Sordidez de madres primerizas Un Pequeño Favor (A Simple Favor, 2018) es una de las poquísimas comedias recientes norteamericanas que logran su cometido y todo el asunto resulta algo paradójico ya que la película en cuestión más que sólo despertar sonrisas o alguna que otra carcajada, lo que pretende es mantener tensionado al espectador porque gran parte de la narración se vuelca sin medias tintas al terreno del thriller de misterio símil Perdida (Gone Girl, 2014) y La Chica del Tren (The Girl on the Train, 2016), ahora centrado en los secretos, tabúes y truculencias que se esconden en la intimidad del hogar de un par de burguesas de aparente buen pasar con un niño chiquito cada una; pantomima mentirosa que asimismo trae a colación esos clásicos “muertos en el placard” de la clase social y su obsesión con mostrar una superficie resplandeciente cuando por debajo los problemas irresueltos se acumulan sin cesar, se tapan con otros disgustos o permanecen en estado latente esperando la implosión. La historia comienza cuando Stephanie Smothers (Anna Kendrick), una ama de casa viuda y madre de Miles (Joshua Satine), y Emily Nelson (Blake Lively), una relacionista pública para una compañía de moda, esposa hiper sexy y elegante de Sean Townsend (Henry Golding) y progenitora de Nicky (Ian Ho), se hacen amigas entre martinis para ellas y “citas de juego” para los nenes, ambos compañeros en la escuela primaria. Un día Emily le pide a Stephanie ese “simple favor” del título original en inglés que se reduce a recoger a Nicky en el colegio y cuidarlo porque ella tiene mucho trabajo y Sean, un profesor de literatura, está en Londres. Pronto todo deriva primero en la enigmática desaparición de Emily, luego en la pesquisa de una curiosa y de por sí bastante neurótica Stephanie, después en el hallazgo del cuerpo de la extraviada en un lago, y finalmente en el inicio de una relación romántica entre Smothers y Townsend, quienes apuestan a convivir juntos. El film de Paul Feig, un director responsable de un montón de comedias estúpidas de los últimos años, por un lado recurre en demasía a diálogos cancheros y con insultos facilistas/ gratuitos, tan típicos de nuestro presente y de la falta de sutileza del mainstream, aunque por otro lado sabe explotar el misterio de base con una Emily que -por supuesto- no está muerta y que arrastra diversas cuentas pendientes desde hace tiempo (Sean y ella rozan la bancarrota por su más que elevado nivel de gastos, él tuvo un único libro exitoso en su carrera, y Emily en especial esconde una identidad familiar tétrica que prefiere mantener en las sombras) y una Stephanie que en esencia desencadenó la muerte de su esposo y su medio hermano (luego del fallecimiento de su padre la mujer tuvo un affaire con su medio hermano y su marido lo descubrió, provocando que ambos perezcan en un “accidente” automovilístico en plena pelea). El guión de Jessica Sharzer, a partir de una novela de Darcey Bell, también le saca provecho al marco general de la trama, una serie de posteos en un video blog propiedad de Smothers en el que constantemente se sale de tema -léase manualidades y recetas- para relatar las últimas novedades acerca del caso de su ex amiga. Resulta indudable que los 117 minutos de metraje son algo excesivos no obstante la jugada de alargar algunas secuencias le sale relativamente bien al realizador porque logra un retrato meticuloso de las dos mujeres y su círculo íntimo, todo el tiempo combinando cual ciclotimia demencial ciertas posturas y tics ridículos de la comedia light con un tono y un desarrollo más en sintonía con los estudios de personajes sórdidos que desean resolver a los apurones sus inconvenientes financieros/ familiares/ existenciales. Un concepto muy interesante que atraviesa a la propuesta es la idea de desacralizar a las madres primerizas como unos angelitos abnegados cuya inocencia en el arte de traer más y más palurdos a este mundo sólo es equiparable con su sacrificio a nivel esencial, eso de renunciar a muchas cosas para hacerse cargo del purrete. En lo que respecta a las protagonistas, ya sabíamos que Lively es una actriz eficaz por trabajos como Atracción Peligrosa (The Town, 2010) y Miedo Profundo (The Shallows, 2016), sin embargo la que se abre camino como una intérprete más habilidosa de lo que se suponía es Kendrick, casi siempre condenada a films horribles o intercambiables y aquí sabiendo adaptarse a las vueltas de un relato voluble…
De regreso a casa A diferencia de otros subgéneros del relato de aventuras más clásico, como por ejemplo los westerns, las epopeyas bíblicas, los cuentos de piratas o los films basados en mitologías antiguas, las películas centradas en la versión primordial del hombre tuvieron un desarrollo bastante errático en la historia del cine, con un claro despegue definitivo del rubro durante la década del 60 a la par del comienzo del declive de las religiones tradicionales (esto también tiene que ver con el prolongado proceso de semi aceptación masiva -a lo largo de todo el Siglo XX, por parte de la derecha inquisitoria católica y sus discípulos- de ese detalle evolucionista de que descendemos de los simios). El séptimo arte siempre trató el tema con algo de solfa, como si supiera que al crear una narración alrededor de nuestros antepasados saltase muy a la vista lo impresentable e inútil que es el ser humano de por sí y mucho más insertado en un entorno natural real, lejos de la artificialidad idiota moderna. Así las cosas, y siempre coqueteando con la fantasía más delirante y/ o una catarata de diversos anacronismos que ni vale la pena mencionarlos, dentro del enclave en cuestión tenemos la vertiente explícitamente cómica en sintonía con El Cavernícola (Caveman, 1981) y Año Uno (Year One, 2009), la “seria” que apunta a un retrato más o menos verídico símil La Guerra del Fuego (La Guerre du Feu, 1981) y Ao, le Dernier Néandertal (2010), y finalmente el cocoliche hollywoodense que tira por la borda cualquier objetivo que no sea el entretenimiento light como la digna El Clan del Oso Cavernario (The Clan of the Cave Bear, 1986) y la aparatosa y hueca 10,000 BC (2008). Ahora es el turno de Alfa (Alpha, 2018) y la verdad es que la cosa no va mucho más allá en términos cualitativos porque este opus de Albert Hughes es otro cuento rimbombante de separación y reencuentro en tiempos prehistóricos que cae en todos los latiguillos habituales del subgénero y el cine en general. En esta oportunidad el protagonista, el adolescente Keda (Kodi Smit-McPhee), es dado por muerto por su tribu luego de que -en el contexto de una expedición de caza- un bisonte estepario se lo llevase puesto y el muchacho terminase lejos del resto de sus compañeros. Tiempo después de que los suyos se marchasen convencidos del óbito, el joven despierta y decide emprender el extenso viaje de regreso a su hogar, algo mucho machucado. La “gran” novedad que ofrece la película pasa por el pretendido retrato del primer acercamiento del hombre primitivo con el perro, el que sería su amigo fiel de allí en más, a través de un lobo con el que se topa Keda en su periplo: a pesar de que el animal ataca al torpe y agresivo púber, eventualmente se forma un vínculo entre ambos en su derrotero por un paisaje nevado lleno de peligros. Hughes, conocido por haber dirigido junto a su hermano Allen Dead Presidents (1995), Desde el Infierno (From Hell, 2001) y El Libro de los Secretos (The Book of Eli, 2010), se sumerge en la redundancia actual más automática y olvidable. La propuesta arrastra demasiados problemas tanto intra relato como fuera de él: cuenta con un prólogo larguísimo e innecesario sobre el anodino protagonista y su parentela, incluido su padre que -por supuesto- es el líder de la tribu de turno (nunca falta el tufo aristocrático), el metraje está repleto de CGIs que tendrían que haber evitado las barrabasadas del mainstream del pasado aunque se sabe que la producción de Alfa mató a cinco bisontes americanos durante el rodaje (la obsesión con la animación símil plástico/ maniquíes del formato digital ni siquiera sirve para ahorrarnos el maltrato animal, cortesía de la falta de respeto a la vida por parte de los plutócratas), el ritmo narrativo es en ocasiones realmente soporífero (los clichés se suceden uno tras otro), y ni hablar de la contradicción ideológica de fondo en torno al “cariño” del hombre por la naturaleza -simbolizada en el lobo- y el detalle de que todos los actores tienen el típico look de carilindos contemporáneos (más allá del episodio de los bisontes, el cual anula toda pretensión “eco friendly”, el Hollywood de hoy en día no puede renunciar a la higiene general ni siquiera cuando se propone retratar la rusticidad de tiempos remotos). La bella fotografía de Martin Gschlacht no nos salva de otro viaje deslucido, vacuo y moralmente condenable que no agrega nada a los films de aventuras y tampoco se las ingenia para ejecutar con gracia premisas retóricas añejas…
El desamparo Uno de los recursos clásicos del séptimo arte a la hora de narrar historias de crecimiento, madurez dolorosa o supervivencia bajo condiciones ásperas suele pasar por la invocación de la amistad entre seres humanos y animales, quienes muchas veces representan todo lo bueno de nosotros -de hecho, efectivamente lo condensan- y por ello mismo las cruzadas que los protagonistas encaran en pos de defenderlos o liberarlos se convierten en misiones tan angustiantes, tan porfiadas, porque la crueldad del mundo de los homo sapiens por lo general no aminora su marcha ante nada y así los ataques contra la vida que nos rodea adquieren la forma de ataques contra nuestra faceta más bondadosa, más benigna, a la que no le importan las justificaciones maquiavélicas vinculadas al dinero y la codicia ya que lo que ella pretende es salvaguardar la dignidad de una existencia en paz y sin sometimientos. Apóyate en mí (Lean on Pete, 2017), una película escrita y dirigida por el británico Andrew Haigh a partir de la novela homónima de 2010 de Willy Vlautin, trae a colación esta fórmula y la combina con eficacia con un retrato respetuoso y sutil de una minifamilia norteamericana de clase baja compuesta por el joven Charley Thompson (Charlie Plummer) y su padre Ray (Travis Fimmel), un hombre consagrado a las aventuras sexuales y que apenas si gana lo suficiente para mantener a ambos lejos de la frontera que separa a una mínima tranquilidad económica de la pobreza lisa y llana. Cuando Charley comienza a trabajar para Del (Steve Buscemi), un amargo dueño de caballos de carreras que ha visto tiempos mucho mejores, se le presenta la oportunidad de conocer los secretos de los equinos mientras efectúa distintas tareas relacionadas con su mantenimiento y cuidado. Haigh, director de las interesantes Weekend (2011) y 45 Años (45 Years, 2015), le reserva dos grandes cataclismos al muchacho, léase la muerte de su padre de la mano del esposo celoso de una de sus amantes y la posibilidad de que Del, quien hace correr a sus animales hasta matarlos, venda a un frigorífico al caballo que le da el título al film, un corcel -cuyo desempeño en las carreras viene en baja- al que Charley le tiene mucho afecto porque lo considera un amigo más que una simple mascota. Así las cosas, la trama nos regala una primera parte centrada en una presentación sosegada de la familia Thompson y una segunda mitad que arranca cuando Charley se roba a Lean on Pete, ya con su progenitor fallecido, y ambos marchan hacia Wyoming en busca de su tía Margy (Alison Elliott), una mujer que se peleó hace muchos años con Ray y nunca más volvió a hablar con él ni con el adolescente. El realizador mantiene en todo momento un tono narrativo muy cercano al del indie yanqui de las décadas del 80 y 90, con preeminencia de pasajes desérticos, mucha soledad existencial, catástrofes que se ven venir a la distancia y una cierta ingenuidad bucólica que atraviesa de punta a punta las relaciones entre los personajes, los cuales porfían y porfían por más que la tragedia esté esperando a la vuelta de la esquina. El desempeño de Plummer es fenomenal: el actor logra un balance entre la madurez que el personaje no encuentra en su entorno (su carácter calmo y sensible compensa la falta) y una melancolía constante por no poder llevar una vida más “tradicional” y no recibir el apoyo necesitado (el cinismo oportunista de Del, y hasta de su jockey Bonnie, interpretada por Chloë Sevigny, nada tiene que ver con la perspectiva humanista de Charley para con el encierro, el dopaje y la explotación que padece el pobre caballo). Tanto una fábula certera sobre la dignidad de los marginados como un alegato en contra del maltrato animal y las inmundas carreras del rubro equino, la obra a fin de cuentas no consigue ir mucho más allá de lo esperable en términos retóricos pero incluso así, desde una bella corrección, llega a un muy buen puerto gracias a que su corazón está puesto en el amor fraternal, un bálsamo que ayuda a continuar la lucha y a sobrellevar las tragedias que construimos paulatinamente y/ o que nos depara la coyuntura comunal, laboral o familiar, a veces la principal artífice de nuestro desamparo…
De jaula en jaula Para lo que suele ser el triste nivel del terror estadounidense, la verdad es que Criaturas Nocturnas (Wildling, 2018) es una grata sorpresa aunque desde el vamos vale aclarar que hay trampa incluida porque el director y guionista responsable, Fritz Böhm, es “importado” y en función de ello se entiende la sensibilidad heterogénea de la película en su conjunto. El alemán construye un relato que arranca en el campo de los thrillers de secuestro vinculados a un encierro llevado al extremo, después invoca los engranajes del coming of age en su versión femenina, con la menstruación y la amenaza masculina como elementos centrales y símbolos de una adultez inesperada, y finalmente deriva en una fábula de horror acerca de la hipocresía y la ignorancia/ intolerancia fascistoide social mediante la iconografía de los films de monstruos en general y la antiquísima vertiente de los licántropos en particular. El núcleo de la historia es Anna (Bel Powley), una joven que pasó toda su infancia y gran parte de su adolescencia confinada a una habitación por un hombre al que conocía simplemente como “Papi” (el inoxidable Brad Dourif), el cual la alimentaba y le inyectaba todos los días leuprorelina para inhibir la secreción de estrógeno y evitar la maduración en un cien por ciento: cuando la chica le pide a su captor que la mate, ya agonizante por la sobredosis de la droga y luego de muchos años de no poder salir porque el picaporte de la puerta estaba electrificado, el hombre no tiene el valor para asesinarla y se pega un balazo él mismo que alarma a los vecinos y motiva el arribo al lugar de la oficial de policía Ellen Cooper (Liv Tyler), quien le salva la vida a ambos pidiendo una ambulancia y de a poco termina encariñándose con la muchacha a pesar del sutil desajuste cultural de por medio. Es precisamente Cooper la tutora provisoria de Anna mientras se esperan los resultados del test de paternidad, esos que por cierto dan negativo para con el secuestrador, a lo que se suman el interés romántico del hermano menor de Ellen hacia la chica, Ray (Collin Kelly-Sordelet), un personaje bizarro vestido de lobo (James Le Gros) que se pasea por el pueblito rural de turno y aconseja a la protagonista sobre la metamorfosis que experimenta a partir de la llegada de la menstruación, y hasta un intento de violación por parte de un psicópata local, Lawrence (Mike Faist), quien termina faenado de un lindo mordisco en el cuello cuando la ataca a la salida de una fiesta nocturna; episodio que eventualmente provoca que los energúmenos de la región -entre ellos el propio Papi, que parece enterado de todo el asunto desde el inicio- se organicen para dar caza a la joven como si se tratase de un perro rabioso que no merece ningún tratamiento y que hay que matar cuanto antes. La propuesta en sí no tiene nada que ver con los licántropos ridículos del pasado remoto ni con la rama adolescente del rubro símil Ginger Snaps (2000) o La Marca de la Bestia (Cursed, 2005) ni la vertiente romántica en línea con Lobo (Wolf, 1994) ni el cine de acción de Dog Soldiers (2002) ni el esquema del “asesino en serie” a lo Aullidos (The Howling, 1981), Wolfen (1981) o Bala de Plata (Silver Bullet, 1985) ni tampoco con aquel planteo cómico de Un Hombre Lobo Americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981). Si bien por momentos Böhm hace avanzar demasiado rápido la acción y a nivel macro se puede decir que al opus le hubiese jugado mucho a favor que la trama se detuviese un poco más en determinados puntos para profundizar el desarrollo, la idea del realizador es muy interesante porque evita con elegancia la parafernalia hueca del cine púber actual (Powley es una muchacha normal -no una modelito- y todo el segmento de adaptación a la vida burguesa de Ellen y Ray esquiva esas secuencias larguísimas y redundantes de tanto drama de cotillón de “ovejas negras” escolares y demás), consigue un retrato en ocasiones poético de la sexualidad femenina (el estereotipo en cuestión, léase los cambios corporales, está muy bien trabajado ya que los diálogos son pocos y la imagen tiene preeminencia) y apunta a subrayar que la destrucción de los engaños familiares/ sociales debería ser la senda central a la verdadera adultez (incluso más importante que la partida de caza de los monigotes de derecha contra la protagonista, es el detalle de que quien se hacía llamar su padre le mintió y -por supuesto- hasta tuvo mucho que ver con la muerte de todo su linaje de antaño). Si por un lado estamos lejos del nivel de calidad del clásico freudiano del rubro, En Compañía de Lobos (The Company of Wolves, 1984), por el otro llaman la atención la simpleza y la eficacia esgrimidas por Böhm para denunciar que esto de vivir en comunidad no es más que una farsa en la que uno pasa de jaula en jaula como animal que nunca conoce la libertad…
La pesadilla de la inmigración Por obra y gracia de esos misterios ridículos de la distribución argentina/ latinoamericana, A Ciambra (2017), el segundo largometraje del director y guionista italoamericano Jonas Carpignano, llegó antes a la cartelera local que su ópera prima, Mediterranea (2015), el film que nos ocupa: ambas películas funcionan de manera complementaria y nos proponen una experiencia muy interesante y descarnada que apunta a retratar las penurias que atraviesan los inmigrantes africanos en Europa de la mano de mafiosos que los ningunean durante el viaje, piratas que les roban sus pertenencias, autoridades estatales que les niegan asilo y los condenan a la ilegalidad permanente, los típicos burgueses explotadores que se aprovechan de la situación para pagarles sueldos de miseria, los palurdos condescendientes que pretenden reconvertirlos símil misión jesuita y finalmente el habitante promedio de cadencia xenófoba y paranoica que ve en cualquier “otro diferente” un potencial enemigo. Así como A Ciambra se centraba en el personaje de Pio (Pio Amato), un niño gitano que vive en un ghetto empobrecido y decadente de un pueblo de Calabria, y dejaba en segundo plano a Ayiva (Koudous Seihon), un hombre de Burkina Faso que también subsistía como podía en Italia, ahora es momento de invertir la polaridad narrativa con una historia que en esencia nos presenta el angustiante periplo de Ayiva, quien en pos de un futuro mejor en tierras inhóspitas se propone recorrer, junto con su amigo Abas (Alassane Sy), Argelia y Libia hasta llegar al sur de Italia para escapar de todos los problemas de siempre del Tercer Mundo como la hambruna, el desempleo, la corrupción estatal y la miseria extendida luego de años y años de saqueo por parte del gran capital y las oligarquías civiles/ militares autóctonas, esas que se la pasan dando el visto bueno a las directivas del FMI orientadas a consolidar planes de ajuste brutales que empobrecen aún más naciones de por sí arrasadas. Con la esperanza de conseguir un trabajo digno para así poder enviar algo de dinero para el mantenimiento de su hija Zeina (Naciratou Zanre), una nena que está temporalmente al cuidado de la hermana del protagonista, Aseta (Tofo Sarato Zanre Yabre), Ayiva trata de convencerlas a las dos para que se queden en Burkina Faso, en especial por la dureza del viaje y porque en Italia no hay trabajo para mujeres inmigrantes ilegales, y apenas si logra sobrellevar el día a día con pequeños hurtos en estaciones de trenes y con su labor como recolector en un naranjal. Mientras que de a poco se hace amigo de Pio, todo un especialista en mercadería robada y artículos varios de segunda mano, el hombre irá conociendo el desamparo que sufren los refugiados africanos en Italia; viviendo en asentamientos hiper precarios, perseguidos por la policía y grupitos de vecinos psicópatas/ racistas, explotados a más no poder cual esclavos por los terratenientes y los “emprendedores” de Calabria y padeciendo una constante nostalgia por una tierra a la que quisieran volver pero no pueden porque siempre tienen presentes las desdichas del continente negro, esas que en el fondo cambiaron por nuevos -y casi tan horribles- infortunios en un país que desea expulsarlos. Carpignano construye una epopeya de supervivencia cruda y muy necesaria que interpela a nuestro presente con herramientas formales de impronta tan documentalista como cercanas al neorrealismo y el cine social inglés, con buena parte de la dialéctica visual y conceptual sustentada en cámaras en mano, primeros planos, actores no profesionales, violencia contenida, diálogos coloquiales y un ascetismo general que está a la altura de este derrotero pesadillesco narrado en primera persona, sin esos patéticos filtros burgueses que nos suelen enchufar a algún personaje idiota de clase media que “descubre” el dolor del expatriado de sopetón, símbolo de la cultura destinada a la exportación y al consumo de trasnochados de conciencia sucia y deseosos de lavar culpas -apatía de por medio- identificándose con la pantalla. Más allá de algunos detalles negativos como un par de escenas de la segunda mitad alargadas innecesariamente y un primer capítulo de la trama, el correspondiente al éxodo en sí, que se cierra demasiado pronto, Mediterranea demuestra que todavía es posible crear obras honestas y valientes, lejos de romantizaciones baratas, que señalan los distintos estratos entre los marginados y todas las injusticias en torno a la inmigración…
El mecenazgo suicida El encanto detrás de Nace una Estrella (A Star Is Born), y la explicación para su vigencia y maleabilidad en lo que atañe a las diversas adaptaciones a lo largo de 81 años desde la versión original de 1937, reside en una fórmula narrativa doble atemporal basada primero en el artesano/ artista novel superando a su maestro/ mecenas y segundo en el clásico devenir autodestructivo del ser humano por frustraciones varias consigo mismo o con su entorno. Esta nueva relectura cortesía de Bradley Cooper y Lady Gaga, quienes vienen a suceder a aquellos recordados Fredric March/ Janet Gaynor de 1937, James Mason/ Judy Garland de 1954 y Kris Kristofferson/ Barbra Streisand de 1976, en esencia nos ofrece una versión más pulida del trabajo de Frank Pierson, definitivamente un vehículo comercial para Streisand, la película más floja del lote y el film que terminó de llevar a la premisa de base desde la coyuntura hollywoodense y los actores hacia el ámbito musical mainstream y toda esa colección de fantasmas que arrastran los cantantes que se paran en un escenario. El esquema vuelve a ser el mismo y nos presenta la relación sentimental entre un músico veterano y de cadencia bastante suicida y una joven promesa del circuito independiente, y en paralelo el despegue decisivo hacia la masividad de esta última, suerte de testigo de las adicciones e incapacidad de recuperarse de su pareja. Aquí Jackson Maine (Cooper) es el rockero reventado de turno y la señorita es Ally (Gaga), una chica que él conoce cuando luego de un recital ingresa en un bar que resulta ser queer y allí la escucha interpretar La Vie en Rose, enamorándose y al mismo tiempo convenciéndose del talento de la mujer. Eventualmente Ally graba un disco y emprende una serie de conciertos cuando después de acompañar a Jackson en vivo un productor/ manager bien cínico y despiadado, Rez (Rafi Gavron), la conduce hacia la comarca del pop prefabricado. Mientras el dúo se consolida casándose y la lucha de Maine contra el alcohol, las pastillas y la cocaína continúa adelante, las casi antagónicas concepciones y períodos profesionales de ambos terminarán chocando. No sólo el proyecto es de por sí ambicioso porque retoma una de las estructuras retóricas más antiguas/ por antonomasia de la industria cinematográfica norteamericana sino también debido a que constituye el debut como director y guionista de Cooper, quien aquí apuesta a un tono mucho más realista y menos pomposo que su homólogo del opus de 1976, detalle que genera un atractivo contrapunto entre la austeridad y el naturalismo de las secuencias que retratan la intimidad de la pareja y la grandilocuencia “rebajada” de las presentaciones en público, más cerca de la desnudez emocional que del mega show paradigmático del enclave mainstream yanqui. En cierto sentido el realizador y actor compensa la ausencia de aquella efusividad del glorioso Kristofferson, esa que lo llevaba a conducir una moto arriba del escenario o a dispararle con un arma a un helicóptero, a través de un influjo sensible y sutilmente astuto que pone a la sinceridad expresiva en un lugar de privilegio como pocas películas hoy por hoy lo hacen, casi siempre presas de poses a las que se les ven los hilos. Más allá del despliegue paulatino de la fuerza condensada en la historia, las otras dos columnas vertebrales de Nace una Estrella (A Star Is Born, 2018) son el gran desempeño del elenco -con los dos protagonistas a la cabeza, por supuesto- y la eficacia de las canciones, las cuales no son precisamente una genialidad absoluta aunque cumplen con las necesidades dramáticas del film en general: Cooper parece una mezcla de Neil Young, Willie Nelson y Johnny Cash y la verdad es que construye un personaje muy rico con cuentas pendientes con su pasado que curiosamente lo alejan de los tics formales del artista autoindulgente, el magnífico Sam Elliott compone a su hermano mayor Bobby, otro ser conflictuado aunque con menos presiones que Jackson, Gaga sale muy bien parada en todo el espectro anímico que recorre su personaje y los temas juegan con el grunge, el country más aguerrido, las baladas y las canciones con base techno/ hiphopera (en este último caso para ella). Quizás lo más interesante de la película sea la oposición más o menos explícita entre la honestidad promedio del rock y la pantomima mitómana promedio del pop, eje de las crisis de la dupla y de una obra que critica el canibalismo de la industria cultural y la artificialidad impuesta desde las cúpulas a los creadores, enfatizando la paradoja de tener a una Gaga en el elenco que podrá cantar como los dioses pero que en realidad no pasa de ser otro ejemplo más de producto pop desechable en el que ya no se puede identificar qué elemento de su propuesta artística es sincero y cuál responde a la dictadura del mercado…
Nostalgia y cinismo Para aquellos que no lo sepan, vale aclarar que Christopher Robin Milne (1920–1996) fue el hijo único de Alan Alexander Milne (1882-1956), el creador de Winnie-the-Pooh y principal responsable de la introducción en el universo de amigos del osito de poco seso y gran corazón del mismísimo Christopher Robin, representación ficcional del vástago del autor y suerte de condena de toda la vida para el británico real porque a lo largo de su infancia y adolescencia sufrió una infinidad de burlas por parte de otros niños y de adulto nunca se sintió cómodo con la fama involuntaria que le trajo la publicación de la obra central de su padre, léase los libros de relatos cortos Winnie-the-Pooh (1926) y The House at Pooh Corner (1928) y los volúmenes de poemas When We Were Very Young (1924) y Now We Are Six (1927), todos ilustrados por el genial dibujante Ernest Howard Shepard. En una jugada muy poco feliz a nivel ético, y en cierto punto similar a la decisión de lo más cuestionable de digitalizar/ revivir a Peter Cushing en ocasión de la de por sí floja Rogue One (2016), la Disney construyó una historia en live action alrededor de un Christopher adulto que en esencia -reduccionismos mainstream mediante- “redescubre” la alegría de la vida reencontrándose con Pooh y todos sus amigos, Piglet, Tigger, Eeyore, Rabbit, Kanga, Roo y Owl: la película resultante no es ni buena ni mala y recurre tanto a la nostalgia como al cinismo abriendo con el pasaje final de The House at Pooh Corner en el que todos le hacen una fiesta de despedida a un Robin que será enviado a un internado para luego cortar al protagonista cuarentón (Ewan McGregor), veterano agrio de la Segunda Guerra Mundial, casado y con una hija, teniendo que echar a compañeros de trabajo por mandato de su jefe. Por supuesto que eventualmente Pooh reaparece de la nada como un fantasma de su pasado y le remarca la importancia de los lazos afectivos para que deje de descuidar a su familia, así ambos emprenden un viaje en pos de hallar a toda la pandilla, hoy aparentemente perdida. Más allá de la excelente labor de McGregor y una reconstrucción bastante correcta de los rasgos identitarios del osito, simple y algo remanido aunque humilde y astuto en el contexto de la amistad, esta faena dirigida por Marc Forster y escrita por Alex Ross Perry, Tom McCarthy y Allison Schroeder por momentos cansa de tanto CGI, vueltas narrativas que se ven llegar a la distancia y el tufo de crisis burguesa redundante de la mediana edad destinada a asalariados en posición gerencial que ponen al trabajo por sobre todo, mensaje que desde ya no tiene nada de malo pero no calza con la hipocresía de base de la propuesta. Así como a la Disney no le importa nada el sentir -o tomar elementos del devenir- del que fuera el Christopher Robin de carne y hueso y por ello edifica un cuento que obvia el martirio que acompañó al inglés por su celebridad y el acoso del que fue objeto en vida, en términos estrictamente artísticos el film es un collage deslucido entre la homologación de persona real y personaje de La Historia Sin Fin (Die Unendliche Geschichte, 1984) de Wolfgang Petersen, aquel regreso por demás fatuo a la niñez de Hook (1991) de Steven Spielberg, y todas las reflexiones acerca de la creatividad de la extraordinaria “trilogía de la imaginación” de Terry Gilliam, Bandidos del Tiempo (Time Bandits, 1981), Brazil (1985) y Las Aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988). Christopher Robin (2018) es otro opus actual en el que la melancolía resulta inofensiva…
Lo analógico vence a lo digital Durante las últimas décadas hemos sido testigos de un proceso de empobrecimiento paulatino en el ámbito de la comedia mediante el cual la riqueza polirubro de antaño se fue reduciendo a la insoportable insistencia/ reincidencia de todos los palurdos de turno con los monólogos, el stand up y los latiguillos verbales en general como únicas tácticas para hacer reír e intentar reflexionar en el trajín acerca de los dilemas de nuestras sociedades. Dentro de este panorama, por demás facilista y para colmo sin ofrecer la mejor versión de la supuesta “pomposidad” verborrágica en cuestión, sin lugar a dudas la figura de Rowan Atkinson se destaca con vuelo propio porque a pesar de que nunca fue un genio inigualable del campo de las carcajadas, hay que concederle que su impronta clásica y minimalista siempre le abrió el camino a través de la coyuntura de la homogeneidad y la falta de ideas. Siempre haciendo evidente su habilidad para la comedia física, las gesticulaciones y un costumbrismo británico que roza permanentemente el absurdo, a nivel macro la carrera de Atkinson ha contado con tres vertientes principales: primero tenemos al legendario Mr. Bean, personaje semi mudo y propenso al desastre en sintonía con Buster Keaton y Jacques Tati que tuvo una serie televisiva y dos apariciones en pantalla grande, después viene Johnny English, parodia nada disimulada de 007/ James Bond y con una fuerte influencia del Inspector Jacques Clouseau de Peter Sellers, hoy por hoy centro de una franquicia de tres films, y finalmente está la rama más ambivalente del derrotero del señor a partir de sus colaboraciones con Nicolas Roeg, Jim Abrahams y Mike Newell, entre otros realizadores y obras que incluyen a El Rey León (The Lion King, 1994) y la reciente serie de ITV Maigret. Luego de Johnny English (2003) y Johnny English Recargado (Johnny English Reborn, 2011), la película que nos ocupa, Johnny English 3.0 (Johnny English Strikes Again, 2018), ofrece más de lo mismo y en esencia cae en esa medianía típica de la saga en la que sin llegar a maravillar de tantos chistes refritados de la mítica La Pistola Desnuda (The Naked Gun, 1988) y sus secuelas, aunque sea logra entretener y despertar alguna que otra risa a lo largo de un desarrollo tradicional pero entrañable en el que los recursos de las propuestas del “tonto a cargo de salvar el país y/ o el mundo” brillan en varias oportunidades gracias a la química por un lado entre Atkinson y un reaparecido Bough (Ben Miller), su compañero/ asistente de la primera parte, y por otro lado entre Atkinson y la gloriosa Olga Kurylenko, aquí interpretando al bello interés romántico femenino y la agente encubierta reglamentaria. Si bien el film arriba un poco tarde al tópico que trabaja, el conflicto entre lo analógico y lo digital vía un ciberataque que revela la identidad de los esbirros del servicio secreto inglés y obliga a una exasperada Primer Ministro (Emma Thompson) a resignarse a recurrir al tecnófobo y querido Johnny, el asunto está bien explotado por un elenco exquisito y un guión sencillo aunque dinámico y relativamente disfrutable de William Davies, la otra gran presencia continua de la franquicia más allá del protagonista. Así como el Austin Powers de Mike Myers generaba mejores productos cinematográficos y abusaba por demás de las referencias sesentosas vintage, el Johnny English de Atkinson es más sutil en cuanto a sus homenajes y hasta entrega una pequeña obra maestra hilarante a través de la escena de la realidad virtual, verdadera joya incrustada en un contexto amable y bastante rutinario…
Ascenso y caída en simultáneo En El Potro (2018) Lorena Muñoz hace exactamente lo mismo que hizo en ocasión de Gilda (2016) y no se puede acusar a la directora y guionista de copiarse a sí misma en vano porque la movida le sale más que bien, algo muy loable en el cine argentino actual lleno de modelitos, actores televisivos y personajes de dudoso talento y con apellido conocido. Aquí la susodicha reproduce el esquema narrativo general de antaño, tan delicado como sensible, aunque curiosamente no cuenta con un equivalente marketinero masculino de Natalia Oreiro ya que se jugó por un ignoto Rodrigo Romero y como en el caso de la reciente El Ángel (2018) con Lorenzo Ferro, la decisión arroja saldo positivo porque el susodicho aporta frescura y garra a lo que de otra forma sería repetición de caras quemadas y una nueva travesía de un pequeño burgués hacia la fama y ese ardor popular que ensalza a los artistas sin ver la explotación y la espiral autodestructiva que hay detrás hasta que es tarde. Mientras que Gilda ofrecía la versión femenina de esta amarga odisea musical en un país pauperizado y con un circuito cultural muy marginal y reducido como el nuestro, plagado de mafias, parásitos, conservadurismo y el eterno “todo a pulmón”, El Potro en cambio apuesta por llevar al extremo la idiosincrasia masculina de la mano de un bello catálogo de recursos como un Complejo de Edipo omnipresente, ese carisma innato, la promiscuidad, adicciones, alguna que otra orgía, el hecho de elegir la carrera antes que la familia y finalmente la presencia de una pasión atormentada que estaba ausente en la película previa de la realizadora, lo que por cierto nos coloca ante un film que supera a la correcta aunque algo anodina Gilda y pone en primer plano la dialéctica del artista con un ritmo de vida frenético e impetuoso al cual no puede renunciar porque la alegría de la libertad absoluta en la vida privada siempre resulta más gratificante que las responsabilidades y/ o la fidelidad. Artífice de la popularización del cuarteto durante el tramo final de la década del 90 del siglo pasado en todo el país y en especial Buenos Aires, en una expansión de público muy superior con respecto a lo realizado por Carlos “La Mona” Jiménez durante los 70 y 80, Rodrigo Bueno apenas si pudo vivir el huracán de la juventud porque falleció en junio del 2000 a la temprana edad de 27 años y en la cima de su carrera luego de llenar trece veces el estadio Luna Park. En un principio los actores que representan a los padres del muchacho, los excelentes Daniel Aráoz y Florencia Peña, parecen comerse a un Romero que empieza la película bien por debajo del ala de sus progenitores, no obstante de a poco la historia comienza a profundizar en la independencia del cantante vía la muerte del padre y el paso a segundo plano de la madre, lo que da lugar al esquema de la noviecita embarazada que no entiende que el hombre no pueda abandonar el ciclo de fiesta, cocaína y groupies regaladas. Desde ya que la propuesta es menos condescendiente para con el ídolo popular que lo que fue Gilda hacia la retratada de turno (quizás Muñoz se identificó más con la naif y aséptica vocalista de cumbia que con el cordobés, por ello hoy dejó de lado -en gran medida- la sobreexplotación de su figura con una multitud de shows por noche y el robo del que fue objeto por parte de las compañías discográficas), sin embargo hay cierta empatía burguesa de fondo -la de la realizadora y el equipo creativo para con Bueno, también de clase media- que ambas obras comporten y que habla del borramiento de estratos sociales al momento de la escucha, por más que la raigambre popular de las canciones del joven esté mucho más en sintonía con la iconografía melodramática y pícara de los marginados. El Potro también sabe combinar el tono profesional y seco del cine de nuestros días con chispazos sutiles de momentos grotescos que hacen a la realidad concreta que atravesó el protagonista y que suman osadía a un desarrollo muy concienzudo y de pulso fúnebre, en el que la parábola del ascenso y la caída en simultáneo se une con una eficacia narrativa sin ningún bache…
Inquietudes otoñales Considerando la insoportable obsesión del cine contemporáneo con la juventud y una algarabía infantiloide que rápidamente resultan anodinas por su marco conceptual por demás redundante, manipulador y poco imaginativo, siempre es bienvenida una película como Lucky (2017), una obra honesta y entrañable que se suma a la vertiente del séptimo arte centrada en los relatos de personas mayores que entran en crisis de repente, ya sea por un problema de salud o un llamado de atención de su círculo íntimo, y así paulatinamente comienzan a plantearse cómo reaccionar ante lo que podríamos definir como la sombra de la parca, por lo general desencadenando algo de depresión, una metamorfosis ideológica, aislamiento, un despertar espiritual y/ o la necesidad de eliminar cargas emocionales del pasado y de dejar de asignarle tanta importancia a la opinión de los demás seres humanos. Esta ópera prima como director de John Carroll Lynch, hasta ahora un muy buen actor esencialmente de reparto, se sirve del extraordinario Harry Dean Stanton en uno de sus contados roles protagónicos y uno de los últimos trabajos de su larguísima carrera, esa misma que se cortó con su muerte el 15 de septiembre del 2017, apenas dos semanas antes del estreno comercial del film en Estados Unidos: aquí interpreta al Lucky del título, un nonagenario veterano de la Armada que vive tranquilo en un pueblito rodeado de un vasto desierto y que un día se desvanece en su hogar, suceso que lo lleva al hospital y a que el doctor de turno le comunique que parece no tener ninguna enfermedad, no obstante el episodio es indicio de que la vejez está manifestándose con una mayor intensidad y ello podría significar que el ocaso está más cerca de lo que cree, más aún considerando su edad. El hombre pronto retoma sus paseos y encuentros habituales con los lugareños, ya que vive solo -pero no se siente solitario, como bien aclara él- y gusta de concurrir a restaurants y bares para charlar con amigos, conocidos y vecinos, entre ellos Howard (compuesto por el genial David Lynch), otro señor mayor a quien hace poco se le escapó su amada tortuga llamada Presidente Roosevelt, una mascota a la que extraña muchísimo. De a poco Lucky empieza a tratar de sobrellevar la situación y atraviesa diferentes etapas vinculadas con la agresión a los otros, el confesar tener miedo, la disposición a intercambiar experiencias con extraños en torno a la cercanía con la muerte, el conversar sobre el pasado en la milicia durante la Segunda Guerra Mundial, el enorme placer que le genera la música mexicana y finalmente la aceptación del óbito como una desaparición individual hacia el vacío sin Dios ni alicientes terrenales ni estupideces new wave que puedan ofrecer un camino alternativo. Las dos características que distinguen al guión de Logan Sparks y Drago Sumonja de tantos otros similares pasan por la ausencia del facilismo retórico de impronta familiar/ mística/ romántica y esta decisión de optar por sonreírle a la muerte cuando toque nuestra puerta sin más conciencia que admitir en paz que venimos solos y nos vamos solos de este mundo, cuyo elemento compartido singular es la unión final en la nada. Así como rasgos del Stanton real fueron a parar a Lucky, como por ejemplo su ateísmo, su amor por la música y hasta su paso por la Armada, el film en su conjunto se transforma en un homenaje hermoso y muy astuto al actor de Alien (1979), Paris, Texas (1984) y El Reclamador (Repo Man, 1984), figura clave del cine independiente norteamericano desde la década del 60 hasta nuestros días. Hoy las inquietudes otoñales y la alegría por haber vivido se unifican con las rutinas cotidianas más sencillas y ese destino que nos espera a todos los que respiramos…