La memoria social al rescate Apenas tres años después de la maravillosa El Libro de la Vida (The Book of Life, 2014), aquella propuesta de la 20th Century Fox dirigida y escrita por Jorge R. Gutiérrez y producida por Guillermo del Toro, ahora Pixar también nos ofrece una película que gira alrededor de la cultura mexicana y las resonancias simbólicas del Día de Muertos, una celebración tradicional de origen precolombino en la que -una vez al año y durante un par de jornadas- los parientes de los difuntos construyen bellos altares para sus seres queridos fallecidos con ofrendas que incluyen fotos, velas, flores, alimentos y distintos objetos que pertenecieron a los susodichos. Nuevamente la reafirmación de la identidad cultural mexicana adquiere un rol preponderante en esta semblanza acerca de las perspectivas/ sensibilidades a veces opuestas entre las diferentes generaciones de una misma familia, un panorama con muchos puntos de conflicto que asimismo suelen provocar “cimbronazos” en el clan de turno cuando las posiciones resultan irreconciliables y el quiebre parece próximo. Hoy la fortuna nos sonríe porque Coco (2017) es un convite excelente que recupera -en versión dulzona e hiper emotiva, bien a la Pixar- la premisa fundamental de El Libro de la Vida, léase la historia de un personaje tierno, al que el amor a la música le gana el rechazo de su familia, que eventualmente termina del “otro lado” del Día de Muertos, el correspondiente a los finados, por lo que se ve obligado a solicitar la asistencia de uno o varios fantasmas/ entidades/ cadáveres parlantes con el fin de regresar a la comarca de los vivos. Mientras que antes era Manolo Sánchez (Diego Luna) el que debía resistir los embates de sus ancestros, una tradición de toreros que nada tenía que ver con los sueños musicales del joven, ahora es el pequeño Miguel Rivera (Anthony González) quien padece la negativa de su linaje en cuanto a la disciplina de tocar la guitarra, en esta oportunidad por una obsesión con continuar con el oficio de la familia, la zapatería artesanal, y prohibir la música como hobby, trabajo o lo que sea, un esquema fatalista que se remonta al pasado. Nada menos que la matriarca de los Rivera, Imelda (Alanna Ubach), fue abandonada décadas atrás por su esposo cantante/ guitarrista, dejándola sola con la obligación de criar a la hija de ambos, Coco (Ana Ofelia Murguía), una situación que resultó en extremo traumática para la mujer y de la que pudo salir mediante la fabricación y venta de calzados. Miguel es precisamente el bisnieto de Coco, ahora una señora mayor que no recuerda casi nada, en términos concretos la única de la familia que no alza su voz contra el chiquillo por su predilección por la música y en especial el popular cantante y actor de cine Ernesto de la Cruz (Benjamin Bratt), una vieja gloria de la canción mexicana que murió accidentalmente al caérsele encima una campana durante un recital. Cuando Miguel descubre que la guitarra que aparece en la foto sin rostro de su olvidado bisabuelo, colocada en un altar con motivo del Día de los Muertos, es la misma que utilizó De la Cruz en sus films, el niño opta por desentenderse de la oposición familiar para con la música y participar de un show de talentos. La “nona” del clan, Elena (Renee Victor), a su vez se entera de todo y destroza la guitarra de Miguel, frente a lo cual el protagonista decide robar la que corona el mausoleo del propio De la Cruz, detalle que desencadena una maldición sobre el muchacho centrada en quedar atrapado en la Tierra de los Muertos a menos que uno de sus familiares lo libere antes de que finalice la jornada de conmemoración fúnebre, en la que por cierto sólo los espectros con altares y ofrendas erigidos por sus seres queridos pueden visitar la Tierra de los Vivos para ver a la parentela y además llevarse los regalos que les prepararon con amor. En este punto se podría aclarar que Coco invierte la fórmula de El Libro de la Vida una vez que el héroe arriba al “más allá”: si bien en ambas obras el protagonista recibe la ayuda de sus consanguíneos, en la primera Miguel se consagra a la búsqueda de De la Cruz porque es su único allegado con sensibilidad artística (el resto de los familiares muertos están empecinados -como los vivos- en prohibirle cualquier actividad musical) y en la segunda Manolo depende exclusivamente de La Muerte (Kate del Castillo) para regresar a la vida ya que es la única que puede encarar semejantes menesteres (aquí sí todos los benditos parientes ensalzan la horrenda tauromaquia). Por supuesto que el triángulo romántico y la apuesta entre La Muerte y Xibalba (Ron Perlman), los regentes de las Tierras de los Recordados y de los Olvidados respectivamente, de El Libro de la Vida poco tienen que ver con el paradigma narrativo más sencillo de Coco, homologado al viaje de autoafirmación vocacional de Miguel a la par del experto de turno, Héctor (Gael García Bernal), un pobre músico que está al borde de la desaparición definitiva porque ya casi nadie lo atesora entre los vivos; no obstante es en el segmento post mortem del metraje cuando afloran las inquietudes conceptuales de la epopeya identitaria propiamente dicha, enarbolando a la verdadera memoria social -no la que abarca olvidos convenientes, recuerdos al paso o automatismos irreflexivos de diversa índole- como un mecanismo para rescatarnos del ninguneo simplista e inmutable por parte de las figuras de autoridad, sean éstas miembros de nuestra progenie, esbirros institucionales o cualquier ser humano que no nos respete. Por suerte se nota muchísimo la intención de los realizadores Lee Unkrich y Adrián Molina de homenajear a lo grande a la cultura mexicana a través de la constante y exquisita introducción de palabras en castellano en cada una de las conversaciones, a lo que se añade un prodigioso trabajo en el diseño general de personajes y fondos: como era de esperar, sobresalen nuevamente los colores pasteles de siempre de Pixar y no hay indicios del inmundo whitewashing típico del mainstream norteamericano (todos los personajes son morochos y los tics/ facciones/ detalles corporales son muy parecidos a los de los aztecas), amén de que los responsables de la producción se propusieron despegarse lo más posible del aspecto hilarantemente grotesco y pomposo -símil marionetas- del opus de Del Toro y compañía. Otro factor que suma mucho en Coco, más allá de ese clásico humanismo a flor de piel de los convites de Pixar, pasa por la presencia de los dos acompañantes centrales de Miguel en su periplo, nos referimos a Dante, un perro xoloitzcuintle callejero que termina siendo un alebrije viviente de naturaleza mágica y misteriosa, y el genial Héctor, todo un representante de las secuelas de las injusticias sociales, la rapiña del mercado capitalista y en especial el culto a figuras desdeñables incentivado desde el “sentido común” más acrítico e inerte, siempre igual a sí mismo en una eterna espiral de mediocridad disfrazada de algarabía popular. De hecho, Coco sabe reforzar la idiosincrasia de un país a pura garra y a puro corazón pero sin caer en el elogio barato de tipo turístico o la ponderación de costumbres caprichosas, anacrónicas y/ o regresivas vinculadas a la derecha vernácula y sus carcamanes filofascistas de siempre, ya que aquí en cambio se pretende retratar -paradoja mediante, porque al fin y al cabo hablamos de un mega tanque de uno de los gigantes de la industria cinematográfica internacional- una celebración como el Día de los Muertos que remite a un pasado reconvertido en eje de ese cariño que desde la vida apunta a un óbito que se aleja de la depresión y se ubica en sintonía con una afinidad que asimismo resalta los rasgos más positivos -los creativos, los pasionales, los tolerantes- de nuestros antepasados, condenando su catálogo de mentiras para aprender de los errores y nunca más repetirlos…
El tamaño de los sueños La primera aventura de Alexander Payne en el terreno de la ciencia ficción en realidad no se aleja demasiado de sus inquietudes existenciales de siempre, ahora volcadas de manera magistral hacia la sátira social vía una premisa deudora de las exploraciones nihilistas de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone) en torno al apocalipsis, las posibilidades/ delirios que abre la tecnología y todo ese manojo de bajezas y fortalezas que caracterizan al ser humano desde el comienzo de los tiempos. Considerando que la comedia mainstream está atravesando una de las peores fases en su historia, con poquísimos exponentes anuales y para colmo de una calidad francamente lamentable (siempre con ese humor barato para oligofrénicos basado en las burlas e insultos gratuitos, sin ningún sustrato ideológico que apunte a un discurso sobre la sociedad y la cultura de fondo), no podemos dejar de celebrar que autores individuales como el norteamericano nos devuelvan la potencialidad sardónica del género y su capacidad de ayudarnos a reflexionar acerca del mundo en el que vivimos. La historia gira alrededor de Paul Safranek (Matt Damon), un hombre gris que junto a su esposa Audrey (Kristen Wiig) planean someterse a un novedoso procedimiento de miniaturización que descubrió un científico noruego años atrás -motivado por la sobrepoblación contemporánea, la escasez de recursos y la destrucción del planeta- y que una compañía estadounidense eventualmente metamorfosea en un servicio que invita a los individuos a licuar sus activos y transformarlos en un devenir lujoso como moradores de una miniciudad de corte utópico, en esencia gracias a la conversión del sistema monetario inflado de las personas normales a su homólogo diminuto, de apenas un par de centímetros, en el que el volumen de los productos para sustentar la vida es mucho más acotado. En la decisión de “saltar hacia el abismo” juegan un papel fundamental esa típica ambición norteamericana de progreso, la curiosidad que representa la innovación tecnológica y la frustración para con cómo ha resultado la vida familiar/ profesional hasta ese momento. El guión, de Jim Taylor y el propio Payne, tuerce rápidamente la acción a partir de que la pareja de Paul lo abandona y él termina ayudando a una disidente vietnamita de izquierda que vive en los suburbios de lo que prometía ser una panacea colectiva, una mujer que se la pasa rodeada de mexicanos que como ella subsisten en el olvido, la marginación y la miseria, siempre limpiando las mansiones de los ciudadanos empequeñecidos adinerados. El realizador construye una parábola muy inteligente de las desigualdades convalidadas por el sistema, el oportunismo capitalista y los desengaños freaks de una mundanidad que nunca cae en la caricatura o el menosprecio habitual de Hollywood: en vez de ahogarse en hipérboles o quedarse sólo en la contraposición entre los rasgos decepcionantes de ambos mundos, el de la estatura normal y el de la gente reducida, el film prefiere examinar los sueños malogrados del protagonista y ponderar una maravillosa verdad vinculada al hecho de que los problemas de los seres humanos siempre los acompañan, vayan donde vayan. La intervención de Christoph Waltz como el vecino arrogante de Paul, de Udo Kier como un compinche de éste último y de Hong Chau en el rol de la muchacha vietnamita suman vitalidad al trabajo de por sí preciso de Damon, un actor que aprovecha cada una de las punzantes, adorables y/ o conscientemente patéticas líneas de diálogo marca registrada de Payne. Con mucho de la ironía política de La Elección (Election, 1999), otro tanto del desasosiego existencial de Las Confesiones del Sr. Schmidt (About Schmidt, 2002) y una mínima dosis de la tristeza melancólica de Nebraska (2013), Pequeña Gran Vida (Downsizing, 2017) es una rareza total en el panorama actual del séptimo arte, uno que parece haber olvidado por completo el análisis social y el estudio de las injusticias internacionales que el director encara en este caso, por un lado apoyando la militancia en pos de asistir al prójimo y por el otro escapándole a ese cinismo facilista y light tan de nuestros días, en el que todos afirman indignarse por la crisis de los refugiados, el cambio climático o la obsesión empresarial con usufructuar con toda novedad tecnológica/ especulativa que aparezca bajo el horizonte del marketing global… aunque muy pocos hacen algo para cambiar las cosas desde la isla en la que viven, sea ésta del tamaño que sea.
Jugando en equipo Y por milésima vez el mainstream se fagocita a sí mismo y para colmo no la mejor versión de su recurrente identidad pochoclera family friendly: Jumanji (1995) en su momento fue un producto de aventuras para niños más o menos potable y no mucho más, dominado por un Robin Williams mayormente contenido (lo que quiere decir, un tanto aburrido y cercano a esa depresión que siempre dejaba entrever cuando no le permitían hacer comedia improvisada) y una de las primeras andanadas de CGIs de los grandes estudios, previa a la saturación que traerían en un futuro muy próximo las pantallitas verdes y esos maniquíes digitales de seres vivos y aledaños (si bien el tiempo transcurrido ha desencadenado una mejora sustancial en los movimientos de los personajes, lamentablemente el grueso del diseño hollywoodense de rostros y cuerpos sigue siendo pésimo, símil cadáveres pálidos). En vez de por lo menos robar un par de ideas de la interesante Zathura: Una Aventura Fuera de este Mundo (Zathura: A Space Adventure, 2005), aquella secuela conceptual de la Jumanji original, la película que nos ocupa, Jumanji: En la Selva (Jumanji: Welcome to the Jungle, 2017), pretende ser una continuación del opus de Joe Johnston, lo que en términos prácticos se siente más una “remake no oficial” que un nuevo capítulo en la franquicia basada en el trabajo literario de Chris Van Allsburg. Como era de esperar tratándose del cine actual, el asunto ahora está volcado más hacia la comedia simplona que a las andanzas heroicas, no obstante en esencia todo continúa en la misma senda con un puñado de jóvenes que abren el juego de mesa del título, lo que los lleva a una realidad paralela marcada por la lógica lúdica, allí encontrando asimismo a otro mocoso atrapado desde hace varias décadas. Con el recordado Williams desaparecido, hoy los productores se buscaron a un cuarteto bien recargado para reemplazarlo: aquí tenemos a Dwayne Johnson y Kevin Hart por un lado, el dúo medio bobalicón se podría afirmar, y Jack Black y Karen Gillan por el otro lado, la dupla de actores en serio. La trama gira en torno a 4 adolescentes que terminan en la detención de un colegio por diferentes motivos y allí descubren el tablero reconvertido en videojuego, lo que hace que en la competencia adopten cada uno un avatar representado por los actores mencionados. Johnson continúa en modalidad autoparodia ya que interpreta a un nerd que le hace la tarea a Hart, en la realidad un negro grandote y en Jumanji un pobre diablo que le lleva las armas al ridículo fortachón. Black compone de manera perfecta a una burguesita malcriada/ egoísta y Gillan a una chica retraída e interés romántico de The Rock. Considerando el pelotón de guionistas de turno -cuatro recibieron crédito formal, léase Chris McKenna, Erik Sommers, Scott Rosenberg y Jeff Pinkner- y el paparulo del director Jake Kasdan, aquel de las impresentables Nuestro Video Prohibido (Sex Tape, 2014) y Malas Enseñanzas (Bad Teacher, 2011), dos bodrios que sintetizan todo lo que está mal en el mainstream contemporáneo al momento de pretender encarar una comedia popular y terminar en la grasitud más cínica posible, a decir verdad la excesivamente larga Jumanji: En la Selva no llega a ser el desastre que prometía ser por la intervención de los cuatro protagonistas, cuyas simpatía y destreza -depende del caso- logran remontar una historia bastante remanida que inventa a un villano con muy poco desarrollo, Van Pelt (Bobby Cannavale), en función de la búsqueda de una gema que controla a los animales del juego y que sigue una dialéctica de lo más lineal, para nenes muy chiquitos. Algunas secuencias de acción son entretenidas y hasta un par de chistes despiertan sonrisas, pero la película jamás consigue despegar del todo de una medianía de pocas luces basada en un equipo eficiente…
Contra las masacres de la tauromaquia El brasileño Carlos Saldanha es uno de los mejores directores de animación trabajando en el mainstream hollywoodense de nuestros días, recordemos para el caso la estupenda Rio (2011), su secuela del 2014 y los primeros capítulos de la franquicia iniciada con La Era de Hielo (Ice Age, 2002). Olé: El Viaje de Ferdinand (Ferdinand, 2017) es su regreso a la realización, una película que si bien es más humilde a nivel de la típica fastuosidad visual de un tanque para niños de estas características, ahora producido por Blue Sky Studios y 20th Century Fox, asimismo trabaja con mayor eficacia y profundidad la dimensión conceptual: para aquellos que aún no lo sepan, vale aclarar que hablamos de una doble adaptación/ remake/ extensión a largometraje de La Historia de Ferdinand (The Story of Ferdinand), el famoso libro infantil de Munro Leaf, y Ferdinand, el Toro (Ferdinand, the Bull, 1938), sin duda uno de los mejores cortometrajes del período clásico de Walt Disney. La tarea era de por sí bastante ambiciosa porque las obras de Leaf y de la compañía creadora de Mickey Mouse continúan siendo muy populares en muchas partes del globo, principalmente porque ambas atravesaron distintas prohibiciones y vedas a lo largo del Siglo XX debido a que diversos regímenes dictatoriales -y de los otros, las democracias capitalistas probélicas- han considerado al personaje central una alegoría del pacifismo y el respeto por el prójimo, axiomas/ preceptos que nunca fueron muy aceptados que digamos por la humanidad. Saldanha honra la estructura paradigmática del relato y la aggiorna vía sus marcas registradas de siempre, léase muchos colores pasteles y un diseño de personajes sutilmente caricaturesco, a lo que se suma una multiplicidad de palabras y nombres en castellano que condimentan el contexto de la historia, España en esta ocasión, así como el mismo recurso hizo lo propio con respecto a México en la excelente Coco (2017), de Pixar. Al comienzo de la trama Ferdinand es un becerro amante de las flores y de naturaleza serena que crece en Casa del Toro, un rancho en Sevilla de cría/ entrenamiento de toros para corridas. Luego de la muerte de su padre en una de las susodichas, algo no del todo comprendido por los animales, el protagonista escapa y eventualmente termina en una granja de flores, cuya familia propietaria lo adopta y le brinda amor. El animal con el tiempo se transforma en un toro gigantesco y fuerte que un día, mientras está en el pueblito de turno con motivo de un festival anual de las flores, es picado por una abeja, lo que desencadena un alboroto mayúsculo en el que el clan lo pierde de vista y así el muchacho es atrapado y llevado de vuelta a Casa del Toro, un lugar en el que su impronta anti-violencia chocará con el ideario intolerante de los otros toros, quienes consideran que la única forma de escapar del destino funesto del matadero es ser rudos e implacables con el objetivo de que los elijan para las corridas. A la par de que entabla amistad con una cabra un poco demente llamada Lupe y conoce a un grupo de erizos que suelen entrar y salir del establecimiento como si nada, Ferdinand tendrá que derribar los prejuicios de sus colegas y por supuesto terminará descubriendo que las corridas no son lo que el resto de los toros creen, más bien todo lo contrario, circunstancia que a su vez derivará en un intento de fuga. Un punto muy a favor del convite es que el protagonista en ningún momento traiciona su temple sosegada y así el eje del cambio identitatio -plataforma tradicional de los cuentos infantiles- pasa a su entorno, a los otros toros, lo que por cierto está bien encauzado porque el desarrollo se siente natural, quizás con la idiosincrasia de cada personaje subrayada un tanto “a lo bestia” pero por ello mismo encantadora cada una de ellas. Olé: El Viaje de Ferdinand no evita su sustrato álgido y hasta se mete de lleno en él mediante la llegada a Casa del Toro de El Primero, un torero egoísta y sanguinario que pretende seleccionar al animal más bravo para una última corrida antes de retirarse, lo que permite en un inicio incorporar la dialéctica de la lucha interna de los campos de concentración en pos de la supervivencia y luego eventualmente llegar al mítico desenlace que todos conocemos por el libro de Leaf y el corto de Disney (hoy un “poco demasiado” optimista en eso de confiar en que el pueblo puede cambiar, no obstante mucho no se puede decir porque estamos frente a una propuesta infantil que ante todo procura transmitir una semblanza luminosa). El opus de Saldanha denuncia las masacres horrendas de la tauromaquia, refuerza la actitud pacífica individual y ofrece una maravillosa persecución en Madrid y escenas hilarantes cortesía de Lupe, los erizos y esos tres corceles bailarines -vecinos de los toros- con acento germano…
Bajo la rambla Nunca está de más repetir que las películas de Woody Allen son en primera instancia una garantía de calidad, más allá de la vertiente específica de su carrera que prefiera cada espectador en particular, y en segundo lugar una suerte de “antídoto” contra el sustrato anodino y profundamente impersonal de gran parte del cine contemporáneo, ese cuya idiosincrasia pasa por reproducir hasta el hartazgo las mismas fórmulas narrativas de siempre pero ya sin la pasión ni el talento ni la valentía de otros tiempos más heterogéneos. Por supuesto que el regreso al pasado -tanto al propio como al pasado propiamente dicho- es una constante en la producción de las últimas dos décadas del mítico director y guionista, no obstante esta recurrencia trae a colación una nostalgia que se sitúa muy lejos de su homóloga procesada y “en pose” del mainstream actual porque de hecho hablamos de una melancolía de primera mano que abarca a la vez los rasgos positivos y negativos de antaño. Su nuevo opus, La Rueda de la Maravilla (Wonder Wheel, 2017), sigue el mismo derrotero dramático de sus trabajos previos, Hombre Irracional (Irrational Man, 2015) y Café Society (2016), con personajes extasiados que se ven obligados a tomar una decisión en un momento crucial del relato y con una puesta general en la que se combinan detalles varios del teatro y de las tragedias griegas. Ahora cuatro son los personajes principales, un número relativamente austero para los estándares de Allen, aunque la verdadera protagonista es Ginny (Kate Winslet), una mujer que en la Coney Island de la década del 50 del Siglo XX subsiste como camarera de un restaurant de la zona, mientras su esposo Humpty (Jim Belushi) se desempeña como operador de un colorido carrusel de la feria pegada a la playa. Ella arrastra un hijo pequeño de su primer matrimonio, Richie (Jack Gore), que se la pasa generando incendios, y él una hija veinteañera, Carolina (Juno Temple), cuya madre murió. El enredo existencial/ romántico clásico del neoyorquino se desencadena cuando Ginny comienza una aventura con Mickey (Justin Timberlake), un guardavidas que la lleva en repetidas ocasiones bajo la rambla para “intimar” en paz, lejos del conventillo de la feria y los turistas circunstanciales. La cosa se complica aún más por la atracción entre Mickey y Carolina, quien a pesar de estar distanciada de su padre se presenta en la casa de Humpty y Ginny buscando un refugio donde esconderse de su marido, un mafioso del que huyó y al cual traicionó contándole sus secretitos sucios al FBI. Desde ya que este entramado de esperanza, celos y frustración calará hondo en la estabilidad mental de Ginny, una heroína a la que podemos describir como una versión exacerbada y trágica de la Mia Farrow de films como La Rosa Púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) y Alice (1990), léase esposo obtuso, insatisfecha emocionalmente y con “sueños de liberación” que antes pasaban por el cine y la fantasía y ahora están condensados en la relación que entabla con Mickey, a su vez un muchacho culto que aspira a convertirse algún día en un dramaturgo. Aquí el octogenario realizador construye una propuesta exquisita y meticulosa, jugando de manera permanente con el carácter e ideario de cada personaje y en especial subrayando el poderío de las actuaciones del elenco, ya que los cuatro intérpretes centrales están perfectos cada uno en su rol, un cast que por cierto corrige aquellos desniveles de Café Society. Como siempre en el cine de Allen, la película retrata con una enorme inteligencia el choque entre la voluntad individual de los personajes y las misteriosas fuerzas del destino/ la aleatoriedad social, un esquema que analiza los límites del control que uno tiene sobre su propia existencia y ese vasto mundo circundante que ejerce su presión. Ginny, una mujer constantemente al borde de la histeria, acumula el peso de un matrimonio roto por una infidelidad suya, un hijo problemático por el que tuvo que renunciar a su carrera actoral y para colmo un marido abusivo a quien ya ni siquiera ama: la maestría del director queda de relieve en la gloriosa estructuración dramática y en el manejo de tanto sentir agridulce, uno que parece morderse la cola todo el tiempo cual condena asumida con sutil resignación…
Celebridad y muerte Desde hace décadas y décadas al cine argentino le cuesta horrores la ficción de calidad y cada pequeño éxito debe ser ponderado por más que no sea -precisamente- un paso gigante adelante. Tomemos como ejemplo el caso del director y guionista Nicanor Loreti, un autor vernáculo especializado por un lado en trabajos por encargo en la línea de las patéticas e hiper televisivas Socios por Accidente (2014) y su secuela del 2015, y por otro lado en propuestas más personales y profundamente disparatadas como Diablo (2011), Kryptonita (2015) y el opus que nos ocupa, 27: El Club de los Malditos (2018). Por supuesto que es esta última vertiente de su carrera la interesante, un linaje que si bien no ha generado obras maravillosas ni nada parecido, por lo menos nos regaló un soplo de aire fresco mediante anomalías que quiebran en parte la previsibilidad y/ o monotonía del cine de nuestro país. Como era de esperar, aquí Loreti reincide en cada una de sus marcas registradas de antaño: así tenemos un pulso narrativo cercano al western, una arquitectura dramática símil film noir, algún que otro detalle del terror de corazoncito gore, apuntes sardónicos por todas partes y una lógica formal vinculada a ciertos automatismos de los videoclips y el cine noventoso (nos referimos a esa sobreabundancia de cámara lenta, música altisonante y un preciosismo muy marcado desde la fotografía y la puesta en escena en general). En esta oportunidad el delirio adquiere ribetes rockeros debido a que abarca la leyenda de la supuesta maldición que padecieron algunas luminarias del género que fallecieron a la edad de 27 años, ya sea por sobredosis o accidente o suicidio, una condena que habrían sufrido eminencias como Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Brian Jones y Amy Winehouse. La historia comienza con la muerte de Leandro de la Torre (Ezequiel Iván Cwirkaluk), un frontman de una banda punk que una noche sale disparado desde una ventana de un edificio, suceso que es registrado en video por una de sus fans, Paula (Sofía Gala), que está segura de que todo se trató de un asesinato. El policía a cargo del caso es el Teniente Martín Lombardo (Diego Capusotto), un oficial violento, alcohólico e hincha de Racing, excusa que utiliza para entrar en peleas con grupos de fanáticos de otros equipos de fútbol. El asunto rápidamente deriva en una conjunción entre la comedia negra y los relatos de “testigo en peligro” cuando descubrimos que el responsable del crimen es un misterioso personaje interpretado por Daniel Aráoz, quien manda a sus sicarios a cazar a Paula y en esencia encabeza/ encabezó una conspiración para dar de baja a determinados rockeros. Sin duda Loreti exprime con astucia el ridículo amable de cada situación y aprovecha la disposición física de los actores para su estupendo trabajo de cámaras, no obstante tiende a alargar demasiado algunas secuencias y no sabe cómo contener la andanada de artilugios visuales anteriormente descriptos (la mayoría un tanto anacrónicos a esta altura). Desde ya que el desempeño de Capusotto y Aráoz constituye lo mejor de la película en su conjunto porque ambos demuestran que a pesar de estar bastante encorsetados por un guión correcto aunque con pocas ideas, firmado por el propio realizador bajo la asistencia del veterano Alex Cox, lo cierto es que los dos intérpretes descuellan en un opus que en ocasiones se toma en serio en una proporción mayor a la conveniente, a fin de cuentas quedándose en un retrato light de la amalgama entre celebridad y muerte vía aquella dialéctica de la industria del espectáculo centrada en los celos, el desaire, la crueldad y un rencor que se arrastra a través del tiempo. La chance de pegarle al mainstream o extremar el sustrato satírico o profundizar en la idiosincrasia de cada personaje desaparece a medida que se acumulan flashbacks ilustrativos e innecesarios sobre los decesos de los músicos… y mejor ni hablar de lo lamentable de la inclusión en el “lote maldito” -al que hace referencia el título y la trama- de Joe Strummer, que murió a los 50 años, y Sid Vicious, que falleció a los 21 años.
Ilusiones al por mayor Si uno como espectador está frente a un musical protagonizado por Hugh Jackman sobre la vida y carrera en el espectáculo de P.T. Barnum, uno de los personajes más multifacéticos y bizarros de la historia norteamericana del Siglo XIX, ya sabe de antemano que poco y nada quedará de la complejidad de la existencia real del susodicho y que todo se reducirá a un pantallazo fastuoso alrededor de algunos episodios de su trayectoria que asimismo darán forma a un nuevo exponente de esas fábulas de ascenso social que tanto fascinan a los anglosajones. Considerando que literalmente todo apunta a lo anterior, la película en sí es un trabajo relativamente digno que consigue superar sus limitaciones gracias a la solidez de la interpretación del australiano y el despliegue técnico de un Hollywood bien recargado, capaz de autoconvencerse de que semejante delirio puede atraer al público cínico actual. Desde el vamos debemos aclarar que este es un musical que responde a la tradición clásica del género (las escenas cantadas hacen avanzar a la trama y adquieren un rol preponderante en el desarrollo dramático en general), lo que también implica que se desentiende de la estrategia narrativa posmoderna símil el enorme Bob Fosse (en la que los segmentos musicales apenas si condimentan la historia y no poseen la importancia de las secuencias dialogadas). A esto se suma la decisión del director debutante Michael Gracey de utilizar una iconografía videoclipera/ publicitaria -hoy por hoy bastante agotada- que a su vez se condice con una andanada de canciones pop altisonantes y de resonancias hiphoperas cortesía de Justin Paul y Benj Pasek, el mismo equipo responsable de los temas de La La Land (2016), otro producto vintage que pretendía amalgamar al pasado con el presente. Tratándose de un vehículo para el lucimiento de Jackman, lo que significa que la obra es muy aduladora para con el protagonista, era de esperar que se dejaran de lado elementos que podrían haber enrarecido/ completado a Barnum, como por ejemplo su derrotero político, el promover la execrable explotación animal y el haber sido el principal artífice de aquellas criaturas híbridas de antaño con el objetivo de atraer al mayor público posible a sus shows. Ahora todo se reduce a sus orígenes humildes, el casamiento con Charity (Michelle Williams), sus hijas, el armado de su exhibición de “fenómenos”, la mutación hacia la estructura de los circos modernos, su trabajo como empresario con la cantante de ópera Jenny Lind (Rebecca Ferguson) y lo que ya todos podemos prever (dificultades, tropiezos varios y una especie de triángulo amoroso que nunca se termina de consumar). Como decíamos anteriormente, aquí el ridículo total es la norma -de la misma forma en que lo era en los musicales clásicos, de hecho- y si se acepta este “detalle” se podrá disfrutar de un espectáculo suntuoso aunque bastante light que por lo menos tiene la decencia de ser sincero al enfatizar una y otra vez que el negocio del protagonista y de la película en su conjunto pasa por vender ilusiones al por mayor (si bien hay un tenue discurso a favor de los marginados y su integración aguerrida a la sociedad, lo cierto es que el eje real del relato es la defensa del arte como entretenimiento popular a la vieja usanza, obnubilando al público con lo insólito para que lo saque de su rutina cotidiana). Jackman, Williams y Ferguson están muy por encima de las canciones, las cuales son tan anodinas como las de La La Land y para colmo se alargan en demasía en algunas escenas, contribuyendo a la pereza conceptual del film. Incluso así, el producto es prolijo y fundamentalmente resulta entretenido por sus inspiradas coreografías, la solvencia de las interpretaciones y la idea macro de ponderar el rol de los productores/ maestros de ceremonias como figuras claves, para bien y para mal, en la industria cultural del capitalismo de los últimos dos siglos…
Confusión y autoengaños cotidianos Si salimos del circuito de los festivales internacionales, la obra de Hong Sang-soo es en términos prácticos desconocida para el gran público, lo que sinceramente es una pena porque el director y guionista es uno de los maestros contemporáneos del cine minimalista y melancólico. El coreano se especializa en el arte de escudriñar -desde el laconismo- cada pequeño recoveco del amor mediante una coctelera de influencias cinéfilas que abarca una pluralidad de realizadores, como por ejemplo Ingmar Bergman, Jean-Luc Godard, Robert Altman, John Cassavetes, Woody Allen y sobre todo Éric Rohmer. Al igual que el francés, Hong gusta de retratar la trivialidad y los misterios de ese azar tragicómico que parece guiar las relaciones románticas entre los personajes, siempre remarcando que el ideario y la sensibilidad de los susodichos resultan más importantes que la trama propiamente dicha. Las herramientas formales son más o menos siempre las mismas: tenemos una enigmática colección de tomas secuencia con cámara fija -condimentadas vía zooms furiosos sobre los rostros y algún que otro flashback esporádico- en las que dos o más personajes se traban en extensas conversaciones alrededor de su rutina, su idiosincrasia o los pormenores del vínculo en cuestión, poniendo en interrelación tanto los puntos a favor como los elementos en contra de cada caso. El Día Después (Geu-hu, 2017), su último opus, es otro pantallazo prodigioso en torno a sus obsesiones más lúdicas, léase la falta de comunicación y los equívocos que provoca, pero en esta oportunidad curiosamente dejando de lado -en gran medida- el tono de comedia dramática de antaño para privilegiar un pulso narrativo más acongojado e incluso más sobrio, coronado por una hermosa fotografía en blanco y negro. Ahora bien, el planteo central asimismo es escueto a más no poder y hoy por hoy pasa por los problemas en los que se mete Bong-wan (Kwon Hae-hyo), el jefe cuarentón de la Editorial Kang, un hombre casado que recientemente se separó de su amante y secretaria Chang-sook (Kim Sae-byeok) y para reemplazarla contrató a la también joven Ah-reum (Kim Min-hee), una chica a la que conocemos en su primer día de trabajo en el lugar. La batahola se genera cuando la esposa de Bong-wan descubre un poema de amor escrito por él para su amante, circunstancia que deriva primero en la irrupción de la exaltada mujer en la editorial y luego en una buena golpiza contra Ah-reum, confundiéndola con la “tercera en discordia”. El asunto para colmo no se queda allí porque a posteriori de las disculpas del caso y de pedirle a la magullada que a pesar de todo por favor continúe en la empresa, Chang-sook reaparece de repente y Bong-wan no tiene mejor idea que contradecirse y echar a Ah-reum, ahora doblemente aporreada, tanto por el hombre como por sus mujeres. Desde ya que Hong le pega duro al machismo cobarde y patético del protagonista y a la ceguera/ inocencia/ pasividad de los personajes femeninos, sin embargo el eje del relato está condensado en tratar de entender cada perspectiva individual -en especial con la “lógica” de los sentimientos y hasta una cierta espiritualidad- y enfatizar aquello de que la vida es un ciclo de ensayo y error que eventualmente llega a un fin que se parece bastante a la desconcertante oscuridad del comienzo. Una vez más el coreano se luce en la dirección de actores porque consigue trabajos estupendos de todos los intérpretes, los cuales dejan una ristra de corazones rotos que se homologan con la confusión y los autoengaños que van quedando en el trajín cotidiano como manifestaciones residuales de nuestro paso por este mundo. El absurdo y la disparidad intrínseca de determinadas situaciones se traslucen en diálogos irónicos que ocultan más de lo que revelan debido a que en esencia hablamos de seres fracturados que no logran del todo reconstruir los puentes que los unen entre sí…
La necesidad de abastecerse La muy esperada Jeepers Creepers 3 (2017) continúa esa suerte de declive cualitativo que caracteriza a la franquicia desde sus ya lejanos comienzos: mientras que Jeepers Creepers (2001) fue una muy buena reformulación de las películas de monstruos, con un marco de road movie y detalles varios del western, y Jeepers Creepers 2 (2003) fue una secuela digna, centrada más en un relato de entorno cerrado y alguna que otra premonición fuera de lugar, en esta oportunidad este nuevo eslabón cae en el temido terreno de “ni bueno ni malo”, léase el enclave de esos productos desparejos que a fin de cuentas no resultan del todo satisfactorios. Las razones que nos llevaron a este punto son muchas y en esencia giran alrededor del tiempo transcurrido desde la segunda parte, las vueltas que tuvo el guión en estos años, la falta de financiamiento y los “problemitas legales” que arrastra Victor Salva. Para aquellos que no lo sepan (como si todavía hubiese alguien), aclaremos que el director y guionista de la saga fue acusado de estupro y posesión de pornografía infantil en 1988 y condenado a tres años en prisión, de los que cumplió 15 meses. Este pasado dificultó la producción de casi todos los films de Salva, desde su ópera prima Clownhouse (1989), por denuncias y numerosos escraches. Si nos concentramos en su carrera a secas bien podemos afirmar que nunca fue un iluminado del séptimo arte pero la seguidilla de sus inicios, que arranca con su debut y finaliza en la primera Jeepers Creepers, pasando por The Nature of the Beast (1995), Powder (1995) y Rites of Passage (1999), es bastante potable… lo que no podemos extender a sus opus posteriores a Jeepers Creepers 2, ya que sus dos trabajos de horror previos al presente son un tanto flojos, Rosewood Lane (2011) y Haunted (2014). Uno está tentado a decir que el señor perdió definitivamente el toque para el cine de género, sin embargo algunas secuencias de Jeepers Creepers 3 lo desmienten por una eficacia que se pierde un poco entre una serie de malas decisiones que abarcan el capricho de situar a la acción entre la primera parte y la segunda, ya no centrarse en un par de protagonistas o un grupo uniforme sino en toda una comunidad sin concederle tiempo suficiente de desarrollo a ningún personaje y finalmente el apostar en demasía por unos CGI bastante berretones que multiplican el uso -acotado y minimalista- que se les dio en las entradas anteriores (de seguro se debe a que el presupuesto de la propuesta fue ínfimo y la parafernalia digital hoy sale más barata que los queridos practical effects). El realizador trata infructuosamente de “maquillar” este dilema vía planos a la distancia, movimientos acelerados y tomas cortas. Ahora bien, llama poderosamente la atención la confianza que se tiene Salva a pesar de estos inconvenientes, la cual se trasluce de la misma naturaleza del opus en tanto “capítulo intermedio” de lo que serán -suponemos- más obras a futuro, circunstancia que en términos prácticos nos deja sin clímax y sin una verdadera trama más allá de esta colección de escenas más o menos inconexas que giran en paralelo alrededor de una brigada de policías que salen a la caza del monstruo titular, conocido como Creeper, y de unos pueblerinos algo insípidos que se transforman en carne de cañón para la necesidad de la criatura de abastecerse de ricos humanos cada 23 años durante 23 días exactos. Entre el misticismo de las visiones de la segunda entrada, escenas de acecho a todo lo que da y los nuevos y muy interesantes artilugios del camión del amigo Creeper, la película se perfila progresivamente hacia una inesperada entonación trash que parece ser involuntaria y aun así no deriva en un desastre absoluto porque -dentro de todo- el film es tan entretenido como inconsistente…
La sombra sobre la inocencia Si bien el terror clase B de nuestros días está ampliando el abanico de temas tratados en consonancia con la buena salud del género en términos internacionales, en varios aspectos continúa arrastrando un conjunto de problemas que van más allá del enclave de los sustos y se extienden a todo el séptimo arte contemporáneo en general. Dos son los inconvenientes principales que atraviesa el cine actual: el primero es la falta de verdadera garra narrativa y el segundo una redundancia que deriva en un déficit muy pronunciado en materia de “entretenimiento” a secas (ya ni siquiera hablamos de productos culturales socialmente valiosos, sólo de distracciones eficaces). Las fuerzas propulsoras fundamentales del horror son de hecho el nervio y el dinamismo, y su ausencia siempre queda en primer plano ante el espectador y deja atrofiado al film en cuestión de una manera tal que lo encarrila al olvido. Y sí, gran parte de la producción cinematográfica del presente pareciera que no tiene sangre en las venas por lo tibia y artificial que resulta a ojos de quienes hemos crecido con una oferta artística más variada, realizada con recursos más limitados que los actuales aunque rebosante de las ideas que hoy faltan. Tomemos por ejemplo la película que nos ocupa, Se Ocultan en la Oscuridad (Be Afraid, 2017), una obra que en otras épocas se hubiese volcado al campo de la desproporción, el sustrato cómico o el gore irrefrenable, pero ahora se nos presenta como un opus de una seriedad casi sepulcral que trata de darle una vuelta de tuerca al engranaje narrativo del “pueblito que esconde un secreto” a través de la repetición ad infinitum de la misma secuencia de amenaza nocturna que muestra poco y nada de los villanos de turno, otra vez unas criaturas fantasmales que secuestran a los niños del lugar. Hasta las clásicas trasheadas del enorme Roger Corman, como Death Race 2000 (1975), Humanoids from the Deep (1980) y Galaxy of Terror (1981), conocían sus muchos obstáculos y -dentro de una procaz cosmovisión de “todo vale”- se corrían de esa máxima cansadora de nuestros días centrada en lo que algunos productores entienden por “apostar a seguro”, léase el rodar la misma obra por milésima vez sin un ápice de innovación o acento distintivo o propensión hacia el collage de antaño. Como era de esperar, Se Ocultan en la Oscuridad es muy prolija porque si hoy existe un rasgo por antonomasia al momento de la constitución del equipo detrás de cámaras, es la profesionalidad técnica (el realizador Drew Gabreski posee una larga experiencia como director de fotografía acumulada durante los últimos años y el guionista Gerald Nott cuenta con un sólido bagaje como editor asistente). Quizás lo más curioso del caso es que la película se las ingenia para construir personajes que se sienten de carne y hueso, lejos de las caricaturas de gran parte del mainstream hollywoodense tradicional, no obstante esa riqueza dramática está desaprovechada porque el convite se enrosca a sí mismo en una trama cíclica y mayormente aburrida en torno a dos viejos tópicos del género, la sombra sobre la inocencia (la captura de pequeños reemplaza al asesinato -o cosas peores- del pasado ya que permite nivelar hacia abajo y castrar al film de todo verdadero peligro), y los misterios subyacentes a las pesadillas en la línea de la franquicia centrada en Freddy Krueger (aquí el protagonista sufre de parálisis del sueño, un desorden que lo deja catatónico y a merced de los seres espectrales). Algunas escenas potables llegando el final no alcanzan para redimir un opus desinspirado y bastante lerdo…