Los límites de la indulgencia El cine francés casi siempre contraataca y cuando uno como espectador considera que ya está ampliamente acostumbrado a su sustrato existencialista, su romanticismo y su propensión hacia las emociones fuertes aunque procesadas con lentitud, por lo general en algún momento termina apareciendo una película que mueve un poco la estantería ya sea para la comarca de la efervescencia narrativa símil Hollywood o para el ritmo cansino y apesadumbrado marca registrada de los galos desde hace mucho tiempo. De hecho, el mérito fundamental de Victoria y el Sexo (Victoria, 2016) pasa por incorporar todos los ingredientes nombrados sin decidirse por acentuar ninguna vertiente en particular, lo que por cierto -por lo menos en este caso- genera una propuesta bastante imprevisible a la que se puede criticar y/ o alabar por sus instantes de frialdad o por su sutil vehemencia irónica. La protagonista es Victoria Spick (Virginie Efira), una abogada penalista treintañera que se la pasa sumergida en una indulgencia en la que está completamente alejada -tanto en términos afectivos como físicos- de todo y todos, a pesar de que viene de una espiral de promiscuidad y que tiene dos hijas pequeñas producto de una relación con David (Laurent Poitrenaux), de quien está divorciada. En una fiesta de casamiento se reencuentra con Vincent Kossarski (Melvil Poupaud), un viejo amigo al que pronto su pareja acusa de haberla herido en el vientre con un cuchillo de postre durante el evento, y con Samuel Mallet (Vincent Lacoste), un ex cliente y ex narcotraficante que se transforma en su asistente personal debido a la insistencia del muchacho y porque ella no tiene a nadie con quien dejar a las nenas cuando está trabajando o con alguno de sus amantes ocasionales. A escala general la realización resulta disfrutable ya que el guión de la también directora Justine Triet sabe combinar los dos ejes principales del relato: por un lado tenemos el proceso judicial que Victoria le inicia a David en función de las revelaciones íntimas y los agravios que el hombre vierte hacia ella en su exitoso blog personal, y por el otro lado está el trabajo de Victoria como abogada defensora de Vincent frente a la acusación de tentativa de homicidio. La película adopta un tono agridulce a lo Woody Allen aunque mucho más freak y ambivalente a nivel dramático, unificando la angustia de la protagonista y el cariño que empieza a sentir por el bonachón de Samuel con los límites de su autocomplacencia e impasibilidad y las vicisitudes de su profesión, a la que a mitad del metraje debe renunciar por una suspensión temporal por haber hablado con una testigo de la causa del casamiento. Tanto el trabajo de Efira como el de Lacoste son excelentes y ambos logran imponer a lo largo del desarrollo un aura de misterio sobre sus personajes que le hace muy bien al film en su conjunto. Lamentablemente la idiosincrasia episódica de la narración a veces le juega en contra porque va construyendo un retrato por demás fragmentado de los susodichos, provocando la paradójica reacción de la sorpresa casi constante pero también un cierto desapego ante los retazos de lo que se siente una historia más amplia y enriquecedora. De todos modos, se agradecen la catarata de secundarios bizarros que se suceden en el devenir diario de Victoria (la clarividente, el psicólogo, el acupuntor, el custodio, etc.) y el lugar central que adquiere un dálmata en el juicio como el único testigo de la supuesta agresión de Vincent (hasta testifica un veterinario con aires de psicólogo canino acerca del rechazo que le genera al perro la presencia del acusado). Sin ser una maravilla, Victoria y el Sexo se ríe con relativa eficacia de las miserias y ese típico egoísmo de la burguesía profesional de las grandes urbes, amén de la placentera ridiculización del oficio de esos chupasangres adeptos a desvalijar a cualquier infeliz que necesite asesoría legal lo más pronto posible…
Operación rescate postapocalíptico El cierre de la -por ahora- trilogía de Maze Runner levanta la cabeza con respecto a aquel segundo eslabón, un producto bastante flojo que no estuvo para nada a la altura de la película original y que nos dio una pista sobre lo que serían los constantes cambios de tono y géneros involucrados de film en film: así como la obra de 2014 funcionaba como una cruza entre la saga de Los Juegos del Hambre (The Hunger Games), Lost y El Señor de las Moscas (Lord of the Flies, 1963), la primera secuela del 2015 sorprendió -en este caso, para mal- con un cocoliche que mezclaba Mad Max (1979), los relatos de zombies y buena parte de la iconografía distópica/ desértica de las epopeyas de ciencia ficción de la década del 70. Ahora nos topamos con una mixtura entre las propuestas de súper acción ochentosas, los opus de rescate de cofrades y finalmente aquellas odiseas orientadas a una fuga de prisión. Por supuesto que seguimos hablando de una suerte de “clase B con presupuesto” para el público adolescente, no obstante Maze Runner: La Cura Mortal (Maze Runner: The Death Cure, 2018) es un producto amable que resulta grato si uno acepta las reglas del formato y ya conoce de antemano a los personajes principales. La trama retoma el final del capítulo anterior, hoy con Thomas (Dylan O'Brien) obsesionado con liberar a Minho (Ki Hong Lee) de las garras de CRUEL, la aborrecible organización que hace las veces de un grupo político filofascista que pretende hallar pronto una cura para la epidemia con el objetico de garantizar la supervivencia de la oligarquía capitalista de siempre y su estirpe (recordemos que el virus en cuestión, Llamarada, primero ennegrece las venas de los afectados y a posteriori los convierte en animales rabiosos que no pueden controlar su instinto homicida). Así las cosas, la misión de rescate lleva al protagonista a la última ciudad habitada del planeta, una fortaleza amurallada que en su interior alberga a los burguesitos y los cuarteles generales de CRUEL, relegando al exterior a una masa empobrecida que lucha solitaria contra la enfermedad. Respetando la típica arquitectura dramática postapocalíptica, en el lugar Thomas y los suyos encontrarán a un pequeño ejército de rebeldes que se prestan a tomar la urbe a la menor oportunidad para hacer justicia de una buena vez y dar de baja al cónclave adepto a secuestrar y torturar chicos inmunes a la plaga. Como no podía ser de otra forma, aquí regresa la tríada de malos de antaño: tenemos a Teresa (Kaya Scodelario), la noviecita traicionera de Thomas, Ava Paige (Patricia Clarkson), la médica que llevó adelante los experimentos en el laberinto, y Janson (Aidan Gillen), el clásico milico facho. Dentro del campo de las franquicias adolescentes, Maze Runner es una anomalía porque conservó al director Wes Ball y el guionista T.S. Nowlin a bordo en todo momento, más o menos manteniendo la estructura narrativa planteada en las novelas originales de James Dashner y dándole una coherencia artística un tanto paradójica si consideramos los cambios ya señalados entre los opus. La saga en general apostó más a la angustia y el sacrificio en verdad doloroso que al pasatismo exuberante y hueco de gran parte del mainstream actual, lo que generó películas que no se andaban con vueltas en cuanto a abrazar los estilos de turno y que no abusaban de los instantes melosos trillados, y esta última entrega no es la excepción: la obra suele ir rápido al meollo de la cuestión y si bien cae en estereotipos tontos para resolver muchas situaciones (frente al peligro, siempre aparece un colega que salva las papas en el último segundo), por lo menos respeta al espectador ofreciendo un recorrido psicológico verosímil para cada uno de los personajes (no hay soluciones fáciles a nivel del desarrollo macro del relato). La experiencia es agradable y jamás aburre porque logra unificar credibilidad dramática, secuencias de acción sutilmente old school, CGIs no invasivos y acotados a las ciudades y los vehículos aéreos, un desempeño correcto por parte del elenco y hasta algún que otro dardo astuto y para nada camuflado contra la horrenda industria farmacéutica y la egolatría de la dirigencia de derecha y sus esbirros armados…
Miserias del capitalismo del juego Gracias a Belcebú por Aaron Sorkin y Jessica Chastain, dos de los profesionales con más talento hoy trabajando en la industria del cine. El director y guionista y la actriz construyen en Apuesta Maestra (Molly's Game, 2017) un magnífico retrato de aquel “pequeño” emprendimiento de apuestas de póquer encabezado por Molly Bloom (Chastain), el cual a su vez funciona como un ejemplo de una red mucho más amplia de intereses económicos en torno al negocio del juego. Allí mismo radica la fuerza sutil de la película, en recrear dicho entramado de influencias y a la vez dar forma a una lógica narrativa súper aguerrida que no tiene nada que envidiarle a los opus previos de Sorkin como guionista, léase las extraordinarias Steve Jobs (2015), El Juego de la Fortuna (Moneyball, 2011), Red Social (The Social Network, 2010) y Cuestión de Honor (A Few Good Men, 1992). Aquí, en su ópera prima como realizador, vuelve a enlazar la pirotecnia verbal que lo caracteriza con una historia en verdad apasionante que no da respiro al espectador porque lo que pretende es precisamente recuperar aquel nervio realista del Nuevo Hollywood de la década del 70. Para aquellos que no lo sepan, vale aclarar que la Bloom de carne y hueso atravesó un derrotero prácticamente idéntico al que expone la propuesta en cuestión: la mujer de joven estaba encaminada hacia una carrera profesional en el esquí pero un terrible accidente en las pruebas para las Olimpíadas le hace replantear su vida, por lo que se muda de Colorado a Los Ángeles y allí consigue un trabajo como camarera con la meta de disfrutar de algo de tiempo libre antes de ingresar a la universidad para estudiar derecho. Todo cambia cuando conoce a Dean Keith (Jeremy Strong), un chanta apático que le pide que sea su asistente y que eventualmente le asigna la organización de unas partidas semanales de póquer en un club nocturno en las que distintos personajes del jet set y el empresariado ganan y pierden miles y miles de dólares a pura rutina, una coyuntura que le permite a Molly aprender el oficio de a poco. Cuando las finanzas de Keith comienzan a sentir un cimbronazo por malas decisiones varias y el susodicho pretende dejar de pagarle como asistente, la mujer se corta sola y monta sus propias reuniones de póquer en un hotel lujoso con apuestas bien elevadas. Sorkin nos ofrece una estructura retórica que va y viene entre el pasado lejano de Bloom con su padre Larry (Kevin Costner), un hombre muy exigente que la presionó para que sea la mejor tanto a nivel intelectual como atlético, el presente del relato circa 2013/ 2014 cuando es arrestada por el FBI bajo cargos de lavado de dinero y apuestas ilegales, lo cual la lleva a contratar a Charlie Jaffey (Idris Elba) como su abogado defensor, y finalmente la crónica detallada de este ascenso al estrato del juego de alto perfil, siempre entre las elites de la oligarquía del espectáculo, los deportes, los conglomerados económicos y el capital financiero; a lo que para colmo se suma un nexo con las mafias italiana y rusa al poco tiempo de que Molly decide trasladar su andamiaje de Los Ángeles a New York debido a que un tal Jugador X (Michael Cera) -que en la vida real todos sabemos que es el actor Tobey Maguire- la termina expulsando del negocio de las apuestas de la costa oeste. El eje del film pasa por la lucha de la protagonista para mantener su independencia en un mundo dominado por hombres ricos, egoístas y bastante patéticos, sin embargo la trama jamás cae en los estereotipos feministas de gran parte del cine esquemático de nuestros días porque prefiere no victimizar a Bloom en pos de edificar un pantallazo complejo sobre las distintas patas del ámbito de las apuestas y la manipulación cruzada entre las agencias estatales de investigación, el sistema judicial estadounidense, el crimen organizado, los capitalistas repugnantes de siempre y los popes de la industria cultural y sus intereses en todo el asunto. De hecho, entre los asistentes a los juegos de Molly se encontraban figuras como Leonardo DiCaprio, Macaulay Culkin, Ben Affleck, Alec Gores, Andy Beal y el ya nombrado Maguire, a quien Sorkin acusa -no sólo a él, sino también a todos los demás por elevación- de ser unos sádicos horrendos que disfrutan más de destruir las vidas de los otros jugadores que del póquer en sí. En consonancia con lo anterior, sorprende la valentía del director porque además de su ingenio para los diálogos filosos y demoledores, el señor no deja pasar ni una sola oportunidad para disparar munición pesada contra todos los involucrados: al gobierno y el FBI los trata de simples chantajistas que le confiscan a Bloom el dinero de las apuestas -cinco millones de dólares- y la amenazan con prisión para que entregue los datos de los apostadores que concurrieron a sus mítines durante la década en la que se llevaron a cabo, a la alta burguesía la tacha de miserable, cruel y -en mayor o menor medida- adicta al juego, y finalmente no se olvida de la estupidez de las mafias rusa e italiana, la primera participando en los envites como si nada y la segunda presionando a lo bestia para quedarse con una tajada ofreciendo sus “servicios” para cobrar las deudas que varios apostadores tenían con Molly. El opus de Sorkin enfatiza en todo momento la decisión de Bloom de no recurrir a la violencia para recuperar su dinero y mantener a raya a los jugadores, algunos de los cuales o le declaraban su amor intermitentemente o le pedían crédito para continuar apostando o la estafaban haciendo algún tipo de trampa a lo largo de las extensas partidas. Ese es precisamente el único rasgo condescendiente del film para con la antiheroína de turno, el reconocimiento de su rechazo a desbaratar la existencia de los que fueron sus “clientes” en el pasado, a sabiendas de que ir tras ellos no entra en su marco ético y además produciría un tsunami de insospechadas proporciones que le podría caer sobre su cabeza. Como de costumbre el desempeño de Elba es perfecto, no obstante lo de Chastain roza lo sublime: con Apuesta Maestra la norteamericana se termina de transformar en otro de los monstruos sagrados del cine gracias a una disposición vocal, física y actitudinal que la colocan muy por encima de casi todas las actrices del mainstream contemporáneo, ahora entregando una actuación arrolladora que esquiva la caricaturización y abraza el devenir de una mujer real, mostrándonos cada etapa anímica del camino que atravesó Bloom con precisión y astucia interpretativa. Aquí Sorkin nos regala muchas escenas memorables como la del accidente de la apertura, toda la secuencia centrada en el atormentado Harlan Eustice (Bill Camp), los intercambios entre Bloom y el Jugador X, la llegada de los mamarrachos que trae Douglas Downey (Chris O'Dowd) a la “pyme de Molly”, el tremendo ataque contra la protagonista, el encuentro a puertas cerradas entre ella, Jaffey y los representantes de la fiscalía, la charla con su padre cercana al desenlace y -por supuesto- el final en sí. Muy pocas películas en la actualidad alcanzan el nivel de excelencia de este debut, un trabajo maravilloso que desnuda las miserias y la corrupción de las altas esferas del poder cultural, económico y gubernamental, asimismo un enclave en el que las sonrisas superficiales esconden amenazas y un canibalismo despiadado, constantemente al acecho…
Diversidad cultural en plena tragedia Desde el vamos se puede decir que Un Amor Inseparable (The Big Sick, 2017) es una propuesta relativamente extraña en cuanto a sus pretensiones generales pero clasicista en lo que hace a su estructura narrativa. En primera instancia conviene aclarar que hablamos de una comedia dramática con una fuerte impronta de biopic que más que buscar carcajadas, procura despertar sonrisas afables mediante chistes a media máquina disparados por el protagonista y principal guionista Kumail Nanjiani, un pakistaní que emigró a Estados Unidos junto a su familia y se dedicó al stand up de manera intermitente hasta alcanzar una suerte de estabilidad económica como comediante. Aquí hace de sí mismo con el objetivo de retratar su historia de vida y sobre todo su relación romantica con Emily V. Gordon, una chica norteamericana de la que se enamora y que cae enferma de repente producto de una misteriosa infección que deriva en un coma inducido y varios tests sin resultados concretos. Ahora bien, si pensamos en el andamiaje y los recursos utilizados para edificar esta crónica de diversidad cultural y resquemores dentro de ambos círculos familiares, el formato al que responde la película es más viejo que la humedad y en el cine específicamente se lo asocia a Love Story (1970): primera mitad del relato de tono rosa (hoy adaptado a las ironías que suele manejar Nanjiani) y segunda parte más oscura cuando Emily termina internada (en este punto se introducen numerosos chispazos de humor negro que no se sienten fuera de lugar). La gran variación que ofrece el film es que en el momento de la debacle el vínculo no estaba atravesando su cenit, más bien todo lo contrario ya que ella -interpretada por Zoe Kazan- en los instantes previos había descubierto que él jamás le contó a su familia sobre la pareja por miedo a ser expulsado del clan a raíz de la tradición pakistaní de los casamientos arreglados con señoritas que deben ser sí o sí musulmanas, paisanas y/ o de la misma etnia. El guión de Nanjiani, escrito asimismo con la ayuda de la propia Gordon, saca provecho del encuentro y del ritual de acercamiento freak entre un Kumail algo impasible y una Emily que comparte el código sarcástico sin las canchereadas fatuas y esas típicas gesticulaciones bobaliconas de los estadounidenses, jugando al mismo tiempo con la obsesión de la madre del hombre con “armarle” citas con mujeres de ascendencia pakistaní vía la excusa de las reuniones familiares. Durante el segundo acto también se trabaja con inteligencia y sensibilidad dramática el doble rechazo que padece el protagonista por parte de su clan, por haber ocultado la relación con la blanca, y de los padres de Gordon -su madre encabeza la condena- porque la chica antes del deterioro de su salud les contó sobre las mentiras de Nanjiani para evitar tener que presentarla a sus consanguíneos. De a poco la distancia entre él y los progenitores de la comatosa, Beth (Holly Hunter) y Terry (Ray Romano), irá desapareciendo ya que todos compartirán la tortura de las salas de espera del hospital en cuestión y algunos instantes de semi distracción para escapar temporalmente de la tragedia. Quizás el film no llega a deslumbrar en ninguno de sus aspectos aunque consigue una rara proeza dentro del cine contemporáneo, eso de resultar exitoso en cada uno de sus objetivos de fondo: Kumail no es un gran actor pero demuestra que le sale natural esto de despegarse del modelo norteamericano de conducta en las situaciones planteadas, lo que repercute positivamente en el devenir de por sí tradicionalista y prolijo que caracteriza a la trama. A su vez el director Michael Showalter, un profesional con mucha experiencia televisiva, mantiene las cosas moviéndose con espontaneidad y astucia sin recurrir a sobreactuaciones ni caricaturas raciales ni a ese pulso narrativo infantiloide de buena parte del mainstream de nuestros días. Definitivamente estamos frente a una de esas obras que se benefician -y mucho- de una idiosincrasia mundana y bastante contenida que propone ir descubriendo de manera paulatina las distintas facetas de personajes terrenales, con problemas mucho más cotidianos y urgentes que los que se suelen ver en las películas que llegan desde el norte, porque aquí el cariño se construye tanto desde la dicha como desde el dolor más terrible…
De regreso a casa Contra todo pronóstico, La Noche del Demonio: La Última Llave (Insidious: The Last Key, 2018) en verdad mejora lo hecho por la francamente tediosa La Noche del Demonio 3 (Insidious: Chapter 3, 2015) y si bien continúa lejos de las dos primeras entregas de la franquicia, aquellas dirigidas por James Wan, podemos decir que funciona como un digno cierre de saga… o por lo menos eso es lo que parece (ya sabemos que cuando los productores de turno no encuentran una nueva mina de oro suelen echar mano a lo mismo de siempre, una y otra y otra vez). La película es bastante sosegada para los estándares contemporáneos y -por fin- está centrada casi de manera exclusiva en Elise Rainier, el personaje de la gran Lin Shaye, dos elementos que suman mucho a la propuesta porque permiten un interesante desarrollo narrativo que va de la mano de los clásicos sobresaltos. En términos de la cronología general, el film es otra precuela que ahora se sitúa entre el tercer capítulo y el primero, lo que significa que transcurre entre aquella historia acerca de la constitución del equipo antiespectros protagónico, el compuesto por Specs (Leigh Whannell, hoy también nuevamente guionista), Tucker (Angus Sampson) y la psíquica Elise, y el sufrimiento de la familia Lambert, aquella con su hijo Dalton (Ty Simpkins) atrapado en el “más allá”. En esta oportunidad todo gira en torno al clan de la propia Rainier a partir de una estructura que va y viene entre la infancia de la mujer en 1953 y el presente: en el pasado ella, su hermano Christian (Pierce Pope) y su madre Audrey (Tessa Ferrer) padecen la violencia del padre Gerald (Josh Stewart), a lo que se suma una entidad que embauca a la joven Elise para que la libere y que termina matando a la pobre Audrey. La excusa para que todo recomience una vez más en el presente es un llamado telefónico que recibe Elise por parte de Ted Garza (Kirk Acevedo), el nuevo morador de su antigua vivienda, quien le pide ayuda ante la recurrencia de incidentes extraños en el lugar. Así las cosas, la señora y sus dos compinches comenzarán una investigación que los llevará a descubrir la verdad. A diferencia de la película anterior, la cual en esencia traicionó en gran parte el espíritu paranormal de las precedentes en pos de un relato más cercano a las posesiones típicas del horror religioso, La Noche del Demonio: La Última Llave es una eficiente “clase B con presupuesto” que no ofrece nada particularmente nuevo, no obstante por lo menos recupera ese sustrato parapsicológico a lo Poltergeist (1982) pero llevándolo a un nivel más sentimental y apuntalándolo en un villano sutil obsesionado con los cerrojos. Como decíamos anteriormente, la obra permite el lucimiento de Shaye aunque asimismo logra complementar esos demonios de antaño vía la reaparición de un Christian ya adulto (Bruce Davison) y con dos hijas, Melissa (Spencer Locke) e Imogen (Caitlin Gerard), quienes en el segmento final de la trama aportan lo suyo al misterio y la desesperación características de la saga. Un inexperto Whannell en materia de dirección -como quedó demostrado en el capítulo previo- le pasó la posta a Adam Robitel, el de la tan amena como olvidable La Posesión de Deborah Logan (The Taking of Deborah Logan, 2014), lo que se nota en un fluir sencillo pero con corazón y siempre atento a los detalles. A pesar de que algunas escenas se alargan más de lo debido, el trabajo cumple con las expectativas y entrega un buen desenlace que respeta la idiosincrasia tétrica y melosa de la franquicia…
Conspiración sobre rieles Las películas del amigo Jaume Collet-Serra le hacen muy bien al cine contemporáneo de género porque mientras que otros apuestan de manera compulsiva por el artificio digital estupidizante y propuestas carentes de toda pasión o verdadero compromiso para con los formatos trabajados, el director catalán en cambio siempre entrega obras que rankean en punta entre las más furiosas, mejor desarrolladas y más entretenidas del año, creaciones que ponen el acento en el dinamismo y la construcción sutil de un héroe a la vieja usanza, un paladín semi improvisado que -respetando la lógica hitchcockiana- se ve obligado a actuar por una coyuntura sumamente implacable que tiende a la manipulación. Como no podía ser de otra forma, su última realización, El Pasajero (The Commuter, 2018), es una muestra más del talento del señor a la hora de plantar bandera en los campos del terror y los thrillers de misterio y acción, una faena encarada con detallismo y una gran inteligencia narrativa. Hablamos de la cuarta colaboración entre Collet-Serra y Liam Neeson, luego de las también maravillosas Desconocido (Unknown, 2011), Non-Stop: Sin Escalas (Non-Stop, 2014) y Una Noche para Sobrevivir (Run All Night, 2015), films tan exitosos como las incursiones del cineasta en el horror, La Casa de Cera (House of Wax, 2005), La Huérfana (Orphan, 2009) y Miedo Profundo (The Shallows, 2016). Ahora retoma aquel entorno cerrado de Non-Stop: Sin Escalas para enmarcarlo en un planteo a lo Agatha Christie -aunque con esteroides- centrado en descubrir a una persona entre un grupo variopinto a partir de datos mínimos que poco y nada ayudan a la pesquisa. El protagonista es Michael MacCauley (Neeson), un ex policía y hoy agente de seguros que es despedido de su trabajo sin mayores explicaciones, circunstancia que lo coloca contra las cuerdas a nivel económico porque tiene que pagar dos hipotecas y enfrentar una tanda de gastos relacionados con su familia. Precisamente en el día en el que se queda sin trabajo, Michael es abordado por una extraña llamada Joanna (Vera Farmiga) en un tren suburbano de New York, la cual le dice que si identifica a un pasajero inusual de la formación y lo marca con un dispositivo GPS recibirá 25 mil dólares que están escondidos en un baño del convoy y 75 mil después de completada la misión. Desde ya que el hombre inicialmente desconfía pero al encontrar el dinero en el sanitario, decide tomarlo y proceder con precaución desde ese momento. El verdadero problema para MacCauley comienza cuando pasa el tiempo y la investigación no avanza, lo que deriva en una amenaza tajante contra su esposa Karen (Elizabeth McGovern) y su hijo Danny (Dean-Charles Chapman), a quienes Joanna promete matar si no da pronto con el objetivo, un individuo al que por supuesto le espera un final bien funesto vinculado a una conspiración para silenciar una denuncia contra los oligarcas del poder político/ económico. El film no se anda con vueltas y va directo al eje de la cuestión, una búsqueda desesperada en pos de hallar una solución que por un lado garantice la seguridad de la familia del héroe y por el otro no implique hacer asesinar a uno de los pasajeros, por más que los cadáveres se acumulan desde temprano para “convencer” al hombre de que debe dedicar más ímpetu a su tarea bajo la pena de continuar metiéndole presión hasta el extremo de afectar a sus seres queridos. Con el transcurso de los años Collet-Serra terminó convirtiendo al veterano Neeson en una suerte de versión aggiornada de Lee Marvin o Charles Bronson o James Coburn, aunque más tirando a la arquitectura de los thrillers recargados de las décadas del 80 y 90, aquellos que gustaban de recorrer la línea que separa al “delirio de acción” modelo Hollywood del misterio realista de descubrimientos escalonados, siempre poniendo un pie en cada territorio y hasta a veces saltando con comodidad entre ellos cual danzante experto. Con mucho más en común con esas propuestas desvergonzadamente clase B de otras épocas que con la fanfarria hueca y anodina del mainstream actual, el convite juega todas sus fichas al vértigo a escala minimalista porque enfatiza el devenir personal de MacCauley más que la colección de secuencias rimbombantes por lo rimbombante en sí (ese es el componente old school del opus, léase el arte de equiparar la psicología del protagonista con el desarrollo dramático y los momentos de piñas, patadas y disparos). Hoy tampoco podemos obviar que el elenco es extraordinario y habla de la capacidad de convocatoria de las películas del combo Collet-Serra/ Neeson: a Farmiga y McGovern se suman Sam Neill, Patrick Wilson, Jonathan Banks y Clara Lago, todos perfectos en sus roles y con el tiempo necesario en pantalla para disfrutarlos como es debido. Sólo resta agradecer una vez más al catalán por una obra redonda y adictiva como muy pocas en el panorama contemporáneo…
Transformando la impotencia en acción La verdad es que lo hecho por Robin Campillo en 120 Pulsaciones por Minuto (120 Battements par Minute, 2017) es sumamente admirable, uno de esos trabajos cuya ambición sobrepasa por mucho el rótulo de “obra artística” tradicional para ubicarse más cerca de lo que podríamos definir como un testimonio de una época y sus complejidades: aquí el director y guionista crea un retrato de lo más abarcador de la epidemia del SIDA durante los primeros años de la década del 90, un período en el que a la especulación económica/ comercial de siempre de los laboratorios se sumaba la indiferencia de los estados y la discriminación lisa y llana de gran parte de los colectivos sociales en función de lo que los medios de comunicación -otra manga de imbéciles- repetían una y otra vez, eso de que la enfermedad estaba acotada de lleno a las prostitutas, los homosexuales y los drogadictos. El propio Campillo fue militante en la delegación francesa de ACT UP (AIDS Coalition to Unleash Power), una organización internacional, fundada en 1987 en Nueva York por Larry Kramer, orientada a acciones concretas para mejorar la vida de los enfermos y mitigar las muertes causadas por la epidemia a través de protestas y presión permanente con el objetivo de modificar la legislación vigente, incentivar la investigación médica y obligar a las distintas administraciones gubernamentales a que lleven adelante políticas de salud pública de manera inmediata. Así las cosas, la película incluye elementos de carácter autobiográfico y se juega por una estructura un tanto inusual en el cine testimonial: la primera parte nos ofrece un retrato de las actividades del grupo (reuniones y avanzadas políticas) y la segunda mitad apuesta a analizar el deterioro de la salud de uno de los miembros más radicalizados. Más cerca de trabajos sinceros y muy interesantes como Dallas Buyers Club: El Club de los Desahuciados (Dallas Buyers Club, 2013) y El Puto Inolvidable: Vida de Carlos Jáuregui (2016) que de la tibia, hollywoodense e hiper filtrada para el gran público Filadelfia (Philadelphia, 1993), hoy 120 Pulsaciones por Minuto combina con inteligencia la militancia en contra del desconocimiento de las mayorías y la insensibilidad de la industria farmacéutica, la cual todo el tiempo retiene información en torno a las pruebas que lleva a cabo, y esa inexorable condena a muerte durante los 80 y 90 para aquellos que comenzaban a manifestar síntomas de que la infección dejó paso a complicaciones físicas varias, un tópico que no aparece del todo desnudo porque está contextualizado dentro de una historia de amor entre el muchacho en cuestión y su pareja, otro cofrade de ACT UP. Como ocurre con gran parte de las propuestas que examinan los correlatos del VIH y la evolución histórica de las campañas de prevención, aquí los dos jóvenes -interpretados de forma magistral por Nahuel Pérez Biscayart y Arnaud Valois- se encuentran en una carrera contra el tiempo tratando de disfrutar cada segundo juntos y manteniéndose firmes en la lucha que los une, más allá del amor compartido. Campillo utiliza todos los recursos clásicos del cine galo con motivo de los convites recargados políticamente, desde la retórica agitada de las asambleas, pasando por la crudeza de las manifestaciones del colectivo y llegando a esos cuelgues psicodélicos de las secuencias en las que los activistas van a bailar a una discoteca; ítems que asimismo van siendo sustituidos de manera paulatina por largas escenas sexuales, otras tantas de confesiones mutuas, alguna que otra disputa a viva voz en el seno de ACT UP y finalmente la franqueza total en la representación del dolor de los últimos momentos. El realizador en ocasiones parece perder un poco el rumbo de la película por la multiplicidad de focos de atención y subtramas, pero por suerte siempre logra retomar la línea dramática más importante de ese instante. A pesar de sus algo excesivos 140 minutos, el film consigue rescatar un período candente en el que todo estaba por ser ganado a nivel del reconocimiento popular de los alcances de la enfermedad y los recursos imprescindibles para combatirla, circunstancia que pone en primer plano la valentía de aquellos primeros militantes que le escaparon a la impotencia de muchos de los afectados bajo la convicción de que hay que eliminar las estigmatizaciones mediante una serie gloriosa de protestas, marchas e intervenciones en pos de ser oídos y respetados…
Frustración y displicencia El rasgo distintivo de Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), léase el elemento que efectivamente la diferencia de otras obras similares que aúnan la comedia negra y el film noir, es la estrategia del realizador Martin McDonagh orientada a esquivar la investigación propiamente dicha del crimen de turno para en cambio focalizar la historia en las reacciones que desencadena en la comunidad la indignación de la madre de la víctima, en términos prácticos la única persona que aboga por el esclarecimiento del caso vía el descubrimiento y la detención de por lo menos un sospechoso: mientras que casi cualquier otra película centrada en un homicidio y una violación -en ese orden- en un “pueblo chico, infierno grande” trataría al dolor de los familiares como un factor secundario frente a la pesquisa en sí de los asesinos, aquí McDonagh literalmente hace de la angustia por la muerte del ser querido el eje del relato. La excusa para todo esto es la decisión de Mildred Hayes (Frances McDormand) de comprar el espacio publicitario correspondiente a tres carteles que se ubican a orillas de una ruta inhóspita para los forasteros aunque bien visible para los lugareños, con la intención de incluir una serie de frases que exigen al jefe de policía, el Sheriff Bill Willoughby (Woody Harrelson), que resuelva de una vez por todas el caso de la hija de Mildred, una adolescente que fue raptada, asesinada y violada, y cuyo cuerpo fue hallado cerca de esa área meses atrás. El reclamo en contra de la impunidad, en esencia para que la investigación no se estanque y comience a moverse en serio, deriva en una lucha entre Hayes y distintos personajes patéticos del lugar debido a que Willoughby es muy querido dentro de una típica coyuntura de aislamiento que todos abrazan de manera automática, sin conocer nada más… a lo que se suma que el susodicho está atravesando la etapa final de un cáncer de páncreas. La tercera pata del relato es Jason Dixon (Sam Rockwell), un agente de policía racista, impulsivo y payasesco que en su cruzada en pos de defender a Willoughby de las acusaciones de inoperancia y dejadez no hará más que empeorar el asunto. Así las cosas, la realización se propone de manera explícita trazar un juego de relaciones entre estos tres personajes y su entorno inmediato, recurriendo a una idiosincrasia exacerbada ya vista en los trabajos previos del director y guionista británico, Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Siete Psicópatas (Seven Psychopaths, 2012), frente a los cuales Tres Anuncios por un Crimen se abre camino como una superación lógica porque corrige los problemas narrativos de antaño y por suerte no divaga para nada en materia de diálogos autocontenidos cercanos al soliloquio liso y llano (la profusión de insultos y calumnias entrecruzadas continúa presente, no obstante está mucho mejor encauzada y resulta funcional al progreso de la trama, sin entorpecerla y/ o inmovilizarla como ocurría antes). McDonagh logra que los intercambios calcen perfecto con los actores protagónicos sin que se produzca ningún desfasaje en el desarrollo de los personajes, lo que genera una película muy pareja y coherente que avanza segura hacia el retrato de la frustración de Mildred con la policía, sus vecinos y las instituciones públicas, quien jamás -curiosamente- cae del todo en el nihilismo ni llega a perder su fe en la humanidad (de hecho, el director combina una serie de acciones/ reacciones inteligentes que resultan consustanciales con este planteo, incorporando además chispazos de furia que acentúan la comedia inherente a la tragedia y viceversa). Hilarante y poderosa en su perspectiva satírica para con el racismo, el sexismo y la violencia siempre latente en los seres humanos, la obra constituye una maravillosa sorpresa que hace evidente la genialidad absoluta del elenco y la interesante capacidad creativa de McDonagh cuando afloja con la “pose cool” y se deja llevar por una displicencia sosegada que recuerda en parte al cine de los hermanos Joel y Ethan Coen.
La escala de la corrupción burguesa Por suerte el cine argentino cada vez con más asiduidad se vuelca a las propuestas de género con vistas a ganarse al gran público, aunque lamentablemente la producción local siempre queda presa de la concentración propia del capitalismo (en el mainstream las mismas manos -vinculadas al enclave televisivo- controlan el negocio desde hace décadas) y la caja oficial suele favorecer a los socios políticos de turno, detalle asimismo agravado en contextos de gobiernos neoliberales ajustadores como el actual (la torta presupuestaria a repartir se limita aún más). Como toda industria de un país pobre e injusto como el nuestro, por más talento que tengan los profesionales y buenas intenciones desparrame la obra en sí, es probable que esta coyuntura -muy pero muy cuesta arriba- repercuta de algún modo en la factura de las películas mediante un desnivel entendible bajo este abanico de circunstancias. De hecho, gran parte de los films vernáculos arrastran problemas históricos que giran sobre todo en torno al guión y las actuaciones. Un típico ejemplo de las consecuencias de este panorama es Las Grietas de Jara (2018), el segundo opus de Nicolás Gil Lavedra luego de Verdades Verdaderas: La Vida de Estela (2011): aquí el director y guionista se embarca en la tarea de adaptar una novela de Claudia Piñeiro, una autora de policiales que ya ha tenido en el pasado otras traslaciones a la pantalla grande como Las Viudas de los Jueves (2009) y Betibú (2014). Piñeiro nunca fue una artífice imaginativa ni particularmente eficaz en el campo de los misterios y los ardides y esto sin duda se coló en las realizaciones basadas en sus trabajos, ya que todas ellas comparten cierta propensión fallida a querer retratar la escala de la corrupción social argentina, en especial entre las clases altas de Buenos Aires. No es que el opus de Gil Lavedra esté mal enfocado ideológicamente (hay mucha tela para cortar sobre los cadáveres debajo de la alfombra de los burgueses fascistoides de este país), lo que sucede es que los relatos de Piñeiro son en verdad muy poco ingeniosos y altamente previsibles (juegan con los paradigmas más simples del policial negro y en términos prácticos no aportan nada novedoso ni -por lo menos- se lucen administrando los recursos retóricos de siempre). Al igual que en las traslaciones previas, la historia da muchas vueltas para contar una anécdota sencilla que pasa a complejizarse por un entramado un tanto gratuito de múltiples remembranzas: la aparición de una chica en un estudio de arquitectura porteño preguntando por un tal Jara (Oscar Martínez) desencadena una serie de flashbacks mediante los cuales nos enteramos que todo comenzó años atrás cuando el susodicho se presentó en el lugar reclamando una indemnización por una grieta en la pared de su hogar producida -según su parecer- por una obra cercana encarada por la compañía en cuestión, aquí funcionando también como la constructora propiamente dicha del edificio conflictivo. El guión de Emiliano Torres y el propio realizador se despacha de a poco con una andanada de secuencias más o menos eficaces/ atrapantes en las que van aumentando la paranoia y la angustia -definitivamente por algún secretito sucio- de las tres cabezas del estudio, léase el dueño interpretado por Santiago Segura, la arquitecta principal que compone Soledad Villamil y finalmente el “brazo ejecutor” y verdadero protagonista de la faena, Pablo Simó, en la piel de Joaquín Furriel. El convite de ninguna manera es malo y se deja ver por esta exploración acerca de la mediocridad y el oportunismo homicida que caracteriza a los sectores privilegiados, los cuales suelen ampararse en esbirros, chupamedias o esclavos obedientes que sueñan con algún día llegar al nivel de los oligarcas empleadores, no obstante el film padece de diálogos pobres/ televisivos y un deslucido desempeño actoral por parte de Sara Sálamo, la encargada de componer a la chica inquisitiva. Tan amena como olvidable, Las Grietas de Jara pone en evidencia los inconvenientes narrativos del cine argentino y al mismo tiempo subraya su enorme potencial vía un acabado técnico impecable en cuanto a la fotografía, el diseño artístico y la música incidental en general…
El umbral de la locura Considerando que el realizador Gustavo Hernández cuenta con apenas dos trabajos previos, la placentera La Casa Muda (2010) y la poco vista Dios Local (2014), y que este tercer largometraje es su primera apuesta dentro del mainstream hispanoamericano, realmente sorprende la eficacia del film y su interesante desarrollo narrativo símil “entorno cerrado”. Hablamos de una reformulación de las premisas de aquellos giallos sobrenaturales de las décadas del 60, 70 y 80, ahora reemplazando a los aquelarres por una troupe teatral, a Belcebú por una directora un tantito controladora y al simple acoso escalonado de la entidad malévola por una serie de ensayos basados en el arte de mantenerse despierto con el objetivo de dejar atrás el campo de la razón y entrar de lleno en los confines de lo inasible y lo supraterreno, todo cuanto la sociedad gusta de esconder debajo de la alfombra de las máscaras que utilizamos para compartir “momentos afables” con el resto de los mortales. De hecho, la historia se centra en una actriz joven llamada Bianca (Eva De Dominici) que está tratando de abrirse paso en la profesión mientras lidia con la demencia y delirios persecutorios varios de su padre. Un día se le presenta la oportunidad de unirse a un elenco de teatro experimental encabezado por una renombrada dramaturga y directora interpretada por Belén Rueda, una mujer famosa por sus performances relacionadas con el insomnio de los actores a su cargo. La chica decide sumarse pero pronto se le informa que competirá por el papel principal de la obra en cuestión con una colega que ya le arrebató en el pasado el protagónico de otra pieza. Rodeada de actores que hacen lo que sea para complacer a la cabeza de la compañía y sometida a una dolorosa privación del sueño, Bianca de a poco sentirá que el lugar donde se montará la obra, un psiquiátrico derruido, comienza a afectarla a través de una “presencia” que sólo se manifiesta con el correr de las horas sin descansar. Como decíamos anteriormente, lejos estamos de aquella ópera prima del realizador con un presupuesto mínimo, ya que en este caso consiguió reunir fondos de España, Argentina y de su patria Uruguay, y ni hablar del lujo de poder contar con la enorme Rueda, una de las pocas scream queens en lengua castellana. No Dormirás (2018) es un trabajo muy digno de terror psicológico en el que Hernández se luce dosificando el suspenso de manera ingeniosa sin caer en esos típicos abusos y dilaciones de gran parte del género en lo que atañe a las escenas en las que el protagonista de turno está siendo acechado en la oscuridad por los fantasmas torturados de un pasado no tan remoto. Precisamente, el guión de Juma Fodde, a partir de un concepto original del director, es bastante sencillo aunque demostró ser un buen catalizador para una más que correcta ejecución del uruguayo, quien aquí sostiene la acción más en el desarrollo de personajes que en las rutinarias secuencias símil J-Horror. Si por un lado el genial desempeño de Rueda como un monstruo manipulador no sorprende por el generoso bagaje que lleva acumulado en el género, con neoclásicos como El Orfanato (2007), Los Ojos de Julia (2010) y El Cuerpo (2012), la labor de De Dominici sí asombra porque aquí por fin construye un personaje completo que atraviesa todo un arco dramático de lo más exigente (el terror suele llevar a las emociones y la disposición física hacia el extremo, todo un reto para intérpretes no acostumbrados a este registro). Más allá de la destreza de la película en su conjunto en lo que hace a la tensión de los resortes del género sin apelar en demasía a los clichés y -mucho más importante- no sucumbiendo en ellos con una redundancia soporífera, el opus de Hernández funciona como una lúcida reflexión sobre los sacrificios profesionales, la competencia en el ámbito del trabajo, el maltrato por parte de los directivos para con sus subalternos, esa ambición alienante y antropófaga de la mayoría de las personas con un ápice de poder, la confusión que suelen padecer los actores que se sumergen de manera desmedida en sus roles y finalmente la tenue línea divisoria que nos separa del umbral de la locura; una enajenación que en esta oportunidad adquiere la forma de una posesión que evita la arquitectura de los slashers para apuntalar en cambio un verosímil sutil que quizás se hubiese beneficiado con algo de sensualidad y violencia mordaz, como las de aquellos films italianos que se busca emular…