Epitafio de la paciencia El regreso del formidable Clint Eastwood a su faceta de actor, unificada además a su rol de director, llega de la mano de la excelente La Mula (The Mule, 2018), una propuesta de tono otoñal inspirada en la historia verídica de Leonard Sharp, un horticultor anciano que transportó un enorme volumen de droga en su camioneta para el Cártel de Sinaloa a lo largo de Estados Unidos, circunstancia que le valió una condena de prisión de tres años, de los que cumplió sólo uno, y su ocasional muerte en libertad en 2016 a los 92 años. El más que peculiar episodio le sirve de excusa al norteamericano de 88 años para desplegar su habitual clasicismo humanista de derecha de una forma muy similar a lo ya visto en Gran Torino (2008), una realización no casualmente también protagonizada por el señor y de la que hoy toma aquella reflexión sobre el aislamiento y el conservadurismo que arriban con la vejez a expensas de una sociedad hueca que está permanentemente obsesionada con la juventud, la tecnología, el escapismo cultural eterno y la dialéctica fútil de las apariencias y las falacias. Es de hecho este desajuste entre el protagonista -aquí rebautizado Earl Stone- y el mercado global actual el que dispara su ruina y la eventual aceptación al ofrecimiento de mover kilos y kilos de cocaína para los narcos: el carácter artesanal y cara a cara de su emprendimiento, centrado en el cultivo y venta de plantas florales, deviene en su perdición cuando el negocio pasa a concentrarse en Internet, caen los pedidos tradicionales de Stone y todo el asunto lo deja tapado de deudas y al borde de perder su casa. El suculento dinero que le genera la faena, una “misión” amateur reconvertida en profesión por angustia económica, lo rescata de una posible indigencia ya que pronto se transforma en la principal mula del cártel pero al mismo tiempo lo coloca en una posición muy comprometida, cerca de caer preso a raíz de la investigación de la DEA encabezada por el agente Colin Bates (Bradley Cooper). A lo anterior -para colmo- se suma una suerte de “cambio de dirigencia” entre sus empleadores, con los nuevos mostrando cero tolerancia hacia las improvisaciones y devaneos del señor. Como era de esperar, el realizador va más allá del simple suspenso en torno a la doble amenaza que se cierne sobre el protagonista debido a que el guión de Nick Schenk, a partir de un artículo periodístico de Sam Dolnick, incorpora además toda una dimensión familiar atribulada que le calza como anillo al dedo a la impronta adulta, lacónica, reposada y sutil del legendario cineasta, siempre atento a los detalles y presto a edificar retratos abarcadores que multiplican capas de riqueza retórica y esquivan por completo la estupidez/ liviandad unidimensional de nuestros días. Como Stone siempre privilegió el trabajo por sobre los vínculos consanguíneos y así se perdió una infinidad de fechas sobrevaloradas por las mujeres de mayor edad de su vida, tanto su hija Iris (Alison Eastwood) como su ex esposa Mary (Dianne Wiest) lo han convertido en un paria que goza sólo del afecto de su nieta Ginny (Taissa Farmiga), quien decide casarse justo durante el comienzo del derrotero narco del nono, un personaje súper estrafalario que se vuelca a la beneficencia y las prostitutas. Eastwood va dando forma de a poco a lo que podríamos definir como una hermosa, dulce y sensata secuela conceptual de Gran Torino en la que la vejez aparece como punto de partida de una bola de nieve que incluye las diferencias generacionales, la marginación/ olvido al que están condenados los mayores, el fluir azaroso cotidiano, el tener que hacerse cargo de los frutos de decisiones tomadas en el pasado, los conflictos familiares, el fetiche burgués con escalar posiciones en el trabajo de turno, el peligro de estar a merced de un Estado impiadoso y de “patrones” que priorizan sus propios intereses ante todo, la triste destrucción de los cuentapropistas a manos de las corporaciones y finalmente la necesidad de ponerle un cierre digno a la vida que corrija errores y escriba un epitafio acorde con el hombre real, ese contradictorio y capaz de rever/ rearticular su idiosincrasia según lo aprendido con el paso del tiempo. La Mula es otro autohomenaje maravilloso de un artista incomparable que se mantiene firme a un modelo de cine ya casi extinto que privilegia la paciencia y la sinceridad por sobre la pompa narrativa actual, los caprichos de un mercado infantiloide y la insoportable recurrencia a clichés y facilismos que anulan esa multiplicidad de perspectivas analíticas que siempre debería primar en todas las vertientes de la cultura…
Amistad y colocación de productos Como gran parte del cine industrial actual, y sobre todo del especializado en continuaciones que pasan por muchas etapas de producción con vistas a agregar capas retóricas para sumar segmentos a un público potencial que se piensa cautivo porque ya conoce de por sí la marca en cuestión, Wifi Ralph (Ralph Breaks the Internet, 2018) es un film mastodonte -tanto a escala conceptual como en lo que atañe al andamiaje formal, léase la realización concreta- que pretende abarcar mucho más de lo conveniente sin conseguir destacarse en ninguna de las vertientes de turno y cayendo muy por debajo del opus original, Ralph, el Demoledor (Wreck-It Ralph, 2012), una obra maravillosa que funcionaba como un ejemplo de lo que puede lograr el mainstream cuando se enfoca en un objetivo excluyente, en este caso crear un homenaje a los videojuegos desde una típica premisa a lo Pixar centrada en un villano de consola que deseaba ser un héroe y en el trajín terminaba desatando un sinfín de problemas. Se nota mucho que seis años han minado la idea original para la secuela y -cortesía de lo que debe haber sido un ejército de opinadores de Walt Disney Animation Studios durante la prolongada concepción- hoy tenemos que conformarnos con un convite que nunca termina de definir del todo su personalidad y que sustituye aquella simple aunque coherente y poderosa idiosincrasia gamer de la propuesta del 2012 por una colección de “intereses” que no cuajan entre sí ni trabajan en armonía: Wifi Ralph quiere ser al mismo tiempo una semblanza sobre la amistad digital/ online, una reflexión acerca de la idiotez y la crueldad de los humanos en Internet, una elegía a la nostalgia omnipresente contemporánea símil Ready Player One (2018) y finalmente una excusa para la tradicional colocación de productos del ámbito cinematográfico, los videojuegos, los programas, las páginas webs y las aplicaciones para celulares, con preeminencia de las franquicias de la propia Disney. Ahora el pretexto para que comience la aventura se resume en el aburrimiento de Vanellope (Sarah Silverman) para con Sugar Rush, el juego de carreras del cual es piloto, y otra “macana” de Ralph (John C. Reilly), quien crea un nuevo camino en el arcade, lo que primero atasca el volante de la consola y luego deriva en su rotura. Ambos protagonistas, frente a la contingencia de un Sugar Rush desconectado, deciden ingresar a Internet mediante un flamante router para comprar un volante en eBay en lo que será el comienzo de un largo derrotero para reunir el dinero que los llevará a tratar de robar un valioso auto del juego Slaughter Race y a filmar videos bien bobos protagonizados por Ralph en pos de popularidad. Todo a su vez se mezcla con los celos que siente el grandote hacia Shank (Gal Gadot), la dueña del vehículo, y el mismo Slaughter Race, adonde Vanellope pretende mudarse ya que el juego es más imprevisible que el muy aniñado/ afeminado Sugar Rush. Como decíamos con anterioridad, la obra hace agua desde diversas perspectivas: se acuerda demasiado tarde de analizar el quid amistoso (recién en el capítulo final se hace explícito el carácter posesivo de Ralph hacia Vanellope y lo que ello implica), el trasfondo de los videos fatuos/ estúpidos queda bastante relegado y sin aprovechar (la trama gira sobre su eje en numerosas ocasiones con poca convicción), mucho de aquel encanto gamer de la original desapareció (la indecisión del guión por momentos resulta en tedio) y sinceramente hay un abuso en materia de citas comerciales al paso (por ejemplo, la mencionada Ready Player One articulaba mucho mejor las referencias a la cultura pop dentro de la estructura de la historia). Sin embargo la película no llega a ser mala porque algunos chistes son graciosos e inteligentes, los personajes nuevos están bien desarrollados, el apartado visual es mayormente despampanante y en general se agradecen la crítica -naif, leve- a la malicia compulsiva del “comportamiento web” y esa fenomenal representación del desenlace de la propia inseguridad vía un virus gigante conformado por miles de Ralphs deseosos de “aprisionar” el afecto de su pequeña amiga. Si hubiese contado con una contrafigura real y hubiese enfocado su relato en uno o dos núcleos en verdad fundamentales, Wifi Ralph podría haber llegado mucho más lejos en términos cualitativos y en especial discursivos…
Opresión transgeneracional Junto con Asghar Farhadi, el talentoso director y guionista de obras como A Propósito de Elly (Darbareye Elly, 2009), La Separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011), El Pasado (Le Passé, 2013), El Viajante (Forushande, 2016) y Todos lo Saben (2018), Jafar Panahi es la otra figura central del cine iraní contemporáneo en el ámbito internacional, aunque a decir verdad en este caso la trayectoria del señor incluye un sustrato mucho más dramático que el de su colega debido al hecho de que sobre Panahi pesa una condena de 6 años de cárcel y 20 de inhabilitación para hacer cine o viajar al extranjero, todo por filmar películas críticas para con el Estado y la sociedad de su país que suelen denunciar las supersticiones religiosas, la violencia subyacente en ellas, la pobreza endémica, la intolerancia hacia lo diferente y en especial el papel relegado de las mujeres en una vida pública conducida por un régimen teocrático de influjo musulmán ortodoxo que no les permite ningún desarrollo. El realizador, que se hizo conocido con las muy interesantes El Globo Blanco (Badkonake Sefid, 1995), El Espejo (Ayneh, 1997), El Círculo (Dayereh, 2000), Crimson Gold (Talaye Sorkh, 2003) y Offside (2006), viene rodando películas de manera ilegal desde que los energúmenos del gobierno le inventaron la sentencia en 2010 y comenzaron a “aflojársela” desde entonces, lo que nos dejó con una serie de opus que toman el trasfondo neorrealista de sus comienzos y lo llevan a una nueva dimensión al incorporar -ya sin ningún maquillaje de por medio- los engranajes del documental reflexivo, logrando una excelente fusión entre ficción y realidad en trabajos como Esto no es un Film (In Film Nist, 2011), Closed Curtain (Pardé, 2013) y Taxi (2015), en donde el minimalismo más sincero y ajustado volcaba la balanza hacia un lado o hacia el otro. Su última propuesta, Tres Rostros (Se Rokh, 2018), continúa esta misma senda y entrelaza la historia de tres actrices de diferentes generaciones. La premisa es aparentemente muy sencilla: Behnaz Jafari (interpretándose a sí misma, como todos los protagonistas del film), una actriz famosa, recibe un video de una chica llamada Marziyeh Rezaei en el que le pide ayuda porque su familia no le permite asistir al Conservatorio Dramático de Teherán y luego se suicida ahorcándose, lo que deja a Jafari más que angustiada y por ello abandona un rodaje, le solicita auxilio al propio Panahi y así ambos se dirigen hacia la comarca rural en la que vive la joven para comprobar si es verdad que ha fallecido. Al llegar al lugar, el dúo descubre que Marziyeh está efectivamente desaparecida desde hace tres días y que era marginada no sólo por los suyos sino por todo el pueblo en función de sus inclinaciones actorales/ artísticas y por el simple hecho de osar estudiar algo siendo mujer; circunstancia que a su vez está conectada al caso de otra fémina de la región, una misteriosa y veterana Shahrzad que también se transformó en paria por haber participado en diversas películas durante el período previo a la proverbial Revolución Islámica de 1979, esa que -detalles más, detalles menos- sigue controlando el destino iraní. Una vez más el ascetismo de siempre de Panahi, aquí relacionado especialmente a los planos fijos y las tomas secuencia, se unifica con un humanismo muy bien desarrollado por un guión -escrito por el susodicho junto a Nader Saeivar- que va pasando del recelo de Behnaz hacia Marziyeh a no sólo comprender su situación sino también a dialogar con esa Shahrzad fuera de foco que viene a completar un trío de colegas que terminan unidas por las distintas variantes de la opresión cultural que domina el país, asimismo dejando entrever la necesidad de la lucha en conjunto -o una mínima solidaridad recíproca- para eliminar las prohibiciones y tabúes vinculados con el “honor” oscurantista/ cosificante/ esclavista de un acervo femenino todavía fetichizado al extremo. La película abraza el formato de road movie sutilmente irónica y mundana para jugar con las contradicciones de los aldeanos, quienes de un momento a otro pueden pasar de ser hospitalarios y atentos a convertirse en un nuevo manojo de prejuicios cada vez más agresivos y más peligrosos, dando a entender que las paradojas están constantemente presentes en la realidad y que el ostracismo de determinados grupos sociales puede darse dentro del contexto de comunidades afables y sensatas en otros aspectos, estando ellas mismas también condenadas al olvido estatal…
Calamidad se avecina Algo incluso más insólito que una película catástrofe proveniente de Noruega es sin duda una secuela de una película catástrofe proveniente de Noruega y es por ello que hoy estamos ante Terremoto (Skjelvet, 2018), continuación explícita del éxito de taquilla La Última Ola (Bølgen, 2015), propuesta digna y disfrutable que fue dirigida por un Roar Uthaug que venía de entregar el neoclásico del slasher europeo Escalofrío (Fritt Vilt, 2006) y que a posteriori saltaría de golpe a Hollywood con un reboot bienintencionado y correcto hasta ahí nomás, Tomb Raider: Las Aventuras de Lara Croft (Tomb Raider, 2018). En esta oportunidad el encargado de encabezar el proyecto fue John Andreas Andersen, un director de fotografía que se pasó a la realización y que aquí cae por debajo del nivel de calidad de la obra original principalmente porque las atractivas sorpresas de antaño desaparecieron. La trama vuelve a centrarse en Kristian Eikjord (Kristoffer Joner), aquel geólogo de una estación de monitoreo de Geiranger, un pueblito enclavado en un fiordo, que se transformó en héroe por avisar acerca de la llegada de un tsunami. Con semejante título no hace falta aclarar de qué va la cosa y sólo diremos que el señor entra en alerta cuando muere un colega en un túnel de Oslo y así decide trasladarse a la ciudad capital del país e investigar de primera mano las posibilidades de un temblor en función de una documentación que el finado le envió por correo. Cada vez más angustiado por sus descubrimientos, acusado de paranoico por las autoridades y ayudado por la hija del geólogo fallecido, Marit Lindblom (Kathrine Thorborg Johansen), Eikjord tratará de proteger a su familia de la debacle pero la tarea no será fácil ya que vive torturado por no haber podido salvar más vidas en Geiranger. Como no podía ser de otra forma, el carácter taciturno y algo trastornado de Kristian lo alejó de su esposa Idun (Ane Dahl Torp), su hijo adolescente Sondre (Jonas Hoff Oftebro) y su hija pequeña Julia (Edith Haagenrud-Sande), quienes viven en Oslo y en esencia acusan al protagonista de haberlos abandonado para encerrarse en su obsesión con esas hipotéticas calamidades que se avecinan, circunstancia que complica mucho el hecho de que lo tomen en cuenta al momento de la advertencia definitiva previa a la “sacudida” de turno. Si bien se agradece la continuidad de John Kåre Raake y Harald Rosenløw-Eeg, los guionistas del film del 2015, los susodichos no consiguen lograr que la integridad dramática de los personajes repercuta en serio para bien del producto debido a la redundancia general para con los engranajes de las epopeyas catástrofe y en especial de las secuelas más automáticas. Tampoco se la puede acusar del todo a Terremoto de caer de lleno en la fórmula de siempre de los corolarios, “mucho más de lo mismo”, a pesar de que mudar el relato del pueblito a Oslo ya es elevar los parámetros de destrucción, porque la obra vuelve a tomarse su tiempo para el desarrollo de personajes y “preparar” el terreno para el sismo: aquí el problema central se condensa en ese metraje excesivo que limita la hiper necesaria parafernalia de los edificios destruidos, las muertes bajo los escombros y las secuencias de acción camufladas en plan de esquivar los peligros. El desempeño del elenco es muy bueno pero el director nunca termina de darse cuenta que tendría que haber dado más espacio a la devastación y no reducirla a la media hora final, una jugada que nos condena a interminables 70 minutos introductorios repletos de clichés que no agregan nada a lo ya visto en décadas previas…
Triángulo de amor bizarro En consonancia con la reincidencia de gran parte del cine actual sobre temas y mecanismos narrativos que se repiten en cada opus individual desde la lógica del marketing y casi nunca desde el ideario cultural/ creativo, en La Sirena (Rusalka: Ozero Myortvykh, 2018) el realizador Svyatoslav Podgaevskiy vuelve a hacer exactamente lo mismo que hizo en ocasión de su trabajo previo, la también floja La Novia (Nevesta, 2017), y por supuesto no es de extrañar que vuelva a desperdiciar el sustrato folklórico ruso que recorre la trama para adaptarlo a los criterios empobrecedores y los estereotipos de la versión estadounidense de la comarca de los sustos, a pesar de que una vez más haya rodado el film en la tierra de los cosacos. La anomalía de tener entre manos una película de género de tan distantes latitudes termina licuada por los facilismos de siempre del ya vetusto J-Horror modelo Hollywood. Así como antes el director y guionista nos informaba durante los primeros minutos del metraje de La Novia las características que tomó en Rusia la tradición global de la fotografía post mortem, con el detalle de dibujar ojos en los párpados de los difuntos y la idea de que el negativo condensaba el alma del fallecido como rasgos principales, ahora tenemos la variante local del antiquísimo mito de las sirenas, las cuales según el folklore ruso viven en lagos, arrastran a las profundidades a los hombres ingenuos que caen bajo sus encantos y conducen a la locura a todos aquellos que se resisten, con la aclaración adicional de que la única forma de esquivar el lastre de la obsesión romántica es ofreciéndole a la señorita en cuestión lo que uno más ama, léase algún pariente o allegado o pareja que funcionaría como un sustituto de ese condenado a muerte por un triángulo de amor bizarro. Nuevamente la historia arranca en el terreno de las leyendas vernáculas y pronto vira hacia la parafernalia estándar de los fantasmas vengadores/ furiosos, cuyo exponente de turno es la pobre Lisa Grigorieva (Sofia Shidlovskaya), una chica a la que -muchos años atrás- su prometido abandonó para casarse con otra mujer, lo que provocó que los maté a ambos y en plena huida de la turba popular reglamentaria se arroje a un lago para ahogarse y de golpe transformarse en un espíritu en pena con largos cabellos, capacidad de mutar su rostro en una criatura bien horrible y la esperable “destreza” de aparecerse donde quiera y cuando quiera para torturar a sus víctimas jugando con la percepción (de hecho, este sería el único punto que Grigorieva comparte en serio con las sirenas clásicas). Hoy el hombre encantado es Roma (Efim Petrunin) y los encargados de intentar salvarlo son su amigo Ilya (Nikita Elenev), su hermana Olga (Sesil Plezhe) y su prometida Marina (Viktoriya Agalakova). Podgaevskiy desparrama tantos jump scares muy poco originales y demuestra tan poca habilidad narrativa, acumulando durante los últimos 40 minutos una verdadera catarata de desenlaces falsos, que uno pasa de la curiosidad inicial al tedio por la sobreutilización de recursos que bien administrados podrían llegar a mantener alta la bandera de los motivos retóricos quemados aunque aún dando batalla, en línea con -por ejemplo- la reciente La Monja (The Nun, 2018). A pesar de que se agradece el regreso de la bella Agalakova, la protagonista excluyente de La Novia, y en general la atmósfera y el diseño de producción están bastante bien, lo cierto es que resulta demasiado frustrante que el realizador vuelva a desaprovechar la dinámica sexual/ erótica del tópico de base, las sirenas, y que no logre redondear un producto un poco menos remanido, naif y automático y con algún concepto novedoso o escena en verdad eficaz, que salga de la medianía deprimente de la propuesta…
La reconstrucción expresiva Adepto a sustraerse del ámbito cinematográfico que lo rodea por considerarlo -con toda la razón del mundo- bastante pueril y anodino, Gus Van Sant fue armando un universo propio en el que la honestidad, los demonios personales, la crudeza, los vaivenes psicológicos y la poesía conviven en una obra profundamente independiente de las modas y que ha tenido sus altas y bajas a lo largo de las últimas décadas. El realizador de films muy recordados como Drogas, Amor y Muerte (Drugstore Cowboy, 1989), Mi Mundo Privado (My Own Private Idaho, 1991), Todo por un Sueño (To Die For, 1995), En Busca del Destino (Good Will Hunting, 1997), Elefante (Elephant, 2003) y Milk (2008) hoy regresa a su mejor forma con No te Preocupes, No Irá Lejos (Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot, 2018), una biopic preciosa e hipnótica, alrededor de la figura del caricaturista norteamericano John Callahan, que le permite dejar en el pasado la trilogía de trabajos previos, las interesantes aunque algo desparejas Restless (2011), Promised Land (2012) y The Sea of Trees (2015), vistas sobre todo en el circuito de festivales y con una distribución internacional restringida. El director se sirve del formato de las biografías cinematográficas, un esquema por demás explotado por el séptimo arte de nuestros días a escala global, para subvertirlo desde su idiosincrasia humanista optando por construir un retrato sutil y freak con estructura de mosaico existencial, siempre haciendo foco en el fluir anímico del protagonista y la enorme importancia de su círculo íntimo por sobre la mera acumulación de episodios centrales de su vida, la condescendencia barata de los productos hollywoodenses o la gran “moraleja” que debería llegar -según las reglas no escritas del género- durante los momentos finales. El eje de la película es una inconmensurable actuación de Joaquin Phoenix en el rol de Callahan, quien aquí entrega una de las mejores interpretaciones de su carrera escapándole a los tics patéticos de siempre de los actores mainstream a la hora de ponerse en la piel de un discapacitado o enfermo mental o paciente crónico y ofreciendo un desempeño hiper sincero que explora lo más difícil de explorar, léase los problemas de todo tipo que arrastra el sujeto en cuestión al punto de sufrir horrores en lo referido a su salud física y espiritual. Principalmente el guión, escrito por Van Sant a partir de las memorias de Callahan, gira en torno a cuatro núcleos fundamentales: primero tenemos el accidente automovilístico que transforma al susodicho en un semi cuadripléjico a la edad de 21 años producto de ser el acompañante en un vehículo conducido por Dexter (Jack Black), un hombre tan alcohólico como él que termina chocando contra un poste de luz; luego viene el trauma por haber sido abandonado por su madre biológica y sentir que no encajaba en su familia adoptiva, una ausencia que marcó todos sus días en este planeta; a posteriori está ese problema con la bebida que eventualmente lo lleva a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos, donde conoce a su espónsor en el sinuoso camino a renunciar por completo a la adicción, Donnie (Jonah Hill); y finalmente nos topamos con la veta artística y el bálsamo de su vida, ese humor negro basado en temas tabú -como el mismo hecho de estar condenado a una silla de ruedas o la estigmatización hipócrita social hacia las minorías- que le permitió renacer en términos expresivos y reconstruirse como ser humano con semejantes limitaciones y penas. Como siempre en el cine de Van Sant, la película en el fondo es muy sencilla y hace del análisis visceral, irónico y lánguido del protagonista su horizonte, un recurso de corte lírico que el realizador continuamente vuelca al naturalismo más maravilloso y documentalista con el objetivo de colocar en primer plano las contradicciones enriquecedoras de los personajes, ya sea que hablemos del férreo y a la vez sensible Donnie, las ganas de mandar al demonio a su paciente del paradójicamente fiel Tim (Tony Greenhand), el enfermero/ asistente de John, el cariño de su novia sueca Annu (Rooney Mara), esa que no prescinde de su vida como otras mujeres “consagradas” a un hombre con discapacidad, o los demás alcohólicos que Callahan descubre en las sesiones encabezadas por Donnie, entre los que se encuentran Hans (el eterno Udo Kier) y Corky (la genial Kim Gordon, otrora líder junto a Thurston Moore de Sonic Youth). El histórico minimalismo del cineasta converge con su eco en un Callahan ciclotímico que lucha en simultáneo en distintos frentes y hasta debe batallar contra la burocracia del gigantesco y plutocrático aparato de salud estadounidense. No te Preocupes, No Irá Lejos obvia a conciencia el abuso sexual que padeció John a los ocho años por parte de una maestra, quizás porque de por sí pesan muchos fantasmas sobre el intelecto atormentado del caricaturista, y logra la proeza de balancear toda la alienación, tristeza y disposición autodestructiva con una mordacidad muy inteligente cuya cáscara distante esconde un corazón de lo más sensato y austero orientado a subrayar la enorme dignidad de los marginados en el atolladero de la vida y en sociedades apáticas plagadas de egoístas, fariseos y mediocres. Aquí la sobriedad y el arte más inconformista y polémico se transforman en las metas personales de un hombre atrapado en dependencias y lagunas emocionales de larga data, cuya representación en el relato se condice tanto con una edición que pasa de lo agitado a lo plácido como con una autenticidad general que busca la paz entre el inevitable caos. El enfoque delicado y a la vez aguerrido de Van Sant sobre algunas de sus temáticas preferidas, como las implicancias de la exclusión, la solidaridad y el amor no idealizado, constituye uno de los pequeños grandes tesoros del cine de nuestra época…
La fórmula agotada Sin duda dos de los problemas más extendidos de la industria cultural contemporánea -y de la sociedad de nuestros días en general, a decir verdad- son el cinismo y la mercantilización tragicómica, barata y automática de prácticamente cualquier cosa, conducta, ser, razón o circunstancia: corriendo parejo a la naturalización del engaño y el simulacro constante en el ámbito cotidiano (siempre con una sonrisa en la boca del mitómano fascistoide de turno), se mueve el lenguaje berreta de la publicidad y las nuevas técnicas de segmentación y lobotomización de los públicos actuales, desde ya orientadas a aprovechar que una pobreza y un desempleo cada vez más angustiantes dejan al pueblo en la más pura ignorancia y por consiguiente presto a ser adoctrinado con la mentalidad de la clase hegemónica, a la que hace propia de una manera por demás hilarante cual “lorito” que no comprende lo que dice. La manifestación concreta de lo anterior en el campo del cine es la lógica de las remakes, secuelas y franquicias eternas, esas que -salvo contadas excepciones- ya no ofrecen ni riqueza ni un régimen de variedad porque su fuerte radica en brindarle al consumidor un producto idéntico al previo como si en vez de obras de arte estuviésemos hablando de detergente o una barra de jabón. Lo peor del asunto es que esta andanada de propuestas fotocopiadas lo que hace es tratar de reproducir un original cualitativamente lejano y en esencia anular todo lo que en su momento resultó novedoso para que el espectador se quede tranquilo de que verá exactamente lo mismo, tracción a un conservadurismo que se va olvidando de a poco del producto primigenio y nos acerca a una caricatura pueril y lavada en pos de más y más billetes vía una fórmula agotada, mediocre y sumamente bobalicona. Tomemos de ejemplo el caso de la franquicia iniciada con Taxi (1998), una serie de films que se la suele vincular con esa otra saga pistera que empezó con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), paralelismo algo forzado porque los productos franceses son anteriores en el tiempo y debido a que están mucho más volcados a la comedia que sus homólogos yanquis: Luc Besson, el productor y guionista histórico de la franquicia, por lo general es garantía de dinamismo en el cine de acción sin embargo a nivel de Taxi, léase la remake norteamericana del 2004 y sus cuatro secuelas europeas de 2000, 2003, 2007 y 2018, jamás pudo recuperar la chispa light pero afable de la película original de la década del 90. En la quinta parte ni siquiera conserva a los personajes centrales de siempre, Daniel Morales (Samy Naceri) y Émilien Coutant-Kerbalec (Frédéric Diefenthal), y pretende reemplazarlos por un dúo que nunca termina de funcionar del todo, Eddy Maklouf (Malik Bentalha) y Sylvain Marot (Franck Gastambide, quien además coescribe y dirige el opus). Por más que Eddy sea el sobrino de Daniel, Sylvain sea un supuesto “policía estrella” parisino que es trasladado de prepo a Marsella, la trama gire en torno a detener a una banda de ladrones italianos especializados en joyerías y hasta nos topemos con el regreso de Gibert (Bernard Farcy), ex comisario y hoy alcalde de la ciudad, lo cierto es que el esquema cómico perdió su fuerza y las persecuciones automovilísticas no pasan de ser una sombra de las de antaño, todo a su vez acorde con una decadencia escalonada que fue empeorando de eslabón en eslabón hasta llegar a este punto en donde el cansancio y la estupidez se mezclan con una ristra de chistes, situaciones y citas sin gracia. Aun así el producto atesora algún que otro momento en que logra maquillar el carácter remanido del planteo y despertar simpatía por el buen desempeño actoral de los “coloridos” secundarios, no obstante el film es tan perezoso que continuamente subraya no sólo la muerte de la saga sino también de la dialéctica automatizada y carente de todo brío del encadenamiento perpetuo de lo mismo…
Arthur habla con los peces A medida que el cine de superhéroes ha ido condensando buena parte de los presupuestos anuales de los grandes estudios de Hollywood destinados a los mega tanques de cada temporada, el nivel de calidad de los productos masivos ha ido descendiendo de manera paulatina y la otrora variedad que solía ofrecer la comarca mainstream ha desaparecido para dejar lugar a trabajos en serie que retoman lo peor de la televisión de antaño, sobre todo el encadenamiento eterno de lo mismo a expensas de un público cautivo que se siente en la “obligación” de ver el último eslabón de turno para satisfacer los requerimientos implícitos de todas esas campañas de marketing a escala planetaria, fundamentalmente orientadas a la infantilización de los espectadores, la celebración acrítica de la falta de riqueza retórica y el sometimiento a los engranajes anodinos excluyentes de la industria para que se consoliden. Dentro de este esquema, dominado por propuestas idénticas que se parecen a botellas de Coca Cola o barras de jabón en su repetición ad infinitum de una marca que ni siquiera se condice con los cómics originales y su efervescencia aventurera adolescente, vale aclarar que Aquaman (2018) es uno de los mejores representantes del rubro gracias a la pericia de su director James Wan, un artesano de origen malayo/ australiano que ha sabido escapar a las peores versiones de Marvel y DC para la gran pantalla con vistas a construir un exponente bastante mejor narrado y más sincero en su afán lúdico: donde otras obras de superhéroes fallan miserablemente, en el apuntalamiento de un desarrollo de personajes alejados del cliché unidimensional, el realizador logra redondear una dinámica coherente que sin llegar a descollar, por lo menos mantiene la atención del espectador adulto eventual. La historia vuelve a ser la misma de siempre: el protagonista, Arthur (Jason Momoa) alias Aquaman, un rey negado que “habla” con los peces, debe recorrer un largo camino para hacerse de un trono que no desea en busca de “sacrificarse” para salvar a la humanidad y por supuesto a ese mundo subacuático que está en sus genes, ahora con la excusa de detener a un hermano con ansias de poder, Orm (Patrick Wilson), que además pretende destruir a los terrestres como venganza por décadas y décadas de contaminación y desechos varios vertidos en el mar. Mientras que Arthur se une con la prometida del susodicho, Mera (la siempre hermosa Amber Heard), para reclamar la corona y evitar la guerra, asimismo debe luchar con el principal mercenario de Orm, Manta (Yahya Abdul-Mateen II), un señor que le guarda especial rencor a Arthur porque provocó la muerte de su padre, un pirata marino. El producto está atiborrado de un CGI fastuoso a la Avatar (2009) que por momentos satura y en otras oportunidades resulta despampanante, a lo que se suman el muy buen desempeño de Momoa y Heard -una pareja con química- y ese fluir retórico al que apuntábamos con anterioridad que sabe pasar de la acción al drama monárquico o la comedia light con sutil solvencia. Por otro lado lamentablemente el film jamás esquiva del todo las premisas hiper conservadoras de tantas faenas cinematográficas semejantes contemporáneas y así el resultado final, si bien supera al triste promedio de su rama, no logra destacarse por derecho propio y en una proporción en verdad importante con respecto a otros tanques yanquis de nuestros días. Precisamente esa medianía inofensiva y pueril que recorre de punta a punta a Aquaman constituye el gran flagelo del séptimo arte actual y subraya un estancamiento creativo de lo más cansador y preocupante, debido a que pone de relieve el hecho de que ni artesanos con el poder de Wan pueden realmente quebrar el molde y hacer algo novedoso…
Sobre la repulsiva felicidad ajena El cine mainstream por regla general suele recurrir al viejo ardid del cambio radical e instantáneo de idiosincrasia mediante soluciones muy poco elaboradas como alguna pócima mágica, artilugios tecnológicos bastante ridículos, la influencia de terceros corruptores, alguna necesidad imperiosa o el inefable golpe en la cabeza sobre el personaje fundamental, un catálogo que en mayor o menor medida responde a elementos semi fantásticos y en muchas ocasiones tácitos. A decir verdad muy pocas películas se toman el tiempo de construir la metamorfosis en cuestión desde lo anímico escalonado y muchas menos nos ofrecen un camino inverso satisfactorio, léase el desandar el periplo para que no resulte ni forzada ni caprichosa la esperable restitución identitaria del remate, en especial si tenemos en cuenta el fetiche del séptimo arte de nuestros días para con los clichés y la sensiblería. Precisamente, el film que nos ocupa, Algo Celosa (Jalouse, 2017), lejos de ser una joya del rubro o una anomalía semejante, sale bien parado en esta doble y difícil tarea porque por un lado edifica un andamiaje emocional/ psicológico creíble para que florezca el cambio en el intelecto de la compleja protagonista, Nathalie Pécheux (Karin Viard), y por otro lado se explaya con detenimiento -quizás con demasiado detenimiento- acerca del largo proceso orientado a descubrir que el sustrato autodestructivo de su flamante comportamiento en algún momento le pasará la factura. Ya el título sintetiza por dónde va el asunto, en esencia centrado en una Nathalie que sucumbe de modo progresivo ante un odio irrefrenable y por ráfagas hacia todos los miembros de su entorno cercano porque no puede soportar lo que ella percibe como una repulsiva exhibición de felicidad ajena que destila mucha soberbia. Así las cosas, la cincuentona termina enajenándose a todos a su alrededor a través de una serie de indirectas, actitudes, insultos y movidas destinadas a sabotear desde los celos y una hilarante malicia las vidas de sus supuestos “seres queridos” y allegados: a su ex marido Jean-Pierre (Thibault de Montalembert) y su pareja Isabelle (Marie-Julie Baup) les cancela unas vacaciones en Las Maldivas, a su hija bailarina de ballet Mathilde (Dara Tombroff) casi la asesina dándole de comer un plato con aceite de nuez, fruto al que es alérgica, para que no pueda asistir a una audición muy importante para la chica, a su mejor amiga Sophie (Anne Dorval) le dice que su hija Emma (Eva Lallier) es fea y que su esposo Thierry (Xavier de Guillebon) la está engañando, a una colega profesora más joven, Mélanie (Anaïs Demoustier), la basurea a más no poder, y finalmente a un hombre muy interesado en ella, Sébastien (Bruno Todeschini), lo echa de su hogar acusándolo de baboso con su hija por haberla saludado cuando en medio de una cena romántica la muchacha pasa a buscar agua. El opus, escrito y dirigido por David Foenkinos y Stéphane Foenkinos, no aporta ni un gramo de originalidad al bastión de las comedias dramáticas de semblanzas varias ni a la infinidad de propuestas contextualizadas en una París siempre encantadora, sin embargo logra sacar partido de un verosímil sutilmente naturalista que exprime con brío y prudencia la excelente actuación de Karin Viard en el rol principal, una actriz que sostiene la película en su conjunto y le otorga una pátina de legitimidad que sería imposible de reproducir con otras colegas del ecosistema cinematográfico galo. El guión tampoco es malo pero -como decíamos anteriormente- alarga en exceso diversas micro situaciones vinculadas con un “renacimiento” de Nathalie que de todas formas está bien trabajado desde el cansancio de las agresiones y el encuentro con una anciana bastante más piadosa que ella, Monique (Thérèse Roussel), cuya presencia -y posterior ausencia- ayudan a que la protagonista revea su actitud beligerante y algo gratuita, ejemplo de esa envidia burguesa tan paradigmática…
Debería haberlo sabido Y efectivamente Cadáver (The Possession of Hannah Grace, 2018) es una versión hiper mainstream y volcada a los exorcismos de The Autopsy of Jane Doe (2016), aquella pequeña maravilla dirigida por el gran cineasta noruego André Øvredal, responsable de la genial Trollhunter (Trolljegeren, 2010): mucho más cerca de la iconografía satánica estándar, esa que el Hollywood de las últimas décadas parece disfrutar tanto, que de la vertiente más terrenal y mugrosa de esas otras “cosillas” que pueden ocurrir en una morgue, representadas por ejemplo en la necrofilia de El Cadáver de Anna Fritz (2015), el film que nos ocupa de Diederik Van Rooijen juega con el suspenso y los reglamentarios jump scares sin demasiada imaginación y en especial haciendo énfasis en el estereotipo del protagonista atribulado que debe enfrentarse a algo bastante más amenazante que su trauma psicológico. Aquí el desarrollo se acerca a lo que sería una suerte de slasher de hospital -sobre todo en sintonía con Visiting Hours (1982) y Halloween II (1981)- aunque bajo el típico andamiaje paranormal de nuestros días y con un núcleo narrativo centrado en una ex policía llamada Megan (Shay Mitchell) adicta a las pastillas, debido a que su pasividad desencadenó la muerte de su compañero cuando un loquito disparó contra ellos. Apenas empezando en su flamante trabajo como asistente de entrega de cadáveres de un mega hospital de Boston, la mujer tendrá que lidiar con el cuerpo de una tal Hannah Grace (Kirby Johnson), quien viene de padecer un exorcismo y en esencia se niega a morir porque al demonio de turno le sobra iniciativa homicida y con cada nuevo asesinato cometido se cura un poco más de heridas sufridas pasadas, lo que deriva en el inefable fallecimiento de distintos empleados del lugar. Si bien al guión de Brian Sieve no se le cae ni una bendita idea novedosa, por lo menos hay que concederle que es menos pueril/ bobalicón que el promedio contemporáneo del rubro y que el ardid de ir mechando algunos encuentros varios de Megan con su ex pareja, el también oficial de policía Andrew (Grey Damon), y con el padre de Grace, Grainger (Louis Herthum), logra dinamizar el relato y compensar los latiguillos remanidos que desde el vamos enmarcan al film en materia de puertas que se abren solas, un abuso del bus effect de tanto en tanto, la presencia de un ente reptante símil espectro vengador del J-Horror, personajes secundarios que no escapan de lo meramente decorativo y diversos engranajes gastados en esa línea. Tampoco es de extrañar la ausencia de desnudos en consonancia con la obsesión infantiloide del mainstream, a pesar de que hablamos de terror 100% morboso. De todas formas la propuesta no llega a ser mala ya que consigue algunos momentos de genuino espanto apelando más a la sinceridad y el minimalismo que a la pomposidad light de fórmulas destiladas de la sensación de verdadero peligro de antaño, lo que nos deja con un producto ameno y relativamente potable aunque en simultáneo preso de una medianía bien olvidable que en su conjunto termina volcando la balanza hacia esa mediocridad paradigmática de tiempos como estos, en los que las “malas decisiones” del protagonista en cuestión, como por ejemplo la de trabajar en una morgue luego de la linda eclosión de un trauma vía homicidio (Megan debería haberlo sabido…), no se transforman en los viajes freaks de otras épocas fundamentalmente porque el cine actual -en todas sus variantes y procedencias- se toma demasiado en serio a sí mismo y casi nunca pasa del esquema rancio.