Secretos al mejor postor De un tiempo a esta parte la hermosa Mila Kunis se ha transformado en sinónimo de comedias chatarra dirigidas a todos los públicos posibles y por consiguiente a nadie, en una jugada que parece ser a la par producto de un encasillamiento por parte de un sector de Hollywood, el más necio y facilista por cierto, y de las decisiones de la chica en materia de su carrera, casi siempre involucrada en películas a mitad de camino entre un realismo grasiento que maquilla su ausencia de ideas con detalles robados de obras mejores del pasado y un intento de absurdo satírico que termina sepultado bajo el peso de su torpeza, redundancia y lamentable memez. El cinismo generalizado de este tipo de films se condice con el cinismo de la industria, los espectadores y la misma crítica, lo que desencadena que propuestas de por sí fallidas languidezcan aún más por su falta de autenticidad ideológica. Todo este panorama tranquilamente se puede extender a buena parte de los actores y actrices carilindos de hoy en día ya que su mismo look de modelitos los condena a lo que el mainstream contemporáneo entiende por “productos livianos”, léase obras muy pero muy flojas que pretenden recuperar fórmulas de antaño aunque sin la chispa ni el talento ni la ingenuidad necesarias. El último “coso” anodino de turno es Mi ex es un Espía (The Spy Who Dumped Me, 2018), una suerte de comedia de acción orientada a hacer uso de la vieja premisa centrada en un tonto o un par -como en esta oportunidad- que se ven envueltos en una intriga y/ o conspiración internacional, esquema que por ejemplo constituyó el núcleo básico de toda la querida saga de Blake Edwards iniciada con La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963) y protagonizada por el mítico Inspector Jacques Clouseau (Peter Sellers). Con semejante título no hace falta explicar mucho y sólo diremos que la protagonista, Audrey (Kunis), y su mejor amiga, Morgan (Kate McKinnon), son dos burguesas aburridas que terminan en una misión de espionaje en Europa del Este cuando el novio de la primera, Drew (Justin Theroux), el cual resulta ser un agente de la CIA para sorpresa de la mujer, le encarga llevar a Viena un misterioso trofeo para entregarlo a un contacto del señor. El ardid funciona como disparador de una serie de situaciones remanidas que -como decíamos anteriormente- juegan en la frontera entre la parodia de los opus símil thriller de secretos al mejor postor (sin incluir ni un mísero componente novedoso) y las epopeyas de acción que se preocupan por construir un piso de verosimilitud (aquí difuminada vía esa típica catarata de diálogos hiper reiterativos/ explicativos de gran parte del “bazar” hollywoodense actual). El producto realmente es malo y no cuenta con elementos positivos que nos acerquen a una eventual expiación: la directora y guionista Susanna Fogel es otra autómata de los estudios que no puede salirse ni un ápice de la línea de montaje más predecible y bobalicona, las actuaciones del elenco van de lo rutinario a lo banal, la pose canchera y por momentos sensiblera de la propuesta se vuelve insoportable a los pocos minutos, y lo peor de todo es que el film en su conjunto no es gracioso para nada ni mucho menos inteligente, basta comparar cualquier capítulo de El Superagente 86 (Get Smart) con el bodrio que nos ocupa. Aquellos que busquen acción se sentirán defraudados por el sustrato infantil de la película, los que pretendan comedia light eficaz se sorprenderán del pobre nivel de los planteos y remates y finalmente aquellos que anden detrás de entretenimiento puro y duro se toparán con un trabajo por demás extenso -casi dos horas de la nada misma- que aburre a más no poder y no sabe resolver prácticamente ningún “giro” narrativo sin recurrir a un cliché…
Traiciones en cadena El séptimo arte acumula desde sus inicios muchas películas basadas en piezas teatrales o que simplemente pretenden situar la acción en un único escenario o sede principal, y ello ha generado un “estilo histórico” en el rubro vinculado a tomas contemplativas, muy pocos floreos visuales y una fotografía ascética que en esencia busca duplicar el punto de vista fijo e invariable del espectador tradicional. A partir de las décadas del 70 y 80 el subgénero experimentó una sutil metamorfosis que lo fue acercando al resto de la producción cinematográfica con la manifiesta intención de cortar con un minimalismo reconvertido en otro cliché más y hermanar a la claustrofobia de las tablas con la propia del medio que nos ocupa, haciendo más dinámico el desarrollo y enfatizando más que nunca los rostros, los diálogos y la misma presencia de una cámara que sigue los movimientos de los personajes. The Party (2017) es otro exponente más de una vertiente teatral o semi teatral -como en este caso- que tiene a algunas de las últimas obras de William Friedkin y Roman Polanski como sus ejemplos más conspicuos e interesantes, pensemos en Peligro en la Intimidad (Bug, 2006), Killer Joe (2011), Un Dios Salvaje (Carnage, 2011) o La Piel de Venus (La Vénus à la Fourrure, 2013). Aquí la máxima responsable es la realizadora británica Sally Potter, aquella que se hiciera conocida con la despampanante Orlando (1992) y que luego caería, sobre todo a partir de su siguiente película, La Lección de Tango (The Tango Lesson, 1997), en una ristra de estereotipos del cine arty que sólo parecen haber servido para condenar a la directora al olvido gracias a su autoindulgencia y la falta de algo en verdad valioso para decir, panorama que hoy por fin pudo revertir vía el film en cuestión. Esta pequeña epopeya verborrágica de apenas 71 minutos se sostiene en el recurso más extendido del rubro, la catarata de revelaciones y acusaciones a discreción entre un grupo de individuos que en esta ocasión se reúnen en la casa de la política Janet (Kristin Scott Thomas) para celebrar el reciente nombramiento de la susodicha como cabeza del gabinete en la sombra del Ministerio de Salud: así tenemos a su esposo intelectual Bill (Timothy Spall), su amiga hiper cínica April (Patricia Clarkson), el cónyuge alemán de esta y suerte de gurú espiritual Gottfried (Bruno Ganz), la profesora amiga de los anfitriones Martha (Cherry Jones), la chef y pareja lésbica de la anterior Jinny (Emily Mortimer) y finalmente el banquero Tom (Cillian Murphy), marido de Marianne, una subordinada de Janet que promete llegar más tarde a la reunión y que de a poco se transforma en el eje del encuentro. La propia Potter escribió el guión original y echó mano a los truquillos por antonomasia de las comedias dramáticas, como por ejemplo la existencia de un amante secreto de Janet, el fervor cocainómano de Tom, el anuncio de que Jinny está embarazada de trillizos vía fecundación in vitro y el aviso de Bill de que padece una enfermedad terminal, le resta poca vida y pretende abandonar a su esposa por Marianne, con la que viene deleitándose en un affaire desde hace dos años en función del cual Tom -quien ya tenía conocimiento del asunto- planea matarlo como venganza. Con semejante elenco es muy difícil que la película resulte fallida y si bien la primera mitad cae en diversos lugares comunes en lo referido a los intercambios entre los personajes, la segunda parte remonta mucho al profundizar en la dimensión humana de cada uno sobrepasando la mascarada caricaturesca del primer acto. The Party encadena una serie de dicotomías que van desde los antagonismos idealismo/ racionalismo y compromiso/ apatía hasta sus homólogos espíritu/ materia y marxismo/ capitalismo, poniendo de relieve un tejido social inglés -y decididamente internacional contemporáneo- atravesado por múltiples posiciones intermedias entre los opuestos y una buena tanda de hipocresía por parte de las capas burguesas, esas que disfrutan señalando los defectos ajenos como si fuese un deporte o un hobby pero al mismo tiempo no suelen reconocer ni el más mínimo desliz propio hasta que llega el colapso de la mano de una crisis individual a puro canibalismo. Sin ser una maravilla, la propuesta cumple dentro del enclave del “cine teatral” ofreciendo un retrato -en un bello blanco y negro- de la crueldad egoísta y las traiciones entrecruzadas de las que son capaces todos los hombres y mujeres…
Clichés en alta mar Debe haber pocas temáticas más cinematográficas que la de los náufragos, sin duda uno de los tópicos predilectos de Hollywood porque reduce el infaltable conflicto narrativo de toda historia que se precie de tal, en este caso un relato clásico de supervivencia, a un único y vasto escenario y a un único personaje central, el cual a veces puede estar acompañado de un puñado de secundarios de cotillón. El catálogo de variantes del rubro abarca la isla desierta símil Robinson Crusoe, pensemos en Castaway (1986) y Náufrago (Cast Away, 2000), la versión volcada al horror de Mar Abierto (Open Water, 2003) y The Reef (2010), y finalmente la que apunta a sobrellevar las peligrosas inclemencias oceánicas en la misma embarcación de turno, en la tradición reciente de Todo Está Perdido (All Is Lost, 2013), Un Viaje Extraordinario (The Mercy, 2018) y el film que nos ocupa A la Deriva (Adrift, 2018). En lo que respecta a este último subgrupo, sinceramente casi toda la producción de nuestros días está muy lejos de -por ejemplo- Ocho a la Deriva (Lifeboat, 1944), aquel clásico de tono bélico de Alfred Hitchcock que se desarrollaba y fue estrenado en plena Segunda Guerra Mundial, ya que el cine contemporáneo suele fetichizar tramas más generalistas/ existenciales que estrictamente orientadas a problemas de la actualidad, en esencia por esa obsesión del mainstream con hacer películas para todos los benditos públicos del planeta: así como Todo Está Perdido es superior a Un Viaje Extraordinario, ésta -aun con sus fallas- se ubica por encima de la melosa y repetitiva A la Deriva, un opus dirigido por el islandés Baltasar Kormákur, un señor conocido en especial por Everest (2015), Contraband (2012) y la formalmente similar pero mucho más interesante Lo Profundo (Djúpið, 2012). La historia involucra a una parejita de burgueses, Tami Oldham (Shailene Woodley) y Richard Sharp (Sam Claflin), que en un periplo en un velero a través del Océano Pacífico son golpeados por un huracán que la deja a ella algo lastimada, al barco bastante destruido y a su novio muy malherido: obligada a conducir el yate apenas con un sextante hacia Hawaii, la mujer hará lo posible para sobrevivir a un derrotero siempre cercano a la muerte. La película, que está basada en un suceso real mucho más crudo de 1983 con motivo del Huracán Raymond, lamentablemente apuesta a constantes saltos en el tiempo entre el romance y los preparativos del viaje por un lado y la dialéctica del superviviente posterior a la embestida climática por el otro, lo que origina una obra esquizofrénica que no unifica correctamente ambos enclaves retóricos ni tampoco ofrece la mejor versión de cada uno. Quizás el principal inconveniente pase por la muy mala decisión creativa de mantener vivo al hombre durante gran parte del metraje para en el final recaer en otro de los estereotipos del cine en materia de “situaciones límite” de aislamiento, circunstancia que genera una impronta bien monótona ya que lo que pudiese haber sido un atractivo contraste entre el idilio del pasado y la tragedia del presente, se transforma en cambio en una aventura monotemática centrada más en diálogos edulcorados y planteos trillados del melodrama que en la odisea de fondo en alta mar. Más allá de los lugares comunes, Woodley está muy bien porque es una chica mucho más normal que las modelitos que suele elegir Hollywood en productos como estos, aquí nos topamos con dos canciones maravillosas de Tom Waits, Hope I Don’t Fall in Love with You y Picture in a Frame, y a decir verdad se nota la experiencia de Kormákur rodando en ambientes extremos porque consigue pasajes de gran belleza natural. Tan bienintencionada como intrascendente y bobalicona, A la Deriva no puede escapar de sus clichés y una inflexión empalagosa que termina siendo su perdición…
La familia está completa Sinceramente La Masacre de Texas (Leatherface, 2017) resulta toda una sorpresa porque el equipo conformado por el guionista Seth M. Sherwood y los directores Alexandre Bustillo y Julien Maury logra construir la que sin duda podemos definir como la mejor entrega en muchísimo tiempo de la franquicia iniciada con la mítica Masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974). La propuesta no sólo supera a la horrenda remake del 2003 y su secuela del 2006, ambas producidas por el paparulo de Michael Bay, sino también a la posterior Masacre en Texas: Herencia Maldita (Texas Chainsaw 3D, 2013) y a casi todas las continuaciones de la película original correspondientes a las décadas del 80 y 90. Parte del encanto de la obra en cuestión tiene que ver con el hecho de que se aleja de la arquitectura del slasher para ofrecer en cambio una road movie basada en revanchas familiares entrecruzadas y un influjo clase B que en este caso ayuda mucho a la “incorrección política” de la realización. Otro detalle que aporta un soplo de aire fresco es la presencia de dos héroes del indie y el under bizarro -más diversas aventuras en el mainstream- como Stephen Dorff y Lili Taylor, intérpretes con una extraordinaria personalidad propia que complementa el meritorio desempeño del cast juvenil. Como decíamos anteriormente, ahora la historia en esencia se centra en el enfrentamiento entre el Sheriff Hal Hartman (Dorff) y Verna (Taylor), la matriarca del clan homicida protagónico, los Sawyer: éstos últimos “se cargan” a la hija del primero y así el representante de la ley, un hombre sádico y corrupto de por sí, consigue enviar al vástago más pequeño de la familia, Jedidiah (Boris Kabakchiev de niño), a un reformatorio como venganza. El hilo conductor narrativo pasa por el escape -diez años después- de un grupito de internos de la institución mental de turno, dirigida por el Doctor Lang (Christopher Adamson), un psiquiatra brutal y despótico adepto a los electroshocks. De hecho, es luego de una convulsionada visita de Verna, a quien se le niega poder ver a un Jedidiah ya adolescente a pesar de tener una orden judicial, cuando se desencadena una revuelta que deriva en la hermosa masacre de los monigotes de seguridad y de algún que otro paciente, producto de la cual la enfermera novel Elizabeth White (Vanessa Grasse) corre peligro de ser violada/ asesinada. Pronto la mujer es rescatada por Jackson (Sam Strike), un paciente, pero ambos a la salida del nosocomio son tomados como rehenes por una parejita de psicóticos en plena huida, Ike (James Bloor) y Clarice (Jessica Madsen), quienes a su vez levantan al grandote y algo autista Bud (Sam Coleman), otro enajenado que viene de reventarle la cabeza al Doctor Lang contra la ventana de su despacho. Entre un sangriento robo en un restaurant y una sesión de sexo necrofílico entre la pareja y un cadáver que encuentran en una casa rodante, de a poco aparecen los conflictos en el grupo. La película demuestra dinamismo y una gran astucia al jugar al mismo tiempo con la fuga de esta pandilla improvisada, con el suspenso en torno a quién de todos los muchachos es Jedidiah, con los decesos de los pobres tontos que se cruzan en su camino, con la pesquisa de Verna en pos de hallar al susodicho y con la obsesión del fascista de Hartman con cazar a los fugitivos cual animales rabiosos, fusilándolos de inmediato. Numerosos son los ingredientes que quiebran la pedantería moral, los clichés, el feminismo trasnochado y el sustrato higiénico de buena parte del terror contemporáneo: aquí los representantes del estado son unos cerdos crueles y egoístas a los que no les importa nada más allá de ellos mismos, los locos son individuos traumatizados que se vuelcan al anarquismo o a tratar de conseguir algo de afecto que compense años de tortura psicológica y hogares sustitutos, las familias son entes cerrados que habilitan divertirse con el asesinato festivo, y finalmente el personaje que vendría a ser la víctima/ scream queen principal, la enfermera White, es una burguesa boba que la va de “correctita” pero vive cometiendo errores groseros a lo largo del viaje, sobre todo sin saber quiénes son sus verdaderos amigos y quiénes sus enemigos. En vez de la violencia estandarizada e inocua de las entregas anteriores de la franquicia, La Masacre de Texas apuesta en cambio a chispazos precisos de odio y éxtasis que se condicen con la idiosincrasia de cada uno de los personajes, logrando que la sensualidad de las muertes y su motivación de fondo queden de manera permanente en primer plano a nivel retórico. Bustillo y Maury, recordados especialmente por la maravillosa Inside (À l’Intérieur, 2007) aunque autores también de un par de propuestas relativamente dignas, Livid (Livide, 2011) y Among the Living (Aux Yeux des Vivants, 2014), se sumergen en el gore símil bajo presupuesto y una efusividad ochentosa para sacudir la estantería de la saga y girarla hacia un derrotero de reconstrucción familiar, periplo que en términos prácticos funciona como una precuela de la obra maestra original de Tobe Hooper y una suerte de “historia de vida” del gran protagonista de la serie de films, ese muchacho de la motosierra cuyo apodo le da el título al opus que nos ocupa. A partir de buenas actuaciones, una trama muy bien llevada y una fotografía eficaz en serio, la imprevista catarata de excesos de La Masacre de Texas termina siendo lo mejor que le pasó en décadas a las continuaciones del cine de horror en general…
Juguemos con la culpa El caso de Dean Devlin es un tanto particular porque el neoyorquino fundamentalmente es conocido por su histórica seguidilla de colaboraciones con Roland Emmerich, ya sea en calidad de productor y/ o guionista, compuesta por las más o menos simpáticas Soldado Universal (Universal Soldier, 1992) y Stargate: La Puerta del Tiempo (Stargate, 1994) y las chauvinistas e insoportables al extremo Día de la Independencia (Independence Day, 1996), Godzilla (1998) y El Patriota (The Patriot, 2000). Hace muy poco el señor, y ya con mucho pasado tras de sí luego de un prolongado derrotero televisivo adicional, se ha volcado a la dirección con Geo-Tormenta (Geostorm, 2017), un mamarracho símil cine catástrofe que no tenía nada que envidiarle a los films de su otrora compañero de correrías por el volumen de CGI desperdiciado en una trama de lo más anodina, pueril y derivativa. Contra todo pronóstico hoy Devlin se aparece con el que podemos definir como el trabajo más pequeño y satisfactorio de su carrera, Latidos en la Oscuridad (Bad Samaritan, 2018), un relato de suspenso clasicista en sintonía con Alfred Hitchcock y Brian De Palma pero sin el talento de ninguno de los dos: más allá de este detalle, y considerando que el director cuenta con una pretensión artística igual a cero ya que lo que busca es crear un producto hecho y derecho, la verdad es que la película sorprende para bien porque se abre camino como una propuesta entretenida en la que se combinan la premisa del “doble villano” (o mejor dicho, la del antihéroe promedio sumado a un personaje abyecto en serio, los dos cazándose mutuamente) y una invasión a la intimidad que recuerda a la conmoción de El Juego del Terror (The Collector, 2009), ahora reteniendo el sadismo aunque no las trampas. La historia se centra en Sean Falco (Robert Sheehan), un muchacho que trabaja de valet parking en la puerta de un restaurant junto a su amigo Derek Sandoval (Carlito Olivero), con quien tiene un “negocio paralelo” alrededor de la modalidad delictiva de entrar a las casas de los burgueses/ clientes de alto poder adquisitivo para robar mientras ellos están comiendo. Por supuesto que eventualmente Sean ingresa a una vivienda con un secreto bien lúgubre, la del cuarentón y ricachón Cale Erendreich (David Tennant): allí el joven encuentra atada y golpeada a la pobre Katie (Kerry Condon) en un cuarto de la mansión de turno y hasta se topa con una serie de “utensilios” para desmembrarla en el garaje. Sin poder liberarla, decide marcharse y hacer una llamada telefónica a la policía que deriva en la nada misma porque los oficiales no entran al domicilio de Erendreich, el cual por cierto consigue sacar a la cautiva del lugar y llevarla a una cabaña alejada para continuar sin interrupciones sus rituales de sometimiento, todo para colmo con el objetivo manifiesto de empezar a atormentar a Falco después de identificarlo como el responsable de la denuncia. A pesar de su generosa duración, nada menos que 110 minutos, el film resulta atractivo por tres factores principales: la primera mitad de la trama obedece a un semi relato en tiempo real muy agitado y abarca la noche del descubrimiento de la mujer y el comienzo de la progresiva culpa de Sean, por otro lado los dos actores cruciales -Sheehan y Tennant- están muy bien en sus respectivos roles, el primero aportando sensibilidad y el segundo desparramando mucha crueldad, y finalmente la película recupera un viejo concepto del cine comprometido en términos sociales, vinculado al hecho de que los ricos son unos parásitos soberbios y repugnantes y los pobres como Falco soportan silenciosos los embates para vengarse luego. Jugando tanto con la caprichosa “credibilidad” individual (nadie tiene en cuenta al protagonista) como con las habituales decisiones equivocadas (el no salvar a Katie se transforma en el fantasma de Sean), Latidos en la Oscuridad es un producto ameno que maquilla sus limitaciones y sobrepasa su previsibilidad de fondo a través de un ritmo narrativo ágil centrado más en los personajes que en los golpes de efecto y sus derivados…
Una crisis burguesa El séptimo arte cuenta con una tradición larguísima de propuestas centradas en diversas crisis existenciales, esas que suelen deberse a una amalgama de detalles concernientes al trabajo, la familia, la pareja, la amistad, el barrio y otros ámbitos varios que conspiran para que llegue la inefable frustración y la idea de que las cosas no están saliendo precisamente bien a nivel íntimo y/ o social: si nos concentramos en el campo específico de los dramas, ya que la comedia es más caótica y gusta de tratar a todos por igual, se puede afirmar que mientras que la burguesía -frente a este panorama- suele terminar implosionando (con silencios, burlas cortantes e hirientes y muchas visitas al psicólogo en pos de “comprender” lo que ocurre), los demás estratos sociales suelen explotar (acusaciones entrecruzadas a los gritos, escenas melodramáticas en público y una catarata de escraches coloridos mediante). Así las cosas, La Otra Piel (2018) es un ejemplo paradigmático de película de crisis burguesa de influjo bergmaniano basada en personajes masculinos soberbios, pedantes y egoístas y personajes femeninos reprimidos, silentes y algo vacuos, siempre tendiendo más a la autovictimización que a responder a los embates del entorno o la propia insatisfacción consigo misma. Como casi toda epopeya indie que se precie de tal, aquí la protagonista, Abril (María Figueras), una tatuadora, en esencia es una mujer no estimada/ ninguneada por su pareja (Rafael Spregelburd), un director mucho más preocupado por los ensayos de la obra teatral de turno que por la señorita, esa que de un momento a otro decide emprender un derrotero de autodescubrimiento en función de un catalizador concreto, nada menos que la muerte -o no, nunca se sabe del todo- de un cliente con el cual tuvo un mínimo affaire. Atrapada en la sensación de ser un triste fantasma entre la fauna varonil, primero cosificada como objeto del placer y luego utilizada y desechada a los pocos minutos, la mujer se traslada a Brasil y alquila una casa sin avisarle del viaje ni siquiera a su madre. El film, dirigido y escrito por Inés De Oliveira Cézar, juega con un régimen contemplativo que por un lado logra desmenuzar la angustia de la protagonista gracias en gran medida a la excelente actuación de Figueras, quien hace de la economía gestual y el silencio sus fuertes, y por otro lado consigue sacar provecho también de esos constantes recitados en off por parte de Spregelburd, extraídos de su opus La Terquedad, los cuales le agregan un manto de reflexión y belleza a las imágenes a la vez que ponen el acento en el mismo proceso creativo que todo artista debe sobrellevar para producir y dotar de sentido social a su obra. Como ocurre con muchas propuestas semejantes, el ardid narrativo de invocar la pasividad del personaje central a veces lamentablemente se acerca al terreno de la zoncera ya que en su periplo Abril se topa con dos hombres más con los que -palabras más, palabras menos- vuelve a cometer los mismos errores de siempre para seguir presa de su martirio fetichista símil una abulia/ apatía que a la larga resulta algo redundante; a lo que se suma un metraje excesivo tratándose de una historia con giros que se ven venir desde lejos. Aun así, La Otra Piel constituye un trabajo interesante que unifica con sutil naturalidad el dejo lírico de fondo, un elenco muy acertado y un examen concienzudo en torno a los coletazos que la obsesión y los rituales laborales pueden llegar a tener en nuestro círculo íntimo, por lo general destruyéndolo de a poco vía frialdad, torpezas y esa repetición individualista…
Statham contra el tiburón prehistórico Uno de los berretines más recurrentes del cine de terror especializado en monstruos pasa por los pobres tiburones, otra de las tantas especies que tienen la mala fortuna de convivir en el mismo planeta con el ser humano, sin duda el engendro más peligroso y nocivo de la fauna y flora globales: el rubro ha tenido recientemente exponentes bastante interesantes como Mar Abierto (Open Water, 2003), The Reef (2010), Miedo Profundo (The Shallows, 2016) y A 47 Metros (47 Meters Down, 2017), todos trabajos dignos dentro de la iconografía paradigmática de los escualos ridículamente homicidas. Hoy Megalodón (The Meg, 2018) se suma al lote sin alcanzar del todo la eficacia de aquellas aunque asimismo evitando caer en el terreno de los productos indigeribles, lo que genera una obra a mitad de camino entre la locura exploitation y el acervo pomposo actual de un mainstream aséptico. La película en sí combina una premisa extraída del horror, la susodicha centrada en una criatura que gusta de los apetitosos humanos, un contexto de aventuras old school, en línea con las exploraciones y los descubrimientos que resultan mortíferos, y una estructura formal muy deudora del cine de acción bobalicón de la década del 80, el enmarcado en una ristra de one liners, momentos remanidos y un júbilo simplón que en términos prácticos se desentiende de cualquier atisbo de discurso serio sobre lo que sea. Amén de todo lo anterior, el film tranquilamente puede resumirse en la fórmula “Jason Statham contra el tiburón gigantesco prehistórico del título”, circunstancia que le agrega sinceridad a la faena y la vuelca al campo de una amigable clase B con los esteroides que los presupuestos inflados del Hollywood más voluminoso -y su mega andanada de CGI- suele proporcionar. Aquí el asunto pasa por el hallazgo de una “bóveda” submarina y del escualo de turno por parte de unos científicos de una plataforma de investigación, quienes quedan atrapados a merced del primitivo animal y por ello resulta necesario llamar a Jonas Taylor (Statham), algo así como un especialista en misiones de rescate en las profundidades oceánicas que a su vez acarrea un pasado bien trágico debido a una operación de salvamento que salió mal y terminó con la vida de sus compañeros (detalle estereotipado infaltable, sin trauma no hay héroe que valga…). En otra de esas jugadas impagables del guión, su ex esposa está entre los cautivos del mar y -por supuesto- el temita se desmadra rápidamente porque el megalodón escapa del lecho donde habitaba feliz cortesía de la maldita intervención de los hombres, y así comienza una cacería más o menos sanguinaria que abarca toda la historia. El problema fundamental del producto -el cual también es el inconveniente central del cine de nuestros días- se condensa en el hecho de que en su pretensión de construir una epopeya para el cúmulo de los públicos posibles, termina cayendo en una medianía insípida que deja a todos con sabor a poco: el que busque gore y un sustrato trash símil la maravillosa Piraña (Piranha 3D, 2010) descubrirá un opus demasiado conservador, aquel lelo que pretenda chistecitos light en un entorno de pocas luces puede que no le convenza del todo el devenir semi circunspecto general, y el espectador que desee ver una de esas cataratas actuales de animación mezclada con live action se encontrará con una propuesta que respeta a rajatabla el formato clasicista de Tiburón (Jaws, 1975) sin mayores novedades. Los puntos fuertes pasan por la ausencia de esas insoportables introducciones de personajes (como si a alguien le importasen los seres humanos en films de esta clase) y un fluir retórico ameno que aprovecha a Jason “El Transportador” Statham como un héroe algo sensible/ cazatiburones improvisado (acompañan un pelotón de secundarios correctos que saben condimentar el desarrollo, hasta con un interés romántico proveniente de China por las necesidades que impone la coproducción). Tan absurda y repleta de clichés como simpática y medianamente satisfactoria, Megalodón es un claro ejemplo de cómo el tono narrativo neutro continúa echando a perder oportunidades como la presente, la cual se hubiese beneficiado mucho de una profundización de la faceta trash del convite y de un realizador más talentoso que el anodino Jon Turteltaub, otro arquetipo de estos asalariados impersonales de hoy en día…
Sobre el fraude del arte La obra en general del trío compuesto por los realizadores Gastón Duprat y Mariano Cohn y el guionista Andrés Duprat constituye uno de los pocos ejemplos de cine culto del ámbito contemporáneo, en esencia sustentado en los señores disparando dardos filosos y muy astutos contra la manipulación, la banalidad, el pedantismo y las miserias del mundo del arte “elevado”/ no popular y el microcosmos de los intelectuales, dos comarcas que para el común de los directores, el público y la paupérrima prensa vernácula resultan ignotos e indescifrables. Hablamos de películas de la alta burguesía financiadas por la alta burguesía y destinadas al consumo de la alta burguesía, lo que por cierto es algo magnífico primero porque los secretitos del enclave quedan expuestos como casi nunca en el cine argentino y segundo porque en el trajín se abre el abanico del sustrato crítico hacia la idiosincrasia nacional ya que en el fondo lo que se examina es el canibalismo suicida de una sociedad repleta de carcamanes que especulan con el prójimo y aplauden a los parásitos capitalistas. A diferencia de lo que ocurría con los otros opus ficcionales de los señores, léase El Artista (2008), El Hombre de al Lado (2009), Querida, Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo (2011) y El Ciudadano Ilustre (2016), en esta oportunidad es Gastón Duprat en solitario quien se hace cargo de la dirección para llevar a la pantalla un guión de su hermano Andrés y con Mariano Cohn en la producción: lo que tenemos ante nosotros es una “remake espiritual” de El Artista aunque con la mirada y el generoso presupuesto de El Ciudadano Ilustre, ya con los cineastas completamente asentados en el mainstream y en muchas plazas cinematográficas internacionales pero sin un gramo de esa trivialidad localista tan frecuente en las propuestas latinoamericanas. Mi Obra Maestra (2018) en cambio habla un lenguaje universal desde una entonación argentina muy sutil que vuelve a poner el dedo en la llaga de la jactancia y la farsa comercial del mercado del arte en tanto planos del fluir caprichoso de un afán de lucro que impone modas y condena al olvido a hacedores con gran talento. Guillermo Francella compone a Arturo, un galerista de mediana envergadura que atesora una amistad de larga data con Renzo, interpretado por Luis Brandoni, un pintor también entrado en años en el que se unifican por un lado un inmenso inconformismo con respecto al circo de la legitimidad, la venta/ compra de cuadros y la mezquindad de siempre de la sociedad capitalista, y por el otro una frustración bastante aguda a raíz de un mercado atrapado en la eterna búsqueda de lo nuevo y la constante obsolescencia programada de todos los productos, incluidos los trabajos del susodicho. Ya lejos de su época de gloria, la década del 80, Renzo está tapado en deudas y desperdicia la oportunidad de sacarle un buen cheque a un oligarca de una empresa familiar, circunstancia que deriva en que sea desalojado de su hogar y atropellado accidentalmente cruzando una calle. En uno de esos clásicos giros de las comedias negras, la ocasión facilitará un cambio que pondrá patas para arriba a la fauna artística sirviéndose del conjunto de previsibilidades y bajezas del rubro. Una vez más el guión de Andrés Duprat desarma y vuelve a armar con meticulosidad a personajes complejos que son mucho más que la suma de sus partes porque escapan a la simple lógica narrativa para transformarse en arquetipos de profesionales un tanto hastiados de la hipocresía consuetudinaria, y por ello mismo planean una venganza que es tan ideológica como pragmática ya que así como El Artista examinaba la faceta social de un fraude vía los automatismos ridículos del círculo de validación de la plástica, aquí se lleva el asunto hacia un campo más personal empardado a la nostalgia y esa necesidad de salir de la indigencia en la que se encuentra Renzo por la dialéctica de contrastes de nuestro país, en la que de un momento a otro toda idea de seguridad se viene abajo gracias a las múltiples y tristes inequidades de nuestra nación. Además del dúo protagónico sobresalen una perfecta Andrea Frigerio como una colega de alta alcurnia de Arturo y Raúl Arévalo como un muchacho español adalid de esa burguesía lela y new age encerrada en su burbuja hippona. Con una primera parte vinculada al costumbrismo y la dinámica de los opuestos, un segundo capítulo cercano al drama de melancolía y eutanasia y un segmento final símil un film noir hermanado a estafas en la línea de La Mejor Oferta (La Migliore Offerta, 2013), Mi Obra Maestra sabe combinar los pormenores de una amistad muy verosímil y querible con las tribulaciones de señores que conscientes de la marginación de la que son objeto, utilizan las herramientas y máscaras de sus victimarios para erigir una revancha en plan de jubilación como esas heist movies aristocráticas de la Europa de los 60 y 70. El equipo Duprat/ Cohn/ Duprat vuelve a confirmar que son unos genios en la puesta en escena, el desarrollo narrativo y la dirección de actores, todas dimensiones en las que suelen brillar como nadie en Argentina y que hoy consiguen orientar hacia ironías extraordinarias alrededor de la perversión marketinera y las pantomimas absurdas del capitalismo, un esquema que desde ya no excluye al emporio intelectual y artístico y sus subproductos...
La segregación en el páramo Si bien la tradición de los westerns la podemos encontrar en un gran número de propuestas de nuestros días, a decir verdad el género en sí -desde hace ya muchas décadas- está limitado a apenas un puñado de exponentes por año que siempre impiden certificar su defunción definitiva. Menos frondosa aún es la vertiente específica lacónica/ lírica que apunta a un devenir alejado de las aventuras pomposas de antaño y más cercano a los ensayos austeros de índole antropológica, principalmente debido a que la enorme mayoría de los westerns contemporáneos se juega por una perspectiva bastante más agitada, vinculada en especial a aquellos spaghettis de las décadas del 60 y 70 (por suerte la versión clásica, relacionada con fascistas/ chauvinistas como John Ford y Howard Hawks, está muerta desde hace un tiempo bien largo por su sustrato maniqueo y decididamente racista). La realización que nos ocupa, Dulce País (Sweet Country, 2017), recupera en parte el ritmo sosegado de los westerns crepusculares del genial Sam Peckinpah para volcarlo hacia un retrato tan poético como visceral del período colonial de Australia, en el que los terratenientes ingleses mantuvieron un esquema social basado en una superioridad que sentenciaba a los aborígenes a un estado de marginación y explotación tendiente a garantizar una infinidad de abusos símil esclavitud; lo que asimismo en términos prácticos significó otro de los tantos genocidios de pueblos nativos que tuvieron lugar a lo largo y ancho del globo por una conjunción de factores que abarcan las enfermedades que trajeron los europeos, la violencia directa sobre las comunidades originarias y la expulsión de las tierras habitadas, eje mismo de su sustento y condena implícita a la hambruna sistemática. El catalizador de la historia es la muerte de Harry March (Ewen Leslie), un ex soldado que en su enajenación gustaba de violar, disparar y encadenar a los locales, y por ello deja este mundo de la mano de Sam Kelly (Hamilton Morris), un aborigen que debe escapar -en una coyuntura de racismo, alienación y caza de brujas non stop- por este asesinato en defensa propia. Lo que sigue a continuación es una persecución tras Sam y su esposa Lizzie (Natassia Gorey Furber), encabezada por el Sargento Fletcher (Bryan Brown), a través de un páramo australiano caracterizado por el desierto y las tribus que todavía no fueron reconvertidas a la “civilización” del hombre blanco. La experiencia no sólo analiza la relación de los descendientes de británicos con los aborígenes esclavizados sino también la idiosincrasia paradójica de los primeros mestizos, los cuales no saben con quién simpatizar. El director Warwick Thornton avanza lentamente aunque con seguridad hacia la denuncia amarga de este panorama de ignorancia generalizada (los colonos son la encarnación perfecta de la estupidez segregacionista con la única salvedad de Fred Smith, un hombre de impronta religiosa en la piel de Sam Neill, y los aborígenes por su parte tienen mil problemas de interpretación simbólica para defenderse como es debido y plantarse ante las injusticias) y hacia una aproximación semi ensoñada del sentir multiétnico/ pluricultural de Australia en su conjunto (un recurso muy utilizado por el realizador es la inserción de mini flashbacks y mini flashforwards en la presentación de cada personaje y/ o en algún punto álgido de su derrotero, tanto a modo de explicación como buscando la finalidad lírica ya señalada entretejiendo el pasado, el presente y el futuro cual capas sociales superpuestas). Como muchas obras previas que examinaron el vínculo entre la cultura y el racismo, Dulce País se muestra pesimista en consonancia con lo que sucede efectivamente en la realidad, un enclave en donde el odio y los prejuicios se reproducen sin parar y no tienen “cura”, por lo menos en lo referido a la vida de cada uno de los bobos reaccionarios de turno (sólo de generación en generación el asunto puede experimentar un progreso que nos acerque al respeto). El desempeño de Morris es de destacar porque el actor consigue construir -con pocos gestos y un esquema corporal muy limitado- un personaje de actitudes complejas, capaz de adaptarse al contexto con perspicacia y de repente caer de nuevo en la ingenuidad y el miedo a todos esos “amos blancos”. La fuerza del film es sutil y está bien direccionada, siempre compensando su falta de originalidad con una convicción narrativa muy notable…
Violencia y libertad El Ángel (2018) supone por un lado la reconversión definitiva del realizador y guionista Luis Ortega al mainstream, luego de un largo derrotero en el indie y recientemente la televisión con Historia de un Clan y El Marginal, y por el otro la primera ficcionalización del raid criminal de Carlos Robledo Puch, uno de los delincuentes más notorios de la Argentina y el preso con más años en el sistema penitenciario de nuestro país. La película funciona a la par como un retrato de época, léase fines de la década del 60 y comienzos de los 70, y como una suerte de exaltación de los criminales en general -y no sólo de Puch en particular- en tanto representación de un anarquismo libertario que no acepta las pautas y esquemas de la sociedad castradora de siempre, ya que en pos de satisfacer su ego vulnera cada uno de los pequeños baluartes del “sentido común” y de la comunidad que lo originó. Ortega reconstruye la andanada de robos y asesinatos del protagonista pero curiosamente decide dejar de lado las violaciones a puro conservadurismo formal/ ideológico/ comercial, algo que asimismo pretende maquillar vía su innegable simpatía hacia el homicida y un planteo que corre de la mano de la hipótesis acerca de la conexión entre su homosexualidad y su supuesta fascinación con su cómplice Jorge Ibáñez: más preocupado por moldear una estampa de antihéroe vagamente contracultural, a la vez producto y superación de aquel convulsionado período que daría vida al Proceso de Reorganización Nacional o nazismo versión autóctona, que en respetar los hechos y obedecer a su crudeza, el cineasta opta por erigir una figura mucho más romántica que la real en función de los engranajes más clásicos del film noir y algún que otro detalle que subraya su pasado freak e independiente. La movida es definitivamente polémica si uno tiene presente el cruento derrotero de Puch, no obstante hay que reconocer que Ortega sale bien parado porque logra redondear una propuesta impecable a nivel de la dirección de arte y bastante atractiva en materia de la narración en sí, constantemente jugando con el lirismo subyacente a la violencia y la represión sexual del por entonces muchacho aunque quedándose un poco corto en lo que atañe a la verdadera visceralidad explícita/ implícita (de todos modos, este es un problema general del mainstream contemporáneo, el cual se muestra de lo más remilgado y chato en temáticas como la marginación, el sexo y el dolor de consecuencias concretas). Aquí en especial sobresale el trabajo del debutante Lorenzo Ferro encarnando con carisma y gran osadía al protagonista, un burgués de Vicente López que de la cleptomanía salta al sadismo. El resto del elenco sabe acompañar e incluye al Chino Darín, Daniel Fanego, Mercedes Morán, Luis Gnecco y Cecilia Roth, todos funcionales a un relato que retrata el armado de una banda criminal símil western pero sin ofrecer demasiadas precisiones sobre el trasfondo psicológico de turno más allá del homoerotismo ya señalado, circunstancia que traiciona el contexto verídico y en simultáneo conserva el misterio alrededor de semejante personaje, una paradoja tendiente a reafirmar las contradicciones del arte y la cultura en general y la misma riqueza y limitaciones de cada postura/ perspectiva adoptada. A pesar de que el trabajo en esencia es un exploitation de El Clan (2015) de Pablo Trapero, Ortega consigue imponerle su dejo lúdico y algo naif al proyecto a través de detalles contemplativos y sutiles -sustentados en su mayoría en la excelente banda sonora- que traen a colación la apología para con un señor que continúa preso sólo a raíz de la hipocresía de la sociedad argentina y el sistema judicial, ya que así como cualquier cumplimiento efectivo de pena por los mismos hechos ronda los 25 o 30 años, el hombre debería haber salido hace un par de décadas del presidio: entre unos medios de comunicación amarillistas, su fama de “nene bien” volcado a la vida criminal y esas cárceles/ campos de concentración que no reforman a nadie, la historia daba para más y reclamaba no poner punto final en su arresto de 1972, incluso así la película cumple bastante bien para el nivel del cine de género de hoy en día…