Paramilitares del nuevo milenio Y aquí tenemos otra película conservadora/ derechosa/ fascistoide de Peter Berg, un actor que de a poco fue armando una carrera como director desde su simpática ópera prima Malos Pensamientos (Very Bad Things, 1998), punta de lanza para una ristra de films entre los cuales encontramos propuestas hiper olvidables como El Tesoro del Amazonas (The Rundown, 2003) y Juego de Viernes en la Noche (Friday Night Lights, 2004), mamarrachos insoportables como El Reino (The Kingdom, 2007) y Hancock (2008), trabajos amenos en sintonía con El Sobreviviente (Lone Survivor, 2013) y Horizonte Profundo (Deepwater Horizon, 2016), y más cosillas infumables como Día del Atentado (Patriots Day, 2016) y el opus que nos ocupa, Milla 22 (Mile 22, 2018). Toda la trayectoria del señor está repleta de personajes estereotipados y muy unidimensionales que no aportan nada al género de turno. Ahora el realizador se tira de cabeza en una pileta bastante vacía que unifica los thrillers contemporáneos de espionaje y el cine de acción de las décadas del 80 y 90, generando una experiencia de lo más mediocre que no sólo no aprovecha el potencial de ambas comarcas sino que se vuelve francamente tediosa a los pocos minutos de comenzado el metraje: en su pretensión de “apostar a seguro”, el film por un lado se asemeja a lo que sería una especie de caricatura triste de la franquicia de Jason Bourne (Matt Damon), desde ya reemplazando el sustrato de izquierda por un chauvinismo yanqui horrendo, y hasta se sabotea a sí mismo de manera grosera porque embadurna el único interés que podría tener el convite, léase la colección de masacres y escenas vertiginosas, con esa típica edición caótica y demencial símil Michael Bay que no deja apreciar/ comprender absolutamente nada de lo que ocurre. El meollo del asunto, o mejor dicho la excusa de turno para que empiecen a volar las balas y explote un poco de todo, pasa por la premisa del “testigo en peligro” aunque en vez del contexto judicial en esta ocasión tenemos a un tal Li Noor (Iko Uwais), un policía de Indonesia que se presenta en la Embajada de Estados Unidos y solicita ser sacado del país a cambio del código para desbloquear un disco rígido externo con la localización en el globo de distintos cargamentos de cesio destinados a la fabricación de armas (el disco además se autodestruirá en ocho horas si no se introduce la contraseña). El encargado de transportar al susodicho y esquivar los infaltables intentos de asesinato, cubriendo las 22 millas del título hasta el aeropuerto para la “extracción”, es el paramilitar James Silva (Mark Wahlberg), quien trabaja con Alice Kerr (Lauren Cohan), el vínculo yanqui con el doble agente Noor. La película desperdicia a Wahlberg haciendo que se dedique a soliloquios egocéntricos de “macho alfa” más que a disparar en sí, no aprovecha a una Cohan que no tiene oportunidad de sacar a relucir la intensidad que demostró en The Walking Dead y -esto es lo más trágico- asimismo no saca partido de la presencia de Uwais, protagonista de las placenteras The Raid (Serbuan Maut, 2011) y The Raid 2 (Serbuan Maut 2, 2014), un coreógrafo extraordinario cuyo desempeño queda tapado bajo ese montaje innecesariamente veloz y videoclipero al que nos referíamos con anterioridad. Aquí Berg pareciera que no se termina de decidir entre construir tensión en serio, para ello debería haber aflojado un poco con los diálogos bobos, exagerados y remanidos del flojísimo guión de Lea Carpenter, o apostar por un producto afable de acción en torno a los paramilitares del nuevo milenio, para lo cual tendría que renunciar a la cámara movediza, el promedio de un corte por segundo y la repetición sin fin de secuencias agitadas y ruidosas en las que no pasa nada memorable…
Psicosis en la web Resulta de lo más gracioso que en una época como la presente, dominada por una violencia e individualismo permanentes a nivel cotidiano, las apariencias y la proverbial “opinión de los otros” tengan la preeminencia que tienen en el enclave virtual, lo que por cierto pone el acento en una distorsión comunal que privilegia la pantomima de las redes sociales en detrimento de la realidad material y la cultura compartida a diario. Como era de esperarse en este estado de cosas, las ficciones tienen un mayor asidero que la verdad y derivan continuamente en delirios masivos en los que las mentes menos iluminadas se comen el verso que sea y terminan -entre otras cosas- convalidando a los oligarcas y adoptando su ideología. Entre los infantes y adolescentes, en el ámbito cultural y durante las dos últimas décadas, se han difundido mucho diversas leyendas on line conocidas como “creepypastas”. Sin duda el más afamado de estos mitos modernos del terror es el que tiene como centro al denominado Slender Man, un personaje ficcional creado en 2009 por Eric Knudsen que se caracteriza por su generosa altura, su delgadez, su rostro blanco sin facciones, su traje negro y unos brazos símil tentáculos que le sirven para secuestrar/ llevarse con él a chicos y chicas. Como la criatura en cuestión rápidamente se hizo viral, desembocó en una serie web para YouTube llamada Marble Hornets que a su vez tuvo su reglamentaria adaptación cinematográfica de la mano de la muy floja Always Watching: A Marble Hornets Story (2015). No obstante el verdadero despegue en “popularidad” del susodicho se dio cuando dos niñas de 12 años, Anissa Weier y Morgan Geyser, apuñalaron 19 veces a su compañera Payton Leutner en un bosque de Wisconsin en plan de sacrificio en honor a Slender Man. Al Hollywood de nuestros días le cuesta muchísimo generar productos potables de influjo exploitation y prueba de ello es la paupérrima Slender Man (2018), un slasher sobrenatural deslucido y sumamente rutinario que pretende levantar unos billetes a raíz del furor morboso contemporáneo en torno al personaje y que en términos cualitativos se ubica muy por debajo de Beware the Slenderman (2016), aquel documental apenas correcto de Irene Taylor Brodsky acerca del intento de homicidio infantil. La película que nos ocupa no se propone explícitamente ficcionalizar el ataque de 2014 pero más o menos por ahí va la cosa porque elige de núcleo dramático a la fascinación con el señor delgado por parte de cuatro adolescentes, Wren (Joey King), Hallie (Julia Goldani Telles), Chloe (Jaz Sinclair) y Katie (Annalise Basso), que invocan a la figura espectral viendo un simpático videíto en Internet. El realizador Sylvain White y el guionista David Birke no cuentan ni con una mínima idea interesante que le otorgue algo de vida a una obra apresada en un desarrollo muy previsible y demasiados estereotipos que no están bien ejecutados, a diferencia de lo que ocurría -por ejemplo- con dos de las últimas y disfrutables entregas de Blumhouse Productions, Feliz Día de tu Muerte (Happy Death Day, 2017) y Verdad o Reto (Truth or Dare, 2018), las cuales nunca podrían ganar un premio a la originalidad pero eran de lo más eficaces en este rubro del slasher metafísico. Si bien en ocasiones el film se hace aburrido, incluye un par de escenas atractivas alrededor del acecho fantasmal de turno, sin embargo no alcanzan para construir un retrato en serio de la psicosis en la web ni una propuesta con peso propio más allá de la referencia al “creepypasta estrella” de todos los imberbes y púberes en general…
Franquicia en estado terminal Como casi siempre suele ocurrir en el caso de Hollywood, todo el encanto de la primigenia Depredador (Predator, 1987), una de las varias obras maestras de John McTiernan en las distintas variantes del cine de acción, quedó licuado por completo por una ristra de secuelas que no sólo no estuvieron a la altura de la original sino que terminaron banalizando al querido personaje central, algo así como un verdugo alienígena de la humanidad y su predilección por destruir, cazar y devastar en general al planeta Tierra. El nuevo eslabón, El Depredador (The Predator, 2018), en esencia pretende funcionar como otro relanzamiento de la saga en sintonía con la previa Depredadores (Predators, 2010), dos películas que sin ser productos horribles e indigeribles, tampoco logran del todo su cometido porque caen en los mismos latiguillos quemados de siempre y un influjo que no consigue duplicar los éxitos de la hoy mítica propuesta de McTiernan protagonizada por Arnold Schwarzenegger. Así como la idea central de la película de 2010 era tratar de recuperar el nerviosismo detrás del acecho en la jungla, ahora el núcleo de la faena parece ser volcar la idiosincrasia más urbana de Depredador 2 (Predator 2, 1990) hacia el terreno por antonomasia del director y guionista Shane Black, quien interpretó a Hawkins en el film de 1987 y luego se dedicó a escribir los guiones de obras de acción con fuertes chispazos de comedia como Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987), El Último Boy Scout (The Last Boy Scout, 1991), El Último Gran Héroe (Last Action Hero, 1993) y El Largo Beso del Adiós (The Long Kiss Goodnight, 1996). Aquí hace lo mismo que hizo siempre sin embargo lamentablemente la iconografía de la franquicia de los cazadores del espacio con dreadlocks no pega para nada con el modelo de comedia machista y simplona de la década del 80, esquema que por cierto tampoco está muy aprovechado que digamos porque choca con todos los clichés actuales. Dicho de otro modo, el opus de Black intenta en vano unificar las escenas de acción y el desarrollo en general hiper veloz, torpe y tracción a reduccionismos dramáticos de nuestros días con los chistes tontos pero artesanales de antaño y la parafernalia terrorífica/ rústica/ tecnológica de los depredadores, lo que desde ya desemboca en un revoltijo en el que ninguno de los ingredientes se siente cómodo en su lugar retórico y ninguno está ni siquiera cerca de todo su potencial de base. La historia también es rutinaria a más no poder: una nave extraterrestre se estrella en medio de una operación antinarco de militares yanquis en México y el único sobreviviente de la masacre, Quinn McKenna (Boyd Holbrook), no tiene mejor idea que enviarle a su esposa e hijo el casco y la famosa muñequera de los amigos astrales, circunstancia que hace que los susodichos se transformen de golpe en blancos de los alienígenas mientras a él lo etiquetan como “loco” y lo encierran con unos lunáticos. De este modo nos topamos con los estereotipos del niño prodigio y la ex esposa bien quejosa aunque querible (el genial Jacob Tremblay, uno de los mejores actores infantiles contemporáneos, e Yvonne Strahovski, de The Handmaid’s Tale, están desperdiciados), el personaje femenino aguerrido enchufado en plan “contentar a todos los segmentos demográficos” (Olivia Munn compone a una bióloga que los representantes del gobierno traen para dilucidar si los depredadores se están hibridando con los humanos) y el grupito de chiflados/ payasos de turno en lucha contra los malos (por lo menos aquí en la categoría “malo” no sólo entran los depredadores sino también los milicos norteamericanos, energúmenos que se la pasan tomando prisioneros a los héroes para sacarles información). Si bien la propuesta es más o menos entretenida y se agradecen tanto la presencia de gore como el hecho de ver a soldaditos asesinos matando a soldaditos asesinos, la verdad es que la franquicia está en estado terminal y los tics de Black y compañía no logran revivirla…
El arte de evadirse Muy deudora de las antologías del espanto de Amicus Productions y del tono entre socarrón e implacable de su competidora Hammer, la disfrutable Historias de Ultratumba (Ghost Stories, 2017) nos presenta tres relatos de terror englobados alrededor del devenir del Profesor Phillip Goodman (Andy Nyman, quien además dirige y escribe la película junto a Jeremy Dyson), un especialista en desenmascarar a magos, psíquicos y clarividentes en su show televisivo en esencia con el objetivo de que la superstición y el oscurantismo no arruinen la vida de nadie como su padre, un judío ortodoxo, arruinó la de su hermana, a quien expulsó de la familia por salir con un asiático. El film se mueve a contrapelo de la banalidad de buena parte del horror mainstream contemporáneo, un rubro siempre deseoso del susto fácil, y apuesta a analizar el punto en el que las decisiones y la existencia de cada individuo se convierten en una condena mucho mayor que la que pueda llegar a imponer el poltergeist acechante de turno, a su vez incluyendo chispazos de humor negro sutil e hiper británico que condimentan la narración desde una elegancia infrecuente en la actualidad. Aquí la excusa para que comiencen a desfilar las historias del título pasa por la invitación de Charles Cameron (Leonard Byrne), un colega del pasado lejano que inspiró a Goodman siendo apenas un niño: Cameron, una leyenda dentro del enclave de los periodistas obsesionados con fenómenos sobrenaturales, ahora es un anciano enfermo que vive en una casa rodante en la pobreza y sorprende al protagonista con el encargo de investigar tres casos inexplicables que según él destruyeron aquellas presunciones de antaño y terminaron de minar el trabajo de toda su vida, del cual hoy por hoy se avergüenza por su sustrato escéptico, arrogante y profundamente cobarde en lo que atañe a aceptar interpretaciones no racionalistas al momento de tratar de comprender lo desconocido. El primer caso se vincula a Tony Matthews (Paul Whitehouse), un guardia de seguridad que se topó con una entidad espectral en un psiquiátrico, el segundo a Simon Rifkind (Alex Lawther), un adolescente que una noche atropelló con el auto de su padre a una figura demoníaca, y el tercero a Mike Priddle (Martin Freeman), un burgués que experimentó sucesos paranormales en su hogar. Más allá de elementos contextuales clásicos del género en lo referido a brindar un trasfondo psicológico para cada personaje en cuestión (Matthews siente culpa por dejar de visitar a su hija paralizada por el síndrome de enclaustramiento, Rifkind acarrea una mala relación con sus progenitores y Priddle viene de una tragedia con su esposa embarazada), la película consigue destacarse de tantas otras propuestas similares gracias a que lo más atractivo del lote no son los tres relatos fantasmagóricos centrales sino el derrotero del propio Goodman, el cual asimismo tiene lo suyo en materia de traumas del pasado que determinaron su profesión del presente (dejando de lado el episodio introductorio acerca de la intolerancia de su padre, el hombre esconde un secreto de su infancia del que viene huyendo hacia adelante mediante su caza sistemática y literal de brujas y brujos modernos). Todo el último acto supera por mucho al desarrollo previo de la mano del incidente del que hablamos y un desenlace tétricamente mundano que motiva una relectura de lo visto con anterioridad, tracción a pinceladas surrealistas que saltan hacia una visceralidad descarnada y taciturna. Los directores y guionistas Dyson y Nyman, este último conocido especialmente por su trabajo actoral y sus colaboraciones con el ilusionista Derren Brown, adaptan su exitosa puesta teatral homónima de 2010 y la convierten en una ópera prima para ambos de lo más astuta y gratificante, compensando la falta general de originalidad con un ritmo narrativo dinámico, diálogos afilados y una valentía bastante inusual en el mainstream anglosajón contemporáneo, adepta a llamar a las cosas por su nombre y a señalar la tendencia de los seres humanos a escapar de acciones, omisiones y coyunturas que les resultan penosas. Precisamente, esta predilección por cultivar el arte de evadir y evadirse es el eje ineludible de la película, ya sea que pensemos en rehuir de las responsabilidades familiares, negarle una ayuda urgente a quien la necesita, sortear trabas que hacen a nuestra vida cotidiana o simplemente decidir mirar para otro lado o marcharse frente a la presencia de peligro o la sensación de dolor. La angustia provocada por errores pasados y la dimensión de lo real son puestas a prueba en una obra interesante que sabe cuándo y dónde pegarle al espectador…
El hervidero está tibio Uno de los fetiches más insoportables del cine contemporáneo a nivel general es la obsesión con construir una pretendida pose cool y/ o “canchera” cuyo núcleo bobalicón, ridículo y perezoso está profundamente hermanado a los discursos de la publicidad, el marketing y un mundo del modelaje asimismo empardado al lenocinio de alta alcurnia símil escorts. Ahora bien, dentro del rubro de la mascarada preciosista más vacua y redundante lamentablemente en muchas oportunidades se suele echar mano de la noble iconografía del film noir porque su fauna prototípica -léase policías corruptos, antihéroes, femmes fatales, secundarios pintorescos, misterios, giros en la trama, ciudades marchitas, etcétera- se presta con gran facilidad para trastocarlo coartando su esencia revulsiva y dejando sólo una superficie brillante que poco y nada tiene que ver con aquellos orígenes inconformistas. Tomemos por ejemplo la propuesta fallida que nos ocupa, Hotel de Criminales (Hotel Artemis, 2018), ópera prima de Drew Pearce que se parece a otro debut reciente, Terminal (2018), de Vaughn Stein, trabajos que asentados en el campo del thriller apuestan a un relato coral matizado con chispazos de comedia, frasecitas seudo aguerridas y un contexto nocturno y futurista que se agota en sí mismo ya que de tantas subtramas y personajes que no pasan del mero cliché, todo el asunto termina generando más indiferencia que ganas de saber cómo se resuelven las líneas narrativas abiertas desde el automatismo mainstream menos iluminado. Aquí lo más parecido a un personaje principal es Jean “la enfermera” Thomas (Jodie Foster), la directora del hotel del título, una suerte de hospital especializado en delincuentes que funciona como un club exclusivo para aquellos que tienen membrecía. Hacia allí mismo llegan un par de ladrones que vienen de un asalto frustrado a un banco, los hermanos Sherman (Sterling K. Brown) y Lev (Brian Tyree Henry), con este último malherido producto de una balacera con la policía. En el lugar, además de Thomas y su asistente Everest (Dave Bautista), los muchachos primero se topan con Niza (Sofia Boutella), una asesina que se lastimó para ingresar al sitio en pos de dar con su víctima, y Acapulco (Charlie Day), un traficante de armas racista y misógino, y después con Orion “el rey lobo” Franklin (Jeff Goldblum), dueño del Hotel Artemis y capo del submundo criminal de Los Ángeles, y Crosby (Zachary Quinto), el hijo despiadado del anterior. El devenir se complica aún más porque Sherman fue pareja de Niza, los hermanos robaron involuntariamente unos diamantes a Franklin al tomar una pluma de un cliente del banco y Jean decide dejar entrar al establecimiento a Morgan (Jenny Slate), una oficial de policía herida, contradiciendo las normativas históricas del lugar en una movida que tiene que ver con el trágico fallecimiento de su hijo muchos años atrás, en apariencia por una sobredosis. Más allá de los vínculos de por sí azarosos entre todos los personajes por “necesidades” de la trama y capricho del realizador y guionista, la película sinceramente falla en la tarea de edificar un relato que unifique en verdad las historias individuales de cada personaje y a la vez garantice un dinamismo narrativo basado en un mínimo de originalidad o aunque sea de carnadura, dos estratos que desde el inicio quedan empantanados debido a la colección de estereotipos en lo que hace a la idiosincrasia de los protagonistas, las situaciones en las que se ven envueltos y -en especial- los diálogos que enmarcan al convite en su conjunto, por demás remanidos y unidimensionales. No obstante la obra cuenta también con elementos redentores como por ejemplo su último acto, en el que se despliega algo de energía contenida, y la muy buena labor del elenco en general y Jodie Foster en particular, toda una veterana del cine con un pulso quirúrgico para la actuación. Sin llegar a ser una mala película pero lejos del interesante trasfondo que su premisa auguraba a priori, Hotel de Criminales nos propone un hervidero dramático insólitamente tibio y bien olvidable…
Un gualicho en el conurbano Para lo que suele ser el cine de terror argentino de la actualidad, siempre moviéndose en un péndulo que va desde un ridículo saturado de clichés y citas innecesarias hasta una corrección que suele quedarse corta en su efusividad, Y Abrázame (2017) se impone con voz propia como una de las propuestas más inusuales del panorama reciente vernáculo: esta ópera prima de Javier Rao adopta una perspectiva muy barrial -léase propia de zonas marginales de la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano- para contar una historia acerca de un encuentro sexual entre un chico y una chica que deriva en la posterior desaparición de la joven, dejando apenas su celular y algo de sangre en el baño como signos de un primer acercamiento íntimo bien freak. El muchacho en cuestión intenta localizarla de manera infructuosa y a medida que comienza a padecer alucinaciones y sueños protagonizados por la susodicha, se decide a recurrir a una hechicera/ tarotista que lo convence de algo que ya sospechaba: hablamos de un viejo y querido gualicho. Rao maneja un tono naturalista típico del cine independiente argentino que curiosamente no había sido del todo explotado hasta ahora en el enclave del terror, ya que sus colegas directores del género por lo general o apuestan a ensalzar la sobreactuación desaforada o se tiran hacia ese intento de “tono neutro” del mainstream autóctono, el cual de un tiempo a esta parte tiene de modelo a la profesionalidad del cine hollywoodense. Aquí el realizador y guionista recurre sutilmente a algunos tics clásicos del horror fantasmagórico, el cine psicodélico y los relatos de una degradación mental tendiente a la locura, un combo al que se suma el citado costumbrismo como rasgo fundamental a nivel macro (tenemos numerosas conversaciones coloquiales entre el protagonista y su grupo de amigos que se sienten naturales, para nada forzadas). La propuesta en general resulta loable pero los resultados no llegan a ser del todo satisfactorios debido a que más allá de “bajar a tierra” a la pose afectada habitual del terror, esa que puede conducir al éxito o al fracaso según el talento que demuestre el cineasta de turno en la ejecución, a decir verdad al film le termina jugando un poco en contra esta idiosincrasia campechana, restándole fuerza a una trama que de todas formas en su último acto levanta bastante la intensidad de la mano de algún que otro ritual profano… amén de unos minutos finales tan simples como efectivos que respetan la lógica de una mundanidad en la que acechan agazapados unos celos funestos que funcionan como la contracara fatal del amor.
Autoindulgencia burguesa Un serio inconveniente del cine europeo de nuestros días es la adopción muy a rajatabla de moldes prefijados del pasado con destino festivalero sin que medie -aunque sea- un poco de irreverencia o la sutil introducción de un manto de complejidad que permita realmente trasladar premisas de antaño a un panorama actual en el que de hecho las cosas no son estables ni guardan mucha relación con lo que supo acontecer en otras épocas: sin ir más lejos, La Casa Junto al Mar (La Villa, 2017), la última película de Robert Guédiguian, por ejemplo reproduce el esquema antiquísimo de la parentela que -luego de buen tiempo sin verse- se reúne en torno al patriarca agonizante/ postrado en lo que será una convivencia forzada entre otrora niños y hoy veteranos que repiensan obsesivamente su pasado para tratar de darle sentido a una situación presente que dista muchísimo de aquel ideal soñado. A pesar de que las intenciones de Guédiguian, un militante de izquierda de larga data, son más que buenas y en general se puede identificar la idea de fondo de que vivimos en una etapa en la que la insensibilidad, la farsa social y el capital especulativo reemplazaron casi por completo al trabajo tradicional y una vida más apegada a la realidad concreta que nos rodea, lo cierto es que el director y guionista francés vuelve a entregar un film con unos cuantos lugares comunes encima, un ritmo narrativo por demás aletargado y prácticamente ninguna novedad a la vista que nos permita escapar un rato del andamiaje del melodrama más clásico, el cual para colmo niega su exuberancia latente vía la severidad del pretendido “cine de autor” que se difumina de tantos detalles remanidos y poco interesantes que arrastran los personajes, a fin de cuentas ofreciendo más impersonalidad que idiosincrasia. En esta oportunidad el padre convaleciente es Maurice (Fred Ulysse), un anciano en estado vegetativo alrededor del cual se juntan sus tres hijos a pura obligación y desencanto: tenemos a Angèle (Ariane Ascaride, pareja de siempre del realizador), una actriz que culpa a sus consanguíneos por el fallecimiento -muchos años atrás- de su hija Blanche (Esther Seignon), a Joseph (Jean-Pierre Darroussin), un hombre deprimido que sale con una chica más joven, Bérangère (Anaïs Demoustier), y al que jubilaron a la fuerza los oligarcas de la compañía donde solía trabajar, y finalmente a Armand (Gérard Meylan), el único de los hermanos que se quedó en el hogar familiar en Marsella para llevar adelante el pequeño restaurant del clan. Por supuesto que en el desarrollo habrá lugar para pasadas de facturas, descubrimientos varios, algo de reflexión, otro tanto de amargura y hasta instantes de relax. Por momentos pareciera que Guédiguian toma conciencia de que a la larga aburre un poco con esta catarata de autoindulgencia burguesa y por ello en el tramo final del metraje -de manera un tanto insólita- incorpora a tres niños refugiados hambrientos que los hermanos varones encuentran escondidos en una zona costera aledaña, una jugada retórica que le sale relativamente bien porque en parte suplanta los estereotipos de clase media sufriente por la urgencia y el desamparo de quienes padecen en serio una constante expulsión debido a la reconversión de casi toda Europa a la industria del turismo y la mudanza desde el ámbito rural a los centros urbanos, amén de la infaltable xenofobia estatal que los artistas tratan de contrarrestar con obras como la presente y siempre desde una perspectiva bien burguesa de asistencialismo que no va mucho más allá de asumir culpas por años y años de saqueo en África y Medio Oriente (sería más funcional al planteo ideológico de izquierda que se narrase el devenir de los propios expatriados en primera persona). En síntesis, La Casa Junto al Mar cae en una medianía apenas potable que se contenta con las buenas actuaciones del elenco y una elegía a un mundo que desapareció hace rato y que reclamaba más firmeza y mucha menos ortodoxia cinematográfica modelo década del 70 hacia atrás…
El convento de la corrupción James Wan sigue convenciendo a la Warner Bros. de sacar más productos derivados de El Conjuro (The Conjuring, 2013) y su secuela del 2016, lo que viene a reconfirmar que el terror continúa siendo un género que soporta muy bien presupuestos ínfimos y la ausencia de estrellas y que suele generar ganancias más que interesantes incluso en un contexto internacional como el actual de mercados deprimidos para films tanto del indie como del mainstream. Está quinta entrega de la franquicia, luego además de los dos capítulos de 2014 y 2017 centrados en la muñeca Annabelle, es a la vez un spin-off, porque literalmente el villano de la segunda parte de El Conjuro pasa a ser el protagonista, y una precuela ya que narra el origen de aquella monja espectral que aterrorizaba a Ed (Patrick Wilson) y Lorraine Warren (Vera Farmiga), los investigadores paranormales estrella de los dos opus originales. La Monja (The Nun, 2018) es un producto bastante potable que acompaña el buen nivel del eslabón previo de la saga, Annabelle 2: La Creación (Annabelle: Creation, 2017) de David F. Sandberg, un profesional tan competente como el director del trabajo que nos ocupa, Corin Hardy, quien viene de entregar la también afable Los Hijos del Diablo (The Hallow, 2015). La presente obra -sin ser una maravilla- satisface las exigencias fundamentales del género desde una eficacia relativamente amena vinculada a toda esta iconografía símil clase B que emparda el exploitation con el destino masivo que sólo tienen las propuestas que cuentan con el respaldo de la maquinaria hollywoodense más gigantesca. La premisa pasa por el viaje en 1952 a la Rumanía rural de un obispo, el Padre Burke (Demián Bichir), y una novicia, la Hermana Irene (Taissa Farmiga), para investigar el suicidio de una monja. Como era de esperar, la película está homologada a un tren fantasma en el que no se pierde tiempo con presentaciones larguísimas de personajes y se pasa rápido al meollo del asunto, el cual desde ya tiene que ver con ese demonio llamado Valak que conocimos en el film de 2016, señor cuyos principales fetiches son metamorfosearse en diversas figuras, atormentar a los incautos, pervertir a otros, encontrar un recipiente humano suficientemente digno y sobre todo travestirse para asustar mediante la apariencia de una religiosa de ultratumba. El guión vuelve a estar a cargo de Gary Dauberman, el responsable de las dos Annabelle, y una vez más ofrece la “receta Wan” para estos menesteres, un combo que evita el planteo monotemático promedio del rubro para unificar acecho, posesión, exorcismo, maldiciones, eventos paranormales, insinuaciones románticas, algo de humor y un misterio de larga data. Tanto el mexicano Bichir como Farmiga, hermana menor de Vera, están muy bien en sus respectivos roles y lo mismo se puede decir de Jonas Bloquet, quien compone al pobre pueblerino que descubre el cadáver en cuestión y que está más que “interesado” en Irene. Por supuesto que la obra de Hardy no cuenta ni con un gramo de originalidad pero por lo menos aprovecha con inteligencia y sin sensiblerías baratas toda la parafernalia católica de turno con vistas a tensar los nervios vía sustos que no le faltan el respeto al espectador porque compensan su sustrato redundante con una atmósfera ponzoñosa que está extraída de manera explícita del cine de terror gótico de las décadas del 50, 60 y 70, generando una constante sensación de estar viendo una versión aggiornada de aquella clase B lela aunque entretenida sobre conventos que invitan a la corrupción y al espanto de la manipulación…
La sobrevida del cotilleo El mérito de Asghar Farhadi es doble ya que por un lado es de por sí un gran director como lo demuestran las cuatro películas que le dieron fama internacional, léase A Propósito de Elly (Darbareye Elly, 2009), La Separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011), El Pasado (Le Passé, 2013) y El Viajante (Forushande, 2016), y por otro lado el señor ayudó a dar de baja ese estereotipo en torno al cine iraní vinculado a la contemplación mortuoria y una supuesta “reflexión poética” que no reflexionaba acerca de nada y que para colmo se terminó transformando en otro cliché apto para el consumo de aquellos proto hipsters de la década del 90. El realizador y guionista no sólo apuesta a un internacionalismo sumamente marcado en materia de su producción, sino que además su decisión de combinar drama familiar y detalles de suspenso ha resultado muy eficaz en lo que respecta a ese objetivo de fondo de diferenciarse de otros colegas que hacen poco y nada para acrecentar su público. Así como en El Pasado se mudó a Francia ahora es el turno de España y la película que nos ocupa, Todos lo Saben (2018), hace un maravilloso uso del elenco hispanoamericano de turno, logrando asimismo que en el proceso creativo no se pierdan los rasgos autorales de Farhadi y quede en primer plano eso de que determinadas emociones y conductas culturales son comunes a gran parte de la humanidad en su conjunto. Aquí la historia gira alrededor de la llegada de Laura (Penélope Cruz) a un pueblito del interior ibérico desde Buenos Aires para asistir a la boda de su hermana, una situación placentera que se vuelca hacia el infierno cuando su hija adolescente Irene (Carla Campra) es raptada durante la fiesta nocturna familiar posterior al casamiento. La conmoción pronto gana el estado de ánimo del clan y si bien todos desean ayudar, el único que realmente se mueve para recolectar el dinero del rescate es Paco (Javier Bardem), una ex pareja de Laura de muchos años atrás. Farhadi nuevamente recupera la lógica narrativa del melodrama de pérdida, como lo hiciese en A Propósito de Elly, centrándose en un prólogo en el que se presenta la estructura de relaciones afectivas/ simbólicas/ económicas compartidas y un extenso segundo capítulo donde la tensión escalonada, las insinuaciones y el juego de las apariencias constituyen las herramientas principales para ir deconstruyendo los secretos que se esconden en el círculo hogareño en cuestión, esos que en esta oportunidad toman la forma de un complejo de rumores que disparan los hechos en consonancia con el odio y unos recelos cosechados a lo largo del tiempo. Todos lo Saben se hace un verdadero festín en este sentido porque deja que las reacciones de cada uno frente al secuestro pinten a los personajes mucho más que las palabras que pronuncian, una estrategia que desemboca en un thriller minimalista que confía en el naturalismo de entrecasa por encima de cualquier pomposidad contemporánea. A partir del momento en que arriba el esposo de Laura a la residencia, Alejandro (Ricardo Darín), el relato pasa a coquetear con los engranajes de la fábula moral y el triángulo amoroso ya que hay un debate en el seno de la familia entre aceptar o no de manos de Paco el monto pedido por los captores para liberar a Irene, producto de la venta de su parte de un viñedo que montó durante los últimos siete años en tierras que le compró a Laura a muy bajo precio, según ella para ayudarlo y porque la misma mujer y su marido necesitaban el dinero. Desde ya que la opinión mayoritaria está volcada a aceptar los billetes porque casi todos en el clan -menos la madre de Irene y un fanático católico y orgulloso Alejandro- consideran que el susodicho les debe un gran favor por dicha transacción, un malestar que se extiende a gran parte del pueblo porque prácticamente toda la comarca otrora supo ser propiedad de la familia, quienes luego la malvendieron a los distintos vecinos del lugar. La destreza de Farhadi para examinar la sobrevida del cotilleo y el proceso de implosión y/ o autodestrucción del ser humano aquí se unifica con su cariño hacia el suspenso a la Alfred Hitchcock, una dirección de actores de impronta bergmaniana y en general su disposición a desacralizar los rituales cotidianos con vistas a que queden de manifiesto las mentiras, el dolor, la manipulación y la ingenuidad que se esconden en el “sentido común” de los colectivos sociales, ya sea que hablemos de la sociedad musulmana o de sus homólogas occidentales. Así las cosas, la necesidad de cobrarse cuentas pendientes y de que los arcanos salgan a la luz de manera “oficial”, sin el manto de los chismes que llegan a todos menos a los grandes protagonistas, conforma el núcleo de una propuesta perspicaz y sutil que compensa su falta de originalidad con un guión impecable, un ritmo bien meticuloso y un glorioso desempeño por parte de un elenco extraordinario, digno del talento del iraní…
El apocalipsis viene devaluado La enorme mayoría del cine clase B desde los 90 al presente juega a ser un espejo de bajo presupuesto del mainstream más que a satirizarlo o a brindar una verdadera alternativa ideológica reproduciendo los latiguillos pero sustituyendo el tono conservador -sobre todo el que fetichiza Hollywood cuando se propone realizar films pomposos de género- por un discurso más aguerrido y rebelde. No es que todo el enclave pochoclero marginal sea igual de intrascendente que el emporio marketinero bobalicón contemporáneo (por suerte de vez en cuando nos topamos con excepciones que confirman la regla), sin embargo resulta indudable que la algarabía demencial de Roger Corman o Troma Entertainment hoy por hoy es difícil de hallarla en una escena independiente que gusta de copiar los clichés de la industria con tal de aprovechar el mega presupuesto publicitario de los grandes estudios. El Último Hombre (The Last Man, 2018) es un claro ejemplo de ello, una película con tantos estereotipos, diálogos remanidos, personajes unidimensionales y situaciones de nulo espesor dramático que nada tiene que envidiar al último “coso” de superhéroes o producto lelo con Dwayne “The Rock” Johnson: el protagonista es Kurt (Hayden Christensen), un ex combatiente enajenado que piensa que el apocalipsis está próximo, a la par de un mesías callejero llamado Noé (Harvey Keitel), por lo que prepara un refugio subterráneo. Mientras comienza a trabajar en la compañía de seguridad privada de Antonio (Marco Leonardi) y se acuesta con la hija de su jefe, Jessica (Liz Solari), el susodicho lo acusa de haberle robado dinero y manda a Gómez (Rafael Spregelburd) para recobrarlo, pero el asunto se complica aún más para Kurt porque una banda de neonazis anda molestando insistentemente a Noé. El debut en la ficción del director y guionista argentino Rodrigo H. Vila, conocido sobre todo por documentales acerca de Mercedes Sosa, la Guerra de Malvinas, Boca Juniors y Astor Piazzolla, es una obra de lo más fallida que combina el derrotero de un veterano de guerra con estrés postraumático símil Alucinaciones del Pasado (Jacob’s Ladder, 1990), esas simpáticas conversaciones con un personaje imaginario de El Club de la Pelea (Fight Club, 1999), un ambiente general de constante nocturnidad caricaturesca en la tradición de Highlander 2 (Highlander 2: The Quickening, 1991) y hasta esas profecías referidas al fin del mundo en sintonía con un sinfín de opus recientes del mainstream yanqui, como por ejemplo Cuenta Regresiva (Knowing, 2009) o Atormentado (Take Shelter, 2011). No sólo no hay ideas novedosas en la historia sino que todo se ha hecho mucho mejor en el pasado. A rasgos generales la película arrastra tantos problemas que pareciera pretender batir algún récord al respecto: se toma demasiado en serio a sí misma como si en realidad estuviese abriendo terreno inexplorado por el cine actual o su perspectiva fuese de impronta intelectual/ analítica, repite planteos y soliloquios paupérrimos una y otra vez a lo largo de un desarrollo innecesariamente extenso, el buen trabajo de un Christensen apesadumbrado queda en ridículo por diálogos llenos de lugares comunes de la ciencia ficción metafísica y el film noir, el relato nunca se sabe hacia dónde apunta e inaugura subtramas que no se resuelven ni resultan aunque sea interesantes, se desperdicia a Keitel en un personaje tan hueco y esquemático como esos malos fascistas o esos villanos semimafiosos, los delirios devaluados de una debacle colosal pronto se sienten anodinos de tanta verborragia en pose y fotografía lúgubre de cotillón, la redundancia seudo existencialista cubre todo el sustrato conceptual y finalmente ni siquiera nos topamos con alicientes de otros tiempos vinculados al erotismo, la efervescencia cómica irreverente o la violencia en verdad lacerante (el puritanismo y la hipocresía de la industria cinematográfica del norte encuentran eco en la ausencia de secuencias viscerales o cuerpos al descubierto, asimismo desaprovechando a la bella Solari). Es una pena que el cine argentino de género, aquí en coproducción con Canadá y orientado al enorme mercado angloparlante, fracase de manera tan trágica en esto de construir un producto ágil a nivel formal y atractivo desde el punto de vista temático…