La morfología del absurdo La llegada a la cartelera argentina de una película de Jared Hess es un acontecimiento notable que nos devuelve a períodos gloriosos en los que la comicidad no estaba ligada a una sonsera vulgar y escapista, sino a una perspectiva heterogénea encariñada con los eslabones más frágiles de la sociedad…
Los sacrificios que impone la apariencia A mitad de camino entre la frustración creativa y la desesperación por escapar del tedio, el protagonista de la interesante Un hombre perfecto (Un Homme Idéal, 2015) cae en una usurpación de identidad en sintonía con el ideario de las novelas negras clásicas… A diferencia de la Nouvelle Vague y su pretensión titubeante en pos de reflotar el cine tradicional norteamericano mediante films que actualizasen aquellos engranajes narrativos, temáticos y formales, una promesa que -por cierto- quedó en la nada debido a que el grueso de las obras de los directores principales del movimiento apuntó más a la contemplación y la autoindulgencia que a la supuesta “esencia” del séptimo arte; los autores que sí llevaron a cabo una reinterpretación localista fueron señores de mayor edad, como por ejemplo Jean Pierre Melville y Henri-Georges Clouzot, quienes pusieron en el tapete la multiplicidad engañosa de la vida burguesa y cierta fascinación por el suspenso perspicaz a la Alfred Hitchcock. Desde ya que las excepciones nunca faltan y se puede decir que Claude Chabrol fue prácticamente el único realizador de la vanguardia sesentosa que alcanzó su cometido. La película que nos ocupa, Un hombre perfecto, se enmarca dentro de ese mismo linaje de un cine de género que gira en torno a los comentarios sociales más ácidos y una vehemencia vinculada a los secretitos de las clases acomodadas. En este caso, asimismo, el director y guionista Yann Gozlan toma prestados -para el protagonista de turno- muchos elementos de Tom Ripley, aquel mítico personaje creado por Patricia Highsmith en esa gran novela de 1955 intitulada The Talented Mr. Ripley, punto de partida de una pentalogía literaria y de varias adaptaciones cinematográficas. Hoy el robo de identidad viene por el lado del plagio artístico, “disciplina” en la que Mathieu Vasseur (interpretado por Pierre Niney) es todo un experto: el joven es un escritor mediocre que un buen día decide hacer pasar como relato de ficción las memorias de un veterano de la Guerra por la Independencia de Argelia. Por supuesto que la jugada en un primer momento le sale perfecta y puede abandonar en el olvido un trabajo fastidioso, escalar dentro del establishment cultural francés y hasta conseguir una bella señorita como pareja, Alice Fursac (Ana Girardot), pero eventualmente el castillo de naipes de las apariencias se vendrá abajo. Como en tantas obras similares, la propuesta nos obliga a calzarnos los zapatos del fabulador para hacernos cómplices de sus ardides y recorrer -desde un placer morboso y voyeurista- esa línea divisoria entre el conservar la posición privilegiada y el ser descubierto, poniendo en evidencia la estafa. Gozlan se mueve como un Chabrol más volcado al mainstream y aprovecha bastante bien la serie de “sacrificios” que debe encarar Vasseur para sobrellevar el peso que le implantan el ahijado curioso de los progenitores de Alice y un chantajista que amenaza con revelar todo. Indudablemente el realizador se muestra ducho en lo que respecta al manejo de la tensión no obstante falla en el viejo arte de brindar alguna sorpresa adicional, en especial a los que ya conocemos de sobra las vueltas y “callejones sin salida” que suelen ofrecer las novelas negras. Un rasgo interesante de Un hombre perfecto es que centra la historia en la mansión de los Fursac, divirtiéndose a puro sadismo con la posibilidad de la ruptura de la pareja y una mega humillación frente a los suegros, unos burgueses consagrados al lujo en su paraíso terrenal. Si bien la película no será recordada como un trabajo renovador dentro del neo-noir de las últimas décadas, por lo menos cumple con su objetivo -el poner el dedo en la llaga del ascenso social a cualquier precio- y ratifica que Gozlan es un artesano eficaz aunque poco inspirado, algo que ya podía percibirse en su anterior opus, Captifs (2010)…
Confluencia en armonía Considerando la poca diversidad que suele ofrecer el Hollywood contemporáneo, y la concentración de “producciones grandes” en determinados géneros, una propuesta como El Contador (The Accountant, 2016) es más que bienvenida porque nos retrotrae a aquellos thrillers de acción y misterio de las décadas de los 80 y 90, los cuales -asimismo- eran una suerte de versión ridícula de sus homólogos secos e hiperrealistas de los 70. Como en aquel manojo de testosterona, homicidios y revanchas superpuestas, en esta oportunidad el verosímil no está vinculado a la correspondencia con la praxis cotidiana sino más bien todo lo contrario: desde ya que la dialéctica de la desproporción de antaño hoy está bastante contenida y no sobrepasa los límites del melodrama trabajado a partir del minimalismo y el marco de esos asesinos de elite que se alejan del pulso veloz y las explosiones ochentosas. De hecho, en el caso de tener que elegir una característica distintiva dentro de la carrera del realizador Gavin O'Connor, por lo menos en lo que respecta a la madurez que inauguraron las interesantes Código de Familia (Pride and Glory, 2008) y La Última Pelea (Warrior, 2011), sin duda señalaríamos a los pormenores del entramado afectivo hogareño como su gran obsesión de la última década. Aquí Ben Affleck compone a un “lobo solitario” que se emparenta más con algunos de los álter egos de Charles Bronson que con los de Sylvester Stallone, por citar sólo dos referencias. Su Christian Wolff es una linda combinación de personalidades y/ o patologías, dependiendo del punto de vista: autista, abandonado por su madre, entrenado en técnicas de defensa por su padre, “contador”, ex militar, ex presidiario, auditor del crimen organizado y vengador muy aséptico… otra auténtica máquina de matar. El guión de Bill Dubuque se divide entre una serie de flashbacks que aclaran momentos cruciales de la vida de Wolff y un presente centrado en un trabajito para la empresa de robótica de Lamar Blackburn (John Lithgow), una faena que incluye traición, sicarios, mucho peligro, la necesidad de proteger a una damisela, Dana Cummings (Anna Kendrick), y hasta una investigación por parte de Marybeth Medina (Cynthia Addai-Robinson) y Raymond King (J.K. Simmons), ambos del Departamento del Tesoro. Más allá de que extrañábamos al enorme Lithgow, la verdad es que Affleck está perfecto y transmite toda la seguridad necesaria para balancear los extremos opuestos de su personaje, consiguiendo siempre sacar a flote una lógica que mezcla los traumas del pasado con algunos remates semicómicos para las escenas de acción (Kendrick, en cambio, está un poco fuera de lugar). Por suerte el director no le teme a la pomposidad y el desenfreno a la hora de acumular cadáveres, circunstancia que genera un tono narrativo carente de corrección política o inhibiciones porque aquí no importa justificar cada muerte sino simplemente elevar la adrenalina vía el sadismo y colaborar en el desarrollo del enigmático protagonista y su clan familiar. Por supuesto que en esencia estamos ante una catarata de clichés de variada índole que no agregan demasiado a lo ya hecho en otros períodos más fructíferos para este tipo de películas, no obstante El Contador es un producto loable que se distingue como una rareza retro y eficiente dentro del triste panorama de nuestros días, permitiéndole a O'Connor despegarse de la simpática pero inferior Jane Got a Gun (2016). Hoy los atajos retóricos del fugitivo, la doble identidad y los trastornos psíquicos confluyen en relativa armonía…
El arte burgués de convalidar. Frente a un despropósito de la envergadura de Sausage Party (2016), uno quisiera creer que los responsables -con el limitado e híper repetitivo de Seth Rogen a la cabeza, ese Adam Sandler modelo nuevo milenio- tuvieron una infancia similar a la de la hija de Joan Crawford en Mamita Querida (Mommie Dearest, 1981) y por ello se dedican en su adultez a una especie de inmadurez crónica digna de un adolescente con un coeficiente intelectual por el subsuelo e intereses culturales de segunda mano, siempre orientados al Hollywood chatarra de la década del 80 y aledaños. Pero no, lo más probable es que hayan sido sólo unos burgueses malcriados y aburridos, de esos marcados por una mediocridad ad infinitum que los insta a regresar continuamente al único tipo de humor que conocen, el sexual/ escatológico/ drogón. La pobreza retórica de toda índole se condice con la falta de un mínimo maquillaje en cuanto al sustrato reaccionario y mezquino que anida en estos films. Desde hace muchos años ya, el mainstream más reduccionista pretende vendernos comedias de derecha de reviente hueco y conservador que la van de “cancheras”, cuando en realidad lo único que hacen es convalidar una serie de valores mentirosos y anacrónicos vinculados con la “superación” personal, la mentalidad de rebaño, el chauvinismo, la inmaculada familia, el consumo escapista y distintos tópicos semejantes, en consonancia con los escombros del sueño americano. La arquitectura y premisas narrativas por demás pusilánimes -que no critican absolutamente nada a nivel social, económico o cultural- van de la mano de personajes construidos con trazo grueso, sin originalidad y mediante una catarata de insultos, tonterías y latiguillos cargados de una pirotecnia verbal barata que se agota de inmediato a fuerza de la eterna repetición de lo mismo. La ausencia de inteligencia dramática e ironías siempre genera vergüenza ajena y a los pocos minutos resulta patética. Para el que no lo sepa vale aclarar que en esta ocasión estamos ante un intento fallido de animación para adultos que reproduce al milímetro las características de todo ese cine lava-cerebros de matriz neoliberal, el cual definitivamente prefiere obviar por completo la existencia de artistas en verdad contraculturales -y precursores del rubro en sus diferentes etapas- como Ralph Bakshi, Bill Plympton o el dúo compuesto por Trey Parker y Matt Stone. Aquí tenemos una colección de comestibles de supermercado antropomorfizados que creen en un paradisíaco “más allá” que les espera luego de ser adquiridos por los seres humanos en la grocery store de turno. Nuestro héroe es una salchicha muy fálica y malhablada (interpretada por el propio Rogen, por supuesto) que comienza a cuestionarse el asunto y eventualmente termina fuera del paquete contenedor y a la par de su compañera, un “pan para panchos” símil vagina (en la película no hay nada librado a la imaginación). La propuesta se divide en un puñado de subtramas decadentes, una más tediosa que la otra, y un sinfín de groserías gratuitas que enmarcan prácticamente todas las líneas de diálogo, un esquema a su vez complementado por una animación muy poco elaborada que por momentos pareciera parodiar de manera conjunta -y desde la más absoluta torpeza- la estética y motivos de los opus de Pixar y DreamWorks. Como en casi todas las comedias hollywoodenses de las últimas dos décadas, la sandez y la crudeza más inofensiva son los únicos rasgos de estilo sobresalientes, los que asimismo -aparentemente- constituyen las banderas de una buena parte del público, adoctrinado por cierto mainstream inculto a celebrar la irresponsabilidad ideológica, las poses cool de cotillón y las ínfulas de una rebelión que ya nace castrada. Por suerte la mayoría de estas comedias atolondradas ni siquiera llega a la cartelera internacional, circunstancia que nos regala un dejo de esperanza en pos de que este amasijo de idiotez quede contenido en Estados Unidos y no se siga expandiendo a otros sectores por fuera de los burgueses de buen pasar que no les agrada eso de “pensar”, prefiriendo siempre los productos que convalidan la sociedad circundante…
Falsos profetas de la regresión Cuando se anunció que Mike Flanagan, uno de los realizadores de terror más interesantes de la actualidad, iba a encargarse de la continuación de la floja Ouija (2014), las alarmas de los amantes del género sonaron porque era un proyecto ajeno y para colmo producido por Michael Bay. Aún así, había un cierto margen para la esperanza debido a la naturaleza del film, el ser una precuela, lo que siempre en el ámbito del horror abre la puerta para despegarse del original y -en mayor o menor medida- hacer algo distinto. El resultado es una propuesta sumamente digna que le escapa a los ardides agotados de los slashers adolescentes tracción a ocultismo, jugándose en cambio por un suspenso clasicista que retoma la marca registrada más importante del director, léase los relatos de reconstitución familiar luego del fallecimiento o la desaparición súbita de uno de los integrantes del clan. La epopeya en sí no sólo supera con creces a la anterior sino que además no se aparta de la trayectoria meticulosa y porfiada de Flanagan, quien definitivamente está decidido a restituir esa integridad dramática que el terror mainstream perdió a fuerza de inundarnos con remakes, secuelas innecesarias y esquemas como el found footage que en innumerables ocasiones los popes de los estudios no han sabido aprovechar. Conviene aclarar desde el vamos que Ouija: El Origen del Mal (Ouija: Origin of Evil, 2016) se ubica unos peldaños debajo de Hush (2016) y Somnia: Antes de Despertar (Before I Wake, 2016), las otras dos películas que el cineasta entregó en un año muy fértil; esta última -a su vez- fue el cierre de una trilogía compuesta por las también cautivantes Ausencia (Absentia, 2011) y Oculus (2013), todas variaciones del mito del monstruo antropófago que rompe la unidad familiar. El guión del propio Flanagan y Jeff Howard, un colaborador habitual del señor, apenas si nos presenta a cinco personajes en toda la bendita realización, siendo los excluyentes los miembros femeninos de un linaje con una profesión un tanto particular: luego de la muerte de su esposo en un accidente de tráfico, la médium Alice Zander (Elizabeth Reaser) debe criar a sus dos hijas Paulina (Annalise Basso) y Doris (Lulu Wilson) con el dinero que deja una serie de sesiones espiritistas simuladas ante clientes que desean comunicarse con sus seres queridos en el más allá. Por supuesto que eventualmente la mujer incorpora una tabla ouija al acto y así el núcleo del engaño se convierte en realidad, circunstancia que deriva en una situación de peligro para la pequeña Doris, la única con la capacidad de escuchar a sus “amigos” espectrales. A la par tenemos a Mikey (Parker Mack), el interés romántico de Paulina, y al Padre Tom (Henry Thomas), la autoridad máxima del colegio de las jóvenes. Como era de esperar, Flanagan evita continuamente los facilismos narrativos y los jump scares cronometrados y pueriles, siempre a base de estruendos, porque su brújula apunta hacia el corazón y la legitimación sensata de los vínculos entre las protagonistas y un entorno malévolo que no avanza a pasos agigantados ni mucho menos (es decir, la trama en general se toma su tiempo para especificar las prioridades de cada personaje y su punto de vista acerca de lo acontecido). El hecho de que la acción transcurra en 1967 le permite al equipo técnico lucirse mediante una hermosa reconstrucción de época que incluye a la fotografía de Michael Fimognari, con el acento puesto en reproducir la gama de colores de las películas de horror de las décadas del 60 y 70. Basso, a quien ya vimos en Oculus y en la maravillosa Capitán Fantástico (Captain Fantastic, 2016), se roba las mejores escenas de esta eficaz odisea hogareña sobre la necromancia y todos esos profetas de la regresión…
Diario de viaje Con un tono volcado hacia la comedia, que a su vez responde a una investigación de raigambre cultural, el regreso de Michael Moore constituye un soplo de aire fresco en un Estados Unidos que se debate ad infinitum entre la derecha recalcitrante de los republicanos y la derecha aggiornada de los demócratas…
Inferno: La exuberancia artística no lo es todo Se podría decir que estamos ante la “mejor” entrada de la por ahora trilogía de adaptaciones cinematográficas de la franquicia literaria de Dan Brown, lo que por cierto no nos libra de estar frente a un producto opaco y condenado a un olvido casi instantáneo…
La cruz bélica Desde hace varios lustros el cine europeo viene entregando una serie de obras que examinan aspectos poco tratados de los conflictos armados del siglo XX, con la microhistoria como gran bandera. Hoy la directora Anne Fontaine se luce al indagar en un tópico delicado como las violaciones masivas… En diciembre de 1945, en Polonia, una monja escapa sigilosamente del convento donde reside en pos de dar con un médico. Unos niños que viven en la calle la conducen a un destacamento francés de la Cruz Roja que está socorriendo a los sobrevivientes galos de la Segunda Guerra Mundial. Mathilde Beaulieu (Lou de Laâge), una joven doctora, accede a acompañarla hasta el claustro y allí mismo descubre que ha sido llamada para asistir a una mujer embarazada que está en trabajo de parto. La Madre Superiora Jadwiga Olezka (Agata Kulesza) y su mano derecha Maria (Agata Buzek) le informan que la congregación albergó a la susodicha porque su familia la rechazó de lleno. Mathilde realiza una cesárea y promete regresar al día siguiente con penicilina: precisamente en esa segunda jornada descubrirá que existen más mujeres en ese estado, siete en total, todas monjas violadas por el ejército ruso.
Un parásito en la familia. Si bien muchas veces en el ámbito cinematográfico -y en el arte en general- una carrera que comienza con una obra interesante luego se desinfla de a poco, no deja de sorprendernos cómo se ha acelerado este tipo de declives durante las últimas décadas. El Hollywood facilista actual, siempre presto a fagocitar cualquier esquema narrativo medianamente cumplidor/ eficiente que aparezca en el candelero internacional, tiende a reconvertir hacia su territorio, y casi de manera inmediata, a cineastas que se asoman como artesanos prometedores a futuro. Pensemos por ejemplo en el dúo de realizadores compuesto por Henry Joost y Ariel Schulman, dos norteamericanos que comenzaron su carrera con Catfish (2010), un atrapante documental sobre las mentiras, el anonimato, las identidades múltiples y la impunidad de las relaciones de pareja que nacen en las redes sociales contemporáneas. La película llegó en el momento justo y así se transformó en un enorme éxito de la noche a la mañana, derivando en una serie de MTV en la que la producción sale a la caza de “hipócritas virtuales” y extiende el concepto hasta la frontera del hartazgo. Contra todo pronóstico, los directores a continuación decidieron probar suerte en el terror y se hicieron cargo del tercer y cuarto eslabón de la franquicia de Actividad Paranormal (Paranormal Activity), dos trabajos que dejaron mucho que desear. En esta ocasión los señores insisten con el género y se suman a la andanada de exploitations de The Walking Dead, ya que en efecto Viral (2016) toma prestadas las marcas registradas del fenómeno televisivo, léase el melodrama y una infección incontrolable: aquí no sólo vuelven a fracasar sino que el resultado final se parece demasiado a Sorgenfri (2015), una realización danesa muy similar. Ambos films se centran en una convivencia familiar forzada producto de una cuarentena dictada por los organismos estatales de turno, en respuesta a la aparición esporádica de esos primeros “síntomas” de una debacle que ya conocemos de sobra. Mientras que antes teníamos a todo el clan en la misma casa, hoy sólo contamos con las dos hijas adolescentes, Emma (Sofia Black-D’Elia) y Stacey (Analeigh Tipton), porque papi quedó varado en el camino cuando iba a buscar a mami al aeropuerto, quien por supuesto también permanece fuera de campo. Ahora la zombieficación adquiere la forma de un gusano que sigue la lógica de los parásitos y de a poco va destruyendo la seguridad de un hogar burgués con sus propios problemas internos (Emma es una joven aplicada que se enamora de su vecino, Stacey es la hermana mayor rebelde y los progenitores atraviesan una crisis en su relación). Resulta paradójico que a pesar de “inspirarse” en Sorgenfri, otra reproducción explícita de The Walking Dead, la propuesta no pueda superarla y termine cayendo en el mismo catálogo de estereotipos de siempre, aunque en este caso debido a otros inconvenientes: si el opus danés se guardaba para el desenlace a los engendros homicidas y nos dejaba presos de un desarrollo larguísimo sustentado en personajes de manual, Viral en cambio opta por dividir el metraje entre el contagio y el cariño de las hermanas, condenándonos a escenas de horror bastante torpes que no llegan a compensarse del todo por la buena dinámica actoral entre Black-D’Elia y Tipton. El minimalismo y algunos jump scares poco pomposos no alcanzan para esquivar la idiosincrasia muy derivativa del combo en general, siempre “amagando” con explotar a nivel anímico y luego quedándose en el molde una vez más…
¿Recluidos o luchando? A esta altura del partido no podemos dejar de señalar que resulta de lo más paradójico que Tim Burton, un realizador que comenzó su carrera enarbolando su cariño por el cine de terror gótico y la ciencia ficción, haya dedicado prácticamente las dos últimas décadas de su trayectoria a obras pomposas cuyo principal soporte ha sido una catarata interminable de CGI. Dicho de otro modo: casi todas sus películas desde ¡Marcianos al Ataque! (Mars Attacks!, 1996) hasta la fecha -dejando de lado dos obvias excepciones en stop motion, El Cadáver de la Novia (Corpse Bride, 2005) y Frankenweenie (2012), ecos distantes e inferiores de El Extraño Mundo de Jack (The Nightmare Before Christmas, 1993) de Henry Selick- han fetichizado hasta el hartazgo al artilugio digital, un mecanismo que tiende a la despersonalización y nos aleja de los “practical effects” que el mismo director decía amar. Más allá de los muchos altibajos cualitativos y de esos problemas que solemos encontrar en la estructura narrativa de sus opus, sin duda dos rasgos muy recurrentes en su derrotero, lo cierto es que el señor se engolosinó a niveles insospechados con la tecnología de captura de movimiento (a veces con motivo de las pugnas o escenas de acción y en otras ocasiones acompañando a los protagonistas a lo largo de todo el bendito film, como si el ardid fuese una novedad en el siglo XXI o le agregase alguna dimensión extra al personaje de turno). Poco y nada queda del genio detrás de Beetlejuice (1988), Batman (1989), El Joven Manos de Tijera (Edward Scissorhands, 1990) y Ed Wood (1994); hoy sólo subsiste un artesano porfiado pero carente de prudencia e inspiración, que para colmo se mueve a sus anchas en una zona de confort vinculada a los clichés darkies y las exigencias banales del mainstream. Ahora bien, tampoco se lo puede condenar del todo porque desde Sombras Tenebrosas (Dark Shadows, 2012), y en especial debido a la nefasta Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010), está tratando de reajustar su idiosincrasia en pos de recuperar algunos elementos de sus comienzos y bajar “un poco” el volumen de CGI. Miss Peregrine y los Niños Peculiares (Miss Peregrine's Home for Peculiar Children, 2016) está enrolada en el mismo naturalismo freak y nostálgico de la anterior Big Eyes (2014), no obstante el asunto vuelve a caer en esa típica medianía burtoniana de los últimos tiempos. Estamos ante una traslación del primer libro de una saga adolescente de Ransom Riggs que combina secretos familiares, construcción identitaria, detalles símil “coming of age”, una comunidad de jóvenes excluidos por la sociedad y otra agrupación de villanos de naturaleza parasitaria. La historia es muy sencilla porque apenas si nos presenta el viaje de Jake (Asa Butterfield) desde Florida a Cairnholm, una isla cercana a la costa de Wales, con la firme intención de descifrar la conexión entre su abuelo Abraham (Terence Stamp), fallecido en circunstancias misteriosas, y una tal Miss Alma LeFay Perigrine (una excelente Eva Green). El muchacho de improviso descubre que existe toda una cofradía de niños con poderes especiales viviendo al amparo de la señorita del título, quien a su vez se define como una “ymbryne”, un ser insólito con las capacidades de transformarse en ave y de manipular el tiempo. Miss Perigrine, de hecho, con su antiguo reloj de bolsillo resetea continuamente un mismo día, el 3 de septiembre de 1943 (producto de una decisión forzada por la caída de una bomba nazi sobre la mansión del clan), haciendo que los pequeños vivan en un eterno bucle temporal. El cineasta utiliza a la trama como excusa para ofrecernos otra colección de secundarios de corazón sensible y aspecto menos espeluznante que el de algunos homólogos del pasado, lo que en esencia deriva en una mixtura entre la premisa de base de X-Men y aquellos interrogantes en torno a las necesidades intermitentes de reclusión y de lucha por parte de los marginados, según la complejidad de una coyuntura que suele ser poco amigable hacia los diferentes (aquí por suerte se trabaja bastante el ámbito familiar de Jake, más allá de su interés romántico y sus amistades). A pesar de que el film se siente demasiado extenso en sus 127 minutos, resulta bienvenido el hecho de que el desarrollo de personajes ocupe unas tres cuartas partes del metraje y las “mutaciones” de los chicos no sean tan aparatosas como las de sus equivalentes del cine de superhéroes: hoy tenemos a una nena que levita, otra que hace crecer los vegetales, una con una segunda boca en la nuca, un par símil Medusa, un niño invisible, uno que tiene abejas en su interior, otro con vocación de titiritero a partir de cuerpos inertes, etc. La torpeza de la media hora final (el guión de Jane Goldman venía bien hasta ese momento) y una nueva batalla redundante a puro CGI (en esta oportunidad en un parque de diversiones) terminan jugándole en contra a una película amable que sin ser una maravilla podría haberse destacado dentro del lote reciente de un Burton muy agotado…