El juego de los duplicados Con Malicious (2018) sucede algo similar a lo que acontecía en ocasión de Demonio de Medianoche (The Midnight Man, 2016), aquella remake a cargo de Travis Zariwny de un ignoto opus irlandés de 2013, ya que en esta oportunidad hablamos de la que podemos definir como la mejor película del director de turno, Michael Winnick, un señor que -al igual que Zariwny, precisamente- se ha pasado casi toda su carrera filmando productos lamentables dentro del marco de diversos géneros como la ciencia ficción, la comedia, el thriller, la acción y el propio terror; panorama que por lo menos nos permite recalcar el buen nivel relativo de la comarca del pánico y los sustos durante nuestros días porque hasta obras mediocres y muy derivativas como las presentes pueden esquivar el campo de lo insalvable gracias a que el sustrato cualitativo promedio del horror viene mejorando mucho. El film, también escrito por Winnick, combina tres fórmulas paradigmáticas del género de una manera más o menos armoniosa y complementaria: tenemos una pareja, conformada por Adam Pierce (Josh Stewart) y su esposa embarazada Lisa (Bojana Novakovic), que dentro del contexto de una mudanza a una flamante casa (primera premisa), producto del nuevo trabajo que consigue Adam como profesor de matemáticas, padece el acoso de una sádica entidad fantasmal (segunda premisa) que está detrás de su bebé nonato (tercera premisa). Aquí todo en esencia se desencadena cuando la hermosa hermana menor de Lisa, la neohippie light y bobalicona Becky (Melissa Bolona), les envía una “caja de fertilidad” símil urna, la mujer la abre y poco tiempo después sufre un aborto espontáneo y termina sin posibilidad de volver a tener hijos, hecho que provoca la llegada de Becky al hogar del dúo. Considerando que Winnick hasta recurre al antiguo ardid del “experto” reglamentario, ahora el Doctor Clark (un reaparecido Delroy Lindo), un matemático ciego y especialista en parapsicología e investigaciones esotéricas que ofrecerá su saber a los protagonistas cuando el espíritu en cuestión empiece a ponerse un tanto agresivo y a jugar con los sentidos de los susodichos para engañarlos sirviéndose de sus deseos reprimidos, lo cierto es que la propuesta entretiene con bastante dignidad dentro de los límites de la habitual catarata de clichés de las casas embrujadas y el hostigamiento cortesía del “más allá”. Asimismo se agradece que la entidad sea tan polirubro y base su accionar en el asesinato de bebés nonatos y la posesión de sus almas para comenzar un ciclo de dolor sustentado en la libido y la construcción de duplicados tenebrosos de las víctimas y sus allegados de ayer y hoy. El realizador cae en una medianía que podría haber sido en verdad desastrosa garantizando buenas actuaciones de Stewart y Novakovic, sexualizando a los personajes, remarcando el trasfondo incestuoso y suicida del relato y edificando un desarrollo ameno en el que al acecho prototípico y las grabaciones en cuartos vacíos para captar la voz del fantasma se suman algunos desnudos y una buena tanda de angustia homicida intra familiar. A pesar de que continúa siendo penoso que las distribuidoras latinoamericanas se la pasen comprando películas accesorias y de medio pelo para ser estrenadas en el circuito comercial tradicional y obvien opus muy interesantes como Mandy (2018), Verano del 84 (Summer of 84, 2018), Upgrade (2018), Unsane (2018) o Thoroughbreds (2017), Malicious aunque sea no es uno de esos clásicos mamarrachos insufribles a los que los “dealers del cine” son tan adeptos…
Vocación por asustar De un tiempo a esta parte somos testigos de una suerte de renacimiento del cine de terror y suspenso de autor de la mano de realizadores como David Robert Mitchell, Robert Eggers, Jeremy Saulnier, Fede Álvarez, Cory Finley y Ari Aster, y en simultáneo de una reconversión -algo lenta pero firme- del aparato mainstream en general desde el fetiche de los fantasmas hacia un regreso al viejo y querido slasher, lo que por supuesto constituye un progreso porque pasamos del sustrato higiénico de los espectros vengadores tracción a CGI a la sinceridad artesanal de los cuchillos penetrando algún que otro abdomen. La movida, que responde al agotamiento de estos refritos del J-Horror y al hecho de que los slashers son muy baratos en términos presupuestarios, lamentablemente se enmarca en un contexto ideológico asexualizado y pueril en el que se habla mucho y se hace -y se exhibe- poco. Hell Fest: Juegos Diabólicos (Hell Fest, 2018) es un típico ejemplo de los productos de esta fase de transición, esos que no se deciden a empardar el nivel de gore y desnudos de los representantes insignia del subgénero de las décadas del 70 y 80 y al mismo tiempo se muestran demasiado conservadores a escala formal como para incluir alguna variante sobrenatural que rejuvenezca al formato, en sintonía con las recientes y disfrutables Feliz Día de tu Muerte (Happy Death Day, 2017) y Verdad o Reto (Truth or Dare, 2018), o vuelque el asunto hacia el costado sexy/ morboso en serio, esquema visto en las también rescatables Better Watch Out (2016) y The Babysitter (2017). La historia se concentra en la visita durante Halloween de un grupo de seis jóvenes, tres chicas y tres chicos, a un parque temático de terror, lo que desencadena el acecho del loquito con máscara tétrica de turno. Aquí estamos ante la segunda propuesta de Gregory Plotkin, un cineasta bastante mediocre que viene de entregar la impresentable Actividad Paranormal: La Dimensión Fantasma (Paranormal Activity: The Ghost Dimension, 2015), y por ello se entiende que el film incluso teniendo el potencial de destacarse, se quede en una medianía cualitativa que no pasa de las buenas intenciones y la colección de estereotipos de toda índole: precisamente, resulta interesante que se retome la premisa de Carnaval del Terror (The Funhouse, 1981), de Tobe Hooper, para jugar con la frontera entre la realidad y la ficción por un entorno que invita a la confusión y a que nadie le asigne importancia a los ruegos de ayuda, no obstante la ejecución no termina de aprovechar el binomio compuesto por la “vocación por asustar” de los actores del parque y la propia del psicópata, siempre camuflado entre los primeros. Dos puntos a favor de la película son la mínima presencia de Tony Todd, veterano del género y famoso por interpretar al villano de Candyman (1992), y la química palpable entre el elenco, en especial la correspondiente a las amigas Natalie (Amy Forsyth) y Brooke (Reign Edwards). Sin ser mala aunque tampoco llegando a un eventual “aprobado”, Hell Fest: Juegos Diabólicos es una obra anodina, rutinaria y apenas entretenida que debería haber sido menos políticamente correcta para con el género femenino (el horror no se lleva bien con la mojigatería, la cual peca de pusilánime), debería haber apostado por desnudos concretos en vez de verborragia aséptica infantiloide (por suerte aquí, dentro de todo, no encontraremos esa catarata de frases bobaliconas de otros enclaves del mainstream) y debería haber incrementado la locura para dejar de lado una progresión muy monocorde y previsible (la única verdadera excepción es el desenlace, uno que reafirma aquello de que los sádicos son esquizofrénicos y se ocultan en la esterilidad de los clichés de la burguesía).
Respeto y oro blanco Ya podemos ir concluyendo que el mega tópico Pablo Escobar Gaviria está al borde del agotamiento terminal porque el volumen de biopics televisivas y cinematográficas ha llegado a ser tan generoso que hoy por hoy no debe haber ni un solo entusiasta/ interesado en la vida del señor que no conozca todos los pormenores del último jefe absoluto del tráfico mundial de drogas, antes de la reconversión del sistema piramidal de antaño hacia la estructura símil nodo autónomo correspondiente a nuestros días. Pablo Escobar: La Traición (Loving Pablo, 2017), la flamante adición a la lista, es un film correcto que supera -por su ambición y coherencia- tanto a Escobar: Paraíso Perdido (Escobar: Paradise Lost, 2014), aquella deslucida obra de Andrea Di Stefano con el genial Benicio Del Toro como el mítico capo narco, como al resto de propuestas que de una forma u otra trataron el tema, como Blow (2001), la serie de Netflix Narcos, Barry Seal: Sólo en América (American Made, 2017) y Pablo Escobar: El Patrón del Mal, la célebre telenovela de Caracol que fue un hit a lo largo de Latinoamérica. Ahora es otro gigante de la actuación el encargado de interpretar a Escobar, nada menos que Javier Bardem, quien lleva a cabo un trabajo excelente en el campo del mimetismo y la disposición física en general con el objetivo manifiesto de enfatizar la enorme necesidad de respeto que se escondía detrás de Gaviria y gran parte de su derrotero criminal y político. El opus que nos ocupa de Fernando León de Aranoa, el español de Los Lunes al Sol (2002), Princesas (2005) y Un Día Perfecto (A Perfect Day, 2015), adopta un recurso narrativo muy utilizado por las biopics norteamericanas y europeas de las últimas décadas con vistas a intentar subsanar en parte la saturación que padecen determinadas temáticas como la presente: hablamos de una perspectiva “alternativa” orientada a analizar la figura principal (otras modalidades del rubro pasan por centrarse en una etapa específica, por profundizar en una faceta poco conocida o totalmente ignota y por la estrategia de construir un retrato tipo mosaico conformado por una pluralidad de testimonios individuales en torno a un eje). En esta oportunidad la óptica elegida es la de Virginia Vallejo, una famosa periodista y conductora televisiva colombiana que protagonizó un affaire con el jefe del Cartel de Medellín durante varios años. Lo verdaderamente curioso de Pablo Escobar: La Traición es que a pesar de esta mirada que se nos presenta como oblicua, la película en sí es bastante tradicional en su crónica de unos acontecimientos que arrancan con la coronación simbólica de Escobar -a principios de la década del 80- como “rey de la cocaína”, pasan por sus malogradas experiencias en la política, acusado de mafioso y homicida por otros mafiosos y homicidas con escaños en el congreso, y finalizan con su muerte en diciembre de 1993, asesinado por miembros de la milicia y los grupos parapoliciales que -al igual que el mismo protagonista- sembraron una infinidad de cadáveres en Colombia por aquellos tiempos. Enmarcada en una brutalidad expresiva que la destaca de proyectos similares gracias a escenas de gran intensidad, peligro y violencia, la obra consigue retratar esa suerte de guerra civil/ militar del período entre las elites económicas y gubernamentales -muy parecida a la de hoy en día, por cierto- desatada por la execrable intervención de la DEA y la CIA en la república, la corrupción endémica de toda la estructura política y el “gustito” de Escobar por el sicariato. El film nos ahorra el cliché del triángulo amoroso con su esposa y su amante (aquí no hay lloriqueos ni histeria ni reclamos eternos femeninos) y ese mecanismo narrativo hiper quemado de los flashbacks y flashforwards sucesivos que más que complementar el relato, lo que hacen en realidad es fragmentarlo y conducirlo al terreno de un caos que no arroja saldo positivo en términos de la progresión dramática (el clasicismo retórico de León de Aranoa le juega muy a favor al convite ya que el ardid de que la narradora sea Vallejo, interpretada por una exquisita Penélope Cruz, viabiliza una mirada periodística/ didáctica que nunca se siente forzada porque la mujer en su momento formaba parte de la alta burguesía mediática bogotana y llegó a un grado de intimidad con el capo que le permitió conocer buena parte de los entretelones del negocio del oro blanco y las matufias del poder en Colombia). Considerando que ya no es posible hallar una faceta novedosa sobre Gaviria, y que muchos retratos recientes se quedan en un sensacionalismo bastante pobretón en lo que atañe a sistematizar el periplo de un personaje tan fascinante y aborrecible al mismo tiempo, Pablo Escobar: La Traición a fin de cuentas es prolija y como plus nos ofrece la presencia de dos maravillosos actores en los papeles centrales, lo que de por sí hoy es más que suficiente…
Contra la derecha psicótica A decir verdad deberíamos retrotraernos hasta la década del 90 para encontrar una película de Spike Lee tan certera y apasionante como Infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman, 2018), una pequeña obra maestra que sintetiza no sólo el ideario de izquierda de siempre del realizador y guionista norteamericano sino también su militancia concreta en el ámbito del cine en pos de denunciar los diversos crímenes de la derecha en el poder y subrayar la necesidad de una toma de conciencia por parte de los marginados sociales para expulsar definitivamente a los monstruos neoliberales y sus amiguitos fascistas, conservadores, cristianos, racistas, hambreadores, antisemitas, corruptos, homofóbicos y misóginos de los enclaves económico, comunal, político, financiero y mediático. A través de una premisa muy simple, centrada en el caso verídico de un policía negro que en los 70 se infiltró -con la ayuda de un compañero judío- en la filial de Colorado Springs del Ku Klux Klan, el film pone de manifiesto los prejuicios y miserias hiper arraigados en la sociedad estadounidense. El protagonista es Ron Stallworth (John David Washington), quien fue el primer oficial de color del Departamento de Policía de Colorado y por ello tuvo que soportar agravios y vejaciones varias por parte de sus cofrades blancos. Asignado en primera instancia a la sala de registros, rápidamente pide trabajar de encubierto y así es destinado a colarse en un mitin en torno a Kwame Ture (Corey Hawkins), militante histórico del movimiento de derechos civiles y genial orador vinculado a las Panteras Negras, en el que conoce a Patrice Dumas (Laura Harrier), presidente de una organización universitaria de estudiantes negros y futura pareja de Stallworth. Luego es transferido por el Jefe Bridges (Robert John Burke) a Inteligencia y producto de un aviso en un diario en el que el Ku Klux Klan buscaba nuevos miembros, decide llamar por teléfono y hacerse pasar por un supremacista blanco/ neonazi en lo que será el inicio de una introducción de lo más bizarra encarada por el susodicho y Flip Zimmerman (Adam Driver), su compañero hebreo en toda la mascarada. La investigación por un lado permite descubrir que algunos integrantes pertenecen además a la milicia oficial norteamericana y que la rama local del clan estaba planeando un ataque, y por otro lado genera situaciones descabelladas como la estrecha relación que Stallworth construye con David Duke (Topher Grace), máxima autoridad del período dentro del cónclave fascista, que el negro sea considerado para encabezar la filial de Colorado Springs y el mismo hecho de que Zimmerman se la pase disparando armas e insultando a toda minoría habida y por haber rodeado de antisemitas que desconocen por completo su origen. A nivel general la propuesta funciona como una versión negociada/ intermedia entre la vertiente indie de la carrera de Lee, con escenas extensas que desparraman una verborragia florida y muy avasallante, y el costado más mainstream de su cine, vía secuencias más acordes con los engranajes del thriller de espionaje aunque con un fuerte dejo de comedia social e irónica tracción a un humor muy negro y planteos tan absurdos como verosímiles. Fiel a su estilo, aquí el director incluye detalles metadiscursivos maravillosos como ese comienzo con un tal Doctor Kennebrew Beauregard (Alec Baldwin) -símil Donald Trump- en plena filmación de un corto propagandístico bien ridículo de extrema derecha, la conversación entre Stallworth y Dumas sobre clásicos del blaxploitation, y esa proyección de El Nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 1915), de D.W. Griffith, durante la ceremonia de inducción formal de Ron, con los muchachos y muchachas del Ku Klux Klan celebrando la andanada de delirios segregacionistas y mentirosos del opus. Infiltrado del KKKlan examina tópicos de ardiente actualidad como los abusos policiales de toda índole (violencia, agresiones sexuales, intimidación, etc.), la naturalización del odio disfrazado de vanidad u orgullo (el ultraje verbal permanente aparece siempre bajo el manto de la denigración de un enemigo caprichoso escogido a dedo) y el fetiche facilista de “seguir la corriente” a escala social (la pasividad es la principal cómplice en momentos de injusticia). Otro elemento a destacar -y uno muy importante, por cierto- es el excelente desempeño del elenco en general y los dos actores cruciales en particular, ya que Washington y Driver rankean como uno de los mejores dúos protagónicos en mucho tiempo del séptimo arte, ambos logrando un influjo interpretativo prodigioso que se balancea con gran eficacia entre la tragedia más irrefrenable y una carcajada apenas contenida, lo que de por sí constituye el tono macro del relato. La película es en simultáneo uno de los ejemplos más inteligentes y oportunos del cine reciente de izquierda, un neoclásico de Lee que de inmediato pasa a estar allá arriba en el podio con Haz lo Correcto (Do the Right Thing, 1989) y Malcolm X (1992), y finalmente una alegoría de los tiempos que corren haciendo foco sobre todo en la execrable manifestación “Unite the Right” de agosto de 2017 en la que engendros de la derecha psicótica del norte se juntaron en Charlottesville, en Virginia, dando por resultado aquel triste episodio en el que un burgués neoconfederado atropelló con su auto a un grupo de contramanifestantes matando a Heather Heyer, una militante de izquierda de 32 años…
Un Reich de mil años El mainstream estadounidense una vez más deja bien en claro que está desesperado en pos de ideas y ahora echa mano -ya sin los pruritos hipócritas del pasado- de un viejo tópico del cine trash fundamentalmente europeo, los nazis zombies, temática que ha sido explorada en las seminales Mutantes Criminales (Shock Waves, 1977) de Ken Wiederhorn, Zombie Lake (Le Lac des Morts Vivants, 1981) de Jean Rollin y La Tumba de los Muertos Vivientes (1982) de Jesús Franco, y en obras más recientes como Outpost (2008), Dead Snow (Død Snø, 2009), Town Creek (2009), War of the Dead (2011), Frankenstein’s Army (2013) y Dead Snow 2: Red vs. Dead (Død Snø 2, 2014); con Frankenstein’s Army llevándose el premio a la odisea más parecida a la que nos ocupa, Operación Overlord (Overlord, 2018), en otra de esas movidas hollywoodenses contemporáneas que roza el plagio más explícito. Más allá de la aseveración del productor J.J. Abrams de que el film no forma parte de la saga de entregas independientes conocida como Cloverfield, compuesta por la amena Cloverfield (2008), la excelente Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016) y la francamente espantosa The Cloverfield Paradox (2018), lo cierto es que el producto resultante se asemeja muchísimo a ese esquema fantástico de amplitud polirubro símil La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone) que ha venido marcando el devenir de la franquicia desde el inicio: este segundo opus de Julius Avery luego de Son of a Gun (2014), aquella interesante heist movie con Ewan McGregor y Brenton Thwaites, es un trabajo relativamente disfrutable que combina las epopeyas bélicas más clásicas con la iconografía propia de los nazis zombies bajo el caótico contexto de la Batalla de Normandía de 1944. El relato sigue el derrotero estándar del subgénero con un mínimo pelotón que se topa con el reglamentario laboratorio nazi y sus investigaciones malsanas, ahora con un personaje central, el soldado raso afroamericano Boyce (Jovan Adepo), como parte de un grupo que termina siendo comandado por un cabo taciturno y mucho más experimentado, Ford (Wyatt Russell), y ayudado por una joven francesa que viene padeciendo desde hace tiempo el accionar de las tropas alemanas de ocupación, Chloe (Mathilde Ollivier). Como no podía ser de otro modo, los planes de los nazis pasan por revivir a los cadáveres con vistas a crear un ejército invencible que eternice al Reich y cumpla la simpática promesa de mil años de poder irrestricto por delante, en esta oportunidad sirviéndose de una brea enigmática que aguardaba ser hallada bajo suelo galo y transformada en una pócima inyectable tenebrosa. Existen dos lecturas posibles para sopesar la película, primero podemos pensar que ofrece mucho más “agite bélico” que sustrato propiamente de terror y así debemos aclarar que la dosis de nazis zombies es bastante menor que la de disparos, y después asimismo se puede considerar a la prolongada introducción como un primer acto necesario ya que el trasfondo retro y un tanto lúdico del convite nos invita a preocuparnos por el destino de Boyce y sus compañeros durante un Día D al que accedemos a través de la perspectiva individual de estos “trabajadores” de la muerte, sin la soberbia de casi siempre de los mamotretos patrioteros yanquis y su tendencia a inflar la causa aliada como si no fuera parte de una contienda interimperialista execrable de por sí. Cualquiera fuese el caso, el film sale airoso porque resulta eficaz a nivel de las secuencias de acción y el sutil desarrollo de personajes. Operación Overlord no cae en ningún momento en el ridículo pero tampoco se toma muy en serio al punto de difuminar la premisa trash que encauza la narración, prueba de ello es que construye a un Boyce de raigambre humanista y un Ford que desconfía tanto de las autoridades germanas como de las norteamericanas, a la vez respetando todos los mojones esperables en este tipo de productos (doctor psicótico símil Frankenstein, villano sádico que se convierte en súper zombie, damisela con nenito en peligro, un descubrimiento progresivo de los experimentos de turno, secundarios que acompañan ya sea como víctimas o comic relief, etc.). La originalidad brilla por su ausencia no obstante Avery se las ingenia para edificar una propuesta muy entretenida que hace de la agilidad -en sintonía con una montaña rusa o un videojuego a lo Wolfenstein 3D– su fortaleza y/ o núcleo fundamental…
El rastro digital Definitivamente Buscando (Searching, 2018) aporta un soplo de aire fresco en el campo del horror ya que dentro de los confines retóricos que la misma película se impone, no cabe duda de que sale bien parada principalmente porque logra corregir todos los problemas que arrastraba la mediocre Eliminar Amigo (Unfriended, 2014): así como esta última se centraba en un plano fijo del escritorio de la computadora de una de las protagonistas y nunca terminaba de aprovechar el planteo por las redundancias propias del slasher ochentoso modelo fantasmas, la ópera prima de Aneesh Chaganty que nos ocupa reemplaza el cyberbullying por un “simple” caso de desaparición y hace trampa complejizando el asunto cada vez más en línea con Open Windows (2014) del gran Nacho Vigalondo, lo que genera un producto muy adictivo que mantiene alta la tensión desde un sutil minimalismo. Aquí la chica de 16 años que nadie puede localizar se llama Margot (Michelle La), una joven que posee una relación algo distante con su padre David Kim (excelente trabajo de John Cho) desde el fallecimiento -a raíz de un cáncer- de la madre/ esposa del clan, Pamela (Sara Sohn). Luego de una reunión nocturna de un grupo de estudio, Margot desaparece momentos después de haber llamado muy tarde y varias veces a un David que estaba dormido: pronto el padre descubre que su hija ha estado depositando en una cuenta bancaria el dinero que le daba para pagar unas lecciones de piano, una suma que después transfirió a otra cuenta que fue cerrada. El hombre efectúa la denuncia correspondiente ante la policía y el caso es asignado a la Detective Rosemary Vick (Debra Messing), quien “deja hacer” al padre en lo que respecta a entrar e investigar en la computadora personal de la adolescente. Como era de esperar, David rápido toma conciencia de que no conocía a Margot y descubre que no tenía amigos cercanos, que sufría mucho por la pérdida de su madre y que gustaba de participar en un sitio de video blogging llamado YouCast en el que conversaba regularmente con otro usuario. El guión del director y Sev Ohanian nos presenta distintos sospechosos de haberla secuestrado que derivan en callejones sin salida hasta que el padre da con el lugar en el que se encuentra el auto de la chica, nada menos que el fondo de un lago aunque sin indicios del cadáver de Margot. El film jamás se centra del todo sólo en las computadoras de David y su hija porque combina el asunto con cámaras de seguridad, noticieros televisivos y demás ardides visuales, amén de una catarata de videollamadas, chats, emails, Google Maps, redes sociales, YouTube, sitios web, fotos y archivos varios. El fluir que garantiza el realizador es sugestivo porque a pesar de que a veces el formato del thriller queda un poco empantanado por el dejo meloso e inverosímil de algunas vueltas del relato, la obra siempre se las arregla para transformar los inconvenientes en fortalezas en consonancia con el cariño de por medio entre padre e hija (sin la consolidación del vínculo no tendrían sentido el estrés y la angustia de David) y las coincidencias que hacen avanzar a la historia (para lo que suelen ser los derroteros retóricos hollywoodenses, la propuesta está bastante bien y no llega al extremo de delirar con las conveniencias entrecruzadas para que el protagonista se “avive” de lo que ocurre). Además de las infaltables estelas de ese rastro digital que todos dejamos hoy por hoy en algún punto, ya sea en Internet u offline, se suma una interesante denuncia del patetismo de personajes estúpidos y mezquinos que se hacen pasar por los mejores amigos/ amigas de la desaparecida de turno o se burlan del martirio que atraviesa el padre u opinan con una levedad digna de los engendros maquiavélicos de los mass media o hasta monetarizan la tragedia desde las formas más insólitas. Buscando no será una maravilla esplendorosa del terror sin embargo cumple con hidalguía entregando un paneo atractivo alrededor del potencial de las pantallas de las laptops y los smartphones en materia narrativa, un esquema que en esta oportunidad se lleva bien con un género que suele abrazar como ninguno la economía expresiva y todas las autolimitaciones artísticas…
Ready, Freddie? Desde el vamos cualquier cosa que pudiesen hacer los responsables máximos de la biopic sobre Freddie Mercury y Queen jamás llegaría ni a los talones del carisma y el talento del que fuera uno de los cantantes más gloriosos del rock internacional, y en cierta medida siempre se notó que está verdad de fondo marcó el atormentado desarrollo del proyecto a lo largo de los años con una catarata de callejones sin salida, diferencias creativas, peleas camufladas y problemas de diversa naturaleza, siendo dos de los principales el reemplazo de Sacha Baron Cohen por Rami Malek en el rol protagónico y el despido por parte del estudio del realizador original Bryan Singer por “comportamiento errático” y la posterior contratación de Dexter Fletcher para que finalice la película de una buena vez. Garantizado un soundtrack maravilloso y en verdad inigualable, lo mejor a lo que podría aspirar el opus es a recrear la génesis de la agrupación, los entretelones de su progreso y la gestación de canciones míticas en línea con -por ejemplo- lo hecho por el director Bill Pohlad en Love & Mercy (2014), aquella muy interesante aproximación a Brian Wilson y The Beach Boys. La epopeya musical de turno, Bohemian Rhapsody (2018), supera con gracia y astucia esta imposibilidad de empardar los logros artísticos de los retratados mediante un trabajo mimético prodigioso que trae a colación la capacidad del séptimo arte de adaptarse a un sinfín de coyunturas debido a su maleabilidad al momento de agrupar múltiples disciplinas como -precisamente- la música y la puesta en escena visual. El período elegido es en esencia el fundamental ya que abarca desde la metamorfosis de Smile, banda primigenia con Brian May (Gwilym Lee) en guitarra y Roger Taylor (Ben Hardy) en batería, en Queen, a través del ingreso de John Deacon (Joseph Mazzello) en bajo y Mercury en voz, hasta la actuación de los señores en Live Aid el 13 de julio de 1985, evento tan poderoso como multitudinario que fue crucial para el grupo no sólo debido a que significó uno de los puntos más altos de la historia de los shows de rock sino también porque fue de hecho la movida fundamental para evitar la separación de la banda, amén de que justo en esa época Freddie se enteró de que se había contagiado de sida y comenzó los tratamientos paliativos. Malek le copia con esmero, paciencia y dedicación todos los tics a Mercury y -gracias al infierno- hace playback durante las canciones, logrando un desempeño digno en un rol que equivale a tratar de reproducir un huracán en condiciones de invernadero. El guión de Anthony McCarten reproduce en parte la vieja fórmula de las biopics de rock centrada en la pareja femenina sufrida y el ejercito de mediocres y parásitos que entorpecen la carrera tratando de ganar favores para su comarca y explotar al artista hasta secarlo y/ o hacer leña del árbol caído, sin embargo la película cuenta con la inteligencia suficiente para entender que en el caso del cantante dicha premisa no calza del todo porque en sí Freddie fue una persona tímida, solitaria, taciturna y necesitada de amor como cualquier otro individuo, lo que lleva a que la fanfarria, el autobombo, las drogas, las fiestas y los amantes se reduzcan a compensaciones simbólicas y placebos en la vida cotidiana, ámbito que el originario de Zanzíbar -comprensiblemente- no disfrutaba tanto como el escenario y la misma creación artística porque su homosexualidad progresiva lo terminó aislando del resto de la banda. Sin la familia que armaron May, Deacon y Taylor, Mercury mantuvo primero una relación romántica y luego una amistad con Mary Austin (Lucy Boynton), se dejó fagocitar por su manager/ amante Paul Prenter (Allen Leech) y finalmente encontró al compañero del tramo final de su vida en Jim Hutton (Aaron McCusker), la persona que realmente lo cuidó cuando la virulencia de la enfermedad resultó imparable. Gran parte de los hits dicen presente en una banda sonora que de antemano se sabía sería una de las mejores del rubro de las películas musicales de las últimas décadas y así pone de manifiesto una vez más la usina de temas memorables que fue el grupo durante sus años en actividad (mejor ni hablar de los diversos y tristes intentos de reemplazo de Freddie por parte de May y Taylor, con Deacon retirado de la escena desde hace mucho tiempo). El trabajo de Singer/ Fletcher es más que correcto y es de destacar las decisiones de respetar el orden cronológico de la aparición de las canciones/ álbumes y de reproducir íntegro el show de Live Aid y darle un montaje cinematográfico pomposo que se adapta perfecto a la idiosincrasia de Queen y la importancia de lo acaecido en el Estadio de Wembley, en Londres. Más allá de su impronta de “retrato oficial” y destinado a un público masivo que arranca en los adolescentes, el film ofrece un pantallazo sincero, respetuoso y sustentado en hechos verídicos alrededor del devenir de una agrupación y un vocalista cuyos aportes a la cultura popular global han sido inmensos, por ello mismo que una milésima parte de todo aquello se filtre hacia la biopic resultante -como en este caso- ya indica que la tarea fue exitosa y la misión está cumplida.
Horario de visitas En el campo de los placeres culpables, bien se puede decir que Gonjiam: Hospital Maldito (Gon-ji-am, 2018) entra en la categoría sin demasiados alicientes a la vista: la película que nos ocupa, a cargo del realizador y guionista Jeong Beom-sik, comparte con la reciente No Sigas las Voces (Jang-san-beom, 2017), del también surcoreano Huh Jung, tanto el hecho de basarse en una leyenda del folklore sobrenatural del país asiático como una corrección general que no va mucho más allá de los engranajes bien ejecutados del género y la absoluta certeza de que si el cine mainstream norteamericano tomase hoy por hoy el mismo planteo básico, es casi seguro que produciría una obra muchísimo menos interesante que la presente o en suma desperdiciaría la oportunidad de construir una aventura del pavor tan entretenida, adorablemente naif y eficiente en el terreno del nerviosismo y la enajenación. Así como No Sigas las Voces trabajaba con el “Tigre de Jangsan”, criatura cuya anatomía es una mezcla entre felino y perro y que puede imitar la voz humana como un mecanismo para atraer a sus ingenuas presas, aquí el centro del relato es el Hospital Psiquiátrico de Gonjiam, un nosocomio abandonado que fue cerrado décadas atrás y que supuestamente aglutina una tradición muy extensa de avistamientos de fantasmas, actividad paranormal y maldiciones varias relacionadas con el acto de recorrer los pasillos del edificio cual presumido por su casa. En términos prácticos y siempre dentro del found footage, el film de Jeong combina la premisa principal de Fenómeno Paranormal (Grave Encounters, 2011), cierta ambientación tétrica campestre que remite a El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) y un capítulo final a toda pompa en sintonía con la genial Rec (2007). Ha-Joon (Wi Ha-joon) es el responsable de un canal de YouTube llamado Horror Times y con el objetivo manifiesto de llegar al millón de espectadores y levantar una jugosa torta publicitaria mediante una ambiciosa transmisión en vivo, reúne a un equipo de tres hombres y tres mujeres para ingresar a Gonjiam durante una noche, explorar el lugar y ver qué hay de cierto en torno a su reputación de cuna de espectros y desapariciones y hasta sede de un suicidio masivo de pacientes que continúan pululando como almas en pena. Con el hospital repleto de cámaras y las futuras víctimas llevando arneses que registran sus rostros y/ o reproducen su punto de vista, la trama nos pasea por sonidos extraños, cuerpos de animales despedazados, objetos que se vinculan con el pasado trágico del lugar, puertas que se mueven solas, un poco de parafernalia católica, algún que otro ritual médium para agitar el asunto, una serie de féretros con insólitos agujeros a nivel del pecho y por supuesto las esperables apariciones de fantasmas furiosos que se cargan cual slasher a los muchachitos. La propuesta no incluye ni un mísero elemento novedoso pero como de costumbre eso no importa en el campo del terror porque todo se reduce a la ejecución de turno de un Jeong que sabe disparar vehemencia narrativa escalonada y munición impiadosa cuando arranca la masacre en el último acto; situación que sin duda se ve magnificada por dos detalles prototípicos del cine asiático en general como lo son el promedio hiper exagerado de las actuaciones al momento del espanto y los gritos y esa predilección por el sadismo que lleva a extender las tomas más angustiosas donde el cine yanqui -o el de casi cualquier otra parte del mundo, a decir verdad- impondría un corte rápido para evitar el sufrimiento del espectador, ese tan habitual y necesario en el horror. Dejando de lado el catálogo de clichés que condimentan el periplo, resultan muy interesantes la histeria que edifica el film con paciencia y esmero, la claustrofobia en las tinieblas por fuera de un hipotético “horario de visitas” diurno y ese mensaje paródico de fondo -que se hace bien visible durante el desenlace- centrado en ridiculizar el fetiche actual con la repercusión inflada de cada acción en la web y el dinero que puede llegar a generar si se está dispuesto a manipular a todos los involucrados, desde los compañeros de correrías hasta un público bastante bobalicón que se come cualquier cosa y que cuando algo por fin es real, suele leerlo como una mentira y abrazar una vez más el cinismo paradigmático, abúlico, idiota y cobarde de estos tiempos…
Crisis de identidad Si bien estamos frente a una película poco memorable que no se decide entre la tragedia paranoide basada en un trauma, el slasher de adolescentes faenados y un thriller de venganza en el que el imponderable Michael Myers pretende ajustar cuentas con Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), lo cierto es que el film en conjunto funciona -en términos cualitativos- como una hipotética secuela decente del período de declive de la franquicia, el que va desde Halloween 4: El Regreso de Michael Myers (Halloween 4: The Return of Michael Myers, 1988) a Halloween: Resurrección (Halloween: Resurrection, 2002). La historia en sí obvia los nueve corolarios que sucedieron a la obra original de 1978 de John Carpenter, evitando por consiguiente el arco narrativo que arrancó con Halloween II (1981) y que convierte a los dos protagonistas en hermanos, para un “borrón y cuenta nueva” que se parece mucho a prácticamente cualquier otro eslabón de la saga con Myers escapando del manicomio de turno y dando rienda suelta a una flamante masacre un 31 de octubre. Lejos de las dos primeras e interesantes continuaciones controladas por Carpenter, esa Halloween II ya citada y la gran oveja negra del lote, la injustamente marginada Halloween III: Noche de Brujas (Halloween III: Season of the Witch, 1982), aunque también de las anteriores entregas de Rob Zombie, las sanamente irrespetuosas Halloween: El Comienzo (Halloween, 2007) y Halloween II (2009), esta nueva Halloween (2018) apuesta por una perspectiva que pretende ser purista/ ortodoxa/ conservadora con respecto al trabajo de Carpenter pero termina cayendo en todos los problemas -y en algunos de los aciertos- del cine contemporáneo, como por ejemplo el exceso de autoconciencia, la falta de ideas novedosas, la obsesión con construir un producto que satisfaga a los fans menos exigentes, diálogos muy poco atractivos, un sustrato sexual que brilla por su ausencia y el fetiche con incluir todos los benditos estereotipos del rubro en cuestión en lo que parece ser una propuesta armada más por androides de marketing que por creadores del ámbito artístico. Aquí Strode es una especie de fanática promedio yanqui de la supervivencia que estuvo 40 años preparándose para un eventual regreso de Myers, el cual asimismo parece haber estado craneando en silencio durante ese tiempo su fuga del neuropsiquiátrico en el que lo encerraron luego de ser capturado como consecuencia de aquella carnicería de Halloween (1978). Hasta el esperado encuentro en el último acto entre los dos “pesos pesados” de la franquicia debemos fumarnos unas dos terceras partes de crisis de identidad que sin resultar insoportables, de seguro generan la sensación de otra oportunidad desperdiciada tracción a desniveles narrativos y dicha inseguridad por parte del film sobre su mismo carácter (por lo menos las secuelas bobas de las décadas del 80 y 90 sí tenían en claro que su núcleo era una catarata de muertes y nada más). La idea de fondo de borrar el talante indestructible y decididamente sobrenatural del asesino pronto queda en nada porque aquí vuelve a ser una fuerza imparable que continúa con vida después de disparos, cuchillazos y ser atropellado. Ahora bien, lo que realmente justifica ver este opus de David Gordon Green, más allá de la simple curiosidad, es todo el segmento del desenlace que sí resulta satisfactorio porque eleva el suspenso y ofrece secuencias de verdadera tensión y peligro en las que Laurie, su hija Karen (Judy Greer) y su nieta Allyson (Andi Matichak) se defienden a toda pompa del maníaco homicida. Green, quien no entregaba una película amena desde Joe (2013), a priori se asomaba como un director compatible con el proyecto por su origen indie y porque había edificado algún que otro producto potable de género, sin embargo el horror es harina de otro costal y pocos realizadores saben explotarlo al máximo sin recurrir a enfoques tan fundamentalistas como el presente, donde el ritmo pausado y la nostalgia no equivalen de por sí a logros cinematográficos. El éxito comercial del original de Carpenter, una obra menor dentro de su carrera y un film copiado de los giallos mucho más aguerridos de Dario Argento, fue más cultural/ histórico que otra cosa ya que obedeció al minimalismo de la propuesta y el ambiente social reprimido y retrógrado de siempre de Estados Unidos, al que apeló aquel convite de fines de los 70 mediante la figura del psicótico camuflado en unos suburbios burgueses, idiotizados y hedonistas. En esencia todo tiene que ver con la hipocresía e inequidad de la industria cultural internacional contemporánea: en vez de darle un presupuesto digno a Carpenter para que vuelva a filmar, nos debemos conformar con otro eslabón apenas pasable de una saga más que agotada en el que el mítico cineasta por lo menos compuso la música y se lleva un cheque con el cual seguir viviendo en el olvido…
Sobre el gigantismo contenido El caso de Locamente Millonarios (Crazy Rich Asians, 2018) es bien extraño: hablamos de una de las películas más exitosas de la década que se sirve a nivel narrativo de los artilugios más antiguos del melodrama rosa, ofreciendo una suerte de versión hollywoodense de la cultura asiática en general y sin ninguna diferenciación entre la pluralidad de naciones que componen el continente. Como era de esperar, el producto resultante es de lo más desparejo -sin llegar a ser ni bueno ni malo- ya que por un lado se muestra respetuoso hacia los protagonistas (no hay abuso de latiguillos yanquis como esos chistecitos huecos o el cancherismo light) y por otro lado banaliza el acervo social emparejándolo hacia abajo (el tufo más genérico e intercambiable del cine contemporáneo se hace presente vía tópicos universales como el amor “no convalidado” por las familias de los miembros de la pareja). La base del relato es el viaje desde Nueva York a Singapur de Rachel Chu (Constance Wu) y su novio Nick Young (Henry Golding) a la boda del mejor amigo del hombre, Colin Khoo (Chris Pang). Rachel es profesora universitaria de economía e hija de Kerry (Kheng Hua Tan), una inmigrante china, y Nick forma parte de una dinastía de millonarios, también de ascendencia china, que están radicados desde hace muchísimo tiempo en Singapur. El conflicto, por supuesto, viene por el lado de la madre de Young, la tremenda Eleanor (gran trabajo de una maravillosa Michelle Yeoh), matriarca que considera a Rachel “poca cosa” para su hijo en esencia por este componente híbrido de su persona, con una apariencia oriental pero una educación y cultura netamente norteamericanas, vistas como volcadas más a las pasiones individuales que al sacrificio en pos de la conveniencia de la familia. En sus excesivos 120 minutos la obra entrega un poco de todo para todos los públicos posibles: además del enfrentamiento principal, manejado con relativa sutileza por parte del guión de Peter Chiarelli y Adele Lim a partir de una novela de 2013 de Kevin Kwan, tenemos la vertiente cómica de la trama representada sobre todo en la excompañera/ amiga de universidad de la protagonista, Peik Lin Goh (Nora Lum), una muchacha de buen pasar y con mucha sabiduría mundana tras de sí, y la faceta más “trágica” de la historia encarnada en Astrid (Gemma Chan), prima glamorosa de Nick que está siendo engañada por su esposo Michael (Pierre Png), quien se encuentra en una aventura extramatrimonial por un complejo de inferioridad o algo así. Sin embargo el grueso del devenir retórico se condensa en las proverbiales acusaciones del entorno -y la madre del “príncipe” de turno, Nick- hacia Rachel de ser una caza fortunas y arrastrar un pasado familiar complicado, por más que no estaba enterada ni de la riqueza de su novio ni de los problemas y/ o minucias de su clan. Dentro del tono meloso y la catarata de clichés de los melodramas, hay que reconocer que la película está bastante bien ejecutada por el realizador estadounidense de origen chino Jon M. Chu, responsable de diversos bodrios de la gran industria de los últimos diez años: como decíamos previamente, el director mantiene contenidos los peores rasgos del emporio mainstream actual aunque no puede evitar la sensación de trivialización de la cultura asiática bajo los criterios estandarizantes de la globalización. Un punto a favor del film es que éste no se engolosina al nivel de la saturación con todos los lujos esperables en una propuesta que se desarrolla en el jet set de los magnates y la oligarquía capitalista, dejando espacio para el gigantismo y las superficies lustrosas a lo Bollywood pero sin descuidar la narración y sin convertir a Locamente Millonarios en una publicidad barata del hedonismo de la alta burguesía o en un videoclip encubierto sin el más mínimo corazón dramático. La medianía siempre es mejor que los despropósitos habituales del cine de nuestros días…