Lo etéreo en lo real La tarea que se proponen los realizadores y guionistas Fabio Grassadonia y Antonio Piazza en Luna: Una Fábula Siciliana (Sicilian Ghost Story, 2017) no es precisamente fácil: en esencia pretenden construir un retrato de tono preciosista, sensible y meditabundo de uno de los crímenes más siniestros perpetrados por la mafia siciliana, el secuestro y homicidio de Giuseppe Di Matteo, el hijo de 11 años de Santino Di Matteo, un ex miembro de la Cosa Nostra que en 1993 cayó preso y se transformó en un “arrepentido” -léase testigo para la fiscalía- en el caso del asesinato en 1992 del juez antimafia Giovanni Falcone. Desde ya que sus antiguos socios no vieron con buenos ojos que comenzara a desembuchar detalles varios de la poderosa organización, por ello mismo decidieron hacérselo saber raptando a su primogénito y amenazándolo con matarlo si seguía colaborando con el gobierno italiano. Para trabajar el tema, Grassadonia y Piazza optaron por la introducción de un personaje ficcional y una historia romántica centrada en el vínculo entre el joven Giuseppe (Gaetano Fernández) y la también adolescente Luna (Julia Jedlikowska), ambos compañeros de colegio en un pequeño pueblo siciliano rodeado por un bosque. Un día Giuseppe deja de asistir a la escuela, circunstancia que sólo despierta preocupación en Luna ya que el resto de los habitantes del lugar sucumben en la indiferencia, el silencio o ese negacionismo típico de los adultos más necios y cobardes. A medida que se incrementa la inquietud de la niña, quien comienza a experimentar visiones sobre el padecimiento de Giuseppe y su amor platónico para con el muchacho, de a poco vamos descubriendo los detalles de la captura y un cautiverio cuyas condiciones se agravan sistemáticamente durante los meses venideros. El film, gracias a su sutileza, termina siendo un experimento tierno e interesante que requiere de toda la paciencia y atención posibles del espectador, principalmente debido a que el desarrollo narrativo es muy lento y está apuntalado en la esplendorosa fotografía de Luca Bigazzi, un profesional conocido por sus trabajos con Paolo Sorrentino. Como decíamos antes, el pulso en general está vinculado con la amalgama de lo onírico/ etéreo y el realismo sucio más doloroso, el que involucra maltrato contra un pequeño; lo que asimismo nos lleva a uno de los terrenos predilectos del séptimo arte desde siempre, el de la “lectura infantil” en torno al mundo de los adultos, algo así como un proceso de apertura, descubrimiento, angustia y triste adecuación en el que estallan buena parte de las certezas acumuladas a la fecha y se desvanecen las concepciones más idealistas del devenir social. Hay que concederles a los directores el mérito de describir a rasgos generales los hechos sin maquillaje y a pesar de ello tener la templanza suficiente para tratar de buscar un sustrato de poesía en medio de esta industria de la muerte mafiosa (la cual, por cierto, no es más que otro brazo del capitalismo genocida y hambreador de siempre), y lo mismo se podría decir de lo bien que está incorporado a la historia el personaje de Jedlikowska, una suerte de “testigo anímica” de lo sucedido, atormentada tanto por la desaparición en sí como por la inoperancia de todas las figuras de autoridad que la circundan (padres, profesores, la propia policía, etc.). Otro punto positivo pasa por la decisión de enfatizar el encantador lazo de Luna con su mejor amiga Loredana (Corinne Musallari), en términos prácticos la única que la acompaña en su pesquisa en pos de Giuseppe. Ahora bien, lamentablemente Grassadonia y Piazza al mismo tiempo se muestran demasiado propensos a alargar sin necesidad las situaciones y a caer en ciertas redundancias conceptuales -a nivel de las metáforas- en especial en el último tramo del metraje, cuando el horror se asoma de manera ominosa ya sin alicientes. A diferencia de las alegorías fantásticas/ históricas/ agridulces del enorme Guillermo del Toro, aquí el relato a veces se siente con pocas ideas y sin la imaginación que prometía en un principio. Incluso así, Luna: Una Fábula Siciliana es un film atrapante y por momentos hipnótico, capaz de combatir la crueldad con un amor de acento místico…
A la sombra materna En la misma línea de la reciente y también impresentable Guerra de Papás 2 (Daddy's Home 2, 2017), La Navidad de las Madres Rebeldes (A Bad Moms Christmas, 2017) es un nuevo intento de comedia por parte de Hollywood que pretende retratar la supuesta idiotez del estadounidense promedio, en otra de esas jugadas comerciales que se ubican a mitad de camino entre el basureo y la condescendencia en relación al público a captar: ya sabemos que estos engendros sólo funcionan en serio en el mercado del país del norte, el destino de exportación llega cuando los protagonistas mueven la taquilla o cuando la fórmula está tan quemada que todos pueden vislumbrarla de antemano dejándose “guiar” por el título en cuestión. Desde hace décadas la mediocridad del formato familiar se mezcla con el fetiche burgués de las festicholas para descerebrados que ponderan el consumismo más grasiento. Hay varios puntos en común entre este film escrito y dirigido por Jon Lucas y Scott Moore, todos unos especialistas en el tema con bodrios de la talla de 21, la Gran Fiesta (21 & Over, 2013), Fiesta de Navidad en la Oficina (Office Christmas Party, 2016) y la horrenda saga iniciada con ¿Qué Pasó Ayer? (The Hangover, 2009), y la película protagonizada por Will Ferrell, Mark Wahlberg, Mel Gibson y John Lithgow… por cierto los resultados son igual de calamitosos. Mientras que las diferencias más visibles pasan por el tono de “comedia zarpada” de la primera y de “comedia liviana” de la segunda, y la ausencia hoy por hoy de un elenco a la altura de su homólogo del opus de Sean Anders (con la honrosa excepción de la enorme Susan Sarandon), las dos propuestas se centran en los conflictos entre distintas generaciones de familias burguesas durante la atribulada víspera navideña. Si antes los inconvenientes se suscitaban por el maltrato del padre fascista que interpretaba Gibson -oh, casualidad- hacia su hijo Wahlberg y las diversas disputas con el otro dúo padre/ hijo, el de Lithgow y Ferrell, ahora es el turno de ofrecernos la versión femenina del estereotipo en función de tres mejores amigas, en la piel de Mila Kunis, Kristen Bell y Kathryn Hahn, que deben lidiar con sus respectivas progenitoras, léase Christine Baranski, Cheryl Hines y la ya nombrada Sarandon. Los personajes, al igual que en la primera parte El Club de las Madres Rebeldes (Bad Moms, 2016), son de trazo grueso y paupérrimos: Kunis es la mami linda y “normal” que un día se cansa y manda todo al demonio, Bell es la típica tonta que quiere caerle bien a todo el mundo a costa de no desarrollar ni un mísero rasgo propio y finalmente Hahn es una triste parodia de la fémina rockera entrada en años. Por supuesto que las madres/ abuelitas de las crías de las protagonistas respetan el mismo modelo aunque a veces invirtiendo la polaridad, con Baranski interpretando a una arpía dominante, Hines a una mujer muy light y súper molesta y Sarandon a una manipuladora deliciosamente egoísta. Como era de esperar, el convite celebra a la estupidez por la estupidez en sí porque se enrola en el cinismo inofensivo y decadente de nuestros días, ese que fue impulsado por la misma industria cultural que genera productos idénticos al que nos ocupa, llenos de insultos gratuitos y situaciones trilladas que se agotan de inmediato porque -a diferencia de otros tiempos mejores del mainstream- no forman parte de una estructura inteligente que apunta a la sátira social/ política… más bien todo lo contrario, ya que aquí tenemos de nuevo sentencias regresivas, apáticas y sexistas de lo más repulsivas que retrasan muchos años y confirman que vivir a la sombra materna es la única manera de vivir y que el lugar de la mujer sigue siendo engendrar a una prole de energúmenos que con el tiempo seguirán la tradición familiar y así todos juntos verán películas como la presente.
Quimeras de la marginación Uno de los elementos unificadores de la excelente Good Time: Viviendo al Límite (Good Time, 2017) es la desesperación del protagonista de la faena en cuestión, una excursión por las zonas menos amigables de New York a lo largo de un puñado de horas que abarcan principalmente la noche. La película, dirigida por los hermanos norteamericanos Josh Safdie y Benny Safdie, es un verdadero cóctel adrenalínico que sabe tensar la acción a través de un devenir suburbial de lo más inesperado y agresivo, en todo momento cargado de influencias cinematográficas muy claras: aquí desfilan detalles varios del Stanley Kubrick de Casta de Malditos (The Killing, 1956), el Sidney Lumet de Tarde de Perros (Dog Day Afternoon, 1975), el Martin Scorsese de Después de Hora (After Hours, 1985), el Tom Tykwer de Corre, Lola, Corre (Lola Rennt, 1998) y el Nicolas Winding Refn de la maravillosa trilogía compuesta por Pusher (1996), Pusher II (2004) y Pusher III (2005). La propuesta comienza con una sesión de terapia, en la que Nick Nikas (el propio Benny Safdie) está siendo tratado por sus problemas mentales, que es interrumpida a los gritos por su hermano Connie (Robert Pattinson). La acción de golpe corta a los dos robando con máscaras 65.000 dólares de un banco, una operación que marcha bien hasta que en la huida -dentro de un auto- explota una bomba de polvo rojo escondida en la bolsa con el dinero. Los muchachos logran lavarse pero eventualmente son perseguidos por la policía y Nick termina detenido luego de estrellarse contra un ventanal. Con la angustia a cuestas, Connie utiliza el dinero del atraco para pagar la fianza no obstante le faltan 10.000 dólares porque muchos billetes están manchados. Después de recurrir infructuosamente a su novia Corey (Jennifer Jason Leigh), el protagonista decide buscar y sacar él mismo a su hermano cuando se entera que ha sido internado en un hospital por una paliza en una pelea con otros presos. Mediante un prodigioso trabajo de cámaras, basado fundamentalmente en primeros planos continuos para los diálogos y tomas más amplias e hiperquinéticas para las persecuciones callejeras, los realizadores exprimen al máximo una idiosincrasia general sustentada en un encadenamiento casi pesadillesco de acontecimientos vinculados con las quimeras de progreso y “paz en familia” de los sectores marginados de la sociedad, para los que la delincuencia es la única salida viable en un sistema capitalista que se la pasa triturando expectativas. Es en esa serie de improvisaciones al paso -y muy inteligentes, por cierto- que encara Connie donde la película consigue destacarse por sobre cualquier opus criminal semejante porque el realismo sucio trabajado evita las poses cool tarantinescas y pone el énfasis en el hecho de que sabemos poco y nada del personaje central más allá de que su objetivo -rescatar a su hermano de las fauces omnipresentes del estado- lo es todo para él. Entre luces de neón, planos tambaleantes, una catarata de puteadas, los imprevistos más triviales y una gloriosa banda sonora a cargo de Daniel Lopatin aka Oneohtrix Point Never, con una fuerte impronta de Tangerine Dream, Good Time: Viviendo al Límite demuestra ser una odisea indie old school cuya intensidad asimismo depende tanto del guión de Josh Safdie y Ronald Bronstein como de la interpretación de Pattinson: los primeros se valen de la inestabilidad de la realidad concreta que nos rodea y el pragmatismo en pos de sobrevivir (la escena del “semi estupro” es un claro ejemplo al respecto), y el segundo se alza con la mejor actuación a la fecha de su carrera, un trabajo que lo eleva a la cúspide de su profesión y lo termina de despegar definitivamente de esos comienzos como galancito adolescente (el desempeño del británico llega incluso a superar sus colaboraciones recientes con cineastas como David Cronenberg, Anton Corbijn, James Gray, David Michôd y Werner Herzog). A decir verdad ya casi no se hacen películas para ser recordadas sino con vistas a sólo ser consumidas como cualquier otro producto del capitalismo actual destinado a oligofrénicos (sea en el ámbito del mercado tradicional o el de festivales internacionales), por lo que el film que nos ocupa logra brillar con la llama del viejo cine de género de autor, ese que hacía de sus muchas limitaciones su bandera con el fin de construir una experiencia lo más vehemente posible, sin los automatismos de la corrección política y la estupidez del querer caerle bien a cada bendito segmento de la comunidad. De hecho, el tono hipnótico de la obra -y esa exasperación a la que nos referíamos anteriormente- la emparenta con la extraordinaria Búsqueda Frenética (Frantic, 1988), de Roman Polanski, otro representante de los thrillers que fagocitan a la indómita aleatoriedad suburbana para plantear un esquema narrativo cercano al tiempo real y los pormenores del saberse a la merced de extraños…
La curiosidad es el horizonte Considerando los días que corren, en general saturados de artificios digitales y -por lo menos en el mainstream- de un tono narrativo en constante pose irónica para apelar al cinismo que difunden los medios de comunicación, una propuesta como Z: La Ciudad Perdida (The Lost City of Z, 2016) resulta toda una rareza. Específicamente hablamos de una anomalía de aventuras que se vuelca hacia un clasicismo que por un lado evita el acartonamiento y por el otro apuesta a lo que podríamos definir como una conjunción entre la dialéctica de las epopeyas por territorios inhóspitos (esas que tanto le fascinaban a los europeos de siglos pasados) y el desarrollo de un personaje central que alza la bandera de la exploración a riesgo de condenar su vida y las de los que lo acompañan (esta es una gesta alejada de la rapiña de los conquistadores y cercana a lo que sería la antropología actual). El mismo realizador y guionista James Gray ha comentado que nunca supo del todo por qué los productores del film le ofrecieron hacerse cargo del proyecto teniendo en cuenta que hasta este momento el susodicho era algo así como un especialista en dramas criminales centrados en la ciudad de New York y poco más, no obstante el giro le vino muy bien y sinceramente esta obra -cuya acción se debate entre Gran Bretaña y el Amazonas- es lo mejor que entregó en toda su carrera. El eje del relato es la figura verídica de Percy Fawcett (interpretado por un muy inspirado Charlie Hunnam), un oficial de la milicia inglesa que a principios del siglo XX se le encomienda cartografiar la frontera selvática entre Bolivia y Brasil a expensas de la Royal Geographical Society, la cual pasó a funcionar como una “mediadora” para evitar una guerra entre ambas naciones por los desacuerdos limítrofes. La multiplicidad de expediciones que en la realidad encabezó Fawcett se reducen a tres en la película: una primera que resulta exitosa y abarca el trazado de los límites regionales, una segunda que es motivada por los descubrimientos arqueológicos del protagonista en la jungla (de improviso encuentra azulejos, vasijas, signos varios y esculturas en madera), y finalmente la famosa y última odisea en pos de hallar lo que Fawcett denominó la “Ciudad Perdida de Z”, una suerte de derivación más razonable y circunspecta de la fábula mítica/ popular en torno a El Dorado y a una civilización que efectivamente vivió en el Amazonas en algún período de la historia de la humanidad, mucho antes de la separación en tribus que encontraron los europeos en la zona al llegar a América. Desde ya que el británico en su momento es ridiculizado por tratar de asignarle a los indígenas locales semejante nivel de sofisticación pero aun así continúa con su pesquisa hasta los últimos instantes de su vida. Gray definitivamente tuvo presente que a su film se lo iba a comparar con otros trabajos similares como las extraordinarias Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) de Werner Herzog y El Dorado (1988) de Carlos Saura, y si bien no llega a esa excelencia y profundidad, de hecho consigue construir un relato de aventuras con el mismo espíritu de obstinación para con el anhelo de buscar lo desconocido y alcanzar esa gloria escurridiza a la que aspiran los pioneros, aquellos cuyo horizonte está iluminado por una curiosidad insaciable e incluso a veces peligrosa. El director sabe condimentar el derrotero con un digno compañero de correrías, Henry Costin (Robert Pattinson), un personaje femenino que lo espera en casa, su esposa Nina (Sienna Miller), y un villano involuntario y bien patético, James Murray (Angus Macfadyen), otro inglés que clama ser un aventurero como Fawcett y termina transformándose en un estorbo insoportable a lo largo de la segunda expedición. Por supuesto que el opus bordea el drama familiar -uno bastante rutinario- cada vez que el protagonista regresa a Europa y así en parte quiebra la magia de lo que podría haber sido una faena ininterrumpida de aventuras por “comarcas salvajes”, aunque a decir verdad no podemos olvidar que la trama del film abarca dos décadas con sus idas y vueltas, a lo que hay que sumar que cada viaje de Fawcett implicaba años de alejamiento para con sus seres queridos y su terruño (Gray hasta se contiene de introducir un feminismo exacerbado y anacrónico -léase fuera de lugar, considerando el contexto histórico- vía la rebeldía de la mujer del héroe, quien sólo en una escena insiste con acompañarlo en la selva). Z: La Ciudad Perdida sabe que la gracia de personajes trotamundos como el presente reside en el hecho de que les importa un comino la familia porque la sienten como un peso muerto a la par de la pasividad, por ello una y otra vez la abandonan para descubrir nuevos caminos…
Conectándose con el otro Este año hemos visto en la cartelera local varias producciones israelíes que presentan una mirada crítica sobre la familia. Desde el duelo (Una semana y un día), desde el conflicto con Palestina (Entre dos mundos) o desde la mirada existencial (Personas que no son yo). Asuntos de familia (Omor shakhsiya - Personal Affairs, 2016) retoma todos estos temas desde una mirada generacional. Una pareja de ancianos de Nazaret no está nada bien: él parece obsesionado con la internet buscando información en su notebook mientras que ella se evade con las telenovelas. Los discursos esbozados en la TV o en la web repercuten en su vínculo sentimental en crisis. Por otro lado están sus hijos: Uno vive en Suecia y espera ser visitado, mientras que el otro vive en Ramala, al otro lado de la frontera. Su nombre es Tarek, es director de teatro y está en crisis con su novia por las mismas carencias afectivas que sus padres. También tienen una hija embarazada mientras que su marido es tentado a protagonizar un film. El problema antes todos es el mismo: la rígida estructura social que espera conductas de ellos que no van con sus anhelos personales. Esta película que participó de la sección Una cierta mirada en el festival de Cannes, es de esos films en donde absolutamente todo lo que sucede funciona como un espejo de las relaciones entre los personajes. Tanto es así, que aquello qué pasa en la obra de teatro, en la película que va a protagonizar el yerno, en la anécdota que cuenta la abuela o en la frontera, pone en evidencia conflictos de índole internos de la trama. La guionista y directora Maha Haj utiliza en su ópera prima planos simétricos para encuadrar a sus personajes. Esta composición geométricamente perfecta expresa la rígida estructura social que contiene las libertades de los individuos. Una manera de trabajar desde la forma el contenido. Asuntos de familia no se presenta original en la visión desesperanzada de los ciudadanos israelíes, hecho que hemos visto representado en otras películas. Sin embargo, es esa mirada abúlica e incisivamente crítica sobre su falta de conexión con la felicidad aquello que genera un reflejo en el espectador en constante insatisfacción existencial.
Aquella sana imprevisibilidad La estrategia formal que el director y guionista Lisandro Carcavallo decide implementar en Cemento: El Documental (2017) es sutilmente heterodoxa dentro de lo que vendría a ser el terreno de las normas no escritas de los rockumentaries en general, ya que en vez de aprovechar el cuantioso material de archivo del que dispone, el susodicho prefiere construir un pantallazo en tercera persona en torno al mítico templo del rock argentino de las décadas del 80 y 90 a través de entrevistas de impronta mayormente nostálgica -registradas en el presente- a distintos personajes públicos, figuras del under, periodistas y miembros de las bandas que en su momento pasaron por el local porteño y hoy por hoy nos brindan una querencia dolorosa que aporta un recorte emocional y laxo del sentir colectivo de la época. Es decir, en lugar de privilegiar las grabaciones en video y otros soportes audiovisuales de las obras teatrales, performances y shows musicales de aquellos años, el realizador vuelca la balanza hacia los testimonios de los protagonistas con el paso del tiempo marcado a fuego en rostros y palabras, lo que inevitablemente le deja al espectador un “sabor a poco” en cuanto a los registros de primera mano, esos que habilitan el poder ver/ escuchar/ apreciar/ embeberse sin intermediarios de la inigualable sensación de peligro y descontrol que experimentamos todos los que alguna vez -o muchas veces- asistimos a los eventos que ofrecía el lugar regenteado por el excéntrico Omar Chabán, quien pudo abrirlo en 1985 gracias a un préstamo de su pareja Katja Alemann, una visionaria vernácula en ebullición. Hay que reconocer que la maniobra no le sale mal a Carcavallo porque al mismo tiempo logra redondear un retrato poderoso y expansivo no sólo de la historia de aquella “caverna” de Estados Unidos al 1200, sino también de la eclosión de una multitud de escenas musicales, artísticas y simbólicas que dieron paso a una contracultura sumamente valiosa, en épocas cuando la estupidez, la prolijidad, el marketing y el conformismo más cínico no habían cooptado ideológicamente al rock. En este sentido, sin ninguna duda el hecho de que la camorra neoliberal macrista al frente del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires haya adquirido el predio para convertirlo en un estacionamiento es un signo de la mediocridad y tilinguería de este presente social que nos toca padecer a todos los que amamos la cultura. También es acertada la decisión del cineasta de no profundizar demasiado en la caída de toda la escena rockera anárquica con la tragedia de República Cromañón del 30 de diciembre de 2004, lo que hubiese representado una desviación importante para con el tema analizado. Entre la pluralidad de bandas legendarias que brindaron shows en el lugar debemos destacar a Sumo, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Los Violadores, Riff, Hermética y Ratones Paranoicos, cada una de las cuales originó de por sí una vertiente específica en el rock local y latinoamericano. Cemento: El Documental es una interesante letanía en pos de la efervescencia artística y aquella sana imprevisibilidad que desconocía toda frontera con el objetivo declarado de apoyar y enriquecer a nuestra cultura argentina…
Entre perderse y renacer El contexto helado -eternamente saturado de nieve y/ o con temperaturas que complican la vida- ha sido en términos históricos uno de los escenarios preferidos de Hollywood para relatos de aislamiento y supervivencia de la más variada índole, con entonaciones diversas y bajo la excusa dramática que sea. Pensemos para el caso en La Cosa (The Thing, 1982), ¡Viven! (Alive, 1993), Al Filo del Peligro (The Edge, 1997), El Renacido (The Revenant, 2015) o la reciente Más Allá de la Montaña (The Mountain Between Us, 2017), todas epopeyas que jugaron largo y tendido con la posibilidad de abandonar este mundo gracias a las inclemencias naturales de un paisaje de características por demás gélidas. Ahora Bajo Cero: Milagro en la Montaña (6 Below: Miracle on the Mountain, 2017) sigue esa misma línea de antaño aunque lamentablemente no resulta tan exitosa como las propuestas citadas. De hecho, esta película dirigida por Scott Waugh y escrita por Madison Turner, dos señores con amplia experiencia como dobles de riesgo, se parece bastante al film de este mismo año protagonizado por Idris Elba y Kate Winslet, sin embargo en vez de toparnos con la clásica catástrofe aérea, aquí tenemos un catalizador narrativo más mundano vinculado a la premisa “personaje se mete por donde no se debería meter, a sabiendas que corre peligro”, un esquema que -por cierto- asimismo es muy utilizado en el terror desde siempre. En esencia hablamos de un episodio verídico centrado en el periplo de supervivencia que en 2004 atravesó Eric LeMarque (en la piel de Josh Hartnett), un ex jugador profesional de hockey sobre hielo y por entonces adicto a la metanfetamina, luego de perderse en Sierra Nevada, una gigantesca cadena montañosa que recorre gran parte del Estado de California. Definitivamente el principal problema de la realización se ubica a nivel de lo estereotipado del personaje central y el recurso utilizado para examinar su idiosincrasia: como señalamos antes, LeMarque fue un adalid del hockey que renunció a su carrera aparentemente por un combo de clichés que incluyen no poder adaptarse al trabajo en equipo, poseer un padre abandónico y sumergirse en una adicción que lo llevó a un accidente automovilístico; todo a su vez presentado mediante una colección interminable de flashbacks y flashforwards que por supuesto se van intercalando con el presente del relato, en consonancia con esta desafortunada decisión por parte del protagonista de subir a la cima de uno de los picos más helados/ riesgosos y adentrarse en un camino prohibido para hacer algo de snowsurfing mientras espera comparecer ante un tribunal -por el temita del choque- dentro de siete días. Se podría decir que Bajo Cero: Milagro en la Montaña arrastra los mismos problemas y virtudes de la similar Jungle (2017), aquel opus de Greg McLean con Daniel Radcliffe que analizaba otro caso de “burgués perdido por soberbio”: en ambas estamos frente a un buen desempeño del actor protagónico y un tratamiento visual interesante que subraya la belleza del entorno natural y la decadencia escalonada del extraviado, no obstante los latiguillos dramáticos son demasiado derivativos (en la obra de McLean dominaban las alucinaciones más ridículas y ahora tenemos estos retazos de un pasado de cotillón) y la ausencia de novedades reales termina jugándole en contra a una odisea que pretende ser visceral (en los dos convites el desarrollo se vuelve mecánico en la segunda mitad del metraje). Hoy la unión entre la fórmula de Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, y la coyuntura blanquísima de dientes que tiritan no pasa de ser una aventura desinspirada y algo fofa de reconstitución identitaria en el trayecto que va desde el perderse al renacer purificado…
Fuego en las calles Hay pocos temas más redituables en términos dramáticos para el séptimo arte que la vieja y querida venganza, ese deseo primario que suele empardarse con la justicia y que puede variar según la perspectiva individual del observador (a veces es un “ojo por ojo, diente por diente” y en otras ocasiones se cuela la necesidad de cobrar intereses). El tópico se adapta a cualquier género porque provoca una identificación automática del otro lado de la pantalla que va más allá del contexto del relato de turno, circunstancia que por supuesto lo convierte en un recurso muy utilizado incluso en tiempos como el presente, con una industria volcada a una asepsia hiper conservadora que pretende volver a delimitar de manera tajante el terreno de los buenos y el terreno de los malos, algo que por cierto no queda muy en claro cuando la víctima -o alguno de sus allegados- se transforma de golpe en victimario furioso. El Implacable (The Foreigner, 2017) se nos presenta como un thriller político de acción con elementos testimoniales aunque en realidad su núcleo se reduce a la clásica odisea de revancha por la muerte de un ser querido: hoy por hoy el adalid es Quan Ngoc Minh (Jackie Chan), un inmigrante chino en Londres dueño de un restaurant cuya hija es asesinada en un atentado con una carga explosiva, lo que desde ya despierta su pasado como operador militar en la Guerra de Vietnam con vistas a dar caza a los responsables. Primero intenta sacarle información al Comandante Richard Bromley (Ray Fearon), el agente de Scotland Yard que investiga el caso, pero el hombre no acepta el soborno que Quan le ofrece por los nombres de los atacantes. A posteriori -y paulatinamente- se obsesiona con Liam Hennessy (Pierce Brosnan), el actual Viceministro de Irlanda del Norte y antiguo miembro del IRA. Así las cosas, el protagonista comienza a presionarlo con bombas y amenazas varias para que identifique a los terroristas, quienes como él forman parte del IRA, lo que a su vez provoca el inicio de una persecución contra Quan encabezada por matones al servicio de Hennessy. El guión de David Marconi, a partir de una novela de Stephen Leather, se las arregla bastante bien para balancear con soltura la cruzada del oriental (el costado vertiginoso y visceral de la película) y las matufias políticas que circundan al personaje de Brosnan (la pata testimonial del film incluye a sus subalternos y superiores pero también a su círculo íntimo, léase sobrino, esposa y amante). De hecho, la propuesta compensa la poca originalidad de su planteo y su desarrollo con una inteligente utilización del fantasma británico alrededor del regreso del “fuego en las calles”, cortesía del brazo armado del IRA. En este sentido, Hennessy es un personaje tan interesante como Quan porque representa esa paz actual tambaleante entre católicos/ republicanos y protestantes/ unionistas: Chan y Brosnan aprovechan el pasado trágico de sus personajes y consiguen salir de su habitual zona de confort a nivel interpretativo, algo que se agradece de sobremanera y nos regala la mejor actuación de los señores en mucho tiempo. Por su parte el realizador de turno, el neozelandés Martin Campbell, mantiene la tensión en todo momento y hasta saca de la galera algunos truquitos para las escenas de acción que ya habíamos visto en sus mejores trabajos de antaño, Fuga de Absolom (No Escape, 1994) y aquellos muy buenos reboots de la franquicia 007, GoldenEye (1995) y Casino Royale (2006). Por supuesto que El Implacable es derivativa a más no poder y en su último acto acumula un encadenamiento de acontecimientos muy delirantes que en parte tiran abajo el férreo verosímil que se había construido hasta ese instante, sin embargo a fin de cuentas hablamos de un producto entretenido -y bastante más complejo que el promedio del mainstream de nuestros días- que sale adelante por la experiencia y maravillosa profesionalidad de todos los involucrados…
Intercambios en el bosque De un tiempo a esta parte las obras de Steven C. Miller paulatinamente pasaron de ser un tanto insoportables a caer simpáticas, sobre todo porque el señor gusta de insistir con una “mediocridad seria” que se aleja en buena medida de la otra mediocridad, la trivial y autoconsciente que hoy por hoy prevalece en muchos sectores de la industria y tiende a la infantilización de los films: hablamos de un director muy anodino que comenzó su carrera ofreciendo películas malas de terror, de repente hizo un click y así se pasó a una suerte de mainstream clase B volcado al cine de acción… también bastante malo, por cierto. En esencia el norteamericano suele entregar productos -mejor o peor realizados- siempre destinados a un escapismo fácil similar al de décadas previas, aquel basado más en el relato y los latiguillos del género de turno que en la parafernalia digital o cualquier pose canchera. Como no podía ser de otra forma, en esta ocasión el realizador vuelve a replicar la fórmula centrada en el crimen organizado y/ o los secuestros que ya había utilizado en sus otras dos colaboraciones con Bruce Willis, léase Extraction (2015) y El Gran Golpe (Marauders, 2016), y en Arsenal (2017), ese trabajo reciente con Nicolas Cage y John Cusack, las otras dos figuras que -al igual que Willis- podemos englobar en el rubro “actores otrora parejos que están atravesando una etapa hiper activa pero con una racha horrenda de cuatro productos pésimos cada cinco películas filmadas”, lo que desde ya pone de manifiesto la uniformidad del Hollywood pochoclero actual, muy proclive a relegar al olvido a cualquier personaje que le recuerde que en otros períodos vivía de una mayor variedad estilística (la acción derechosa y freak del pasado fue sepultada por los superhéroes y pavadas similares). A decir verdad En Defensa Propia (First Kill, 2017) se ubica un escalón por encima de los opus anteriores de Miller y aunque hay que reconocer que de por sí es un detalle meritorio, tampoco le alcanza para abrirse camino por fuera de una medianía redundante y demasiado derivativa. Ahora estamos ante la historia de Will (Hayden Christensen), un agente bursátil de Wall Street que se decide a ir con su familia a visitar a su tía, quien vive en una zona boscosa, para pulir la relación con su hijo Danny (Ty Shelton) mediante una expedición de caza, con la vaga idea de que así el pequeño aprenderá a defenderse de los abusones que lo vienen golpeando en el colegio. Allí son testigos de cómo un policía le dispara a Levi (Gethin Anthony) y después trata de matarlos, frente a lo cual Will lo asesina con su rifle y lleva al herido al hogar de su tía para que lo cure su esposa médica Laura (Megan Leonard). Por supuesto que Levi toma de rehén a Danny y le exige a Will que evite el asedio de los oficiales y consiga el botín eje de la escaramuza/ fusilamiento fallido que presenciaron, lo que nos lleva a un robo a un banco perpetrado recientemente por Levi e ideado por nada menos que varios uniformados. El amigo Willis compone a Howell, el jefe de policía, y si bien se supone que el convite pretende mantener un halo de misterio alrededor de su persona, ya desde el inicio sabemos que el sexagenario está en “modalidad villano” y tiene mucho que ver con la operación en general. Más allá de un desarrollo estereotipado pero entretenido, aquí lamentablemente domina el desempeño poco convincente de Christensen y Willis, los dos actuando a desgana y presos de la rutina. Shelton tampoco es una joya aunque logra brillar en los intercambios que tiene con Anthony, cuyo personaje Levi es el más interesante de toda la obra porque es el único que escapa a la unidimensionalidad (los diálogos entre él y el niño exudan humanidad y dejan bien en claro la necesidad/ contexto por detrás de su participación en el atraco). A esta altura Miller tendría que volver al terror, enclave donde demostró sentirse narrativamente más suelto y menos forzado que en esta acción retro deficitaria, basta recordar su remake del 2012 -tan trash como divertida- de Sangriento Papá Noel (Silent Night, Deadly Night, 1984), ese clásico berreta del slasher…
Puertas que no se cierran Al igual que la reciente Amityville: El Despertar (Amityville: The Awakening, 2017), La Posesión de Verónica (Verónica, 2017) es una película que podría haber sido mejor si hubiese aflojado un poco con los automatismos gastados del terror, pero lamentablemente sucumbe a ellos y así se queda en un estrato intermedio en el que no llega a ser ni buena ni mala. El realizador es Paco Plaza, conocido por la despareja Romasanta (2004) y los dos primeros e interesantes eslabones de la saga iniciada con Rec (2007), codirigidos por Jaume Balagueró: más allá de los dilemas del presente, sin duda el film que nos ocupa supera al trabajo previo de Plaza, la floja Rec 3: Génesis (2012), encarada en solitario por el español con el objetivo -hiper fallido- de volcar a la franquicia hacia la comedia de horror, algo que por suerte corrigió el propio Balagueró con la mucho más digna Rec 4: Apocalipsis (2014). Representantes del rubro “posesiones, exorcismos y casas embrujadas” hay docenas al año y provenientes de todos los rincones del planeta (en esto ya no podemos culpar sólo a los productores norteamericanos), la gracia detrás de La Posesión de Verónica es disfrutar de un ejemplo en nuestro idioma y con una mejor factura técnica/ artística en general si la pensamos en comparación con la de sus homólogos argentinos (en nuestro país seguimos padeciendo un cine de género con guiones paupérrimos y actuaciones exageradas). Aquí en esencia Plaza pretende trasladar la fórmula claustrofóbica/ costumbrista de Rec al ámbito de los titiriteros diabólicos que gustan de controlar -y luego mancillar- cuerpos femeninos: la protagonista del título está interpretada por la debutante Sandra Escacena y la verdad es que la chica se banca el peso del relato con encanto, naturalidad y una entrega física admirable. La trama está basada en un caso policial madrileño de 1991 centrado en el martirio de la joven de 15 años a lo largo de tres días desde el momento en que -junto a dos amigas- realiza una sesión espiritista con una tabla güija en el sótano de su colegio católico, lo que deriva en otra de esas puertas que no se cierran hacia lo sobrenatural tenebroso. Verónica, además de luchar contra el cofrade de turno de Mefistófeles, ese que la acosará sin freno, debe cuidar de sus tres hermanos menores prácticamente todo el tiempo porque su madre Ana (Ana Torrent) trabaja hasta altas horas de la noche en un bar. La propuesta juega con relativa eficacia con las metáforas vinculadas al tránsito de la adolescencia a la adultez (abandonada por sus amigas y hasta su progenitora, no le queda otra opción que lidiar con los críos, hacer de madre sustituta y sufrir el acecho de un “coso” maligno con forma humana que representa a la fauna masculina y su insistencia con el sexo) y por fortuna se concentra sólo en la posesión en sí, sin exorcismos de por medio (su único soporte/ fuente de conocimiento es una monja ciega que le facilita data sobre lo que está experimentando). Hasta allí todo bien, no obstante los problemas se empiezan a acumular luego de los excelentes 30 minutos iniciales debido a las pocas ideas novedosas que ofrece Plaza para apuntalar a nivel visual sustos que ya venían condenados desde el mismísimo guión de Fernando Navarro y el realizador, una historia que nunca termina de darse cuenta de que en el subgénero zombie sí resultaba refrescante el contexto de encierro porque en ese enclave suelen pulular los relatos a cielo abierto, sin embargo en las obras de maldiciones y semejantes el eje retórico por antonomasia pasa precisamente por esta especie de “cárcel conceptual” que padecen la protagonista y su entorno, una que abarca tanto el departamento en el que vive la familia como el propio cuerpo de Verónica. Si por un lado se agradece en algunas escenas ese simplismo conventillero y suburbial inherente a los clanes numerosos, luego éste termina mutando en los clichés de “maternidad abnegada” cuando la adolescente debe salvar a sus hermanitos cual heroína de melodrama light. A decir verdad tampoco ayudan demasiado las abundantes canciones de Héroes del Silencio -una banda de lo más mediocre- que Plaza incluye a puro capricho y que se relegue a Torrent -la gran actriz de El Espíritu de la Colmena (1973), Cría Cuervos (1976) y Tesis (1996)- a un puñado de escenas sin mayor desarrollo. La película exuda corrección y buenas intenciones aunque a fin de cuentas no puede trepar por sobre una medianía frustrante que nada agrega al terror.