siendo infiel y la madre victimizándose eternamente, ahora se hará cargo de una Suzu que arrastra el dolor de ser la que separó implícitamente al clan por su condición de producto concreto del affaire. A pesar de que es cierto que el realizador suele evitar las salidas facilistas vinculadas a la lágrima cíclica y el conflicto directo, igual de innegable es la constante sequedad actitudinal que se esconde detrás de historias lerdas y demasiado derivativas que se extienden más de lo debido, obvian temas verdaderamente álgidos y en general se quedan en unas buenas intenciones incapaces de abarcar toda esa tristeza y melancolía que enmarcaban a los relatos del gran Ozu. Quizás cueste reconocerlo pero si el señor filmase en Estados Unidos sería un asalariado mediocre más del montón, de esos que se la pasan entregando obras de autoayuda para corazones blandos, sin embargo como la propuesta viene con la apostilla “made in Asia”, se le suele perdonar de inmediato la falta de profundidad, un optimismo naif de impronta hollywoodense y ese pulso narrativo digno de una telenovela vespertina. Por momentos pareciera que Koreeda trata de sacarle el jugo a las escenas intimistas del hogar compartido por las cuatro mujeres para enfatizar eso de que en el fondo hablamos de niñas criando a niñas por la irresponsabilidad de los adultos, y hasta hay algunos indicios de un intento de aprovechamiento retórico de los distintos trabajos y círculos personales de cada una (Sachi es una enfermera que reproduce los pasos de sus ascendientes porque protagoniza un amorío con un médico casado, Yoshino es una especie de “reclamadora bancaria” con problemas hipócritas de conciencia, y por su parte las dos adolescentes arrastran cuestiones/ dudas típicas de la edad); no obstante el costumbrismo almidonado del japonés nos priva de toda sensación de peligro, metamorfosis real o sabiduría, optando en cambio por una exploración rutinaria, tardía y alargada de los lazos de la cultura nipona occidentalizada actual con un pasado más apegado a la tradición y la rigidez moral/ ética. Más allá de las buenas actuaciones de todo el elenco y la hermosa fotografía de Mikiya Takimoto, nada queda en la memoria de este pantallazo conservador y anodino alrededor de los corolarios de la pasión en vástagos que se pasan de autoindulgentes e intercambiables…
El exilio interior No existen eventos más automatizados e hipócritas a nivel social que las festividades de fin y comienzo de año, léase Navidad, Año Nuevo y Día de los Reyes Magos, un catálogo de celebraciones que para gran parte de la humanidad funciona como un caldo de cultivo para el estrés, la falsedad, los anhelos fervientes, la nostalgia, la compulsión consumista, los atracones, la frustración, las peleas y esas miserias que parecen nunca resolverse a escala tanto familiar como barrial, comunal, nacional e internacional. El cine, arte sádico y directo si los hay, ha explorado en innumerables oportunidades las diferentes facetas de dichas fechas, casi siempre remarcando la mitología ampulosa que circunda a las reuniones de turno, la distancia entre los “buenos deseos” y la triste realidad y finalmente los desengaños que arrastran los miembros del clan en cuestión y que van mucho más allá del suceso en sí. Noche de Paz (Cicha Noc, 2017), ópera prima de Piotr Domalewski, emplea el tono áspero tradicional del cine polaco para examinar tanto el carácter forzado/ masoquista/ delirante de la Navidad, en lo que a aglomeración familiar se refiere, como la identidad apesadumbrada de las generosas capas empobrecidas rurales del país, algo así como una burguesía bucólica venida a menos que se siente -con razón- “europeos de segunda mano”. La premisa es harto habitual y nos presenta a un protagonista relativamente joven, Adam (gran labor de Dawid Ogrodnik), que vuelve a la comarca de su parentela luego de unos años de trabajar en Holanda: a pesar de que la excusa es la celebración navideña, en verdad lo que pretende el hombre es vender la casa del abuelo del clan (Pawel Nowisz) para utilizar el dinero para mudarse ya definitivamente al extranjero con su pareja embarazada, Asia (Milena Staszuk). Entre las ansias de abrir un negocio propio en los Países Bajos, dejar atrás los diversos problemas de su estirpe y compartir hogar con una Asia a la que vio poco a lo largo del tiempo porque la mujer se quedó en Polonia, Adam intentará contentar a su atribulada madre Teresa (Agnieszka Suchora), quien prácticamente crió sola a sus hijos ya que el marido estaba casi siempre ausente, y convencer de la venta a su padre Zbyszek (Arkadiusz Jakubik) y sus hermanos Pawel (Tomasz Zietek) y Jolka (Maria Debska). Por supuesto que las cosas no serán tan fáciles porque la mala relación con Pawel sigue latente, el esposo de Jolka resulta ser violento con la chica y en general las frustraciones y el alcoholismo de Zbyszek y el simpático nono -el cual además quiere asesinar al perro del clan porque le mata sus queridas palomas- amenazan con aguar para siempre los planes del protagonista. Domalewski se mueve con astucia y comodidad en un terreno cercano al drama adusto de angustia contenida, hoy apuntalado en secretos, dolores silentes y chispazos de primera persona vía el ardid del “video diario” que filma Adam para su futuro vástago con la intención de registrar el período previo al nacimiento. Sin ser precisamente una maravilla ni aportar elementos novedosos a un esquema antiquísimo como el de las festividades que se van al demonio, Noche de Paz cumple con su objetivo de ofrecer un pantallazo seco y sin romantizaciones patéticas modelo hollywoodense de la payasada de fondo de gente que en esencia no se soporta pero se reúne “porque sí” en función de manifestaciones culturales residuales de larga data, a lo que se suma un análisis bastante correcto de la necesidad de cada integrante de exiliarse incluso dentro de la familia (la idea de la reclusión interna pacífica sobrevuela toda la trama, mecanismo psicológico destinado a evitar estallar frente a los inaguantables consanguíneos) y un examen de esa idiosincrasia polaca a la que nos referíamos anteriormente (hablamos de la sensación de estar atrapado en un país que no brinda posibilidad alguna de progreso y que condena a la pobreza a la enorme mayoría de sus habitantes, un panorama que desde Latinoamérica es perfectamente comprensible).
La justicia del hacha Dentro del folklore criminal norteamericano, sin duda una fuente inagotable de anécdotas y desvaríos, uno de los casos más famosos es el de los homicidios del 4 de agosto de 1892 de Andrew Jackson Borden y su esposa Abby Durfee Gray, quienes fueron encontrados asesinados con un objeto filoso que probablemente fuera un hacha, como se especuló en su momento porque la policía halló un ejemplar con el mango roto en el sótano de la casa de la familia Borden -sede de los crímenes- en la pequeña ciudad de Fall River del condado de Bristol en el Estado de Massachusetts. Lizzie Andrew Borden, la hija menor del hombre asesinado producto de un matrimonio anterior con Sarah Anthony Morse que derivó en 1863 en viudez, fue la única acusada formal ya que tanto la mujer como su hermana mayor Emma Lenora Borden no se llevaban bien con su madrastra Abby ni con su padre Andrew. La otra persona que estaba presente en la residencia durante el momento de la masacre, la sirvienta de 25 años Bridget Sullivan, no fue señalada como corresponsable y lo mismo ocurrió con los otros dos habitantes del hogar por entonces, la propia Emma y el tío materno de las mujeres, John Vinnicum Morse, ambos fuera de la casa circunstancialmente en el trágico día en cuestión. Si bien se confirmó que Lizzie había intentado comprar ácido prúsico en una farmacia local y el clan en su conjunto se enfermó aparentemente por ingerir comida en muy mal estado tiempo antes de las muertes, con Abby diciendo por ahí que “alguien” había tratado de envenenarlos, Lizzie sin embargo fue declarada inocente porque no se pudo encontrar ropa suya alguna manchada de sangre ni tampoco se pudo comprobar que el hacha hallada en el sótano fuese de hecho el arma utilizada en los célebres crímenes. Ahora bien, El Asesinato de la Familia Borden (Lizzie, 2018), la nueva película de Craig William Macneill, funciona como un thriller psicológico similar a la obra anterior del realizador, la también interesante The Boy (2015), en esta oportunidad sumergiéndose en el caso que nos ocupa y jugándose de lleno por la hipótesis de una supuesta relación lésbica entre Lizzie (Chloë Sevigny) y Bridget (Kristen Stewart), atracción mutua que se topó con el rechazo categórico por parte del autoritario, tacaño y distante Andrew (Jamey Sheridan) y de una Abby (Fiona Shaw) fundamentalmente interesada en la fortuna que amasó su marido en los rubros inmobiliario, textil, comercial y hasta bancario. Analizando el período previo a los homicidios y sus corolarios, el guión del debutante Bryce Kass construye un retrato íntimo del hogar de los Borden y de la disposición frágil y apesadumbrada de Lizzie. La claustrofobia e hipocresía del ámbito en común pasan al primer plano en consonancia con un típico estudio meticuloso de personajes en el que las agendas individuales de cada miembro de la familia se corresponden con una estructura de poder bien tajante: el patriarca viola sistemáticamente a Bridget por las noches con el conocimiento de una Abby que no hace nada, el tío de las hermanas es un fracasado que manipula a Andrew para hacerse con la administración del patrimonio del clan y Lizzie, quien padece sucesivos ataques símil epilepsia, es la única que dice la verdad y se muestra aguerrida frente a la figura masculina ya que hasta su hermana es una cómplice pasiva de todo lo ocurrido. Más allá de diversas libertades artísticas en algunos datos aislados, la trama respeta en suma las características principales de los crímenes y desparrama especulaciones bien sustentadas y coherentes. El ritmo cansino y sutil que impone Macneill sirve para sopesar tanto el sometimiento al que estaban condenadas las mujeres durante el período como el mismo fariseísmo social, con una mascarada de rectitud que esconde conductas cotidianas aborrecibles, y la infaltable cobardía burguesa de ejercer su sadismo contra estratos comunales o colectivos específicos juzgados dóciles e incapaces de defenderse, como las mujeres y las lesbianas (en el personaje de Stewart se suman la pobreza y un semi analfabetismo). El Asesinato de la Familia Borden es la mejor película posible considerando la cantidad de lagunas que arrastra el caso desde su génesis, un trabajo muy apuntalado además en la excelente labor de una veterana del cine independiente como Sevigny que hacía mucho tiempo no tenía una chance de brillar como la presente, ahora impartiendo justicia bajo la forma de un hacha…
Un viaje cerebral Con el lanzamiento en 1957 del Sputnik 1 se dio comienzo al ciclo interminable de chatarra espacial y gastos desorbitantes superfluos en nombre de la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, apenas una parte de la carrera geopolítica, armamentista y tecnológica durante la Guerra Fría. Si bien los rusos le ganaron de manera monumental a los yanquis en prácticamente todas las vertientes del rubro, gracias a la enorme industria cultural norteamericana sólo se suele recordar a nivel popular el alunizaje de 1969 de la misión Apolo 11: de hecho, el Sputnik 1 soviético fue el primer satélite artificial en alcanzar órbita, el primer animal en el espacio fue la perra Laika a bordo del Sputnik 2, asimismo el primer cosmonauta de la historia de la humanidad fue el ruso Yuri Gagarin cuando entró en órbita en la nave Vostok 1 el 12 de abril de 1961, la primera sonda en llegar a la Luna fue la Mechta y finalmente la Unión Soviética también fue la primera en enviar sondas planetarias, específicamente a Venus y Marte vía la Venera 1 y la Marsnik 1. Llama la atención que Hollywood haya tardado tantas décadas en armar una biopic en torno a la figura de Neil Armstrong, el comandante del Apolo 11 y primer hombre en pisar la Luna el 21 de julio de 1969, y más llamativo es que le haya encargado la tarea a Damien Chazelle, quien viene de entregar la muy interesante Whiplash (2014) y la mediocre La La Land (2016), un realizador que en esta oportunidad evita casi en un cien por ciento el enfoque pomposo y chauvinista barato de productos como Los Elegidos de la Gloria (The Right Stuff, 1983) o Apolo 13 (Apollo 13, 1995). Chazelle construye una de las películas estadounidenses más frías y realistas en mucho tiempo, lo que por cierto constituye un soplo de aire fresco en medio de la catarata de mamotretos lobotomizados de la cartelera actual que buscan con desesperación empatizar con el espectador promedio de nuestros días, ese que a pesar de tener toda la información a su disposición casi nunca tiene idea de nada y se transforma en triste arcilla para los autómatas de marketing de las corporaciones. En conjunto la perspectiva del guión de Josh Singer es simple y combina fuertes dosis de vida íntima/ privada por parte de un Armstrong símil témpano de hielo compuesto por Ryan Gosling y los pormenores de las dos misiones más importantes en las que participó el cosmonauta, la Gemini 8 y la susodicha Apolo 11: con un extraordinario desempeño actoral de Gosling y de Claire Foy, vista hace poco en Unsane (2018), como la neurótica Janet, esposa de Neil, El Primer Hombre en la Luna (First Man, 2018) ofrece un retrato humilde, antidemagógico y despojado de artificios huecos de un viaje y tripulaciones cerebrales que desde la NASA pusieron un peldaño más en uno de los grandes sueños de la humanidad, aquel de recorrer las estrellas; lo que por supuesto indefectiblemente trae a colación la banalidad de todo el asunto porque los presupuestos inflados dedicados a los programas espaciales podrían haberse utilizado para resolver la enorme pobreza de ambas naciones y de todas las que a posteriori -y desde entonces- también lanzaron sondas y naves al cosmos. Desde ya que no todo es color de rosa en lo que respecta al film porque Chazelle abusa de las “cámaras movedizas” y los primeros planos y se pasa con una duración más que excesiva de 141 minutos, con escenas completas que bien podrían haber quedado en la sala de edición. Por otro lado, es de destacar el doble hecho de que el director nos ahorre la fanfarria lamentable e hipotética de los estadounidenses clavando la bandera en la Luna, como si fuera de su propiedad, y que opte por enfatizar que la familia se ubica muy en segundo plano para hombres de la envergadura de Armstrong, cuyo compromiso con su trabajo está por encima de cualquier vínculo afectivo (detalle que queda explícito de modo tácito a lo largo de toda la propuesta y en muchas secuencias de “agite emocional” semi silencioso). La vida hogareña, los conflictos profesionales de diversa índole, las tragedias de la muerte de una hija por un tumor y de compañeros de la NASA, y los entretelones más desnudos del programa espacial yanqui forman el eje de una película correcta y loable cuyo punto fuerte a nivel visual es el instante del alunizaje propiamente dicho, ejemplo de cómo edificar desde un minimalismo cargado de sinceridad una secuencia sumamente atractiva…
El juego de sobrevivir Así como el terror indie le suele copiar las premisas a su homólogo mainstream para tratar de rapiñar una porción de la gigantesca torta publicitaria y de un público adolescente cautivo que no suele ir mucho más allá de lo que la “gran industria” tiene para ofrecerle, el espectador más avezado de nuestros días se ve obligado a tener una paciencia de hierro y esperar la aparición de algún autor -en sintonía, por ejemplo, con David Robert Mitchell, Robert Eggers, Fede Álvarez, Cory Finley o Ari Aster- que haya conseguido hacerse del suficiente margen de maniobra como para entregar un opus que nos aleje del trasfondo profundamente impersonal del género en su versión actual y nos acerque a un film con una idiosincrasia específica, en especial menos atada a los jump scares cronometrados y más en consonancia con un desarrollo de tensión in crescendo con un dejo a la Alfred Hitchcock. Por supuesto que la clase B contemporánea también sufre de esta catarata de recurrencias y fórmulas bastante quemadas, de entre las cuales a veces surge un producto que consigue sobreponerse en parte a sus pifies y/ o puntos débiles para por lo menos evitar el fango de tantas propuestas semejantes y respirar gracias a un puñado de factores atractivos: Demonio de Medianoche (The Midnight Man, 2016), remake de un ignoto opus irlandés de 2013, cae en una medianía de la que nunca sale pero curiosamente se abre camino como la “mejor” realización a la fecha de Travis Zariwny, un otrora diseñador de producción que se pasó a la dirección fundamentalmente de la mano de las muy flojas La Cabaña del Miedo (Cabin Fever, 2016), remake de aquella aburrida ópera prima homónima de 2002 de Eli Roth, e Intruso (Intruder, 2016), un thriller de invasión de hogar que resultaba de lo más insípido. En esencia estamos ante otro de esos productos en los que un grupo de adolescentes, en este caso Alex (Gabrielle Haugh), Miles (Grayson Gabriel) y Kelly (Emily Haine), invocan a un sádico señor del más allá para consagrarse a un juego en el que sobrevivir es el premio más preciado. Dos son los detalles que rescatan al convite del tedio de las repeticiones: primero, todo se desarrolla en una misma casa y una misma noche porque la entidad en cuestión, que se alimenta de los miedos de los jóvenes, los insta a respetar determinadas reglas hasta las 3:33 de la madrugada (deben moverse de cuarto en cuarto, llevar una vela que no debe apagarse y sólo un círculo de sal los puede proteger si lo demás falla), y segundo, entre el elenco nos topamos con la grata presencia de Robert Englund como un tal Doctor Harding, experto en el villano sobrenatural, y de Lin Shaye como Anna, la abuela demente de Alex. Considerando que la película está bastante mal actuada por el trío principal, desparrama lugares comunes a diestra y siniestra y en suma Zariwny es algo inepto al momento de la más simple narración, Demonio de Medianoche logra salvarse del naufragio total ya que incluye una interesante dosis de gore, muestra al engendro infernal con generosa premura y desde el inicio, aprovecha correctamente a los dos veteranos del terror y posee un cierto aire ochentoso por su buena predisposición en eso de ahorrarnos prólogos eternos y hasta a veces intentar ser original (la muerte de Kelly a manos del “hombre conejo” es una escena eficaz). Endeble y entretenida en simultáneo, la propuesta funciona como una rareza contemporánea porque es una clase B hiper olvidable aunque por lo menos amena en su sutil minimalismo, por suerte asignándole muy poco espacio a las cursilerías dramáticas…
El paraíso de los tontos Dos de los problemas más recurrentes del cine actual son el infantilismo y el cinismo, supuestas estrategias -sobre todo del mainstream- para despertar la simpatía del espectador desde un hipotético terreno en común basado en la “muerte de las ideologías” y pavadas así que representan una ideología de por sí y que desde ya desvían agua hacia el molino de los sectores más concentrados de la industria cultural vía la defensa de una apatía criticona y lobotomizada inspirada en los caprichos burgueses más risibles (otros inconvenientes como la mediocridad y la falta de ideas novedosas pueden relativizarse porque van y vienen como olas). Dentro del séptimo arte las comedias son las que más sufren este estado de cosas porque al remarcar los engranajes del género, en vez de gestar el contacto lo único que se produce es distancia y un desapego sistemático ante lo visto, la antítesis total de la comedia. Por suerte en ocasiones aparece alguna que otra excepción que si bien en parte acompaña esta disposición pasiva, narcisista y light de los días que corren, al mismo tiempo termina ofreciendo una especie de mirada en espejo para denunciar el pesimismo compulsivo desde una perspectiva adulta y reposada que por un lado resulta hilarante y por el otro le otorga nueva vida a subgéneros semi muertos como la comedia romántica. La boda de mi ex (Destination Wedding, 2018), la realización que nos ocupa, se encuadra precisamente en este rango de anomalías inteligentes que sin siquiera rozar las cúspides de otras épocas -ni tampoco una inocencia ya desaparecida- por lo menos logran salir muy bien paradas en la ejecución de esa vieja fórmula “chico conoce a chica” que todos sabemos cómo termina, sin importar las circunstancias ni el trasfondo singular de los dos protagonistas excluyentes. Esta segunda película como director y guionista de Victor Levin, en esencia un libretista televisivo de prolongada experiencia, es algo así como una versión de Antes del Amanecer (Before Sunrise, 1995) y/ o Spring (2014) aunque sin el tufo existencialista y redundante del sustrato arty yanqui, obras que asimismo fueron extrapolaciones de la mucho más interesante Trilogía de la Incomunicación de Michelangelo Antonioni, la compuesta por La Aventura (L'Avventura, 1960), La Noche (La Notte, 1961) y El Eclipse (L'Eclisse, 1962). El devenir narrativo nos presenta una serie de conversaciones entre Frank (Keanu Reeves) y Lindsay (Winona Ryder) durante los momentos previos y el desarrollo de una boda en Paso Robles, una pequeña ciudad de California: el hombre es el hermanastro del novio, la mujer su ex pareja y ambos se conocen en el aeropuerto en camino hacia el evento, el cual los obliga a una convivencia en la que pasarán de completos extraños con una idiosincrasia profundamente nihilista a testigos del nacimiento de una atracción que parece operar sobre sus cuerpos muy a pesar de lo que dictan sus mentes, siempre propensas a descreer no sólo de la parafernalia estupidizante e hipócrita del cariño sino también de las celebraciones comunales a su alrededor, como el mismo matrimonio que los unió en primera instancia. En sí el film se condensa en los diálogos que intercambian los dos personajes a lo largo de un fin de semana, en el que -como no conocen a ningún invitado a la boda y desean evitar todo contacto- se refugian el uno en el otro disparándose artillería pesada mutuamente y al resto de la humanidad, una actitud que se explica en malas experiencias pasadas y que los lleva de detestarse a descubrir que la aversión para con los rituales estandarizados y el fariseísmo social los comienza a acercar por el simple sentir en común. La mano maestra de Levin para crear una verborragia sádica y muy astuta encuentra en Reeves y Ryder sus instrumentos perfectos, ya que la amistad de los actores en la vida real permite una fluidez maravillosa y un lenguaje gestual/ corporal compartido que resultan muy valiosos en un enclave tan necesitado de química como la comedia romántica. El amor, considerado “el paraíso de los tontos”, es retratado desde una misantropía extrema y minimalista pocas veces vista en el cine norteamericano, enfatizando el destino trágico de todas las relaciones, el carácter irracional humano, el atolladero autoindulgente de la burguesía, las caricaturas vivientes con las que nos topamos a diario y finalmente la también innegable necesidad de estar acompañado y perderse en la neurosis de un prójimo tan delirante como acogedor…
Contra el olvido y la impunidad Rithy Panh, a través de numerosos documentales y obras de ficción, ha creado una carrera cinematográfica sobre la premisa de luchar contra la ignorancia en torno al Genocidio Camboyano, léase las masacres perpetradas por los Jemeres Rojos entre 1975 y 1979 bajo la excusa de fundar una utopía agraria autoritaria hiper delirante que desencadenó la muerte de un cuarto de la población de Camboya vía fusilamientos, torturas y en especial una hambruna extendida en todos los campos de concentración que se montaron a lo largo de la nación para erigir arrozales con una producción siempre escuálida. La Imagen Perdida (L’Image Manquante, 2013) sigue la senda trazada por Duch, Master of the Forges of Hell (Duch, le Maître des Forges de l’Enfer, 2011) y S-21: La Máquina de Matar de los Jemeres Rojos (S-21: La Machine de Mort Khmère Rouge, 2003), aunque ahora analizando al propio Panh y su infancia en varios centros de trabajos forzados y colectivización asesina. La película examina la psicopatía, mentiras, eslóganes y payasadas del régimen maoísta/ estalinista, esas que quedaron reflejadas en las filmaciones de la época, desde la óptica de la verdad negada, la crueldad fuera de foco, esa “imagen perdida” a la que apunta el título y que aquí Panh reproduce sirviéndose de figuras artesanales de arcilla que pasan a narrar mediante escenificaciones estáticas los momentos previos y el durante de la Kampuchea Democrática, la fachada institucional que utilizó la dictadura del demente de Pol Pot para cometer sus crímenes contra el pueblo camboyano; siendo los Estados Unidos los principales responsables de su ascenso porque lanzaron miles de toneladas de bombas sobre la nación -en el contexto de la Guerra de Vietnam- y así colaboraron de manera crucial en el incremento de la popularidad de los Jemeres Rojos, quienes decían enfrentarse a los imperialistas yanquis y terminaron cayendo en todas sus tácticas de guerra interna/ externa. Con recurrentes narraciones en francés cortesía de un par de locutores en off (Randal Douc y Jean-Baptiste Phou), el director y guionista edifica un retrato meticuloso, porfiado y de cadencia profundamente lírica de sus primeros años de vida y de cómo toda su familia pereció a manos de esta banda de advenedizos seudo comunistas que en primera instancia operaron bajo su propio capricho cleptocrático/ idílico -y con la bendición de China- y que a posteriori terminarían demostrando su patetismo al huir hacia Tailandia cuando las constantes provocaciones contra Vietnam desembocan en la ofensiva relámpago de 1978/ 1979 del país vecino, el derrocamiento inmediato de los Jemeres Rojos y la instauración de un estado camboyano provietnamita llamado República Popular de Kampuchea, la cual eventualmente daría lugar a la Camboya de nuestros días. La dialéctica del horror cotidiano producto de la inanición y tareas realizadas en condiciones infrahumanas se combina con las ejecuciones sin proceso legal alguno por nimiedades y un martirio incesante basado en una supuesta “reeducación” sustentada en el acto de repetir consignas falaces y paranoicas. Si bien en Occidente se conoce más al Genocidio Camboyano por la descripción del mismo en propuestas como Los Gritos del Silencio (The Killing Fields, 1984) de Roland Joffé y Primero Asesinaron a mi Padre (First They Killed My Father, 2017), la película que Angelina Jolie dirigió para Netflix a partir de las memorias de Loung Ung, una activista por los Derechos Humanos y también sobreviviente de los campos de exterminio de Pol Pot, los testimonios y análisis que ofrece Panh en la imprescindible La Imagen Perdida y en el resto de su filmografía son mucho más honestos y están lejos de la típica mediación algo light de los militantes humanistas de los países centrales, optando en cambio por registrar lo acontecido al detalle como documento inclaudicable de la locura y como herramienta de lucha política explícita contra las sucesivas administraciones gubernamentales de Camboya que -como en tantas naciones latinoamericanas luego de dictaduras salvajes y homicidas- pretendieron enterrar en el olvido las barbaridades de los Jemeres Rojos y garantizar su impunidad, un panorama que recién durante la última década comenzó a cambiar muy tímidamente vía enjuiciamientos aislados a algunos de los cabecillas máximos del régimen, con las tropas de los escalafones medio y bajo disfrutando aún de su libertad a pesar del más de un millón y medio de cadáveres desparramados en muchísimas fosas comunes…
Neguemos las deudas inventadas Cualquier espectador que haya visto las tres películas previas de Steve McQueen, las geniales Hunger (2008), Shame (2011) y 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013), podrá atestiguar que el director británico no tiene nada que ver con el cine inofensivo y/ o pueril de nuestros días, más bien todo lo contrario: el señor es artífice de un inconformismo todo terreno orientado a la polémica y a golpear la sensibilidad embotada/ adormecida del público y la prensa actuales, casi siempre condicionados como autómatas conservadores y dóciles a aceptar productos estúpidos escapistas que lo único que hacen es santificar la mediocridad acrítica de las sociedades contemporáneas. En función de lo anterior su nuevo proyecto despertaba a priori una gran curiosidad porque constituía su primera incursión cien por ciento en el cine de género, concretamente en el campo de los thrillers urbanos, y encima acompañado por Gillian Flynn, autora de las novelas de base de Perdida (Gone Girl, 2014) y Sharp Objects (2018) y aquí coescribiendo el guión con el propio McQueen. El resultado final no podría haber sido más satisfactorio ya que el dúo pasa a desmenuzar los engranajes del policial hardcore para barajar y dar de nuevo dentro de una iconografía hiper realista que pone el acento en el desamparo, el envalentonamiento y una sensación de peligro muy bien trabajada que sobrevuela continuamente el devenir de los personajes, ahora un grupo de tres mujeres cuyos esposos murieron durante el transcurso de un robo y específicamente en una balacera nocturna con la policía, mega explosión de su camioneta incluida. Veronica (Viola Davis), Alice (Elizabeth Debicki) y Linda (Michelle Rodríguez), casadas con Harry Rawlings (Liam Neeson), Florek (Jon Bernthal) y Carlos (Manuel García-Rulfo), terminan obligadas a realizar el último golpe que tenía planeado Rawlings como un mecanismo para pagarle al “damnificado” del asalto, Jamal Manning (Brian Tyree Henry), un afroamericano de origen bien mafioso que está postulándose como concejal para regir un distrito de Chicago que suele estar en manos de blanquitos de la dinastía Mulligan. Amenazada por Manning y su matón personal, su hermano Jatemme (Daniel Kaluuya), Veronica se transforma en la líder de la banda y recurre a los bocetos de la operación de su marido para devolverle los dos millones sustraídos al negro en apenas dos semanas, dinero que el hombre pretendía destinar para su campaña y que terminó incinerado con la camioneta de turno y sus ocupantes. La historia a su vez se mezcla con el derrotero de los Mulligan, una familia tan corrupta como su flamante rival político y hoy por hoy controlada -mucho nepotismo mediante- por el jerarca anciano Tom (Robert Duvall) y su hijo Jack (Colin Farrell), quien viene de recibir millones de dólares en sobornos en un cargo público, dice tratar de diferenciarse de los “recursos” violentos de su progenitor y anhela conservar para su estirpe el puesto de concejal. Los secretos pronto salen a la luz a medida que las mujeres dejan atrás unos tímidos primeros pasos y avanzan hacia la concreción de una embestida que hermana en el crimen a todos los involucrados, estén éstos vivos o muertos. McQueen se saltea por completo la romantización bobalicona de personajes clásica del enclave hollywoodense, esquivando asimismo toda interpretación literal y reduccionista del feminismo, y abraza cierta impronta a lo Michael Mann pero filtrada por su nihilismo y sin esas salidas habituales “amigables” de las propuestas del estadounidense para con el espectador retrógrado promedio, lo que implica que el inglés las sustituye con una violencia seca que duele en serio y un andamiaje de tensión sexual que aquí se materializa sobre todo de la mano de los flashbacks de Veronica con su esposo y de la necesidad de Alice de convertirse en prostituta para poder sobrevivir, un bonito consejo que le da su propia madre Agnieska (Jacki Weaver). El cineasta obtiene un desempeño en verdad parejo y excelente de todo el elenco, con una Davis que consigue aprovechar cada segundo suyo en pantalla de manera magistral y desparramando sabiduría actoral en escenas muy cuidadas tanto desde lo anímico como desde lo visual, cortesía de la extraordinaria fotografía de Sean Bobbitt. Ahora bien, la película va más allá del “divertimiento” pasatista estándar símil heist movie gracias a que funciona además como un análisis impiadoso, inteligente y certero de la mugre de la política tradicional y las estratagemas horrendas que utiliza para financiarse y perpetuarse frente a un electorado apático y lobotomizado que vive eligiendo desde la ignorancia más decrépita a sus verdugos una y otra vez porque en lugar de informarse y votar por proyectos se dejan llevar por eslóganes/ mentiras berretas que en el caso de los fascistas del neocapitalismo jamás se condicen con la plataforma real de gobierno de los oligarcas/ demagogos/ mitómanos en cuestión. Viudas (Widows, 2018) ni siquiera cae en la corrección política de lavar las culpas del candidato negro por su simple color de piel debido a que opta por también denunciar sus cadáveres en el armario vía el maravilloso trabajo de Kaluuya -visto hace poco en ¡Huye! (Get Out, 2017)- como un monstruo tan implacable como el mismo Jamal. McQueen logra así una obra atrapante e hipnótica que se consagra a negar las deudas inventadas por las cúpulas espurias que nos dirigen en el ámbito público o privado -o aspiran a hacerlo- con el objetivo de que reconozcamos cuanto antes el poder de la desobediencia autoconsciente basada en esa autonomía que resiste…
Abominaciones del imperio Cuesta reconocerlo pero lamentablemente cierta magia de la Saga Millenium desapareció en su quinto eslabón, La Chica en la Telaraña (The Girl in the Spider's Web, 2018), algo así como una versión negociada -léase a mitad de camino- entre el espíritu de las creaciones de Stieg Larsson y lo que el Hollywood actual reclama de este tipo de propuestas. Ya dejando en el pasado las tres adaptaciones suecas originales del 2009, dirigidas por Niels Arden Oplev y Daniel Alfredson, y la remake norteamericana del 2011 a cargo de David Fincher, todos trabajos muy interesantes y basados en los tres libros que Larsson completó en vida, el opus que nos ocupa no llega a ser fallido para nada pero ofrece un cóctel formal algo extraño: tenemos una idiosincrasia, contexto y personajes de Millenium, una premisa y algunos desvaríos a la 007/ James Bond y unas secuencias de acción, una iconografía tecnológica y un dinamismo general símil Misión Imposible (Mission Impossible), amén de detalles de los policiales hardcore y las epopeyas clásicas de espionaje y hasta una multitud de referencias a una obra muy semejante, Alguien Sabe Demasiado (Mercury Rising, 1998). La trama comienza con una típica situación acorde con el temple de izquierda, aguerrido y anticapitalista de la saga, con la querida Lisbeth Salander (Claire Foy de adulta, Beau Gadsdon de niña), la hacker bisexual y gélida que caza oligarcas, escapando en su infancia y abandonando a su hermana en manos de su padre psicópata sexual, quien gusta de asfixiar a mujeres con un “envase” símil polietileno y una aspiradora, y arremetiendo precisamente -ya mayor- contra un CEO de la alta burguesía que suele moler a golpes a prostitutas varias, dejándolo colgado cabeza abajo y vaciándole las cuentas bancarias para transferir todo el dinero a sus víctimas. Rápidamente la protagonista acepta el encargo de Frans Balder (Stephen Merchant), un ex empleado de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos que desarrolló un programa llamado Firefall para acceder a los códigos nucleares de todo el mundo y que ahora pretende que Salander lo robe y destruya porque los yanquis lo traicionaron reteniendo el control absoluto del software y porque considera -con razón, por supuesto- que es una herramienta geopolítica muy poderosa para cualquier gobierno global. Ayudada por el periodista de investigación Mikael Blomkvist (Sverrir Gudnason), dueño histórico de la revista mensual Millennium de Estocolmo y hoy inexplicablemente más joven y en un rol algo secundario, Lisbeth terminará bajo un fuego cruzado bien peligroso que involucra a un sindicato criminal conocido como Las Arañas y comandado por la hermana de Salander, Camilla (Sylvia Hoeks de adulta, Carlotta von Falkenhayn de niña), a un agente norteamericano llamado Edwin Needham (Lakeith Stanfield) que está detrás de la protagonista por haber robado Firefall y a una bella jerarca del servicio secreto sueco, Gabriella Grane (Synnøve Macody Lund), que procura impedir que Needham se entrometa en los asuntos internos del país y que desea detener tanto a Salander como a los miembros de Las Arañas; todo un planteo a su vez mezclado con la presencia de un jovencito genio, August (Christopher Convery), hijo de un Balder que pronto es asesinado y el único capaz de desencriptar Firefall para que pueda usarse, circunstancia que lo convierte en un bien muy preciado por todas las partes en disputa al punto de sabotearse mutuamente sin cesar. Las buenas intenciones detrás del convite son más que palpables y de hecho el desempeño concreto del realizador Fede Álvarez, responsable de las excelentes Posesión Infernal (Evil Dead, 2013) y No Respires (Don't Breathe, 2016), es admirable a nivel visual y en lo que respecta a la dirección de actores, no obstante el guión de Steven Knight, Jay Basu y el propio Álvarez resulta un tanto anodino y especialmente con algunos elementos fuera de lugar si nos concentramos en la Saga Millenium, lo que nos reenvía al detalle de que hablamos de una traslación del cuarto libro de la hoy franquicia y el primero no escrito por Larsson, quien falleció de forma imprevista en 2004 y así se publicaron póstumamente en 2005 los legendarios tres primeros eslabones, Los Hombres que no Amaban a las Mujeres (Män som Hatar Kvinnor), La Chica que Soñaba con una Cerilla y un Bidón de Gasolina (Flickan som Lekte med Elden) y La Reina en el Palacio de las Corrientes de Aire (Luftslottet som Sprängdes). Lo que no Mata te Hace más Fuerte (Det som Inte Dödar Oss) es la novela en cuestión, escrita por David Lagercrantz y editada en 2015 como producto de la pugna entre la familia de Larsson y su pareja, Eva Gabrielsson, que tiene en su posesión material incompleto inédito que no puede publicar por no haber estado casada con el autor. Dicho de otro modo, el revoltijo que nos presenta La Chica en la Telaraña es en simultáneo debido a la intervención de un escritor asalariado y de un Hollywood que también colabora para que el sustrato de la propuesta se aleje de los pormenores de la corrupción, el sadismo y la falsa sensación de impunidad de las altas esferas del poder económico, político y social para en cambio acercarse al terreno del thriller tecnófilo tradicional de nuestros días con preeminencia de escenas de acción y soluciones dramáticas algo escuálidas, ese que además viene de la mano del nene prodigio que atesora la clave para “salvar” al mundo. De todas formas, Álvarez es mucho más inteligente que el promedio de sus colegas y lo que podría haber sido un trabajo sin alma se transforma en una película en ocasiones muy atractiva sobre todo por la maravillosa actuación de una Foy -ya vista en Unsane (2018) y El Primer Hombre en la Luna (First Man, 2018)- que no tiene nada que envidiar a la genial Noomi Rapace de los films suecos y que supera lo hecho por Rooney Mara en el opus de Fincher. Más allá de diversas exageraciones y su entramado poco ingenioso, la obra es prolija y entretenida y continúa señalando que en el fondo lo que se analiza son las abominaciones de las oligarquías al servicio del execrable imperio de las naciones más ricas del planeta…
Endulzando al villano Como era de esperar, la nueva adaptación a cargo de Illumination de ¡Cómo el Grinch Robó la Navidad! (How the Grinch Stole Christmas!, 1957), el legendario libro infantil de Theodor “Dr. Seuss” Geisel, por un lado se ubica muy lejos en términos de calidad con respecto a la entrañable versión de 1966 de Chuck Jones -bendecida por el propio autor y con la voz de Boris Karloff- y por otro lado resulta un poco mejor en relación a la flojísima traslación de Ron Howard del 2000 con Jim Carrey como el personaje del título, un gruñón de pelaje verde y sonrisa maléfica que pretende sabotear la Navidad de Villaquién, una comunidad pacífica utópica, y que en esencia funciona como una sutil reformulación del Ebenezer Scrooge que ideó Charles Dickens para su novela corta Cuento de Navidad (A Christmas Carol, 1843), alegoría en favor del humanismo y contra el capitalismo salvaje. Estaba cantado que el estudio responsable de La Vida Secreta de tus Mascotas (The Secret Life of Pets, 2016) y de la saga que comenzó con Mi Villano Favorito (Despicable Me, 2010) endulzaría al personaje para hacerlo más “accesible” al público bobalicón familiar promedio de nuestros días, ese que el propio mainstream viene creando mediante campañas gigantescas de marketing para un puñado de productos al año, lo que implicó inventarle al protagonista excluyente un background como huérfano, una estadía durante su niñez en un orfanato y un deseo ferviente de fondo de evitar -en vez de destruir, como en el relato original- la Navidad, esa época del año muy poco atractiva para los solitarios que deben ver cómo las familias se reúnen y celebran. El enfoque elegido es sin embargo respetuoso e incluso intenta reproducir las métricas de las conocidas rimas del escritor norteamericano. Las buenas intenciones generan una propuesta apenas pasable porque Hollywood vuelve a complementar la simpleza aleccionadora de Dr. Seuss con una catarata de secuencias de acción, diversas “actualizaciones” a nivel de diálogos y situaciones y sobre todo esa obsesión con rellenar la historia de momentos superfluos para extenderla hasta la duración de un largometraje, decisión que atenta contra la paradigmática estructura de las parábolas infantiles que siguen una progresión lineal concreta sin artificios ni tangentes ni chistecitos de por medio. Por otra parte, la animación es luminosa y bella, el desempeño de Benedict Cumberbatch como el mítico canalla verde es muy bueno y hasta se entiende el detalle de darle un carácter más acabado a Max, el fiel perro del protagonista, un personaje que en el original estaba muy sometido a los caprichos de su amo para remarcar su inefable malicia. Un punto a favor de El Grinch (The Grinch, 2018) es que deja intactas las dos grandes interpretaciones que habilitaba la fábula de Geisel, la vinculada a una crítica al consumismo compulsivo de las fiestas de fin de año en detrimento de valores como la unión y la comunicación entre los hombres (por ello la redención final del villano está homologada al hecho de que malinterpretó el mismo “significado” de la Navidad al pensar que robando los regalos de los Quién toda la jornada se arruinaría de inmediato, cosa que no sucede ya que los humanoides cantan ufanos igual) y la otra lectura relacionada con el Grinch en tanto “odiador social” estándar que se amarga con la felicidad ajena y por ello desea que la aldea comunista celestial sufra tanto como él (la envidia del señor verde -muy en la tradición de la pequeña y alta burguesía- explicaría su militancia en pos del martirio de los Quién, una masa popular uniforme que ve sumergida en la ignorancia y la idiotez). Lamentablemente la película nunca puede escapar de una medianía que la emparenta a otros productos escuálidos como Horton y el Mundo de los Quién (Horton Hears a Who!, 2008) y El Lorax: En Busca de la Trúfula Perdida (The Lorax, 2012), aunque vale aclarar que por lo menos ni se arrima a la desastrosa El Gato (The Cat in the Hat, 2003), definitivamente la peor adaptación de Dr. Seuss que haya dado el mainstream redundante del nuevo milenio…